Fenomenología de Maradona - Santiago Zabala - E-Book

Fenomenología de Maradona E-Book

Santiago Zabala

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Beschreibung

Pocos personajes han sido más protagonistas de su tiempo que Diego Armando Maradona, un deportista de élite proveniente del proletariado de Villa Fiorito y elevado por las masas a la categoría de Dios. Filósofos, periodistas y politólogos interpretan en este libro coral el sentido de un fenómeno que trascendió las líneas que delimitan el terreno de juego y transformó al astro argentino en objeto de veneración a escala mundial, en símbolo deportivo, político y social, en el resultado de un espectacular proceso de apoteosis profana único en su mezcla de idolatría mística y fanatismo pop. ¿Quién fue y qué significó Diego Armando Maradona? ¿Qué razones explican su triunfal y aclamado ingreso en el panteón de las divinidades laicas? Conocido por todos, celebrado por la mayoría y denostado por algunos a causa de su problemática relación con las drogas y las mujeres, Maradona no solo es el icono que representa y encarna el robusto sentimiento nacional que pervive en el ánimo de los argentinos, sino que también se convirtió en emblema de la lucha de clases y en fuente inagotable de esperanza para los más desfavorecidos, que siempre lo vieron como uno de los suyos. El libro incluye un texto de Fernando Signorini, histórico preparador físico de Maradona, y una entrevista al árbitro tunecino que (no) vio la mano de Dios.

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PrólogoUna vida con el Diego

FERNANDO SIGNORINI1

Es imposible concebir el fenómeno Diego Maradona sin describir su periplo por el mundo. Un recorrido que lo llevó de Buenos Aires al Vaticano pasando por Barcelona y Nápoles, en cuyo mar se sintió como un pez que nadaba en las aguas más propicias. El lugar que ocupa la ciudad italiana es céntrico, como bien entendió Asif Kapadia, que en su famoso documental puso el foco en Nápoles. Todavía tengo muy fresco el recuerdo del día que llegamos allí por primera vez, en julio de 1984. En aquel momento, nadie hubiese pensado en lo que estaba a punto de crearse. Del aeropuerto al estadio, el coche que nos acompañaba a mí y a Chitoro, el padre de Diego, pasaba por esos vicoli, esas calles angostas y llenas de basura, que no fueron precisamente la mejor presentación para la aventura de Maradona en su nuevo equipo. El padre de Diego me susurró: «¿A dónde lo han traído a mi hijo?». Delante de nosotros estaba José Alberti (el agente que hizo posible el traspaso del Barça al Napoli), quien le respondió: «Don Diego, tiene usted razón. Pero verá que si se queda un año acá no va a querer irse nunca más». Y tuvo razón.

Mientras caminábamos por el caos de las entrañas de la ciudad, Diego disfrutaba de una experiencia sensacional en la bahía a bordo de un lujoso yate para firmar el contrato. En aquella bahía apareció el primer presentimiento de que algo estaba cambiando. Diego fue un ídolo para los napolitanos desde el minuto uno, demostró en poco tiempo ser uno más: un napolitano nacido en Argentina. Se sintió como pez en el agua, o más bien como un perrito con dos colas. Recuerdo cómo a la vuelta de los entrenamientos nos quedábamos hechizados por la estupenda vista del Vesubio desde las sinuosas curvas de Via Petrarca. Se había creado una sinergia única entre lugar y persona.

La cara de Diego cuando pisó por primera vez el San Paolo (que hoy lleva su nombre) era la de un niño feliz. Mientras los demás paseaban, él pateó una pelota al ángulo del arco y mostró en ese momento tanto su faceta juguetona como su calidad futbolística, entre las risas de todos los demás. El fenómeno nació aquel día, cuando su instinto y sus ganas de rebeldía se cruzaron con el arrebato de revancha del pueblo napolitano. Pasar de Barcelona, donde vivía en el acomodado barrio de Pedralbes, a Nápoles fue muy raro para un jugador de su calibre. Pero en Barcelona, paradójicamente, Diego tuvo muchos obstáculos para hacer la vida que él quería hacer, ya que el ambiente le exigía un determinado comportamiento. Sin embargo, no hay que olvidar que se trataba de un pibe de poco más de veinte años que venía de la humilde condición de una «villa miseria» en Argentina.

