Figuras de la excepción en la China antigua - Albert Galvany - E-Book

Figuras de la excepción en la China antigua E-Book

Albert Galvany

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Este libro ofrece una visión alternativa de la China antigua, un período crucial y particularmente fecundo en el terreno de la reflexión, cimentada en el estudio de los diversos modos en que se declinan tres efigies emblemáticas —sabios, desviados y autócratas— que, debido a sus propiedades o destrezas extraordinarias, se sitúan fuera de la norma y de lo común. Lejos de penetrar en ese exuberante paisaje intelectual a partir de su núcleo seminal, ocupado de manera convencional por la ideología confuciana —paradigma de mesura, equilibrio y armonía—, se trata de explorar aquí su cartografía más indómita tal y como se expresa en una multitud de documentos poco transitados: manuales adivinatorios, códigos legales, breviarios cosmológicos, manuscritos militares, compilaciones litúrgicas o tratados filosóficos. El análisis riguroso de esos materiales, muchos de ellos inéditos, conduce al lector ante la presencia inquietante y reveladora de seres estigmatizados por exhibir un cuerpo torturado a consecuencia de una condena penal; de personajes cuya conducta estrafalaria socava el carácter circunspecto y sacrosanto de los ritos funerarios; de individuos capaces de vaticinar el desenlace de un acontecimiento en sus estratos más incipientes; de expertos en persuasión que amenazan con conquistar países enteros valiéndose de sus afiladas lenguas; o de temibles gobernantes que anhelan imponer un orden absoluto adoptando para ello los rasgos fantasmagóricos de los espíritus y los principios inhumanos que rigen el cosmos.

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PLIEGOS DE ORIENTE

lejano oriente

EL ARTE DE LA GUERRA

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EL CAMINO DE CHUANG TZU

Thomas Merton

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FICCIONES FILOSÓFICAS DEL ZHUANGZI

Romain Graziani

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LOS CAPÍTULOS INTERIORES DE ZHUANG ZI

Zhuang Zi

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LOS LIBROS DEL TAO. TAO TE CHING

Lao tse

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LA RUTA DEL SILENCIO. VIAJE POR LOS LIBROS DEL TAO

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LOS CUATRO LIBROS DEL EMPERADOR AMARILLO

Edición y traducción de Iñaki Preciado Idoeta

LIBRO DEL MAESTRO GONGSUN LONG O LA ESCUELA DE LOS NOMBRES

Gongsun Long

Traducción de Yao Ning y Gabriel García-Noblejas

REGRESAR A CHINA

Carles Prado-Fonts

EL PABELLÓN DE LAS PEONÍAS

Tang Xianzu

Edición y traducción de Alicia Relinque Eleta

CONFUCIO

Jean Levi

Traducción de Albert Galvany

EL PENSAMIENTO CHINO

Marcel Granet

Traducción de José Manuel Revuelta

Figuras de la excepción en la China antiguaSabios, desviados y autócratas

Albert Galvany

PLIEGOS DE ORIENTE

© Editorial Trotta, S.A., 2020

© Albert Galvany Larrouquere, 2020

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

ISBN (E-PUB): 978-84-9879-996-5depósito legal: M-26873-2020

A la memoria de Fernando, Larru(1934-2016)

ÍNDICE

Prefacio

1.LAMENTOS, SOLLOZOS Y LÁGRIMAS: DIATRIBAS EN TORNO A LA MUERTE Y LOS RITOS FUNERARIOS

Un muerto y un desaparecido

El desvelamiento de las emociones a través de los lamentos

Del desciframiento de los lamentos al caudal de lágrimas espontáneas

Risas y cantos frente al cadáver

Aprender a perder: la lección de Qin Shi

2.SIGNOS, HUELLAS Y SEÑUELOS: EL SABIO COMO MAESTRO DE LA ANTICIPACIÓN

¿Reocupación del templo? Guerra, adivinación y racionalidad

El universo sobre un caparazón de tortuga

El fundamento de la perspicacia: percibir lo que aún no es

Signos precursores y ciencia militar

Leer y fabricar signos

Juego de pistas: beneficios y peligros de la anticipación

3.CASTIGO CORPORAL Y TRANSFORMACIÓN MORAL: LOS VICIOS DE LA RECTITUD FRENTE A LAS VIRTUDES DE LA DEFORMACIÓN

Entereza corporal e integridad moral

Las marcas indelebles del orden legal: la mutilación como castigo

La transformación del estigma: el papel ejemplarizante de los mutilados

Diálogo en pie de igualdad: la disputa entre Zichan y Shentu Jia

Coda: la audacia de la palabra y el valor del silencio

4.LENGUAS AFILADAS VOLTEAN PAÍSES Y LINAJES: LOS FUNDAMENTOS ESTRATÉGICOS DE LA PERSUASIÓN

El enemigo está dentro: Confucio, Zilu y Zigong

La persuasión como adulación: el imperativo de la adaptación

Cancelar la persuasión: la réplica silenciosa de un soberano evanescente

Epílogo: el fracaso del lenguaraz Zigong

5.LA CORTE COMO CAMPO DE BATALLA: DEL ARTE DE LA GUERRA AL ARTE DE LA POLÍTICA

Las batallas del engaño: artimañas y acción política

De la hipocondría a la paranoia: la exposición del cuerpo del rey

La transparencia y la opacidad: el conocimiento como arma

Regularizar lo irregular: el lado oscuro de la ley

6.LA EXCEPCIÓN DE LA NORMA Y LA NORMA DE LA EXCEPCIÓN: APUNTES SOBRE EL PODER SOBERANO

La legitimación de un orden represivo y la búsqueda de un paraíso artificial

De lo espontáneo hacia lo automático

¿Un paraíso sin aberraciones? La paradoja de la norma y de la excepción

Referencias bibliográficas

PREFACIO*

La excepción se define como aquello que se aparta de la regla, que contraviene la condición general de su especie, mientras que el orden implica la conformidad con la norma. Antitéticos en apariencia, lejos de encarnar una drástica polaridad excluyente, ambos términos tienden a resonar entre sí generando una constelación de articulaciones recíprocas que basculan entre la repulsión, la afinidad y la inclusión. El orden persigue la uniformidad integral por medio de la instauración de la norma y de la normalidad, de manera que, tras un tenaz proceso de asimilación, lo excepcional pueda ser reformado e incorporado idealmente en el esquema de los preceptos taxonómicos preponderantes. El sueño del orden estriba en la eliminación de toda forma de ambilavencia, pero la producción de un mundo homogéneo exige a veces integrar en el interior de ese sistema sus propias excepciones, preservándolas además como elementos indigeribles en los confines de su perímetro. Pueden ser muchos los motivos para mantener a alguien apartado del resto, pero, quizás, el móvil principal de esa expulsión anide en el deseo de organizar la vida a través de una serie de categorías con valor de frontera que sirvan para exorcizar, a modo de conjuro colectivo, el riesgo de la confusión, de la porosidad, dado que, a menudo, esas diferencias constituyen la base sobre la cual los individuos catalizan su sentimiento de pertenencia a un grupo y fortalecen su adhesión a los códigos imperantes. Con todo, y dado que el vigor de esos sentimientos de comunión puede, bajo ciertas circunstancias, agotarse o declinar por erosión, el orden no vacila en invocar —e incluso generar— ignotos peligros y amenazas en aras de revitalizar su cohesión.

