Fragilidades - Jose Mª Asensio Aguilera - E-Book

Fragilidades E-Book

Jose Mª Asensio Aguilera

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Beschreibung

Por lo común no solemos tomar en consideración las potenciales Fragilidades del ser humano a la hora de pretender traducir en acciones los proyectos de orden social, político o personal que concebimos. Se tiende a pensar que todos ellos vienen avalados por una plena racionalidad, una no menor autonomía de las personas y el convencimiento de que está al alcance de nuestras posibilidades su exitosa realización. Una y otra vez, sin embargo, la experiencia del vivir y los aconteceres recogidos en la Historia vienen a confirmar lo contrario. Especialmente en un mundo tan complejo y propenso a los desequilibrios (sociales, económicos, medioambientales, etc.) como el actual, urge conocer cómo se generan las Fragilidades que pueden explicar los recurrentes conflictos que generamos y que muchas veces inciden de manera trágica en la vida de las personas y los pueblos. Las reflexiones del autor de este libro pretenden contribuir a la comprensión de esta problemática y a proporcionar elementos de juicio a quienes, desde el ámbito de la política, las instituciones sociales, la educación, la jurisprudencia o la psicología, inciden en los comportamientos y las valoraciones de las personas, sobre las cuales ejercen unas u otras influencias.

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Fragilidades

44

J. M. Asensio Aguilera

Fragilidades

Una aproximación a la inconsistencia de lo humano

Colección Con vivencias

44. Fragilidades. Una aproximación a la inconsistencia de lo humano

Primera edición en papel: febrero de 2016

Primera edición: mayo de 2016

© J. M. Asensio Aguilera

© De esta edición:

Ediciones OCTAEDRO, S.L.

Bailén, 5, pral. — 08010 Barcelona

Tel.: 93 246 40 02 — Fax: 93 231 18 68

www.octaedro.com — [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

SBN: 978-84-9921-808-3

Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila

Realización, producción y digitalización: Editorial Octaedro

A Carme

Prólogo

Iván Ilich agonizaba. «Sí, nada ha sido como debería haber sido —se dijo—, pero no importa. De todos modos, se puede hacer lo que se debe. No obstante ¿en qué consistirá eso? —se preguntó». El talento y la poderosa narrativa de Lev Tolstói (1828-1910) nos hacen partícipes, con frases de este calado, de las últimas reflexiones de Iván Ilich. Los postreros pensamientos de un destacado funcionario de Justicia de la administración zarista que bien podrían reflejar no solo la síntesis de su vida, sino la de muchas vidas, quizás, la de cualquier vida. Porque difícilmente un ser humano, en un momento u otro de su existencia, deja de apreciar que entre lo que hubiera pensado o deseado vivir y aquello que se ha dado realmente media, a veces, una considerable distancia. La misma, o parecida, que la con frecuencia observada entre los comportamientos de las personas y la valoración ética que debieran merecerles.

A pocas horas de abandonar este mundo como se encontraba el personaje ideado por L. Tolstói, pudiera parecer que poco habría de importarle ya si la realidad vivida había sido otra distinta de la imaginada y, menos aún, a qué pudo ello deberse. Su tiempo se estaba agotando. No obstante, el que le quedaba, iba a tener para Iván Ilich una especial significación. Apurando ya sus últimos momentos de lucidez, el moribundo magistrado no se interroga por las razones de esa «considerable distancia» entre «lo que debería haber sido» y no fue su vida. Solo advierte que se ha producido. Quizás, de haber sentido la necesidad de indagar acerca de las posibles causas de esa divergencia, Iván Ilich hubiera considerado cómo ciertas ignorancias, algunos incontrolados deseos o determinadas decisiones sobradas de vanidad le habían llevado a cometer lamentables errores. Aunque también es factible que hubiera pensado en tono de justificación: ¿Cómo prevenirse de las indeseables consecuencias que se derivan de los desvaríos de nuestro pensar, nuestras carencias o los impulsos de nuestro temperamento? ¿Cómo enfrentarnos al caos y a la inabarcable complejidad del vivir que siempre desborda nuestras previsiones? En realidad todos interpretamos mejor la vida mirándola en sentido contrario a como se va desarrollando. Todos sabemos más de ella conforme nos acercamos a su final. «Nada se puede hacer para evitar esta dinámica, la fatalidad del vivir, los acontecimientos debidos a múltiples azares», cabe imaginar a Iván Ilich exclamando con aliviada resignación. Pero, quizás también, diciéndose «puede que de haber aprendido a tiempo ciertas cosas, esa “considerable distancia” se hubiera reducido». Lo cierto es que a Lev Tolstói todas estas posibles reflexiones de su personaje debieron parecerle fuera de lugar. Al igual que responder a su pregunta «¿En qué consistirá eso de «hacer lo que se debe»?». Es probable que, sabiamente, L. Tolstói entendiera que esos aprendizajes siempre llegan tarde y que, como la vida, también la ética se mueve en el terreno de la incertidumbre. Mejor, pues, alejarse de la tentación de referirse a unas u otras normas que siempre conllevan inevitables e inadecuadas rigideces.

