Filosofía radical - Jürgen Habermas - E-Book

Filosofía radical E-Book

Jürgen Habermas

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Beschreibung

Este volumen agrupa varias entrevistas, entre las últimas concedidas por el filósofo alemán Herbert Marcuse antes de su muerte en 1979. El diálogo con autores e intelectuales europeos, de calados y proveniencias muy distintas, abre caminos para una clarificación histórica, teórica y política. Hablan sobre la trayectoria intelectual de Marcuse y sobre cuestiones candentes para todo pensamiento emancipador: la búsqueda de una nueva subjetividad política, la evolución de la izquierda, el significado del feminismo, el futuro de la sociedad postindustrial, las nuevas clases sociales, la crisis energética, el problema ecológico o el rol de la violencia en los procesos de transformación social. El libro, hoy en día, como señala el profesor Jordi Maiso en el nuevo prólogo que ha escrito para esta edición, nos brinda la capacidad de interpelarnos.

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Jürgen Habermas, Karl Popper, Ralf Dahrendorf y otros

FILOSOFÍA RADICAL

Conversaciones con Marcuse

Prefacio de Jordi Maiso

Serie Cla•De•Ma

Política

FILOSOFÍA RADICALConversaciones con Marcuse

Jürgen Habermas, Karl Popper, Ralf Dahrendorf y otros

Título del original alemán: Gespriiche mit Herbert Marcuse© Suhrkamp Verlag Frankfurt am Maim 1981

All rights reserved by and controlled throught Suhrkamp Verlag Berlin

© Del prefacio: Jordi Maiso

Traducción: Gustau Muñoz

Corrección: Rosa Herranz

Cubierta: Juan Pablo Venditti

Primera edición en Barcelona: octubre de 1980

Segunda edición: junio de 2018

Reservados todos los derechos de esta versión castellana de la obra.

© Editorial Gedisa, S.A.

Avda. del Tibidabo, 12, 3.º

08022 Barcelona (España)

Tel. 93 253 09 04

Correo electrónico: [email protected]

http://www.gedisa.com

Preimpresión:

Moelmo, SCP

eISBN: 978-84-9784-812-1

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, de esta versióncastellana de la obra.

Índice

Prefacio. La intempestiva actualidad de Herbert Marcuse Jordi Maiso

Teoría y política

Participantes: Herbert Marcuse, Jürgen Habermas, Heinz Lubasz y Tilman Spengler

Imágenes de la feminidad

Participantes: Herbert Marcuse, Silvia Bovenschen y Marianne Schuller

Las conversaciones de Salecina

Participantes: Herbert Marcuse, Erica Sherover, Berthold Rothschild y Theo Pinkus

Filosofía radical: la Escuela de Frankfurt

Participantes: Herbert Marcuse, Heinz Lubasz, Alfred Schmidt, Karl Popper, Ralf Dahrendorf y Rudi Dutschke

«Así es el progreso en la sociedad burguesa...»

Participantes: Herbert Marcuse y Hans Cristoph Buch

Nota editorial

Prefacio: La intempestiva actualidad de Herbert Marcuse

Jordi Maiso

«Lo que ha envejecido no es por esto falso.»

