Fraile Aldao - Jaime Correas - E-Book

Fraile Aldao E-Book

Jaime Correas

0,0
10,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Descubrir al Fraile Aldao es desarmar la leyenda negra del cura endemoniado y caudillo federal despiadado. Con fama de amante ardiente, bebedor y jugador de naipes empedernido, dejó los hábitos hasta llegar a ser general heroico del Ejército de los Andes y gobernar Mendoza en nombre del federalismo.   José Félix Aldao fue un caudillo mendocino poco conocido de las guerras civiles, pero, sobre todo, una figura incómoda e inasible. Para los liberales era un símbolo de la barbarie, y para los federales, un personaje de segunda línea. ¿Por qué, pese a ser un héroe de la Independencia americana, quedó en un limbo de desconocimiento?   El escritor mendocino Jaime Correas navega de manera magistral entre la historia y el relato para reescribir el mundo de Aldao. Tras una exhaustiva investigación histórica y documental, recurre a la narración para darle vida a la figura impulsiva, pasional y contradictoria del fraile que se convirtió en general de la Santa Federación.   Siendo sacerdote, Aldao tuvo dos hijos con la joven Concepción. Ya como militar, tuvo descendencia con la Limeña y con Dolores, y convivió con ambas en la casa ubicada en El Plumerillo. Defendió la frontera sur contra los indígenas y participó en la guerra civil del lado de los federales, bajo el mando de Quiroga y como aliado de Rosas. Se enamoró de Romana, que fue compañera y amante hasta el final. Su testamento fue símbolo de su espíritu atribulado: pidió ser enterrado con el hábito de fraile dominico y el uniforme de general.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 364

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Contenidos

Prólogo - La historia, entre el arte político y la literatura

Introducción - José Félix Aldao, un olvidado

1 - El hijo del demonio

2 - El ingreso al sacerdocio

3 - La paternidad secreta

4 - Los conjurados

5 - Reclusión y estudio en Buenos Aires

6 - Capellán del Ejército de los Andes

7 - De fraile a soldado

8 - La Limeña

9 - Escape a Chile

10 - Regreso al desierto

11 - El encuentro con Facundo

12 - La batalla del Pilar

13 - Ya viene Quiroga

14 - Detenido por Paz

15 - Yanquetruz, el indio invisible

16 - La campaña al Sur

17 - Cartas con Rosas

18 - Gobernador de Mendoza

19 - Entrevista con el Restaurador

20 - Regreso a la gobernación

21 - Una larga agonía

22 - El testamento

Agradecimientos

Bibliografía

Puntos de interés

Tapa

Correas, Jaime

Fraile Aldao : un general de la Santa Federación / Jaime Correas ; prólogo de Hernán Brienza. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Marea, 2022.

Libro digital, EPUB - (Pasado imperfecto / Hernán Brienza, ; Los caudillos)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-823-001-6

1. Historia Argentina. 2. Biografías. 3. Historia Militar. I. Brienza, Hernán, prolog. II. Título.

CDD 920.71

Coordinación y edición: Víctor Sabanes

Asistente de edición: Ángeles Prisco Cosulich

Diseño de tapa e interiores: Hugo Pérez

Comunicación: Fernando Brovelli

Corrección: Brenda Wainer

Imagen de tapa: Retrato al óleo de José Félix Aldao,

obra de Fernando García del Molino

© 2022 Jaime Correas

© 2022 Editorial Marea S.R.L.

Pasaje Rivarola 115 – Ciudad de Buenos Aires – Argentina

Tel.: (54 11) 4371-1511

[email protected]

www.editorialmarea.com.ar

ISBN 978-987-823-001-6

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Depositado de acuerdo con la Ley 11.723.

Todos los derechos reservados.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento sin permiso escrito de la editorial.

Para Adriana, otra vez.

Para Andrew Graham-Yooll, in memoriam.

No nos dejes caer en la tentación,

y líbranos del mal.

Padre nuestro

Durante las guerras civiles, nuestra grande epopeya,

el sacerdote y el caudillo obraban con mancomún

y a veces eran uno mismo, puesta la casaca del general

sobre la sotana. Es el caso, entre otros, del fraile Aldao,

caricatura bárbara de Richelieu.

Ezequiel Martínez Estrada,

Muerte y transfiguración de Martín Fierro

Prólogo

La historia, entre el arte político y la literatura

Esta es la historia de un hombre. Y no es poco decir. Ni tampoco es una verdad de Perogrullo. Contar la vida de un individuo en su circunstancia y su contexto, con sus opciones, aciertos, equivocaciones y miserias, puede ser uno de los actos más insolentes que un escritor puede llevar adelante con la narración de una figura histórica. Me refiero a esa humanización chusca que consiste en descubrir los amores secretos y las pequeñas desviaciones supuestamente escandalosas, ese cartoneo innecesario en la intimidad de un biografiado con el simplón motivo de mezclarnos a hombres y mujeres del pasado y del presente en un mismo lodo discepoleano. Por el contrario, este libro trata del proceso de comprensión de las acciones erradas o acertadas de un personaje falible, siempre falible, haciendo política.

Es por esa razón que esa humanización es resultado de una concepción profundamente política, porque no hay nada más antipolítico que la mitificación, la cosificación de un líder o una persona que protagonizó un periodo histórico. Incluso, cuando se lo hace positivamente, ya sea a un individuo o a una generación, como puede haber sido la de 1810 o la de los años setenta, porque, de ese modo, se niegan sus valores reales –sus corajes y sus miedos– de hombres y mujeres comunes atravesados por una encrucijada.