Con todo, horas antes de morir junto a su hijo y no siempre bien amada mujer, el escritor parece «conceder» a Iván Ilich la posibilidad de transformar todas las fragilidades de su vida en inesperadas consistencias. «En ese preciso instante —relata Tolstói— Iván Ilich se precipitó en el fondo del agujero, vio la luz y descubrió que su vida no había sido como habría debido ser, pero que aún estaba a tiempo de remediarlo. Se preguntó cómo debería haber sido, y a continuación guardó silencio y se quedó escuchando. Entonces se dio cuenta de que alguien le estaba besando la mano. Abrió los ojos y vio a su hijo. Y sintió pena de él. También se acercó su mujer. Iván Ilich la miró. Con la boca abierta y las lágrimas cayéndole por la nariz y las mejillas, lo contemplaba con expresión desesperada. Iván Ilich sintió pena también de ella.» Herido en su espíritu por las piadosas mentiras que continuamente escuchaba acerca de su salud, deseando recibir el afecto, las caricias y el compadecimiento que solo encontraba en Guerásim, su criado, un agonizante Iván Ilich supo, finalmente, mirar a los otros y sentirse en paz. Puede que esta fuera la propuesta acerca del «en qué consistirá eso del deber», que el gran escritor ruso quiso poner a la consideración de sus lectores: mirar a los demás.

Somos, en efecto, seres frágiles e inconsistentes que acostumbramos a reconocer muy tardíamente, cuando el tiempo, como a Iván Ilich, se nos agota o desgracias de diverso orden nos asolan, a dónde nos lleva a veces la condición humana y los desvaríos de la razón. No solemos reparar en las limitaciones de esta como tampoco en la notable influencia que ejerce sobre nuestras mentes su pasado histórico-evolutivo. De ambas cosas trataremos en las páginas que siguen con el ánimo, eso sí, de no abonar forma alguna de pesimismo paralizante. Muy al contrario, nuestra propuesta será la de confiar en que un mejor conocimiento de la manera en que nos afectan las influencias socioculturales puede evitarnos dolorosos desengaños, cuando no, desoladoras catástrofes. Por ajeno que nos resulte, parte de ese conocimiento guarda relación con la historia del órgano que nos permite adquirirlo y sus (nuestros) pasados, tanto el personal como el vinculado a nuestra evolución como humanos. O sea, con las interpretaciones que el cerebro/mente hace, en función de esos pasados, de las señales que percibe del medio físico y social en que nos desarrollamos. En definitiva, con cuanto supone para cada individuo el encuentro entre su condición de humano y la cultura que le modela.

I. Fragilidades, cultura y condición humana

Nos ocurre con la sabiduría lo que le sucedía a Aquiles con la tortuga. Siempre va un poco delante. Pero es un buen camino estar en su estela y seguir su fuerza de atracción.

H. Hesse, Elogio de la vejez, p. 70

Unos seres engreídos

Si de algo hemos dejado plena constancia desde nuestro inicial deambular por la Tierra, es de esa indisimulada arrogancia con la que solemos valorarnos y creemos disponer del futuro. Como también de un vivir permanentemente acuciado por afanes que surgen a menudo de los pensamientos que incita nuestra vanidad, cuando no del simple deseo de imitar anhelos ajenos. Para nuestra desgracia, cuando esto sucede, la prudencia y el buen juicio se baten en retirada, nos atribuimos cualidades de las que no disponemos y hasta corremos el riesgo de convertirnos en individuos de los que mejor ponerse a buen resguardo. Algunos mitos de nuestra tradición cultural así nos lo hacen ya pensar. Basta reparar, por ejemplo, en el relato del Génesis y cómo recién llegados a la vida tuvimos la osadía de desobedecer al Creador o, una vez caídos en desgracia, la de querer saber de Él y sus intenciones con el auxilio de la razón, para hacernos una idea de lo poco dados que hemos sido a cultivar la humildad. Una virtud que no acostumbramos a mirar siquiera con buenos ojos, como bien lo indica esa apreciable tendencia nuestra a desconfiar de quien la practica y nos atrevamos a calificar de «falsa» su modestia por el simple hecho de parecernos dudosas las intenciones de las personas que se comportan con sencillez y generosidad. La soberbia, compañera inseparable del poder, no dejará en ningún momento de reflejar el peso de su influencia en el amplio muestrario de desastres colectivos que recoge la Historia.

El conocimiento del que hoy disponemos acerca de nuestros humildes orígenes, bien podía haber sido el gran antídoto que pusiera un cierto freno a nuestra petulancia. Saber, por ejemplo, que ninguna de nuestras más notables cualidades mentales, como la razón o la conciencia, han aparecido por la intervención de alguien ajeno a la dinámica de la vida, pudiera habernos invitado a bajar de inmerecidos pedestales. Conocer nuestro cercano parentesco —en términos genéticos— con otros primates o que nuestras mentes surgen de la actividad de un cerebro deudor del pasado de la humanidad, debiera habernos animado a ser más prudentes y conscientes de nuestras limitaciones. Sin embargo, no parece que este haya sido el caso. Mirarnos en el espejo de la vida no nos ha hecho menos arrogantes al defender nuestras creencias, valorar nuestras capacidades o ponderar las del prójimo. Ni más conscientes de nuestras ignorancias o comedidos en nuestros juicios. Conocer, por sí solo, no parece, por el momento al menos, que haya tenido unos destacables efectos sobre nuestra vanidad. Nos puede, con exasperante frecuencia, percibir cuán distintos somos culturalmente del resto de los seres vivos, admirables los logros de nuestra racionalidad y mágicos esos impulsos de trascendencia que experimentamos en ocasiones. Seguimos entonces proyectándonos como si nuestra cuna fuera otra, las vidas que protagonizamos estuvieran bajo el control de nuestra libre voluntad y el futuro a merced de nuestros deseos. Nos movemos, de esta manera, entre la permanente ilusión de querer vivir conforme a estos, y la realidad que nos impone los avatares de la existencia y el barro evolutivo del que surgimos. Nos consta, sin embargo, que no tenemos otra posibilidad de mejora en términos humanos que la de traducir los conocimientos y experiencias que vayamos adquiriendo en espacios de civilidad y mutua comprensión.