Herbert Marcuse

Herbert Marcuse es sin duda un icono del pensamiento crítico del siglo xx. La imagen del filósofo canoso y entrado en años rodeado por los estudiantes rebeldes en Berlín y París era elocuente y poderosa, y le hizo aparecer como padre espiritual de las revueltas de 1968. Pero ese brillo tuvo su reverso. Con el pasar de los años, su pensamiento fue injustamente identificado con un utopismo trasnochado del que buena parte de sus antiguos partidarios prefería distanciarse. De modo que conceptos que la lógica mediática había convertido en consignas –el gran rechazo, la tolerancia represiva, la sociedad unidimensional o la crítica del autoritarismo– quedaron atrás como cáscaras vacías, y no precisamente porque hubieran perdido su vigencia. Tratar a Marcuse como un autor demodé es tanto más inmerecido cuanto que en rigor fue su icono, no su pensamiento lo que estuvo «de moda». El propio Marcuse, en todo caso, se resistió a ser considerado el «gurú» del movimiento estudiantil que eclosionó hace hoy cincuenta años. Su pensamiento no aspiraba sino a quebrar el conformismo dominante en la Guerra Fría para formular una crítica de la sociedad de su tiempo que permitiera alumbrar nuevas formas de racionalidad y sensibilidad. En este sentido los movimientos de protesta surgidos a partir de los años sesenta supusieron la emergencia de un aliado inesperado. Frente a la deriva dogmática del marxismo y su fetichización de las fuerzas productivas, Marcuse saludó en estas movilizaciones la negativa a adaptarse a la gris cotidianeidad del trabajo y el consumo y la búsqueda de una nueva forma de vida. Mucho se ha hablado de su papel como mentor de esta joven generación, aunque es probable que para la gran mayoría Marcuse fuera una figura simbólica e influyente, pero menos leída y comprendida de lo que se supone a menudo. Muy posiblemente la Nueva Izquierda supuso más para Marcuse de lo que Marcuse supuso para la Nueva Izquierda. En 1968 había cumplido 70 años, y en principio parecía tener ya toda una obra a sus espaldas. Sin embargo, el diálogo con una generación politizada y vital le permitiría revitalizar su pensamiento en una atmósfera ajena a toda resignación, mediando distancias generacionales y dando lugar a procesos de aprendizaje que se revelarían fructíferos para ambas partes. Su influencia puede rastrearse en sus escritos desde finales de los sesenta y, por supuesto, también en el presente libro.

Filosofía radical. Conversaciones con Marcuse ha de entenderse en el marco de estas discusiones con la Nueva Izquierda. El libro fue originalmente publicado en alemán en 1978, apenas un año antes de la muerte del autor. Marcuse vivía entonces en Estados Unidos, donde había tenido que refugiarse cuatro décadas antes huyendo del nacional-socialismo. Aquí se encuentra con autores e intelectuales europeos, de calados y proveniencias muy distintas, que discuten con él en busca de clarificación histórica, teórica y política. Hablan sobre la trayectoria intelectual de Marcuse y sobre cuestiones candentes para todo pensamiento emancipador: la búsqueda de una nueva subjetividad política, la evolución de la izquierda, el significado del feminismo o el rol de la violencia en los procesos de transformación social. Y Marcuse se revela un conversador generoso y vivo, que en ningún modo rehúye la discusión. Su disposición al debate con interlocutores entre treinta y cincuenta años más jóvenes1 evidencia un interés por mediar mundos de experiencia distintos. Pues Marcuse se había socializado políticamente en la fallida revolución alemana y había conocido los turbulentos años de Weimar, el nazismo y el exilio, y eso había aguzado su mirada a las sociedades del capitalismo avanzado; sus interlocutores, en cambio, se habían politizado en las insuficientes democracias de los milagros económicos y la Guerra Fría. Para ellos el fascismo era una experiencia silenciada de la generación de los padres, y su comprensión de la dimensión crítica del pensamiento o de la urgencia de transformación social tenía un calado distinto. El punto de encuentro era el interés compartido por la emancipación, que siempre se declina en presente. Hoy, casi cuarenta años más tarde, cuando los participantes más jóvenes en estas conversaciones rebasan ampliamente la setentena y la mayoría de ellos han fallecido, la tarea de mediación histórica recae sobre el lector. Muchas de las inquietudes políticas que laten en estas conversaciones remiten a un mundo que ya no es el nuestro. Inevitablemente, el libro ha adquirido el carácter de un documento histórico de las discusiones de una intelectualidad radicalizada en la década que siguió a 1968. Y sin embargo, en su capacidad de interpelarnos, puede ser a su vez algo más.

