Florentino - Enrique Summers Rivero - E-Book

Florentino E-Book

Enrique Summers Rivero

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Beschreibung

Florentino no es un héroe al uso: es un chico gordo y muy tímido que vive una vida corriente. Eduardo tampoco tiene nada de particular: el malo de la clase que se divierte atormentando a los más débiles. La novela se va desarrollando a lo largo de sus vidas, mostrando cómo sus caminos se entrelazan en diferentes etapas y circunstancias. La narrativa de Summers es detallada y rica en matices, permitiendo al lector experimentar de cerca las emociones, conflictos y transformaciones de los personajes. Summers, con una prosa fluida y un ritmo narrativo que atrapa desde las primeras páginas, logra retratar con maestría la realidad social y emocional de la época, creando una historia que no solo entretiene, sino que también refleja los desafíos y triunfos de la vida. La ambientación de Huelva a mediados del siglo xx y la profundidad de los personajes hacen de Florentino una novela que trasciende el tiempo y el espacio, convirtiéndose en un espejo de la vida misma.

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Primera edición: marzo 2024 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.comMaquetación: Álvaro LópezEdición y corrección: Carlos Prego Revisión: María Luisa Toribio y Ana Briz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2024 Enrique Summers Rivero © 2024 Libros.com

[email protected]

ISBN-e: 978-84-XXXXX-XX-X

Enrique Summers Rivero

Florentino

Un encuentro desafortunado

Para Dori, que me da la vida,

y para mis hijos y nietos con todo mi cariño.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Prólogo

Primera parte. Marisol

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Segunda parte. Un encuentro desafortunado

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Tercera parte. Años felices

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Cuarta parte. Eduardo

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Quinta parte. Huelva

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Epílogo

Prólogo

Huelva

El día había amanecido triste y lluvioso. La bruma que ascendía de la ría impregnaba de humedad toda la ciudad.

La tarde comenzaba a caer y en el salón del piso segundo de la casa número 21 de la calle Reyes Católicos se encendieron las tres pantallas que venían a amortiguar la ya escasa luminosidad que penetraba por los amplios ventanales abiertos a una de las más espaciosas e importantes vías de Huelva.

El salón, comunicado por una puerta corredera con el comedor, ocupaba la parte más noble de la vivienda y, aunque algo sobrecargado de muebles, en los cuales se adivinaba el paso de más de una generación, resultaba espacioso y producía una sensación de comodidad que nacía del propio uso que le daba una familia numerosa con abuela incluida. Tenía lo que se había dado en llamar calor de hogar, aunque en la casa, construida hacía bastante más de veinte años, no estuviera instalada la calefacción y hubiera que combatir los rigores del invierno con los modernísimos y nada económicos radiadores eléctricos.

Pero en la fecha en la que se había fijado la junta ordinaria de la comunidad de propietarios, finales de marzo, no era necesario el calor artificial, pues, aunque llevaba un par de días lloviendo, empezaba ya a apuntar una primavera que se prometía espléndida para los enamorados, aunque muy preocupante para los labradores andaluces, que habían padecido un nuevo invierno extremadamente seco.

Con ligeras variantes, ese era el tema que de momento ocupaba a los vecinos, que aún no habían entrado a considerar el orden del día y que estaban siendo atendidos por Nuria, mujer encantadora y servicial, esposa de Vicente, el presidente de la comunidad, que se lamentaba de la mala cosecha de aceitunas y de las dificultades que le había deparado su recogida.

Juan Pedro, delegado de un laboratorio farmacéutico, seguía con agrado la conversación rememorando un tiempo, no lejano, en que aún era un hijo de papá y su exclusiva dedicación era llevar la finca y los negocios de don Juan.

Eduardo, el juez, persona soberbia e intransigente, consideraba el tema de lo más trivial y prefería cambiar impresiones con Tomás, profesor del colegio de los hermanos maristas, sobre la nefasta influencia que estaban ejerciendo la prensa y el cine en la educación de la juventud, cada vez más carente del más mínimo sentido de la ética, la justicia y el orden, y más dominada por el sexo, la violencia y la bebida, lo que complicaba muchísimo su sagrada e importantísima tarea de educadores y de defensores del orden y de la moral católica tradicional.

Rafael, director técnico de una fábrica de conservas, hombre de una gran formación y de una sensibilidad extraordinaria, recibía de Antonio, el escribiente, las explicaciones de las dificultades que comportaba llevar una minuciosa y detallada contabilidad de los gastos e ingresos de la comunidad, dificultades que se veían agravadas por la informalidad en el pago de las cuotas por parte de algunos propietarios.

Las conversaciones quedaron bruscamente interrumpidas con la escandalosa entrada de Pepe, el portero, quien se dirigió a voces al dueño del piso:

—¡Don Vicente! Que dice don Manuel Luis que baja dentro de diez minutos. Que hagan ustedes el favor de esperarle sin empezar, que tiene algo importante que resolver y baja enseguida.

—Dígale usted que estamos de acuerdo en esperarle. Será, además, la primera vez después de muchos años que nos reunimos todos los vecinos. Bueno, excepto Florentino, que, como todos sabéis, lleva tiempo sin poder asistir.

—Ese, en cualquier caso, más vale que no venga. Aquí no tiene nada que hacer —comentó despectivamente Eduardo y luego añadió, dirigiéndose en voz más baja a Tomás—: ¿Qué se le habrá ocurrido ahora a ese insensato de Manuel Luis?

Y realmente era lógico que Eduardo, personaje engreído y totalmente convencido de estar siempre en posesión de la verdad, tuviera ese concepto de su vecino Manuel Luis.

Este, abogado en ejercicio, pero hombre despreocupado, desinteresado y un tanto bohemio, conocedor además, desde hacía mucho tiempo, del maltrato y del ensañamiento del juez para con el más débil, especialmente para con su vecino Florentino, al que odiaba hasta la muerte desde hacía años, y sabedor, por otra parte, de su facilidad para favorecer al que pudiera interesarle, aun recurriendo a soluciones hábiles pero nada ortodoxas, jamás se había molestado en cultivar la amistad del mismo ni en alabar su «gran preparación jurídica» y sus reconocidas «virtudes morales», de las que solo él, gratuitamente, se vanagloriaba.

Por el contrario, había orientado su actividad a defender a tipos extravagantes, desheredados de la fortuna y abandonados de toda protección jurídica sin esperar a cambio, muchas veces, contraprestación alguna, lo que no había colaborado a prestigiar su bufete, aunque sí a satisfacer su verdadera vocación de abogado de pobres.

No habían transcurrido aún los diez minutos anunciados cuando Manuel Luis hizo su aparición en el salón.

—Buenas tardes… Perdonad el retraso, pero un asunto importante me ha entretenido.

—Bien, no te preocupes —terció don Vicente—. Podemos empezar. Por favor, Antonio, toma nota de los asistentes, lee el orden del día y comencemos la reunión.

Si tristes fueron los últimos años de la vida de Florentino, no mucho más felices fueron los de su infancia.

Hijo único del matrimonio formado por Andrés Fernández y Marisol del Valle, vivió una infancia y una juventud que lo dejó marcado para toda su vida.

