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José María Ripalda

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 ¿Queda algo de la subjetividad rebelde que protagonizó las revoluciones burguesas y proletarias? ¿Tiene sentido seguir invocando su filosofía? ¿O es esta la que nos denuncia por hacer de un pasado real nuestro presente ficticio? Filosofía en tiempo de descuento o de Hegel a la velocidad de la luz traza una línea imaginaria entre un mundo que se movía a 5 kilómetros por hora, vivía en entornos reducidos o viajaba penosamente, y nosotros, que manejamos información no importa dónde y al momento, sin tener siquiera que movernos. De Hegel no nos separa la doctrina, sino la velocidad. Habrá que ser reales a la velocidad de la luz.

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Siglo XXI / Filosofía y pensamiento

José María Ripalda

Filosofía en tiempo de descuento

o de Hegel a la velocidad de la luz

¿Queda algo de la subjetividad rebelde que protagonizó las revoluciones burguesas y proletarias? ¿Tiene sentido seguir invocando su filosofía? ¿O es esta la que nos denuncia por hacer de un pasado real nuestro presente ficticio?

Filosofía en tiempo de descuento o de Hegel a la velocidad de la luz traza una línea imaginaria entre un mundo que se movía a 5 kilómetros por hora, vivía en entornos reducidos o viajaba penosamente, y nosotros, que manejamos información no importa dónde y al momento, sin tener siquiera que movernos. De Hegel no nos separa la doctrina, sino la velocidad. Habrá que ser reales a la velocidad de la luz.

José María Ripalda es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid (1972). Amplió sus estudios entre 1968 y 1974 en Münster, Bochum y Berlín, y, en 1975-1976, impartió clases sobre Hegel en la Freie Universität. Desde 1987 ha sido catedrático de Historia de la Filosofía Moderna en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Especialista en filosofía alemana, ha traducido a G. W. F. Hegel, K. Marx y H. Broch. Es autor, entre otras obras, de La nación dividida. Raíces de un pensador burgués: G. W. F. Hegel (1978), Fin del Clasicismo. A vueltas con Hegel (1992), De Angelis. Filosofía, mercado y postmodernidad (1996), Políticas postmodernas. Crónicas desde la zona oscura (1999) y Los límites de la dialéctica (2005).

En Siglo XXI de España ha publicado Umbral de época. De Ilustración, románticas e idealistas (2021).

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© José María Ripalda, 2022

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2022

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-2046-0

ESTADO DE LA CUESTIÓN:LA FILOSOFÍA DESARBOLADA

Filosofía en tiempo de descuento traza una línea imaginaria entre un mundo que se movía a 5 kilómetros por hora, vivía en entornos reducidos y viajaba penosamente, y por la otra parte nosotros, que manejamos información de cualquier sitio instantá­neamente, sin tener siquiera que movernos: dos mundos sin contacto recíproco.

El mundo actual se halla sometido a presión aceleradora. Bajo el urgente Deber de acumulación universal el «consumo» individual es en realidad «pro-sumo»: cuando el simple hecho de usar el móvil le genera beneficio a alguna Big Tech, es que el consumo se ha convertido él mismo en «pro-ducción». Jonás es el vientre de la ballena. También por eso nos debe de ser más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

¿Dónde ha quedado el «deber» ético kantiano? ¿En la subje­tividad ya desaparecida del mundo pasado?

Tiempo atrás, el libro constituyó el paradigma del saber –Libro de la Naturaleza, Biblia (bíblos), liber scriptus proferetur…–; ahora se banaliza en su multiplicación, reduce tanto su tamaño como sus pretensiones y tampoco consentimos que otros las tengan con «mi» tiempo (por el que agradecen en la televisión anglosajona). El espacio se agranda y dispersa, se come el tiempo. La vida es rápida, instantánea, hay que compaginar muchos inputs (y outputs), el máximo de ellos posible.