El libro se compone de tres conversaciones de 1977, una serie de discusiones que tuvieron lugar en Salecina (Suiza) entre 1975 y 1977 y las entrevistas con distintos autores que componen un documental sobre la llamada «Escuela de Frankfurt», originalmente emitido por la BBC. El texto base de este documental, por otra parte, es quizá el que peor ha soportado el paso de los años, pues reproduce clichés e inexactitudes que la abundante literatura sobre la teoría crítica publicada desde entonces ha probado infundadas. Para tomar el pulso a las líneas maestras del pensamiento de Marcuse, la primera conversación sobre «Teoría y política» es sin duda fundamental. Su epicentro es el debate con Jürgen Habermas, con quien Marcuse llevaba discutiendo amistosamente más de una década. El texto ofrece una valiosa perspectiva de la fisonomía intelectual de Marcuse y de su vínculo con la teoría crítica frankfurtiana, que permite esclarecer malentendidos enormemente extendidos en su recepción. Y además recoge un interesante debate entre dos grandes del pensamiento del siglo xx, que permite marcar tanto las afinidades como las distancias con un Habermas que por entonces redactaba su Teoría de la acción comunicativa, obra que algunos han leído como una «superación» de la teoría crítica «clásica» –con la que el talante intelectual y político del propio Habermas tenía más bien poco en común–. De ahí que resulten elocuentes, ante todo, las divergencias. Especialmente las que afectan a los distintos modos de comprender el vínculo entre teoría y política. Pues, a la hora de reconstruir la trayectoria intelectual de Marcuse, Habermas piensa ante todo en autores y en tradiciones teóricas; Marcuse, en cambio, insiste en el vínculo decisivo entre teoría crítica y experiencia histórica. Para él, la teoría crítica no partía de lecturas filosóficas, sino de la experiencia bien real de la revolución malograda. La fallida revolución alemana de 1918-1919 daría lugar a un proceso de estabilización política que culminaría en el nacional-socialismo; su derrota militar en 1945 no produjo una verdadera ruptura, sino una nueva estabilización de las sociedades capitalistas. Esto marcaría la senda de la teoría. Pues solo quien logra hacerse cargo de las razones de ese fracaso puede no desistir en el intento de rastrear cómo se sedimenta en lo existente la huella de una posible liberación.

La experiencia del fracaso de la transformación social llevaría a Marcuse a una preocupación prioritaria por la subjetividad: primero en su intento juvenil de fusionar marxismo y existencialismo, más tarde –tras la toma del poder del fascismo– en el análisis del autoritarismo, finalmente a la reapropiación de los planteamientos del psicoanálisis freudiano. La inquietud que recorre su pensamiento hasta estas conversaciones es la tentativa de salvaguardar la posibilidad de emancipación cuando nada en el seno de las sociedades del capitalismo avanzado parecía alimentar aún la esperanza en una transformación sistémica. De ahí la centralidad de ocuparse de las «condiciones subjetivas para la transformación política y social» (p. 131), que nunca están dadas de modo definitivo, sino que dependen de las cambiantes constelaciones históricas. El decurso del siglo xx había mostrado que la constitución antropológica de las sociedades tardocapitalistas favorecía antes un comportamiento conformista y dócil con los abusos del poder que una subjetividad capaz de articular formas de oposición y crítica. Además de la crisis socio-ecológica de la naturaleza externa, Marcuse advierte que el capitalismo avanzado genera también lo que podríamos llamar una crisis de la «naturaleza interna»: lleva a una atrofia de la capacidad de placer y de goce, así como de las formas de solidaridad, pues en dicha sociedad toda gratificación queda supeditada al principio de rendimiento y a la lógica del consumo y la competencia, generando –en último término– individuos dóciles y domesticados para encajar en una realidad social que les degrada.