Hijo de una madre suficiente y autoritaria y de un padre pusilánime que murió cuando Florentino acababa de cumplir once años, vivió la mayor parte de sus días bajo la protección y las órdenes de su madre, Marisol.

Primera parte. Marisol

Capítulo I

 

Andrés y Marisol se habían conocido en la antigua Escuela de Comercio, en el primer año de la carrera. Andrés, buen estudiante pero muy tímido, se sintió muy halagado e ilusionado desde el primer momento por la atención que le prestaba Marisol.

Ella, de un indudable sentido práctico y de gran atractivo físico, enseguida supo valorar la ayuda que aquel le podía prestar para cursar con éxito sus estudios.

El padre de Marisol, comandante de intendencia, veía con buenos ojos que la niña tuviera estudios, pero fue ella misma la que decidió, por encima de todo, forjarse su porvenir.

Para el fin que se había propuesto, la colaboración de Andrés a lo largo de todo el curso le era de la mayor utilidad, colaboración que se intensificaba en las fechas próximas a los exámenes y en las mismas pruebas finales, en las que, por supuesto, siempre lograba de su estudioso admirador un efectivo cambio de ejercicios.

Por el contrario, sus ilusiones de mujer, tanto físicas como sentimentales, no eran ni de lejos satisfechas por el pobre Andrés, que, además de ser triste y sin gracia, carecía de la más mínima experiencia en el trato con el sexo femenino.

Pero esto no era obstáculo para Marisol, que alternaba las sesiones intelectuales de Andrés con las más mundanas compartidas con otros compañeros de los cursos superiores.

Fue en el último curso de la carrera cuando volvió a replantearse su vida y decidió ponerse en relaciones con Andrés. Sabía perfectamente que ella podría trabajar y ganarse la vida sin la ayuda de aquel, pero no estaba dispuesta a hacerlo. Ella, si algún día se casaba, sería para siempre la señora de su casa, para quien trabajaría y se sacrificaría hasta el límite su marido.

Y aunque no le faltaban pretendientes, a la hora de calibrar los méritos de ellos el buen expediente académico de Andrés, que le facilitaría una segura colocación, y la facilidad con que ella lo manejaba hicieron que el fiel de la balanza se inclinara a su favor.

Al principio, las cosas no fueron tan fáciles como se habían imaginado. Andrés recorrió la mayoría de las empresas de la ciudad exhibiendo su brillante expediente, pero su poca desenvoltura y la falta de padrinos le cerraron todas las puertas.

El muchacho comenzó a decepcionarse, pero Marisol no era mujer que se diera fácilmente por vencida. Con toda minuciosidad elaboró su plan de acción.

Andaba ya entrado el otoño y comenzaba a refrescar. A pesar de ello, esa mañana Marisol no dudó en ponerse su traje fino de verano, con el que sabía que resultaba verdaderamente atractiva, incluso provocativa. Se pintó con exageración y encaminó sus pasos hacia las oficinas de la Compañía Maderera del Sur S. A.

Una vez allí solicitó ser recibida por don Roberto Granados, jefe de personal de la compañía.

Don Roberto, antiguo compañero de armas del padre de Marisol, aunque bastante más joven que él, mantenía cierto grado de amistad con este a través de las tertulias del Casino y de los campeonatos de dominó.

Había dejado el Ejército para ingresar en la empresa privada, y sus indudables dotes de mando y capacidad de trabajo lo habían hecho merecedor de ascender rápidamente a la jefatura de personal.

Aficionado a las matemáticas, hizo unos cursos de contabilidad analítica que le permitían dirigir personalmente toda la sección administrativa de la empresa, habiéndose convertido en una pieza insustituible en la misma.

Marisol sabía que en su época de militar había gozado de una merecida fama de donjuán y juerguista, y que, aunque a sus treinta y cinco años estaba casado y sin hijos y tenía centrada su vida profesional y social, seguía disfrutando de un especial éxito entre las mujeres.

Muy segura de sí misma y de sus reconocidos atractivos físicos, acudía por tanto a la entrevista con una moral por las nubes.

—Don Roberto, una chica quiere verlo. Dice que es la hija de don Aurelio del Valle —le anunció Clara, su secretaria particular.

—¿La hija de don Aurelio? ¿Y qué es lo que quiere? ¿Le ha dicho algo?

—No. Únicamente que es una cuestión personal y que tiene mucho interés en verlo.

—Bien, hazla pasar un momento.

La imagen que Roberto conservaba de la hija de Aurelio era la de una niña de doce o trece años, con su uniforme de colegiala y con unas trenzas largas, por lo que su sorpresa al ver entrar a Marisol fue mayúscula.

La muchacha llevaba bien ensayada la escena. Aunque tenía que demostrarle a don Roberto de lo que era capaz, era muy conveniente aparentar al principio cierta timidez que despertara en aquel un sentimiento de protección que le podía ser muy útil. Efectivamente, con la voz entrecortada y el paso vacilante se dirigió hacia la mesa del jefe de personal.

—Bu… buenos días, don Roberto.

Este, estrechándole la mano cariñosamente, le indicó que se sentara al otro lado de la mesa.

—Hola, buenos días. Siéntate… ¿Cómo están tus padres?

—Muy bien, gracias.

—Bueno, tú me dirás. Pero antes, ¿cómo te llamas?

—Marisol.

—Está bien, Marisol. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Don Roberto, yo no sé si usted conoce, por mis padres, que he estado estudiando la carrera de Comercio. Terminé en junio.

—No, no sabía nada, y me alegro mucho. ¿Y te ha gustado la carrera?

—Ese es el caso, don Roberto, que me ha gustado mucho y la he sacado con bastantes buenas notas, y por eso he venido a verle. La verdad es que me gustaría poner en práctica lo que he aprendido y he pensado que aquí en su empresa podría trabajar. Me serviría para no olvidar lo que he aprendido.

—Pero ¿cómo se te ha podido ocurrir eso, chiquilla? Aquí no hay actualmente ninguna vacante, yo no soy el dueño de la empresa y además hay un presupuesto que no me puedo saltar a la torera. Por mucho que quisiera, yo no podría colocarte.

—Don Roberto, no se trata de colocarme. Yo trabajaría de meritoria, sin cobrar nada, por supuesto. Lo único que quiero es practicar y creo que, de verdad, le puedo ser muy útil. ¿Tiene usted por ahí el último balance? ¿Le importaría si le echo un ojo?

Con gran desparpajo se había levantado de la silla y había ido a colocarse al lado del jefe de personal, apoyando el cuerpo en el brazo de su sillón.

Don Roberto, un tanto desconcertado, había sacado casi automáticamente de un cajón unas hojas de contabilidad y las había colocado ante sí encima de su carpeta.

Marisol no lo dudó un instante e inclinándose de forma que su cuerpo casi rozaba la cara de don Roberto empezó a examinar los documentos.

Este, prudente, reclinó su cuerpo sobre el respaldo de su asiento, con lo que evitaba una situación violenta y a la vez podía contemplar mejor la hermosa figura de la muchacha.

