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Las ocasionales reflexiones de Jürgen Habermas sobre la cuestión de los refugiados e inmigrantes introducen una relevante perspectiva normativa capaz no sólo de iluminar este complejo y controvertido ámbito de nuestro globalizado mundo sino también de impugnar lugares comunes. En esta antología de textos, inédita en cualquier lengua, incluida la alemana, sus consideraciones tienen como objeto dos momentos diferentes del fenómeno migratorio: por un lado, versan sobre el deber moral, pero también jurídico, de admitir refugiados y migrantes; por otro, detallan las condiciones mínimas que debe satisfacer el proceso de integración de tales personas dentro de un Estado democrático. A sus 90 años, Jürgen Habermas sigue publicando activamente y sigue siendo uno de los pensadores europeos más leídos, estudiados e influyentes en el mundo. Sus libros, artículos y ensayos se cuentan por centenares, y ha sido ampliamente leído y traducido a más de 40 idiomas, entre ellos el inglés, el español, el catalán, el chino, el coreano, el portugués, el danés, el árabe, el francés, el húngaro, el italiano, el japonés, el noruego, el polaco o el sueco. Sus principales contribuciones abarcan los campos de la filosofía, la sociología, la teoría democrática, la filosofía del derecho, la filosofía de la religión y el análisis político-cultural del presente.
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Seitenzahl: 116
Veröffentlichungsjahr: 2022
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JÜRGEN HABERMAS
REFUGIADOS,MIGRANTESE INTEGRACIÓN
UNA BREVE ANTOLOGÍA
Edición de Juan Carlos Velasco
ESTUDIO PRELIMINAR: Habermas y el desafío de «la inclusión del otro», por Juan Carlos Velasco
EL DEBATE SOBRE EL ASILO POLÍTICO (1993)
LAFORTALEZAEUROPAY LA NUEVA ALEMANIA (1993)
LA AMPLIACIÓN DEL HORIZONTE. EUROPA Y SUS INMIGRANTES (2006)
LIDERAZGO Y «CULTURA RECTORA» (2010)
ANEXOS
Los derechos de asilo son derechos humanos (2015)
Ninguna musulmana está obligada a dar la mano al Sr. De Maizière (2017)
CRÉDITOS
JUAN CARLOS VELASCO
La dilatada biografía de Jürgen Habermas (nacido en Düsseldorf en 1929) dista mucho de ceñirse a la tópica imagen del profesor universitario enclaustrado en su torre de marfil y desconectado de las preocupaciones prácticas del mundo de la vida. Siempre se ha mostrado capaz de hacer indistintamente de filósofo académico y de intelectual público. Además de ser uno de los teóricos más reputados de la esfera pública, Habermas es un activista en ella. Está convencido de que «el compromiso público es […] la más importante tarea de la filosofía» (HABERMAS, 2009: 22). Entiende que una labor indeclinable del filósofo es proporcionar medios para que haya una relación entre teoría y praxis lo más directa y fluida posible.
Lo que hacemos nos define como individuo. En efecto, pero es propio del filósofo convertir ese hacer en objeto de reflexión. Siguiendo esa pauta, Habermas ha meditado largamente sobre el sentido de la figura del intelectual en el mundo de hoy. Su especificidad la cifra en un especial olfato para captar lo relevante entre la multiplicidad de acontecimientos que se suceden ante nuestros ojos (HABERMAS, 2009: 58). Tal descripción se ajusta bastante fielmente a su propia trayectoria personal: como pocos, ha sabido detectar los temas importantes, exponer interpretaciones fructíferas de los mismos, aportar una visión de largo plazo que contribuye a entender el presente y ampliar la panoplia de argumentos disponibles con el objeto de mejorar la calidad de los debates públicos (HABERMAS, 2006: 29). La reflexión abstracta siempre ha sido para él un modo de comprometerse con el mundo, no de evadirlo. Aunque ha producido una ingente cantidad de conocimientos para exclusivo consumo en espacios académicos, ha mostrado también un constante empeño en trasladar sus ideas a sus conciudadanos y nunca le ha faltado la maña necesaria para hacer oír su voz en las múltiples controversias en las que se ha involucrado. Para ello, eso sí, ha buscado ajustarse persistentemente a este criterio rector: sus competencias como intelectual «tienen que ver más con lo normativo de una perspectiva de mayor alcance que con aspectos pragmáticos de problemas inmediatos» (HABERMAS, 2009: 81). Este mismo criterio es el que, como se mostrará en las siguientes páginas, se percibe en sus diversas intervenciones sobre el controvertido asunto de la inmigración en las democracias liberales.
