Fieras y Dioses ¿Por que tenemos religión? - Luis Alfonso Silva Lee - E-Book

Fieras y Dioses ¿Por que tenemos religión? E-Book

Luis Alfonso Silva Lee

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Beschreibung

"Fieras y dioses" enfoca el complejo y polémico tema del origen de las religiones con agudeza y fino humor. Alfonso Silva Lee intenta adentrarnos en el momento del surgimiento de los mitos, leyendas, fábulas y, finalmente, las religiones organizadas en las diferentes regiones del planeta. Los ritos, máscaras, ceremonias, objetos y textos sagrados, etc. en las distintas religiones son descritos por el autor quien señala que es posible un mundo mejor libre del oscurantismo y la ignorancia presentes en las religiones, las cuales oprimen al hombre y lo conducen al adoctrinamiento y el fanatismo. Silva Lee afirma que cualquier idea sobre lo divino es pura creación humana, surgida del miedo y el desconocimiento; que son necesarios un mundo donde todos podamos amar el conjunto de la naturaleza, incluido el hombre; una espiritualidad nueva, de fundamento diáfano e infalible, y; ser, en definitiva, una especie "auténticamente juiciosa", de relaciones entre iguales donde se venere el Gran Conjunto..

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Edición: Gladys Estrada

Corrección: Gloria Hernández Abreu

Diseño de cubierta: Claudia Méndez Romero

Diseño interior: Yadyra Rodríguez Gutiérrez

Emplane digitalizado: Ernesto Ramírez Toledo

© Alfonso Silva Lee, 2017

© Sobre la presente edición:

Ruth Casa Editorial, 2017

ISBN: 978-9962-703-54-9

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

Distribuidores para esta edición:

 

EDHASA

Avda. Diagonal, 519-52 08029 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España

E-mail:[email protected] 

En nuestra página web: http://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado

 

RUTH CASA EDITORIAL

Calle 38 y ave. Cuba, Edif. Los Cristales, oficina no. 6 Apartado 2235, zona 9A, Panamá

[email protected]

www.ruthcasaeditorial.org

Agradecimientos

Gracias grandes, por lo que haya sido —lectura crítica, consejos, vistos buenos, apoyo emocional, asistencia informativa, paciencia—, a Giraldo Alayón, Víctor González, John Guarnaccia, José RobertoMartínez, Primitivo Martínez, Olban Santana, Gilberto Silva y Andrea Tyree.

Índice

Prólogo /6

Prefacio / 10

Qué es una religión y cuántas hay / 15

De la selva a los espacios abiertos / 22

La peligrosa sabana / 27

El miedo a ser devorado / 43

Intimando con las fieras / 51

Los primeros indicios de religión / 66

Efigies, ofrendas y sacrificios / 83

Las largas espinas de la religión / 100

Religiones-relámpago / 117

Religiosidad y agnosia / 131

Ateos, y también naturalistas / 154

Epílogo / 174

Del Autor / 190

Bibliografía / 191

Prólogo

En cualquier libro bueno (que jamás están en mayoría), siempre me ha parecido que los prólogos largos resultan tediosos. Por otro lado, aquellos que —ya sean largos o cortos— practican la disección (o, si se prefiere un término menos grave y en boga, la «deconstrucción»), con precisión de cirujano, del contenido, el curso y las conclusiones del tomo, destruyen los efectos del cuidadoso recorrido que el autor nos había trazado y por el cual tuvo la intención de llevarnos en persona.

Me esmeraré, por consiguiente, en hacerle a Fieras y dioses. Por qué tenemos religión, un comentario nada extenso y nada descriptivo. La criatura existe, pero no mencionaré ni uno solo de sus huesos y órganos; me limitaré a mencionar algunos aspectos de su comportamiento y a esbozar su lugar en la «ecología» del saber humano. Si alguien o algo me obligara a calificar Fieras... en una sola oración, diría que es un libro poco común, tan instructivo como actualizado, de filosofía popular. Si se me permitiera una segunda oración, añadiría, luego de un punto y coma, que es un texto que merece ser calificado como admirable, necesario y oportuno.

No exagero.

El título y subtítulo apuntan directo al contenido, pero justo lo suficiente para provocar interés sin revelar rumbos ni conclusiones. Veamos cuáles son los aciertos de esta obra.

Debo empezar por aclarar que este volumen, por mucho que el título lo sugiera, no viene de la pluma de un filósofo o sociólogo, sino de un biólogo. Se trata, sin embargo, de un profesional de la vida de amplia lectura, y que cada cierto número de años ha demostrado ser capaz de descubrir, con buen tino, temas que ameritan —o, mejor, necesitan— ser presentados al público general de manera clara, concisa y —muy importante— amena.

La osamenta de este nuevo texto es de utilidad muy amplia, pues le podrá resultar de interés tanto a los profesionales de la biología, la sociología, la historia y la filosofía, como a cualquier persona, de cualquier rama del quehacer humano —con o sin un grado universitario— que esté interesada en conocer cuáles aspectos de la vida de nuestros antepasados dieron lugar al surgimiento de las religiones («antepasados» es un término muy ambiguo. Aquí me refiero a los ancestros de hace más de doscientos cincuenta mil años, y hasta varios millones).

