Se necesita un padre - Jeanne Allan - E-Book
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Se necesita un padre E-Book

JEANNE ALLAN

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Beschreibung

Addy Johnson estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa para quedarse con la custodia de su sobrina de cuatro años. Incluso buscar marido. Addy estaba agradecida a Hannah Harris por presentarle a los solteros más cotizados de la ciudad, pero se sentía cada vez más frustrada al ver que el dominante nieto de Hannah, Sam Dawson, le saboteaba todas sus citas. Sam Dawson, hombre frío y calculador, creía al principio que Addy estaba intentando aprovecharse de Hannah. Pero entonces se dio cuenta de algo aún más preocupante: ¿podría formar él parte de los planes de casamiento de su abuela? Los atractivos de Addy le resultaban ciertamente tentadores, pero no tenía intención de ser padre.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1997 Barbara Blackman

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Se necesita un padre, n.º 1219 - diciembre 2015

Título original: Needed: One Dad

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7336-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Sam! ¿Dónde estás? Ven un momento. ¿Me has oído?

Addy meneó la cabeza con tolerancia. En aquel cálido día de julio las ventanas de la vieja casa victoriana estaban abiertas, y sin duda todo el mundo en Ute Pass habría oído a Emilie llamando a gritos a su oso de peluche. Addy escogió un afilado bisturí para cortar una fina tira de la bola de arcilla de polímero para la cuenta que estaba haciendo.

–Yo soy Sam. ¿Quién eres tú y para qué me quieres?

En aquella casa donde solo vivían mujeres, la voz profunda y varonil que contestó a Emilie asustó a Addy. Alarmada, Addy salió corriendo al descansillo de la segunda planta.

Al otro lado del descansillo, su sobrina Emilie estaba sentada en el último escalón de las escaleras.

–Tú no eres Sam, tonto. Sam es mi oso de peluche –dijo Emilie entre risas.

–¿Será quizá el jovencito que he visto tirado en el porche? –le preguntó la voz con gravedad.

Addy se adelantó apresuradamente para poder ver al hombre misterioso. Estaba de pie delante de la puerta y llevaba una cazadora echada por encima de un hombro, unas cuantas revistas debajo del brazo y un maletín negro de cuero bueno. A los pies tenía una bolsa de lona. Vestía un par de vaqueros algo desteñidos que le ceñían las caderas y las largas piernas. Addy no lo había visto en su vida, pero el corazón le dio un vuelco cuando el hombre cerró la puerta de entrada con naturalidad.

–¡Lo ha encontrado! –Emilie se puso de pie y corrió escaleras abajo.

–¡Emilie, espera! –Addy le dijo en tono severo mientras corría hacia las escaleras ella también–. ¿Qué te he dicho de hablar con extraños?

La niña de cuatro años se detuvo obedientemente y se volvió a mirar a su tía.

–Tengo que ir por Sam –sonrió de nuevo y señaló hacia la puerta de la casa–. Él dice que es Sam.

Addy ignoró al hombre.

–Es un extraño, y sabes de más que no debes hablar con extraños. Vuelve aquí ahora mismo.

–Addy –gimió Emilie–. Quiero a Sam.

–Arriba. Ahora mismo.

Emilie subió las escaleras de mala gana. La pequeña de mejillas rosadas y ojos azules soltó una lágrima. Se detuvo delante de Addy y golpeó con el pie en el suelo, cubierto por una alfombra oriental que cubría el rellano y el pasillo del primer piso.

–Sam cree que eres mala.

–A Sam tampoco le gusta que hables con extraños –dijo Addy–. Lávate la cara y ve a la sala a leer un rato. Y, Emilie, quédate ahí hasta que vaya a buscarte. Te lo digo en serio; no te muevas de la sala. Yo me ocuparé de Sam.

De ambos, pensó Addy mientras se preparaba para hacer frente al hombre que había entrado en la casa tan descaradamente.

Con el afilado bisturí en la mano Addy bajó las escaleras despacio, sin quitarle ojo al intruso. Aquel hombre poseía una agresividad impropia de un vendedor a domicilio de libros o de productos de belleza.