Antes de que llegara a la sombra del Vesubio, nadie podía imaginar la posibilidad de que Diego recalara en el Napoli. «Si acaba jugando en Italia, lo hará en la Juventus, ¿no?», decían todos. Y una vez un periodista me dijo: «¿Te imaginas a Diego con el 10 de Platini?». Y yo le contesté: «En ese caso no sería Maradona…». En aquel contexto, el calor de la gente fue vital para que él se pudiera expresar al máximo nivel. Yo no puedo explicarme el mito de Maradona sin Nápoles. Creo que lo mejor que le pasó en su vida deportiva fue haber firmado por el Napoli, dónde alcanzó su zenit y su máxima serenidad. Con la Juve hubiera ganado algún scudetto más, pero no hubiera tenido nunca la oportunidad de demostrar la rebeldía de un oprimido que se niega a serlo. Ni siquiera con Boca Diego pudo mostrar de verdad su faceta revolucionaria y rebelde, pero con el Napoli sí.

Diego era una exageración como jugador y como personaje. Y eso está demostrado por el hecho de que con veinte años ya era un jugador que se mostraba muy desenfadado con el poder. Tenía el gen de la rebeldía inoculado en Villa Fiorito. Cuando era chico, ningún presidente lo había ido a buscar, y ningún papa tampoco fue a verlo en el barrio humilde en el que nació y se crio. Después, cuando empezó sus conquistas y, sobre todo, tras la gran actuación en el Mundial de México, los mismos que lo despreciaban quisieron trabar amistad. Terminó en el balcón de la casa del Gobierno en una clara manipulación del éxito, y terminó en el Vaticano. Diego era consciente de eso y me decía siempre: «Yo sé que me están usando, pero les dejaré hasta que yo quiera, y nunca me van a callar la boca». Hasta el último momento, estuvo al lado de las Madres de Plaza de Mayo, estuvo en la marcha de los jubilados en Buenos Aires, siempre se enfrentó al poder. Primero fue peronista y después kirchnerista. Eso siempre lo tuvo claro. Jamás iba a jugar para el opresor, sino para el oprimido. Él mismo sabía que el pibe de Fiorito seguía siendo el mismo y en Nápoles encontró el caldo de cultivo más propicio, porque la pasión que los napolitanos sienten por el fútbol no puede asemejarse a ninguna otra.

Nápoles para él fue como Buenos Aires. Las dos ciudades se parecen, porque en ambas se alternan edificios lujosos y barrios marginales. Y ahí es donde fue inmensamente feliz, sobre todo antes de que su adicción empezara a ser preocupante. Diego encontró en el vestuario afecto y reconocimiento, y con los compañeros era Diego, como en la casa de Via Scipione Capece 3. Después, cuando salía de casa o del vestuario, se transformaba en Maradona.

Su partida definitiva, sin embargo, era lógico que fuera en Argentina. Con el paso del tiempo, cada uno tiende a volver a su casa. Él tenía un gran respeto hacia los símbolos, como sus padres, que siempre estuvieron en Argentina. Y, hasta pocas semanas antes de morir, creo que nunca llegó a plantearse poder irse así de repente. Cuando lo vi aparecer, en aquellas condiciones, el día de su cumpleaños en la cancha de Gimnasia, empecé a pensar que no le quedaban más de tres meses. Finalmente, fueron apenas veinticinco días. Tal vez él ya supo que estaba al borde del abismo. Al borde del abismo de una vida cuyo infinito y mágico periplo se tenía que cerrar cerca de donde había venido al mundo.

La filosofía que esconde la rebeldía de Maradona

SANTIAGO ZABALA2

Quien piensa a lo grande, a lo grande yerra.

