Falta de cariño - Jeanne Allan - E-Book

Falta de cariño E-Book

JEANNE ALLAN

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Beschreibung

El pequeño Davy había puesto un anuncio en el periódico solicitando una esposa. Esta no era para él, por supuesto, sino para su tío Thomas Steele, un hombre que se había olvidado de lo que era ser niño, si es que alguna vez lo había sabido. Cheyenne Lassiter se interesó por el anuncio, pensando que podría tratarse de la llamada de auxilio de un niño. Y pronto descubrió que no solo Davy estaba necesitado de cariño, también su tío necesitaba perder el miedo a amar… y ella estaba más que dispuesta a convertir a aquel hombre de negocios en un padre de verdad…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Jeanne Allan

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Falta de cariño, n.º 1102- marzo 2022

Título original: ONE BRIDE DELIVERED

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-546-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Se necesita esposa para cuidar de niño pequeño. Tiene que saber hacer galletas, leer cuentos y sonreír mucho. Pero no pegar. Habitación 301 del hotel St. Cristopher, Aspen, Colorado.

 

Cuando Cheyenne Lassiter leyó el anuncio del periódico, mientras estaba desayunando, se le cayó la cuchara en el plato. Agarró el periódico con las dos manos y lo volvió a leer. A continuación se lo dio a su hermana.

—Lee esto.

Allie leyó el anuncio.

—Una forma curiosa de buscar mujer.

—¿Tú crees que es eso? —le preguntó Cheyenne—. A mí me parece como si lo hubiera escrito un niño.

Allie lo volvió a leer.

—Es posible. ¿Te preocupa que diga eso de «no pegar»?

—Sí —Cheyenne volvió a recuperar el periódico—. Ya sé que todos pensáis que veo casos de maltratos a menores en todas partes, pero… —no terminó la frase.

—Michael ya está bien —le recordó Allie—. Está seguro con su tío y su tía.

—Lo que no entiendo es cómo no me di cuenta antes, cuando me decía que se había caído por las escaleras o se había golpeado contra una puerta. Pero su madre se apuntó voluntaria a mi clase y el señor Karper mostraba tanto interés, que quién iba a dudarlo —Cheyenne se quedó mirando el anuncio sin fijarse en él—. Me pregunto si no hubiera actuado de otra manera si Michael hubiera sido pobre y hubiera ido sucio y mal vestido.

—Nadie habría sospechado que el padrastro de Michael pegaba al niño. Deja de torturarte. En cuanto te diste cuenta de lo que pasaba, se lo comunicaste a las autoridades. Si no fuera por ti, Michael seguiría viviendo con su madre y su marido. O muerto.

—Pero yo me juré a mi misma no cerrar nunca más los ojos ante cualquier sospecha —le respondió a su hermana—. No tengo que ver a los Browning hasta las diez.

—Con lo cual tienes tiempo para ir a ver lo que está pasando en ese hotel —Allie partió un trozo de pan y se lo dio al perro que estaba al lado de la mesa—. Pero nadie te ha dicho que seas tú la que tenga que salvar el mundo.

—No tendrías que dar de comer a los animales en la mesa —Cheyenne apartó la silla evitando no dar al gato de Allie, que sólo tenía tres patas.

—Un día de estos vas a meter las narices donde no te llaman y te vas a arrepentir —le respondió su hermana.

—Sólo voy a ir al hotel y saludar. Si veo algo raro se lo comunicaré a las autoridades. No voy a hacer nada más.

 

 

—Si volvéis a decirme que hay una mujer llamando a la puerta, despido a todo el mundo —Thomas Steele colgó el teléfono mientras el encargado del hotel le pedía disculpas.

La primera mujer que había llamado a la puerta del hotel lo había hecho a las seis de la mañana. Medio adormilado, Thomas le había gritado creyendo que venía vendiendo galletas, al ver la bolsa que llevaba en la mano. Pocos minutos después llamó otra mujer y luego otra y otra. Toda una procesión de mujeres de todas las edades y tamaños con bolsas de galletas y muy sonrientes.