La biografía de José Félix Aldao, escrita por Jaime Correas, transita por el andarivel de la humanización. El autor lo hace de la mano de la ficción como herramienta para darle mayor plasticidad al desafío de retratar a ese hombre que fue sacerdote, amante, guerrero, revolucionario, general del Ejército de los Andes, caudillo federal, gobernador de Mendoza, y alborotador permanente. En la pluma de Correas uno puede reconocer trazos artísticos que recuerdan la máxima recomendada por el historiador Vicente Fidel López, en el siglo xix: “La historia es un arte”.

Está claro que no hay una sola forma de contar la historia. Desde el nacimiento de la patria hasta hoy convivieron distintas maneras de relatar el pasado. Elitistas, populares, revisionistas, divulgadores, anecdotistas, novelistas, dramaturgos, académicos, todos ellos son hijos y nietos de las primeras corrientes historiográficas que representaron Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López, y entre los que se cuela el tucumano Juan Bautista Alberdi, con sus obras de teatro, como El gigante Amapolas.

La discusión sobre cómo contar la historia no es nueva. El debate capital de la historiografía argentina se produjo en 1881, cuando Vicente Fidel López, al publicar su Historia de la Revolución Argentina, criticó la obra de Bartolomé Mitre, lo que motivó una polémica notable, condensada en tres volúmenes, uno publicado por López, bajo el título Debate histórico, y dos por el general Mitre, con el título Comprobaciones históricas y Nuevas comprobaciones históricas, en 1881 y 1882. En realidad, se trata de la polémica central sobre la historiografía vernácula, en la que se enfrentan las dos grandes escuelas estilísticas del siglo xix, representadas por López y Mitre.

La escuela mitrista, por ejemplo, considera que la historia debe ser elevada al nivel de una ciencia y basa su mirada en la investigación de los hechos para poder contrastarlos a través del examen crítico de los documentos. De esa manera, intenta recuperar el método experimental de las ciencias naturales. Mitre define con claridad esa noción en su libro Comprobaciones históricas: “La historia no puede escribirse sin documentos que le den la razón de ser, porque los documentos de cualquier manera que sean constituyen, más que su protoplasma, su sustancia misma. El documento es a la historia lo que la horma al zapato que fabrica el zapatero”. La discusión de los llamados “padres de la historia” abrió la producción historiográfica en dos: de un lado, los defensores de la metodología como reparo de la subjetividad y, por el otro, aquellos que apostaban a la reconstrucción y acercamiento del pasado al gran público. Con brocha gorda, uno podría decir que el mitrismo parió la “historia profesional” y que López alumbró a los divulgadores.

López, en cambio, considera a la historia como un arte, donde lo sustantivo es la reconstrucción viva de los hechos. Allí, se hace hablar y actuar a los personajes e interpretar las ideas y las pasiones de la época, en una suerte de acto de resurrección o evocación histórica. López recoge las versiones de la tradición oral en una narración llena de interés y color, que atrapa al lector. Como contrapartida, desdeña el método, no muestra demasiado afán en clasificar los documentos y no le interesa la verificación de los hechos, sino la escenificación del drama.

No es objeto de este prólogo, sobre la vida del Fraile Aldao, la disquisición historiográfica argentina, pero sí retomar el guante arrojado por López: “La historia es un arte”. He allí el extracto de la discusión. Por supuesto, podría leerse la frase de López de forma literal, donde el término “arte” está funcionalizado como pericia, habilidad, destreza. Pero hay una segunda acepción que está ligada a la posibilidad de entrecruzar técnica o ciencia con estética, es decir, la reconstrucción de la historia como un hecho artístico y estético. Allí, el pasado debe ser recreado con belleza.

Lejos estoy de sostener que entre arte y belleza hay una conexión directa exenta de contradicciones, recodos, grietas, intersticios, donde lo horrible se entromete para que una obra sea más revulsiva que cómplice con el mundo. Lejos estoy de creer que el arte existe para apaciguar a una humanidad que en muchos aspectos es fabricante de injusticias y desatinos. El arte que más me convoca es el que se envuelve en la rabia, el que no se entrega a la complicidad ni a la complacencia. Y si la historia es un arte, entonces, solo puede estar allí para movilizarnos, conmovernos y compadecernos de los protagonistas del pasado.

El texto de Correas logra el objetivo de conmover, hacernos reflexionar y comprender la situación de los personajes en el tiempo en que ellos viven. Porque cuando el arte se relaciona con la historia no habla tanto del pasado como del momento en que es percibida una obra. Un cuadro de Caravaggio, una sonata de Beethoven o un filme de Fellini nos dicen tanto del momento en que fueron creados como del momento en que son percibidos y recreados una y otra vez por cada receptor.

Un libro, entonces, es un presente permanente. La historia que allí se relata no puede cristalizarse, aunque se abandone el volumen en un estante. Es un hecho que siempre está reproduciéndose en cuanto se abren sus páginas. Por eso es imposible retener la historia. Una obra puede relatar un suceso ocurrido en el pasado, pero en cuanto es leída o releída ya sugiere al presente. Es por esa razón que es imposible crear un arte histórico; el arte siempre es político, que no es otra cosa que historia en vivo y en directo.

La política es un mundo de representación, un espacio ficcional donde las figuras son personajes en acción. Y se sabe que la historia es la política del pasado y lo que escribe el presente como una causa. “Entre el pasado y el presente hay una filiación tan estrecha que juzgar el pasado no es otra cosa que ocuparse del presente. Si así no fuere, la historia no tendría interés ni objeto. Falsificad el sentido de la historia y pervertís por el hecho toda la política. La falsa historia es origen de la falsa política”. La frase pertenece a ese imprescindible ensayo titulado Grandes y pequeños hombres del Plata, escrito con cierto aire zumbón por Alberdi. Aquel texto es útil para pensar los usos que se ha dado a lo largo de estos dos siglos a la historia argentina: un extenso combate intelectual entre distintas generaciones y escuelas para apropiarse de un pasado. Porque en el imaginario social y político quien se adueña de la memoria colectiva tiene la posibilidad de delinear un futuro compartido.