MARTIN HEIDEGGER

Aus der Erfahrung des Denkens

 

Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.

EDUARDO GALEANO

El fútbol a sol y sombra

 

 

 

 

En los meses siguientes al 25 de noviembre de 2020, pocos acontecimientos recibieron tanta atención como la muerte de Diego Armando Maradona. Solo la pandemia causada por el coronavirus, el asalto al Capitolio en Washington, el bloqueo del canal de Suez y el retorno de los talibanes a Afghanistán recibieron una atención semejante en los medios internacionales. Es difícil imaginar que la muerte de otra persona pueda merecer tanta cobertura mediática hoy día. Maradona fue un futbolista, no un gran estadista, no un premio Nobel o una estrella del rock. No hay duda de que el deportista argentino llevó la dimensión existencial del fútbol más allá del terreno de juego, y que simbolizó también qué significa ser un ser humano en el mundo capitalista. Demostró que las capacidades, por sí solas, no marcan las diferencias. Se necesita actitud, ambición y determinación, que suelen ser el único equipaje de los pobres, de los desfavorecidos, de los marginados, con los que Maradona se identificó con orgullo. Nació en Villa Fiorito, un barrio de chabolas en los arrabales del sur de Buenos Aires; y allí creció sin agua corriente ni electricidad. Por eso su muerte afectó no solo a quienes algunas veces jugaron al fútbol o fueron sus seguidores, sino también a todos aquellos que se sienten social, étnica y geográficamente marginados.

Conocida la noticia de su muerte, el día siguiente, estrellas del fútbol como Lionel Messi, Megan Rapinoe o José Mourinho, le rindieron homenaje —por supuesto—, pero lo relevante es que a ellos se unieron estrellas de otros deportes, como el equipo de los All Blacks o destacadas figuras de la nba. Argentina declaró tres días de luto nacional, el alcalde de Nápoles anunció que el estadio de la ciudad iba a ser bautizado con su nombre. Incluso el presidente de Francia hizo una declaración para honrar a la leyenda. «La mano de Dios —escribió Emmanuel Macron— bajó el genio del fútbol a la tierra», y se convirtió «en el mejor jugador del mundo… alguien que batió a la Inglaterra de Margaret Thatcher… Tenemos un rey Pelé, ahora tenemos un dios Diego». El hecho de que Macron, u otro jefe de Estado de nivel semejante, rinda un homenaje de este calibre a un jugador de fútbol de otro continente es algo excepcional, a decir poco.

Estos reconocimientos muestran que Maradona fue algo más que el mejor jugador del mundo, y el documental de Asif Kapadia es un recuerdo elegante de lo que supuso. ¿Por qué su muerte afectó a tanta gente? Este artículo tiene como objetivo descubrir la filosofía que se escondía tras el comportamiento de Maradona y tras su rebeldía, lo que creo necesario —a mi modo de ver— para comprender el fenómeno que fue y el legado que dejó. No quiero decir que el jugador argentino tuviera «una filosofía» vital y que debamos ahora etiquetarla. Como los críticos de arte, que explican las obras de los artistas a través de conceptos y de movimientos —véase el drip painting o el land art—, me propongo demostrar que hay una actitud filosófica que da sentido a los comportamientos. Antes de aventurarse en estas cuestiones, con todo, es necesario estudiar por qué el error, dar bandazos, descarrilar, son necesarios para convertirse en leyenda.