Tenía el pelo castaño claro y peinado con raya al medio, un estilo que favorecía su corte de cara.

La artista que Addy llevaba dentro apreció el contraste entre el rostro delgado y el mentón cuadrado y fuerte. De algún modo, las ondas ligeramente rebeldes de sus cabellos, los labios carnosos y los ojos de mirada intensa le daban un aire tierno y sensual.

Mientras bajaba las escaleras, Addy percibió en su mirada una mezcla de rabia y hostilidad que la llevó a detenerse bruscamente cuando estaba casi llegando al pie de las escaleras. El hombre pestañeó y cualquier rastro de emoción abandonó su mirada de ojos azules.

–No es como me la imaginaba –dijo él mientras la estudiaba con calma–. Las probabilidades de que una timadora tenga pecas deben de ser mínimas, aunque quizás usted lo conseguiría –su mirada penetrante la recorrió despacio, deteniéndose en los pies descalzos–, si dejara el disfraz de pitonisa y se decidiera por una imagen más típicamente americana.

Addy se irguió e intentó ignorar que aquel desconocido acababa de hacer una referencia realmente insultante a la blusa azul y la falda verde de volantes que llevaba puestas.

–No nos interesa lo que quiera vendernos. Si piensa que puede convencer a la señora Harris para que le entregue lo que lleva toda su vida ahorrando, está equivocado. Hannah tendrá ochenta años, pero es demasiado espabilada como para dejarse engañar por alguien como usted.

Él arqueó una ceja.

–¿Y por usted?

A Addy le extrañó el comentario.

–No sé quién es usted, pero ha entrado sin permiso en…

–Soy Sam Dawson. El doctor Samuel Peter Dawson –inclinó la cabeza apenas–. Me pusieron Peter de segundo nombre por mi abuelo, Peter Harris, esposo de Hannah Harris.

–Ah, entonces es usted uno de los nietos de Hannah –dijo Addy aliviada.

Por eso su cara le había resultado tan familiar. Addy ignoró los fuertes latidos de su corazón y esbozó una sonrisa de disculpa.

–Lo siento, no sabía quién era, y como ha entrado así me ha asustado. Hannah no ha regresado del club de bridge. Creo que ha llegado demasiado temprano. A mí ella no me dijo que fuera a venir.

–Ella no lo sabía. Quería darle una sorpresa –hizo una pausa–. Y usted, me imagino que es Adeline Johnson.

–¿Quería pillarme por sorpresa?

–No quería que desapareciera de repente.

Addy frunció el ceño, sin saber a qué se refería con aquello.

–¿Y por qué iba a desaparecer?

–Desaparecer antes de que una familia calcule lo que está ocurriendo debe de ser lo primero que aprende a hacer una timadora.

–Lo que está ocurriendo –repitió al tiempo que empezaba a entender lo que pretendía decirle aquel hombre–. Parece estar acusándome de algo, señor Dawson. ¿Por qué no se deja de rodeos y me dice exactamente lo que se supone que he hecho?

Él sonrió y le mostró unos dientes blancos y bien colocados.

–La honestidad resulta tan encantadora. Casi admiro su estilo, Adeline.

–Llámeme señorita Johnson.

Una sonrisa tan llena de odio no debería tener el poder de afectar tanto a los demás, por muy bonita que resultara.

Sam Dawson dejó la cazadora sobre el respaldo de una silla y la miró con frialdad.

–Señorita Johnson –se inclinó sobre el maletín, lo abrió y sacó un papel de una carpeta–. Lea esto.

La carta mecanografiada iba dirigida al doctor Samuel Peter Dawson. Addy la leyó en voz alta.

 

Vi su dirección en el escritorio de Hannah, y como no sabía cómo ponerme en contacto con su madre decidí hacerlo con usted. Le escribo para contarle algo que creo que la familia de Hannah debería saber. Hannah ha acogido en su casa a una mujer muy extraña y a una niña que la mujer dice que es su sobrina.