Escribimos rápido, casi incorpóreamente, no con engorrosa y lenta plumilla, entre borrones y finos raspados a cuchilla (como Hegel), ni siquiera con torpes teclados mecánicos (Nietzsche, el primer filósofo en usarlos), o enviamos mensajes de voz a miles de kilómetros. La comunicación es instantánea y en movimiento. La conversación fue el entretenimiento de las horas sin luz natural de grupos pequeños compartimentados social y geográficamente. Se escribían muchas cartas, ahora muchos mensajes de texto en sus varias «moda»-lidades; videos, iconos, rótulos, likes, un par de memes dispensan del trabajo de redacción. Como diría Paul Virilio, de Hegel no nos separa la doctrina, sino la velocidad…

… y el desastre. Este librito propone un pequeño intento de recordar con la ayuda protectora del, por lo demás, inevitable olvido. En algunas esquinas –o no tan pocas ni insignificantes– aún ni se ha podido lavar la sangre de las calles y la mugre de las casas. Y sangre y mugre siguen derramándose entre silencios y palabras hipócritas. Nos ahogamos en nuestra aceleración compulsiva y a veces barruntamos que algo se nos queda atrás en nuestra fuga –a fin de cuentas, olvido querido y encubridor– hacia el futuro vacío. Evitamos mirar a nuestros pies de barro, cuando el mundo se ha puesto a temblar bajo ellos y piezas y pisos enteros empiezan a desmoronarse al parecer repentinamente.

De hecho el mundo que conocemos se había derrumbado en el siglo XX, pero aún nos resistíamos a reconocerlo, cuando sus ruinas se están perdiendo en la arena y aun dudamos ya de tener territorio alguno de referencia. O invocamos calendarios huecos de fiestas patronales y vacaciones en la casa del pueblo… o a mi­les de kilómetros en paraísos lejanos sin tiempo. Pero aún más arcaico y desolado me parece el nuevo calendario edificante, que un día nos recuerda la leucemia, otro el medio ambiente, otro la menstruación, sin ni siquiera la truculenta conmemoración de un martirio o de una virgen milagrosa con que el nacionalcatolicismo cubría sus vacías paredes, como antaño los tapices los desnudos muros de los palacios. En medio de la desorientación trato de contrastar, de fijar en algún vestigio lo que éramos y aún somos; en realidad ¿no nos estará empujando por la espalda?

Como al trasluz del trauma soterrado en un historial clínico me aparecen las huellas de una juventud ilusionada de hace entre dos y tres siglos –la de las revoluciones burguesas–. Se puede decir que aquella juventud fracasó estrepitosamente, como la de hace un siglo o quizá, ¿verdad?, la de revueltas aún recientes y cercanas. Ahora valen de poco nuestros nimios esfuerzos por frenar la cruel, alocada corriente en que se convirtió el «Progreso» ilustrado. Y bajo «la industria» apenas queda el rescoldo de un deseo de la alta cultura alguna vez prometida para todos. Recuerdo mi lejana ansia por ella en la España que la había erradicado a manos de militares, obispos y terratenientes. Al cabo de aquella época de extrema, asfixiante violencia para los ya pocos que quedamos de ella, lo inerte son las instituciones culturales mismas. Peor aún, ellas filtran los formatos, no toleran actores nuevos, aguan el vino y desparraman el silencio o claman con los significantes vacíos que controlan.

Los grandes altavoces son lo que cuenta. Ellos proclaman con su ruido que ya no nos pertenece el tiempo, que tal vez ni existimos más que en fragmentos de consumo y quizás afecto; ni siquiera tenemos la impresión de que seamos nosotros quienes los determinan. Pero sobre-vivimos en el torbellino general como esos pequeños lapsos una y otra vez renovados, una imprevisible multitud, sospechosa, imputable, a la que se pertenece por propia culpa, por no haber sido capaz de integrarse en la normalidad inocente, por asediarla desde el otro lado de una alambrada que no es tal, aunque exista. El infierno tiene círculos, el penúltimo en alguna isla griega; sí, de aquella Grecia cuya cultura se apropiaron nuestras elites a su mayor gloria. Ya no se necesitan semejantes prestigios, el mundo va a cara de perro y guerra sin ley o con ella.

I. FILOSOFÍA EN TIEMPO DE DESCUENTO

¡Cuánta energía hace falta, cuántainercia, ociosidad, atención, distracción, hasta acabar lo encomendado!

Blanchot

Blanchot me recuerda el paseo del flâneur moderno con su distinguido ennui, su individualidad poderosa, su disponibilidad al futuro. Pero ese impulso bien puede albergar ahora un sesgo de perplejidad ante la mundialización inabarcable que desfonda el tan proclamado privilegio individual y lo somete al caos de contingencias enormes, a deberes irreductibles, inescrutables. Fredric Jameson[1] ha leído en la casa que en 1978 reformó Frank Gehry para su mujer el «pensamiento material» de esa tensión insoluble. Yo leo en el Guggenheim construido veinte años más tarde por el mismo Gehry para el Gobierno vasco la proclamación arquitectónica de esa tensión como constitutiva del futuro de la ciudad.