Ya en el prefacio, Silva Lee nos advierte y confiesa que el esqueleto y los órganos de Fieras... fueron tomados de la literatura. En sus palabras: «creo no exagerar, si afirmo que los hilos de razón que sostienen este texto son todos ajenos. Me limité a hilvanarlos, a sofreír algunos componentes y a sazonar el conjunto». Y vale señalar que «los hilos de razón» han sido tomados de los más recientes y abarcadores descubrimientos en materia de arqueología, antropología, lingüística, mitología, historia de las religiones, psicología, geología y hasta filosofía, con una muy atinada añadidura de citas tomadas de excelentes —y a menudo recónditas— obras de ficción y poesía.

Leí el texto completo en apenas tres tandas, y en cada párrafo encontré novedades, sorpresas y agrados. Fieras... está escrito en un lenguaje sumamente placentero, desprovisto casi por entero de tecnicismos (cuando alguno aparece —cosa inevitable—, su significado es aclarado de inmediato y con las palabras más sencillas). Y el empalme de los múltiples y variados datos es, me atrevo a afirmar, impecable: el texto atrapa el interés desde temprano, y a medida que la lectura avanza, el agarre se hace más fuerte.

Fieras y dioses... enfoca la raíz última de las religiones, cuyo fundamento está en las singulares características de los ambientes en que respiraron nuestros antepasados (y que desde hace muchos siglos perdieron, casi por entero, su vigencia), así como en los entresijos del funcionamiento de su novedoso y potente cerebro.

Es evidente que el autor, una vez terminados de escribir los once capítulos de la obra, sintió hondo la necesidad de añadir otras nociones de peso y de articular algunas ideas..., y generó un epílogo tan inesperado como impresionante. Es largo, de unas seis mil palabras, pero merecerán, espero, la más minuciosa atención del lector. El epílogo será lectura indispensable para quienes se interesen por descifrar una de las paradojas más intrigantes de las últimas décadas: cómo es posible que, en estos tiempos de copiosos e importantes descubrimientos científicos, tantísimas personas rindan sus entendederas y se cobijen en alguna religión.

El libro viene en un momento oportuno, cuando las voces que sustentan las religiones y que alientan a volverse religioso tienen acceso a los medios de difusión masiva. Dado el caso, es apremiante que, al respecto, la voz de la ciencia —de los ateos, naturalistas, escépticos..., o como se nos quiera llamar— sea escuchada. Y es importante que existan y lleguen lejos voces como la de Fieras..., en las que el mensaje es diáfano y esclarecedor.

Sueltas por el planeta hay infinidad de personas que, con tal de afirmar sus dislates, son capaces de soslayar y hasta rechazar las solidísimas pruebas acerca del origen del universo, del planeta y de las múltiples formas de vida que lo han habitado y habitan hoy, incluido el ser humano. Entre ellas hay quienes poseen una inusual capacidad para debatir y a menudo alimentan su discurso con versiones muy retorcidas de los más recientes descubrimientos científicos: su técnica está basada en confundir y apabullar a los incautos. Fieras y dioses... brinda la sustancia para desarmarlos.

Aclaro, por si las dudas (pues compartimos un mismo apellido paterno), que Alfonso y yo no tenemos el menor parentesco de sangre. Sí tenemos en común, sin embargo, un enorme apetito por los más disímiles e inesperados entendimientos, análisis y rentendimientos...; y la más completa seguridad de que, si algo salvará al mundo, serán las luces y conductas derivadas de la razón, y no de la fantasía. Entre ellas deberán estar las que aparecen implícitas en los catorce «mandamientos» de la comunidad atea, cuya lista podrá ser apreciada, íntegra, en Fieras...; y la necesidad de que nuestra especie aprenda a verse a sí misma con suma modestia, como un componente más de la nutrida y admirable congregación de especies que hasta la llegada de Homo sapiens se las había arreglado para permitir una coexistencia duradera en este planeta verdeazul.

Me parece haber logrado componer un prólogo conciso que, además, en nada delata la esencia y las primicias contenidas en el tomo. Le aseguro al lector que, muy a pesar de quizás haber dado la impresión de haberme excedido en los cumplidos, las casi sesenta y nueve mil palabras de Fieras... han sido tan bien seleccionadas y ordenadas como los centenares de muy curiosos datos que apuntalan una importante tesis acerca de cuál fue la semilla última (desde acá; o la primera, desde allá) del sinnúmero de religiones del mundo.

La sustancia de este libro aparece aquí relatada con la misma gracia que ya conocía de dos títulos anteriores del autor —La selva interna, y Soles, planetas y peces. Un paseo por los frutos de la curiosidad—: la narración es tan absorbente como la de una buena novela policíaca (y contiene, además, una saludable salpicadura de humor fino).

Siguiendo la inspiración de la cita de Fieras... utilizada en un párrafo anterior —y si se me permite, a mí también, un símil tomado del ámbito de la gastronomía—, Fieras y dioses... pasa por la garganta como un coctel de frutas frescas, frescas y nutritivas.

Gilberto Silva Taboada

Prefacio

Aun con la larguísima ristra de similitudes que hay entre un chimpancé o un gorila y un ser humano, creo que podemos suponer, con bastante certeza, que en el muy básico quiosco de preocupaciones de los dos peludos no está explicar el origen del Sol —cuándo surgió, cómo y por qué—, ni tampoco el de la lluvia, las plantas, los piojos que le pican, sus cuatro extremidades o las treinta y dos piezas de su dentadura.