 

Addy se estremeció.

–Continúe –le instó Sam.

Addy respiró hondo y siguió leyendo.

 

Hoy en día uno se entera de casos tan horribles nada más abrir el periódico, y Hannah es tan confiada. El marido de Hannah le dejó una fortuna considerable y su casa está llena de antigüedades. Creo que algún miembro de la familia de Hannah debería investigar a esta mujer.

 

Muy enfadada, Addy le devolvió la carta.

–No me hace falta. Todo esto es mentira.

Al pasarle la carta Addy vio el nombre de la persona que la había escrito. Empezaron a temblarle las piernas y pensó que iba a caerse. El bisturí se le escapó de entre los dedos inertes y fue a caer al suelo de tarima. Addy se apoyó contra el pasamanos, dolida y sobrecogida. ¿Cómo podía esa mujer mayor a la que consideraba su amiga escribir tales maldades?

–Cora McHatton –dijo Addy con voz trémula mientras miraba las rosas que esa misma mañana había cortado del jardín de Cora–. No puedo creer que Cora… Pensaba que me tenía cariño.

–Cora conoce a mi abuela desde hace más de cincuenta años.

–Jamás pensé que sintiera algo así.

–No tengo idea de cómo había usted planeado desplumar a mi abuela, pero ya puede dar el plan por fracasado, señorita Johnson. Saldrá usted de aquí inmediatamente.

Addy apenas lo escuchaba, distraída como estaba mientras intentaba entender por qué Cora se había comportado así.

–Me pregunto si estará empezando a sufrir de demencia senil. La semana pasada se dejó las llaves dentro del coche, pero no pensé que fuera algo tan extraño. Todo el mundo se despista de vez en cuando.

–Es usted buena. Debería habérmelo imaginado. A la abuela no se la engaña tan fácilmente.

El sol de media tarde se filtraba por los cristales emplomados de la puerta, proyectando sombras azules, rojas y verdes sobre el rostro de Sam Dawson. Addy se estremeció. El nieto de Hannah había cruzado el país por una tontería escrita por una mujer mayor que era evidente que chocheaba. Y había ido para echar a Addy de la casa. Y también a Emilie. Por el bien de su sobrina, Addy decidió que no debía dejarse intimidar por aquel hombre.

–Debería haber llamado a Hannah. Ella podría haberle dicho que las cosas que ha insinuado Cora no son ciertas.

–Dudo que Hannah tenga idea de lo que usted está tramando.

–¿A diferencia del listo de su nieto? –Addy se apoyó en el pasamanos para ponerse derecha–. Juraría que Hannah me comentó que se había doctorado, pero debo de haberle entendido mal. Solamente un idiota sacaría una conclusión tan precipitada sin tener ninguna prueba.

Addy abrió la puerta y buscó el oso de Emilie en el porche. Cuando Addy volvió a entrar, Sam Dawson seguía en el mismo sitio. Pasó junto a él y siguió hasta las escaleras, ignorando su presencia.

–Señorita Johnson –dijo en un tono tan desapasionado como su mirada–, es evidente que piensa que ha congraciado tan bien con mi abuela que creerá cualquier cosa que diga usted.

Addy hizo un esfuerzo para que él no viera reflejados en su rostro las dudas y temores que la asaltaban. Se volvió muy sonriente.

–Sí, así es, así que si pensaba que podía venir hasta aquí a imponernos su presencia, y que yo caería de rodillas reconociendo mi error y rogando clemencia, se ha equivocado.

Se volvió con un movimiento exagerado y corrió escaleras arriba.

–Señorita Johnson.

El tono seco hizo que se detuviera cuando ya tenía la mano sobre el pomo de la puerta de la sala de estar. Addy se acercó al pasamanos, se inclinó y lo miró con expectación.

–¿Sí? ¿Quiere disculparse por llamarme timadora?

Sam la miraba de manera inexpresiva, pero incluso desde aquella altura, Addy percibió en su mirada una dureza implacable que amenazaba con proporcionarle problemas.

