Fronteras de lo real - Andrea Kottow - E-Book

Fronteras de lo real E-Book

Andrea Kottow

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A partir de una consigna médica del siglo XIX — "La salud es el silencio de los órganos"—, Andrea Kottow entrelaza las lecturas que la han conmovido y estimulado en los últimos años, con una escritura que posee altos grados de intuición, placer y libertad. El resultado es este conjunto de cinco ensayos, sobre la enfermedad, el secreto, el deseo, el psicoanálisis y el duelo, en un libro que deja la impresión de que la autora recurre a una forma de trabajo anterior al de la academia o el periodismo, estrechando así el vínculo —la empatía— con el lector y apostando por un estilo sinuoso, que privilegia la duda antes que las certezas. El cuerpo, y lo difusas que se vuelven sus fronteras cuando hablamos de la mente, el lenguaje, lo patológico y la degradación, podría constituirse en el eje de este libro que se pasea por autores insoslayables (desde Aristóteles y Sófocles hasta Freud y Foucault, pasando por Cervantes, Shakespeare y Kafka), pero también por narradores y pensadores contemporáneos ampliamente reconocidos, como Emmanuel Carrère, Siri Hustvedt, Juan José Saer, Diamela Eltit, Carlo Ginzburg y Jean-Luc Nancy, entre otros. Los textos de Fronteras de lo real apuntan al cuestionamiento de un sistema social que durante siglos ha intentado imponer una separación nítida entre lo aceptable y lo rechazado, lo incluido y lo excluido, lo cuerdo y lo loco, lo sano y lo enfermo. Son ensayos que se resisten a la captura de los cuerpos y cuestionan el triunfo de un discurso que, en última instancia, pretende controlar la aventura de vivir.

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Fronteras de lo real. Ensayos sobre literatura, enfermedad y psicoanálisis

Andrea Kottow

© Editorial Hueders

© Andrea Kottow

Primera edición: marzo de 2022

ISBN edición impresa 978-956-365-248-2

ISBN edición digital 978-956-365-267-3

Todos los derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida

sin la autorización de los editores

Diseño de portada: Constanza Diez

Diagramación digital: Luis Henríquez

www.hueders.cl|[email protected]

Santiago de Chile

Diagramación digital: ebooks [email protected]

NOTA DE LA AUTORA

Los ensayos que componen este libro fueron escritos en un período de varios años. Ha sido una escritura lenta y pausada, que no siempre tuvo como horizonte un destino conjunto. Solo paulatinamente, los cruces que entre los textos acá reunidos y las lecturas a las que hacen referencia pueden establecerse, fueron cristalizándose. Y solo en un gesto retrospectivo puedo decir que este libro contiene los temas que me han acompañado bajo diversas formas en las últimas décadas: han sido los que han motivado mi fascinación por ciertos libros y autores; han trazado mi agenda académica, convirtiéndose en las preocupaciones de mis investigaciones y en los temarios de varios cursos dictados, y han poblado la escritura de una serie de textos: artículos académicos, capítulos de libros, así como textos de tono más ensayístico. Este libro también nace de una voluntad por darle cabida, en un solo espacio, a lo que ha quedado, muchas veces, fuera de otras publicaciones.

Hay ciertas ideas de algunos ensayos acá reunidos que he trabajado en textos ya publicados. En el ensayo acerca de literatura y duelo vuelvo sobre el Diario de duelo, de Roland Barthes, texto que había analizado en un artículo titulado “Del acontecimiento de la falta. Dolores fantasmas en Diario de duelo de Roland Barthes”, integrado en el libro Homo dolens. Cartografías del dolor: sentido, experiencias, registros, publicado por FCE. La lectura que realizo de Pasión y muerte del Cura Deusto, de Augusto D’Halmar, en el ensayo acerca del secreto, apareció parcialmente en un capítulo titulado “El murmullo del inconsciente: D’Halmar y Bombal”, del libro Materiales desplazados. Diez ensayos sobre las condiciones de la representación en la literatura chilena, publicado por la editorial Narrativa Punto Aparte.

Si bien no debiese ser el propio autor quien juzgue la coherencia de un libro, no creo errar al pensar que uno de los hilos que atraviesan los distintos ensayos que componen este conjunto es el cuerpo. La pregunta por cómo escribir (sobre) el cuerpo, siendo al mismo tiempo lo que queda radicalmente expulsado de la escritura, está presente en todos los textos. Varias de las nociones que son centrales para estos escritos —enfermedad, deseo, duelo— nos ponen frente a la interrogante de los sentidos posibles que pudiesen dar cabida a la experiencia de ser o tener un cuerpo. Las fronteras que se hacen presentes en el título del libro son también aquellas que marcan el lenguaje y sus movimientos, así como sus posibilidades y contradicciones.