Ella, sin cambiar de postura, inició un comentario sobre los papeles que tenía delante. Su voz sonaba suave pero firme, igual que su pulso, mientras pasaba una a una las páginas del dosier.

—En principio parece que la situación económica de la empresa es francamente buena. Tanto el activo realizable a corto plazo como el realizable a largo plazo son bastante superiores al pasivo exigible a corto y a largo plazo. La tesorería no presenta problemas. Sin embargo, me parece extraño que la cantidad dedicada a amortizaciones sea tan baja comparada con el valor del inmovilizado. Claro que con las especiales características de la empresa puede tratarse de inversiones que, por conservar de forma permanente su capacidad productiva, no tengan que ser renovadas, aunque tal vez…

Don Roberto, aunque bastante dominado por los encantos de Marisol, la interrumpió intentando hacerse con la situación:

—Está bien, está bien, pero… siéntate un momento.

Ella resistiéndose, en la misma postura, dirigió una mirada insinuante hacia don Roberto, pero al darse cuenta de que este esperaba impasible que volviera a su sitio, optó por sentarse de nuevo al otro lado de la mesa.

—Es indudable que conoces el tema a la perfección, pero aquí hay un buen equipo de técnicos que realizan ese trabajo desde hace años a plena satisfacción de todos. Tú comprenderás que me va a ser muy difícil convencer al director general de la necesidad de tus servicios.

La chica, cada vez más segura de sí misma, no estaba dispuesta a dejarse ganar la batalla. Con voz melosa se dirigió a su futuro jefe:

—Don Roberto, usted sabe muy bien, cuando quiere, cómo convencer a la gente. Y también sabe muy bien que le puedo resultar muy útil. Sé mecanografía, taquigrafía y algo de francés, y si usted quisiera tenerme de secretaria suya estoy segura de que quedaría totalmente satisfecho conmigo.

No tendría que repetírselo más veces. Don Roberto estaba ya convencido de ello. Pero no quería dar un paso en falso.

—Está bien. Pero ¿y tus padres? ¿Qué opinan de esto? Ten en cuenta que conozco a tu padre desde hace tiempo y no quisiera que pensara que he influido en tu ánimo a la hora de tomar esta decisión. No vas a percibir ninguna retribución y no sé el tiempo que puede pasar sin que cambien estas circunstancias.

—Usted no se preocupe por mi padre. Yo me encargo de convencerlo. No me costará mucho trabajo… Entonces…, ¿puedo empezar mañana?

—No corras tanto, Marisol. Vamos a ver, dame esta semana para poder convencer al director general y el próximo lunes, a las nueve, te presentas aquí en mi despacho y veremos a ver qué es lo que hemos conseguido.

—De acuerdo, don Roberto. ¡Muchas gracias y hasta el lunes! Y no dude usted en mandarme lo que quiera, que yo cumpliré lo mejor que pueda y seguro que queda usted satisfecho.

—Así lo haré y espero que te portes bien.

—Adiós, don Roberto.

—Hasta el lunes, Marisol.

Capítulo II

 

Desde el lunes siguiente Clara, la secretaria particular de don Roberto, contó con la eficaz ayuda de Marisol, quien como buena meritoria ponía especial interés en cumplir a la perfección todos los trabajos que se le encomendaban, sobre todo cuando las órdenes provenían directamente de su jefe.

Las relaciones entre ellos eran cada vez más cordiales. En lo profesional se entendían a las mil maravillas y en lo personal había sabido Marisol despertar en su jefe una pasión no por oculta menos intensa.

Por otro lado, el noviazgo de la chica y Andrés seguía su curso normal. Únicamente se veían los sábados y domingos, pues durante la semana ella trabajaba hasta las seis de la tarde y a esa hora y hasta las nueve de la noche había conseguido él que un comercio de tejidos lo contratara para llevar las cuentas del negocio.

Pensar en la boda era todavía un poco prematuro, pero Marisol sabía que no tardaría en presentársele la ocasión de hacerle un hueco a Andrés en su empresa. Antes o después convencería a don Roberto como lo había hecho la primera vez. Todo era cuestión de esperar.

«Hace ya casi seis meses que su hija trabaja conmigo y aún continúa de meritoria», pensó una tarde Roberto cuando, desde la barra del bar, vio pasar por la acera de enfrente a Aurelio agarrado del brazo de su mujer.

Claro que en varias ocasiones que habían coincidido le había ponderado a su compañero las extraordinarias cualidades de su hija y le había explicado cómo a la primera oportunidad que se le presentara intentaría consolidar la situación de aquella.

Además, no había pasado tanto tiempo, teniendo en cuenta que a veces tardaba mucho más en producirse una vacante, el único medio que se le ofrecía para poderla incluir en la plantilla fija de la empresa.

Por otra parte, tampoco había recibido nada a cambio del favor que les había hecho, pensaba Roberto mientras observaba como el matrimonio sacaba las entradas en la taquilla del Central Cinema.

Automáticamente, sin darle más vueltas, y movido solo por sus impulsos, dejó en el mostrador el importe de su copa de vino y apenas sin despedirse de los amigos salió a la calle. Se dirigió a casa de Marisol, subió de dos en dos los escalones y llamó al timbre. La misma chica le abrió la puerta y no pudo evitar un gesto de sorpresa ante la presencia de su jefe.

—Hola, Marisol. ¡Buenas tardes!

—Buenas tardes, don Roberto.

—¿Están tus padres? Quisiera hablar con ellos.

—No están, don Roberto, han salido hace un rato.

—¿Sabes si tardarán mucho en volver?

Marisol, que no tenía un pelo de tonta, se dio cuenta de inmediato de que al fin se le había presentado la oportunidad que tanto había esperado. La criada había salido aquella tarde y sus padres no volverían antes de las nueve, por lo que tenía por delante casi dos horas que había que saber aprovechar.

—No creo, don Roberto. Seguramente habrán ido a dar un paseo y lo más seguro es que estén de vuelta antes de media hora. ¿Quiere usted pasar y esperarlos?

—Encantado, Marisol. Pasaré y los esperaré un rato.

Pasaron ambos a la salita, acomodándose Roberto en el sofá. Marisol le ofreció una copa de vino que aquel aceptó gustoso, momento que aprovechó ella para salir de la habitación, arreglarse rápidamente el pelo, darse un poco de colorete y volver radiante, portando la bandeja con una botella y una copa. Se sentó a su lado y le sirvió.

Roberto apuró en un instante la copa, que Marisol se apresuró a llenar de nuevo, aunque la verdad era que aquel no precisaba revitalizador alguno. Sus ansias de gozar de la vida no podían ser mayores.

—Marisol, tengo que decirte que en los meses que llevas en la empresa has trabajado tan perfectamente que estoy del todo satisfecho de tu labor y puedo anticiparte que con el tiempo no solo llegarás a ser la mejor empleada de la empresa, sino que serás insustituible en tu puesto de jefa de mi secretaría.

—Muchas gracias, don Roberto, pero creo que usted exagera. Y es que usted me mira con muy buenos ojos, quizás por ser amigo de mi padre.