Hernán Brienza

Introducción

José Félix Aldao, un olvidado

Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte

en hecho, se imprime la leyenda.

John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance,1962

La tradición no discute si una versión es correcta o no.

La acepta o no la acepta.

Tomás Eloy Martínez, 1996

La figura de José Félix Aldao, el fraile general, es curiosa y desconcertante por su riqueza y el olvido que la cubre. En un país atravesado por luchas facciosas irreconciliables, desde sus orígenes hasta la actualidad, es difícil comprender por qué un personaje con sus atributos ha quedado en una suerte de limbo de desconocimiento, sin casi nadie que lo reivindique como propio en esas reyertas entre compatriotas. Parece incómodo para todas las facciones. Esa incomodidad quizás sea el gran motor que empuja a indagar en su personalidad y en su vida, a fin no solo de rescatarlo para la memoria y la historia, sino también para reflexionar sobre cuáles son esas condiciones que lo hacen tan inasible, como una brasa caliente. Es importante vislumbrar sus valores de síntesis. Aldao, al fin de sus días, contrapone una visión integradora, sintética, a la permanente exclusión del otro que alentó su vida. Su relación extensa y difícil con Tomás Godoy Cruz quizás sea el mejor ejemplo de esta curiosidad, entre otros que urden la trama de su existencia.

Fue sacerdote y héroe de la Independencia americana. Luego de partir en el Ejército Libertador como capellán de la columna del general Juan Gregorio de Las Heras tomó las armas y peleó como un valiente, entre muchas otras batallas, en las célebres Cancha Rayada, Maipú y Chacabuco. Acompañó al general José de San Martín al Perú, donde tuvo un papel descollante en la guerra de guerrillas y la organización de fuerzas irregulares junto a Juan Antonio Álvarez de Arenales. Como comandante, defendió las fronteras del sur mendocino contra los indígenas y llegó a ser el jefe de una de las tres columnas de la “campaña al desierto” de 1833, junto con Juan Manuel Rosas y José Ruiz Huidobro, bajo el mando de Facundo Quiroga. Participó activamente en las guerras civiles en el bando federal bajo la conducción de Quiroga, llamado “el Tigre de los Llanos”, y protagonizó diversos hechos notables, como ordenar la muerte de Mariano Acha, el entregador de Manuel Dorrego, en un hecho simbólico de alto voltaje para el Partido Federal. Llegó al grado de general del Ejército Argentino y se unió al gobierno de Rosas como gobernador de Mendoza en la cúspide de su poder político y militar. Jorge Luis Borges lo nombra al inicio del Poema conjetural, en el que Francisco Narciso de Laprida, presidente del Congreso de Tucumán, imagina su propia muerte en la batalla de Pilar, a manos de las fuerzas de Aldao. Ezequiel Martínez Estrada lo invoca en Muerte y transfiguración de Martín Fierro, uno de sus máximos ensayos de interpretación de la cultura argentina, como ejemplo de la mixtura del cura con el caudillo y lo compara con el cardenal Richelieu. En tanto, Sarmiento escribió su texto clásico sobre el fraile en febrero de 1845, un mes después de su muerte, como introducción a su libro más célebre, que comenzó a publicarse el 2 de mayo de ese año como folletín en el diario El Progreso de Santiago de Chile, junto a su ensayo sobre el guerrero mendocino. Pocos meses después, una imprenta chilena alumbraba como libro Civilización y barbarie, vida de Facundo Quiroga, y aspecto físico, costumbre y hábitos de la República Argentina1 que contenía en el mismo volumen Apuntes biográficos sobre el general Fray Félix Aldao.

Se ha insistido con que la imagen legada por Sarmiento, muchas veces exagerada y otras tantas falsas, tiñó a Aldao con una leyenda. Quizás ese solo hecho podría haber sido motivo para que la nutrida historiografía revisionista, en general antisarmientina, hubiera adoptado al fraile como uno de los suyos. Sin embargo, el silencio alrededor de su figura es notorio, salvo honrosas excepciones. Cuando aparece siempre es un personaje de segunda línea. La historiografía liberal sigue la línea condenatoria de Sarmiento y la revisionista lo invisibiliza, quizás por su condición de fraile apóstata. Pero incluso historiadores más modernos, que escapan a esos dualismos, tampoco lo rescatan de las sombras. Por dar solo dos ejemplos, Félix Luna en su libro Los caudillos, no lo alude a pesar de su importancia ni siquiera en el capítulo de Quiroga; John Lynch, en las dos únicas menciones en su libro sobre Rosas, lo confunde con un comerciante de nombre Juan.

La historiografía mendocina no le va a la saga a este desinterés. En su enorme historia eclesiástica de Cuyo, el sacerdote José Aníbal Verdaguer nombra al fraile al pasar y no destaca que es el mismo capellán del Ejército Libertador que luego será una figura importante en lo militar y en lo político. Cuando asume como gobernador se refiere a Aldao al pasar como “este hombre sanguinario, sacerdote apóstata, y en política, fiel instrumento de Rozas”. Hay trabajos de Jorge Comadrán Ruiz, por ejemplo, sobre la historia de Mendoza de ese período en los que el autor profesa una marcada militancia rosista sin aludir a Aldao. De uno y otro lado vuelve a ser el fraile general una personalidad incómoda. En este segundo caso por su apostasía y lo que esto significa para cierto revisionismo muy cercano a la Iglesia Católica.