Thomas se pasó una mano por el mentón pensando que todo aquello era una broma. El encargado del hotel le había dicho que él no sabía nada. Una mujer había comentado algo sobre un periódico. Tendría que haberle pedido que se lo aclarara antes de darle con la puerta en las narices, pero no era nadie sin tomarse un café nada más levantarse.

Oyó ruidos en la habitación de al lado. El niño estaba despierto, pero no se levantaría hasta que Thomas se lo dijera. Su sobrino recorría de puntillas la habitación temiendo cualquier desgracia si se atrevía a mirar siquiera a su tío. Thomas se pasó la mano por el pelo pensando que él mismo se había buscado todo aquello. Cuando lo conoció en Nueva York lo primero que pensó fue llevárselo a Aspen. Y ahora no sabía qué hacer con él.

Levantó el teléfono y pidió el desayuno para los dos. No sabía si le gustaban los cereales. Cuando se lo preguntó, el niño se había encogido de hombros.

A los pocos minutos llamaron a la puerta. Era increíble la rapidez con la que obedecían los empleados cuando se enfadaba el jefe. Se ajustó el cinturón de su bata y fue a abrir la puerta.

Antes de que Thomas se diera cuenta de la presencia de la rubia que estaba en el pasillo sin ninguna bandeja en la mano, ella ya había entrado en la habitación. Pensó en echarla, pero no lo hizo. No obstante, en cuanto terminara con ella, se aseguraría de que ninguna otra mujer le molestara más. Cerró la puerta y la miró con cara de pocos amigos.

La mujer le devolvió la mirada.

Por lo menos no sonreía como las otras. Le miró las manos. No llevaba galletas. Sólo tenía un periódico doblado que golpeaba contra su pierna. No entendía por qué estaba tan irritada.

Thomas se mantuvo en silencio y se quedó mirándola. Tenía las piernas bronceadas y muy largas. Llevaba pantalones cortos y zapatillas de deporte. Se fijó en sus estrechas caderas y su cintura.

Tenía pechos firmes. Seguro que llevaba sujetador deportivo. Tenía el cuerpo muy bronceado. Se fijó en que la chica se sonrojaba un poco. Parecía que su visitante podía leer el pensamiento. Con gesto sonriente, Thomas la miró la cara.

Algunos hombres podían considerarla una belleza, en especial a los que les gustaban las chicas atléticas, altas y rubias. Pero a él le gustaban más bien delgadas, de aspecto más femenino, morenas y sensuales. Thomas enarcó las cejas de forma burlona, gesto que había practicado en la adolescencia y que le salía de forma natural. A más de un empleado había logrado reducir con aquel gesto. Pero aquella mujer parecía dispuesta a presentarle batalla.

—¿No trae galletas? —le preguntó con tono burlón. Lo miró un tanto perpleja durante unos segundos con sus ojos color azul clarito.

—Por su respuesta veo que está bien informado.

Thomas pensó que la había visto antes. A lo mejor era una empleada del hotel. O una ex empleada.

—Lo estoy —le respondió—. Y le aseguro que usted no va a volver a trabajar en ningún hotel mío nunca más.

Ella lo miró con gesto de sorpresa. Pero en ese momento llamaron a la puerta. Un camarero entró en la sala con una bandeja y la dejó sobre la mesa antes de marcharse. Thomas se sirvió una taza. El líquido le quemó el paladar, pero la cafeína le despejó al instante. Miró a la mujer por encima de la taza y dio otro sorbo.

La mujer se quedó mirando la bandeja.

—Desayuno para dos.

Todas las alarmas saltaron en la cabeza de Thomas. Como buen solterón, sabía de lo que eran capaces las mujeres que buscaban marido.

—¿Cree que la dejaría marcharse sin antes desayunar?

—Espero que no. Hay que desayunar bien por la mañana —la mujer se fijó en la bandeja—. Veo que tiene leche y cereales pero no fruta. Una dieta equilibrada requiere dos piezas de fruta al día además de verduras.

Aquella mujer estaba loca.

—A mí me da igual su nutrición. Lo único que me interesa es su rendimiento. Cómo lo consigue es su problema.

—Supongo que usted es su padre. Así que le debería importar.