De fortalezas y debilidades

Detenerse a considerar las posibles fragilidades de una especie como la nuestra que esparce sus casi siete mil millones de habitantes por los cinco continentes de la Tierra, dispone, prácticamente a voluntad, de la vida del resto de organismos y se apresta a organizar excursiones por el espacio con el ánimo de colonizar otros planetas, puede parecer la expresión de un escepticismo fuera de lugar. No son estas, ciertamente, las señales que cabe esperar de seres desprovistos de abundantes y singulares cualidades que merecieran ser reiteradamente admiradas y puestas de relieve. Por descontado, esto es lo que acostumbramos a hacer. Atribuirnos todo tipo de prendas y potencialidades por más que, ocasionalmente, no tengamos otro remedio que deplorar las penosas consecuencias derivadas de algunos de nuestros recurrentes delirios.

Lamentamos durante un breve tiempo (siempre hay nuevos deseos que nos urgen, necesidades que nos ocupan y demandan atención), las tragedias ocasionadas por nuestros egoísmos, ensoñaciones, falta de prudencia y sabiduría. Nos olvidamos pronto de esos evitables infortunios porque su recuerdo no nos es grato, fallecen las personas que los vivieron y les flaquea la memoria a quienes solo los conocieron de oídas. También, porque el influjo envanecedor al que antes me refería nos lleva a pensar que los estropicios que llegamos a causar se deben, principalmente, a las exigencias y avatares de unas singulares coyunturas. No a algo que pudiera decir de nosotros, de nuestro pensar y sentir, de la manera en que nos percibimos y tendemos a valorar las circunstancias personales y sociohistóricas por las que atravesamos.

De manera que salvados esos penosos momentos plasmados por la historia, el arte o la literatura, en los que no tenemos otra opción que reconocernos frágiles, desalmados o coyunturalmente estúpidos, solemos, más bien, en nuestras autorreferencias, destacar la excepcionalidad de lo humano, nuestras singulares capacidades creadoras, el poder de nuestra voluntad o la agudeza de nuestra inteligencia. Nos sentimos, en definitiva, la conciencia del universo, lo que nos incita a considerarnos un punto y aparte dentro de la naturaleza. Una misteriosa rareza dentro de los seres vivos. No importa conocer el significado de la obra de Ch. Darwin, que nos sitúa, sin más, en la azarosa evolución de lo viviente. La impresión de representar algo extraordinario y en cierto modo ajeno a la misma, permanece.

Sin duda las cualidades antes citadas merecen ser tenidas muy en cuenta en la explicación de lo humano. Aunque, por lo que hoy conocemos, sería a todas luces mucho más ajustado a la realidad rebajar unos cuantos grados la intensidad de los adjetivos que empleamos para calificarlas. Somos, efectivamente, por cuanto nos muestra la ciencia y la experiencia, bastante menos racionales, coherentes y autónomos de lo que solemos pensar. Pero nos falta la modestia necesaria para reconocerlo o la inteligencia que se requiere para advertirlo. Para tomar en consideración que nuestras fragilidades no son el mero fruto de la fatalidad o el reflejo de un momentáneo traspiés mental, sino más bien la expresión de algo semejante a «las cabezas de la Hydra que vuelven a crecer tan pronto las hemos cortado, porque extraen su poder de las características de los hombres y de sus sociedades» (Todorov, 2006: 142). Es decir, de un pensar/hacer que obliga a mantener una permanente vigilancia sobre la consistencia racional y ética de nuestros comportamientos.

Tenemos muy poco desarrollada, en definitiva, la humildad necesaria para apreciar que todo lo que nos singulariza dentro de la naturaleza no nos convierte, sin embargo, en seres ajenos a la misma. No acostumbramos tampoco a apreciar que algunas de las «fortalezas» que nos atribuimos albergan en su interior algún que otro germen de «fragilidad» susceptible de desarrollarse si no somos capaces de combatirlo. Porque, como apuntaba al inicio, tener la posibilidad de superpoblar la Tierra puede, de no obrar con algo de sabiduría y generosidad, acarrearnos en el futuro incontables problemas tanto medioambientales como sociales. Y otro tanto cabría decir de nuestros prodigiosos avances tecnológicos, que si bien pueden permitirnos algún día habitar otros planetas, curar múltiples enfermedades o transformar los desiertos en vergeles, también cabe que sean empleados en guerras devastadoras o para esquilmar los recursos de la Tierra. Nuestras posibles «fortalezas», sean cuales fueren, no dejan por consiguiente de poder transformarse en peligrosas «fragilidades» si se rompen ciertos equilibrios de orden individual, social o ambiental. Desterrados del Edén, según el Génesis, o, en versión más laica y científica, obligados por nuestra naturaleza a echar mano de la razón y la cultura para vivir como humanos, no nos queda otra opción para hacer más agradable nuestra existencia que hacer un buen uso de ambas, lo que supone, de entrada, considerarlas algo así como un arma de doble filo. Podemos segar con ella los peligros de la ignorancia y la soberbia, pero también acrecentar los que derivan de llevarnos por delante la conciencia de nuestras propias limitaciones.