De ahí que, frente al incontestable imperativo de adaptación en las sociedades tardo-industriales, Marcuse cifrara las esperanzas en la articulación de un nuevo principio de realidad. En estas conversaciones remite repetidamente a la necesidad de una «transformación radical del sistema de las necesidades» y a la importancia de alumbrar un «nuevo ser humano», que para él constituía el contenido decisivo de toda transformación revolucionaria. Pues la transformación social no podía entenderse ya como mero progreso técnico o como una mejor distribución de la riqueza: debía comportar un cambio cualitativo de la vida social en su conjunto. Esto implicaba alumbrar nuevas formas de subjetividad más allá del sujeto de la propiedad y el autointerés que había sostenido al homo oeconomicus de la sociedad burguesa, pero también la búsqueda de una nueva sensibilidad cuyas energías había creído atisbar en torno a 1968. Frente al carácter destructivo del principio de rendimiento y el fetichismo de las fuerzas productivas, Marcuse quería redefinir la idea de vida buena – y hacerlo conforme al sustrato somático-libidinal de la vida humana, vinculado a una reivindicación del eros. Tal vez su visión de la fuerza emancipadora del placer resulte hoy demasiado depurada de ambivalencias, demasiado «racionalista». Pero en eso se apoyaba la dimensión utópica de su pensamiento, que recorre buena parte de estas conversaciones y de sus debates con la nueva izquierda.

En este sentido la conversación con Silvia Bovenschen y Marianne Schuller sobre el rol del feminismo en la transformación de la subjetividad resulta hoy tan elocuente como controvertida. Marcuse se había interesado muy pronto por los debates feministas surgidos a finales de los años sesenta, y los había incorporado a sus análisis del capitalismo. Ya entonces sus posiciones desataron fuertes polémicas, y ciertamente no están exentas de elementos discutibles –en este sentido la discusión recogida en el volumen es sumamente provechosa–. Lo que para él estaba en juego en el movimiento feminista no eran tanto las posiciones de victimización o privilegio de género, sino la transformación de las condiciones de vida y de las relaciones interhumanas. Marcuse no cuestiona el constructivismo de género ni minimiza el patriarcado, sino que busca cómo trascender las formas cosificadas de constitución social de la subjetividad. Ahí las cualidades tipificadas como «femeninas» tienen un rol importante. No se trata de cualidades «naturales» de las mujeres, sino que son producto de la historia de la civilización patriarcal, que ha excluido a las mujeres de la esfera productiva y las ha relegado al ámbito privado. De modo que, a la vez que la civilización patriarcal degrada lo «femenino», lo convierte en depositario de dimensiones de sensibilidad, sensualidad y receptividad que contienen el germen desde el que se podría articular una nueva relación con la naturaleza y con otras personas, otro tipo de sexualidad, nuevas formas de entender el trabajo y una crítica práctica de la agresividad, la violencia, la explotación y el principio de rendimiento. La cuestión es si lo que se ha constituido como social y culturalmente minusvalorado (lo «femenino») es capaz de rebasar su posición de subalternidad frente a los valores «masculinos» dominantes. En todo caso, Marcuse reconoce en estas cualidades «las huellas de un principio de realidad enfrentado al capitalista» (p. 102); en ellas late la promesa de una sociedad menos represiva, regida por el principio del eros.

No hay duda de que esta dimensión utópica del pensamiento de Marcuse no ha perdido su fuerza; pero queda por ver si está formulada en términos que sigan resultando hoy viables. La esperanza de Marcuse en una civilización no represiva, basada en una liberación del goce, tenía su anclaje en una fase del capitalismo marcada por la centralidad del poder estatal, la creciente organización de la vida según criterios industriales, la funcionalización social del tiempo libre como tiempo de consumo y el declive del papel social del individuo. Era la era del mundo administrado y la «automovilización total» fordista, con sus correlativas formas de personalidad. Hoy las formas de poder y dominación han cambiado, y la posición social de la subjetividad también. La idea de un eros liberado de toda represión superflua ya no está en relación antagónica con las formas de conducta que promueve el régimen neoliberal. La erotización de las relaciones laborales y sociales que Marcuse reclama en un pasaje de estas conversaciones, por ejemplo, ya no resulta impensable; en cierto modo ha tenido lugar, como puede apreciarse en las oficinas provistas de salas de juego para estimular la «creatividad» de sus empleados y en distintas formas hiper-sexualizadas de puesta en escena de la propia subjetividad. Y, sin embargo, estas dimensiones del «nuevo espíritu del capitalismo» no pueden entenderse más que como una burla de sus expectativas; no han llevado a la liberación del eros, sino a la imposibilidad de que éste pueda trascender el marco de socialización funcional vigente. El actual régimen socio-económico exige formas de libertad, de goce, de autonomía e iniciativa que han transformado la subjetividad, que movilizan nuevas formas de agencia y deseo, pero en ningún modo han cancelado la vigencia de la reivindicación de un nuevo principio de realidad.