Esa es la razón de que algunos tipos ideales contraigan un sentido pleno justamente en la medida en que son relegados del orden, ya sea político, económico o social. Efigies liminares y paradójicas, se hallan simultáneamente dentro y fuera de las fronteras que circunscriben la norma, excluidos e incluidos a un tiempo; son parte del orden y pueden integrarse en él únicamente por medio de su expulsión o su distanciamiento profiláctico, pues llevan consigo el fermento de la insidia y su mera presencia problematiza las categorías ordinarias al disolverse en ellos toda certeza identitaria. Muestran abiertamente lo que el régimen normativo y el individuo normal pretenden reprimir, y adquieren así no solo un inquietante carácter subversivo, sino también un incuestionable valor cognitivo: obligan a interrogarnos acerca de lo propio y lo ajeno desvelando sin dobleces el quebradizo soporte del orden. La colección de ensayos heterogéneos, aunque conectados entre sí, que da forma a este libro se sirve de esa dialéctica paradójica entre la norma y la excepción para brindar al lector una aproximación alternativa a la historia intelectual de la China antigua por medio del estudio de tres figuras extraordinarias: el sabio, el desviado y el autócrata.

En las páginas que siguen desfilarán personajes caracterizados por comportamientos extravagantes, talentos fuera de lo común, funestas marcas o rasgos anormales: individuos que en el transcurso de ceremonias presididas por la rigidez permiten descubrir la pregnancia de los códigos rituales e imaginar la superación de los principios que los sustentan; sabios singulares que, gracias a su inteligencia previsora, se muestran capaces de revelar las correspondencias sutiles entre lo visible y lo invisible, entre lo latente y lo manifiesto, mediante el escrutinio de signos tenues; seres marginados por exhibir un cuerpo incompleto tras haber recibido un castigo físico y cuyas vidas, atravesadas por el estigma y el rechazo, traslucen el reverso de una ideología dominante definida por la ecuación estricta entre la entereza corporal y la probidad moral; oradores ambulantes, temidos y deseados a la vez, que con sus arengas especiosas y seductoras logran desplegar intricadas estrategias de dominación que convierten la palabra (y el silencio) en un arma de doble filo; o soberanos que, por medio de leyes inexorables, aspiran a instaurar un orden absoluto transfigurándose ellos mismos en siniestras aberraciones inhumanas, dotadas de los mismos atributos negativos que el dispositivo metafísico del orden cósmico.

En sintonía con la decisión de abordar esas figuras de lo excepcional, tributaria quizás de una inclinación personal por lo centrífugo y lo anómalo, buena parte de los textos antiguos examinados en este libro —y que sirven para cimentar mis ideas al respecto— se enmarcan en cuerpos doctrinales o líneas de pensamiento más bien periféricos, alejados del punto focal ideológico que, en el estudio de la China antigua, suele estar ocupado por la escuela letrada de Confucio. Considero, sin embargo, que el análisis de esos escritos limítrofes no solo procura una imagen más completa del paisaje intelectual de la época y de los debates que lo conforman, sino que, además, permite alumbrar con mayor claridad la silueta de ese núcleo privilegiado que, de lo contrario, tiende a ser examinado bajo unos parámetros convencionales y redundantes.

Ahora que la disciplina de la antropología parece amenazada por un proceso de homogenización global que ha puesto en peligro de extinción a lo salvaje y, con ello, su función de brindar perspectivas que promuevan la exterioridad crítica; ahora que parecen menguar los contramodelos culturales exógenos y se ve obligada por ello a reciclarse con demasiada frecuencia en una etnología de lo local, de lo próximo, la antigüedad emerge en nuestro horizonte como un territorio extraño que preservaría aún la capacidad de generar esa distancia en el juicio, y hasta la suspensión momentánea de los prejuicios, imprescindible para cualquier encuentro genuino, para todo hallazgo sustancial. Al igual que la exploración de regiones lejanas procura idealmente la posibilidad de abrir un resquicio desde el cual poder observarnos mejor, o al menos de una manera menos parcial y sectaria, también el estudio de épocas remotas entrega la oportunidad de ampliar nuestras miras temporales revocando con ello las consecuencias aciagas de una crono-miopía, de cierta estrechez estéril propia de una mirada servil subordinada por completo a las vicisitudes de lo contemporáneo1.

El estudio del tiempo pasado o de una cultura exótica —en el caso de la China antigua ambos extremos convergen, pues, desde nuestra óptica, pesa sobre ella una doble distancia cronológica y cultural— permite repensar el mundo presente, pero ello a condición de sortear las emboscadas mistificantes que provienen de los adalides y portavoces de la alteridad radical. A pesar de su aparente exclusividad taxonómica, el estudio de la alteridad es, en realidad, una cuestión fundamentalmente transaccional, un asunto propio de lo intersticial2. A mi entender, lo otro alcanzaría su grado más problemático y, por consiguiente, más fecundo no ya cuando es percibido como una alteridad contundente e irrevocable, sino, muy al revés, cuando se nos presenta provisionalmente como una realidad semejante. Esa similitud inopinada, que logra truncar la anhelada y, en cierto modo, siempre tranquilizadora alteridad radical (pues, a fin de cuentas, en el interior de ese esquema recibido y tenazmente vigente, es la naturaleza heterogénea del otro la que en última instancia nos permite forjarnos, por contraste, una identidad fija e inmutable) implica, a mi entender, un punto de partida menos paralizante a la hora de abordar la comprensión, la ubicación y la crítica tanto de otras civilizaciones como de nuestra propia cultura. Menos paralizante porque, al revés de lo que ocurre con la apuesta por esos juegos de espejos anclados en la singularidad idéntica de la diferencia extrema, el encuentro con esa otra alternativa de la alteridad semejante no desemboca en la reafirmación de dos entidades que se presentan con contornos recortados y consolidados, sino que, al reconocerse en ese otro, al hallar cierta afinidad con quien en principio se creía extraño, los pilares sobre los que descansan las certezas de la identidad, tanto propia como ajena, se resquebrajan para dar paso a un estado de inquietud interrogativa más incisivo y fértil.

No cabe engañarse al respecto: si resulta posible reconocerse en el otro, ello es debido, al menos en parte, a que nuestra propia capacidad reflexiva se encuentra limitada por el hecho de que somos seres que no pueden obtener una visión del mundo que no refleje nuestros propios intereses y a que, por consiguiente, tendemos a proyectarnos invariablemente en los demás. En este punto, resulta pertinente referirse a una idea sugerente desarrollada por la helenista francesa Nicole Loraux en un artículo, donde, de manera provocadora, brinda un elogio explícito del anacronismo, error básico y maldito en el estudio del pasado3. Loraux considera que quienes se ocupan de la historia deben asumir la inserción controlada del presente en la formulación de una investigación o de un problema. Dado que el presente es, en sus palabras, el motor más eficaz de la pulsión por comprender, debe admitirse que el historiador pueda plantear interrogantes al pasado en los términos que no sean propios de ese tiempo pretérito siempre y cuando esa operación esté sometida a un procedimiento controlado. Aproximarse a un tiempo otro supone, pues, asumir el riesgo del anacronismo, esto es, aceptar con valentía el reto de proyectar nuestras inquietudes en la historia de una manera consciente y cuidadosa.

Pese a que los textos y los asuntos que se examinan en este libro pertenecen a un mundo ajeno —por distante—, me he propuesto ocuparme de ellos con rigor y esmero; asimismo, debo confesar que las páginas que siguen están animadas por discusiones académicas que he mantenido a lo largo de estos últimos años con estudiantes, primero en la Facultad de Letras y ahora en la Facultad de Filosofía de la Universidad del País Vasco, y con colegas de diversas instituciones que, con enormes dosis de paciencia y generosidad, leyeron versiones anteriores de mis planteamientos obligándome a corregirlos, pulirlos o precisarlos: quisiera destacar aquí, entre otros muchos, los nombres de Paul R. Goldin, Romain Graziani, Jean Levi, Manel Ollé, Alicia Relinque, Juan Carlos Rodríguez Delgado, Ana Sedano, Song Gang, Anne-Hélène Suárez y Mercedes Valmisa. Más allá de ese ámbito técnico, este libro también se ha beneficiado de conversaciones entabladas con familiares y amigos acerca de sucesos actuales que me interpelaban de alguna manera: una madre que, arrasada por el dolor de la pérdida, se niega a asistir al funeral de su hija; la lectura de un informe periodístico sobre exclusión social; un intercambio de opiniones acerca del papel desempeñado por el diagnóstico precoz en la profesión médica; una disputa sobre el trasfondo religioso del poder político; unas reflexiones en torno a la discrecionalidad inherente a toda institución policial, etc. Retomando una bella expresión que Platón pone en boca de Sócrates, podemos decir que el conocimiento (al igual que el amor y la amistad) es siempre un complejo juego de miradas recíprocas donde el ojo, al contemplar otro ojo y fijarse en la pupila, tal como la ve, así se ve a sí mismo4.

