Se busca esposo - Jeanne Allan - E-Book
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Se busca esposo E-Book

JEANNE ALLAN

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Beschreibung

Worth Lassiter se había pasado la vida cuidando de sus hermanas. Ahora, todas estaban felizmente casadas y él era libre. Libre para tener todas las aventuras con las que había soñado. Hasta que Elizabeth Randall y su pequeño entraron en su vida... Elizabeth se había convencido a sí misma de que lo último que necesitaba era un marido. Pero no podía ignorar la sonrisa de su bebé cada vez que Worth se acercaba. Y tampoco podía negar que sus besos eran algo especial. De todas formas, no iba a ser ella quien atrapara a Worth. A menos, claro, que eso fuera exactamente lo que él deseaba...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2001 Jeanne Allan

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Se busca esposo, n.º 1617 - febrero 2020

Título original: One Husband Needed

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1348-145-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MISIÓN cumplida

El tráfico de la carretera que iba al aeropuerto internacional de Denver se movía con lentitud, pero en esa cálida tarde de junio nada podía alterar el buen humor de Worth Lassiter.

–Ya está hecho, Beau –dijo en alto, como si le pudiera oír su padre, ya fallecido–, te marchaste y me ordenaste que cuidara a mi madre y mis hermanas.

Había casado a sus tres hermanas con hombres buenos y honrados y dentro de dos semanas su madre se convertiría en la señora de Russel Underwood, un hombre bueno que trataría a Mary Lassiter como se merecía.

En ese momento un halcón se elevó delante de él. Cualquier ave había vivido más intensamente que Worth. Había viajado más, había tenido más aventuras.

Worth pensó en las revistas y catálogos de viajes que llevaba tiempo coleccionando y su espíritu se elevó con el halcón.

Su abuelo, Yancy Nichols, le había enseñado que un hombre ha de cuidar de las mujeres de su familia. Sus hermanas prácticamente se habían criado sin un padre y él por nada del mundo se habría saltado sus obligaciones para con ellas.

Pero aun así, Worth no podía evitar sentirse dichoso al pensar que la responsabilidad de cuidar de sus hermanas y su madre recaía ya sobre otros hombres. Eso le permitiría poner en práctica lo que siempre había deseado.

El halcón se convirtió en un punto que desapareció en el cielo azul.

Worth no tenía compromisos.

Lo esperaba la libertad, la aventura. La vida con mayúsculas. Y estaba impaciente por comenzar.

 

 

Hacer un vuelo de Nebraska a Aspen, en Colorado, con un bebé de trece meses no era precisamente agradable. Elizabeth Randall secó una lágrima de la carita de Jamie y le habló con voz dulce.

–En seguida llegamos, cariño.

Iban a las afueras de Aspen, al rancho La Doble Moneda, que pertenecía a la familia Lassiter. Su padre, Russ Underwood, se casaría dentro de dos semanas con Mary Lassiter.

No le había resultado fácil el viaje, pero por nada del mundo se perdería la boda de su padre. Sabía que Russ quería presentarle a su futura novia y a la familia de esta.

Ya por teléfono le había hablado de las tres hijas, que lo sabían todo acerca de ganado y ranchos, y del hijo perfecto. El mejor de los vaqueros y alguien que no haría nunca nada mal a los ojos de Russ.

Totalmente distinto al fallecido marido de Elizabeth.

El avión aterrizó en Denver y ella se dirigió hacia la puerta desde donde salía el siguiente vuelo a Aspen. Como le quedaba media hora, puso a Jamie en el suelo para darle un poco de libertad y ella se sentó, después de dejar en el suelo la dos bolsas de viaje.

En ese momento apareció en el amplio vestíbulo un vaquero, que con sus botas, su sombrero de cuero, sus pantalones y su piel morena, parecía salido de una película del Oeste.

Elizabeth se quedó mirando su modo de caminar y sintió un escalofrío. Era el hombre más sexy que había visto jamás. Su aspecto y su impresionante seguridad atraían la atención de todas las mujeres de la sala.