–Me quedaré con mi abuela durante las tres semanas siguientes. Usted se marchará de aquí antes que yo.

Addy controló el miedo y la rabia que le produjeron sus amenazas.

–Qué curioso –apoyó los brazos en el pasamanos y lo miró con interés–. Hannah es una mujer inteligente, que no cesa de decir lo genial que es usted. No sé cómo ha logrado engañarla durante todos estos años.

Addy consiguió no cerrar la puerta de la sala de un portazo. Cuando uno vivía en la casa de otra persona no hacía esas cosas. Por muy grande que fuera la tentación.

 

 

–Qué descaro el de mi nieto al pensar que soy una idiota –dijo Hannah muy enfadada–. A veces los jóvenes me ponen mala. Tú no –le dijo a Addy–, sino los papanatas que creen que uno no es capaz de pensar a partir de cierta edad –miró alrededor de la enorme mesa de trabajo a las otras tres señoras que junto con ella formaban la clase de manualidades que Addy impartía los miércoles por la mañana–. ¿Podéis creer que mi sobrino piensa que Addy está detrás de mi dinero? Y no solo me lo dijo a mí, sino que la acusó a ella directamente –asintió con la cabeza al oír a las otras decir que no.

–Los niños –dijo Belle Rater en tono indulgente mientras ordenaba un colorido montón de lazos y ribetes.

–Te quiere mucho, querida –declaró Cora McHatton–. Solo está intentando protegerte.

Hannah se puso derecha y miró con indignación a su amiga de setenta y siete años.

–¿Quién se lo ha pedido? Yo, desde luego, no.

–¿Quién escribió la carta? –preguntó Phoebe Knight, dejando por un instante el papel que estaba cortando.

–No lo sé –Hannah no le dio importancia a la pregunta–. Me niego a dignificar algo tan difamatorio tomándome la molestia de leerlo –hizo una mueca–. Supongo que debería haberme enterado de quién lo ha escrito para decirle lo que pienso. ¿Lo sabes tú, Addy?

Addy se sintió incómoda. No le había dicho nada a Hannah sobre la carta, pero cuando Hannah sacó el tema Addy pensó que la mujer sabía quién la había escrito. Incluso pensaba que lo había sacado para reprender a Cora sin acusarla directamente.

–¿Por qué no se lo preguntas después a tu nieto?

–Porque te lo estoy preguntando a ti –le respondió Hannah en tono seco–. Está claro que piensas que la verdad me va a molestar, pero no me gusta que mis amigos me traten como si estuviera senil.

Addy tenía la cabeza ligeramente inclinada, concentrada en extender bien el pegamento sobre la cáscara de huevo que estaba decorando.

–Cora –murmuró sin levantar la cabeza.

Ninguna de las que estaba a la mesa estaba sorda. Tres pares de ojos furibundos se volvieron a mirar a la obesa viuda. Avergonzada, la mujer miró a Addy.

–Yo no escribí la carta al nieto de Hannah. ¿Por qué diantres me acusas de tal cosa, querida?

–Sam, es decir, el doctor Dawson, me enseñó la carta.

Cora se echo hacia delante y le dio unas palmadas a Addy en la mano.

–Estoy segura de que la carta te molestó, querida, y quizá por eso leíste mal la firma.

–Estaba a máquina –Addy se limpió el pegamento de los dedos.

–Bueno, tú lo has dicho, querida –dijo Cora–. Yo no sé escribir a máquina.

Las otras mujeres empezaron a proferir insultos contra el alborotador que había llevado a Sam hasta allí utilizando aquella carta como señuelo, ensuciando la reputación de Addy y escondiéndose tras el nombre de Cora.

–Sam habría tirado a la basura una carta anónima –Phoebe dijo con gravedad–. Utilizando el nombre de Cora el o la culpable consiguió que la carta fuera creíble. Solo nos queda preguntarnos qué pretendía la persona que escribió la carta.

–Vosotros habláis mucho de vuestros nietos –Addy le dijo despacio a Hannah–. Tal vez alguien utilizara la carta para conseguir que el doctor Dawson viniera a verte a Colorado.