*Esta obra ha sido realizada gracias a un proyecto de investigación (FFI2017 83593-P) cofinanciado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (MICINN) y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER).

1.La expresión «crono-miopía» fue acuñada por el antropólogo Robin Fox en su trabajo The Tribal Imagination: Civilization and the Savage Mind, Harvard University Press, Cambridge, 2011.

2.Jonathan Z. Smith, «What a Difference a Difference Makes», en J. Neusner y E. S. Frerchs (eds.), To See Ourselves as Others See Us: Christians, Jews, «Others» in Late Antiquity, Scholar Press, Chico, 1985, p. 46.

3.Nicole Loraux, «Éloge de l’anachronisme en histoire»: Le Genre Humain 27 (1993), 23-39.

4.Platón, Alcibíades, 132c-133b.

1

LAMENTOS, SOLLOZOS Y LÁGRIMAS: DIATRIBAS EN TORNO A LA MUERTE Y LOS RITOS FUNERARIOS

A través de mis lágrimas cuento una historia, produzco un mito del dolor y, desde ese momento, me ajusto a él: puedo vivir con él, porque, al llorar, me ofrezco un interlocutor enfático que recibe el más «verdadero» de los mensajes, el de mi cuerpo, no el de mi lengua.

Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso

Pañuelo. Pequeño cuadrado de seda o de hilo que se usa para varias funciones innobles alrededor de la cara, y resulta especialmente útil en los velatorios para ocultar la ausencia de lágrimas.

Ambrose Bierce, Diccionario del diablo

El papel crucial que los ritos funerarios desempeñan en la vida económica, política y social de la China antigua se refleja no solo en la abundancia de escritos destinados a describir —con frecuencia desde una óptica idealizada no exenta de fines prescriptivos— el conjunto de prácticas, discursos y objetos que acompañan el desarrollo de esas ceremonias luctuosas, sino también, y de forma muy particular, en los intensos debates que esos cultos mortuorios desencadenarán en la literatura filosófica de la época. Basta señalar al respecto que una de las primeras y más ásperas controversias entre diferentes facciones doctrinales, protagonizada en este caso por los defensores de la escuela letrada (ru jia), organizada al amparo de la figura tutelar de Confucio (ca. 551-479 a.n.e.), y los acólitos de la escuela moísta (mo jia), constituida alrededor de su fundador Mozi (ca. 470-391 a.n.e.), gira precisamente en torno a la extensión del período de luto y la inmoderación de las exequias. En el interior de esas disputas sobre las honras fúnebres cristalizan formas alternativas (en ocasiones irreconciliables) de comprender la vida, la muerte y el destino; de gestionar la sociedad y sus instituciones; de concebir las relaciones interpersonales y hasta de evaluar la calidad moral de un individuo o de una comunidad, de tal suerte que el análisis de esas diatribas bien puede ser empleado para arrojar luz sobre gran parte de los dilemas políticos y éticos que esos programas ideológicos divergentes pretenden resolver. Teniendo en cuenta, pues, el enorme alcance de los asuntos necrológicos no resulta sorprendente que en la literatura antigua los responsos constituyan con frecuencia un contexto pedagógico apropiado, el trasfondo coyuntural eximio que brinda al maestro la oportunidad de impartir una valiosa lección a sus discípulos e incluso, puede que aún más importante, a sus adversarios1.

Tanto por la prolijidad de esas escenas funerarias como por la actitud excéntrica, en ocasiones irreverente, y los gestos provocadores que despliegan algunos de sus protagonistas, el Zhuangzi, texto que la tradición atribuye a Zhuang Zhou (ca. 369-290 a.n.e.), ocupa una posición prominente en el paisaje perfilado por ese amplio litigio de ideas. Aunque las anécdotas referidas a la muerte se encuentran diseminadas por toda la obra, el capítulo sexto concentra un número insólito de episodios y, en consecuencia, es también el que ha capitalizado la atención de la mayoría de los comentaristas e intérpretes en el transcurso de los siglos. Mi propósito aquí consistirá en abordar la cuestión de la muerte en el Zhuangzi a partir del estudio de una sola escena fúnebre situada al final del capítulo tercero de acuerdo con la secuencia ordenada de la edición transmitida del texto. Ya sea por su posición marginal —se encuentra desplazada de las secciones que contienen los relatos más célebres y está de algún modo desconectada de ese tema en el interior de esa sección, pues no le preceden o le siguen anécdotas acaparadas por los asuntos necrológicos—, ya sea por su relativo laconismo, lo cierto es que ese apólogo apenas ha suscitado el interés de los especialistas. No obstante, como trataré de demostrar en las páginas que siguen, es un pasaje esencial no solo para alcanzar una comprensión más cabal del modo en que se concibe la muerte, y por extensión la vida, en el Zhuangzi, sino también para ganar, aunque sea indirectamente, una percepción más justa de las disputas surgidas en torno a los ritos funerarios en la China antigua. Esa sucinta escena seminal nos es descrita en los siguientes términos:

Al fallecer Lao Dan, Qin Shi acudió a ofrecer sus condolencias. Tras emitir tres gemidos, se fue. Uno de sus discípulos le preguntó: «¿Acaso no era usted colega de ese hombre?». «Sí», contestó. Entonces, el discípulo volvió a interrogarlo: «¿Y cree usted que ese es un modo admisible de expresar las condolencias?». «Desde luego. Al principio pensé que habría gente de su tipo, pero entonces comprendí que no era el caso. Cuando entré a expresar mis condolencias, vi a ancianos emitiendo lamentos como si se tratara de sus hijos y a jóvenes haciendo lo propio como si se tratara de sus madres. Entre quienes allí se han congregado, los hay que no queriendo hablar han acabado hablando y quienes no queriendo emitir lamentos han acabado haciéndolo. Eso significa desdeñar el cielo y apartarse del modo en que las cosas son, rechazar lo que uno ha recibido, que es precisamente lo que los antiguos llamaban ‘castigo por desdeñar el cielo’. Cuando le llegó el momento de venir, el maestro hizo lo que la ocasión requería; cuando le llegó el momento de partir, aceptó el devenir. Al mostrarse satisfecho con lo que el momento le brindaba y al acomodarse al devenir, alegrías y penas no podían penetrar en él. Eso es lo que los antiguos denominaban ‘liberación de las ataduras del Señor’».2

Un muerto y un desaparecido

Tras conocer la noticia del fallecimiento de Lao Dan, un individuo llamado Qin Shi, con toda probabilidad un colega o antiguo pupilo del primero, penetra en el recinto fúnebre para participar en los ritos funerarios y expresar sus condolencias. En este punto, y antes de extender mis esfuerzos a la interpretación de otros elementos significativos integrados en el relato, resulta conveniente propiciar algunas consideraciones acerca del apelativo empleado en la viñeta para referirse al amigo del difunto. Frente a la tradición comentarista, que tiende a asumir la historicidad de los personajes mencionados en la obra y procura, casi siempre en vano, algún elemento que permita trazar su identidad, considero que, en este caso, se trata de un nombre ficticio cuya invención responde a una estrategia literaria; esto es, sostengo la hipótesis de que el nombre de Qin Shi fue concebido por el autor o autores de la anécdota con el propósito de brindar al lector algunas pistas valiosas no solo acerca de los atributos que definen al personaje, sino incluso sobre el significado y alcance general del relato. Con ello, el texto retoma y reelabora lúdicamente una práctica común de la época consistente en referirse a la gente con apelativos distintos a los recibidos al nacer en el seno familiar: a menudo de condición póstuma, esos nombres de nuevo cuño deben ser interpretados como epítetos evocativos que condensan algunas de las características de un individuo o traducen el juicio, principalmente laudatorio, que los demás hacen sobre él3. En lo que respecta a Qin Shi, es preciso señalar que el segundo elemento de su nombre evoca la muerte, la desaparición, la pérdida de algo, pues el término shi significa «perder», «extraviar», pero también «morir», «expirar» y, por consiguiente, permite establecer de entrada un vínculo con la narración y el núcleo temático de la anécdota.