Algo que parecía recíproco por el modo en que él a su vez miró a todas y cada una de ellas, incluida Elizabeth, a la que observó durante unos segundos con evidente agrado.

Esta sintió un hormigueo en el estómago y miró hacia otro lado. Ella era una viuda de veintiún años y los hombres guapos no tenían sitio en su vida.

Tras unos minutos, una irresistible curiosidad la obligó a mirar de nuevo. El hombre estaba en una de las entradas y miraba con atención a los pasajeros que llegaban.

Elizabeth vio por el rabillo del ojo que Jamie iba directo hacia un caramelo que había en el suelo.

–Caca. Dáselo a mamá –dijo ella, arrodillándose junto a él y haciéndole muecas para distraerlo.

Jamie la agarró del pelo y chilló entusiasmado. Elizabeth lo tomó en brazos y lo besó en el cuello.

De repente en su campo de visión aparecieron un par de botas.

–Soy Worth Lassiter. ¿Es usted la señora Randall? –preguntó una agradable voz.

Elizabeth levantó la vista.

–¿Quién es usted?

–Soy Worth Lassiter.

Lo debería haber adivinado.

–¿Cómo sabe quién soy?

–Russ me dijo que buscara a la mujer más guapa y al niño más bonito.

Elizabeth notó que comenzaba a irritarse. Su padre jamás diría algo así. La descripción más adecuada sería la de una mujer con la ropa arrugada y sucia y el pelo revuelto. Era evidente que aquel hombre se había dejado atrapar por su melena pelirroja.

No respondió y Worth Lassiter se agachó y extendió una mano hacia el pequeño.

–Hola, amigo.

Jamie se apretó contra su madre y se metió el dedo pulgar en la boca mientras miraba con los ojos muy abiertos al vaquero.

–No le gustan los desconocidos –señaló ella.

–Esperaba llegar a tiempo de recibirla, pero había mucho tráfico y me he retrasado.

Elizabeth lo miró con desconfianza. Algo le decía que ese hombre que caminaba y hablaba con lentitud, veía demasiado.

–Yo pensaba ir a Aspen sola. No me habían dicho que me iban a venir a recoger.

–Tengo negocios en Denver. Llegué ayer y procuré reservar un billete en el mismo avión que usted. Parece que no le vendría mal un poco de ayuda. Apuesto a que este pequeño hombrecito tiene agotada a su madre.

Elizabeth levantó la barbilla. No necesitaba que ningún candidato a estrella de Hollywood notara su agotamiento ni diera por hecho que no podía hacerse cargo de su hijo. Worth Lassiter no tendría un aspecto tan atractivo ni tan seguro si hubiera tenido que cruzar todo el estado de Nebraska.

–No tenía que haberse molestado. Puedo arreglármelas yo sola.

Los ojos azules de él la miraron con intensidad.

–Piense que un hombre que tiene tres hermanas sabe perfectamente que no puede ofrecer ayuda a una mujer así como así –contestó con ironía.

Elizabeth se quedó callada, pensando en que no debería de haber ido.

Jamie soltó una carcajada y agarró la mano del vaquero.

Elizabeth trató de levantarse, pero la pierna derecha se le había dormido y se tambaleó, antes de aterrizar en el suelo boca arriba. Jamie chilló excitado ante el nuevo juego. La gente que pasaba a su lado la miró. Cerró los ojos avergonzada, rezando por que aquello fuera un sueño y al abrirlos estuviera de nuevo en Nebraska.

–¿Se encuentra bien?

Los abrió y vio que Worth Lassiter, que apenas podía reprimir la risa, le ofrecía una mano para ayudarla.

En otro tiempo ella también se habría reído.

Pero en vez de hacerlo, abrazó al niño.

–No necesito su ayuda. No quiero su ayuda. Déjeme.