Antes de entrar en el contenido de tales intervenciones, es preciso hacer una sucinta aclaración. Ni los inmigrantes ni los refugiados se encuentran en el centro de la copiosa producción bibliográfica de Habermas1 pese al hecho, poco discutible, de que los movimientos migratorios a lo largo de la historia han sido el germen de grandes transformaciones sociales, tanto en los lugares de origen como de destino. Tal desinterés resulta especialmente insólito en un pensador como él, porque tanto la comprensión de tales fenómenos como su gestión política y social implican juicios normativos muy controvertidos en todas sus fases. Es cierto que esta negligencia, probablemente no deliberada, era bastante común entre filósofos e incluso entre filósofos políticos hasta hace bien poco. Sin duda, esto era así cuando Habermas inició su trayectoria pública allá por la década de 1950. Hoy, sin embargo, cuando las migraciones son una de las grandes cuestiones que definen y constituyen nuestro tiempo (CASTLES y MILLER, 2004), ese desinterés se ha vuelto del todo insostenible.
En materia de migraciones, la filosofía no se ha anticipado a los tiempos, sino que ha ido a remolque. Es más, «tras haber llegado tarde, continúa expulsando la migración fuera de su inventario, negándole al tema rango filosófico» (DI CESARE, 2019: 32). El tema no ha logrado pasar aún de la periferia al centro de la reflexión filosófica. No obstante, también es cierto que en los últimos años la mencionada negligencia ha sido en parte rectificada y, de hecho, el panorama ya no es el mismo desde hace al menos un par de décadas. Hoy contamos con toda una serie de distinguidos filósofos que, de manera sistemática y con todo rigor, afrontan los desafíos morales y políticos que plantean los desplazamientos masivos de personas a lo largo del planeta. En este sentido, cabe dar cuenta ya de al menos dos líneas de abordaje de la cuestión. Por un lado, se encontraría la vía anglosajona, una ética de la migración que ostenta una actitud práctica y con vocación fuertemente normativa, y cuya expresión probablemente más representativa sea la voz «Immigration» de la prestigiosa Stanford Encyclopedia of Philosophy, elaborada por Christopher H. Wellman. En esta línea de investigación, un lugar destacado lo ocupa Joseph Carens, dada su comprometida labor pionera. A la nómina habría que incluir nombres como el de Michael Walzer, David Miller, Matthew Gibney, Ayelet Shachar, Peter Higgins o Mathias Risse, que desde perspectivas dispares, incluso abiertamente contrapuestas, han defendido sus ideas al respecto. Por otro lado, se encontraría la vía continental europea, que ha puesto el énfasis en una política de la hospitalidad, una línea que ha sido perseguida de una manera más o menos nítida por autores sumamente heterogéneos, entre los que cabría citar a filósofos como Ermanno Vitale, Gabriel Bello, Étienne Balibar, Donatella di Cesare, Jacques Derrida, Giorgio Agamben, Roberto Esposito o Sandro Mezzadra2.