La grandeza necesita del error; es decir: para pensar, para crear o para jugar excelentemente, uno necesita, también, equivocarse grandemente. Para equivocarse, empero, uno debe haber tomado partido, haber elegido un grupo, un bando, o abrazado una causa. Por desgracia, los deportistas —como los filósofos—, evitan con demasiada frecuencia tomar partido o, incluso, demostrar intereses sociales, adoptar causas sociales. El miedo al error es lo que suele regular, generalmente, si merece la pena abrazar una causa o tomar partido. Maradona no es el único entre los grandes talentos que cayó en el error a lo largo de su carrera. Martin Heidegger, quizá el filósofo más importante desde Hegel, se equivocó sobremanera, aunque fuera considerado «el rey que reinó en la sombra sobre el reino de la filosofía», como dijo Hannah Arendt. Heidegger sentó la bases del existencialismo de Jean-Paul Sartre, de la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer. Del mismo modo, influyó en la obra de muchos otros pensadores que se basaron en sus ideas. En 1933, se convirtió en el líder intelectual de la universidad de Friburgo en Brisgovia en tiempos del nazismo, se afilió al partido, si bien dimitió repentinamente del cargo de rector en abril de 1934. No fue el único gran filósofo occidental cercano a ideas racistas y antidemocráticas: Aristóteles justificó la esclavitud, David Hume consideró que los negros eran inferiores por naturaleza a los blancos, Gottlob Frege simpatizó con el fascismo y el antisemitismo. Lo más cerca que Heidegger estuvo de pedir perdón por el error fue afirmar que «quien piensa a lo grande, a lo grande yerra». Es un modo de argumentar no muy diferente al que siguió Eduardo Galeano a la hora de valorar la drogadicción de Maradona:3

 

Maradona nunca había usado estimulantes, en vísperas de los partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es verdad que había estado metido en la cocaína, pero se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.

 

Hay una conexión entre la (generosa) interpretación de Galeano y la (insuficiente) excusa de Heidegger. El error de este último, como apuntó Jürgen Habermas, es un hecho independiente de la filosofía.4 El talento de Maradona, como señaló Galeano, es independiente del consumo de drogas. Del mismo modo que Maradona jugaba mejor que los demás a pesar de la adicción, la influencia de Heidegger sigue latente en muchos filósofos de todo el mundo a pesar de su imperdonable antisemitismo,5 que confirma la aparición de nuevos documentos. Así, la famosa sentencia de Maradona: «¿Sabés qué jugador hubiese sido yo si no hubiese tomado cocaína? ¡Qué jugador nos perdimos!», puede aplicarse también a Heidegger. Si hubiera huido a Nueva York con su amante Arendt, hubiera reinado aún más como filósofo de alcance mundial de lo que lo hizo por culpa de un error político.

Pocos deportistas o filósofos siguen llamando tanto la atención como Maradona o Heidegger. Reconozco que equiparar Heidegger y Maradona no es demasiado elegante si de lo que se trata es de moverse con elegancia en el mundo intelectual, pero la cuestión —y es posible que ambos estuvieran de acuerdo— es que deberíamos ir más allá de estos detalles si de lo que se trata es de encontrar un significado revelador. Trazar un paralelo entre ellos no es solo posible, sino que es también deseable si hacerlo ilustra el complejo impacto que siguen teniendo.

Contrariamente a Habermas y a Galeano, Bertrand Russell y Simon Critchley, por ejemplo, tienen opiniones diferentes sobre Heidegger y Maradona, respectivamente. En la popular historia de la filosofía de Russell, la entrada «Heidegger» consta de apenas un párrafo. La primera línea dice: «Con una terminología extremadamente excéntrica, su filosofía es oscurísima. Uno no puede dejar de sospechar que es solo un lenguaje torrencial».6 Critchley, autor de uno de los mejores libros sobre fútbol, menciona al astro argentino una sola vez, cuando recuerda cómo engañó al mundo con la famosa «mano de Dios» que derrotó a Inglaterra en el Mundial de 1986. A pesar de la insuficiente referencia a Maradona en un libro de tan importante calado en el mundo del fútbol, la explicación que da Critchley del fútbol es potentísima:7

 

El fútbol trata de muchas cosas, cosas muy complejas, contradictorias y conflictivas: la memoria, la historia, el lugar, la clase social, la orientación sexual y sus variantes (especialmente la masculinidad, pero también y cada vez más la feminidad), identidad familiar, identidad tribal, identidad nacional, la naturaleza de los grupos (de ambos grupos: el de los jugadores y el de los seguidores). Y de la, en muchas ocasiones, violenta pero a veces pacífica y admirativa relación entre nuestro grupo y los demás grupos.