Hay quizás algunas excepciones destacables a la cancelación que cayó sobre Aldao. Los libros del militar Carlos A. Aldao de 1934, nieto del caudillo, y de Jorge A. Calle de 1938, mendocino, periodista e historiador. Aunque ambos fueron publicados en Buenos Aires por importantes editoriales su huella es tenue.

Otra excepción interesante es el trabajo de J. Simón Semorille leído en tres sesiones en 1936 y publicado luego por la Junta de Estudios Históricos de Mendoza donde el autor pide justamente que se revise la imagen consagrada de Aldao, muy ligada a la versión sarmientina y a la leyenda negra que se había tejido a su alrededor en la provincia por la cruenta batalla de Pilar. La publicación, de más de 300 páginas, cuenta además con un enorme apéndice documental que enriquece la visión y permite profundizar la indagación.

Desde esos trabajos integrales de la década de 1930 hay que esperar al libro de Jorge Newton de 1971 para que la figura del fraile militar reaparezca en su riqueza. Salvo un trabajo ensayístico de nuestra autoría de 1999 para el libro Historias de caudillos argentinos, ninguno de los posteriores agrega nueva documentación que permita reinterpretar la figura del personaje con evidencias y no con las simpatías o las antipatías ideológicas del autor. Se limitan a seguir lo ya publicado y reinterpretarlo, muchas veces con gruesos errores, a pesar de que hay generosa documentación tanto en el Archivo General de Mendoza como en el Archivo General de la Nación que hemos consultado para completar aquel trabajo aludido y el presente.

El domingo 5 de mayo de 1996 Tomás Eloy Martínez publicó en el diario Página/12 la extensa síntesis de un texto que había leído en la Feria del Libro en la presentación de su libro Las memorias del general, referido a sus investigaciones que derivaron en La novela de Perón (1985). Bajo el título “Argentina, entre historia y ficción” el escritor reflexiona sobre las difíciles relaciones de los argentinos con la historia del país y avanza sobre el papel que puede jugar la ficción en ese laberinto: “La ficción y la historia se escriben para corregir el porvenir, para labrar el cauce de río por el que navegará el porvenir, para situar el porvenir en el lugar de los deseos. Pero tanto la historia como la ficción se construyen con las respiraciones del pasado, reescriben un mundo que ya hemos perdido y, en esas fuentes comunes en las que abrevan, en esos espejos donde ambas se reflejan mutuamente, ya no hay casi fronteras: las diferencias entre ficción e historia se han ido tornando cada vez más lábiles, menos claras”.

Este espíritu es el que guió la novela que el lector tiene en sus manos, narrada con las herramientas de la ficción, pero luego de haber hecho una exhaustiva investigación histórica, documental y de fuentes éditas, y finalmente cristalizada en un ensayo histórico. Quizás, y ese fue el impulso, en un personaje novelesco como el fraile Aldao se requiera la respiración del texto ficcional para avanzar más allá en las pasiones y contradicciones de un protagonista de la historia argentina sobre el que cayó un olvido difícil de comprender en todas sus significaciones. Además, muchas veces sucede cuando se sigue investigando después de publicar, aparecieron nuevas pistas y matices que justificaron volver con ojos atentos sobre la materia indagada.

Un ejemplo claro puede ser que, en esta novela, se alude al pasar a que el delirante decreto de Aldao, que declara locos a los unitarios por pertenecer a ese partido, tuvo como víctimas, entre otros, a Tomás Godoy Cruz, figura central de la historia mendocina y nacional que llegó a gobernar la provincia luego de haber sido el enviado principal del general San Martín al Congreso de Tucumán. En investigaciones posteriores a lo publicado apareció un documento en el Archivo Histórico de Mendoza (Época Independiente, Sección Gobierno, año 1843, Carpeta 250, Documento 131), fechado el 9 de agosto de 1843, en el que, bajo la firma de Juan Montero, jefe de Policía, hay una lista de inmuebles incautados a unitarios y entregados a federales entre los que aparece Godoy Cruz. El documento adquiere relevancia porque en el Tomo X de la Historia de la Nación Argentina de la Academia Nacional de la Historia (1947), Edmundo Correas sostiene: “Felizmente este decreto, fruto de una mente extraviada, no fue cumplido”.

El hallazgo entonces permite rectificar lo consagrado por la historiografía e incluirlo en un tramo del relato donde se muestra la toma del poder por parte de Aldao y sus desbordes cuando llega a controlarlo sin límites institucionales. De este modo se matiza con evidencias documentales algo tenido por cierto durante años. El decreto declarando locos a los unitarios era tan disparatado que ni el redactor original quiso firmarlo. Lo interesante es que sí tuvo efectos y ahí es donde la historia y la ficción, esas operaciones de escritura que Tomás Eloy Martínez encuentra con posibilidades de corregir el porvenir, muestran el sufrimiento de personas de carne y hueso, como cualquiera de nosotros y también las rectificaciones, los remordimientos, los arrepentimientos y las confirmaciones. Todos interactuando, como un modo de demostrar la complejidad de la historia y la necesidad de abordarla con dudas y flexibilidad en los análisis.