—¿Su padre? —le respondió él un poco perdido—. Yo me refiero a la mujer que hay en mi cama.

—¿Está casado?

Su respuesta le confirmó que aquella mujer iba en busca de marido.

—Estoy soltero y así pienso seguir.

—No está casado, pero hay una mujer en su cama —dijo ella pausadamente—. Y al parecer lo único que le importa es su comportamiento en la cama. ¿Cree que ése es un buen ejemplo para un niño?

—Está usted haciendo que pierda la paciencia. ¿De qué va todo esto?

En vez de responderle, la mujer llamó a la puerta de su habitación y esperó un par de segundos. A continuación abrió la puerta. Seguro que se iba a poner a buscar pelos en la almohada. Seguro que no encontraba ninguno, porque por culpa del niño había dejado de hacer vida social.

Después de inspeccionar la habitación se dirigió a la habitación del niño. Llamó a la puerta y al ver que nadie respondía, entró.

—Hola —saludó—. Lo siento, no quería molestar —cerró la puerta y se dio la vuelta—. Aquí no hay ninguna mujer, sólo está su hijo.

Thomas se encogió de hombros.

—A lo mejor ha salido por la ventana.

—¿A plena luz del día?

—Cosas más extrañas han ocurrido en Aspen.

—No tan extrañas como tratar de convencerme de que había una mujer en su cama. Me he topado con hombres que presumen de su potencia sexual, pero usted los gana a todos.

—¿Sabe usted que yo soy Thomas Steele? —al ver que no reaccionaba, añadió—. Dueño de los hoteles Steele.

—Supongo entonces que es usted rico y tiene una mujer en su cama cada noche. ¿Es que la de anoche se lo pensó mejor?

Thomas dejó la taza en la mesa de un golpe.

—Escuche un momento señorita…

—Me llamo Cheyenne Lassiter, hija de los dueños de los ranchos Lassiter.

—Escuche un momento, señorita Lassiter, no sé por qué todas ustedes me están molestando, pero mi paciencia tiene un límite —se sentó en una silla—. Se me está enfriando el desayuno. Así que si me perdona…

La mujer hizo un gesto con la mano como dándole permiso.

—Yo ya he desayunado. Las mujeres que trabajamos tenemos que madrugar, no como los ricos.

Si su objetivo era irritarle, lo estaba consiguiendo.

—Señorita Lassiter —empezó a decirle con gesto frío—. Lo que estaba intentando es que se marchara.

—Pues dígalo claramente —tomó una galleta de la bandeja y le dio un mordisco—. Yo no he venido a verlo a usted —apuntó con la cabeza a la habitación del niño—. He venido a verle a él.

—¿A mí? —el sobrino de Thomas salió de su habitación—. ¿Es que me voy a ir con usted? ¡Qué bien!

—¿Conoces a esta mujer?

—Es la mujer que me va a llevar de paseo.

Ella se echó a reír. Fue una carcajada espontánea. Cuando las mujeres que Thomas conocía se echaban a reír no entrecerraban los ojos, procuraban no arrugar la piel alrededor de sus bocas y nunca enseñaban los dientes. Miró a su sobrino y le dijo:

—Creo haberte dicho en varias ocasiones que tienes que venir a desayunar ya vestido.

—A lo mejor es que su bata de seda está en la cesta de la ropa sucia —le respondió la mujer con gesto de desaprobación.

La llegada de todas aquellas mujeres al hotel le habían hecho olvidarse de sus buenas costumbres, porque también él tenía la bata puesta. La miró con gesto displicente y le ordenó al niño que se sentara a la mesa. Cuando pasó al lado de Cheyenne Lassiter el niño sonrió. Ella le alborotó el pelo.

Thomas retiró una de las sillas de la mesa.

—Siéntese —le medio ladró—. Y quiero que me diga, qué es lo que está pasando.

—¿Cómo te llamas?

—El nombre del niño no le importa.

Su sobrino lo miró como si su respuesta le hubiera herido, antes de bajar la mirada y responder.

—Davy.

—Encantada de conocerte, Davy. Yo me llamo Cheyenne. Y si quiere que le responda, señor Steele, le sorprendería saber las cosas que me preocupan.