Esas inquietudes, a las que sin pena alguna podemos llamar filosóficas (según los diccionarios, «ciencia de la totalidad de las cosas por sus causas últimas, adquirida mediante la razón», «ciencia que trata de la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales», etcétera), son las que en verdad nos separan de los demás mamíferos. Y también, claro está, de los reptiles, los anfibios, los peces y el resto de las criaturas.

Quien no comparta el desvelo por conocer el origen de cuanto tenemos alrededor está, nadie lo dude, casi en la misma liga intelectual de los peludos. Esto, aun cuando se encuentre vestido y acicalado a la última moda, tenga en su mano el más moderno teléfono celular (con posibilidades de fotografía y vídeo, y servicio de internet y de posicionamiento satelital integrados), sea fanático del ajedrez y aficionado al cine de calidad, y haya concluido estos o aquellos estudios universitarios.

Está claro que no se puede vivir pensando todo el tiempo en la causa última de cada hormiga (en comparación, la causa inmediata siempre luce algo tonta: procede de un huevo puesto por su hormiga-mamá y fecundado por su hormiga-papá; o, desde otro punto de vista, vino de un hormiguero). Tampoco podemos vivir pendientes del origen de cada lagartija, trozo de madera, varilla de acero, plátano, bolígrafo y buldócer. Si lo hiciéramos, no nos alcanzaría el tiempo, ni las energías, para comer y dormir; y menos aún, claro está, para inhalar el perfume de una flor, para seguir el vuelo de una mariposa o para deleitarnos con el fraseo de un sinsonte.

Hay personas que deciden dedicar sus energías —a menudo las de toda su vida— a explicar el origen de cosas muy concretas... Gracias a ellas conocemos mucho, por ejemplo, acerca de la procedencia del chocolate (el cacao es mexicano) y del café (es etíope), y también la de los piojos que nos pican (se ha podido definir que dos de sus especies evolucionaron junto con nuestros ancestros a lo largo de varios millones de años; y que la tercera colonizó nuestro linaje hace unos cincuenta mil años a partir del roce con otra especie humanoide), la de nuestras cuatro extremidades y la de nuestra dentadura (ambas son una herencia, muy remodelada, de un antecesor-pez que vivió hace varios centenares de millones de años).

Cuando está al menos moderadamente bien escrita, hasta la historia del origen de los elementos más insignificantes del paisaje —las espinas de los cactos, el pico de las aves, los diamantes (que sí, valdrán mucho..., pero importan poco), las presillas (clips, sujetapapeles), el tenedor— resultan siempre agradables y, a menudo, hasta cautivantes. Esto, supongo, es consecuencia no solo de habernos enterado de los pormenores de cada salto y susto de la a veces larga trayectoria entre «nada» y algo, sino, quizás más aún, de la enorme satisfacción que sentimos al conocer por qué está ahí ese algo que tanto nos llamó la atención.

Es solo cuando logramos esto último que podemos afirmar que comprendemos una cosa. El verbo viene de las voces latinas com y prehendere, que significan «asir —o agarrar— de manera completa». En el sentido metafórico en el que usualmente lo empleamos, el verbo equivale a agarrar una cosa con la mente. ¿Acaso puede haber una acción más auténticamente humana o menos propia de los demás animales? La pregunta es retórica y la respuesta, ni que decir, es negativa. Así, pues, la actividad más apropiada (más armónica, más concordante) para la mente de Homo sapiens (o sea, tú y yo, amigo lector) es —y debe ser— la comprensión de las cosas.

Aun cuando no nos alcance el tiempo para cuestionarnos el origen de cada elemento del entorno, hay temas de mucho peso que sí nos deben preocupar a todos; y que han recibido la atención de nuestros antepasados desde los tiempos, muy remotos, en que su cabeza comenzó a permitirles hacerse preguntas profundas. Podemos suponer que entre ellas estaban: ¿De dónde salimos (los de esta o aquella tribu, clan, etnia, linaje, horda, raza...)?, ¿de dónde viene la tremenda potencia del disco de fuego que pasa cada día de lado a lado del horizonte ofreciendo luz y calor, y por qué se esconde por un lado del paisaje y luego reaparece por el lado opuesto?, ¿qué es lo que da lugar a las tormentas, a las inundaciones, a las erupciones volcánicas, a los terremotos, a los huracanes, a los rayos?, ¿cómo es que las mujeres, y solo ellas, producen hijos?, ¿cuál es la causa de que el otro gran disco del cielo, sereno y frío, se hinche y deshinche de luz en un ciclo de casi treinta días?, ¿qué son esos muchísimos puntos de luz palpitante que aparecen cada noche en el cielo..., y que a veces dan la impresión de dispararse a toda velocidad?, ¿por qué a veces se mueren las personas —adultos, viejos y también niños— sin que haya un motivo aparente (por ejemplo, sin que haya sido atacado por algún animal, sin recibir el impacto de una pedrada por parte de un miembro de una tribu vecina o sin haberse caído por un barranco)?, ¿por qué a menudo se sueña, con horror, con la acometida de una bestia hambrienta, y otras veces con sucesos gratos y hasta alegres?, ¿hay algún otro ser dentro de mi cuerpo, que produce —o vive— esos escenarios?...