—Nada de eso, Marisol. Mis halagos son por completo merecidos. Aunque, la verdad, también tengo que reconocer que te miro con buenos ojos. La realidad es que te he llegado a tomar un gran cariño. Eres tan dulce, tan agradable, tan simpática… y, ¿por qué no decirlo?, tan atractiva, tan guapa.

Marisol, muy coqueta, iba desplazándose hacia el extremo del sofá según se le acercaba su admirador. Tenía que frenar los impulsos de su jefe no solo porque era la táctica adecuada, sino porque le quedaba demasiado tiempo por delante hasta que volvieran sus padres y sabía hasta dónde le interesaba llegar. Por suerte, el reloj de pared estaba situado enfrente del sofá y podía ir controlando a la perfección la marcha del idilio.

Efectivamente, el control fue perfecto. Primero hizo caso omiso de los piropos del galanteador. Después, ante la insistencia de este, se hizo la incrédula, con lo que consiguió arrancar de su jefe la más romántica y apasionada declaración de amor. Jugando con él, accedió a compartir unos tragos de vino en la misma copa, lo que excitó aún más en el enamorado el deseo de comunicación con ella. Poco a poco fue permitiéndole que la besara en las manos, en la frente, en los ojos, en el cuello, en la boca. Y cuando ella calculó que había llegado el momento adecuado, no le importó acceder al torpe manoseo de su incontrolado jefe. Las manos de este habían ya conseguido salvar los obstáculos ofrecidos por la seda y los encajes y llegar hasta los hermosos y turgentes pechos de la joven, que se le ofrecían como un tesoro inapreciable. Había conseguido incluso liberarlos de todas las sujeciones que los aprisionaban, y, en el momento en que esplendorosos aparecían ante su vista y se disponía apasionadamente (que no otra cosa merecían tan extraordinarios senos) a besarlos, sonó el timbre de la puerta anunciando la llegada de don Aurelio y señora.

Marisol, visiblemente satisfecha por lo perfectamente que le había salido el plan (aunque Roberto interpretó su semblante de felicidad como correspondencia a sus caricias), volvió a aprisionar sus pechos, ordenar sus vestiduras y alisarse el pelo, y acudió presurosa a abrir a sus padres, que, un tanto extrañados por la tardanza, insistían en la llamada. Roberto recompuso su figura y discretamente abandonó el sofá trasladándose a la butaca de al lado.

—Marisol, hija mía, ¿qué hacías que has tardado tanto en abrir?

—¡Ay, mamá! En el momento que habéis llamado estaba sirviéndole una copa de vino a don Roberto… Ya sabes, mi jefe, el amigo de papá, que ha venido a veros hace un momento, y he pensado que lo correcto era ofrecerle una copa. ¿He hecho bien, mamá? No sabía si era lo adecuado en estos casos.

—Sí, has hecho muy bien en atenderle, hija mía. Es una persona de respeto y merece un trato correcto… Aurelio, vamos a ver qué quiere ese amigo tuyo a estas horas, aunque supongo que querrá decirnos algo de Marisol. Veremos a ver si no se ha cansado ya de ella y quiere ponerla en la calle sin haberle costado una peseta.

Nada más lejos de la realidad. Don Roberto, visiblemente contento, saludó con un gentil y respetuoso beso en la mano a la señora de la casa y con un expresivo abrazo a su antiguo compañero de armas. Les explicó que acababa de llegar hacía un momento. Y aunque la hora no era la más apropiada, había optado por esperar a que llegaran, confiado en que no tardarían, pues tenía que darles una noticia de la que se sentía particularmente feliz de ser portador.

Desde el día uno del próximo mes, su hija Marisol, quien había demostrado unas cualidades que difícilmente podrían encontrarse en la juventud de ahora, pasaría como fija a la plantilla de la empresa ocupando el puesto de secretaria particular del jefe de personal, o sea, de él. Y por la amistad y el compañerismo que los unía, había querido ser él personalmente quien les diera la grata noticia. Noticia que, por otra parte, eran los primeros en conocer, pues ni a la misma Marisol ni a los jefes de la empresa les había comunicado nada, por lo que les rogó la mayor discreción durante los días que restaban del mes.

La alegría de la chica no pudo ser mayor. Abrazó y besó repetidamente a sus padres y, aunque no le hubiera importado hacer lo mismo con su jefe, se limitó a darle respetuosamente la mano al tiempo que le agradecía la confianza que tan inmerecidamente ponía en ella. Y despidiéndose de don Roberto se retiró a su habitación mientras los padres le hacían los honores al visitante, honores que no por breves fueron menos cordiales.

Capítulo III

 

Roberto, en doce días, tuvo que remodelar parte de la plantilla de la empresa, tarea que no dejaba de presentar sus dificultades. La principal y que decidió abordar en primer lugar fue la de convencer al director general, hombre conservador y enemigo de innovaciones, de la necesidad de proceder a algunos cambios, mínimos por otra parte, que exigía la buena marcha del negocio.

Era necesario anticipar la jubilación de Ruipérez, jefe del Departamento de Contabilidad, pues, aunque todavía le quedaban catorce meses de vida laboral activa, sus facultades cada vez más mermadas podían causar a la empresa pérdidas incalculables. Un error suyo en la contabilidad oficial podría ocasionar una diferencia en el líquido imponible cuyas consecuencias fiscales podrían llegar a ser más gravosas que abonarle las catorce mensualidades sin contraprestación de servicios.

Ni el director general ni el mismo Ruipérez terminaron de comprender cómo, después de quince años de efectivos y leales servicios, y de la noche a la mañana, se había producido tan anómala situación, pero Roberto con una increíble habilidad supo convencer al primero del gravísimo riesgo que se corría de no efectuar la sustitución del jefe contable y a este de las ventajas que le comportaba una jubilación anticipada con todos los derechos que le correspondían.

Asimismo, convenció al director de que la persona más adecuada para ocupar el puesto de Ruipérez no era otro que el secretario del propio señor director, Teodoro Viloria, joven competente y ordenado, con una gran facilidad para los números y experto en técnicas contables, el cual le agradeció de todo corazón al jefe de personal el traslado, pues estaba hasta el mismísimo moño de las absurdas órdenes del señor director.

Clara, la secretaria de Roberto, ocupó el puesto de Teodoro. No con demasiada ilusión, aunque tampoco sin añorar un pasado muy feliz. De más edad que Roberto y sin grandes atractivos físicos, había recibido de este un trato correcto, pero tampoco excesivamente cariñoso. Al director general, en cambio, aunque no fuera ella, como hemos dicho, una señora de bandera (ni mucho menos), le hacía cierta ilusión tener a sus órdenes más inmediatas a la única mujer de la plantilla de la empresa. Aunque le parecía que no era la única, pues creía recordar que hacía unos meses había entrado una jovencita a ayudar a aquella en la secretaría de don Roberto.

En efecto, la joven Marisol, desde el día primero del mes siguiente, se hizo cargo de la secretaría del jefe de personal llevando a cabo su trabajo con una perfección extraordinaria, además de con una gran alegría y amabilidad en el trato con su superior que hicieron las delicias de este durante unos meses.