—No creo que nada de usted me sorprenda.

Cheyenne untó mantequilla en su galleta.

—No estoy segura de si es por su falta de imaginación, o por otra cosa.

Estaba claro que aquella mujer lo único que quería era hacerle perder los estribos. Pero él nunca los perdía. La mujer dio un mordisco a la galleta y masticó muy despacio. Lo que debería hacer en aquel momento era darle un beso en la boca.

—¿Leyó mi anuncio? —le preguntó el niño a la mujer.

De pronto, Thomas recordó que la mujer le había dicho algo de un anuncio en el periódico.

—Deme el periódico, por favor —le pidió, con cara de pocos amigos.

Ella se lo entregó. Thomas lo abrió y vio un anuncio marcado en rojo.

El niño se levantó de la mesa y se fue al lado de su tío.

—¡Está ahí! —exclamó en tono de sorpresa.

Thomas leyó el anuncio. Lo volvió a leer. Empezó a sentir latidos en las sienes.

—Espero que puedas explicar esto, jovencito.

El niño retrocedió unos pasos.

—Es que Sandy dijo…

Thomas recordó a la anciana que le había parecido tan sensata.

—Continúa —le dijo con gesto serio. Muy serio. El niño se encogió de hombros. Thomas se frotó el cuello. Todo eso se lo había buscado él solito, por haber llevado a su sobrino a Aspen. No estaba acostumbrado a hacer las cosas por impulso.

—¿Qué es lo que dijo Sandy? —le preguntó Cheyenne Lassiter.

—Estábamos viendo un programa en la televisión y me dijo que podía poner un anuncio en el periódico pidiendo una madre. Le pregunté cómo se hacía eso y me respondió que el tío Thomas también debería poner uno buscando una mujer para casarse. La abuela me dio dinero, escribí el anuncio y le pedí a Paula que me llevara al periódico a ponerlo.

Thomas no se podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Es que este hombre no es tu padre?

—No —el niño bajó la cabeza y miró al plato—. Es mi tío Thomas.

—¿Por qué no me dijo que no era su padre?

Thomas se limitó a mirarla sin responder.

—No puedo creerme que el periódico pusiera el anuncio sin antes llamarme.

—Es que les dije que era una sorpresa —el niño se sentó en su silla—. Para tu cumpleaños —añadió.

—Pero si mi cumpleaños es en abril.

El niño movió los cereales en su tazón.

—Es que el mío es en agosto y pensé que el tuyo era también en agosto.

—¿Qué día de agosto?

Cheyenne Lassiter lo miró muy enfadada.

—¿Es que no sabe cuándo es el cumpleaños de su sobrino?

Thomas no le hizo caso. Esperó que su sobrino le respondiera.

—El veintiuno de agosto cumplí los siete.

Hacía tres días. Thomas apretó los dientes.

—Termina de desayunar y ve a vestirte.

Thomas se levantó.

—Por lo que se refiere a usted, señorita Lassiter, a pesar de ese ridículo anuncio que cualquiera habría imaginado que había redactado un niño, he de informarle que no estoy buscando esposa —no podía echarla a patadas de allí. Y menos delante del niño—. Espero se haya marchado cuando termine de vestirme.

—Le recuerdo que no ha desayunado todavía —comentó ella.

—Es que me ha hecho perder el apetito —le respondió mientras se dirigía a su dormitorio.

—Entonces no creo que le importe si me como la última galleta, porque están buenísimas. Y por cierto, Thomas…

El tono de voz que utilizó al pronunciar su nombre estaba cargado de sensualidad. Se dio la vuelta. Ojalá no lo hubiera hecho.

Se quedó mirando sus piernas y poco a poco fue subiendo la mirada por todo su cuerpo. Cuando llegó a su rostro, se fijó en sus ojos negros de pestañas increíblemente largas.

—Para su información, no estoy buscando marido. Pero si lo estuviera buscando, no tiene de qué preocuparse, porque no estoy interesada en hombres de su tipo.

Thomas cerró la puerta de su dormitorio de un portazo y se pilló la bata con ella. Al otro lado de la puerta se oyeron las risotadas. Estuvo a punto de tirar de la bata de seda y hacerla jirones. Abrió un poco la puerta y la desenganchó. A continuación, se la quitó y se quedó desnudo.