En las últimas décadas, las migraciones han dejado de ser, pues, un espacio filosóficamente deshabitado. La filosofía política ha comenzado a saldar el mencionado déficit, aunque para ello haya tenido que abandonar ese cómodo terreno de los principios generales de justicia en condiciones ideales en el que se movía hasta entonces (BADER, 2005). Las migraciones internacionales conforman un destacado ámbito de la realidad donde, en diálogo con las ciencias sociales, se puede tratar de verificar la solvencia y el alcance de planteamientos altamente teóricos sobre soberanía, justicia social, derechos humanos o moralidad pública con los que los filósofos políticos habitualmente andan ocupados. Un ámbito en donde examinar los límites normativos del orden institucional, sus contradicciones y tensiones internas, empezando por el régimen internacional de fronteras en su conjunto (MEZZADRA y NEILSON, 2014). Dicha esfera de realidad representa también un escenario idóneo para contrastar el grado de compromiso real de los Estados con los derechos humanos y la justicia (ESTÉVEZ, 2014). De ahí que las migraciones no sólo pongan en cuestión modelos políticos clásicos, sino que también planteen preguntas nuevas e incluso incómodas sobre el modo en que hoy en día tales procesos son gestionados.
Aunque, a diferencia de algunos de los filósofos nombrados anteriormente, la aproximación algo tardía de Habermas al tema es ciertamente mucho más puntual, ello no impide tildar de relevante la perspectiva normativa que sus consideraciones introducen. En principio, el posicionamiento de Habermas sobre estas cuestiones es más bien una reacción ante acontecimientos sobrevenidos. De hecho, su primera intervención destacada sobre la cuestión no tuvo lugar hasta después de la reunificación alemana, a comienzos de la década de 1990, justo cuando cientos de miles de refugiados llegaban a Alemania huyendo de las guerras que asolaban a la ex-Yugoslavia. Se originó entonces un amplio debate público sobre el derecho de asilo. El gobierno conservador de aquel momento defendió una política de acogida restrictiva con el argumento de que dicho derecho era objeto de abuso manifiesto y de que Alemania, pese a todas las evidencias de largos años de políticas activas de atracción de trabajadores extranjeros, no era un «país de inmigración». Junto a numerosos conciudadanos, Habermas no sólo se movilizó personalmente3, sino que se implicó a fondo en la intensa polémica que rodeó el proceso de reforma de la Ley Fundamental.
En la sustancial modificación de la regulación constitucional alemana del derecho de asilo —cuyos generosos márgenes habían sido perfilados en 1949 como una rectificación histórica de las emigraciones masivas provocadas por las persecuciones políticas y étnicas de la dictadura nacionalsocialista4— Habermas percibió un intento de detener sin más los flujos migratorios atendiendo exclusivamente a particulares razones de política interna. A partir de esa experiencia tomó conciencia de que la gestión política de las migraciones internacionales pone en un brete la pretensión de validez universal de los derechos humanos. Es más, en un contexto de creciente afluencia de refugiados y de extensión del fenómeno migratorio, procesos intensificados con la proliferación de conflictos bélicos y la agudización de las desigualdades entre el mundo desarrollado y el resto del planeta, en los países europeos más prósperos y pacíficos, y de un modo bien peculiar en Alemania, se hace patente «la tensión siempre latente entre ciudadanía e identidad nacional» (HABERMAS, 1998: 637). En ese contexto, Habermas considera indispensable incorporar una perspectiva normativa que sirva de contrapeso a las maniobras políticas cortoplacistas. Sus consideraciones, como se podrá apreciar, tienen como objeto dos aspectos diferentes del fenómeno: versan, en primer lugar, sobre el deber jurídico, pero también moral, de admitir refugiados y migrantes (a); atienden, en segundo lugar, a las condiciones que han de respetarse en el proceso de integración de tales personas dentro de un Estado democrático (b).
