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Ficciones americanas, se compone de cuentos y relatos de distintas realidades y épocas americanas. Arranca con una parodia del viaje de Colón y termina con relatos de unos condenados, que reflejan las luces y sombras del continente americano, siempre bajo el símbolo de El Dorado, la Arcadia; algo así como el encuentro y la pérdida del paraíso americano. En todos ellos late y convulsiona la tradición, el mito, la tierra. Los personajes son observados e incluso manipulados por fuerzas atávicas que ellos mismos intuyen pero no ven, víctimas de cierto fatalismo y, a la vez, de un fuerte instinto vital.
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ELORDI, SANTIAGO (Santiago de Chile, 1960), poeta, escritor, documentalista. En 1990 funda «Noreste», periódico que bajo el lema «La Vida Peligrosa», fue referente de toda una generación que encontró una alternativa cultural a la represiva dictadura militar en Chile. A través de su trabajo literario, Santiago Elordi ha insistido con énfasis en la no frontera de géneros, alternando diversas tradiciones, recursos lingüísticos y temas.
En 1997 obtiene una beca de residencia en Nueva York donde realiza intervenciones y lecturas, estableciendo estrecha relación con poetas y artistas de diversas tendencias. En 2005 emprende junto a la pintora Kate Macdonald un viaje de 4000 km por el estado de Bahía y Mato Grosso, Brasil, siguiendo la ruta del explorador Percy Fawcett que en 1929 se perdió en una expedición, viaje que ha quedado registrado en el documental Punto Z.
En 2010 crea VPS, un colectivo de intervenciones públicas que ha realizado trabajos en Venecia, Valparaíso y Berlín.
Tanto su poesía, narrativa, trabajos audiovisuales como intervenciones, se enmarcan en temáticas como la relación entre lenguaje y fundación de realidad, el viaje geográfico como metáfora de la aventura individual, la tensión entre Arte y Vida. En la Huerta Grande ha publicado las novelas Seven y La Panamericana.
Ficciones Americanas se compone de cuentos y relatos de distintas realidades y épocas americanas. Arranca con una parodia del viaje de Colón y termina con relatos de unos condenados, reflejando las luces y sombras del continente americano, siempre bajo el símbolo de El Dorado, la Arcadia; algo así como el encuentro y la pérdida del paraíso americano.
En todos ellos late y convulsiona la tradición, el mito, la tierra. Los personajes son observados e incluso manipulados por fuerzas atávicas que ellos mismos intuyen pero no ven, víctimas de cierto fatalismo y, a la vez, de un fuerte instinto vital.
«Ficciones americanas es una joya singular que destaca por su rareza. El enfoque magistral con personajes comunes, enriquecidos con apodos locales, erige un escenario de espontaneidad que arrastra al lector hacia la profundidad de cada relato. Santiago Elordi, cuya pluma cautiva con cada giro, es el maestro indiscutido de la escritura ligera, de la fantasía y de la vida peligrosa»
Guillermo García, poeta, editor.
«Santiago Elordi es propiamente poeta, un creador incansable de auténticas joyas en verso y en prosa, de emociones puras y prosaicas. Y con estas Ficciones americanas, que condensan relato y potencia lírica, sorpresa y melancolía, ligereza y profundidad, nuestro escritor chileno se confirma, una vez más, en su vocación brillante y poliédrica, en su humana misericordia e inteligencia»
Matteo Lefèvre, poeta, crítico, traductor, profesor de Lengua y tradución española, Universidad de Roma Tor Vergara.
Ficciones americanas
COLECCIÓNLas Hespérides
SANTIAGO ELORDI
Ficciones americanas
© De los textos: Santiago Elordi
Madrid, abril 2023
Edita: La Huerta Grande Editorial
Serrano, 6 28001 Madrid
www.lahuertagrande.com
Reservados todos los derechos de esta edición
ISBN: 978-84-18657-36-8
Diseño de cubierta: La Huerta Grande sobre vector de @designkeptme
Un lance fútil, una palabra, algún juego que aclara más las cosas sobre las disposiciones naturales de los hombres que las grandes batallas ganadas, donde pueden haber caído diez mil soldados.