Proclamación ambigua, herencia de un reciente pasado metropolitano, propaganda-promesa de una integración más bien ficticia –¿«moderna» a destiempo?– en la (ya) eternidad del capital[2].

Ahora la metrópoli integra el Tercer Mundo como su cien pies caótico, orientado a una implacable precariedad. Es importante para la seguridad colectiva que no haya reservas libres de saber, de competencia, de origen, en una palabra: de tiempo propio; que el tiempo sea el de la burocracia, el consumo, el trabajo, esto último no tan claro, pues hay trabajo/no trabajo, como hay, dicen, banco/no banco. Los botellones son protesta. Y hay mucho proletario redundant, angelical adjetivo anglosajón que encubre la culpabilización de quien no alcanza el nivel burocrático de trabajador.

Figura 1. Museo Guggenheim Bilbao (fachada norte).

Parar un momento… ¿será ya un acto de soberanía?; un acto mínimo, casi el único posible frente a la compulsión de consumir sin descanso, más aún, aceleradamente, porque eso es lo más productivo (para Facebook, Instagram, YouTube, Linkedin, Microsoft, Amazon…). Nuestro tiempo propio es el de la reproduc­ción ampliada del capital, incluso por encima de nuestras posibilidades personales y sociales, es decir endeudándonos, a la vez que las masas nos empobrecemos, incluso nos jibarizamos psíquicamente (Del Amo, et al., 2014). El pinchazo de una vacuna puede resultar así un atentado contra el último reducto de una subjetividad inexistente (?).

¿Filosofía? Siempre ha sido una dedicación noble, según Aristóteles, adecuada para un propietario de tierras con desahogo económico suficiente como para poder contratar un administrador. En su destino más noble, el filósofo puede ser odiado como el mismo Aristóteles en Atenas, ser tenido por el mayor peligro, verse obligado a huir, esconderse, ser quemado en la hoguera. Actualmente, la filosofía se exhibe y hasta es un estimado oficio académico, que suministra recursos retóricos a las instituciones, aduciendo pálidas holografías del pasado como realidades contemporáneas.

Y es que tradicionalmente la filosofía se ha entendido como el pensamiento de lo intemporal en lo presente, como aquello que nos eleva en nuestra limitada condición mortal precisamente a lo que esta condición caduca encierra de ilimitado y duradero… ¿en qué tiempo? ¿No es la velocidad de escape a la gravedad de los hechos una aspiración posposmoderna? Quizá la filosofía se podría seguir entendiendo, con menos resonancias teologales, como un modo de darse tiempo haciendo sentido de lo que ocurre, conteniendo en el pensamiento la prisa de la significación o la urgencia del significado sobrevenido.

Entonces podría entenderse también como una (precaria) des­velación de la mentira que domina nuestras vidas y de la que la misma filosofía ha sido, y sigue siendo, cómplice. Ciertamente, hay operaciones teóricas y prácticas que llevan por extensión el nombre de filosofía, aunque a lo sumo la flanquean, como serían comisiones de ética o protocolos de lógica matemática. Además, hay filósofos «de servicio»; la institución universitaria suministra los puentes para ese tránsito. Incluso se está imponiendo el uso anglosajón de philosophy en el sentido de la mera estrategia de una empresa o de una institución (se supone que a largo plazo). Pero pese a esta catacresis destructiva, que indica lo amenazada que está la filosofía –¿ahora o siempre?–, apenas habrá consumidor experto que no reconozca en el clásico De consolatione philosophiae de Boecio uno de los más refinados y sublimes manuales de autoayuda, precisamente en el sentido clásico de elevación. Claro que la mentira es más consoladora que la verdad; pero esto no hace sino confirmar la plausibilidad del uso tradicional de «filosofía» en la sociedad de consumo, descubriendo a la vez su lado siniestro: esa dimensión vertical, superior, tranquilizadora, también cómplice de lo establecido sangrientamente.

Desde la Edad Media europea la filosofía se ha expresado en lenguas muertas de uso superior –aún lo era también el torpe francés de Leibniz en la Alemania de 1700–; ha filtrado escandalosamente lo táctil, sensible, singular, y escamoteado los horrores de lo sometido y lo cotidiano. En realidad, se ha construido sobre la falsilla de la teología cristiana, única en su grandiosidad según Max Weber entre las grandes religiones.