Hemos aludido a documentos desempolvados. Más adelante, Martínez reflexiona en su artículo sobre la naturaleza de lo documental y apunta la paradoja de que Bartolomé Mitre, quien introdujo la pasión por documentar y el afán por la investigación, con su actitud de recortar sentidos en los documentos contribuyó a “instalar en el imaginario argentino una larga desconfianza por la veracidad de lo que aseguran… no solo porque el poder político y los historiadores terminan manipulándolos pro domo sua. Lo son también porque desaparecen, se extinguen, se esfuman; pierden su valor de prueba”. Y luego de hacer ese desarrollo se pregunta: “¿con qué argumentos negar a la novela, que es una forma no encubierta de ficción, su derecho a proponer también una versión propia de la verdad histórica?”. Frente a esta visión solo se debe advertir sobre un límite: la ficción no debiera contradecir lo que el documento indubitable muestra, salvo que la falsificación sea un obvio juego literario. Martínez, que creía que en la Argentina la novela es un medio “más certero para acercarse a la realidad que las otras formas de la escritura” lo mostró con creces en La novela de Perón y en Santa Evita. En ambos textos ficcionaliza como un modo de indagar en profundidad lo sucedido y de iluminar los huecos, pero nunca deja de lado lo documentado. Los hechos ya de por sí son de una riqueza novelesca descomunal, no necesitan ser falseados. Porque si bien es cierto que un documento puede ser omitido o mutilado al transcribirlo para cambiarle el sentido o para ocultar algo, tiene también un origen en alguien que suele ser parte de un conflicto. Es la herramienta con la que cuenta la historia (y muchas veces la novela, como hemos visto) para indagar en ese espacio para situar el porvenir en el lugar de los deseos, según Martínez.

A pesar del olvido sobre su figura, la trayectoria de Aldao dejó bastante documentación para hacer innecesario inventarle una vida a la medida de quien escribe la historia o la ficción. Hay hechos debidamente documentados, más allá del libro endemoniado de Sarmiento o de alguna versión edulcorada que quiere mostrar solo sus bondades, olvidando el resto. El personaje es de una enorme densidad, cargada de contradicciones y continuidades inquietantes. Quizás ese sea uno de los motivos centrales de su orfandad en los relatos históricos. ¿Cómo explicar que el jefe federal que ordenó la muerte de Acha, entregador de Dorrego, también marchó a San Juan para reponer al unitario Del Carril cuando la sanción de la Carta de Mayo rivadaviana en 1825 lo hizo caer? ¿Cómo el archienemigo de Godoy Cruz, luego de haberle expropiado inmuebles por estar loco a raíz de ser unitario lo invita a volver a Mendoza de su exilio, le da un puesto en la legislatura de aquel tiempo y legisla para impulsar la industria del gusano de seda que el expatriado ha estudiado y promovido? Son actitudes impropias de un faccioso, de un hombre de partido dispuesto a atrocidades por una causa. El mismo personaje que Sarmiento muestra solo en su barbarie, también tiene gestos de civilización notables, ilustrados. Pero ni liberales ni revisionistas logran ver esos dos extremos a la vez y sintetizarlos y como consecuencia de ello, quizá, lo invisibilizan. O a lo mejor lo hacen porque al advertir esos matices aparentemente contradictorios, se desorientan (e irritan) y el personaje pierde interés para ellos. Se le niega un espacio importante a Aldao, el héroe de la Independencia que guerreó junto a San Martín, que puso el cuerpo en las batallas, algo que no había hecho la mayoría de sus compañeros de ruta en los tiempos de la militancia rosista. El propio Rosas es un ejemplo ilustre. ¿Por qué no rescatarlo en su riqueza, entonces, quizás como un espejo que muestra la posibilidad de la síntesis y de los encuentros en un país de quiebres y exclusiones, de uno y otro lado?

Vayan algunos ejemplos. No hay en Mendoza calles, escuelas o plazas que lo recuerden. Al frente de la Iglesia de San Francisco, donde se guarda el bastón de mando de San Martín y está enterrada su hija Merceditas, hay una plaqueta que recuerda a los sacerdotes que participaron del Ejército Libertador y Aldao no figura. El personaje no existe para los mendocinos de hoy a pesar de haber sido gobernador y ni qué hablar para los argentinos. Durante años en la Legislatura mendocina ha faltado su retrato en la Sala de los Gobernadores y hace poco se colgó una reproducción de plástico por la negativa de la culta Buenos Aires, como le gustaba decir a Sarmiento, de ceder el retrato que le hizo Fernando García del Molino a pesar de los reiterados pedidos al Museo Histórico Nacional, que llegaron incluso a la presentación de un proyecto de ley en el Congreso Nacional y a gestiones de altos referentes del peronismo y del radicalismo a lo largo de años. Es destacable que la institución donde está depositado lo mantiene en archivo sin exponerlo desde hace más de cien años. Se esgrime para no cederlo un argumento burocrático, salvable con una medida judicial que anteponga la defensa simbólica del federalismo a una normativa apolillada que impide a ese cuadro estar a la vista del pueblo argentino en su lugar natural y no permanecer en la oscuridad de un depósito juntando polvo centenario.

No falta, por desgracia, la oportunidad en que, en vez de restituir la riqueza al caudillo, al héroe de la Independencia, al fraile independentista, se pretende utilizar su figura con mezquindades del presente. Es como si hubiera una maldición alrededor de Aldao, que la metáfora del cuadro cautivo sintetiza en sus aspectos más miserables.

1 Domingo Faustino Sarmiento: Apuntes biográficos sobre el general Fray Félix Aldao, Santiago de Chile, Imprenta de Julio Belin y Cia, 1851.

1

El hijo del demonio

Francisco Esquivel y Aldao murió sumido en desvaríos. Estaba lejos de su familia y nunca logró entender su castigo. Cuando lo confinaron en ese desierto ajeno, no podía imaginar que uno de sus hijos sería gobernador de Mendoza. La provincia, por azar o por una maldición, se convirtió en su cárcel.

Su destino militar, dijeron, fue una pena impuesta a su inconducta. Nunca lo supo con certeza. Nadie hubiera ido a dar tan lejos sin una razón. Un tiempo antes de su designación había ascendido a teniente de los reales ejércitos de la Corona española y sus allegados imaginaban que lo esperaba un futuro mejor.