Si cabe hacer valer la actualidad de Marcuse, no puede ser a costa de negar la distancia histórica que nos separa de él. Su afirmación de que las sociedades industriales han desarrollado unas capacidades técnicas que hacen posible instaurar aquí y ahora una sociedad por fin liberada de la miseria y con una reducción drástica del tiempo de trabajo choca con un presente asolado por problemas de sostenibilidad, bajas tasas de crecimiento y una crisis de la sociedad del trabajo que no anula el principio de inserción social a través del empleo, sino la existencia de quienes no pueden acceder a él. Hoy ya no se podría afirmar que el capitalismo brinde la promesa de una sociedad liberada de la miseria, la tristeza y el miedo (p. 137); el miedo parece ser más bien un vector fundamental de la vida social, azuzado también por la informalización y la desregulación del sector laboral. De ahí que las protestas no aspiren ya a rechazar un mundo que se considera insoportable, degradante e injusto, sino a intentar salvaguardar la posibilidad de sobrevivir en él –hoy las protestas no se dirigen contra la industria nuclear, ni a la lucha por una nueva organización del trabajo, sino que demandan empleo, sanidad, y pensiones–. Cuando la capacidad de inclusión del capitalismo mundializado merma, resulta fácil perder de vista que la lucha por la emancipación no es una lucha por la supervivencia, sino una lucha por una vida que merezca ser vivida. En este sentido la «inactualidad» de Marcuse permite tomar el pulso a las transformaciones sociales de los últimos cincuenta años, que ponen de manifiesto la imperiosa vigencia de su llamada a una transformación cualitativa de las formas de sensibilidad, de organización y de vida. Lo que parece clausurado es toda expectativa de mejora sustantiva dentro de las condiciones del modo de vida actual.

La intempestiva actualidad de Marcuse reside en su peculiar fisonomía como intelectual crítico. En una carta dirigida a su amigo Adorno y redactada al calor de las protestas estudiantiles de finales de los sesenta, Marcuse constataba que el escenario de las revueltas no era «ni siquiera pre-revolucionario. Pero la situación es tan espantosa, tan sofocante y humillante, que la rebelión contra ella obliga a una reacción biológica, fisiológica: uno no puede soportarlo, se ahoga y tiene que buscar aire. Y este aire fresco [...] es el aire que nosotros (al menos yo) quisiéramos respirar un día». Tomarse en serio a Herbert Marcuse significa ser consciente de la distancia que nos separa de él sin abdicar del anhelo de poder respirar ese aire algún día. Pues ese anhelo le permitió no caer en la resignación ni en el voluntarismo, impulsándole a rastrear en la miseria de un presente que no admitía ilusiones las huellas que permiten apuntar a una vida mejor. Y nada resulta hoy más urgente que eso.

Abril de 2018

1. La única excepción, además de Karl R. Popper –que en rigor no fue un interlocutor de Marcuse, sino un entrevistado en el programa de la BBC que Heinz Lubasz realizó sobre la llamada «Escuela de Frankfurt» recogido en el libro–, es el escritor y librero suizo Theo Pinkus (1909-1991).