Worth Lassiter levantó las manos y se echó hacia atrás. Elizabeth se ruborizó. Dejó a Jamie en el suelo, se puso de pie y luego volvió a tomar al pequeño en brazos, agarró sus bolsas y se alejó.

El avión todavía no iba a despegar.

Habían llegado más pasajeros a la sala de espera y los asientos estaban casi todos ocupados. Elizabeth se acercó a la fila de sillas, sin mirar al hombre que hacía señales para que la gente no se sentara en el único asiento libre.

–No le pedí que me guardara un sitio. Puedo esperar de pie.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire. ¿Qué le pasaba? Era como si un diablo travieso hubiera tomado posesión de su lengua.

De repente notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Un año antes habría hecho una escena, pero desde que tenía a Jamie, trataba de controlarse. Y en ese momento tampoco iba a llorar.

Worth Lassiter se quitó su sombrero y jugó a esconderse detrás de él para distraer a Jamie.

El niño entonces comenzó a echarse hacia delante y hacia atrás chillando. Cuando finalmente anunciaron el vuelo a Aspen, Elizabeth se levantó.

–Esas son mis bolsas –dijo al ver que Worth las agarraba.

–Sí, lo sé, voy a llevárselas al avión –aclaró él, dirigiéndose hacia la puerta.

Elizabeth no pudo hacer más que seguirlo. Cuando llegaron al avión, puso a Jamie en el asiento y agarró las bolsas. Worth se quedó en el pasillo, apoyado contra un asiento y de brazos cruzados, mientras Elizabeth luchaba por poner las bolsas en la parte de arriba. Finalmente lo consiguió y se sentó al lado de Jamie.

–Disculpe.

Worth Lassiter dejó entonces su bolsa de viaje en la parte superior y pasó al asiento de la ventanilla.

–Hay otros asientos libres.

Worth la miró brevemente, luego se colocó el sombrero sobre el rostro y se recostó contra su asiento.

Poco después Jamie se quedó dormido. Elizabeth acarició el pelo de su hijo y notó el olor a polvos de talco.

Pero notó también otros olores y no pudo evitar quedarse pensativa.

Ese olor masculino podía ser de cualquier otro pasajero, fue uno de sus pensamientos.

Otro fue que debería haberse quedado en Nebraska. También que odiaba a los ganaderos y a los caballos. Que los cuarenta y cinco minutos de vuelo serían eternos. Y que su padre no estaría en el aeropuerto para recibirla.

 

 

Worth observó a Elizabeth Randall mientras esta esperaba sus maletas en la terminal del aeropuerto de Aspen. Lo que Russ decía de su hija era completamente cierto. Nunca permitía que la ayudaran. Pero Mary Lassiter había insistido en que fuera a buscarla.

Él, sin embargo, debería haber hecho caso a Russ.

Porque «autosuficiente» no era la palabra exacta para definir a Elizabeth. Tenía mal genio, era una cabezota y una independiente desagradable.

A cualquier mujer que viajara sola con un bebé le habría encantado que la ayudaran. ¡Maldita cabezota! Una mujer que no era más que piel y huesos y que se había negado a comer y beber en el avión. En ese momento, sus hombros sostenían el peso del niño y las bolsas de viaje. Lo único que la mantenía erguida eran su orgullo y cabezonería.

El sol de la tarde entraba en la terminal del aeropuerto, haciendo brillar su cabello pelirrojo. Ese pelo que, como ella, no debería estar recogido en una coleta, sino mostrarse libre, volando al viento como las crines de un caballo que galopa.

O extendido sobre la cama de un hombre.

Lo cual era un pensamiento inútil tratándose de la hija de Russ. Y de una viuda.

La irritación dejó paso a la compasión. Cuando una mujer pierde a su marido el día en que sale del hospital después de haber dado a luz a su primer hijo, tiene derecho a tener mal genio. La rabia es mejor que la tristeza y la confusión que había creído ver en el fondo de sus ojos. Algo le decía que debajo de ese carácter independiente, Elizabeth era una mujer que había sido maltratada por el destino y seguía sin comprender por qué.