Los ensayos transitan por lecturas varias, cuyo único denominador común es que en algún momento de mi vida lectora me remecieron fuertemente. No hay orden ni jerarquía en la manera en que aparecen, no hay restricciones de géneros literarios, ni tampoco delimitaciones geográficas o epocales. No hay pretensión de exhaustividad ni de sistematicidad. Se trata de un recorrido motivado por las preguntas que atraviesan de forma subterránea el libro, y solo ahí podrá hallarse un horizonte trazado por la lectura y la escritura, pensadas, barthesianamente, como dos actividades entrelazadas irremediablemente.

Quiero agradecer a varias personas que han estado cerca en el recorrido de esta trayectoria, y a los que considero compañeros de ruta. A mis padres, Helga y Miguel, a quienes tengo la suerte de tener como testigos del nacimiento de este libro. Ellos me vieron escribir muchos de estos ensayos en la casa que generosamente han compartido conmigo en la costa central, sin saber en qué trabajaba, pero tratando de entretener a mis hijos para brindarme momentos de calma y silencio. Han sido, desde mi infancia, quienes me han acercado al mundo de la lectura.

A mis hijos, Aaron y Lia, por mostrarme que hay un más allá de los libros, de la lectura y de la escritura, sin el que nada de esto tendría sentido.

A Stefanie Massmann, Luis Valenzuela, Hugo Herrera, Nicolás Román e Iván de los Ríos, por todas las conversaciones y todos los brindis, por hacer de literatura y vida una y la misma cosa.

A mi amiga y compañera en la investigación Ana Traverso, con la que la amistad se entrecruza de tal manera con el trabajo en conjunto que se hace imposible separarlos. Hemos compartido tanta lectura y conversación, tanto viaje y tanta exploración, que se me hace difícil resumir la comunidad que hemos llegado a conformar en tan solo pocas palabras. Y, sin duda, mucho de lo que en este libro se encuentra ha formado parte de lecturas compartidas con ella.

A Álvaro Matus, por haber hecho posible, en muchos sentidos que solo él conoce, que este libro exista.

La salud es el silencio de los órganos

CONSIGNA MÉDICA DEL SIGLO XIX

LITERATURA Y ENFERMEDAD

En un libro tan pequeño como sutil, Sylvia Molloy relata la compañía que le brinda a una antigua amante, compañera de vida y de escritura, ahora amiga, durante su enfermedad. Esta se halla más o menos perdida en los recovecos de su mente, afectada por el Alzheimer. Molloy, como la escritora y analista del lenguaje que es, reflexiona sobre los dichos de su amiga, sobre las respuestas que da a las preguntas que le hace, las inquietudes que parecen moverla, sobre las palabras que pone en escena: a veces ocurrentes y divertidas, otras crípticas y contenedoras de secretos inescrutables, otras desilusionantemente vacuas y banales. Emulando los mismos vaivenes a los cuales está sometida su amiga, Molloy hace pequeñas anotaciones, a la manera de entradas de un diario de vida. El lector no sabe cuáles son los espacios temporales que separan unas de otras, ni cuánto tiempo transcurre entre la primera y la última. De alguna manera, la escritura renuncia, quizás como las mentes cuando abandonan la linealidad del tiempo y la sujeción a la vida en tanto memoria, a la causalidad y el hilvanar temporal. Cada anotación, como cada día en la vida de una mente extraviada, parece ser un pequeño todo, con sus propias lógicas de funcionamiento. ¿De dónde viene “eso” que emerge, cuando ya no proviene del acervo de la memoria? ¿Adónde se ha ido esa vida que parecía serlo todo cuando la mente aún seguía los ritmos esperados y coherentes? ¿Quién es ese “yo” que allí habla, a través de palabras que para el mundo de los sanos son inconexas, carentes de sentido? ¿Adónde se fueron los afectos, las emociones y los sentimientos que nos atan al mundo y a los seres queridos, con los cuales hemos construido nuestra vida? ¿Por qué tipo de economía psíquica han sido reemplazados?

La pregunta que más acecha entre las líneas que Molloy dedica sin sentimentalismos ni autolamentaciones a la enfermedad de su compañera es una que aparece conjugada de diversas formas en muchos relatos de enfermedades: la interrogante por el lugar del “yo”. La confrontación con una persona con Alzheimer suele tener algo de fantasmal, pues pareciera ser la misma persona de siempre, pero vaciada de su yo, con el cual hemos establecido una relación. El físico, los gestos, incluso las palabras propias se mantienen al tiempo que van desapareciendo todas las marcas del devenir histórico. El Alzheimer es una insistencia patética en un presente constante. Un corte. Por eso la consternación cuando un enfermo pregunta una y otra vez lo mismo, con intervalos de tiempo que en el mundo “normal” son absurdamente breves. Se suele escuchar de los cercanos que acompañan a los que padecen esta enfermedad que la persona dejó de ser quien era. Es decir, que esa breve incisión en el lenguaje que se realiza al decir “yo” se despoja de sentido. ¿Quién dice yo cuando ese yo no coincide con el que estaba ahí antes de la enfermedad? ¿Qué tipo de identidad guarda ese yo enfermo respecto del sano desaparecido?

