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Francisco González Crussí

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Francisco González Crussí nació en la Ciudad de México, en 1936. Es médico por la Universidad Nacional Autónoma de México, especializado en anatomía patológica en los Estados Unidos y en Canadá. Es profesor emérito en la Universidad Northwestern de Chicago, en la que enseña patología pediátrica. Además, es un prolífico ensayista científico-literario, con un enfoque humanista sobre temas médicos, literarios, filosóficos y fisiológicos. Entre sus libros se cuentan: La fábrica del cuerpo (2006); El rostro y el alma. Siete ensayos fisiognómicos (2014); La enfermedad del amor (2016); Del cuerpo imponderable (2020); y Más allá del cuerpo. Ensayos sobre la corporalidad. En 2019 recibió el VI Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña, que otorga la Academia Mexicana de la Lengua.

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Nota introductoriaLa curiosidad del cuerpo: ojos hacia adentro

Brenda Ríos

 

Hay demasiados escritores en el mundo. Demasiados libros. Sin embargo, para fortuna nuestra, aparecen algunos que logran ser definitivos, se vuelven “de casa”, libros que no dejamos de leer ni de volver a ellos. Una escritora difícil, que combina literatura, filosofía y clínica, es Julia Kristeva en Historias de amor: una triada temática muy bien lograda y acuciosa, precisa, y, hasta cierto punto, cínica. Sabe hacerlo de tal manera que cuenta secretos de pacientes y los lleva al terreno de los mitos clásicos para que comprendamos que todo está dicho y se resuelve de manera simple aun si no podemos ver lo que es visible. Aun si pasamos la vida entera pensando que somos indescifrables.

Francisco González Crussí sería para mí el caso opuesto: combina la escritura de la medicina, historia clínica si fuera necesario, literatura, historia, historia del arte, religión y temas de noticias actuales (incluidas la nota roja o de prensa amarillista), y quizá porque posee el no sé qué de algunos escritores de no ficción que se inclinan hacia lo etnográfico, el dato de calle, de observación de la realidad, ya sea un restaurante en Nueva York, una escena en un hospital en Chicago o la casa de su madre anciana en la Ciudad de México, logra entrar de manera sencilla en nosotros, en nuestra comprensión. La aparente sencillez es lo más apasionante que puede poseer un autor: comunicar la transparencia, atravesar eso que nos separa entre palabras, dientes, página y cuerpo.

Todo ese relato que es él mismo: lo que ha leído, visto, recordado, es capaz de ponerlo frente a nosotros, que no somos médicos y a quienes, por eso mismo, el lenguaje clínico nos es lejano. Es un traductor del mundo y del cuerpo, ese lugar inexorable, extraño aun si nuestro. ¿Acaso no vamos al doctor cuando estamos mal y no comprendemos nada y el médico nos dice: “Es esto, haga aquello y en dos días estará mejor”? Vamos a que un otro fuera de nosotros nos explique qué nos sucede. Nuestro cuerpo es un texto que debe ser leído por alguien más, alguien preparado para leer cuerpos, traducir, interpretar. Una falla en ese análisis, un dato no previsto y el diagnóstico-lectura es errado y puede costar la vida de alguien. Nada más y nada menos. Qué gente extraña elige una profesión a cargo de semejante dilema.

Otro médico sin duda admirable, neurólogo, es Oliver Sacks, quien avanzó por esa misma línea y con quien Crussí sostuvo una larga y amena correspondencia. La mente abierta en la camilla es un espacio infinito de posibilidades y de retos.

González Crussí nació en México en 1936 y vive en el piso 35 de un rascacielos en Chicago. Tuvo que comprar el departamento de al lado para poder acomodar los libros en los espacios donde irían la despensa y la ropa. Es médico, especialista en patología pediátrica y dueño de una erudición que en otro sería quizá abrumadora. En él, el dato exacto, la nota, la referencia al pintor, al hueso, a la dolencia, al remedio, al músico, al artista de que trata su texto no pretende la presunción, o la arrogancia de ese saber: comunica, sí, una postura de sorpresa que no quiere quedarse para sí mismo.

En 2019, al recibir el premio de ensayo Pedro Henríquez Ureña, en Bellas Artes, leyó las siguientes líneas, compiladas en Del cuerpo imponderable. Ensayos sobre la visión médica y artística de la corporalidad:

Porque nada en mis antecedentes auguraba un porvenir en las letras. Contrariamente a los afortunados que crecen en un hogar bien provisto de libros, y sorben la cultura en la biblioteca paterna, yo tuve una infancia precaria. Huérfano de padre, crecí en un barrio proletario de esta ciudad, donde no había una biblioteca pública ni una librería en varios kilómetros a la redonda.

La declaración no es un manifiesto, es un motivo de orgullo de quien logró salir de su condición social y se arriesgó al exilio, a estar lejos, a reponerse de la adversidad, no a luchar contra ella. Su obra habla de una capacidad de conmoverse de los que menos tienen, sin la autosuficiencia, sin falsa piedad, sin sentirse mejor por ello. El ensayista es crudo pero conmovedor al mismo tiempo: dato duro, experiencia científica y opinión personal. González Crussí no teme ponerse íntimo, si hace falta, en el análisis de las cosas.

Y posee ese tono juguetón, irónico, que logra mantener a cierto volumen. Es lo suficientemente audible para ser notado pero no aturde en exceso.

En el texto “El cráneo” retoma la analogía de la figura esférica de la cabeza vinculada a la divinidad como lo consideraban los antiguos por su semejanza con el cosmos. Dios se consideraba esférico, lo que le confiere ese aire de ser supremo al hombre, y de ahí su entendida arrogancia, cabe decir.

En una época menos racional que la actual se pensó que el cráneo retenía algo de la fuerza del espíritu que ahí se alojaba antes de la muerte. Esta creencia irracional dio lugar a la idea de que el cráneo podía tener propiedades terapéuticas. Guardaban los boticarios en sus anaqueles diversas preparaciones hechas a base de huesos craneanos.

No es la primera vez que usa esa salida de escape: “En una época menos racional que la actual…” es una especie de recordatorio al lector cuando retoma remedios antiguos, recetas extrañas, creencias peligrosas, supercherías curiosas, es como decir: eso fue antes, no como ahora que quizá no hemos avanzado mucho pero ya no practicamos eso. Al menos ya no.

En el libro La enfermedad del amor. La obsesión erótica en la historia de la medicina, insistirá en la investigación libresca y enciclopédica a la vez que revisa asuntos de la vida erótica en las redes sociales. Él, quien puede relatar desde los paseos turísticos de la Morgue en París o una cirugía de trasplante de cerebro, también se obsesiona por los celos masculinos, por la humillación del que ama, por una enfermedad que se apodera de todo. Afirma:

Las complicaciones o “extensiones patológicas” del amor erótico son un asunto serio. Tal, por ejemplo, es el caso de la clorosis o “enfermedad verde”, un padecimiento misterioso que apareció en el mundo, causó importantes destrozos en la salud de las víctimas y luego desapareció en forma tan misteriosa como llegó.

Fue curioso hallar entre sus referencias al personaje de Atracción fatal, la película taquillera con Glenn Close y Michael Douglas: a propósito de ello, nos regala esta joya: “Un diccionario de la lengua inglesa incorporó la expresión bunny boiler (“hervidora de conejitos”) para una mujer despechada, con base en una escena del filme en la cual la mujer obsesionada mata al conejito mascota de la hija del adúltero y lo hierve en un caldero”.