Ella lo miró desde lejos. Al ver que la estaba mirando, apartó la vista. Worth se apoyó contra la pared, se cruzó de brazos y continuó esperando y observándola.

¿Dónde había visto él unos ojos de aquel tono de verde? Los ojos de la gata de su madre, recordó sonriendo. Cuando algo irritaba a Emma Jean, sus ojos echaban chispas. Aunque después era fácil hacerle olvidar sus rabietas. En cambio, tenía serias dudas de que las de Elizabeth tuvieran fácil solución.

Pero desde luego, sus ojos llamaban la atención. Aunque tenían alrededor unas profundas ojeras que denotaban falta de sueño. En ese momento el bebé protestó para que lo dejara en el suelo. Elizabeth parecía muy cansada, pero sonrió a su hijo y trató de tranquilizarlo.

Su sonrisa era maravillosa.

Un hombre podía perdonar cualquier cosa a una mujer que sonriera de aquel modo.

La maleta apareció, pero ella no hizo ademán de ir por ella. Worth la recogió y se acercó después a Elizabeth, agradecido por no tener que discutir de nuevo por el equipaje.

Poco después salieron y Worth se dio cuenta de que a ella le habría gustado que su padre fuera a buscarla.

 

 

Ya en la furgoneta de Worth Lassiter, Elizabeth se concentró en el paisaje. Nunca había estado en Aspen y disfrutó de las montañas verdes que se elevaban para reunirse con cielos azules inalcanzables.

Tan azules como los ojos de Worth, que conducía a su lado con precaución.

Su marido había sido un conductor impaciente al que le gustaba la velocidad y tocar el claxon cuando se topaba con conductores lentos. Ella siempre había temido que su manera de conducir los matara, pero había sido la imprudencia de otro conductor lo que había terminado con la vida de Lawrence.

Un río serpenteaba a lo largo de la carretera, salpicado de rocas y pescadores. Cruzaron un puente en el momento en que un pájaro blanco y azul alzó en vuelo. Le habría gustado preguntar el nombre del pájaro, pero no sabía muy bien qué podría escapar de su boca. Tenía todo el cuerpo en tensión. Una tensión que aumentaba con el descubrimiento de que en ese momento, precisamente en ese, era una mujer. Y notaba demasiado la presencia del hombre que estaba a su lado.

–Un martín pescador –aclaró él, siguiendo la mirada de ella–. Cuando paso por aquí, siempre suelo ver alguno.

Elizabeth trató de decir algo, pero él habló antes.

–Todo el mundo está impaciente por conocerte –afirmó, tuteándola por primera vez–. Querían incluso estar en el rancho cuando tú llegaras, pero mamá les aconsejó que esperaran un poco hasta que te recuperes del viaje. No sabíamos que eras tan… fuerte.

–Y yo no sabía que tú eras uno de esos hombres que se siente amenazados cuando una mujer no se desmaya al ver sus músculos –replicó ella indignada.

–¿No te he dicho que tengo tres hermanas?

–Sí.

–Es como vivir con tres mulas cabezotas y testarudas. Pero nunca consiguen enfadarme y tú tampoco vas a hacerlo.

–¿Por qué no pueden?

–Es mucho más divertido enfadarlas a ellas. Cheyenne es la más fácil. He conseguido que se ponga a mis pies más de una vez.

–Muy bien, un hermano rival. ¡Qué agradable!

–De rival nada. Los Lassiter siempre estamos unidos –declaró, con evidente sinceridad.

Elizabeth no pudo evitar sentir celos. Quizá si ella hubiera tenido hermanos y hermanas habría sido todo muy diferente.

¿Cómo sería tener un hermano como Worth? Entonces lo observó detenidamente. Él había dejado atrás su chaqueta y se había remangado. La tela azul de la camisa no disimulaba la fuerza de los músculos de su torso. El sol iluminaba el vello rubio y fino de sus brazos. Tenía las manos grandes y fuertes, como todos los vaqueros que había conocido. Y había conocido a bastantes.