 

Asombra en ambos libros la ausencia de una confrontación conspicua con las excepcionales carreras de Heidegger y de Maradona. Es posible que los errores que ambos cometieron sean la causa de la ausencia. Si Heidegger no hubiera abrazado el nazismo, o si hubiera renegado de él sinceramente; si Maradona no hubiera consumido cocaína y hubiera moldeado su imagen como la de un deportista modélico, podrían haber sido mencionados como corresponde en las obras de Russell y Critchley. Pero la razón que tengo para citar a estos dos filósofos ingleses es que fueron incapaces de ignorar completamente las figuras de Heidegger y de Maradona. A pesar de seguir trayectorias erradas, estas dos estrellas en sus campos respectivos brillan demasiado como para ser oscurecidas por completo en las historias de la filosofía y del fútbol. Por mucho que Russell y Critchley —como tantos otros— detesten a Heidegger y a Maradona, es imposible silenciarlos sin que el silencio llame la atención.

Tras la muerte de Heidegger en 1976, importantes intelectuales (George Steiner y Jacques Derrida entre otros) justificaron por qué debemos estudiar la obra filosófica de aquel a pesar de su error político. Además de Macron, en los meses posteriores a la muerte de Maradona, Pep Guardiola, Gary Lineker o Marcelo Bielsa elogiaron al deportista argentino. Al contrario de lo que sucede con Heidegger, cuyo único y clamoroso error fue afiliarse al régimen nazi, la drogadicción de Maradona no es la única culpa en la que mucha gente se basa para criticarlo. Queda patente en un pasaje de la intervención de Macron: «Diego Maradona vivirá también en la imaginación popular por muchas otras razones. Pero sus relaciones con Fidel Castro y con Hugo Chávez dejar un amargo regusto a derrota. En este terreno, Maradona fue revolucionario». Muchos han criticado asimismo su relación con ciertos políticos y sus puntos de vista, pero son las razones por las que se llora su recuerdo un año después de morir. Este es el comportamiento —considerado erróneo por algunos— que hizo que Maradona llevara el fútbol más allá de la cancha.

La rebeldía de Maradona contra la autoridad y el poder, semejante a la que abrazó Muhammad Ali, estuvo siempre encaminada a defender a los débiles y a todos aquellos que no podían defenderse por sí mismos. El deportista argentino puede que sea un dios para algunos, pero no es un santo. Como sucedió a otros grandes jugadores —George Best, Paul Gascoigne— la fama le destruyó la vida. Aunque la adicción comprometía constantemente su talento futbolístico, lo compensó con el compromiso político, por lo menos a ojos de quienes lo admiraban. Antes de adentrarnos en los fundamentos filosóficos de estos gestos de rebeldía, recordemos algunos de los más notorios.

Maradona afirmó siempre que jugaba para el pueblo, no para los propietarios de los clubes y los mandamases que ocupaban los palcos de lujo. Lo dejó claro, sobre todo, cuando jugó en el Nápoles y con la selección argentina, donde será siempre admirado a pesar de las acusaciones de infidelidad, evasión fiscal y consumo de drogas. Si los títulos que consiguió con ambos equipos traspasaron los límites de lo deportivo fue porque convirtió las victorias en redención de pueblos enteros, una redención que napolitanos y argentinos ansiaban.