El apelativo de ese individuo adquiere otro tono, rico en matices y significados, si es interpretado a la luz del otro personaje mencionado en la escena: Lao Dan. Ello se debe a que, de acuerdo con lo que se afirma en la sección biográfica que el historiador de la dinastía Han, Sima Qian, le dedicara en su obra, Lao Dan, que hasta entonces había desempeñado la función de archivista en la corte de los Zhou, decidió abandonar ese lugar y emprender en el otoño de su vida un viaje hacia el oeste tras ser testigo del declive de la dinastía. Al alcanzar la frontera, y obligado a ello por un oficial de aduanas llamado Yin Xi, habría dejado por escrito sus pensamientos, lo cual explicaría el origen del texto que se le atribuye tradicionalmente, el célebre Laozi o Daodejing. A partir de ese momento, nos cuenta Sima Qian, nadie volvió a saber nada de él; sus huellas se perdieron para siempre. Pese a que en ese relato no se precisa la localización del paso fronterizo, algunos comentaristas identifican ese lugar como situado en el reino de Qin, la región sinizada más occidental de la época y, precisamente, el primer elemento en el nombre de nuestro segundo personaje, Qin Shi4. De acuerdo con lo expuesto por algunos especialistas contemporáneos, puede incluso que Lao Dan hubiera nacido en el reino de Qin y que, tras renunciar a su cargo en la corte de los Zhou, decidiera regresar a su región natal para apurar allí sus últimos días de vida5. En cualquier caso, parece evidente que el significado literal del nombre Qin Shi, «desaparecido en Qin» o incluso «muerto en Qin», remite a esos elementos biográficos de Lao Dan, ya sean históricos o legendarios, y consolidan el tema central de la anécdota al establecer, con cierta dosis de humor negro, una suerte de reduplicado vínculo recíproco entre los dos personajes protagonistas de la historia y la trama necrológica del suceso.

Siguiendo esas iniciales investigaciones onomásticas, me ocuparé con más detenimiento del individuo cuyo deceso desencadena la anécdota del Zhuangzi: Lao Dan. De nuevo, como en el caso de Qin Shi, el nombre del personaje resulta relevante para nuestra argumentación, pues evoca un individuo dotado de una extraordinaria longevidad: lao significa «anciano», mientras que dan designa unas orejas de gran tamaño, signo inequívoco de haber alcanzado la senectud más avanzada6. La muerte de Lao Dan no parece implicar la desaparición abrupta e inesperada de un individuo joven sino el fallecimiento de un anciano. Más allá de esas pistas sobre su longevidad inscritas en su apelativo, abordar la figura de Lao Dan no resulta una tarea sencilla. La breve pieza biográfica escrita por Sima Qian, a la que acabamos de aludir más arriba apenas contiene elementos históricamente fiables. De acuerdo con lo relatado por el archivista de la dinastía Han, Lao Dan desempeñó un cargo oficial en la corte de los Zhou y es precisamente allí donde habría coincidido con Confucio, quien habría acudido a él como experto conocedor de los asuntos rituales7. En varios pasajes del Zhuangzi Confucio es representado también como discípulo de Lao Dan y, pese a que no disponemos de ninguna fuente textual anterior que atestigüe la veracidad de ese encuentro, ni de esa supuesta filiación, lo cierto es que la relación entre esas dos figuras emblemáticas aparece explicitada en buena parte de la literatura compuesta hacia el final del período de los Reinos Combatientes8. Con todo, es quizás en el Libro de los Ritos (Liji), un compendio de tratados rituales vinculado a la ortodoxia letrada y, por tanto, libre de posibles sospechas respecto de intenciones críticas y deformadoras externas, donde la figura de Lao Dan presenta algunos de los atributos más relevantes para el estudio de nuestra anécdota.

Tres episodios del Libro de los Ritos muestran a Lao Dan como una autoridad a la cual se remite el propio Confucio cuando se ve obligado a resolver complejas cuestiones relativas al desarrollo apropiado de los usos rituales. En el primero de ellos, Zengzi, discípulo de Confucio y uno de los representantes más notables del rigorismo ritual letrado, interroga al Maestro sobre cómo llevar a cabo las ceremonias funerarias cuando se trata de un niño fallecido a una edad muy temprana y la sepultura familiar se halla a gran distancia del lugar de residencia. Confucio considera que bajo esas circunstancias particulares el cadáver debe ser ataviado con ropajes fúnebres e introducido en el ataúd en el propio hogar antes de dar inicio a la procesión que lo conducirá al emplazamiento de su sepultura. El Maestro certifica la validez de ese procedimiento al explicar el origen de esas prácticas, ahora olvidadas, y señalando que esas instrucciones le fueron comunicadas en su día por Lao Dan a través de una anécdota9. En el segundo episodio, es de nuevo Zengzi quien solicita la intervención de Confucio para resolver un caso práctico referido, en esta ocasión, a la cuestión de saber qué se debe hacer si durante la procesión funeraria hacia la ubicación del enterramiento, que podía durar varias jornadas, se produce un eclipse solar. Con el fin de ofrecer una solución al dilema sin contravenir las instrucciones rituales, Confucio menciona el desenlace de un caso idéntico que, según dice, Lao Dan tuvo a bien compartir con él. En el relato que Confucio brinda de ese suceso, Lao Dan ordena que la procesión del cortejo fúnebre se detenga, se disponga el ataúd en el lado derecho del sendero y cesen todos los lamentos litúrgicos hasta que el eclipse haya concluido10. Por último, en el tercer ejemplo, es otro discípulo de Confucio, Zixia, quien implora la ayuda del Maestro para saber si debe continuar con los asuntos militares, esto es, si debe abstenerse o no de participar en conflictos bélicos durante el período de luto de tres años impuesto por la tradición y refrendado por las doctrinas letradas. Una vez más, Confucio resuelve la cuestión apelando a la autoridad de Lao Dan y afirma que este último habría mencionado al respecto el caso del duque Bo Qin del país de Lu, que tenía buenas razones para participar en una guerra pese a encontrarse aún de luto por la muerte de su madre, pero que, al mismo tiempo, habría condenado a todos aquellos que, en su opinión, perseveraban en los asuntos militares durante el luto movidos tan solo por razones egoístas11.

En esos tres sucesos consignados en el Libro de los Ritos, Confucio se sirve del prestigio y de la dilatada experiencia ceremonial que él mismo confiere a Lao Dan para dar respuesta a las dudas, disyuntivas y apuros expresados por algunos de sus discípulos más directos acerca de cómo desarrollar las ceremonias fúnebres sin perturbar las convenciones protocolarias. Desde ese punto de vista, es plausible pensar que la anécdota del Zhuangzi acerca de la muerte de Lao Dan explota, con fines polémicos, una tradición vigente en su tiempo consistente en considerar a ese individuo como un experto perito en asuntos fúnebres12. No resulta sorprendente, pues, que la anécdota se vertebre alrededor de un dilema litúrgico que acontece precisamente durante el sepelio de Lao Dan, quien, como tendremos ocasión de comprobar, pese a encarnar en ese texto el papel de portavoz crítico frente al convencionalismo ritual más severo y estricto, es presentado también por la tradición confuciana como un avezado especialista en ceremonias mortuorias.