Acerca de las fragilidades humanas

Cuando se dice de alguna estructura material, la salud de ciertas personas o la economía de un país que son «frágiles», no hacemos otra cosa que señalar su vulnerabilidad a las diversas fuerzas o influencias que normalmente habrán de soportar. De manera análoga, comentar de alguien que tiene un carácter débil supone otorgarle una limitada capacidad para afrontar las críticas, malentendidos, frustraciones, desengaños, tropiezos, etc., que suelen producirse en las relaciones humanas y la experiencia del vivir. Significa haber apreciado, por consiguiente, que alguien «cede» con relativa facilidad en sus planteamientos, propuestas o actitudes ante ciertos obstáculos o las influencias de terceros. O que se daña emocionalmente en demasía al encarar situaciones que entendemos habituales y no afectarían de igual modo a la mayoría de individuos. De suceder esto, o sea, de apreciar que ese consentir, ceder o dañarse como respuesta a ciertos estímulos o circunstancias fuera algo común, se podría interpretar entonces que tales fragilidades son la expresión de un rasgo específico compartido por la práctica totalidad de las personas. Caso contrario, las asociaríamos más bien a las dispares huellas dejadas en las mentes de los sujetos en función de lo acontecido en sus vidas. Así, que alguien exprese pesadumbre, tristeza, incluso ira, o ciertas dificultades de orden cognitivo (fallos de memoria, distracciones, etc.), después del fallecimiento de un hijo/a, es algo que cabe esperar en la mayoría de individuos. Al igual que de quienes hayan sufrido malos tratos en su infancia una mayor vulnerabilidad emocional a las muestras de rechazo o desaprobación que reciban posteriormente. En ambos casos estaríamos haciendo referencia no solo a la influencia de ciertos acontecimientos, sino a la condición humana y nuestra común manera de responder a ciertas experiencias lacerantes. No a fragilidades individuales que pudiéramos considerar debidas a causas orgánicas o al mero hecho de haber vivido determinadas situaciones traumáticas. Las que calificamos de esta manera también dice de nosotros, no solo de su potencial poder para afligirnos.

Las fragilidades que experimentamos nos sitúan, por consiguiente, ante el riesgo de la desadaptación, de la ruptura de los equilibrios fisiológicos, anímicos y cognitivos que el organismo precisa mantener. Podríamos pensar entonces que una buena manera de combatir esos desequilibrios fuera «endurecer» nuestras mentes para así hacerlas menos sensibles a las contingencias del vivir. No creo, sin embargo, que este intento de hacernos refractarios a lo que nos acontece fuera la mejor solución a nuestros problemas en este sentido, sino más bien todo lo contrario. Si, para utilizarlo a modo de analogía, nos trasladamos por un momento al ámbito de la física, observaremos, en efecto, que el concepto opuesto al de «fragilidad» no es el de «dureza» sino de «ductilidad». Expresión que alude a la capacidad que tienen algunos materiales para deformarse ampliamente sin llegar a romperse. Llevada metafóricamente esta idea al terreno de lo psicológico nos vendría a decir que las personas a las que su entorno suele calificar de «rígidas», «duras» o que tienen «mucho carácter», pueden, no obstante, esconder serias fragilidades que determinados «golpes» del vivir pone a veces en evidencia. Ser «dúctil» a este nivel significaría, por el contrario, que los individuos han adquirido la capacidad de «absorber», sin «agrietarse», los impactos negativos que procura la existencia, ni dejar de expresar sus sentimientos. Como tampoco la posibilidad de mostrarse razonablemente sensibles a las influencias de otras personas y no por ello dejar de tener criterio propio. Desde esta perspectiva, al calificar a una persona de «dúctil» no nos estaríamos refiriendo, pues, a alguien que se mostrara emocionalmente indiferente a cuanto sucede a su alrededor, o «dócil, fácil de educar, de conducir o de convencer»,1 para acomodarse así de inmediato a las solicitudes ajenas. Sino a quien asume con entereza y flexibilidad mental la suerte que le depare su vida y no haga de cualquier disensión un motivo de seria desavenencia.

Todos estos intentos de matizar lo que aquí entiendo por «fragilidades» tienen por finalidad advertir que, al considerar las humanas, partiré del supuesto de que estas no son constitutivas de las personas, por más que no dejemos de apreciar en ellas tanto ciertas limitaciones de tipo sensorial o motor, como mental y físico. Algo que se hace aún más notorio en la vejez cuando el anciano «Penosamente se arrastra a lo largo/de su larga noche,/aguarda, escucha y vela./Ante él descansan sobre la colcha sus manos, la izquierda y la derecha,/rígidas y tiesas, servidores cansados./Y ríe/suavemente, para no despertarlas» (Hesse, 2011: 72). Las fragilidades a las que aludo no serían de este orden, sino las que resultan del diálogo que todo individuo, entendido como entidad psicobiológica e histórico-evolutiva, establece con su medio sociocultural y que tanto pueden afectar al joven como al adulto. Serían la desafortunada expresión, pues, de la interacción o confluencia entre ciertas disposiciones hereditarias propias de los humanos y determinadas actuaciones del entorno social y educativo. No de ciertas enfermedades o del inevitable desgaste del organismo que se produce con el paso de los años.