La belleza del texto de Molloy proviene también del intento que dibujan sus líneas de reconocer en su amiga a la de antes; no insistir en la desaparición, sino trazar el movimiento contrario en las tenues huellas que aún guarda con quien era antaño. A pesar de las desarticulaciones, como reza el título del libro. Molloy no pone el acento en lo que se fue, sino en lo que podría permanecer; rastrea en el aparente sinsentido, una dimensión poética:

Cuando todavía la llevaba a la clínica donde le hacían evaluaciones para medir la pérdida gradual de la memoria, le pedí un día que me contara qué tipo de preguntas le hacían. Me preguntaron qué tienen en común un pájaro y un árbol. Yo, intrigada: ¿Y vos qué contestaste? Que los dos vuelan, me dijo muy satisfecha. Pensé que sin duda la pregunta había sido otra, pero nunca llegué a saberlo. O quizás no. Acaso algo tengan en común el árbol y el pájaro.

El Alzheimer pone en entredicho uno de los continentes más importantes en la tradición moderna Occidental del yo: la mente. Es esta la que, confiamos, cobija el yo. Al fallar, deja de ser un espacio contenedor de la identidad, y el yo tiende a su disolución.

***

A los 50 y pocos años, el filósofo Jean-Luc Nancy se sometió a un trasplante de corazón. En su libro El intruso da cuenta de esa experiencia transformadora, reflexionando en varias ocasiones sobre el vínculo entre el yo y el corazón. Probablemente sea el corazón —sugiere Nancy, en oposición a la mente— el órgano que simbólicamente ha sido privilegiado para señalar el asentamiento del yo: “Te lo digo de todo corazón”; “con el corazón en la mano”; “desde lo más profundo de mi corazón”. Se apunta a un lugar donde el yo se hallaría en su plenitud, donde no puede traicionarse a sí mismo. ¿Se sigue siendo la misma persona al recibir el corazón de otro? ¿Qué de la otra persona, de quien recibo el corazón, se traspasa a mí? ¿Quién dice “yo” después de haber sido despojado de ese órgano que imaginamos como uno de los lugares donde nuestro yo se densifica?

Lo siento con precisión, es mucho más fuerte que una sensación: la ajenidad de mi propia identidad, que, sin embargo, siempre me fue tan viva, nunca me tocó con esa acuidad. “Yo” se convirtió claramente en el índice formal de un encadenamiento inverificable e impalpable. Entre yo y yo, siempre hubo espacio-tiempo: pero hoy existe la apertura de una incisión y lo irreconciliable de una inmunidad contrariada.

Nancy no solo propone estas preguntas desde una perspectiva culturalista, sino también se hace cargo de todas las dificultades médicas que implica un trasplante de corazón. El posible rechazo a la incorporación de un órgano ajeno; la amenaza del colapso de todo el organismo; la reacción violenta del cuerpo que puede producir un desmoronamiento inmune, y, claro, la pregunta ética del superviviente. Sobrevivo porque otro ha muerto y solo esa muerte hace posible mi vida. El deseo de que aparezca un corazón para uno es el anhelo de la fulminación de otra vida. Mi sobrevida es a expensas de otra vida que tuvo que apagarse.

Nancy vuelve una y otra vez a la interrogante por esa expresión que dice “yo” y ve la experiencia del trasplante como un lugar que agudiza la fragilidad de esa palabra. ¿Qué significa decir yo? ¿Quién o qué es lo que se afirma en ese decir? ¿Y qué sucede cuando aquello que se va develando como una figura más o menos arbitraria del discurso se desliza a un escenario aun más resbaladizo? Nancy muestra que decir yo es una convención, pero una que nos permite sostener la fantasía de una identidad. Con el corazón de otro, esa convención se vuelve vulnerable. ¿Qué puede perderse, sin dejar de ser uno? El problema de los trasplantes implica la interrogante no solo por la fragmentación del cuerpo, sino también por la ubicación simbólica del yo.

Los textos de Molloy y de Nancy proponen reflexiones que no pretenden resolver nada, sino especular sobre las extrañas maneras de enmarañarse cuerpo y mente. Las relaciones entre ambos forman parte esencial de las disquisiciones sobre enfermedad y salud.