Por eso le resultaba extraño lo que se le pasaba por la cabeza en esos momentos. No eran escenas precisamente fraternales, sino fantasías que había tenido con otros vaqueros. Imágenes en las que aparecían manos fuertes acariciando su cuerpo, haciéndole el amor lentamente mientras una voz profunda le susurraba al oído.

Nerviosa, apretó la bolsa que llevaba en el regazo. Las viudas no debían sentirse atraídas por un vaquero, por muy guapo que fuera. La atracción era una reacción puramente física, que nada tenía que ver con el amor y la ternura.

Pero de repente supo el motivo. Worth Lassiter era uno de los pocos hombres con los que había hablado desde la muerte de su marido. El primero si no contaba a vendedores o familiares. Jamie había sido una excusa para no tener que salir ni tratar con gente. No hubiera podido soportar reunirse con los amigos de Lawrence ni escuchar sus palabras de consuelo.

No hubiera podido soportar preguntarse cuál de ellos sabía la horrible verdad.

–A Russ le preocupaba que no pudieras venir a la boda. Me alegro de que hayas podido. Habría sido terrible para él casarse sin la presencia de su única hija.

–Russ lo habría hecho –contestó sin pensar.

–¿Le llamas por su nombre de pila?

–Me imagino que no te parecerá mal.

–Nosotros solíamos llamar a nuestro padre Beau. No le gustaba que lo llamáramos «papá».

–¿«Llamáramos»?

–Murió hace unos años.

–Lo siento, debes echarlo mucho de menos.

–Pero es distinto de lo que te pasó a ti. Perder a un marido… Para Russ fue muy duro.

–Lo dudo. A Russ no le gustaba Lawrence e hizo todo lo posible por evitar que me casara con él.

 

 

Worth apretó el volante al recordar la conversación que había tenido dos días antes con Russ.

El nerviosismo de su futuro padrastro había hecho pensar a Worth que había cambiado de opinión respecto a la boda. Pero finalmente había sido un alivio descubrir que lo que lo preocupaba tanto era la relación que tenía con su hija Elizabeth.

Recordaba perfectamente la conversación.

–Me ha sorprendido muchísimo que Elizabeth diga que vendrá a la boda –había declarado.

Él le había preguntado por qué y Russ había esquivado en un principio la cuestión.

–Es tan encantadora… Cuando le gritaba, jamás lloraba. Se ponía muy roja y también se le ponían rojos los ojos. Yo la quiero mucho y me habría gustado darle un mundo perfecto. Hace más de un año que su marido, Lawrence, murió y sigue muy enfadada conmigo.

–¿Contigo? ¿Por qué?

Russ no lo miró a los ojos.

–Por el funeral. Nuestra mejor yegua estaba a punto de dar a luz. Habíamos estado a punto de perderla en un parto anterior –explicó–… pero le dije a Elizabeth que si me necesitaba, iría. Ella me dijo que no.

–¿No fuiste al funeral de tu yerno?

–Sabía que mi ex mujer y su marido iban a estar allí y tampoco me apetecía mucho. Elizabeth tenía que haberme dicho que fuera, si así lo quería.

La madre de Worth le había dicho una vez que los hombres tenían más problemas que las mujeres al tratar con la muerte. Decía que a los hombres les gustaba solucionar problemas, arreglar cosas. Worth imaginaba que el verdadero motivo por el que Russ no había ido al funeral tenía más que ver con su incapacidad de hacer las cosas bien que con las necesidades de una yegua.

–Nunca es tarde para decirle a tu hija que lo sientes.

–Lo he intentado, pero Elizabeth no quiere hablar de ello. Nunca me lo ha dicho con palabras, pero sé que está convencida de que no fui porque odiaba a Lawrence. No lo odiaba, pero no era el hombre adecuado para Elizabeth.