En los dos últimos siglos parecía que la antigua ancilla theologiae, estaba siendo suplantada laicamente, con máxima depuración, en la Ciencia de la Lógica hegeliana o las Ideen de Husserl. Pero de hecho en la postguerra alemana de la Segunda Guerra Mundial filosofía y teología funcionaron durante varios decenios como una restauración simultánea que borraba sus respectivas fronteras e incluso podía sugerir la (imposible) vuelta a ciento cincuenta años atrás: terapia universitaria para una memoria traumatizada. Esta fusión sigue funcionando discretamente con las religiones del mundo ahora como una forma rentable de establecer puentes culturales en el mercado mundial, incluso de renovar la oferta cultural mundializada.

«Filosofía pura» se decía también en los años setenta del siglo pasado desde la Universidad Complutense de Madrid tratando de salvar en un aggiornamento husserliano la caduca escolástica del Nacional-Catolicismo, tenazmente caracterizado por mi inolvidable maestro el jesuita Alfonso Álvarez-Bolado. Sí, la filosofía como Ciudad Celeste descendiendo sobre la Tierra entre masivas volutas de Olivier Messiaen al órgano. Y sin embargo, quien no se retranque en una vieja academia flanqueada por el formalismo lógico, el positivismo filológico, el ceremonial iniciático de las tesis doctorales, se encontrará en la filosofía con un enigma: el de una capacidad sintomática, casi expresiva, que ha unido a la filosofía con el destino de momentos y situaciones históricas. O la bloquea, como es el caso en la antigua «periferia» colonial de Europa… ¿o en España, por ejemplo? Esa capacidad sintomática fue desde luego el caso de Kierkegaard y Nietzsche, incluso el de Hegel y Heidegger.

La filosofía pudiera resultar así –al menos desde Platón– en una cierta cercanía con la novela y aun con la poesía como una especie de subgénero literario sui generis, afectado por análogos límites temporales y de clase, idioma, geopolítica. Solo que precisamente la ficción literaria puede ser más real (wirklich en la terminología hegeliana) que la realidad (Realität, es decir: el «es lo que hay»). En toda América, por ejemplo, y pese a un poderoso aparato académico, «la literatura» le roba el protagonismo a la filosofía y cumple sus funciones. Pero ambas, literatura y filosofía, se caracterizan a fin de cuentas por dar tiempo propio en el goce imaginario de la escritura. Porque el fluir fugaz de la lengua puede cobrar figura solo si se le ponen trabas, angosturas, cauces por artificiales que sean como la rima y el ritmo o el juego de asociaciones y sugerencias, o… el filtrado conceptual de los significados. El trabajo de la escritura, sus condensaciones y cortes, sus escansiones, revueltas, disipaciones son lo que constituye texto. «Juego de una ocupación libre desprovista de todo interés inmediato y de toda utilidad, esencialmente superficial y que sin embargo por este movimiento de superficie es capaz de absorber todo el ser», dijo Blanchot (2005, 26) del relato. Como perderse un tiempo por el monte o el mar sin más que los bienes básicos del agua, las nubes, viento, tierra, la vida, el propio cuerpo, la solidaridad directa.

La filosofía ¿no «juega» a lo básico? E incluso este juego ¿puede jugarlo sola? En el fondo ¿no ha necesitado siempre del apoyo de la teología? Walter Benjamin imaginó a esta como el enano que manipulaba oculto los resortes de un supuesto autómata ajedrecista. Ese apoyo no puede ser visto ya sino como un truco. El soberbio aislamiento de la filosofía pierde plausibilidad ante un mundo descolonizado –o, mejor dicho, descolonizable– de escrituras e idiomas que la solicitan y cuestionan sin más justificaciones.