El desvelamiento de las emociones a través de los lamentos

Tras haber examinado los nombres y atributos de los dos protagonistas del relato es el momento de emprender el análisis de las circunstancias que rodean el encuentro entre ambos. El texto lo afirma de un modo explícito: la acción transcurre cuando, informado acerca del óbito de su camarada, Qin Shi acude a la presentación de condolencias (diao), una de las etapas esenciales, junto a la procesión del difunto, que distinguen los tratados rituales de la antigüedad en el desarrollo de las ceremonias luctuosas13. De acuerdo con esos manuales ceremoniales, la expresión de condolencias remite a un conjunto complejo y variable de prácticas que incluye saludos, postraciones, genuflexiones, quejidos, trenos, sacrificios y donaciones, y cuyo desarrollo específico varía en función de la posición social, así como de la edad, el sexo o el rango jerárquico tanto del fallecido como de los participantes en la ceremonia. La expresión de condolencias podía tener lugar antes o después de que el cadáver fuera introducido en el ataúd14 y su presentación, si concedemos crédito a lo que se nos explica en una de las secciones del Libro de los Ritos, implica un protocolo altamente formalizado, sujeto a una serie de normas que, entre otros elementos, determina la distancia máxima que se debe recorrer para acudir a tal evento, precisa en qué circunstancias resulta inapropiado desplazarse para expresar las condolencias o detalla las restricciones que deben observar quienes toman parte en la ceremonia15.

En el interior de esa constelación de prácticas asociadas a la expresión de condolencias, los lamentos (ku) ocupan una posición central. Lejos de significar una respuesta espontánea e incontrolable que sugiera la desintegración interna del individuo, la emisión de lamentos en contextos sociales marcados por la muerte debe ser interpretada como un acto voluntario que aglutina gestos deliberados. Desde ese punto de vista, admiten ser integrados en una dimensión performativa, fáctica, que, a su vez, remite a un tipo de acción que podemos catalogar como ritual en la medida en que cumple con los siguientes rasgos característicos: se ajustan a patrones de rutina; generan un sistema de signos que revela más que lo que aparece transmitido en el mensaje; aparecen sancionados por expresiones inequívocas de aprobación moral y poseen un gran valor adaptacional al facilitar las relaciones sociales16. Los lamentos, al igual que cualquier manifestación somática desplegada en un contexto ritual, deben ser considerados los elementos esenciales de un lenguaje regulado y que, como tal, deberá ser descifrado en el transcurso de la interacción social que pauta esas actividades. Constituyen, por consiguiente, un acto coreografiado y forman parte de un refinado sistema de comunicación: están sujetos a un estricto e intrincado proceso de codificación que determina, en algunos casos con puntillosa minuciosidad, el lugar, la ocasión, o los modos en que esas expresiones de duelo deben ser articuladas. Así, las entonaciones e inflexiones de esos lamentos rituales pueden llegar a variar en función de la fase o etapa de la ceremonia fúnebre en que se produzcan:

Los lamentos de quien viste de luto por su padre parecen alejarse sin regresar; los lamentos de quien viste de luto por su madre parecen alejarse y regresar. En el gran luto [de los nueve meses], tras los primeros sollozos se producen tres quejidos que parecen sofocarse; en el luto menor [de los cinco y tres meses], un lamento ordinario es suficiente. Esas son las manifestaciones de la aflicción a través de la voz y los sonidos modulados17.

Durante el período de aflicción las costumbres sociales determinan el papel que deben desempeñar los familiares del difunto, e imponen restricciones a las actividades cotidianas de los más allegados al muerto, decretando hasta en sus detalles más nimios el modo de expresar el dolor. Tal y como se afirma en el pasaje del Libro de los Ritos que acabo de citar, se espera que los participantes sean capaces de producir sonidos plañideros dotados de unas características particulares en función de la fase del luto en que se hallen o del tipo de ceremonia que tenga lugar. Los trenos nunca son homogéneos o propiamente monocordes, sino que, al menos en la descripción que de ellos nos brindan los tratados ceremoniales conservados, adquieren en su despliegue una tonalidad singular, unos matices sonoros distintos. Son, por decirlo de algún modo, la expresión del carácter emotivo del individuo; en este caso, de su aflicción. Traducen con el poder de un código no mediado por el lenguaje discursivo, aunque altamente regulado, las diferentes formas y grados de agitación que palpitan en alguien durante el período de luto, de manera que, al menos idealmente, constituyen la manifestación refinada de los sentimientos que vibran en su interior. En la medida en que esas formas pautadas de emociones filtradas expresan las alteraciones por medio de sonidos y modulaciones acústicas, resulta posible trazar un vínculo directo con la música.

En líneas generales, los sonidos modulados emergen de los corazones de los seres humanos. Las emociones se agitan en el interior y toman cuerpo en sonidos vocales. Cuando los sonidos vocales se concretan en patrones formales, se denominan sonidos modulados18.

Buena parte de la literatura política y filosófica de la China antigua reitera la misma idea: la música puede revelar, al menos para quienes están dotados de un oído adiestrado e hipersensible, las cualidades psicológicas y morales de sus compositores e intérpretes, ya sean estos individuos o países. Uno de los casos más célebres a propósito de esa capacidad expresiva de la música lo brinda una anécdota extraída del Zuozhuan acerca de la visita ceremonial del duque Zha, procedente del reino de Wu, al duque Xiang del reino de Lu, acontecida en el año 543 a.n.e. Durante el encuentro, el duque Zha vaticina el clima moral que impera en los reinos vecinos tras escuchar con atención sus diferentes aires y estilos musicales19. En la misma línea, cabe mencionar también la anécdota sobre Confucio referida por Sima Qian, en donde se nos presenta al Maestro inmerso en el proceso de aprendizaje del arte de tocar la cítara (qin) bajo la supervisión de un individuo llamado Xiangzi. A pesar de que su tutor musical le invita con insistencia a progresar en la interpretación de nuevas melodías, Confucio declina el ofrecimiento y se limita a practicar obstinadamente la misma pieza, pues, en su opinión, aún no ha alcanzado a comprender el motivo de su composición ni tampoco ha logrado identificar a su autor. Al final, pasado un tiempo, una vez se ha saturado por completo de la pieza y ha logrado penetrar hasta en sus detalles más nimios, Confucio declara: «Es la obra de un individuo cuyos pensamientos son profundos y solemnes, capaz de ver a largo plazo y que posee una conciencia serena. Ya lo veo. De tez oscura y de gran estatura, con una mirada penetrante que parece gobernarlo todo. ¡Solo el rey Wen podría haber compuesto una música así!». Entonces, según el relato de Sima Qian, el maestro Xiangzi se levantó de su estera y, postrándose ante Confucio, confirmó: «En efecto, se trata de una pieza compuesta por el rey Wen»20.