Russ se metió las manos en los bolsillos e hizo un gesto de resignación.

–Era un tipo raro. Parecía que se reía de algo que los demás no sabíamos. Intenté prevenir a Elizabeth y a su madre, pero no me quisieron oír –dio una patada a una piedra–. Lawrence era un hombre muy inteligente, muy diplomático, demasiado. Me recordaba a un caballo salvaje al que no te atreves a dar la espalda. Me preocupé mucho cuando Elizabeth se casó con él. Fuera lo que fuera de lo que se reía, se rio el último: gracias a él, mi hija me odia.

 

 

Worth debería haber dado más importancia a las palabras de Russ, pero simplemente pensó que era un buen hombre y que había cometido un error perdonable. Además, imaginaba que si su hija lo odiara, no habría dicho que asistiría a la boda.

Pero al conocerla, se le ocurrió que quizá había ido para impedir la ceremonia.

Worth trató de verlo todo a través de los ojos de Elizabeth: a su padre no le había gustado su marido, incluso había tratado de evitar que se casaran y no había ido a su funeral. Y como necesitaba culpar a alguien de la muerte de su marido y había elegido a su padre.

La felicidad de este debía de resultarle insoportable, por eso tenía que destruirla.

Pero a él, después de tantos años de espera, ninguna pelirroja de ojos de gata iba a estropearle los planes.

 

 

Salieron de la autopista y cruzaron el río. Estaban a punto de llegar y Elizabeth tenía las manos húmedas por el nerviosismo.

Pasaron debajo de un arco de madera donde estaba escrito Valle de la Esperanza.

–Creí que el rancho se llamaba La Doble Moneda –dijo Elizabeth sorprendida.

–Y así se llama. Lo pusieron mis abuelos Jacob y Anna Nichols. Anna llamó a toda la zona Valle de la Esperanza. Jacob y ella se acababan de casar cuando vinieron del Oeste llenos de esperanza –explicó brevemente Worth.

Aparcaron en frente de un edificio antiguo de dos plantas con un porche delantero, al que daba sombra un enorme álamo. A su alrededor había otros edificios y unas cuadras donde se veían dos caballos. Más allá, en los campos, se podía divisar media docenas de yeguas pastando con sus potrillos al lado.

El rancho le recordó a Elizabeth otros que había ido a visitar a su padre. La cuadra estaría oscura y húmeda y en ella vivirían gatos salvajes.

Worth había salido del coche y ella agarró el tirador para hacer lo mismo. Pero en ese momento Worth se puso delante, bloqueándole el paso.

–Deja que te de un consejo de amigo, Elizabeth. Si tienes algún problema con Russ, resuélvelo con él, pero no estropees la felicidad de mi madre.

–¿De qué me hablas? –preguntó ella, sorprendida por la transformación.

Él colocó las manos sobre el coche para acercarse más a ella.

–Sabes de lo que estoy hablando, pelirroja. No voy a permitir que puedas hacer daño a mi madre. Y no te atrevas ni siquiera a pensar en detener la boda.

La sorpresa impidió a Elizabeth responder nada. La situación le pareció casi cómica. Ella había estado dejándose llevar por la fantasía mientras él se había estado imaginando un montón de tonterías absurdas.

Russ salió en ese momento al porche acompañado de una mujer rubia. Elizabeth imaginó que sería una de las hermanas y esbozó una sonrisa mientras salía del coche.

–Yo sacaré el equipaje, Worth –dijo el padre–. Hola, Elizabeth, ¿qué tal el viaje?

–Muy bien –su sonrisa se hizo más amplia–. Hemos tenido buen tiempo.

–Me alegro –contestó el hombre, metiéndose las manos en los bolsillos–. ¿No ha habido turbulencias?

–No, nada. Ha sido un vuelo tranquilo.

–Muy bien. No hay nada peor que las turbulencias. Siempre me asustan muchísimo.

–No, todo fue muy tranquilo. Hubo sol durante todo el trayecto.