Teoría y política

Participantes: Herbert Marcuse, Jürgen Habermas, Heinz Lubasz y Tilman Spengler

I

Habermas.—Herbert, hace nueve años, con motivo de su 70 cumpleaños, reunimos un pequeño volumen de antihomenaje con participación de partidarios y críticos de Marcuse. Aquello se hizo en un contexto mucho más político que el actual. Por eso, hubo también tonos duros, como en cualquier controversia política. Me parece que, en general, el contexto actual, en comparación con aquél, es lamentable, pero puede que no ser tan incómodo a efectos de nuestra conversación: estivalmente distendidos podemos dar un paso atrás y...

Marcuse.—Quiero protestar.

Habermas.—Bien, bien.

Marcuse.—Sí, creo que no deberíamos persuadirnos de que hoy podemos prescindir de la política o que podemos situarla en una vía muerta hasta que volvamos a tener el humor o el tiempo para una conversación política.

Habermas.—Pienso que hoy vamos a tener una conversación política, una discusión de carácter político...

Marcuse.—Sí.

Habermas.—Pero una conversación política que no ha de estar determinada por las coordenadas inmediatas de tales o cuales luchas de fracción.

Marcuse.—Eso desde luego que no.

Habermas.—Esto tiene también una ventaja. Por ejemplo, tenemos tiempo para empezar con una pequeña retrospectiva biográfica. Luego me gustaría mucho que abordásemos dos o tres cuestiones filosófico-teoréticas para discutir, al final, en términos políticos estrictos. Usted sabe que siempre me ha interesado (quizás por coincidencias biográficas) su paso de Heidegger a Horkheimer, si es que puedo decirlo así. Permítame que comience con algunas preguntas relativas a su época de Friburgo, a los años posteriores a 1918 en general. Para empezar, en 1932 apareció su tesis doctoral sobre la ontología de Hegel, que es una investigación marcada hasta en su propio título por los planteamientos heideggerianos. En el mismo año, comentó usted en la revista Die Gesellschaft los textos, por entonces redescubiertos, de Marx sobre economía y filosofía, y un año después apareció en el Archiv für Sozialwissenschaft el artículo sobre los fundamentos filosóficos del concepto científico-económico de trabajo. Se trata de dos trabajos que hoy ciertamente seguiríamos considerando como marxistas. ¿Cómo pudieron conjugarse estas dos cosas?, el mundo de ideas heideggeriano y el marxismo.

Marcuse.—Creo que el paso de lo que usted llama el mundo de ideas heideggeriano al marxismo no fue un problema personal, sino un problema generacional. Fue decisivo el fracaso de la revolución alemana, que mis amigos y yo vivimos realmente ya en 1921 si no antes aún, con el asesinato de Karl y Rosa.2 Parecía que no había nada con lo que uno pudiese identificarse. Entonces vino Heidegger; en 1927 apareció Ser y tiempo. Por entonces, yo había finalizado mis primeros estudios, había hecho el doctorado en 1922, había trabajado una temporada en una librería de viejo y editorial de Berlín, pero seguía buscando. ¿Qué sucedió tras el fracaso de la revolución? Una cuestión que fue para nosotros completamente decisiva. La filosofía era entonces objeto importante de enseñanza, la escena académica estaba dominada por el neokantismo, por el neohegelianismo y, de pronto, apareció Ser y tiempo como una filosofía realmente concreta. Allí se hablaba del dasein, de la «existencia», del «hombre», de la «muerte», de la «angustia». Esto parecía que nos iba bien. Duró aproximadamente hasta 1932. Entonces nos dimos poco a poco cuenta —y hablo en plural porque realmente no fue sólo un proceso individual— de que esa concreción era bastante errónea. Lo que había hecho Heidegger era en lo esencial sustituir las categorías trascendentales de Husserl por sus propias categorías trascendentales, esto es, sublimar de nuevo conceptos aparentemente tan concretos como existencia o angustia en conceptos malamente abstractos. Durante todo este tiempo, yo ya había leído a Marx y seguí leyendo a Marx. Entonces vino la publicación de los Manuscritos económico-filosóficos. Aquello fue probablemente el vuelco. En ellos había en cierto sentido un nuevo Marx que era realmente concreto y que, al mismo tiempo, iba más allá del petrificado marxismo práctico y teorético de los partidos. A partir de ahí el problema de Heidegger versus Marx dejó de ser un problema para mí.