En «El derecho de asilo político» (1993), el primer texto relevante de Habermas sobre el tema, se encuentra ya una constante que guiará sus reflexiones: «Las cuestiones de asilo político e inmigración conforman un solo “paquete” [Junktim]» (en este mismo volumen, pp. 54 y 84). Nuestro autor hace uso aquí del término de origen latino iunctim, una cláusula jurisprudencial empleada para indicar la necesidad imperiosa de que diversos asuntos sean abordados conjuntamente en la medida en que su íntima conexión condiciona la posible resolución de cualquiera de ellos por separado. Esto tiene especial validez para el asunto de marras: no cabe disociar sin más el asilo político y la migración que huye de la pobreza y menos aún esgrimir dicha diferencia como coartada para eludir las obligaciones morales, y también jurídicas, contraídas por los países más prósperos —y él tiene en mente particularmente a los europeos— con los refugiados procedentes de las regiones empobrecidas del planeta. Es por eso que, en su opinión, el debate sobre el asilo político, tal como suele ser planteado, resulta bastante capcioso. Dado el grado de imbricación entre ambas formas de movilidad humana, los inmigrantes económicos no pueden ser excluidos sin más de los beneficios del derecho de asilo5.
En diversos textos redactados durante la década de 1990, Habermas desarrolló estas ideas y las armó con nuevos argumentos. En su opinión, no se puede reducir el derecho de asilo a lo dispuesto literalmente en el artículo 33 de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados aprobada en Ginebra, el 28 de julio de 1951. Conforme a dicho artículo, ningún Estado Parte podrá devolver o expulsar a persona alguna que huya de países «donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social o de sus opiniones políticas» (principio de non-refoulement). Sin embargo, las vidas de las personas pueden estar en peligro no sólo por persecuciones de carácter religioso, político o étnico, que son los casos explícitamente amparados por dicha Convención, cuya restrictiva literalidad está fuertemente marcada por el contexto histórico surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Dignos de igual protección son también aquellos «que quieren escapar de una existencia miserable en su propia patria» (HABERMAS, 1999: 220) y deambulan a la búsqueda de un lugar donde recalar6.
No obstante, y aunque en un momento dado la extensión de la figura del refugiado a los migrantes podría ser una opción plausible, dista mucho de constituir una solución integral. Es por ello que Habermas consideró que la controversia sobre la restricción del derecho de asilo había oscurecido la visión del verdadero problema: la necesidad de que la República Federal —y como ella también los demás países de la Unión Europea— se dote de una auténtica política migratoria que proporcione a quienes migran por distintos motivos otras opciones legales y seguras diferentes a las proporcionadas por el asilo político.
Para garantizar que las personas puedan encontrar en este mundo un lugar seguro donde desarrollar su proyecto de vida existen razones jurídicas y políticas de peso, pero sobre todo hay buenas razones morales: «El punto de vista moral nos obliga a enjuiciar este problema imparcialmente, es decir, no unilateralmente desde la perspectiva del habitante de una región opulenta, sino también desde el punto de vista de un inmigrante que busca en ella su salvación, o digámoslo de otro modo: una existencia libre y digna del hombre y no sólo asilo político» (HABERMAS, 1998: 640). Si esto es así, entonces resultan poco defendibles las manifestaciones cada vez más exasperantes de chovinismo del bienestar, tras cuya barrera se atrincheran posiciones nacional-populistas radicalmente insolidarias, que consideran legítimo restringir la entrada de extranjeros y reservar los recursos de un país en beneficio exclusivo de quienes ostentan la nacionalidad (HABERMAS, 1998: 636-643)7.
Aunque detrás de esa «parcialidad patriótica» por los autóctonos (TAN, 2005) subyacen, además de una abierta aporofobia, evidentes móviles de carácter fundamentalmente económico, esta actitud no se verbaliza en términos de lucha de clases, sino en clave cultural y axiológica, como repliegue identitario y nacionalista ante cualquier atisbo de apertura cosmopolita hacia la migración8. Frente a quienes con vehemencia proclaman «¡No podemos acoger a todo el mundo!», pues nadie está obligado a asumir responsabilidades por encima de sus propias posibilidades (ultra posse nemo obligatur