Dado que los lamentos se conciben, en el interior de ese dispositivo literario, como un reflejo fidedigno del estado real de los sentimientos y las emociones a través de los sonidos modulados en el interior de una escenografía apropiada, el escrutinio de los matices, variaciones, inflexiones y tonos de los quejidos puede llegar a revelar, al igual que las piezas musicales, las causas de nuestra agitación e incluso la calidad moral de nuestro fuero interno. Así, un observador atento y experimentado, cultivado en la interpretación de los gestos rituales más tenues y los signos somáticos más insignificantes, puede ponderar, por medio del análisis de un efecto audible, las causas que lo han producido. Eso es al menos lo que se desprende de algunas anécdotas consignadas en las fuentes clásicas. En una de ellas, hallamos a Confucio acompañado de su discípulo predilecto, Yan Hui, en un relato que expone la habilidad de este último a la hora de descifrar los motivos que se ocultan tras los lamentos proferidos por un individuo, es decir, su talento para observar e interpretar con pericia la causa de quejidos y plañidos:

Confucio se hallaba en el reino de Wei. Habiendo madrugado y estando en compañía de Yan Hui, oyó un lamento que expresaba gran aflicción. El maestro dijo: «Hui, ¿acaso conoces la causa de semejante lamento?». Y este respondió: «En mi opinión, el sonido de ese lamento no solo responde al fallecimiento de alguien, sino que, además, expresa el dolor de una separación reciente». Confucio preguntó entonces: «¿Cómo has llegado a tal conclusión?». Y Yan Hui replicó: «He observado con frecuencia a los pájaros de la montaña Heng. Cuando sus plumas han crecido, los polluelos abandonan los nidos para volar con sus propias alas sobre el vasto océano; y sus madres, antes de separarse de ellos para siempre, emiten un graznido quejumbroso durante un momento. El tipo de sonido contenido en el lamento que acabamos de oír me ha recordado a esos quejidos lastimeros y me ha llevado a pensar en algo que se ha ido para no regresar». Entonces, Confucio envió a alguien para que interrogara al hombre que había emitido los lamentos. A su vuelta, el emisario dijo: «El padre de ese individuo ha muerto y al tratarse de una familia pobre, se ha visto obligado a vender a su propio hijo para hacer frente a los dispendios ocasionados por las honras fúnebres»21.

No es el único ejemplo en que Confucio o sus discípulos más cercanos exhiben su destreza para descifrar la conmoción y los sollozos. En un episodio incluido en el Libro de los Ritos, Confucio, esta vez en compañía de Zilu, se encuentra paseando por la montaña Tai. Al oír el lamento desgarrador de una mujer ante una sepultura, Zilu se muestra capaz de adivinar la causa exacta de las emociones que lo han provocado. Tras acudir a su encuentro y haberla interpelado al respecto, la mujer declara que su suegro, su marido y su hijo han perdido sus vidas en ese lugar devorados por los tigres22. La comprensión y la interpretación correcta de los lamentos implica, pues, una correlación directa entre la emoción y su expresión, entre el sentimiento interno y su manifestación externa. Al respecto, resulta apropiado mencionar otra anécdota célebre que aparece consignada, con una vocación crítica, en el Han Feizi y que está protagonizada por Zichan, primer ministro del país de Zheng, sagaz legislador y hábil diplomático. En dicho relato, y para sorpresa de todos, al oír los plañidos lastimeros de una mujer que acaba de enviudar, Zichan ordena que sea detenida. Tras someterla a interrogatorio, la mujer acaba confesando que asesinó a su marido. Los acompañantes de Zichan, maravillados ante su extraordinaria exhibición de discernimiento, le preguntan cómo ha llegado a descubrir el crimen. Zichan desvela el misterio declarando que los lamentos de la viuda no expresaban aflicción por la pérdida de un ser querido, sino temor23. Con todo, la habilidad para penetrar en las emociones de los demás e incluso conjeturar el motivo real de esas expresiones de dolor a través del escrutinio de los sonidos, requiere una condición: que las pasiones que vibran en nuestro interior sean sinceras24.

Del desciframiento de los lamentos al caudal de lágrimas espontáneas

El éxito a la hora de desvelar con acierto el significado de los lamentos depende, por tanto, de la sinceridad de las emociones que los han provocado. En consonancia con ese planteamiento, la intensidad del dolor, la pena, la impotencia, el arrepentimiento o la ansiedad que sacuden genuinamente nuestro interior se vuelven evidentes en el exterior por desbordamiento, de manera que quienes saben interpretar esas señales somáticas pueden remontar hasta su causa exacta. Como hemos visto, si Zichan se muestra capaz de desvelar el crimen cometido por la viuda quejosa en la anécdota precedente, ello se debe a que su lamento, suficientemente sincero, expresa temor en lugar de aflicción. A través del hábil escrutinio de esas expresiones sonoras, Zichan detecta su falta de aflicción, lo cual constituye por sí mismo un signo revelador, pues, según las convenciones sociales en vigor, no manifestar tristeza durante las ceremonias luctuosas resulta censurable25. Es preferible pecar de exceso en la expresión del luto, violando incluso el decoro y la contención impuestos por la etiqueta ceremonial, que quedarse corto26. Los ritos funerarios exigen a los participantes, en especial a aquellos que se ven directamente afectados por la muerte, que proclamen su dolor por medio de actos, gestos y conductas apropiadas. Resulta esencial colmar las expectativas de la comunidad a través de patrones y comportamientos somáticos aceptables. Al respecto, cabe mencionar las palabras que Mengzi pone en boca de Confucio cuando, con ocasión de los funerales de un monarca, el Maestro sostiene que el heredero debiera ser capaz de hacer visible la tristeza por la pérdida en su rostro y manifestar su aflicción en sus lamentos y sollozos, de manera que los participantes en la presentación de condolencias se mostraran satisfechos27. En ese contexto, las muestras de aflicción poseen la facultad de influir y transformar los usos de un país entero, o al menos esa es la capacidad que se atribuye a los lamentos en otro pasaje del Mengzi: «Las viudas de Hua Zhou y Qi Liang llevaron a la excelencia los lamentos proferidos por sus esposos y transformaron las costumbres del país. Aquello que uno alberga en su interior, adquiere una forma en el exterior»28. No es, pues, extraño que la ausencia de gestos intensos de pesadumbre en un individuo tras la muerte de un ser querido sea interpretada invariablemente como un signo ominoso que conduce casi siempre a un destino fatal. En el Zuozhuan hallamos tres episodios reveladores al respecto. En el primero, tras el deceso del duque Ding de Wei, su esposa principal, habiendo proferido los lamentos rituales, comprueba con espanto que el heredero del duque, hijo de una esposa secundaria, no muestra ninguna expresión de dolor y, por consiguiente, predice un futuro desastroso no solo para el nuevo gobernante, sino también para el conjunto de su país. En el segundo, el príncipe Daozi no evidencia ningún signo de padecimiento cuando fallece su padre, Shi Gongzi, y entonces uno de los ministros del reino de Wei predice que el heredero no será capaz de dar continuidad a su linaje. Por último, en el tercer episodio, un consejero del reino de Lu juzga que el heredero no está preparado para asumir las riendas de la administración, dado que no solo ha sido incapaz de demostrar aflicción tras la muerte de su padre, sino que, incluso, se ha comportado de un modo jovial durante el desarrollo de las exequias, lo cual indica para el observador que dicho individuo carece de mesura29.

Pero no siempre resulta sencillo saber con certeza si los lamentos, por muy sonoros que sean, surgen de una emoción genuina. Nuestra dimensión corporal puede ser al mismo tiempo una pantalla que oculta lo auténtico y una entidad autónoma capaz de revelar los secretos de nuestra vida interior sin nuestro consentimiento. Cabe preguntarse, pues, si esas expresiones de dolor son siempre transparentes o si, por el contrario, en ciertas ocasiones pueden ser opacas. ¿Habría sido capaz Zichan de descifrar el sentido de los quejidos emitidos por la viuda asesina de haber fingido esta sus lamentos? No debemos olvidar que también se pueden falsificar los gemidos del mismo modo en que, a menudo, los sentimientos que se ocultan tras ellos pueden ser insinceros. La emisión de lamentos no excluye de antemano la impostura, el engaño. Pese a las proezas deductivas que algunos textos de la China antigua atribuyen a ciertos sabios a la hora de descifrar correctamente la causa de los lamentos, lo cierto es que saber si la persona que emite los quejidos o ejecuta algún otro tipo de expresión corporal siente realmente la emoción que normalmente los genera sigue siendo un enigma. La situación se torna aún más compleja en el caso de las ceremonias mortuorias, pues, en el interior de ese contexto particular, en muchas sociedades antiguas y modernas, los lamentos no son solo un acto tolerado, sino, más bien, un tipo de requerimiento exigido por la costumbre a todos aquellos que participan en los funerales y que, además, responde a unas regulaciones precisas que determinan, entre otras cosas, cuándo resulta apropiado emitirlos, cuántas veces es preciso hacerlo o incluso en qué momento deben cesar abruptamente30. Ese es, desde luego, el caso de muchos de los gestos que se despliegan durante los funerales en la China antigua. En términos generales, de acuerdo con algunos de los tratados rituales más relevantes de su tiempo, tanto las contribuciones materiales en forma de obsequios y ofrendas con los que los invitados al evento agasajan al fallecido como las contribuciones sentimentales, esto es, las expresiones corporales de luto desplegadas por los participantes a lo largo de las ceremonias fúnebres, deben estar pautadas, mesuradas, temperadas, convertidas en un tipo de lenguaje convencional que todos puedan emplear y comprender31.