El viaje desde Buenos Aires fue anunciándole lo que vendría. Los primeros tramos fueron de campos verdes y árboles dispersos. El enorme desierto, seco y árido, se fue imponiendo rotundo a su alrededor a medida que avanzaba hacia el oeste. Cada tanto la indiada se dejaba ver. Solo eso. La travesía transcurrió sin incidentes. El tránsito de catorce días y otras tantas noches, casi todas iguales, lo arrimó al pie de la cordillera de los Andes. Recorrió silencios enormes. Padeció estrecheces desconocidas. Pero llegó a su destino.

Esa misma tarde, cuando ya anochecía, se presentó a su superior. El comandante José Francisco de Amigorena lo esperaba. Las velas apenas daban la luz suficiente para adivinar la cara de un hombre mayor y cansado. Francisco le traía algunas cartas, pero no se animó a presentarlas. Supuso que estaría al tanto de sus desgracias recientes. Y eso bastaba. Cambiaron unas pocas palabras corteses, pero frías. A la mañana siguiente habría tiempo para conversar y recibiría sus instrucciones.

Unos soldados adormilados condujeron a Francisco a través de calles polvorientas. Muy parecidas todas. Aunque ya había caído el sol, seguía haciendo calor. La tierra en suspensión le molestaba en los ojos. La edificación era baja. Cada tanto se cruzaba en la oscuridad con un árbol espectral. Después de doblar en dos esquinas y atravesar una plaza enorme, desde donde se divisaba entre las sombras el cabildo, lo recibió un negro en el portal de una casa.

Se dejó conducir por los pasillos interiores, apenas iluminados, y subió una escalera empinada, hasta alcanzar el umbral de una puerta. El acompañante iba adelante con un farol y con el bamboleo de la luz creyó adivinar una presencia discreta. Caminaban silenciosos y Francisco no se atrevió a preguntar.

El agua del cuenco dejado sobre la mesa estaba tibia por el calor y algo sucia. El negro dio media vuelta y desapareció sin hablarle. Recién en ese momento se dio cuenta de su renguera. El vaivén de la luz del farol y el pie arrastrado marcaban un ritmo regular que se fue disipando. Encontró algo de jamón, dulces, nueces y una vasija con vino. Comió hambriento y bebió hasta saciarse. Se durmió en unos pocos minutos. En la duermevela comprendió que ya no volvería a ver Buenos Aires, la ciudad donde vivía su madre y estaba su cuartel.

Francisco viajó a la frontera al día siguiente. Antes de partir recibió las instrucciones del comandante Amigorena. No pudo conocer a sus anfitriones. Cuando se marchaba intuyó otra vez la presencia detrás de las columnas del patio. Se acercó a inspeccionar y casi chocó con una jovencita sonriente. Hizo una reverencia exagerada y ella se rió.

–Teniente coronel de su majestad Francisco Esquivel y Aldao...

–Soy Josefa... –contestó aturdida la niña y corrió hasta perderse en los fondos.

Más tarde, Francisco salió al galope. Iba acompañado por varios hombres callados. Esos seres rústicos lo secundarían de aquí en más. Debía acostumbrarse. Con la cordillera a su derecha cabalgaron sin encontrar a nadie en el camino. Cruzaron un río no muy caudaloso, pero ancho, el único en la zona. Marcharon guiados por la montaña. Atravesaron pocos caseríos, pero en cada uno los lugareños los saludaron con respeto y desconfianza.

Francisco solo hablaba con Miguel Telles Meneses, un capitán discreto y corpulento recomendado por Amigorena. Parecía el único acostumbrado a la disciplina militar. El resto eran soldados improvisados.

Cuando caía el sol, divisaron el fuerte de San Carlos. Apenas traspusieron los gruesos muros de adobe vio algunos perros flacos. Unas pocas gallinas picoteaban el piso y varias mujeres desaliñadas salieron al verlos llegar. Amigorena le había adelantado que la vida sería sufrida y miserable. Además de los indios, acechaban las plagas. La sarna era común y cada tanto había algún brote fulminante de viruela.

Francisco no tardó en conocer a las fortineras. Eran unas hembras sucias y ásperas. Compartían con aquellos hombres el hastío de la existencia. No mediaba otra razón para la posesión que el estar abandonados juntos en ese desierto yermo. Había indias cautivas sin voluntad de volver a la civilización y condenadas de la ciudad por algún delito que se prefería olvidar.

Con alguna de aquellas infelices sin nombre Francisco tuvo un hijo al que se llamó Ciríaco. Años después, cuando el muchacho llegó a la edad adulta, se casó en la fe católica con una india pehuenche. Dieron origen a una gran descendencia perdida en el tiempo y en ese vacío inconmensurable.

Sin proponérselo, apenas empujado por su instinto, había empezado a poblar esos territorios feroces. La desazón de su existencia le despertaba el hambre de la carne. Donde veía una mujer se encelaba y arremetía. Eso le dio en el fortín una fama de hombre decidido. Demostró su valor militar organizando campañas para tener a los indios a raya. En poco menos de un año ya había procreado y se había ganado el respeto del resto. Varios salvajes habían caído presa de su sable.

Francisco pasaba sus días ocupado en organizar expediciones para disputar con los indios los límites imaginarios del territorio. No mezquinó crueldades. En más de una refriega contempló indiferente a alguno de sus hombres destripado entre los cardos y la jarilla. No pocas veces una cabeza de cristiano apareció cerca del río clavada sobre una pica como una señal. Pero nada de eso lo arredraba. Volvía una y otra vez a buscar el roce de esos enemigos invisibles que aparecían como fantasmas.