Precisamente el hecho de que podamos orientar dichas formas de actuar en el sentido de promover o evitar ciertos comportamientos nos hace pensar que tales fragilidades no tienen por qué ponerse necesariamente de manifesto. O que pueden hacerlo con una u otra intensidad. Porque en el caso de conocer las tendencias o disposiciones que nos caracterizan como humanos, estaría en nuestras manos generar las influencias socioeducativas que pudieran modularlas. Así, en el ejemplo citado anteriormente, cabe considerar que aun siendo prácticamente universal la respuesta de frustración y dolor ante la pérdida de un hijo/a, el alcance de esta —y las fragilidades que puede poner en evidencia— sería de una u otra hondura en función de las atenciones (compañía, muestras de afecto, orientaciones, etc.) que las personas recibieran de su entorno. Y lo mismo se podría decir de los niños/as que hubieran sufrido malos tratos. En la mayoría de los casos, la variable capacidad de resistencia a los mismos (la llamada resiliencia)2 permitiría, de recibir a tiempo esos niños/as el amor, la confianza y la protección de los que se vieron privados, desarrollar las aptitudes necesarias para desenvolverse en sociedad sin mostrar los trastornos inducidos por las injurias que han soportado. Algo que sería improbable se diera de persistir estas y no haber podido escapar de la situación en que se encontraban.

En cierto modo las fragilidades a las que aludo cabría considerarlas como el resultado del (des) encuentro entre la lógica de la vida, que ha configurado unos cerebros al servicio de la supervivencia/reproducción de los individuos, y la variable lógica del vivir humano que, además de pretender satisfacer esas mismas aspiraciones, se proyecta al logro de una amplia gama de finalidades de raíz personal y sociocultural. Al conjugarse estas no siempre coincidentes lógicas o componentes del comportamiento —la que representa el ser humano configurado según los «valores»3 de la especie, con la propia de la cultura y los suyos— puede suceder que nuestras disposiciones naturales y necesidades biopsicológicas se vean reprimidas o encorsetadas por el medio social al extremo de llegar a comprometer los equilibrios físicos y psicológicos de los individuos. Estaríamos en este caso considerando la expresión de un desencuentro entre nuestras disposiciones biológicas y ciertos valores culturales. En otras ocasiones, sin embargo, es la propia dinámica sociocultural la que exacerba nuestras tendencias valorativas de tipo estructural-evolutivo y la que se aprovecha de estas para sus propios fines que no serían otros, por lo común, que los establecidos por determinadas instancias de poder (social, político, económico, religioso, etc.). O sea, por las personas e instituciones que descubren en la praxis que los humanos resultan más «manejables» cuando se actúa de unas determinadas maneras y no de otras. Nada más efectivo, por ejemplo, para generar adhesiones a un proyecto xenófobo o nacionalista, que pronunciar inflamados discursos de este tinte en condiciones de precariedad económica o supuesto agravio de terceros. Todo esto, claro está, si consideramos, como parece convenir al caso, que los humanos tendemos a manifestar una cierta prevención hacia los extraños así como unos notables sentimientos de pertenencia a nuestro país o comunidad.

Según lo anterior no serían nuestras disposiciones o tendencias naturales, por sí mismas, las causantes de estas fragilidades aunque estas querencias pudieran inducirnos, en ocasiones, a cometer ciertos errores o contravenir determinadas convenciones de carácter social o moral. No se debe olvidar al respecto el potencial carácter adaptativo de dichas disposiciones naturales y la posibilidad que tenemos de orientarlas socialmente. Experimentar, por ejemplo, un gran temor ante un peligro supuesto o imaginado no representaría, sin más, una fragilidad de nuestra mente. Como tampoco desear la mujer de tu prójimo o sentir ira hacia alguien que nos ha querido dañar. La fragilidad podría revelarse, en todo caso, de vivir en unos ambientes que propiciaran, en relación a lo anterior, experimentar un permanente desasosiego, ignorar la voluntad de las personas que pudieran ser objeto de nuestros deseos o reacionar con una desmedida violencia a una banal desconsideración. Es al interactuar nuestras capacidades mentales, automatismos funcionales y tendencias valorativas diseñadas por la evolución hace miles o millones de años, con determinados medios de desarrollo humano —social y educativo— cuando cabe hablar de «fragilidades», caso de que esa interacción deteriore nuestros equilibrios físicos y mentales o la convivencia.