***

Dos formas reconocibles en la literatura de hacer frente a esta problemática son, por un lado, la que tiende a pensar una continuidad entre cuerpo y mente, y por el otro, una que más bien se inclina por sospechar una traición de uno sobre la otra. En los Diarios que Franz Kafka llevó durante varios años de su breve vida, puede leerse en reiteradas ocasiones que interpreta su enfermedad —la tuberculosis— como una consecuencia de una patología más profunda, cuyo lugar de origen sería su alma. Su imposibilidad de amar —“mi infección tiene un nombre y se llama Felice”—, su negación a subordinarse a las exigencias de la vida burguesa y las demandas laborales, la figura del padre, su propio cuerpo delgado y enfermizo, su obsesión por la escritura: la tisis aparece, así, como la expresión final de una vulnerabilidad más generalizada, cuya génesis no está en los bacilos sino en una cierta incapacidad de vivir. Kafka se pone de este modo en línea con toda una tradición romántica que lee la enfermedad desde la cifra de un alma demasiado sensible para vivir bajo las rudezas de la vida burguesa. En el romanticismo, la enfermedad suele aparecer como el polo más interesante frente a una salud que es igualada con la banalidad de una vida dedicada a exigencias supeditadas a la moral burguesa y la producción capitalista. Piénsese en el caso emblemático de la novela símbolo del Sturm und Drang alemán —Las tribulaciones del joven Werther, de Goethe—, donde se confronta el alma atormentada de Werther con la rectitud e integridad de Albert. El romántico Werther termina en el suicidio, mientras que el ilustrado Albert desembocará en un matrimonio con Lotte y seguirá con sus exitosos negocios. El romanticismo nos hace empatizar con el lado oscuro de la enfermedad y del sufrimiento, que aparece como la única fuente de emociones profundas y auténticas.

Kafka, qué duda cabe, fue un sujeto cuyas complejidades vitales nos parecen condición sine qua non de las cumbres extraordinarias de su escritura. Sospechamos, junto al mismo escritor, que no hubiera podido escribir lo que escribió si hubiera sido un ciudadano ejemplar que hubiese cumplido a la perfección con las demandas civiles. El escarabajo de La metamorfosis nace, para nosotros, de las extrañezas de su creador, muy vinculadas a una posición excéntrica e inadaptada. La tuberculosis, aunque sepamos que es una enfermedad infecciosa, parece una condena consecuente para un autor que nunca se llevó bien con la vida.

Cuando Hans Castorp, el protagonista anodino de La montaña mágica, de Thomas Mann, una novela escrita algunas décadas después de la muerte de Franz Kafka, arriba a Davos en una visita que hace a su primo Joachim Ziemssen —enfermo de tuberculosis—, lo único que quiere es pertenecer a ese reino fascinante de la patología. El mundo de “abajo”, dedicado a un sistema ciego de perpetuación del statu quo, en una vana ilusión de progreso y bienestar, se le aparece como infinitamente más banal que las delicadezas y exquisiteces de la enfermedad. El sufrimiento emerge como condición para un saber más profundo de los vericuetos de la vida. La salud solo se evidencia en tanto compromiso con un hacer, sin capacidad de reflexión sobre su sentido. Lo mágico de la montaña de Mann tiene que ver con el conjuro de un mundo colmado de opacidades y profundidades que se alcanzan desde una experiencia del dolor. Castorp se enamora de la pálida tísica Claudia Chauchat, de las rutinas diarias de los enfermos, de un mundo que sigue sus propias lógicas y ritmos, frente a los cuales la vida burguesa carece de interés. Siete largos años permanecerá en las marañas de este mundo “al revés”, y solo el estallido de la Primera Guerra Mundial lo volverá a conectar con lo que había dejado atrás.

***

En un brillante ensayo, precursor de su clásico La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag reflexiona acerca de la fascinación que produce el mundo de los excesos, las locuras y las patologías. A partir de la figura de Simone Weil —filósofa mística y desmesurada—, Sontag pasa revisión a una serie de escritores y pensadores cuyo atractivo pareciera residir justamente en su incomodidad existencial. Adopta muchas formas esa excentricidad y uno de los nombres que toma es, precisamente, el de la enfermedad. ¿Por qué —se pregunta Sontag— vivimos bajo una demanda exacerbada de salud, higiene y bienestar, pero simultáneamente nos sentimos atraídos por personajes que encarnan lo contrario? Como si confiáramos más en los conocimientos que provienen de los lados más recónditos, de los cuales renegamos y que necesitamos marginar para poder cumplir con las exigencias de la vida cotidiana. Sin padecimiento, pareciéramos creer nietzscheanamente, no hay conocimiento.

Quizás uno de los primeros textos que fija esta asociación entre sufrimiento y saber es el Problema XXX