La compenetración entre ellos era cada vez mayor, y las escenas afectuosas, que en un principio se distanciaron prudentemente en el tiempo, llegaron a repetirse con relativa asiduidad, aunque la maestría de la chica había llegado a tal extremo que siempre que afloraban sus pechos al exterior sonaba, no se sabe por qué extraña coincidencia, cualquier tipo de señal de alarma que los hacía retornar rápidamente a sus absurdas prisiones.

No habían visto los pechos de Marisol más de tres veces las luces del despacho del jefe de personal cuando este comprendió que era justo, equitativo y saludable proporcionar a Teodoro Viloria, a la sazón nuevo jefe del Departamento de Contabilidad, una ayuda que le aliviara en la nueva y ardua tarea que se le había encomendado. Y nadie mejor para prestar dicha ayuda que el joven Andrés Fernández, antiguo conocido de la señorita Marisol, con la que mantenía relaciones formales con el consentimiento y beneplácito de ambas familias y del que le habían llegado las mejores referencias.

Claro es que, a pesar de tan inmejorables referencias y para mayor seguridad de la empresa, y de don Roberto como responsable de la contratación y del rendimiento del personal, se convino que los primeros seis meses permanecería el contratado en periodo de prueba y que podría la empresa durante dicho periodo rescindir el contrato en cualquier momento, sin necesidad de preavisar ni de indemnizar al aspirante, si la presencia de este no resultaba útil o grata a sus superiores.

Ni que decir tiene que durante las últimas semanas que precedieron a la finalización de dicho periodo de prueba los senos de Marisol afloraron a la superficie y volvieron a ocultarse con más rapidez y asiduidad que el nacimiento del río Guadiana.

Las manos de Roberto intentaban, entre las redes que lo entallaban, reconocer los más recónditos parajes, las más ocultas zonas, del extraordinario cuerpo de su amada, con más fruición con la que, bastantes años después, Félix Rodríguez de la Fuente intentaría explorar la madriguera del topo.

Pero Marisol lo tenía todo muy bien planeado. Cuando calculó que le quedaban quince días para despedirse de la empresa, acudió, una tarde, a su jefe.

—Don Roberto, ¿ha venido usted en su coche?

—Sí Marisol, ¿por qué?

—¿Le importaría acercarme a casa? Es que estoy un poco mareada y no quiero decírselo a Andrés, que además sé que le queda todavía un buen rato de trabajo.

—No te preocupes en absoluto. Yo te acerco.

En veinte minutos estaban despidiéndose cariñosamente, aunque con discreción, en la puerta de la casa de Marisol.

—Muchas gracias, don Roberto. ¡Qué bien se va en su coche!

A partir de ese día todas las tardes, mientras Andrés seguía en su trabajo, volvían los dos en el coche, donde don Roberto intentaba desesperadamente explorar entre las piernas de Marisol. Ella, que lo tenía todo muy bien estudiado, se ponía ropa que dificultara el acceso a la zona deseada y sabía cortar a tiempo, dejando al pobre Roberto con la miel en los labios y riñéndolo cariñosamente.

Para el jefe de personal fueron unas semanas de intensa pasión, de una tensión nerviosa agotadora. Las horas fuera de la oficina se le hacían eternas, lo que le producía una irritabilidad cuyas consecuencias padecían su mujer y sus amistades.

Por el contrario, los ratos de despacho con su secretaria le producían un placer y una ilusión que le hacían revivir años de juventud, aunque Marisol siempre se las ingeniaba para que el tiempo que pasaban solos no se prolongara más que el que ella consideraba necesario para poder parar a su jefe.

Pero la que realmente ganó la batalla una vez más fue la hermosa y eficiente, pero fría y calculadora, Marisol del Valle, quien, al día siguiente de cobrar Andrés Fernández su primer sueldo como personal fijo, superado el periodo de prueba, se despidió de la empresa.

En la oficina explicó que lo hacía en contra de su voluntad y para evitar que sus padres siguiesen recibiendo críticas por permitirle trabajar fuera de casa. Así que, sintiéndolo sobremanera, dijo adiós a la empresa y muy particularmente a su jefe, a quien tanto cariño había tomado y a quien encomendó el futuro del tímido Andrés. Al fin y al cabo, esperaba unirse a él en matrimonio en un plazo no lejano.

Capítulo IV

 

Tres años estuvo ahorrando Andrés para poder montar el hogar familiar. Tres años que fueron los más felices de su vida, a pesar de las privaciones económicas a las que voluntariamente estuvo sometido.

Seguro de sí mismo, con la estabilidad que le proporcionaba su puesto de trabajo fijo, con un futuro esperanzador, había apartado de su mente la preocupación que lo había angustiado durante los últimos tiempos: la incertidumbre de un porvenir que se le presentaba bastante problemático.

Satisfecho además de su trabajo, cuyo contenido era de su agrado, había incluso encontrado en el mismo el buen trato y el reconocimiento de su jefe, don Teodoro, quien en justa compensación a los buenos servicios que Andrés le prestaba y a la eficiencia de su labor, callada pero productiva, había volcado en este su confianza y amistad.

Por otra parte, de don Roberto, el jefe de personal, siempre había recibido un trato cariñoso y, aunque a raíz de la marcha de Marisol de la empresa le había parecido observar en él una actitud más bien fría, pronto volvió a comprobar que don Roberto, persona de natural agradecido, no había echado en saco roto la especial recomendación que le hiciera su apreciada secretaria.

Durante estos tres años, además de consolidar definitivamente su situación en la empresa, siguió Andrés, con el consentimiento de su jefe, llevando la contabilidad, en horas de la noche, del comercio de tejidos en el que había iniciado sus prácticas profesionales. Compaginar ambas responsabilidades prolongaba de forma excesiva su jornada de trabajo, pero a cambio le otorgaba unos ingresos que se le antojaban imprescindibles para hacer frente a los cuantiosos gastos que se le avecinaban.

Las salidas con Marisol seguían limitándose, por tanto, a los sábados por la tarde y los domingos, siempre acompañados de los padres de ella, a los que ya había pedido la mano de su hija. Lucía orgulloso la belleza y figura de su prometida y vivía en el transcurso de la semana con la ilusión de un cada día más próximo matrimonio.

Marisol, más tranquila y sosegada, vivió esta época con una serenidad impropia de una aspirante al casorio. Si bien, como era natural, anhelaba acercarse al altar mayor y convertirse en una señora casada, no deseaba hacerlo en tanto la posición económica de su pretendiente no le ofreciera las suficientes garantías de holgura y estabilidad.

Los esfuerzos y sacrificios de Andrés tuvieron compensación con una boda elegante, con la asistencia de los familiares de los novios, de don Roberto y de otros jefes y amigos de la empresa y de compañeros de milicia del padrino. El banquete se celebró por todo lo alto en los salones del Casino, seguido de un viaje de luna de miel a Madrid. No mucho después la pareja estaba ya instalándose en un modesto pero bien amueblado pisito, cercano a las oficinas de la empresa.

Pero la felicidad que ellos soñaban (él más, seguramente, que ella) no llegó con el matrimonio.