Dado que ninguna estructura o función es independiente de las condiciones del contexto para el que fueron diseñadas, parto del supuesto de que los drásticos cambios experimentados en nuestras formas de vida, sobre todo en los últimos siglos, han podido poner de manifiesto fragilidades que en épocas remotas podrían no haberse hecho evidentes o mostrado, quizás, en menor o mayor grado. Así, aquello que cabe detectar hoy en nuestras sociedades son ciertos desajustes cognitivos y emocionales que los individuos padecen sobre todo como consecuencia de que «La evolución biológica nos ha moldeado para un mundo que desapareció hace muchos, muchos años y no logramos adaptarnos al mundo moderno» (Ornstein, 1994: 16). Las causas de nuestras flaquezas no debiéramos buscarlas, por consiguiente, en lo que nos legó nuestro pasado evolutivo sin tener en cuenta, al mismo tiempo, los contextos, las características del entorno sociocultural en que nos situamos. Y cabe recordar en este sentido que después de vivir durante más de cien mil años en pequeños grupos compuestos por individuos que se reconocían mutuamente y participaban de unas culturas locales muy elementales, hemos pasado a hacerlo en el anonimato de las grandes aglomeraciones humanas y la «cultura-mundo» (Lipovetsky y Serroy, 2010), o sea, la cultura que impulsa las nuevas tecnologías y pretende modelar hoy significativamente nuestras mentes a través de las pantallas.

La cultura como problema

Hubo un muy lejano tiempo en que los conocimientos y recursos tecnológicos de que disponían los humanos eran tan escasos, que la suerte que pudiera correr cualquiera de ellos dependía, más que nada, de la natural habilidad o fortuna que tuvieran para sortear los peligros de la naturaleza. De si, por ejemplo, lograban escapar de los gases y la lava que emitían la erupción de un volcán, superaban con sus defensas inmunológicas la virulencia de algún agente patógeno o sabían despistar a un depredador hambriento que intentara aprovecharse de nuestras limitadas capacidades para huir a la carrera. Muy probablemente, entre los riesgos a considerar en esa inicial andadura por la Tierra, también habría de incluirse el que suponía tropezarse de manera inesperada con congéneres desconocidos que, por más pinta de humanos que tuvieran, no dejaban de representar una amenaza. La que representaba, cuanto menos, no poder prever sus reacciones. Obligados como estaban esos remotos antepasados a prestar una permanente atención a lo que sucedía en su más inmediato entorno por razones de seguridad, nada mejor para ellos que echar mano de la prudencia que promueve el miedo y de una inteligente cooperación para atender sus necesidades vitales.

A partir de esta precaria situación inicial y haciendo gala de nuestra natural inteligencia pudimos ir, paso a paso, controlando muchos de los peligros que nos rondaban. Accedimos paulatinamente a la posibilidad de pensar en el mañana porque fuimos garantizándonos presentes que ya se podían vivir con una relativa tranquilidad. La necesaria para, entre otras cosas, desarrollar nuestro incipiente universo cultural. Dando un gran salto en el tiempo, llegamos así un buen día en la antigua Grecia a alumbrar, en un arrebato de insumisión mental, la idea de que era posible explicarnos el mundo eludiendo la caprichosa intervención de los dioses. Surgió la filosofía. Miramos/interrogamos al cielo y el orden que en él se apreciaba y vimos nacer las matemáticas y la geometría que intentaron traducirlo en cifras, correspondencias y relaciones. Se entronizó la razón. Pero, muy a pesar de la confianza que depositamos en ella, no abandonamos en ningún momento ni el pensamiento mítico ni, lamentablemente, la tendencia a resolver por la vía de la violencia los conflictos que se generaban entre las personas y los pueblos. Como tampoco lo hicimos cuando en el siglo xvii con Galileo, y más tarde Newton, se abrieron las puertas a la ciencia determinista o, ya en el xx supimos, con la física cuántica, de la incertidumbre de nuestros conocimientos y la enorme capacidad destructiva de la energía nuclear. Sin haber logrado domesticar nuestra agresividad y afán de dominio, las ideas surgidas de la razón y la cultura4 de cada tiempo y lugar se fueron convirtiendo, con el devenir de los siglos, no solo en el gran motor de la evolución humana sino, también, en nuestro más serio problema. Una y otra habían puesto en nuestras manos y atribuladas mentes unos medios tecnológicos que podían alterar cada vez en mayor medida la dinámica del vivir, las condiciones medioambientales y el control sobre los cada vez mayores riesgos que suponen su manejo.

Haber pasado de depender casi exclusivamente de los venturosos azares evolutivos y unos precarios conocimientos para sobrevivir, a los logros de nuestra inteligencia creativa da pie a que legítimamente nos consideremos, como tantas veces se ha dicho, los «seres culturales de la naturaleza» por excelencia. Conviene, no obstante, al emplear esta expresión, no olvidar lo que supone el genitivo «de la naturaleza». Porque hacerlo supondría perder de vista algo esencial para comprender nuestras fragilidades: que tanto nuestra condición biológica, con sus restricciones, preferencias y disposiciones, ejerce una influencia sobre la dinámica sociocultural, como esta lo hace sobre las aptitudes y equilibrios biopsicológicos de las personas. Ambos aspectos se complementan en la gestión del vivir humano, en ese deseable saber maniobrar con los cambios culturales y educativos que producimos para no fragilizarlo y poner en peligro nuestro bienestar.