Vidas Paralelas, Plutarco
PRÓLOGO
VIAJE AL ORIGEN
Viaje al origen
Kris Kolombino
MANIFIESTOS
Los juegos de vídeo eran así
Con viento oeste y música en la camioneta de Manzana
¿Quién mató a Buffalo Bill?
TRES CONEXIONES: Manila, Shanghái, Valparaíso
Circo Húngaro
Twin Lou
Chino Rojas
HISTORIAS DE AMOR
El Flojo León
La pareja perfecta
El vendedor de chicles picantes
El conquistador de Chiguayante
Achancaray
Venían de Bolivia
El consultorio sentimental de Morgana
VARIACIONES SOBRE UN MISMO TEMA
PUERTO TOVAR
Y el camino no llegaba
CRÓNICAS DE FRONTERA
Barcos en la copa de los árboles
A cambio de un botón de nácar
Quiso volar
NOTICIAS
Los niños anarquistas
Inventan silabario
Diseño de nueva nave espacial
Quepis
Barcos cargados de oro siguen llegando
Descubren esmeraldas al matar las gallinas
La intervención del átomo
Buques japoneses se llevan el desierto
En la Guyana francesa instauran la Escuela de la Cimarra
UTÓPICAS
Elefanta Fresia
Concurso “Miss Capital Universo”
La ballena
La hierba de los dioses
CUENTOS IMPERIALES
La señora Johnson
El cineasta
Taller de literatura
CONDENADOS
El anarquista galo
Leroy
En el bosque de Tejin
IDAS Y VENIDAS
La fiesta y el boxeador
Dos pintores
El geólogo que quiso seguir tomando cervezas
El ciego Evaristo
¿Por qué Carmen Soto se mandó a cambiar?
El borracho que murió y el curaque no quiso sepultarlo
Las posmodernas y el galán
La mujer cansada de su país que se fue y regresó y volvió a partir cantando la misma canción
La poco creíble historia de pasión entre una performer americana y un agricultor alcohólico argentino
La top model que se dio vuelta a la chaqueta una y otra vez
La pareja que encontró la fórmula para salir del aburrimiento
Las mellizas Sanders
Los excompañeros de colegio
El hijo de Benny Ramírez ya sabe lo que es bueno
Mercedes Concha más conocida como “la Yoyo”
AUTOBIOGRAFÍAS AMERINDIAS
Catalina de Erauso. Soldado
Louise Ciccone. Cantante Pop
Jane Campbell. Publicista
Ernesto Quinteros. Saqueador de tumbas
Fresia Baker. Dueña de casa kaweskar
Javier Ulloa Ramírez. Cuidador de Humberstone
Rodrigo Rojas. Escritor existencialista
Horario Fierro. Programador Post milenial
Prólogo
Se dice que las civilizaciones nacen de literaturas fundantes, que los libros sagrados y los poemas épicos crean símbolos primordiales, capaz de proyectar a los pueblos en el tiempo. Los anales de las Primaveras y los Otoños (qué belleza de nombre) narra el origen de la China milenaria, y el Popol Vuh el del pueblo Maya Quiché. Y en Roma Virgilio hace lo suyo con la Eneida milenarista.
¿Y en la América post colombina? Desde hace quinientos años se vienen sucediendo intentos literarios fundacionales, como en un campo de experimento, con mejores y peores resultados. La Araucana de Alonso de Ercilla canta la guerra de Arauco, y abundan descripciones de paisajes europeos.
Durante años creí que la identidad americana estaba plenamente representada en los cuentos de Juan Rulfo, con sus pueblos habitados por los muertos. El perfil de las escrituras fundacionales americanas es dispar. Pueden ser las crónicas de la América hispana de José Martí, y el Gran Sertón: Veredas de Guimarães Rosa, Gabriela Mistral con su inacabado Poema de Chile, y lo real maravilloso de Alejo Carpentier.