El tema de este libro es el origen de las religiones. Es posible, y hasta probable, que nuestros antepasados de hace, digamos, cincuenta mil años o cien mil años, se hicieran preguntas como las del párrafo anterior; pero podemos estar seguros que no se preocuparon por conocer la procedencia de las religiones. El motivo es que a lo largo de la mayor parte de ese período, mientras correteaban desnudos por las sabanas de África sin ciencia alguna —y sin otras destrezas que las imprescindibles para cobijarse, para encender una fogata, para eludir o ahuyentar a los depredadores, o para conseguir alimento—, ellos las estaban creando de manera muy espontánea.

En las últimas décadas, las muestras del modo de vida de los humanoides que nos antecedieron (y de sus primos), así como las de su anatomía y distribución geográfica, se han multiplicado de manera exponencial. Ese período abarca unos cuatro o cinco millones de años, o sea desde que nuestros antepasados comenzaron a andar y correr sobre dos extremidades. Miles de investigadores y decenas de instituciones científicas han dedicado enormes esfuerzos al estudio detallado de sus fósiles, herramientas, armas, collares, enterramientos, instrumentos musicales, pinturas rupestres, estatuillas...

Según los datos que aporta la historia, las primeras religiones formales —con sacerdotes, íconos y altares— aparecieron casi en el extremo más moderno de este lapso, pero todo indica que sus embriones están incrustados —profundamente incrustados— a todo lo largo de ese recorrido. Durante la mayor parte de ese tiempo no hubo cronistas ni reporteros, ni tampoco cámaras fotográficas ni de vídeo o cine. Ni siquiera se sabía escribir. En consecuencia, el relato que aquí verás acerca de cuánto pudo haber sucedido —de la secuencia de los eventos significativos y del momento en que ocurrieron— es bastante tentativo.

El tema del origen de las religiones es tan complejo —y la preocupación por él tan reciente—, que no se puede decir que existan especialistas en la cuestión. El desvelo por desentrañar las raíces de la tan difundida manifestación cultural ni siquiera ha recibido un apelativo académico y en él se han visto envueltas personas de los más diversos rincones del saber: historiadores, sociólogos, lingüistas, biólogos, psicólogos y, como era de esperar, antropólogos y filósofos. Todos ellos siguieron, al parecer, el consejo del poeta persa del siglo xiii, Jaladuddin Rumi: «De ser un embrión, cuyo nutrimento viene de la sangre, // debes pasar a ser un crío que bebe leche, // y luego a ser un niño que come sólidos, // y luego a ser un buscador de sabiduría, // y luego a ser un cazador de presas más invisibles».

Aun con toda la documentación acerca de las culturas de los rincones más apartados del mundo, hasta hace un par de años ninguna de las muchas teorías acerca del origen de las religiones tocaba sus más profundas causas.

El tema de cuándo surgieron, es y seguirá siendo contencioso; sobre todo porque depende de una definición exactísima entre lo que cada persona entiende por «religión» y el vacío que, al respecto, existió antes de ella, cuando en realidad lo que separa a las religiones de su ausencia es un extenso gradiente de características (tantas, como larga —infinita, diríase— es la gama de grises —y de colores— que hay entre el impecable y luminoso blanco de una ola que rompe, volviéndose espuma, y la densa y opaca negrura de un trozo de carbón).

En 2011, sin embargo, salió a la luz un libro —Deadly Powers. Animal Predators and the Mythic Imagination (traducible como: Los poderes mortales. Los depredadores y la imaginación mítica)— con una explicación convincente y bien fundamentada del origen de las religiones. Para sorpresa de todos, estaba escrito por un profesor de literatura retirado. Paul A. Trout, su autor, fue capaz de ver el asunto con mucha mayor profundidad que sus predecesores, desde mayor altura, y de darle coherencia a un auténtico manglar de documentación.

El núcleo del libro que ahora tienes en la mano fue tomado de Deadly Powers... Además, creo no exagerar si afirmo que los hilos de razón que sostienen este texto son todos ajenos. Me limité a hilvanarlos, a sofreír algunos componentes y a sazonar el conjunto. Aun cuando no haya sido la intención, a las personas más profundamente inmersas en una u otra fe, el refrigerio les podría resultar indigesto. Pienso, sin embargo, que evitarán el disgusto, pues en cuanto lo prueben, lo echarán a un lado.

Algunas de las afirmaciones secundarias que aparecen en este libro resultarán, con el tiempo, en mayor o menor grado erróneas; otras son contenciosas y seguirán siéndolo durante años, si no décadas. Al menos en la mayoría de los casos —si no en todos— hice las dudas explícitas. No obstante, el escenario general está avalado por investigaciones sólidas, pues incluye datos del universo de la arqueología, la paleontología, la psicología, la biología, así como del estudio antropológico e histórico de las religiones.

Persigamos pues, como señaló Rumi, a una verdad distante y semioculta en la espesura, de andar sigiloso, y pintada como para practicar el sutil arte de hacerse casi invisible. A todas estas, ha comenzado a anochecer... Pero ya se conoce bastante acerca de la anatomía, el aspecto y las costumbres de la criatura (y también acerca de su ADN [la molécula portadora de la información genética: el ácido desoxirribonucleico]). Llevábamos muchos siglos sintiendo su presencia, pero sin conocer su origen. Ya existen, sin embargo, muchos indicios respecto a qué circunstancias engendraron las religiones. Se conocen sus causas inmediatas, y estamos en condiciones de intuir las más profundas.