Los lamentos están sujetos a la misma lógica de codificación ritual que el resto de las acciones y gesticulaciones que tienen lugar durante las exequias. Entre la rica variedad de casos que ejemplifican la práctica de los lamentos rituales, conviene mencionar en primer lugar un pasaje extraído del Libro de los Ritos en donde Confucio, al enterarse de la muerte de un individuo llamado Bo Gao, se pregunta cuál es el lugar idóneo para emitir los lamentos teniendo en cuenta la naturaleza de su relación. Con el fin de resolver ese dilema ritual, Confucio brinda una lista completa de lugares en donde resulta apropiado lamentar la muerte de una persona en función del rango y el tipo de relación que los una: si el fallecido es un hermano, los lamentos deben tener lugar en el templo ancestral; si se trata de un amigo del padre, entonces el lugar correcto es el lado opuesto a la entrada principal de sus dependencias privadas; si el muerto era un tutor o maestro, los quejidos se emiten en el interior de su morada; y si es tan solo un conocido, los lamentos deben producirse en el exterior, en campo abierto32. Dependiendo de la condición social del fallecido, se estructura también la duración de los lamentos funerarios: nueve días en el caso de que el muerto sea el Hijo del Cielo, es decir, el monarca; siete jornadas, si se trata de un señor feudal; cinco días si el fallecido es un ministro; y tres días si era un simple oficial33. En el mismo sentido, resulta pertinente señalar el caso de Jing Jiang, una mujer que, tal y como afirma Confucio, puede ser considerada alguien que entendía los ritos, pues, tras la muerte de su esposo, profirió lamentos tan solo durante el día, mientras que cuando expiró su hijo, se limitó a hacerlo durante la noche34. Existen regulaciones que establecen con exactitud el momento y las condiciones en que los lamentos deben cesar o, incluso, las circunstancias bajo las cuales esos quejidos plañideros no deben tener lugar35. Así, por ejemplo, Confucio no duda en recriminar a su propio hijo, Bo Yu, al considerar que sus lamentos por la muerte de su madre han excedido el período establecido por la costumbre en esos casos36. En otro pasaje perteneciente al Libro de los Ritos, Confucio vuelve a expresar esta idea:

Un hombre del distrito de Bian había perdido a su madre y lamentaba su desaparición como si fuera un niño. Confucio dijo: «El dolor debe ser expresado con dolor, pero su ejemplo es difícil de seguir. El rito debe ser transmitido, debe ser continuado. Por esa razón, los lamentos y los demás gestos de luto deben estar regulados»37.

Los lamentos deben ser entendidos, pues, como un acto plenamente cultural, como un tipo de producto ritual refinado, como un elemento socialmente aceptable e integrado en el interior de una ceremonia estereotipada. El cuerpo humano no es tan solo una realidad física, sino que se presenta como un vector de fuerzas simbólicas que se expresan por medio de técnicas y procedimientos somáticos. En consonancia con esa óptica, más que como una manifestación espontánea de sentimientos instintivos, los lamentos deben ser interpretados, por decirlo de algún modo, como un signo o símbolo colectivo de ideas y emociones socializadas38. Incluso cuando solo conciernen a un individuo aislado, los lamentos no son concebidos circunscritos a la esfera privada, sino, más bien, como la expresión de un acto performativo completado con unos actores y una audiencia en el interior de un programa codificado de conductas estilizadas.

No obstante, el hecho de que alguien emita quejidos en el interior de un contexto social que le empuja a hacerlo de acuerdo con unas normas o códigos preestablecidos no significa que los lamentos proferidos con tal ocasión sean menos reales o legítimos. El estudio comparado de las prácticas funerarias confirma que el significado emocional es más una construcción cultural, un producto social, que una conquista estrictamente individual39. Al contrario de lo que se ha afirmado con frecuencia a partir del fundamento social de este tipo de conducta funeraria, los lamentos codificados que hallamos en muchas de las ceremonias fúnebres de la China antigua no implican necesariamente que esas expresiones de dolor sean insinceras. En un célebre pasaje contenido en el Libro de los Ritos, el propio Confucio, dotado como ya hemos visto de una gran habilidad para el escrutinio y desciframiento de los lamentos, y particularmente sensible a los sentimientos que palpitan tras ellos, experimenta una abundancia emocional genuina que se apodera de él durante la celebración de unas exequias:

Hallándose Confucio en el reino de Wei, tuvo ocasión de participar en el funeral de un oficial que le había brindado su hospitalidad en el pasado en nombre del soberano y, así, se presentó en su hogar y rompió a llorar con dolor. Al salir, Confucio ordenó a su discípulo Zigong que soltara un caballo de su carruaje y lo donara como obsequio. Entonces, Zigong dijo: «Jamás ordenó soltar uno de sus caballos en los entierros de ninguno de sus discípulos y ahora lo hace por un oficial que le brindó hospitalidad en el pasado. ¿Acaso no resulta desproporcionado?». Y el Maestro respondió: «Al entrar en su casa comencé a emitir lamentos, pero era tal la pena que allí encontré que rompí a llorar. No he querido que esas lágrimas no vayan seguidas de un obsequio en forma de ofrenda. Haz lo que te he dicho, hijo mío»40.

La fuerza del dolor y de la tristeza durante el sepelio es tal que Confucio deja escapar un mar de lágrimas (ti), lo cual, a su vez, le conduce a brindar un importante obsequio a la familia del fallecido. Al contrario de lo que sucede con los lamentos, susceptibles de ser codificados y prescritos normativamente, la irrupción de las lágrimas en esa escena parece sugerir cierta pérdida de control sobre uno mismo. Las emociones desatadas en el espacio fúnebre provocan una ruptura en Confucio, que pasa de una actitud tensa, controlada, a una efusión intemperada. Siguiendo las aportaciones de Helmuth Plessner, considero que con la irrupción del llanto, cuyo desencadenamiento requiere una capitulación interna, nuestra relación con el cuerpo se quiebra. Uno pierde el control sobre sus propias facultades y se muestra incapaz de expresarse en los términos habituales, puesto que, al tener que hacer frente a la emergencia de una emoción intensa, es empujado más allá de los límites de la normalidad cotidiana41. Lejos del eficiente control sobre los recursos corporales ínsito de los quejidos y lamentos codificados (e incluso de ciertas formas de llanto ritual42), las abundantes lágrimas derramadas por Confucio en esa coyuntura particular no son tanto el resultado de una acción voluntaria como el producto de una respuesta emocional incontrolada, espontánea. De hecho, cabe remitirse en este punto a otra anécdota perteneciente al Libro de los Ritos en donde el llanto de Confucio es de nuevo descrito por medio del término ti, lo cual conduce a pensar que no se trata de una respuesta intencional o premeditada, sino, más bien, de un súbito derramamiento de lágrimas. Aunque esa segunda anécdota no viene enmarcada en el interior de un contexto estrictamente funerario, mantiene con la muerte un vínculo innegable, pues describe un evento que atañe al enterramiento de los progenitores de Confucio. En dicha anécdota, algunos de sus discípulos informan al Maestro de que, a causa de unas lluvias torrenciales en la región, el túmulo de la sepultura de sus padres ha quedado destruido. El dolor que Confucio experimenta en ese momento provoca un arrebato emocional tan agudo que se siente incapaz de articular una respuesta, hasta el punto de que el resto de sus seguidores tienen que preguntarle hasta en tres ocasiones qué es lo que ha sucedido antes de que el Maestro acierte a proferir unas palabras. Superado por la aflicción, estremecido por la pena y sin consuelo, Confucio se ahoga en lágrimas (liu ti)43. El uso de la expresión liu ti, literalmente «caudal de lágrimas» en este pasaje puede ser interpretado como un signo revelador acerca de las emociones descontroladas que se apoderan de Confucio en ese momento, ya que la acción ritual es expresada a menudo en las fuentes textuales letradas por medio de metáforas referidas al uso de diques (fang) para el control del caudal de las aguas, analogías por medio de las cuales se pretende reflejar la capacidad que se atribuye al rito de contener y encauzar óptimamente el flujo copioso e intenso de las emociones44. Arrasado por la pesadumbre que provoca en él un llanto irrefrenable, la anécdota sobre lo acontecido con la sepultura de sus progenitores refleja hasta qué punto Confucio se ve incapaz de controlar las olas impulsivas de los sentimientos en ciertas circunstancias.