–Quieres decir que he estado quejándome demasiado de ser vieja e inútil –Hannah rechazó la negativa de Addy–, y alguien ha querido hacer de buen samaritano –se quedó pensativa un momento–. Alguien que sabe que Sam es una persona racional. No creo que sepa mucho de arte.

Las cuatro mujeres se volvieron a mirar a Addy. Con timidez, esta se llevó la mano al colorido collar en forma de mariposa que le colgaba del cuello.

–Siempre que te miro tengo ganas de sonreír –le dijo Cora.

Addy miró con recelo aquellos ojillos color turquesa.

Belle, con su camiseta de tigre y sus pendientes de aro color naranja, añadió:

–Addy es una artista. No es una calculadora pegada a un ordenador conectado a un tubo de ensayo, como Sam.

–Sam solía apreciar cualquier cosa o a cualquiera que se saliera de lo común –Hannah suspiró–. Antes le habría divertido la idea de que alguien como Addy fuera mi compañera de piso.

–Tal vez Sam no se preocuparía tanto, querida, si Addy no se vistiera con tantos colorines… –la voz de Cora se fue apagando.

–Tonterías –chilló Belle–. Addy es tan alegre y risueña como su vestimenta. No hay razón por la que ella tenga que ajustarse a los gustos de las personas de miras estrechas.

Phoebe salió en su defensa también.

–Olvidad la manera de vestir o las joyas de Addy. El problema es que algunas personas creen que una joven artista soltera con una niña a su cargo debe llevar una vida pecaminosa y depravada.

Las demás mujeres mayores asintieron con tristeza. Cansada de que hablaran de ella como si no estuviera delante, Addy dijo en tono seco:

–No sé cuándo tengo tiempo de vivir esa vida de pecado que quieren colgarme. Entre cuidar de Emilie e intentar sacar el dinero suficiente para vivir, ni siquiera tengo tiempo de hacer amistades.

–Por supuesto que no –Hannah dijo en tono tranquilizador–. Casi todo el mundo en la ciudad sabe que estás educando a la niña de tu hermana.

–El otro día rectifiqué a Judith, la de la tienda de comestibles, cuando te llamó madre soltera –añadió Belle con orgullo.

–Judith siempre ha sido una imbécil –resopló Phoebe.

Addy miró a las mujeres con gesto sonriente, aunque le entraran ganas de llorar.

–No sé lo que Emilie y yo haríamos sin vosotras. Sois tan buenas amigas.

–A mí me parece –dijo Phoebe– que una mujer joven y guapa como tú necesita amistades mejores que las de cuatro viejecitas como nosotras.

–No seas tonta. No necesito…

–Phoebe tiene razón, hija –la interrumpió Cora–. No nos necesitas –Cora miró a sus compañeras con los ojos brillantes y alertas–. Lo que necesita Addy es un marido.

 

 

Después de rezar con Emilie y de darle un beso de buenas noches a su sobrina, Addy se acurrucó en un viejo sillón que había en su sala de estar. Hannah siempre le decía que ella y Emilie debían considerar aquella casa su hogar y que debían compartir la planta baja con ella. Al mismo tiempo, y sabiendo que todo el mundo necesitaba su intimidad, Hannah le había cedido las habitaciones más grandes a Addy y Emilie: un dormitorio con cuarto de baño y una sala de estar contigua. Addy y Emilie habían trasformado la sala en dormitorio y el dormitorio lo utilizaban de sala de juegos, sala de estar y taller de trabajo de Addy.

Addy echó la cabeza hacia atrás y suspiró. Debería estar trabajando en ese momento. El dueño de una galería de arte en Colorado Springs la había llamado la semana anterior diciéndole que se le habían terminado las piezas de joyería que Addy le había llevado. Las ventas de Addy aumentaban considerablemente en verano, cuando vendía muchos más collares y pendientes de colores que durante otra época del año. Además, el hecho de que aquel día le hubiera llegado una carta informándole del saldo de su cuenta bancaria era otra razón más para ponerse a trabajar.