En términos históricos sabemos que la orientación sociocultural de nuestras valoraciones y comportamientos no solo no ha sido siempre la adecuada sino, con frecuencia, la principal causante de los desequilibrios (ecológicos, sociales, económicos, relacionados con la salud, etc.) y las tragedias (guerras, genocidios, etc.) vividas por la humanidad. En otro orden de cosas, incluso cabe considerar que algunas de las exigencias de la cultura, tomadas en un amplio sentido, no han dejado secularmente de producirnos una cierta incomodidad personal. Una sensación de fastidio a la que ya se refería S. Freud en El malestar en la cultura cuando aludía a la animosidad que los humanos manifestaban hacia lo cultural por el papel cohercitivo que ejerce sobre nuestros impulsos instintivos. «Esta frustración cultural —decía el fundador del psicoanálisis— rige el vasto dominio de las relaciones sociales entre los seres humanos, y ya sabemos que en ella reside la causa de la hostilidad opuesta a la cultura» (Freud, 1999: 90). Al atribuir Freud a ciertas represiones de raíz sociocultural relegadas al inconsciente las negativas consecuencias que él observaba en la salud mental de algunos individuos, nos venía a sugerir que la cultura también puede convertirse en un problema. No ya por su inevitable función reguladora de las relaciones sociales, sino porque ciertas normas, costumbres, valores y formas de vida pueden ocasionar a veces apreciables alteraciones del equilibrio físico, emocional y psicológico de las personas. Vivir así, como es común en nuestro tiempo, en una permanente agitación y continuos estados de ansiedad por temor a la pérdida del trabajo, la salud, la pareja, los recursos económicos, etc. O por satisfacer el intenso deseo de mejorar nuestro estatus laboral y social, no encorseta ningún instinto en el sentido freudiano de la expresión. Simplemente estresa y desarmoniza porque estas formas de vida atropelladas no se acomodan a nuestras naturales demandas biopsicológicas. De ahí el desasosiego, cansancio, apatía, insomnio, angustia, etc., que manifiestan tantos individuos en nuestras sociedades, por no citar el notable incremento en las últimas décadas de ciertas disfunciones mentales (depresiones y fatigas crónicas, obsesiones y trastornos bipolares, déficits de atención e hiperactividad etc.) que no parecen del todo ajenas a las actuales condiciones de vida.

Si pensamos que durante la mayor parte de nuestro trayecto evolutivo hemos vivido en espacios abiertos y tiempos en los que no se amontonaban precisamente los acontecimientos sino todo lo contrario, la aparición o el incremento de esas insatisfacciones y trastornos psíquicos tampoco debieran sorprendernos demasiado. Serían las naturales respuestas de los organismos a un vivir a contrapelo de muchas de nuestras necesidades biopsicológicas. A ese desplazarnos hacinados por lugares carentes de horizontes y viviendo tiempos comprimidos que nos sitúan permanentemente en el reino de lo efímero. De lo que apenas podemos apreciar porque solo durante unos instantes lo percibimos. Tal como nos sucede al ingerir los «platillos» de la llamada «nueva cocina», cuando el cerebro escasamente toma noticia de lo que ha degustado y ya se «enfrenta» a un nuevo «plato-sensación». Sin memoria a la que referirlos, los alimentos pierden entonces el sabor añadido que supone asociarlos a la biografía de cada individuo, a su experiencia personal. Se podría aventurar que participando de esta cultura culinaria, M. Proust no hubiera tenido ya la opción de rememorar el placer físico y mental que le proporcionaban sus añoradas magdalenas de la infancia. Y, análogamente, nosotros, en este mundo de fugacidades al que a diario nos enfrentamos, tampoco tenemos muchas veces la oportunidad de saborear nada de lo que consumimos ni de comprender apenas nada de lo que sucede en un mundo comprimido, reducido a una sucesión de instantes y noticias. La cultura que impulsa unas determinadas formas de vivir puede convertirse así en un motivo más de estrés, y dejar de ser esa potencial fuente de bienestar físico y espiritual que cabe esperar de ella.

Cuando se dice, por consiguiente, que en nuestras sociedades la manera en que las personas trabajan y se relacionan inducen en muchas de ellas diferentes alteraciones fisiológicas o mentales, lo que se está significando es que los comportamientos que aquellas promueven no se compadecen con nuestras disposiciones naturales, o sea, con los valores biológicos con los que fuimos lanzados al mundo. O, lo que vendría a ser lo mismo, se señala que nuestra plástica naturaleza no es, sin embargo, de una flexibilidad ilimitada ni responde por igual a las diversas fuerzas deformantes del entorno sociocultural. El sufrimiento psíquico (como el físico) orienta acerca de unas resistencias, de unos límites, de unas aversiones a ciertas actuaciones del medio. De manera análoga, cuando se observa que determinadas enseñanzas o propuestas de la sociedad se propagan con una pasmosa facilidad, también se está insinuando la sospecha de que estos logros pueden deberse a que aquellas «sintonizan» o «juegan a favor» de lo sugerido por algunas de nuestras naturales tendencias. Cuando tal cosa ocurre podemos hasta llegar a comportarnos como seres autodomesticados. Es decir, como personas que pueden actuar incluso contra su propio bienestar físico y psicológico sin que nadie parezca forzar las voluntades de quienes así se comportan. Participando, por consiguiente, de una especie de abuso autoinducido que, por supuesto, resulta «mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el explotado» (Chul Han, 2014: 31, 32). Nos mostramos reacios por lo común a considerar cualquier asomo de restricción a nuestra libertad de carácter biológico, pero no solemos preguntarnos por las razones de nuestra ostensible y secular vulnerabilidad a ciertas manipulaciones socioculturales.