Y visiones más, visiones menos, se siguen escribiendo poemas y cuentos y crónicas y guiones, que desde temáticas diversas como el indigenismo, o el mundo de los narcotraficantes, continúan buscando una configuración de identidad.
Guiños y resabios fundacionales.
Este asunto de la identidad, preguntarse de dónde venimos, quiénes somos, parece ser una rasgo insistente de la escritura americana.
Desde los diecisiete a los treinta viajé por la sierra andina, viajé también por la Patagonia, creyendo que aquellas vastedades de viento, representaban la lejanía o el destierro americano.
Encandilado con la refundación poética, jugué a cambiarle el nombre a pueblos y ciudades. En los muelles del Río Hudson, N.Y., parado sobre una caja de vino argentino, leí un poema donde nombraba la isla Chiloé, centro de un Imperio Dorado. Jugaba dando vuelta el mapa de América, y esas cosas. ¿La orfandad sudaca?
Pienso hoy que todos esas andanzas y juegos fundacionales fueron palos de ciego.
Si todas las cosas están en permanente movimiento, transformación, sería hasta realista pensar que América aún no ha sido descubierta, o que como toda realidad, está en permanente descubrimiento.
Tal vez el símbolo primordial de América sea no encontrarlo nunca.
Esta sospecha atraviesa los cuentos, crónicas, biografías y canciones de este libro desigual, y por qué no, disparatado.
La mar estaba salpicada y negra; en el fondo de las olas horribles monstruos tramaban un plan macabro. Eso pensaban los marinos. Guiadas por la estrella de la mañana, caían las naves arrugando las aguas a estribor y los sueños aterrados se trababan en el océano insondable.
Agua y agua y lentos los días se arrastraron sin que volaran las aves.
Fueron treinta días y treinta noches entre el movimiento de las olas.
Desde que zarpó de Palos de la Frontera, Kris Kolombino confunde las nuevas constelaciones. En alta mar la aguja de mareo enloquecía, y los marinos husmeando la brisa cantaron:
Alguien borra el horizonte
Madre, en la noche los huevos están vacíos
Perdidas, las naves buscan las costas al amparo de las estrellas, y las estrellas se mezclan al oleaje como un incendio. Y es tan grande la nostalgia que los marinos, sujetos al pescante, creen ver naranjales sobre las olas y pueblos de casas blancas. Implacable, el genovés ordena: «¡Adelante! ¡Adelante!». Pero en la noche cerrada también él está aterrado. Ignorando el astrolabio, a punta de embustes roba millas marinas para engañar a la tripulación. Porque la suerte ha sido echada, y las aguas malas y los motines no detendrán el viaje.
A fuerza de ambición, Kris Kolombino recorrió todas las cortes de Europa en busca de crédito, se acostó con una reina y ahora recuerda sus ojos grandes en el páramo de las corrientes. Hubiese vendido a su propia madre por hacerse a la mar. Hubiese entregado su alma al diablo, pero la Santa Inquisición se aseguró de cavar profundas fosas en su alma, para que el príncipe Mefistófeles no cruzara al mundo nuevo. De lo contrario, en el salto de los siglos, los americanos andarían adorando al demonio.
En tierra de infieles, la codicia, la usura de los profanos, amasaría fortunas. Lluvias químicas envenenarían las praderas y, derretidos los glaciares, los americanos, contaminado el aire arrancarían los antiguos bosques, las flores de un paraíso que no existe.