Pero Addy no podía dejar de pensar en lo que había dicho Cora de que necesitara un marido. Para horror de Addy, las otras tres mujeres de su clase de manualidades habían secundado inmediatamente la propuesta de Cora. Incluso Phoebe, una soltera empedernida, había declarado que Addy necesitaba un marido.

Emilie no necesitaba un padre; ni siquiera a su padre biológico. Addy solo sabía tres cosas de él. Que era rico, que estaba casado y que era un canalla. Ni siquiera sabía su nombre. La madre de Emilie, su hermana Lorie, siempre se había negado a contarle ese detalle a su hermana mayor. Hacía ya dos años que Lorie se había llevado el secreto a la tumba tras decidir que no merecía la pena vivir y suicidarse tomándose un bote entero de somníferos.

Solo quedaban Addy y Emilie, pero las dos formaban una familia. Ni Addy necesitaba un marido, ni Emilie un padre.

Un sinfín de temores y angustias que Addy había ahogado durante todo el día salieron a la superficie. ¿Y si el nieto de Hannah la convencía de que Addy no era la compañera adecuada para ella? ¿O peor aún, de que Addy no era la persona adecuada para enseñar manualidades en el centro social? Addy no podría mantener a Emilie solamente de lo que sacara de vender sus creaciones. Un año más, pensaba mientras apretaba dentro del puño un pequeño talismán de madera, y después Emilie pasaría la mayor parte del día en el colegio, y así Addy podría volver a dar clases a tiempo completo.

Debería haber supuesto que aquella situación era demasiado buena como para durar. Sin duda el doctor Samuel Dawson había criticado el carácter de Addy, su estilo de vida y su forma de vestir delante de Hannah. Addy había conseguido evitarlo desde su primer encuentro, sobre todo pasando tiempo fuera de la casa. Esa noche y la anterior, Addy había salido a cenar con su sobrina mientras Hannah y su nieto comían los platos que Addy había preparado y congelado después. Pero como su economía no le permitía seguir comiendo fuera, pensó que tendría que dar la cara tarde o temprano. ¿Y por qué no? No tenía nada que ocultar.

Alguien llamó con fuerza a la puerta que daba al pasillo. Addy dejó caer el talismán al suelo y corrió a ver quién era antes de que Emilie se despertara. Cuando abrió la puerta vio al nieto de Hannah con el bisturí en la mano.

–Se dejó esto abajo.

Había ido a echarlas. Pero ella no se lo pondría fácil.

–¿No tiene miedo de que lo utilice con usted mientras duerme?

–Gracias, Sam –dijo él–. De nada señorita, Johnson.

Addy ignoró la lección de educación.

–¿Qué es lo que quiere?

Aunque Addy no lo había invitado a pasar Sam entró a la sala de estar. Se volvió despacio y asimiló todo lo que había en la habitación con sus sagaces ojos azules. Viejas fotos de familia, ilustraciones de Emilie, el vestido de boda de la abuela de Addy, y acuarelas pintadas por la madre de Addy cubrían las lujosas paredes pintadas de morado de la habitación.

Sam Dawson estudió detenidamente la foto de una etérea belleza rubia con un angelical bebé de ojos azules en brazos.

–¿Su sobrina y la madre de la niña?

–Sí.

–No se parece mucho a su hermana.

Con cuidado, Addy dejó el bisturí sobre la cómoda que tenía más cerca. Si seguía con él en la mano, le entrarían ganas de utilizarlo. Le arrebató la fotografía de las manos y limpió sus huellas del cristal y el marco con la túnica que llevaba puesta antes de devolver la foto a su sitio. No permitiría que la intimidara. Había que enfrentarse a las cosas y no había más.

–Ella se parecía a la familia de mi madre y yo a la de mi padre.

Al ver que hacía una mueca como lamentándose de que no se pareciera a su madre también, Addy le hizo un comentario no demasiado discreto para que se largara de allí.