Pero regresemos a la escena en que Confucio dispone la donación generosa de un caballo tras derramar abundantes lágrimas. Es posible trazar un patrón paralelo, una suerte de estricta estructura especular, entre esa anécdota del Libro de los Ritos y la narración a propósito de la muerte de Lao Dan en el Zhuangzi. Ambos textos sugieren, en primer lugar, la idea de que las ceremonias luctuosas constituyen un contexto apropiado, incluso ideal, en donde enseñar y aprender. En ambas situaciones, un maestro ofrece una lección vital a un aprendiz que no había logrado comprender hasta entonces la actitud de su mentor. Más importante aún, en los dos relatos somos testigos de un abandono, por parte de las figuras de autoridad —en este caso dos maestros— de los patrones de comportamiento convencionales y esperados en el interior de un contexto ritual. Sin embargo, como veremos a continuación, esas rupturas, aunque concomitantes, no son idénticas. En el caso de la escena presidida por Confucio, la ofrenda de un objeto valioso a la familia del fallecido se enmarca en una tradición ceremonial que justifica esa clase de acción. Al contrario de lo que sucede en nuestra sociedad, en tales ocasiones las donaciones en forma de obsequios para el fallecido o sus familiares forman parte de las expectativas sociales que regulan las prácticas funerarias45. Desde ese punto de vista, las exequias en la China antigua están más próximas a nuestras ceremonias de enlace matrimonial en donde, motivado por el coste del evento y en función de la relación que nos une a la pareja, los participantes tienden a contribuir en grados diversos con regalos y otras atenciones. Con todo, el obsequio que Confucio ofrece provoca la sorpresa y hasta la indignación velada de su discípulo Zigong. Hasta donde alcanza la razón del discípulo, resulta difícil comprender por qué motivo su maestro ha decidido ofrecer semejante obsequio a una persona casi desconocida cuando se negó a hacer lo propio tras la muerte de algunos de sus discípulos más próximos y apreciados. El enfado razonable de Zigong responde, pues, a la excesiva disparidad entre el valor de la ofrenda y el débil vínculo personal que une a Confucio con el difunto. Sin embargo, con ese gesto, Confucio no solo parece querer recompensar la autenticidad de las lágrimas derramadas y de las emociones liberadas durante el funeral, sino también brindar, por medio de un ejemplo específico, las condiciones y cualidades de lo que, a sus ojos al menos, se presenta como una acción ritual perfecta. Para Confucio, la acción ritual es, ante todo, una respuesta que respeta las normas ceremoniales y cuya esencia se halla en la emanación de sentimientos espontáneos y sinceros que se desprenden de unas circunstancias particulares. En otras palabras, la acción ritual óptima combina la dosificación de elementos naturales y artificiales, exige la gestión de un delicado principio de equilibrio entre codificación e improvisación46.

Lejos de ser concebida como sumisión o adhesión ciega a un compendio de reglas protocolarias que deben ser observadas con escrúpulo, la acción ritual a la cual Confucio apunta como horizonte ideal estaría compuesta simultáneamente por una dimensión convencional, ligada al respeto por las fórmulas de etiqueta sancionadas por la costumbre, y una dimensión espontánea, basada en la sinceridad de las emociones. A mi entender, la anécdota extraída del Libro de los Ritos a propósito de las lágrimas derramadas por Confucio durante las exequias del oficial refleja la tensión que puede detectarse en el seno mismo de la escuela letrada entre la rigidez de los patrones de conducta codificados, encarnados en los reproches de Zigong, y la naturalidad del gesto derivado de la intensidad de las emociones, representada en la actitud genuina, no calculada, del Maestro. No obstante, además de subrayar esa tensión interna, el relato también la resuelve, ya que el comportamiento de Confucio le permite mostrarse respetuoso con la tradición (su obsequio es consistente con los usos funerarios vigentes en su época) y, al mismo tiempo, responder con fidelidad a la intensidad y sinceridad de los sentimientos que afloran en su fuero interno.

Si Confucio trasciende en esa ocasión particular la lógica de la correspondencia, de la proporción y del cálculo, esencial en los intercambios litúrgicos, lo hace precisamente con la intención de proteger la dimensión espontánea del rito; sus gestos, movidos e impulsados por la emoción sincera expresada en el duelo, sugieren una ruptura de las expectativas por medio del exceso. Al contrario, en el relato de la muerte de Lao Dan del Zhuangzi, Qin Shi rompe con las expectativas rituales de su camarada, y del lector, debido a la indigencia inaudita de su gesto durante la presentación de condolencias en el velatorio. De algún modo, a través de la actitud insólita de Qin Shi durante las exequias de Lao Dan, el Zhuangzi despliega una doble crítica a la concepción letrada del rito. Por un lado, la dimensión formal de los responsos, exuberantes en sus manifestaciones externas, se ve reducida a su mínima expresión; y, por otro lado, en perfecta sintonía con esa escasez gestual, todo parece indicar que, en contraste con la efusión exaltada que los funerales provocan en la sensibilidad hipertrofiada de Confucio, los sentimientos que el deceso de su colega Lao Dan despiertan en Qin Shi son más bien exiguos. El ideal de la acción ritual confuciana, concebida como una combinación armoniosa de rutina y emoción, aparece devaluada en la anécdota del Zhuangzi en favor de un modo alternativo y radical de entender y, más importante aún, de experimentar la muerte.

Risas y cantos frente al cadáver

En lugar de la serie de postraciones, brincos, plañidos, lamentos y otros gestos codificados que, como hemos comprobado, la tradición ritual impone en esas circunstancias luctuosas a los participantes en las diversas etapas, Qin Shi se limita a emitir tres sucintos gemidos y abandona abruptamente el espacio fúnebre. El término empleado en la anécdota del Zhuangzi para designar esos gemidos es hao, que denota un sonido quejoso sin derramamiento de lágrimas. Ante semejante laconismo expresivo, incomprensible para alguien a quien se supone una relación de intimidad con el fallecido, el acompañante de Qin Shi no puede sino proclamar su sorpresa y lanzarle un interrogante que pone en cuestión la naturaleza de su simpatía para con el difunto. Tras confirmar su relación de amistad con Lao Dan, Qin Shi brinda una respuesta que nos permite comprender mejor los motivos de esa actitud fúnebre extravagante.