ASL, septiembre de 2017

Qué es una religión y cuántas hay

Sésil, invidente,

la Planta vive muy complacida

con lo Adyacente.

Movilizada, capaz de ver,

la Bestia distingue Aquí de Allá

y Ahora, de Todavía.

Hablador, ansioso,

el Humano puede imaginar Lo Ausente

y Lo No Existente.

W. H. Auden

Antes de seguir, más vale poner en claro a qué nos referiremos aquí por el término religión.

Por motivos de espacio, los diccionarios no se complican la existencia con la definición: «conjunto de creencias acerca de la divinidad. Culto que se tributa a la divinidad» (Espasa); «conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto» (Real Academia Española); «conjunto de creencias relativas a la divinidad y de normas y ritos derivados de ellas» (Seco, Andrés y Ramos).

Los académicos sí se meten, machete en mano, en toda una selva de exigencias y especificaciones. El motivo es la necesidad que sienten de distinguir el concepto «religión», en relación con otras muchas nociones afines, pero diferentes, entre las cuales están «mitología», «doctrina», «culto», «magia», «animismo», «misticismo», «espiritismo», «chamanismo»...

Es por esto que la Encyclopædia Britannica ofrece la definición de religión más cuidadosa y generalizadora: «...es la relación de los seres humanos hacia aquello que consideran santo, sagrado, espiritual o divino». Bajo ese gran manto caben creencias tan disímiles como las de las mitologías griegas y yoruba, las del vudú caribeño y del sur de los Estados Unidos, las del totemismo, las del cristianismo y las del budismo theravada (en el cual los dioses tienen un papel muy secundario).

La mayoría de las religiones comparte muchas otras características, como la de requerir de sus seguidores ciertos tipos de conducta, la existencia de jerarquías eclesiásticas, la asistencia a reuniones con la intención de rendir culto a sus deidades, el reconocimiento de ciertos sitios como sagrados, la frecuente lectura de algún libro cuyo texto suponen ha derivado de un ser supremo y los rigurosos procedimientos para iniciar a una persona en el culto, para emparejarlos de por vida o para despedirlos de este mundo. Otras —y no son pocas— no presentan algunas de estas características y es por eso que aquí adoptaremos la sencilla y abarcadora definición de la Britannica, subrayando el plural de «los seres humanos»: la religión es una actividad practicada por grupos, o sea, un fenómeno social. Y, vale añadir, es una actividad organizada (dicho de otra manera, posee una estructura jerárquica, aun cuando esta pueda ser muy sencilla: un líder y sus seguidores).

La definición de la Britannica, por otro lado, excluye otras prácticas que pretenden lograr contactos con cierto Más Allá o que se adjudican poderes sobrenaturales (de los cuales las ciencias jamás han podido encontrar prueba alguna), pero que por lo común tienen lugar entre unas pocas personas, carecen de elementos sagrados y no tienen jefe. Así, pues, no alcanzan a ser religión la brujería; la hechicería; la astrología; la necromancia; la magia (no la del circo y las fiestas de cumpleaños infantiles, sino la otra, que tiene pretensiones de autenticidad); la alquimia; sostener, a solas, que existen seres invisibles (espíritus, almas, fantasmas, duendes, aparecidos, vampiros, íncubos, ángeles); o afirmar la validez de los augurios, de la piedra filosofal y de la existencia de diablos y demonios en cualquiera de sus múltiples denominaciones: Asura, Rangda, Naga, Yangluo Wang, Balor, Mefistófeles, Lucifer, Belcebú, Luzbel, Satanás (lo mismo con cuernos, cola, patas caprinas y emanaciones sulfúricas, que sin ellos); ni aceptar como válidos los vaticinios de los llamados «profetas».

(Nostradamus, un francés que vivió entre 1503 y 1566, cuando la astrología alcanzó la cúspide de su fama, fue quizás el más famoso de todos los profetas. Produjo la prosa más críptica, indescifrable, ambigua, confusa e ininteligible del planeta, salpicándola a la suerte con palabras en cuatro idiomas. El tan mentado astrólogo fue, nadie lo dude, una mezcla de orate y pillo [se paseaba por la corte de la reina, Catalina de Médicis, y vivía muy bien] en una proporción que hoy es imposible precisar. Décadas y siglos más tarde —y hasta el día de hoy— cada vez que tiene lugar un suceso extraordinario, hay personas que se dedican a «deducir», a partir del fenomenal galimatías nostradámico, que el evento había sido predicho. A menudo producen libros sobre los «aciertos» de Nostradamus. Nadie sabe en qué medida estos autores creen lo que escriben, o si son pícaros que viven de la casi infinita credulidad de un público en extremo ignorante.)