Oyó al niño y a la mujer conversando al otro lado de la puerta. De nada servía enfadarse más con aquella mujer, porque no la iba a ver nunca más en su vida.

 

 

Cheyenne descorrió las cortinas de color granate. La vista de las bateas en la montaña de Aspen le recordó a Thomas Steele. Unas máquinas automáticas y sin sentimientos.

Una máquina que se había llevado a su sobrino con él a Aspen.

Thomas Steele había demostrado carecer de cualquier sentimiento de afecto hacia su sobrino. Pero Cheyenne podría jurar que le había molestado no saber cuándo era su cumpleaños. Un sentimiento desconcertante empezó a formarse en su mente, enfriando su cuerpo, a pesar del radiante sol que lucía aquella mañana. ¿Realmente le había desconcertado, o es que se había dejado influir por su atractivo?

El padre de Cheyenne había utilizado su atractivo para ofuscar el razonamiento de su madre. María Lassiter había tenido que pagar las consecuencias. Había tenido que criar ella sola a cuatro hijos mientras él llevaba una vida de soltero de rodeo en rodeo. Decir que la figura de su padre había estado ausente era darle demasiado importancia. Porque en realidad no había tenido padre.

Sin embargo, había tenido una familia que le había dado todo su cariño. Su madre y su abuelo habían compensado la negligencia de su padre. Además de que siempre había sabido que podía contar con Worth y sus dos hermanas.

Los padres de Davy habían muerto y habían dejado a aquel niño sin nadie que lo cuidara. Cheyenne se había enterado cuando Thomas los dejó solos. Se tendría que haber ido cuando el niño se fue a su habitación a vestirse. Pero la imagen tan triste y solitaria que Davy le había descrito la dejó pensativa. No se podía marchar.

Cheyenne pasó una mano por el marco de madera de la ventana. Davy necesitaba una familia. Alguien tenía que conseguir que Thomas Steele reaccionara y se diera cuenta. Alguien le tenía que explicar que los niños eran más importantes que los hoteles, las novias, o la posibilidad de hacer dinero. Y ese alguien podría ser ella.

—¿Qué es lo que hay que hacer para librarse de usted, señorita Lassiter? ¿Llamar a los de seguridad?

No lo había oído entrar en la habitación. Esperó unos segundos antes de darse la vuelta, para que se diera cuenta de la poca importancia que le daba. Cuando lo miró, volvió a sentir el impacto de su atractivo. Si no hubiera sido por el tono de desprecio en su mirada y por el aire de superioridad en su porte, se habría rendido a sus pies. Pero los hombres arrogantes no le interesaban. Por muy altos y guapos que fueran.

No se dejó intimidar por su tono de voz, frío como las cumbres de las montañas en el mes de febrero. Ni tampoco por el corte perfecto de su traje, su camisa azul claro, ni su corbata marrón de seda. Parecía un anuncio de cómo se tenía que vestir un agresivo hombre de negocios.

—Me iré cuando le diga lo que le tengo que decir —le respondió.

—No me interesa nada de lo que usted pueda decirme.

—Ni tampoco lo que pueda decir Davy, por lo que veo.

—Davy es asunto mío.

—Davy no es un asunto de nadie. Es un niño. ¿Qué clase de tío es usted? Me ha dicho que sus padres han muerto. Y también me ha dicho que se tiene que quedar con usted hasta que vuelvan sus abuelos de viaje. Quería irse a un campamento, pero usted no le ha dejado.

—Es muy pequeño para irse a un campamento. Tiene seis años.

—Siete. Hace tres días que fue su cumpleaños, ¿o es que se ha olvidado? —si no lo hubiera estado mirando fijamente no habría notado de la tensión de su cuerpo.

—Mi familia nunca ha dado mucha importancia a los cumpleaños.

—Su familia parece un poco despreocupada. Davy cree que si le molesta le va a encerrar en su habitación.

—Tiene demasiada imaginación.

—¿Usted cree? Yo más bien diría que le tiene miedo.

—Tiene miedo hasta de su propia sombra.