Y surcan las naves el océano inmenso, fatigados los marinos, van tanteando delante de sí como ciegos y no encuentran ninguna entrada. Tampoco encuentran salida y en las galerías interiores se desparraman en alaridos, se hincan prometiendo rezos bajo las velas, mientras el cancerbero de las ciudades marinas remueve las corrientes con furia para espantar a los intrusos. Despavoridas, las sirenas huyen a las calmas zonas de las profundidades. «¡No se vayan, preciosas!», gritan los marinos, y el atroz monstruo sonríe sobre las furiosas tempestades: «A las tierras del oeste no llegará alma con vida».
Así es Satanás, suspendido en la atmósfera, arroja rayos fulminantes para entorpecer el curso de las naves. Pero las naves avanzan; a duras penas las naves fluyen entre el asalto de las olas. Azotados por el viento, los marinos buscan señales en las hondonadas del mar.
Kris Kolombino, fiero voluntarioso en las sortijas del cristianismo, sucumbe y retoma, embiste las sacudidas de la tormenta. Y las naves se desplazan, enardecidas, y los sueños como por arte de magia avanzan. La tripulación se toma de las manos, cohesionando el espíritu como la piedra, para traspasar las fronteras de la tempestad.
Y surcan las naves el océano inmenso. Del frío se pasa al calor sofocante. «Dejen que todo transcurra, muchachos, y sepan que lo que acontece es bueno», dice el almirante. Entonces los marinos se entregan más confiados al peligro. De otro modo, los sueños se perderían en la niebla.
Es así, la naturaleza tiene un ritmo, un ciclo misterioso. Parece que los ruegos han sido escuchados, que las olas quieren que Europa llegue a las nuevas tierras. Y ahora Kolombino grita: «Soy el primero y no dependo de las olas».
Y surcan las naves el océano inmenso. El camino del mar se abre como manos. Y sobre la espuma, sobre la estela de las naves inaugurando, ya los caballos quieren saltar, galopar hacia el paraíso. Ya comienzan a prepararse los buscadores de El Dorado, los conquistadores: se despiden de sus mujeres, les hacen hijos antes de partir. Pareciera que los cardenales ya soplan sus anillos de vidrio. Agua se les hace la boca con las nuevas Indias. Escuadrones de jesuitas de la compañía real sacan a relucir sus rojos pendones de combate.
Y rezos y mazazos irán para el indio porfiado incapaz de entender que la nueva vida no es papaya. Tendrá que taparse esa cosa que le cuelga entre las piernas. Huirá por los cerros despavorido.
Y altas torres crecerán en los campos. Las libres praderas y el viento que agita los maizales, serán cuadriculados, trizando el espontáneo cruce de los mil horizontes.
Y el indio finalmente conocerá a Dios, porque Dios es uno, y no más el vuelo majestuoso del cóndor o la plumífera sierpe ni los ríos que bajan de las montañas.
Y surcan las naves el océano inmenso. El sueño avanza. Los marinos se abrazan a las velas. Kris Kolombino calcula cuántas leguas lo separan del paraíso. La poderosa religión lo ha lanzado cual conejillo de Indias, al mar, para clavar la cruz al centro de las sombras paganas. Y al despliegue de las almas, las tormentas amainan. La tierra todavía no aparece, pero sobre el remanso de las aguas flota un pedazo de caña: el nuevo mar es transparente.
Y surcan las naves el océano inmenso. En las velas se refugian expectativas luminosas. Un cardumen de alegres toninas salta fuera del agua y se vuelve a hundir. Los marineros oyen melodías desde las profundidades. Aleteando contra la brisa un alcatraz se para contra el mástil mayor. Ansiosos, los marinos bailan alrededor de las velas y preguntan: «¿Cómo son las tierras del mañana?». El ave no contesta, levanta un ala y remonta su vuelo hacia el Noreste.
Los marinos lloran de felicidad. Toda la noche oyeron pasar pájaros. Y de amanecida, la tripulación se encontró flotando a la cuadra de una cadena de islas tropicales. Y estiraron los brazos para tocar la orilla. Entre alegres cánticos, bailaron frenéticos sobre la cubierta. El día fue una fiesta.