Habermas.—Dice usted que Heidegger apareció, a la publicación de Ser y tiempo, ofreciendo una filosofía concreta.

Marcuse.—Sí.

Habermas.—Sin embargo, cuando se examina a Heidegger a partir de un espectro de intereses marxista lo que parece, más bien, es que nos encontramos ante el desarrollo de un sistema conceptual trascendental o cuasitrascendental, precisamente fundamental-ontológico, para la condición de la historia, para la historicidad, pero no tanto para la comprensión de un proceso histórico material.

Marcuse.—Sí, en Heidegger. En el tratamiento de la historicidad se volatiliza la historia.

Habermas.—A pesar de todo usted se basó entonces en esa ontología fundamental e intentó también en estos escritos de juventud, en los Philosophischen Heften y luego en los dos artículos que hemos mencionado, servirse del marco ontológico de un modo tal que llegó a una formulación del trabajo enajenado y del trabajo no enajenado utilizando aquellos conceptos.

Marcuse.—Sí, pero eso ya no era Heidegger. Eso era una ontología que yo creí poder descubrir en el propio Marx.

Habermas.—¿Puede decirse que sus posiciones políticas básicas estuvieron fijadas desde 1918 y que los impulsos propiamente filosóficos sólo fueron integrándose paulatinamente con las concepciones políticas?, ¿o se trató más bien de un proceso dialéctico? Porque usted tuvo participación activa en el movimiento consejista, ¿no es cierto?

Marcuse.—Estuve implicado durante un breve período; fui miembro del consejo de soldados de Berlín-Reinickendorf en 1918 y me fui muy rápidamente de ese consejo de soldados cuando se llegó a elegir a antiguos oficiales para que formasen parte de él. Luego pertenecí muy poco tiempo al spd [Partido Socialdemócrata de Alemania, del alemán Sozialdemokratische Partei Deutschlands], pero también salí de aquí tras enero de 1919. Me parece que mi posición política en ese período estuvo fijada en el sentido de que, al margen de compromisos concretos, me oponía a la política del spd, es decir, era en este sentido revolucionaria.

Habermas.—¿Qué papel jugaron para usted el Lukács de Historia y conciencia de clase y el Korsch de Marxismo y filosofía? A ambos los conocería antes de Heidegger.

Marcuse.—A Lukács, es verdad, lo conocí y leí antes de Heidegger, y a Korsch me parece que también. Ambos son ejemplos de una consideración del marxismo que va más allá de una estrategia política y una fijación de objetivos políticos. En ambos hay lo que usted ha llamado ontología, que remite a un fundamento ontológico más o menos implícito en la obra de Marx.

Habermas.—¿Cómo llegó usted al Institut?

Marcuse.—Por casualidad. A través de Kurt Riezler, que era entonces secretario de la Universidad de Frankfurt y amigo de Horkheimer. Ya no me acuerdo de cómo conocí a Riezler, pero en todo caso fue él quien me puso en contacto con el Institut. Eso fue a finales de 1932. Él mismo era amigo de Heidegger.

Habermas.—Ah, eso no lo sabía.

Marcuse.—Sí, escribió un libro sobre Parménides que era completamente heideggeriano. En su persona y en su obra, fue el vínculo entre el Institut,por una parte, y Heidegger, por la otra. Fuera de él no había otra vinculación.

Habermas.—¿Conocía usted el Institut? ¿Qué sabía de él en 1932?

Marcuse.—En 1932 el Institutsólo había publicado el primer volumen de la Zeitschrift für Sozialforschung. Eso era lo único que yo sabía. Deseaba contactar urgentemente con elInstituta causa de la situación política. Estaba muy claro, a finales de 1932, que bajo el régimen nazi yo jamás podría obtener una cátedra. Y el Institutya había dado pasos en aquel entonces preparando el exilio, con la biblioteca, etcétera.