Difícil confiar a un despliegue lineal la enrevesada historia de este trabajo, de este juego a través de idiomas y tiempos, si no es recurriendo a prestigios ideológicos, más evidentes y construidos en el caso de la filosofía. Las doctrinas filosóficas constituyen un bastión minado por la misma lengua que lo construye; ella las sustenta, a la vez que no tolera su reclusión. Es más, toda palabra está dada para ser repetida, es decir alterada, contra su fijación burocrática, paralizante, opresiva. Razón de más, quizá, para no cargar a la filosofía con la responsabilidad doctrinal de la polis según quería el utopismo platónico. Como ha dicho Jacques Derrida[3],la filosofía no es el único espacio de pensamiento «ni el más determinante, por ejemplo, para la política». También Alain Badiou ha afirmado «que la política como tal es un lugar de pensamiento independiente de la filosofía». Más aún, que es fundamental «descoser» filosofía y política por el bien de ambas[4]. Y lo dijeron por algo, porque en esa postguerra francesa la filosofía se había arrogado la tarea de proseguir la Libération contra la resurgencia de los restos de Vichy. Prepotencia e impotencia a la vez de la filosofía.

Hablando un poco irónicamente, rodeado como estoy de predicadores filosóficos de la política, el lugar de la filosofía en la polis no me parece ser el ayuntamiento, sino más bien los parques y jardines. Hace vivible la ciudad, pero ni la dirige ni la constituye. Eso sí, su ausencia es un signo de desgracia, como muestran los cuatro siglos de la historia de España desde el padre Suárez, último gran filósofo (y en latín) del catolicismo imperial.

Todavía recuerdo la obsesión de consistorios franquistas por «aprovechar» todo espacio verde, como la alcaldía de Álvarez del Manzano en Madrid montando un antituberculoso en medio de los restos de la Dehesa de la Villa (que ya albergaba un reactor nuclear en previsión de una futura force de frappe) o, en Valencia, el intento –felizmente abortado– de convertir el viejo cauce del Turia en autopista urbana. «El negocio» odia el espacio «inútil», no ocupado y el tiempo supuestamente «libre» (de consumo pro-ductivo). Algo especular debe de tener el sublime aislamiento de la especulación filosófica precisamente cuando pretende servir de referencia autocentrada. ¿Espejo de un vacío solo supuestamente lleno cual idílica quinta burguesa? Sobre un suelo depauperado incluso la proliferación de facultades de Filosofía en la Universidad postfranquista ha venido a resultar un apaño.

El estado del arbolado urbano y de los parques, ruinoso o floreciente, dice directamente algo sobre la ciudad en cuestión. Hay parques que ocultan distribuidores gigantes de suministros o de tráfico, otros son enfáticamente intencionales por su carácter conmemorativo, a veces de alguna victoria, por ejemplo, contra la misma ciudad derrotada, así el Sacre Coeur coronando Montmartre, el palacio episcopal en Albi o, en Madrid, el Arco del Triunfo de Moncloa copiado de Mussolini. También por los parques pasan conducciones eléctricas, suministros de agua y ríos domesticados, con consecuencias a veces desastrosas; la decadencia de la potente subjetividad burguesa de que dio testimonio la filosofía de tres siglos ha degradado el parque filosófico a leve camuflaje de un alcantarillado de pago: la inmensa bibliografía de autoayuda y la filosofía que yo llamaría «de servicio». Quizás algunos momentos de la música «clásica» –también ella «comercial» antes y ahora– hagan presentir la magnitud de las pérdidas que arrastramos en nuestra fuga al infinito espacio instantáneo.

Los matices de la comparación podrían extenderse hasta el infinito, ya sin entrar en la destrucción programada del entorno por la ciudad. Pero toda esta exterioridad superficial de la metáfora que sitúa la filosofía yuxtapuesta a su propio entorno no acaba de explicar la relación de la filosofía con el afuera del que vive. Su mundo particular, a diferencia de la poesía, se cierra en su rigor conceptual, tan buscado como difícil y exigente, sugiriendo de algún modo esa exterioridad. Pero tal exterioridad es más bien un prejuicio inveterado, llevado un tiempo a lo que fue su expresión más moderna, más coherente por el Central Park de la filosofía: la «Filosofía primera». Los parques urbanos son ante todo restos nostálgicos de una carencia y destrucción de hábitats previos, dependen de condiciones climáticas y edafológicas que incluso pueden llegar a hacerlos imposibles, están privatizados en jardines por barrios y ciudades enteras, desde la autoayuda hasta las grandes religiones tradicionales. Y en el mundo hay enormes extensiones (anti-)urbanas para las que nada hay previsto sino una supervivencia provisional, mínima y precaria: en la inhabilitación masiva por inseguridad, pobreza y exclusión cultural no hay espacio para la filosofía.