Marisol, satisfechas sus exigencias económicas, solicitó de su compañero, desde el primer día de su nueva vida, la plena satisfacción de sus apetencias sexuales. Y ahí sí que se estrelló el muchacho contra un muro inexpugnable. La falta de experiencia de Andrés y la continencia a que había estado sometido hacían que, por más empeño que ambos pusieran en sacarle el máximo provecho al acto, sus resultados resultasen del todo decepcionantes: Marisol apenas comenzaba a enterarse cuando Andrés se retiraba ya exhausto.

La irritabilidad que producía en la recién casada la insatisfacción de sus necesidades sexuales hizo que el joven marido acudiera siempre al coito con una preocupación que empañaba el disfrute que efectivamente el muchacho experimentaba y que deseaba transmitir a su amada.

La insatisfacción de Marisol se vio agravada por la natural preocupación, originada el sexto mes de matrimonio, al comprobar que pasaban los días y su menstruación, habitualmente puntual, no daba señales de vida, al par que extrañas molestias digestivas y desagradables náuseas se apoderaban de ella. Una visita al ginecólogo confirmó las sospechas: el matrimonio esperaba su primer retoño.

Fueron dos meses molestos en los que la única compensación que recibió fue la extraordinaria atención que le prestó Andrés, pendiente de todos sus deseos y dispuesto con más ilusión que nunca a hacerle la vida lo más agradable posible. Ella aceptaba gustosamente sus desvelos y en justa compensación le permitía con alguna regularidad seguir compartiendo su lecho, aunque los resultados no eran más brillantes que en los primeros días del matrimonio, toda vez que la abstinencia a que era sometido lo hacía llegar al acto con un ansia incontrolable.

La situación llegó a hacerse habitual para el joven esposo, que, si bien en un principio se sintió culpable de su falta de habilidad e inexperiencia, al comprobar los fértiles resultados de su acción achacó íntimamente la insatisfacción de su mujer a una posible idea equivocada que aquella hubiera podido llevar al matrimonio.

Un día, ya avanzada la gestación, Marisol salió a hacer la compra.

Matilde, la frutera, se preocupó al verla cargar la bolsa.

Había comprado cinco kilos de patatas, algunas frutas y verduras, y pretendía llevarse una sandía.

—Señora, en su estado no es conveniente cargar con mucho peso. Déjelo usted y luego se lo acerca el chico.

—No se preocupe usted, Matilde. No es tanto peso y además me encuentro muy bien.

Efectivamente, no era tanto peso, pero sí el suficiente para que al mantener en vilo la bolsa notara que algo cálido le brotaba entre las piernas.

Asustada soltó la cesta, esparciéndose la fruta por el suelo y explotando la sandía, pero el susto aumentó al comprobar que el rojo líquido de la fruta que manchaba el piso de la frutería se mezclaba con el que le corría piernas abajo.

Perdió el conocimiento y cuando lo recobró en la Clínica de la Milagrosa supo que el peligro ya había pasado. Había perdido a su hijo, pero ella se encontraba milagrosamente bien a pesar de la cantidad de sangre que había perdido.

Durante las primeras semanas el joven matrimonio acusó el golpe, pero había mucha vida por delante para pensar en amargarse la existencia.

Pocos meses después comenzaron de nuevo los vómitos y los síntomas ya conocidos confirmaron un nuevo embarazo. Gestación mucho más cuidada que la anterior, no solo por Andrés, que se esforzaba al máximo en que su mujer estuviera perfectamente atendida, sino también por la misma Marisol, que se horrorizaba ante la posibilidad de un final como el anterior.

Capítulo V

 

Lo que nadie podía evitar, por más que se cuidara el desarrollo del embarazo, era que el feto fuera de un tamaño algo superior al normal. El parto se produjo con un retraso de veinte días y Marisol dio a luz un hermoso niño, un hermosísimo niño de cinco kilos de peso, que daba gusto verlo una vez separado del claustro materno, pero que organizó tal destrozo al salir del vientre de Marisol que la dejó incapacitada para darle más hermanos.

Un mes después fue bautizado el pequeño, al que se impuso el nombre de Florentino. Fue apadrinado por la madre de Marisol y por don Roberto, con el que continuaban manteniendo una estrecha amistad tanto Marisol como sus padres.

Todo el cariño que llevaba dentro Marisol, y que Andrés había sido incapaz de hacer brotar, lo vertió en su pequeño Florentino. Aunque la había dejado destrozada y las primeras semanas fueron muy difíciles, la verdad era que el pobre niño no tenía la culpa de nada.

Hasta la insatisfacción sexual que había padecido en sus relaciones matrimoniales la veía Marisol compensada cada vez que se acercaba al pequeño al pecho. Los esfuerzos que este hacía para intentar sacar todo el alimento que necesitaba producían a su madre un verdadero e intenso dolor, pero, a la vez, un extraordinario placer incomparablemente superior a todos los que le había proporcionado el infeliz de Andrés.

Fueron meses de verdadera felicidad y de serena paz en el hogar Fernández del Valle. Todas las necesidades tanto de la madre como del hijo eran mutuamente satisfechas. Por el contrario, Andrés fue acostumbrándose a vivir aislado y llegó a encontrar un refugio en su propia soledad.

Pero la felicidad es viajera inquieta y no permanece mucho tiempo en el mismo lugar.

No había cumplido aún un año el pequeño Florentino cuando cogió un tremendo resfriado que tardó demasiado tiempo en superar y que dejó en su débil naturaleza una reliquia de tos crónica, con accesos periódicos de asma bronquial.

Aunque los cuidados de su madre se extremaron, la niñez de Florentino no pudo ser más desgraciada. Desde sus primeros pasos e intentos de carreras, empezó a sufrir las limitaciones de sus posibilidades físicas. Conforme pasaba el tiempo los esfuerzos que realizaba eran cada vez más acusados y finalizaban todos ellos en un ataque de asma, lo que originó en su forma de ser no solo una actitud física totalmente pasiva, sino además un retraimiento psicológico que le impedía todo tipo de comunicación con los demás. Únicamente se sentía protegido por su madre, quien, consciente de las limitaciones de su pequeño, cada vez lo cuidaba y lo mimaba más.

Desde entonces Marisol se volcó totalmente en el cuidado de su hijo, ignorando e incluso despreciando a su marido, al que recriminaba que no hiciera más esfuerzos para atender a las necesidades familiares, cada vez mayores, que exigía la enfermedad de su hijo.

Andrés, por su parte, no solo cumplía rigurosamente su jornada de trabajo en la empresa y realizaba incluso, cuando tenía la oportunidad, horas extraordinarias magníficamente retribuidas, sino que además siguió llevando en horas de la tarde-noche la contabilidad del comercio de tejidos de la que desde hacía tantos años se venía ocupando.

Por medio de esta empresa consiguió que otra del mismo ramo le encargara la supervisión de sus cuentas en su propio domicilio, labor que realizaba durante los fines de semana.

De este modo, sobrecargado de trabajo y sin ninguna compensación afectiva, ya que no solo era ignorado (por no decir despreciado) por su mujer, sino también por su pequeño, refugiado continuamente en los brazos de su madre, Andrés fue perdiendo su salud, tanto física como mental, y cayó en una apatía y un desánimo cada vez mayores.