—Es un niño que está solo en un sitio que no conoce, con un tío que no le hace demasiado caso. ¿Sería mucho pedirle que se siente con él mientras desayuna, hablar con él, abrazarlo de vez en cuando, leerle un cuento cuando se va a dormir, o escucharle sus oraciones?

—Ya es mayor para saber que no existen los cuentos de hadas. Y en cuanto a los rezos, he de decirle que eso sólo lo hacen los débiles.

—Es un niño y sus padres han muerto —le respondió Cheyenne, medio furiosa y medio horrorizada—. Y los echa mucho de menos.

—El niño tenía ocho meses cuando murieron. No se acuerda de ellos.

—Davy me ha dicho que su padre era hermano suyo. Debe ser terrible perder un hermano.

—No quiero su compasión.

—¿Es quizá un sentimiento de debilidad? —le dirigió una mirada asesina—. Si no le duele hablar de su hermano, entonces…

—No me duele —le espetó.

—¿Por qué, entonces, no le ha querido contar nada a Davy de sus padres? Me ha dicho que ni usted, ni su abuela le han contado nada. Ni siquiera tiene una foto de su madre.

—Parece que le ha contado muchas cosas.

—Se siente solo. Y las chicas que ha contratado para que estén con él se limitan a dejarle ver la televisión. ¿Cree que eso es lo que sus padres hubieran querido para él?

—No tengo ni idea. Mi hermano y yo no nos veíamos mucho cuando él se casó.

—¿Es que no le caía bien su mujer?

—No la conocí. David no me la quiso presentar. Le educaron para que dirigiera una cadena de hoteles, no para casarse con una de las empleadas. Dejó el colegio y abandonó la familia.

—Pero si la quería y era feliz…

—Amor. Felicidad —pronunció las palabras con desprecio—. Los Steele no se casan por amor, ni para ser felices. Se casan buscando poder, pasión, sexo, dinero y muchas otras razones, pero nunca para conseguir amor o felicidad.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia un mueble. Abrió unas puertas donde había un fax. Arrancó la hoja que salía y se puso a leerla.

Con aquel gesto, parecía indicarle que quería que se marchara. Cheyenne avanzó por la moqueta con motivos florales y se sentó en el sofá.

—¿Eso es todo lo que usted espera del matrimonio?

—¿Qué se pensaba, que nada más verla iba a enamorarme de usted? Los Steele no somos así.

—¿Ni siquiera los más pequeños?

—Davy está alimentado, vestido y escolarizado. Logrará sobrevivir. Yo lo logré.

Las últimas palabras las dijo como si estuviera orgulloso de ello. Pero a ella le pareció un poco triste. Todo el mundo necesitaba amor para sobrevivir.

—Davy necesita amor y atención —respondió ella con firmeza.

Thomas Steele dio un suspiro.

—Escuche, señorita Lassiter, deje ya de decirme lo que tengo que hacer. Cometí un error al traerme al niño y me lo tendré que quedar hasta que vuelvan sus abuelos.

Cheyenne pasó una mano por la tela aterciopelada del sofá.

—Yo lo único que sé es que si Davy no le preocupa, ¿por qué me dijo que era muy joven como para ir a un campamento?

—No saque conclusiones de donde no las hay. ¿Quiere oír la verdad, señorita Lassiter? Si mi hermano no se hubiera encaprichado de una cara bonita, ahora no estaríamos hablando de ese niño. Los Steele se ocupan de la gestión de hoteles, no de cuidar niños. Davy estaría mucho mejor si hubiera muerto en el mismo accidente de avión que se llevó a sus padres.

Cheyenne se quedó horrorizada al oír aquellas palabras. Se oyó el sonido que hizo una puerta al cerrarse. Thomas Steele se dio la vuelta, se metió las manos en los bolsillos y se quedó mirando la puerta cerrada de la habitación de Davy. Empezó a caminar y le dio una patada a la silla que tenía más cerca.

Cheyenne esperó hasta que vio que Thomas Steele no iba a ir a la habitación del niño para levantarse. Se dirigió hacia la habitación y llamó a la puerta. No esperó a que le diera permiso para entrar.