La espontánea rebelión de masas en el parque Gezi de Estambul el 28 de marzo del 2013 saltó ante el proyecto «modernizador» de convertirlo en una gran superficie comercial e hizo tambalearse incluso al gobierno del premier Erdogan, actual presidente despótico de Turquía. Era la reacción de la gente que habitaba la ciudad contra quienes se han hecho su nicho ecológico en ella o fuera de ella. El parque y su plaza se salvaron a costa de una violenta represión con muertos y cientos de malheridos y de inculpados. ¿Será eso lo que ocurrió a la inglesa en mayo de 2015, cuando la city londinense se llenó de jóvenes indignados al día siguiente de que David Cameron ganara sus últimas elecciones? ¿O a la norteamericana en el movimiento Occupy Wall Street? ¿O en las constantes e inefectivas manifestaciones desde Moscú a Nueva York (pasando por Barcelona o Bilbao)? ¿O en la ostentosa exhibición de los privilegiados en la plaza de Colón –monumento del mal gusto tardofranquista– de Madrid?

Sí, espacios ciudadanos de reciente simbolismo insurreccional como la plaza Sintagma, la Puerta del Sol o la plaza Tahrir del Cairo[5] deberían convertirse mejor, ahora que se ha ajado su carisma, en lugar para grandes superficies comerciales y los espacios menores en aparcamientos o rotondas para el tráfico motorizado individual hacia ese vórtice. Recuperando un pasado inglés, se podría recluir a los indigentes en lugares de trabajo fuera de la ciudad, como lo son ya las cárceles privatizadas de los Estados Unidos. Los grandes templos del consumo individualizado van constituyéndose en medio de un caos urbano sin otro centro ni sustancia; este caos se convierte en única «naturaleza» y ni siquiera es ya preciso un centro arquitectónico ficticio, como fue el Bunker Hill en Los Ángeles, cuyo centro-sur cuenta con su propio monumento alternativo, una Bastilla posmoderna: las torres de la gran prisión central. Solo queda la alternativa de la «competitividad» y la «rentabilidad» que ya han iniciado destructivamente incluso viejas ciudades monumentales como Barcelona o Madrid. Sus habitantes nos damos por satisfechos con no sufrir la relegación urbana, si nos dejan pasear y consumir de vez en cuando por «el centro», de modo también que los turistas, y los exiliados de Seseña, puedan disfrutar en él de un paisaje «vivo». En la conjunción de instante y espacialización infinita de intensidades la ciudad deja de ser peatonal y pierde su referencia a centralidad alguna; hasta puede llegar a convertirse en un lugar de «exilio domiciliario» (Ravinovich, 2015, 329-343). E, insensibilizados como estamos con nuestra propia miseria y la barbarie frente al resto del mundo, desviamos la mirada ante la enloquecedora destrucción sistemática de la ciudad habitable en Palestina y ante la misma pérdida, por todo el mundo, de la tierra en que uno vive, es decir: de «territorio» (Arach, 2015, 255-266). Llega la era de las migraciones masivas y de las megalópolis, es decir, de las grandes ciudades informes acosadas por terreno desertizado. En cuanto al filósofo, o bien ofrece en el mercado bienes de consumo «superiores», o se dedica a reparar paraguas en la esquina de un barrio marginal (v. g. la universidad misma).

Ahora las protestas se repiten deslocalizada e intermitentemente en las autopistas francesas o explotan en un happening de supremacistas desposeídos al asalto del Capitolio. Imprevisibilidad, acefalia, alto nivel emocional concentrado en el instante, sin contenido común, sin expectativas de futuro. (Del Amo, et al., 2014) ¿No es esta también característica de la masiva votación con los pies desde los lugares de la guerra y la miseria? ¿No es contra ella como Trump alzaba su muro en Texas y Europa se protege criminalmente en el Mediterráneo?

No parece que haya un espacio para la filosofía. Ni basta ni hace falta una razón superior ante la comunidad dispersa del sufrimiento. Y también la filosofía como que se va restringiendo y agotando ante la intensa fragmentación del tiempo y la proliferación espacial de estímulos, una movilidad virtualmente ilimitada, lo mismo que las posibilidades de información, exigencia inmediata de conexión y productividad, desprecio por un pasado supuestamente superado, disgregación social, incluso angustia por el tiempo y ritmo requeridos para escapar a la marginación. Se me llama «ciudadano», cuando ni llego siquiera a súbdito, pues una vez que la disposición de las autoridades sobre mi vida es «democrática», es también indiscutible, absoluta. Obedece, pero piensa, decía Kant. Nos queda la filosofía. Pero, ¿es que obe­decer y pensar son posibles a la vez?