Tras debutar como profesional en Boca Juniors, un equipo popular de Buenos Aires, tras ser incapaz de adaptarse al millonario y ultraprofesional equipo de Barcelona —como demuestra el capítulo que le dedica Daniel Gamper—, Maradona decidió llevar su talento en 1984 a una de las ciudades más pobres de Europa: Nápoles. En expresión del escritor italiano Roberto Saviano: «La ciudad vio de cerca su redención porque, hasta entonces, ningún equipo del sur había ganado el scudetto, jamás un equipo del sur había ganado una Copa de la uefa, jamás un equipo del sur había atraído la atención mundial». Tras sentirse discriminado en España por sus orígenes argentinos, Maradona se identificó inmediatamente con los napolitanos, a quienes los italianos del norte llamaban con frecuencia los «italianos de África». Comprobó la dimensión del prejuicio el día de su debut con el Nápoles, el 16 de septiembre de 1984: «Nos recibieron con una pancarta que me hizo comprender, de repente, que la batalla del Nápoles no era solo futbolística: “Bienvenido a Italia”, decía. Era el Norte contra el Sur, los racistas contra los pobres».8 Maradona convirtió el balón de fútbol en un símbolo de libertad.

A pesar de que Nápoles no tuviera un equipo de fútbol puntero, la ciudad ofrecía el ambiente social perfecto para que Maradona se sintiera a gusto. No por ello dejó de enfrentarse a los propietarios del club cuando se negaron a pagar a sus compañeros, o cuando los patronos se opusieron a que el jugador participase en un partido benéfico en favor de un niño que necesitaba dinero para pagar una operación muy cara. Para poder jugar el partido —en el campo de tierra de uno de los suburbios más pobres de Nápoles, Acerra— el joven de veintiún años pagó de su bolsillo el seguro que le exigió el profesional Nápoles si quería jugar contra un equipo de aficionados. Nada más llegar a Nápoles, una de las primeras declaraciones que hizo a los periodistas fue: «Quiero convertirme en el ídolo de los pibes pobres de Nápoles, porque son como era yo cuando vivía en Buenos Aires».9 Como consecuencia de esto, y de muchos otros gestos de solidaridad con la gente del pueblo, los napolitanos llegaron a admirar a Maradona hasta el punto de animar a Argentina contra Italia en la semifinal del Mundial de 1990 que, casualmente, se jugó en Nápoles.

La actuación de Maradona en el Mundial de 1986 demostró una vez más que podía llevar a un equipo a la gloria, a la que contribuyó con dos goles extraordinarios en el que está considerado el partido con más connotaciones políticas de la historia del fútbol. Apenas cuatro años después de la guerra de las Malvinas, Inglaterra y Argentina se cruzaron en los cuartos de final. Maradona intuyó que era una oportunidad para homenajear a los miles de argentinos muertos en la guerra, además de a los millones de muertos que, durante siglos, los ejércitos coloniales del norte provocaron en el hemisferio sur. El primer gol que marcó Maradona se conoce como «la mano de Dios» —origen de la única y breve cita en el libro de Critchley—; al segundo se le conoce como «el gol del siglo». Los ingleses nunca perdonarán a Maradona porque ambos supusieron una profunda humillación, porque el primer gol nace de un engaño y el segundo de una incontestable e insuperable maestría. Por el contrario, los argentinos lo elevaron a la categoría de salvador capaz de poner en entredicho la Inglaterra de Thatcher y su armada imparable, dispuesta a causar miles de víctimas para defender inútiles objetivos imperiales. Cuando Florent Torchut y Antonio Moschella le preguntaron, poco antes de cumplir sesenta años, con qué regalo de cumpleaños soñaba, Maradona respondió con ironía: «Meterle un gol a Inglaterra, esta vez con la mano derecha».10

Para los napolitanos y los argentinos —y no solo para ellos—, Maradona fue el símbolo que los redimió ante todos aquellos que los humillaban y despreciaban. Tras abandonar el fútbol profesional en 1997, el desafío alcanzó dimensiones planetarias. En el discurso de agradecimiento que pronunció el año 2000 en los «fifa Internet Century Awards», ante propietarios de clubes y mandamases de la fifa como Sepp Blatter o Michel Platini, Maradona dedicó el premio, entre otros, a: «Fidel Castro y al más famoso de los argentinos, Che Guevara». En un vídeo de YouTube con imágenes de la ceremonia puede verse a Blatter y a los demás ponerse lívidos mientras Maradona pronuncia estas palabras.