Hasta que desde los remolinos del tiempo y la ficción, ahí donde la historia humana se agita en mareas tempestuosas, en medio de la algarabía y la celebración, de pronto las carabelas se hicieron reliquias sobre las aguas; y los tripulantes quedaron como paralizados. Sin aviso, como una aparición, Deus Ex Machina, súbitamente en el archipiélago inmenso sonaron sirenas de barcos pesqueros, remolcadores.
Y entre faros flotantes, los navegantes miraron en el cielo escuadrones de aviones trazando en el aire la palabra “Bienvenido”, mientras flamantes yates surcaban la bahía, y de un acorazado arrojaron unos prismáticos a las carabelas…
Y fue así como Kris Kolombino, humedecidos los ojos, enfocó hacia la orilla, y vio caminos de piedra, platanares, palafitos. Contra los acantilados reventaban las olas, y vio cadenas de supermercados. Vio en la costa máquinas, seres de hierro en movimiento, y extrañas aves y animales.
Novedades tan inimaginables como inasibles. Desde la costa ojos ajenos enfocaron a la tripulación que inflaba el pecho de orgullo. Y los marinos sintieron todas las miradas sobre ellos, miradas asombradas y escrutadoras. Se sintieron haciendo cine si saber lo que era eso. Desde las islas la gente agitaba pañuelos en el aire.
Y henchidas las velas, enfilaron las carabelas hacia tierra, y con vientos soplados por un Neptuno caribeño, finalmente fondearon en las playas de las indias.
Y en el nuevo mundo los acosó la prensa. Despampanantes modelos se lanzaron al cuello de los argonautas del renacimiento y los besaron en la boca.
Y vengan luego discursos oficiales, orfeones municipales, y escoltados los navegantes por avenidas de palmas y avisos publicitarios llegan a un hotel de luces. Guardias cierran el paso a los nativos que imploran autógrafos a sus ídolos. Y en el hotel los navegantes se perfuman y beben ron, mucho ron. De noche orquestas tocan rumbas sabrosas; enloquecidos, los marinos saltan a la pista poseídos por el nuevo ritmo, agitando las manos, a carcajadas se agarran a las fragantes y seductoras curvas del Caribe.
En los remolinos del tiempo, un día también las indias adoraron los ojos europeos, sus barbas saladas. Y los nativos les enseñaron las rutas por dónde llegar al oro, y abrieron sus templos como quien nada teme, para recibir a los recién llegados. Pero el conquistador quiso más oro y gritó fuego. Quiso desandar los caminos y pensar que antes de él, nada hubo.
Y el dios-pasto, el dios-rebaño y la diosa-luna se fueron apagando ante el chasquido de las espadas.
Y la fiesta en el trópico indiano buscó el placer. «Ven a bailar Kolombino», gritaban eufóricos los nativos. «Muévete, chico, muévete», le decían dejando más botellas de ron en su mesa; hacían filas por verlo y por tocarlo. Llegaron mercenarios, narcos, unos hombres con sombreros de anchos alerones. Eran los hacendados del continente aspirando habanos. Con ayuda de unos parlamentarios barbudos acercaron una descomunal torta picante con quinientas velas. Parecía flotando a la deriva. «Sopla, Kolombino, sopla, cabrón», clamaban los poderosos mientras bajo la mesa se pasaban contratos y maletas de esmeraldas.