A veces, encerrado en su casa los fines de semana, atendiendo al nuevo trabajo que había asumido, le daba por recordar los felices fines de semana disfrutados con su entonces encantadora Marisol durante los años del noviazgo. La depresión y la angustia que ello le producía eran cada día mayores.

Sin aliciente alguno por volver a su casa y, por tanto, sin ninguna prisa, comenzó a coger la costumbre de pasarse la mayoría de las noches, al salir de su segundo trabajo, por la taberna de la esquina a tomarse unas copas.

Así, poco a poco, fue cayendo en el vicio de la bebida hasta el punto de que más de una vez llegó a su casa con una tremenda borrachera, ante la indiferencia de su mujer, que lo mandaba displicentemente a la cama.

Mal alimentado, medio alcoholizado y agotado por el exceso de trabajo, fue minando su salud hasta el punto de que cuando su pequeño Florentino no tenía más de ocho o nueve años Andrés aparentaba al menos sesenta y podía pasar, a su lado, por su abuelo.

Cuando Florentino acababa de cumplir los once años, se le diagnosticó a su padre una grave hepatitis que en tres meses derivó en una cirrosis hepática que, después de una larga agonía, lo llevó irremediablemente a la tumba.

Capítulo VI

 

Poco pudo llorarlo el pequeño, que, acaparado siempre por los brazos de su madre, apenas había podido disfrutar en algún momento del cariño de su padre. Marisol, a su vez, salvo por los problemas económicos que le planteaba el fallecimiento de su marido, no tuvo la necesidad de derramar muchas lágrimas ni de lamentar dicha desgracia, consciente, como siempre, de que ella sabría superar por sí misma dicha situación.

Florentino hasta entonces había vivido una infancia triste y aburrida.

Hasta los seis años no se había separado ni un momento de su madre. Consciente esta de su debilidad lo había sobrealimentado, convirtiéndolo en un niño gordo y torpe que apenas corría unos cuantos pasos terminaba ahogándose.

Aunque ella se había preocupado de enseñarle las primeras letras, a pesar de su oposición, la insistencia de Andrés y de los abuelos del pequeño acabaron convenciéndola de la necesidad e incluso la conveniencia de escolarizarlo.

Los primeros meses fueron extremadamente duros tanto para la madre como para Florentino. El llanto y la resistencia del niño todas las mañanas a la hora de entrar en el parvulario se le hacían casi insoportables a Marisol. Y más dolorosos cuando la informaban de que el pequeño se había pasado todo el tiempo llorando y llamando a su mamá.

Aunque el transcurso del tiempo iría solucionando ese problema, la realidad es que la salida del ámbito materno nunca dejó de ser problemática para Florentino, que en ningún momento consiguió integrarse en ningún grupo.

Su gordura, añadida a su timidez y a su falta de fuerza y agilidad, hizo que fuera rechazado por la casi totalidad de los compañeros de su clase. Tan solo Pablito, que tampoco era muy aceptado por los demás, se convirtió en su íntimo amigo.

De Pablito se burlaban sus compañeros porque, además de ser bizco y usar gafas, era un poco tartamudo. Debido a esa tartamudez era extremadamente tímido y no participaba en las conversaciones y juegos de los demás.

Pablito se acercó a Florentino y, apoyándose el uno en el otro, formaron una pareja que no se separaba en ningún momento.

Así fueron pasando los años sin que Florentino, fuera de las horas que pasaba con su madre, tuviera otra relación que la que lo unía a su amigo Pablito. Por otra parte, los dos, quizás por su timidez y retraimiento, destacaban como estudiantes formales y aplicados, y superaban con facilidad los cursos con el beneplácito de sus profesores.

Cuando murió Andrés, Florentino había cumplido ya once años, había superado las pruebas de ingreso y se encontraba suficientemente preparado para iniciar los estudios de Bachillerato.

La muerte de su padre no supuso mucho cambio en su carácter, ya de por sí bastante apocado, ni en su régimen de vida, pero sí sirvió para aumentar todavía más su dependencia de su madre.

Para Marisol, el fallecimiento de Andrés tampoco supuso un trauma, pero sí la obligó a replantearse el futuro y elucubrar sobre cómo podría mantener su nivel de vida.

Ella era consciente de que siempre tendría el respaldo de sus padres, ya que, aunque él había pasado a la situación de reserva en el Ejército, gozaba de una economía desahogada; pero, en principio, prefería intentar arreglárselas por sí misma y conservar así su total independencia.

En lo que sí pensó fue en recurrir una vez más a Roberto, quien tal vez podría ofrecerle una ayuda más eficaz, duradera y de la que fácilmente podría librarse si, llegado el caso, dejaba de necesitarla.

Roberto había seguido manteniendo una relación muy estrecha con Marisol, tanto durante los primeros años del matrimonio, puesto que el ser padrino de Florentino le daba una excusa perfecta para visitar a la familia con frecuencia, como sobre todo después de que el pequeño accediera al parvulario, oportunidad que aprovechó para estrechar aún más su relación con Marisol y revivir momentos que recordaba entre los más felices de su vida.

Con la excusa de que sabía que, desde el primer día de colegio de Florentino, Marisol llegaba destrozada a su casa, se ofreció rápidamente para convertirse en su paño de lágrimas.

Así, muchos días, a media mañana, a la hora del café, se escapaba de la empresa y se presentaba en casa de Marisol, donde la encontraba con el ánimo a ras de suelo.

Los primeros meses las visitas fueron más espaciadas y discretas, sin extralimitarse, tratando de darle ánimos cariñosamente. Solía aparecer los lunes, a sabiendas de que después del fin de semana la vuelta al colegio se les hacía especialmente difícil tanto al pequeño como a su madre.

De esta manera, más o menos, salvo algunas escapadas extraordinarias, fue trascurriendo el primer año de escolaridad del niño.

La situación cambió radicalmente después del primer verano de vacaciones.

Florentino había sufrido un enfriamiento que se le había complicado con su problema de asma bronquial, lo que lo retuvo en cama durante diez días y le supuso una convalecencia de más de un mes de duración.

Cuando Marisol regresó a su casa el primer día de la vuelta al colegio de su hijo, estaba tan destrozada que al llegar Roberto a visitarla se lanzó a sus brazos llorando, pidiéndole que él no la abandonara nunca.

Bañada en lágrimas le confesó que se había sentido muy sola, que lo único que tenía era a su hijo Florentino, que su marido se pasaba el día trabajando o en la taberna bebiendo vino, y que de todas formas prefería que no llegara antes, pues a su lado se le hacía la vida cada vez más insoportable.

Le rogó que, si algún día les pasaba algo a ella o a Andrés, se ocupara de Florentino, que era lo que más quería en el mundo.

Roberto, que aunque en un principio solo había acudido a Marisol para satisfacer sus apetitos sexuales, acabó cogiéndoles cariño tanto a ella como al pequeño. Y quizás añorando la paternidad que él nunca había podido ejercer, le prometió que siempre que lo necesitara estaría a su lado y que nunca les faltaría nada a ninguno de los dos.