Cada tanto escribía a su jefe cartas que no podía enviar. Las guardaba con paciencia hasta tener la oportunidad de hacerlas llegar al destinatario. Desechaba las que habían envejecido sin despacharse. “Siete meses y medio sin recibir el más mínimo socorro, el actual servicio, se ven desnudos y hambrientos, pues solo con un pedazo de carne flaca se mantienen, lo que a buena cuenta se les ha ido administrando... Ellos desnudos, apenas pueden resistir los rigores del invierno y así de ese modo tienen esos miserables que recorrer el campo de día y de noche...”. En alguna ocasión sus ruegos eran escuchados. Amigorena se acercaba al fortín en su recorrida por la frontera. Aprovechaba para requerirle algunas mejoras para él y los suyos.

En esos encuentros el comandante le relataba las cartas que a su vez él había enviado al gobernador intendente pidiendo más recursos para evitar las tropelías entre su propia gente: “Tenga a bien disponer un aumento que contemplo necesario a fin de que aquellos pobladores no continúen en los robos que se realizan a las haciendas inmediatas y se evite por otra parte la fuga y deserción que hacen de la villa aquellas familias movidas por la necesidad”.

Francisco pedía sin convicción y Amigorena cumplía las formas elevando los pedidos. Ambos sabían que no debían tener mayores esperanzas. Nadie se ocuparía de ellos. Así, mientras pasaba el tiempo en esa espera vana, propuso a su jefe fundar un nuevo fortín. Recibió la inmediata aprobación. A unas ocho leguas se instaló el nuevo puesto de frontera de Aguandas. Cada tanto lo visitaba y les llevaba víveres. Instaló en la avanzada a los más díscolos de San Carlos. A ese confín también fueron su hijo Ciríaco y la madre.

Un atardecer, cuando comenzaba a hacer calor, Amigorena apareció por el fuerte sin anunciarse. Solo traía dos soldados de escolta y estaba distendido. Francisco lo recibió en la puerta de su habitación. Ordenó poner a la sombra de un álamo una mesa para ofrecerle una bebida. Durante un rato hablaron vaguedades. El jefe fue derivando la charla.

–Francisco, está muy solo por acá... y esas indias que lo acompañan... sería prudente que fuera más seguido por Mendoza.

–Es lejos...

–Bueno, pero el fuerte está organizado, su trabajo ha sido muy bueno. Los salvajes están a raya y no sería malo que nos visitara cada tanto. Podría conocer a alguien. Usted es joven.

–Quizás... a lo mejor más adelante...

Amigorena se sentía responsable de su subalterno. Cada tanto recibía cartas de doña Rosa Aldao, la madre, pidiendo que lo cuidara. Los Aldao eran importantes en el puerto. El padre de Rosa había sido un militar de alta graduación de la Corona española. Luego de retirarse del servicio acumuló dinero contrabandeando con los barcos ingleses que llegaban al Río de la Plata. “No se olvide de atenderlo y defenderlo como si fuera su propio padre, pues no ignora usted que no tiene en esa tierra a nadie a quien volver la cara y que le ha sido repugnante su empleo y por lo consiguiente ha de tener a quien dirigirse. Bajo de este supuesto estimaré que no lo deje de su mano, a fin de que se porte como es regular...”, escribía la atribulada matrona preocupada por la suerte de su hijo.

Una semana después de la visita de su jefe, Francisco viajó a Mendoza en su mejor caballo. Iba vestido con sus ropas más acomodadas. Apenas llegado fue a lo de Amigorena, donde lo recibieron con hospitalidad. Al atardecer, el propio Comandante de Armas lo llevó a la casa donde se había hospedado la noche de su llegada. Para sorpresa de Francisco, el comandante le presentó a Josefa, con quien había cambiado pocas palabras la mañana siguiente de su llegada. Los dejó en compañía de una esclava negra.

Josefa se desenvolvía con naturalidad. Le ofreció mate y unas rebanadas prolijas de pan con manteca y dulce de alcayota. También trajo jalea de membrillos, pero él la rechazó con amabilidad. La negra cada tanto se iba a buscar más azúcar o a calentar el agua, y en ese ir y volver, al fin se quedó en los fondos.

Las visitas se sucedieron por dos o tres días. Francisco estaba inquieto porque la casa parecía deshabitada. No se animaba a preguntar por la familia de la joven. Ella parecía vivir sola, salvo por la negra que la atendía con diligencia.

Al cuarto día de estar en Mendoza y cuando sabía que ya se acercaba el momento de volver a su puesto en la frontera, solicitó una audiencia. La habitación donde fue recibido estaba alumbrada por varias velas. Poblaban el ambiente unas imágenes de santos talladas en madera y unos pocos libros apilados sobre una mesa, junto a la única ventana con vidrios. Francisco intentó ser directo. Tenía un pedido para su jefe presto en la punta de la lengua, pero no se animaba a hacerlo. Dudó y dudó, hasta que ya no pudo contenerse más.

–Me quiero casar con Josefa.

–Lo arreglaré.

Luego permanecieron callados. Al rato, el visitante se excusó y se retiró a su habitación. Le fue imposible conciliar el sueño. Cuando ya estaba amaneciendo se quedó dormido.

Tres días después, Francisco y Josefa se casaron. Era pocos en la Iglesia Matriz. A la mañana siguiente partieron. Fue grande la sorpresa en el fuerte cuando vieron llegar al jefe con una mujer.

Josefa, delicada y trasplantada a ese lugar achaparrado y polvoriento, parecía una flor extraña entre las piedras. La miraron con recelo y casi nadie se acercó a saludarla. Los inundó una mezcla de miedo y desconfianza.

Ella se dedicó a atender a su marido y casi no se dejaba ver. Cuando caía el sol salía a caminar por los alrededores. Elegía los alimentos en la bodega del cuartel para preparar la comida. Francisco destinó una cautiva muda a su servicio y dio órdenes precisas para que tuviera lo necesario a su alcance.