Se dispara la incapacidad de los individuos para asumir la amenaza cotidiana, el incremento de los ritmos exigidos, la inminente exposición y labilidad de los aspectos fundamentales del mismo día a día. Desde Myanmar a Honduras el tiempo de los políticos gorila no se ha acabado. Pero la brutalidad de los militares argentinos exterminando a los psicoanalistas lacanianos testimonió de un temor a la filosofía, que Francis Fukuyama aún trataría de conjurar historicistamente a comienzos de los años noventa. Solo diez años después de él otro antiguo funcionario, Boris Cyrulnik, esta vez finamente francés, ofrece a las clases medias francesas de comienzos del siglo XXI la perspectiva beata de una subjetividad up to date bajo el signo de un psicoanálisis sin las complejidades filosóficas de un Lacan o Derrida. Una versión «positiva» de lo que antes se llamó «autoayuda» –ahora se llama «desarrollo personal»– anima a «reconstruirse», «recuperarse», «reinventarse», «crecer» frente a las «dificultades». Un nuevo concepto brilla amablemente desde Bruselas entre las declaraciones del presidente Macron o el «Plan de Recuperación y Resiliencia» para España; sí, «resiliencia», todos –bancos, gobiernos, gentes de a pie y a caballo– unidos en un destino al fin glorioso, aunque difícil, que abordamos unidos. Resiliencia es «la capacidad de lograr el éxito, de vivir y desarrollarse positivamente de un modo aceptable en sociedad superando el stress o el riesgo de resultados negativos» (Pieiller, 2021, 3).

La universalidad racional que legitimaba al imperativo categórico se reduce así al supuesto common sense de una sociedad (o de su parte «significativa»). Naturalización de una presión quizás apenas soportable para los más, cuyos antecedentes no se examinan y cuyas posibles alternativas ni se consideran. Un rodillo psicológico normalizador sustituye ventajosamente a la filosofía (y abre un nuevo espacio de negocio).

Cierto, la filosofía ya se halla en su mayor parte institucionalizada como un coro angélico del saber en la universidad. Como tal tiene su burocracia, su gestualidad, sus normas de depuración y promoción, que a lo largo de trescientos años han funcionado crecientemente acompasadas dentro del orden burgués. Espacios nacionales le han dado su fuerza y su color, actualmente ajado y problematizado. Su funcionalidad política ha determinado el lugar público y las tareas que se le asignaban[6]. Tal combinación de trascendencia e integración ha encauzado sus posibilidades y actualmente le hace difícil su subsistencia.

«El pensamiento», antaño cultivado en las instituciones estatales, es ahora presa de una «industria», que constituye su espacio mundializado. Estadísticas universitarias globales orientan en un mercado cuantificado a profesionales e inversores; y prescinden de lo intangible y social que hace de una modestísima universidad al norte del Círculo Polar un bien tan imprescindible como pueda serlo una gran institución metropolitana. Se imponen el inglés como nueva koyné, la «rentabilidad» como criterio general y la limpieza de «adherencias» extraacadémicas. Claro que ¿cómo contabilizar esta cuenta de resultados? ¿Y qué son «adherencias» en una función de la reproduccción social?

A ambos lados del Atlántico la universidad pública había representado una falla en la compacta negrura de la segunda posguerra mundial. Su reconversión en institución estabilizadora, iniciada por Schelsky con la «Reformuniversität» de Bielefeld (1967) y culminada con la aplicación del Plan Bolonia, alcanzó a España a partir de los años noventa. Aquí se había producido ya una proliferación de las facultades de Filosofía con el manifiesto propósito de diluir el dominio doctrinal del nacional-catolicismo, pero manteniendo la misma decrepitud de la institución. Solo lentamente ha ido cobrando procedimientos comparables a los de otros órganos del Estado.

Precisamente el cambio a la universidad empresa pretendía reestructurar el disciplinamiento burgués de la inteligentsia, pues el Estado mismo redefinía sus límites con «La economía», recibiendo de ella la racionalidad que según Hegel manaba en el sentido inverso. De hecho la voluntad renovadora se confundió con el «ahorra-más» en gastos «superfluos». De modo que la reforma universitaria se produjo en medio de la penuria y la precarización, que han domesticado al personal docente e investigador.