Pero él siguió husmeando por la habitación. Se detuvo delante de uno de los cuadros de su madre, examinó los irregulares manchurrones de pintura y seguidamente se inclinó para leer el nombre de la artista.

–Lily Johnson. ¿Su hermana?

–No.

–¿Alguien que no podría pintar ni una bolsa de papel, y que accidentalmente comparte su mismo apellido?

–Mi madre pintó el cuadro que usted está mirando con tanto desprecio.

–¿Y por qué no me lo ha dicho antes?

–Mi habitación, mis cuadros, mi hermana, mi madre y todas las demás cosas de mi vida no son asunto suyo.

Él hizo caso omiso a su observación.

–Es usted peor que una urraca. Un psiquiatra se relamería con esta habitación tan desordenada y lo que eso dice sobre la inseguridad de quien la ocupa.

–No soy insegura. Y esta habitación no está desordenada; tiene un ambiente cálido y acogedor.

–Está desordenada, llena de trastos chillones, y es un ataque al sistema nervioso. ¿Por qué no se deshace de parte de esta basura?

–Me encantaría. Empezando por usted.

Pisó una pelota, unas ceras y una muñeca que había en el suelo y se sentó en una de las butacas. Entonces le señaló la otra.

Addy pensó en negarse, pero estaba claro que había preparado un discurso y que no se libraría de él hasta que le dijera lo que tuviera en mente.

–Siéntese. Quiero hablar con usted.

Rechazó el asiento que él le estaba señalando y se sentó en el sofá.

–Cora no me escribió esa carta –dijo.

–Vaya noticia.

–La abuela cree que es usted quien dice ser.

–Pero usted no.

–Esperaré a tener más datos antes de decidirme. Mi abuela, sin embargo, no solo la cree, sino que está preocupada por usted. ¿Hay alguien que la esté molestando, señorita Johnson?

–A diferencia de usted, yo no voy por ahí ofendiendo a nadie.

Con deliberada lentitud la recorrió de arriba abajo con la mirada; al terminar la miró a los ojos con expresión burlona.

–Me cuesta creerlo.

Addy se puso de pie de un salto.

–No hay razón para que Hannah se preocupe por mí, así que buenas noches, señor Dawson.

Él estiró las piernas y se recostó sobre el respaldo.

–La abuela quiere que la vigile en estas semanas, para protegerla.

–No quiero que se acerque a mí, y no necesito protección. No hay razón alguna por la que Hannah deba preocuparse por mí. Algún entrometido decidió que sin duda era hora de que algún miembro de la familia de Hannah se molestara en venir a verla, y yo he recibido el dudoso honor de ser el cebo.

Él puso mala cara y la miró con el ceño fruncido.

–¿Acaso está acusando a mi familia de tener a mi abuela abandonada?

Addy no estaba dispuesta a echarse atrás.

–Hace nueve meses que conozco a Hannah y en ese tiempo no ha recibido ninguna visita de ningún miembro de su familia, ni tampoco ha hecho ella ninguna. Emilie Phoebe y yo pasamos el día de Navidad con ella. «Nosotras» –dijo con énfasis– no teníamos ningún otro sitio a dónde ir ni nadie con quién pasar las vacaciones.

Por un instante a Addy le pareció ver que Sam Dawson se sonrojaba ligeramente. Pero al momento se dijo que se lo debía de haber imaginado.

–Mis padres estrenaron una obra en Florida y a la abuela ya no le gusta el ajetreo y el bullicio de estar entre bastidores. En cuanto a mis hermanos, Harry estaba en África y a Mike le tocó hacer una guardia en el hospital el día de Navidad –añadió con tranquilidad–. Yo estaba muy ocupado intentando recaudar fondos para una pequeña empresa de puesta en marcha en California.

–Qué vidas tan ajetreadas –se burló Addy–. Hannah tiene ochenta años. ¿Estaréis todos demasiado ocupados para venir a su funeral?

Sam Dawson entrecerró los ojos y la miró fijamente.

–Lo hizo usted –le dijo lentamente–. Usted escribió la carta.