La muchacha parecía feliz. Disfrutaban conversando. Sus cuerpos inexpertos noche a noche gozaban sin apuros. Se amaban en medio del desierto, solos, rodeados de un mundo que no les pertenecía. Parecían dos cautivos. Josefa se esmeraba en enamorar a su hombre. No prestó mayor atención cuando alguien aludió a Ciríaco.

Fácil fue embarazarse. Con la preñez cayó en un estado melancólico y triste. Estaba retraída y hasta un poco hosca. Francisco cada tanto la dejaba sola unos días para ir a parlamentar con los caciques. Aunque los cuatreros chilenos tenían tribus amigas, Francisco había conseguido urdir un tejido de fidelidades. Su tarea en la frontera servía para que el comercio mendocino con Buenos Aires y con Santiago de Chile transcurriera sin sobresaltos.

Al empezar el verano nació Antonia Lucía y la madre volvió a sentirse plena y fuerte. Francisco presintió que podría recuperarla y se acercó a ella. La rusticidad del lugar era una barrera para la vida diaria. Comenzaron a soñar con instalarse en Mendoza.

El bautismo de la recién nacida se hizo en el Valle de Uco y el padre pidió que su hija fuera inscripta con el apellido Aldao. El cura no puso reparos y así comenzó una extendida dinastía de hijos de Francisco Esquivel y Aldao, apellidados como su abuela paterna.

La tranquilidad solo se interrumpía por algunas ausencias del marido. Salía a sofocar un alzamiento de la indiada o a controlar a grupos de cuatreros que rondaban el fuerte. Las expediciones más largas no eran las que terminaban en enfrentamientos con los indígenas, sino los parlamentos. Francisco debía cumplir con una serie de ritos y participar en fiestas y largos cónclaves con el objeto de mantener las buenas relaciones.

Un año después, Josefa tuvo otra hija, Manuela. Cuando dio a luz a su tercer hijo murió en el parto, sin que la comadrona pudiera contener una terrible hemorragia. Todavía no había cumplido dieciocho años.

Francisco quedó solo con sus dos hijas, pues el chiquito no sobrevivió. Sintió que el desierto se le había metido dentro del cuerpo como un diablo.

Pasaron los meses y veía poco a sus hijas. Se ocupaba de que estuvieran bien cuidadas por la cautiva muda, pero casi no estaba con ellas. La mujer había sido tomada prisionera por los indios con un niño pequeño y había vuelto sola de las tolderías. Nada contó de sus desventuras. Había perdido el habla y las ganas de recordar.

Casi un año después de la muerte de Josefa, llegó una visita inesperada. Apenas Francisco terminó de leer, el mensajero tomó su caballo. Se perdió en el horizonte con los guardias que lo acompañaban, sin esperar siquiera algún comentario.

Durante algunos días dudó. No había vuelto a Mendoza después del casamiento con Josefa. Temió que la ciudad le trajera malos recuerdos.

Una mañana se levantó antes del amanecer. Si se apuraba, a media tarde llegaría. Rechazó su escolta y cabalgó solo. Cuando enfiló por la calle de La Cañada hacia la plaza principal, el sol estaba alto. Bajo esa claridad no había caminantes. Recién en la plaza dio con alguien a quien preguntar por el domicilio del regidor. Medio dormido bajo la sombra verde de un maitén enorme, un hombre le señaló con desgano una casa blanca. Francisco decidió esperar para no ser inoportuno. Buscó una sombra.

Al atardecer cruzó un pequeño jardín desde el que se veía una puerta entreabierta. Golpeó las palmas de las manos dos veces y fue recibido con naturalidad por un hombre de más de cincuenta años y pelo blanco. Parecía estar esperándolo.

–Usted debe ser Esquivel y Aldao. Soy Jacinto de Anzorena, corregidor y depositario general. Adelante, siéntase como en su casa –y sin esperar respuesta, su anfitrión le hizo señas para que lo siguiera.

Pasaron a una sala, luego de recorrer una galería a la que daban varias puertas cerradas. La única abierta era la entrada a un ambiente fresco. Se sentaron en unos sillones cómodos y sonoros.

–Lo habrá sorprendido mi comunicación pidiéndole que viniera a verme, pero es que mi hija María insiste con conocerlo. Era muy amiga desde su infancia de la finada Josefa, que en paz descanse, y la afectó mucho su muerte. Entre ellas siempre se entendieron muy bien. Si usted no se opone iré ahora mismo a buscarla.

–Por favor.

Pasaron algunos minutos y por una puerta lateral entró una joven de la misma edad que Josefa y de un parecido asombroso. Francisco se sintió incómodo en el primer vistazo, pero se recompuso y trató de ser amable.

–Le llamará la atención, Francisco, que haya querido verlo, pero en realidad es como si ya lo conociera. Desde que Josefa se fue al fuerte me escribió cada tanto. Usted estuvo siempre en esas cartas que, por supuesto, tengo guardadas y que releo casi todos los días. ¿Cómo están Antonia y Manuela?

–Ellas crecen sanas, se parecen mucho a la madre. –Francisco se descubrió haciendo un comentario raro en él.

–Seré muy breve y le pido una respuesta sincera, inmediata y sin preguntas –arremetió María, repitiendo un discurso aprendido de memoria–. ¿Sería posible que viajara al fuerte a hacerme cargo del cuidado y educación de las niñas? Mi padre ya ha dado su bendición.

Francisco intentó disimular su estupor.

–Saldremos cuando usted esté preparada…

Al amanecer del día siguiente, los dos caballos y sus jinetes, acompañados de una mula cargada con dos baúles a los costados y un bulto en el lomo, se perdieron en los límites de la ciudad. Nadie se enteró de la partida.