Habermas.—¿Se encontró usted entonces con Horkheimer?

Marcuse.—A finales de 1932 estuve en Frankfurt, pero sólo vi a Leo Löwenthal, no a Horkheimer, y Löwenthal jugó entonces, por así decirlo, un papel de mediación entre Horkheimer y yo.

Habermas.—Usted sólo llegó a conocer a Horkheimer...

Marcuse.—... creo que en Ginebra, en 1933.

Habermas.—¿No empezaron a colaborar antes de su llegada a Nueva York?

Marcuse.—No hubo una auténtica colaboración antes de Nueva York.

Habermas.—¿Puede decir cuál fue, en este ambiente realmente nuevo para usted desde el punto de vista teorético, el estímulo intelectual más fuerte para una reorientación y ulterior desarrollo de sus ideas?

Marcuse.—Sí. Primero: el debate aún considerablemente independiente acerca del marxismo, de la teoría marxiana. Segundo: el excelente análisis de la situación política. Por ejemplo, nadie dudaba en el Institutde que Hitler llegaría al poder y que, una vez hubiese llegado al poder, permanecería en él durante un período de tiempo imprevisible. Y tercero: el psicoanálisis. Ya antes había leído a Freud, pero mi ocupación sistemática con Freud sólo empezó en el Institut.

Habermas.—¿Qué papel jugaba Fromm en este contexto?

Marcuse.—Usted sabe, tal vez por propia experiencia, que la organización del Institutera en alguna medida jerárquica y autoritaria.

Habermas.—Eso lo puedo confirmar.

Marcuse.—Yo pertenecía entonces a un área marginal en el Instituty no era llamado a las importantes, a las grandes deliberaciones, por lo que sólo podía enterarme indirectamente de los acontecimientos internos. El verdadero motivo del alejamiento de Fromm del Institutfue la castración por su parte de la teoría freudiana, especialmente la revisión de la concepción freudiana de la estructura de los instintos. Si jugaron también cuestiones personales es algo sobre lo que únicamente puedo formular conjeturas; no lo sé.

Habermas.—Así, para usted Freud jugó en aquella época sólo un papel en el sentido de que aparecía como una posibilidad de que una psicología social marxista...

Marcuse.—... como una necesidad, aparecía como una necesidad. Lo que estaba detrás de todos aquellos trabajos era la realidad del fascismo. Y la realidad del fascismo debía ser explicada con los conceptos de la teoría de Marx, no con conceptos compuestos ad hoc, sino desarrollados a partir de la propia teoría marxiana. Y entonces, justamente, pareció que con el psicoanálisis se había descubierto todo un estrato profundo del comportamiento humano que tal vez podía dar una clave para responder a la pregunta de por qué se había fracasado en 1918-1919. ¿Por qué el potencial revolucionario de entonces, históricamente fuera de lo común, no sólo no se utilizó, sino que se echó a perder por décadas? ¿Por qué fue directamente aniquilado? El psicoanálisis, particularmente la metapsicología de Freud, parecía venir aquí a contribuir al esclarecimiento de las causas.

Lubasz.—Realmente, ¿por qué era el Instituttan reacio al revisionismo de Erich Fromm? Es decir, ¿por qué se supuso entonces que con la desviación respecto de una interpretación del psicoanálisis en términos de una estricta estructura instintiva iba a perderse algo?

Marcuse.—El punto central era y sigue siendo el contenido explosivo de la teoría freudiana de los instintos, esto es, no la reconversión, sino la reducción del psicoanálisis con vistas a la praxis sacrificando los impulsos decisivos de la teoría. En mi opinión, Fromm fue uno de los primeros en eliminar los elementos explosivos de la teoría freudiana.

Habermas.—Me gustaría mucho saber, caso de que no quiera ser retrospectivamente injusto con su contribución, el papel de Fromm incluso en la formación de la Teoría Crítica, tal como se desarrolló en Nueva York.