Kris Kolombino se nota desconcertado. No sabe si le hablan en occitano, la lengua lemosina o valenciano. Y siguen llegando a su mesa curiosos de todo el continente. Algunos representan a sindicatos, representan colectivos, asociaciones. Otros no representan a nadie. Dicen llamarse la generación perdida o los buenos para nada. Traen las orejas y las lenguas atravesadas por agujas. El grupo de los “cachorros rebeldes”, dicen estar en pie de guerra contra todo tipo de poder, agitan banderas negras. Vienen en peregrinaje al trópico, del norte y los países australes; han llegado derribando a su paso las estatuas de Kolombino. Llegaron en viejas camionetas, enamorados y encapuchados entraban al hotel. Los “utopistas concretos”, por su parte, se presentaron con unas tablas de surf bajo el brazo. Venían a decirle muchas cosas a Kolombino que no pudieron expresar. Así fue. No paró de llegar la gente. Un grupo de bailarinas clásicas, las “perlas olímpicas”, decían que en nombre del progreso, nuevos salvajes se habían apoderado del continente: insignes dictadores, ingenieros cibernéticos, reformadoras liberales, tecnócratas del algoritmo y poetas digitales. Una larga lista de males nombró mucha gente: que el patriarcado, las corporaciones, el colonialismo, la cibernética.
Entonces fue cuando yo irrumpí en esta historia. Del Chile llegué con una brújula, unas pieles de castor, mordiendo una manzana llegué del sur y, en medio de las protestas, los ruegos, las exoneraciones, a codazos —sin edad, sin generación, sin club alguno— me abrí pasó entre la multitud. «Santiago, sin odio ni freno», me dije; y así fue como le fui contando a Kolombino cara a cara mi verdad.
«Americonia aún no ha sido descubierta», fue lo primero que salió de mi boca. Hablé sin pensar. «Tú no eres ni el primero ni el último», continué, y sin parar fui diciendo: «Perdidos buscamos una memoria. Como una caravana en la noche. Es cierto, el dios sol de los pueblos antiguos dejó de ser adorado, pero volverá a brillar sobre el inmenso fatalismo. ¡Ha pasado el tiempo de cantarle al mal! ¡Que todo se renueve! ¡Y viva la tradición!», grité a todo pulmón.
Fue como si en ese instante, por todo el continente, desde el Virú hasta las estepas de la Patagonia nevada, estallara una nueva fiesta donde hasta los más grandes utopistas no podían entrar.
Al parecer, lo dicho, todo lo imaginado por mi, entró bien hondo en Kris Kolombino, porque levantó la vista, y se quedó observando el techo, como diciendo «quién es este, de dónde salió con tanto desparpajo».
Y la noche se volvió más honda y ausente.
Fue como si el hotel no tuviese contornos. Y en ese tiempo, en ese espacio indeterminado, Kris Kolombino, en medio de la fiesta, hizo una reverencia y sin decir una palabra se perdió por un corredor del hotel.
Los saltos por la historia son peligrosos. Volver al pasado es como pisar el territorio desconocido. La niebla del tiempo envuelve las certezas. Errabundo se ve ahora Kolombino, pisando las nuevas tierras. Pálido, con el alma dura, vaga por el hotel a la deriva, en silencio descifra señales en la noche. Distingue de pronto una vaga presencia que lo saluda al fondo de un corredor. Es una niña con máscara de esgrima, trae un vestido blanco manchado de rojo. Se levanta el vestido, tiene unos cortes en su vientre: «yo misma me los hice», dice mostrando unas agujas electrónicas.
El tiempo corre desbocado por el hotel. El almirante y la víctima se abrazan, como en un mar de piedras.
Y ya estamos en el final de esta historia. Kris Kolombino llega a su habitación, como a una caja negra flotando a la deriva. En la habitación su tripulación fuma y bebe sobre camas de agua. Están viendo en las noticias el despegue de un transbordador espacial. «Ni quedarse ni regresar», murmura el almirante Kolombino.
—Marinos, mañana zarpamos al espacio, temprano —ordena.
La tripulación sonríe:
—¿A buscar Indias en el cielo?
—Están cansados de vagar…
Y Kris Kolombino, que a fuerza de ambición recorrió todas las cortes de Europa, se acostó con una reina en busca de créditos, surcó los mares desafiando el mal, y en el nuevo mundo encontró tanta gente, tantas demandas, declamaciones, tantas esperanzas, se toma el último ron, y se lanza por la ventana del hotel a navegar por las estrellas.