A partir de ese momento, con la debida discreción y sin que fuera a diario, aumentaron las visitas de Roberto, aunque en ellas no pretendiera ni intentara siempre descargar su pasión, consciente de que no era eso lo que ella perseguía ni deseaba.

Así fueron estrechando una relación en la que cada vez se encontraban más a gusto y se necesitaban más el uno y la otra.

Marisol encontraba en él la comprensión, el cariño, el carácter y la hombría que echaba de menos en su marido y se sentía mucho más protegida y segura.

Roberto, por su parte, no gozaba de una vida conyugal feliz. Su mujer, afectada por un prematuro principio de alzhéimer, padecía con alguna frecuencia brotes psicóticos violentos que solía pagar con la sirvienta o la portera.

De esta forma, su relación con Marisol se había convertido en un remanso de paz y felicidad para ambos, lo que les permitía además librarse de la frustración sexual que sentían con sus respectivas parejas. Aunque, naturalmente, distanciaban los encuentros y guardaban la debida discreción para no despertar las sospechas de Andrés.

Mientras tanto, Florentino, con más penas que alegrías, seguía asistiendo a sus clases en el colegio. Su timidez y sus complejos le dificultaban enormemente el poder relacionarse con los demás, haciendo que cada vez se encerrara más en sí mismo y no compartiera momentos más que con su amigo Pablito.

Algunas tardes de las que salía a pasear con su madre, cuando hacía buen tiempo o en los fines de semana, se encontraban con su padrino, Roberto, quien estaba siempre muy cariñoso con él y le compraba barquillos o cualquier chuchería. Él lo quería mucho porque era la única persona que le besaba y hacía regalos.

Los días siguientes a la muerte de Andrés, Marisol tuvo que enfrentarse a diversos sentimientos que, en cierto modo, la tenían desconcertada.

Aunque al principio la muerte de su marido, tras una larga y angustiosa agonía, le había dejado una sensación de alivio y descanso, poco después, y por primera vez en su vida, se sintió sola y abandonada a su suerte, sentimiento que para ella era totalmente nuevo.

Tanto su padre como Roberto se habían volcado para solucionar los farragosos trámites del enterramiento, así como las gestiones con los bancos y el cobro de la pensión de viudedad y la de orfandad de Florentino.

Pero Marisol debía decidir cómo iba a plantearse su futuro y el de su pequeño.

Cuando reflexionaba sobre su relación con Roberto y los sentimientos que a él la unían, se daba cuenta de que, si en un principio lo había aceptado como una aventura que le compensaba por su fracaso matrimonial, con el tiempo había llegado a sentir cariño por su antiguo jefe. Más que cariño, incluso. Quizás fuese por la seguridad que le transmitía, su masculinidad o lo bien que se entendía con Florentino, pero Marisol acabó sintiendo por Roberto algo muy parecido a lo que, pensaba ella, debía de ser el amor.

Por ello, ya viuda y totalmente liberada de prejuicios sociales, no estaba dispuesta a perder esa relación.

Roberto, por su parte, con un matrimonio nada feliz y cada día más enamorado de Marisol y más encariñado con el pequeño Florentino, no se planteaba en absoluto acabar con ese romance, que le deparaba los momentos más felices de su existencia.

Así, desde el primer día que faltó Andrés no dejó de aparecer ni uno solo en casa de Marisol.

Salvo las horas que le ocupaban su trabajo y las que necesariamente al final de su jornada diaria debía dedicar a su mujer, el resto las pasaba con Marisol, o con ella y el pequeño. Y así y todo le parecían muy pocas y pasaban rápidamente.

Por otro lado su mujer, cuya enfermedad seguía avanzando considerablemente, iba acusando, consciente o inconscientemente, las ausencias de su marido, deteriorándose cada vez más las relaciones entre ambos.

Ya los brotes de violencia no solo iban dirigidos contra la sirvienta o la portera, sino que cada vez más a menudo se enfrentaba con él, aunque rápidamente cambiaba de actitud y se volvía extremadamente cariñosa, confundiéndolo a veces con su padre.

La situación se complicaba cada vez más, se iba haciendo insostenible, y Roberto empezó a plantearse la posibilidad de que quizás la solución sería internarla en un centro adecuado.

Capítulo VII

 

Una mañana, estando en el despacho del director general, la secretaria de Roberto se personó interrumpiendo la reunión:

—Don Roberto, perdone que le moleste, pero le llaman de su casa. He dicho que estaba ocupado, pero me han insistido asegurándome que era muy importante.

Roberto se dirigió enseguida a su despacho.

—¿Quién es?

—Don Roberto, soy Juan, el portero. Haga usted el favor de venir rápidamente. Su mujer ha sufrido un accidente.

—Voy para allá.

Cuando Roberto llegó a la puerta de su casa se encontró con una ambulancia que acababa de llegar. Dos camilleros vestidos con el uniforme del Hospital Provincial de Huelva cargaban con una angarilla en la que pudo reconocer a su mujer. Aunque la habían cubierto con una manta que le llegaba hasta casi la nariz, Roberto apreció que tenía la cara lacerada y manchas de sangre en la parte superior de la cabeza. Frente al portal del edificio se había formado un pequeño corro de vecinos y curiosos entre los que vio al portero.

—Juan, ¿qué ha pasado?

—No sabemos, don Roberto. Debía de estar su mujer en el balcón cuidando las macetas, se habrá inclinado mucho en el borde y se ha caído a la calle. Suba usted corriendo en la ambulancia, que se la llevan al hospital.

Cuando llegaron a Urgencias del hospital poco pudieron hacer por ella. Dos horas después le comunicaron que todo había sido inútil. Había fallecido como consecuencia del politraumatismo causado por la caída.

La muerte de su mujer supuso un golpe muy duro para Roberto.

Mucho mayor de lo que él se hubiera podido imaginar.

Las primeras horas tras la tragedia se las pasó luchando para conseguir, mediante certificados médicos y declaraciones de testigos, portera y criada, que se considerara que la muerte había sido accidental y no se trataba de un suicidio y, por tanto, lo autorizaran para darle sepultura en el cementerio católico, ya que de lo contrario la Iglesia no lo permitiría.

Resuelto ese primer desafío y ya con la mente más liberada y tiempo para pensar, cayó Roberto en un estado de ánimo totalmente depresivo. Reflexionaba, examinando su vida hasta entonces, y se sentía culpable de la infelicidad y de la muerte de su mujer.

Y cuando pensaba en Marisol también se sentía culpable de haber roto ese matrimonio y amargado con ello la corta vida del pobre Andrés. Se consideraba un miserable.

Cuando salía del trabajo le costaba la misma vida volver a su casa y se pasaba las horas muertas vagando por las calles, haciendo tiempo para apenas tomar algo en cualquier sitio e ir a acostarse.

Dormía poco y mal, y todas las noches deseaba que amaneciera para meterse en la ducha, subirse al coche y salir rumbo a su despacho. Allí, entre hojas de balance, facturas y nóminas, encontraba el único refugio realmente efectivo para sus penas.

En la empresa todos eran conscientes de su situación y no solo no lo molestaban, sino que trataban de evitarle cualquier tipo de problemas.