El desarrollo tecnocientífico y cultural en su encuentro con la condición humana puede contribuir, por consiguiente, tanto a nuestro bienestar como a desencadenar la manifestación de numerosas fragilidades. Estas son las ventajas y los inconvenientes que se derivan de la indudable capacidad de los humanos para especificar las reglas de juego bajo las cuales deseamos desarrollar nuestras vidas. Podemos beneficiarnos de nuestras ideas y conocimientos o ser los causantes de nuestras propias desgracias. Todo va a depender de los valores que prioricemos y el consiguiente uso que hagamos de los medios de los que en cada momento podamos disponer. Entre estos no cabe considerar solo los tecnológicos. Muy al contrario, conocida buena parte de la historia de la Humanidad, lo urgente parece ser más bien hoy comprender qué significa para nosotros conocer, pensar, sentir o comunicar y el impacto que sobre esas cualidades de nuestros cerebros tiene la cultura que asimilamos. O sea, comprender la naturaleza de los instrumentos mentales de que disponemos para construir nuestras realidades y aprender a dialogar con las ajenas.

Cosas que les suceden a seres inteligentes

Con frecuencia, muy a pesar de nuestros nobles apellidos —sapiens sapiens— y los incuestionables éxitos de la racionalidad que nos caracteriza, entrever dónde puede haber ido a parar la sensatez y el buen juicio de las personas representa todo un reto para la imaginación. En la mayoría de ocasiones, no porque se aprecien incoherencias en sus discursos que pudieran desconcertarnos e hicieran ya prever esas conductas y valoraciones faltas de cordura. Salvo excepciones, no es este el caso. Muy al contrario, lo que sorprende más bien de la mente humana es la «normalidad» con que alumbra o da crédito a ciertas percepciones, ideas o comportamientos que, consideradas «fríamente» o desde otros sistemas de creencias, no dudaríamos en calificar de absurdas e impropias de seres racionales atendiendo a lo que muchos individuos pueden dar por creíble, justo o adecuado. No menos extrañeza produce comprobar la poca atención que nuestras mentes suelen prestar a la consistencia de las premisas con que hilvanan los pensamientos, así como su acusada propensión a ignorar la influencia de lo emocional en la que consideran sus lógicas y objetivas valoraciones. Como también la obstinación con que niegan a veces la evidencia de unos hechos cuando estos se oponen a las ideas que manejan, y la insólita facilidad con que transitan de lo racional a lo mítico, se dejan seducir por otras voluntades o tienden a identificarse con determinados símbolos e ideologías. Disponemos, en definitiva, de unas mentes que manifiestan unas inesperadas tendencias valorativas que, con relativa independencia del nivel cultural de las personas, pueden comúnmente advertirse al analizar el comportamiento humano y dar pie a numerosas fragilidades.

Cuando estas inconsistencias del pensamiento se comparan con las excelencias que muestra la razón para escudriñar en las intimidades de la materia o fabricar objetos de todo tipo, no podemos por menos que asombrarnos y pensar que nuestra claridad mental no parece ser la misma cuando tratamos con las cosas o fenómenos físicos que cuando lo hacemos con los problemas humanos, nos enfrentamos a situaciones complejas, nos abruman los sentimientos o nos adentramos en el mundo de las ideas y lo que estas pueden representar. Situados en una determinada atmósfera sociocultural, puede ocurrir así que muchas personas se conviertan en meras marionetas de las creencias, y las emociones a ellas asociadas, que se promueven en esos ambientes y dar lugar a las más descabelladas valoraciones, las más inesperadas inconsistencias, las decisiones menos oportunas, las confianzas menos justificables o los actos de violencia más extremos.

Las disonancias mentales antes apuntadas pueden verse reflejadas en un amplio abanico de situaciones y tener una significativa importancia tanto a nivel de las relaciones interpersonales como de las que se establecen entre las distintas instituciones sociales, pueblos y naciones. No se olvide que muchas de esas tendencias mentales limitan las posibilidades de diálogo así como la mutua comprensión entre las personas y las comunidades humanas porque, influidos por las sensaciones asertivas que procuran, los individuos pueden llegar a creer legítimamente avalados sus supuestos y cuanto de ellos pudiera derivarse, lo que en nada contribuye a la creativa y pacífica resolución de los conflictos.

Veamos a continuación, con ánimo ilustrativo, algunas de esas fragilidades de la mente humana a las que pretendo referirme y que, auspiciadas por unas u otras creencias y ambientes socioculturales, se han podido poner de manifiesto en nuestro más reciente pasado.

El dos de agosto de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial. Según relatan los historiadores, las previsiones de los altos mandos de los ejércitos beligerantes eran que el conflicto sería de muy corta duración y no produciría «excesivas» víctimas. Por supuesto, también vaticinaban que conseguirían una rápida victoria y los amplios beneficios económicos y territoriales asociados a la misma. La guerra, sin embargo, duró cuatro interminables años y produjo, entre militares y civiles, más de veinte millones de muertos. Nadie, al parecer, contaba con un desastre de esta envergadura. Es más, tan solo unos meses antes de desencadenarse el conflicto, la intelectualidad europea se las prometía muy felices confiando en las influyentes opiniones del periodista y escritor N. Angell,5 para quien la guerra era impensable que pudiera declararse entre países que compartían tantos intereses comerciales y financieros. Una contienda bélica a escala mundial no podía favorecer a nadie, luego era absurdo siquiera planteársela. No obstante se produjo. La paz se hundió como tantos otros Titanics que la vanidad humana y nuestras flaquezas mentales nos hacen creer insumergibles.