¡Oh! Noche infinita y peligrosa.
¡Oh! Viaje interminable.
A la memoria deBartolomé de las Casas.
Mi amigo J.P. me llamó un día por teléfono para ir a jugar video. Teléfono se llamaba un aparato de comunicación a distancia. Fue un domingo cuando mi amigo J.P. me llamó. Domingo se llamaba a la séptima sucesión de días que formaban una semana. Una medida para dividir el tiempo indivisible.
El local de juegos estaba invadido por humo de cigarrillo y un olor entre chicle de menta y colonia inglesa. Ubicado en la esquina de Providencia con Lyon, en Santiago, una ciudad peligrosa y ausente a los pies de los Andes.
El local estaba lleno de niños y niñas perdidas y decididas. Guardias de traje azul con revólveres en la cintura, vigilaban. Así jugábamos en la dictadura a los pies de la cordillera. De pronto una de las máquinas de videojuego se tragó la ficha. Mi amigo J.P. entró en una descomunal batalla.
En un helicóptero volaba disparando ráfagas de ametralladora hacia un camino de tierra roja donde avanzaban los blindados enemigos. Sobre el difuso horizonte aparecieron de improviso aviones rusos a la velocidad del rayo. Hábilmente el piloto esquivó los proyectiles en el aire, y disparó unos misiles hasta liquidar parte de la escuadra enemiga. ¡Cuidado! Por entre palmeras el helicóptero sorteaba la pesada artillería. El viento movía los árboles y mi amigo continuaba con vida. Al pasar sobre los ramajes de una tupida selva tiritaban luces, eran soldados camuflados que dispararon recostados en el fango… Fue entonces cuando entendí que mi amigo estaba en la guerra de Vietnam.
Desde lo alto fue matando a todos los hombrecitos amarillos, uno a uno. Monos y pájaros también se desplomaron de los árboles. Y bastaron nuevos misiles para que una aldea entera explotara en fuegos púrpura sobre los charcos.
—¿Para qué diablos disparas contra el pueblo? —le pregunté a J.P.
—Me equivoqué, contestó.
Y fumó. Y giró el helicóptero en 180º y apareció sobrevolando el mar. Y siguió avanzando y avanzando. A su paso iba destruyendo caminos, puentes, estaciones de radio, fábricas…
¡Qué águila! ¡Qué precisión de águila! ¡Un halcón de batalla! Cualquier pestañeo le hubiese costado la vida. Hubiese dejado sus plumas reales aplastadas en la tierra del Oriente. Mientras volaba, mi amigo piloto me fue explicando las técnicas del combate:
—Para aviones y construcciones usa las bombas dirigibles, para blindados menores la ametralladora movible. Mira, fíjate bien…Tratataratratatatratrata….
Y continuaba mi amigo disparando invicto por el cielo. De pronto detuvo el avance y descansó un segundo. La hélice quedó sonando en las alturas. Comenzó a oscurecer en el mundo y entonces yo encendí un cigarrillo. Abajo, navegando en el Índico, un escuadrón de naves apareció por entre las nubes… Mi amigo el piloto soltó el aliento y volvió al combate:
—Jamás ataques los acorazados de frente —me dijo diestro, con el cigarrillo en la boca.
Y contradiciendo al instante su consejo, como un kamikaze se lanzó contra un submarino que emergió de las aguas; en medio de la noche, un rayo fulminó su helicóptero. Millones de pedazos esparcidos por el cielo. Su gran combate llegó hasta ahí.
—¿Por qué lo hiciste si sabías que ibas a morir?
—Para que aprendas a jugar —me contestó mi amigo J. P.
Y apareció en la pantalla su nombre en la calificación de jugadores.
Cuando llegó mi turno metí la ficha en la ranura de la máquina. Silbando simulé ser inmutable, olímpico como un dios de la guerra. Moví las piernas y los brazos como un bailarín, apreté un botón verde para entrar en combate.