Tampoco califican como religión las actividades que pudiéramos llamar «misticismo ligero» (o, a la par con la etiqueta de algunas cervezas, misticismo-light), entre las cuales están la creencia en amuletos, sortilegios, promesas, hechicerías, embrujamientos, encantaciones, conjuros, ensalmos, maleficios y males de ojo; el muy difundido (y falso a más no poder) arte de adivinar el futuro a partir de los lóbulos del hígado de un carnero, de los pliegues de la palma de una mano, de los lunares de la cara, o del caprichoso dibujo que hace la borra del café en el fondo de una taza; en la presunta capacidad de ciertas personas para penetrar la mente de otras mediante un intenso ejercicio de comunicación inalámbrica (me refiero a la telepatía: hay personas que se autocalifican de clariauditivas, claricognitivas, clasisensitivas y clarividentes..., y viven de ese cuento); en la de mover objetos a distancia a fuerza de pura concentración mental (otro «paquete», que lleva por nombre telequinesia o psicoquinesia); en la de los poderes mágicos de ciertas piedras preciosas y semipreciosas; en la acción milagrosa del incienso, las bolas de cristal y las tablas de espiritismo (también conocidas como ouijas); en la eficacia sanadora derivada del contacto físico directo con la persona de mayor jerarquía de una realeza (en las cortes de Europa se hacían colas con ese propósito); en la de poder alcanzar cierta «protección» mediante encantamientos y sacrificios; en los llamados «filtros de amor»; o en que una persona pueda estar poseída por algún espíritu maligno.

Aun cuando no califican como religiosas, las prácticas que acabamos de relacionar están sin duda emparentadas con el ejercicio formal de los diferentes cultos y religiones, y vienen a ser algo así como expresiones de su embrión o de las etapas intermedias —y a menudo truncadas— de su desarrollo. Las atenderemos más adelante, luego de considerar las causas fundamentales que dieron lugar a tantas explicaciones fantásticas de la realidad o de sus fenómenos más extraordinarios.

La definición de la Britannica será la que esté presente en este libro, con lo cual nos ahorraremos el esfuerzo y el riesgo de intentar penetrar la tupida selva conceptual y la muy real posibilidad de allí desorientarnos, y hasta perdernos.

Una última aclaración: de acuerdo con el diccionario etimológico de Chambers, el vocablo «religión» viene del apelativo que recibía una orden religiosa europea algún tiempo antes del siglo xii, y que a su vez dio lugar al nombre que se le daba, en Francia, a cualquier comunidad religiosa. Hay dudas respecto a la posibilidad de que, aun más atrás en el tiempo, el término haya procedido del latín relegere, con el significado de «respeto (o cuidado) por lo sagrado» o de «revisar» (o «releer»); o si derivó de religare, que significa «unión obligada» (o íntima). Tanta incertidumbre enturbia, sin duda, las entendederas. Pero téngase en cuenta que la etimología más aceptada es esta última; y es por eso que a menudo utilizamos el adjetivo «religioso» para designar a la persona que es «puntual, exacta o rigurosa en el cumplimiento de un deber»; o sea, a quien se adhiere a algo de manera muy intensa.

Debido a esto último, hay personas que, si bien no creen en dios alguno, sienten una relación tan estrecha y cariñosa con cuanto constituye su entorno (flora, fauna, aguas, valles, montañas..., todo), que se describen a sí mismos, con cierta justicia, como «religiosos». No obstante, aun cuando para algunos se pueda ser religioso y no-creyente a la vez, aquí entenderemos como religiosos solamente a quienes practican una religión en el sentido de la enciclopedia británica, o sea, a quienes mantienen una relación activa y consciente con lo que consideran realidades intangibles (es decir, cosas santas, sagradas, espirituales o divinas).

Resulta imposible definir con exactitud cuántas religiones hay en el mundo. Los pesados tomos de la Encyclopædia Britannica no ofrecen siquiera un número aproximado, y la muy extensa y fundamentada Wikipedia (la enciclopedia en línea, asequible a través de la conexión a Internet) tampoco se atreve a dar una cifra (ni siquiera con un margen de error de, digamos, 20 %). Un solo autor, que no pertenece al círculo de expertos, habla de «cuatro mil doscientas religiones». Pero sospecho que su definición del fenómeno excluye a los credos con muy pocos seguidores y a los calificados como «primitivos».

Ciertamente, cuatro grandes grupos de religiones —cristianas, musulmanas, hindúes y budistas— son practicadas por nada menos que 60 %-75 % de la población mundial (se estima que hay unos 2 200 millones de cristianos, 1 600 millones de musulmanes [o islámicos], 900 millones de hindúes y 450 millones de budistas). Pero es necesario tener presente que cada uno de estos grupos está compuesto por una cantidad considerable de variantes (sectas, cultos); y que 13 % restante de los creyentes —los que califican como afiliados a otras religiones— incluye a veces a grupos compuestos por apenas unas pocas decenas o centenares de afiliados.

La monumental Encyclopedia of World Religions (Enciclopedia de las religiones del mundo), publicada en 1987 por la Universidad de Chicago y editada por Mircea Eliade, tiene nada menos que dieciséis volúmenes y abarca más de un centenar de las grandes comunidades de creyentes. A partir de las listas que brinda Wikipedia —así como de algunos de sus comentarios generales— uno puede inferir que, en efecto, debe haber varios miles de religiones. Ese es, ni más ni menos, el límite de precisión que aparece en otros textos, como es el caso de Breaking the Spell. Religion as a Natural Phenomenon (Rompiendo el hechizo. La religión como fenómeno natural), de Daniel C. Dennett, quien se apresura a añadir que se estima que diariamente brotan en el planeta unas dos o tres religiones, cuyo promedio de vida es menor de diez años. De acuerdo con los datos del Instituto para el Estudio de las Religiones Norteamericanas, solo en ese país surgen entre cuarenta y cuarenta y cinco religiones cada año.