No debería sorprender que luego apoyara públicamente la creación de un sindicato de futbolistas profesionales, denunciara públicamente la corrupción que dominaba la fifa, fundara una escuela de fútbol en India; como tampoco que apoyara la causa palestina y a líderes izquierdistas sudamericanos (Lula, Chávez, Morales) a quienes unía la oposición al imperialismo estadounidense. En 2005, participó en la multitudinaria manifestación contra la cuarta Cumbre de las Américas con una camiseta en la que denunciaba a George W. Bush como criminal de guerra. Si la «teoría política propia del fútbol es el socialismo»,11 como afirma acertadamente Critchley, entonces Maradona es la encarnación de tal teoría. ¿Hay una filosofía especial detrás del «socialismo maradoniano»?

Haberse equivocado profundamente no es lo único que tienen en común Heidegger y Maradona. Ambos descubrieron aspectos ignorados o inadvertidos en sus respectivas disciplinas e hicieron imposible que las investigaciones posteriores pudieran obviarlos. Maradona llevó la dimensión existencial del juego más allá de la cancha; después de él, de su compromiso, el fútbol no volverá a ser «solo un juego». Por su parte, Heidegger llevó la hermenéutica al centro del debate filosófico. La hermenéutica había sido asociada, hasta la aparición de Heidegger, con la interpretación de mensajes divinos y de leyes arcanas, textos legales y sagrados. La palabra «hermenéutica» viene de Hermes, el dios mensajero, cuyo nombre hace referencia a los «pies alados». En el Cratilo, en el Ion y en el Banquete, Platón no solo relaciona el término «hermênea» etimológicamente con el nombre del dios Hermes, sino que define la hermenéutica sea como teoría de la interpretación, sea como «capacidad de transmisión y de mediación». Hermes debe revelar lo que hay más allá del entendimiento humano con expresiones que la inteligencia humana sea capaz de descifrar. Sin embargo, cuando ejercía de «revelador», Hermes fue acusado frecuentemente de traidor, de mentiroso y aun de anárquico porque sus mensajes nunca eran claros y unívocos; en otras palabras: sus interpretaciones alteraban siempre el significado original.

Heidegger, en la historia de la hermenéutica que trazó antes de que Gadamer sentara las bases teóricas en los años 60, analizó la tradición hermenéutica en boga en el siglo xvii porque el «sentido» y la «dimensión práctica» se habían convertido en «método», «doctrina» y «disciplina» al servicio de unos textos específicos. A raíz de estos cambios, la hermenéutica teológica (hermeneutica sacra) y la hermenéutica jurídica (hermeneutica iuris) tomaron cuerpo para ayudarnos a interpretar los textos sagrados y los legales. Sin embargo, según Heidegger, y más tarde Gadamer, Paul Ricoeur y otros, la hermenéutica es originariamente la disciplina filosófica que se ocupa de estudiar las condiciones que se dan para la interpretación, independientemente de particulares métodos interpretativos. Contra las teorías del conocimiento, en las que los métodos de interpretación se aíslan para poder adquirir un significado, la hermenéutica filosófica afirma que la interpretación es un hecho existencial que integra objetos, palabras y acontecimientos en un totum revolutum complejo y de significados entrelazados. El primer pensador que profundizó en la cuestión de la hermenéutica filosófica fue Friedrich Nietzsche, en la famosa tesis que escribió en los cuadernos de 1883-1888:

 

En mi criterio, contra el positivismo que se limita al fenómeno, «solo hay hechos». Y quizá, más que hechos, interpretaciones. No conocemos ningún hecho en sí, y parece absurdo pretenderlo.

«Todo es subjetivo», os digo; pero solo al decirlo nos encontramos con una interpretación. El sujeto no nos es dado, sino añadido, imaginado, algo que se esconde. Por consiguiente, ¿se hace necesario contar con una interpretación detrás de la interpretación? En realidad entramos en el campo de la poesía, de las hipótesis.12