Los humanos tenemos una propensión natural para fascinarnos con las cosas que no encajan en ninguna de las categorías que siempre fantaseamos a fin de poner orden a la diversidad que nos rodea (un ejemplo: el ornitorrinco —un animal con veneno como de reptil, pico parecido al de los patos, que pone huevos como las aves, pero con el cuerpo cubierto de pelos y que brinda leche a sus recién nacidos al igual que los mamíferos—, subyugó a los zoólogos del siglo xviii).

Eso es lo que ocurre cuando nos enteramos de que se han creado varias «religiones» paródicas, dedicadas a brindarles a sus miembros la oportunidad de reunirse para satirizar a una religión en particular; o, en general, a todas. Tal es el caso de la Iglesia del SubGenio (Church of the SubGenius), o de la iglesia del Discordianismo (Discordianism), en la cual la burla es practicada, al menos por algunos de sus integrantes, con la mayor seriedad.

(La iglesia del Discordianismo, por cierto, resulta simpática, juguetona y filosófica: 1. En «teoría» veneran a la diosa grecorromana Eris, que representa el caos, y afirman que tanto el orden como el desorden son ficciones producidas por nuestro sistema nervioso; 2. Exigen que sus creencias no se conviertan en dogmas; 3. Le aclaran a sus miembros que pueden compartir, al mismo tiempo, cualesquiera otras creencias [e incluso los estimula a crear otras sectas]; 4. Confiesan ser incapaces de definirse a sí mismos; 5. En su declaración de principios se estipula que si un miembro desea formar parte de la Sociedad Discordiana «debe declararse a sí mismo lo que desee, hacer lo que quiera, y avisarnos; o, si lo prefiere, ni hablar del asunto»; 6. Afirman estar compuestos por «una tribu de filósofos, teólogos, magos, científicos, artistas, payasos y otros maníacos que se sienten intrigados por Eris, la diosa de la confusión»; 7. Indican que «cada persona —hombre, mujer y crío— que habita este planeta es un papa», con derecho absoluto a declararse infalible [incluso de manera retroactiva]; está apto para reformar, desde su mismo fundamento, la totalidad de la iglesia erisiana; y puede bautizar, casar y enterrar a cualesquiera personas [algunos seguidores han generado una versión feminista del credo, sustituyendo al papa por una mama]; 8. Han puesto a rodar algunas joyitas conceptuales, como, por ejemplo, «Las ideas acerca de la realidad han sido erróneamente calificadas como realidad, y las personas poco ilustradas se mantienen perpetuamente perplejas por el hecho de que otras personas, en particular las de otras culturas, vean “la realidad” de una manera diferente»; 9. Han puesto en circulación la llamada «Maldición de Caragris», según la cual un personaje con ese nombre, que vivió en el año 1166 a.n.e., profesó que la vida era seria y que jugar era un pecado. La «maldición» consiste en que, a consecuencia de dicha enseñanza, se ha producido a través de la historia un desbalance psicológico y espiritual entre las personas, los grupos, las naciones y las civilizaciones; y 10. A los discordianos les está terminantemente prohibido creer lo que lean.)

Para colmo de enredos, en los últimos años ha surgido una modalidad religiosa (auténticamente religiosa) cuyos integrantes jamás se dan la mano y jamás se ven la cara (de manera directa) ni se reúnen en local alguno: los llamados cibersectarianistas. Existen en varias modalidades y se mantienen en contacto a través de Internet. Por esta vía electrónica es que se intercambian mensajes y epifanías, y distribuyen sus materiales de estudio. Algunas sectas cibersectarianistas incluso reconocen a un líder.

Sin importar cómo definamos lo que constituye una religión, la frontera entre esta, un mito, una saga, una fábula y un cuento de hadas es bastante difusa. La diversidad de los relatos capaces de absorber profundamente nuestra atención es tal, que a menudo se nos presentan crónicas y narraciones híbridas... Mezcladas con todas ellas están, además, ciertas novelas con mucho de la vida real y los libros de Historia, que de manera inevitable están plagados del interés de cada autor porque lo ocurrido concuerde mejor con sus deseos. Por los mismos motivos, los límites entre las categorías de sacerdote, cultrario, ensalmador, médium, cabalista, hierofante, chamán, hechicero, adivino, espiritista, nigromante, brujo, mago, novelista e historiador resultan en extremo borrosos.

De acuerdo con los resultados de una gran encuesta publicada en 2012, 23 % de la población mundial no profesa religión o credo alguno (o sea, no se preocupa por la cuestión de si hay o no un creador de todas las cosas; o consideran que la interrogante es imposible de contestar); y otro 13 % se declara abiertamente atea (o sea, viven convencidos de que no lo hay).

Los ateos son las personas que concuerdan con la que quizás sea la más profunda, divertida y concisa definición de religión, que aparece en el libro The Devil´s Dictionary (El diccionario del diablo), de Ambrose Bierce (1842-1914), la cual es tan aguda como amarga, pues Bierce tenía una increíble habilidad para arrancarle a las esencias la gruesa cáscara rosada con que las hemos decorado. La describió en los siguientes términos: «Religión, n. La hija de la Esperanza y el Miedo, explicándole a la Ignorancia la naturaleza de lo Desconocido».

Para poder comprender por qué surgieron las primeras religiones es necesario reconstruir el paisaje en que vivieron nuestros muy lejanos antepasados. Y eso es lo que haremos a continuación. El viaje fue largo y asombroso.

De la selva a los espacios abiertos

Fue el miedo, en primer lugar, lo que produjo los dioses del mundo.Caecilius Statius(c. 219-168 a.n.e.)

La ansiedad, el miedo y el terror no son simples emociones flotantes derivadas de una fantasía psicológica. Tienen la clara función biológica de proteger la vida. Seriedad significa darle prioridad a ciertos programas vitales. Y la seriedad primordial de la religión está vinculada con el muy cardinal miedo a la muerte.Walter Burkert(1996)

Tanto los genetistas como los antropólogos nos informan que los siete mil millones de personas que hoy habitamos el planeta tuvimos un antepasado compartido con el chimpancé, y que este debió vivir en África hace unos seis millones de años.

Esto lo sabemos a partir del análisis comparado del ADN de ambas especies y del estudio detallado de los miles de fósiles que hoy se encuentran en los museos del mundo. La secuencia de «letras» (los genes) que componen la molécula de ADN de ambas especies es idéntica en casi 99 %; y la hilera de fósiles, cuando la arreglamos por orden de antigüedad, muestra, sin lugar a la menor duda, cómo fue cambiando la anatomía y cómo aumentó, poco a poco, el volumen del cerebro. Por otro lado, los más viejos de nuestros antecesores directos —con una edad superior a los cien mil años— han sido encontrados, sin una sola excepción, en África.

De lo anterior se deduce que la transformación de chimpancesoides a toda una parentela de humanoides —que hasta el momento suman unas treinta especies, dos de las cuales lograron salir de África antes y se extinguieron sin dejar descendientes—, y luego a humanos, ocurrió en África (la historia es algo más compleja, pues hay pruebas genéticas muy recientes que indican que, una vez fuera del continente, algunos individuos de nuestra especie tuvieron algún que otro affair [aventura amorosa irregular] con otros humanoides (los neandertales y los denisovanos; después de todo, éramos bastante similares...).

Comoquiera, vale el lema impreso en ciertos pulóveres que son populares entre quienes se sienten orgullosos de vivir su vida guiados por la ciencia: «Todos somos africanos». Fue desde este continente que nuestros ancestros partieron —andando o encaramados en embarcaciones muy precarias— en distintas direcciones y épocas, hasta alcanzar el último rincón de cada continente. Colonizaron Europa y Asia hace unos sesenta mil años; Australia, hace cincuenta mil; las Américas, hace quince mil; y la Antártica hace cien. Las islas mayores fueron colonizadas en muy diversas fechas (se estima que los ancestros de los guanahatabeyes llegaron a Cuba hace unos seis mil años, desde Centroamérica; y los de los taínos hace unos cuatro mil, saltando de isla en isla por las Antillas Menores desde el norte suramericano).

Mirándolo bien, no hay motivo para considerar el «salto» de chimpancesoide-humanoide a humano como algo chocante, pues de allá a acá han pasado nada menos que doscientas cincuenta mil generaciones: un cuarto de millón de abuelos. Eso parece ser una genealogía muy extensa, pero en realidad no lo es tanto. Con los chimpancés compartimos casi el mismo tamaño; el mismo esqueleto, hígado y corazón; igual apetito por toda suerte de carnes, frutas y vegetales; y órganos sensoriales y reproductivos muy similares.

No hace falta ser científico para suponer que dos animales muy parecidos deben llevar vidas paralelas. Después de todo, cada anatomía está destinada a desempeñar cierto conjunto de funciones, y no las demás. Los pingüinos no llevan vida de jirafas, ni de cocodrilos; y los gorilas no buscan su sustento en los arrecifes de coral (de hecho, ni siquiera son capaces de nadar). Es razonable, pues, suponer que nuestros precursores de hace hasta 4-6 millones de años debieron vivir donde mismo viven hoy los chimpancés: en las selvas.

Los humanos que viven en las ciudades, por lo común, consideran que las selvas son ambientes inhóspitos y peligrosos. Esto quizás se deba a que, en comparación con los parajes urbanos, la selva resulta oscura y difícil de transitar, y está repleta de animalejos extraños que pueden picar o morder. Peor aún, debido a la profusión de árboles y lianas —y a la falta de letreros—, constituye una invitación a extraviarse durante horas y quién sabe si hasta días (¡y a todas estas, sin bebederos, cafeterías ni restaurantes por todos los alrededores!).

Sin embargo, lo cierto es que en las selvas, en comparación con otros ambientes, los animales grandes y peligrosos son escasísimos. Los chimpancés —de los que se conocen dos especies, la de siempre (Pan troglodites) y otra más, el bonobo (P. paniscus), reconocida hace apenas ochenta años— llevan vidas muy apacibles, pues sus peligros se limitan al de una caída desde la altura (y se caen menos que nosotros caminando), a la mordida de alguna serpiente venenosa y a que un leopardo, o una boa acechante cargue, en un abrir y cerrar de ojos, con uno de sus párvulos. El tamaño, los colmillos y, sobre todo, la fuerza de los chimpancés adultos son cosa de mucho respeto; y siempre circulan en grupos de al menos media docena. Además, aun con todo lo velludos que son, no tienen un pelo de bobos.

Se comprende, pues, la respuesta que, en 1996, dio un pigmeo de Zaire a un periodista, respecto a si sentía o no miedo de pasar su vida entera en el interior de la selva: «¿Qué necesidad tenemos de temer al bosque, si somos sus hijos? Solo tememos aquello que está afuera del bosque».