Fuego y ceniza - Jonathan Maberry - E-Book

Fuego y ceniza E-Book

Jonathan Maberry

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Beschreibung

Benny Imura y sus amigos han llegado al Santuario que ansiaban encontrar, pero no es lo que esperaban. En lugar de ser un refugio, el Santuario es un hospital para enfermos terminales y los soldados que pilotaban el avión que han estado siguiendo parecen ser poco más que burócratas que han perdido la esperanza en el futuro de la civilización. Mientras Chong se debate entre la vida y la muerte, aferrándose a lo que aún le queda de humanidad, Benny hace un descubrimiento sorprendente: una científica podría haber descubierto una cura para la plaga zombi. Desesperados por salvar a Chong, Benny y sus amigos organizan una misión de búsqueda y rescate. Pero no son los únicos a la caza. Los segadores también persiguen la cura y quieren usarla para convertir a todos los zombis en tropas de asalto imbatibles para extinguir a los seres humanos de la faz de la tierra. En esta fascinante conclusión de la serie Ruina y putrefacción, la última batalla apenas acaba de comenzar. «Maberry nos ofrece una conclusión a la altura de su popular serie Ruina y putrefacción... Al final, esta apasionante saga de zombis trata realmente sobre esperanza y amor». Kirkus Reviews «[Los lectores] quedarán cautivados por este final que maneja su gran elenco de personajes con una claridad asombrosa». Booklist

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Ésta es para los constructores de la paz

Para los brillantes y jóvenes escritores de mi clase de Escritura Experimentalpara Adolescentes: Rebekeh Comley, Nathan Zalesko, Zach Baytosh, SarahBuschi, Carl Hall, Mei Peng Rizzo, Maxwell Cavallaro, Will Perkinsy Archer O’Neal Odom

Y, como siempre, para Sara Jo

1

Benny Imura se sentaba en la oscuridad y hablaba con los monstruos.

Era así todos los días.

Se había convertido en su patrón de vida. Sombras y sangre. Y monstruos.

Monstruos por todos lados.

2

La cosa estaba agazapada en la oscuridad.

Apestaba a carne cruda y descomposición. Tenía un collar de metal alrededor del cuello y una cadena de acero yacía enrollada al fondo de la jaula, como la piel desechada de una enorme serpiente.

La cosa levantó la cabeza y miró a través de los barrotes. El cabello grasoso le colgaba en sucios mechones, escondiendo en parte el rostro grisáceo. La piel lucía enferma, muerta. Pero los ojos…

Los ojos.

Observaban con una malévola intensidad que delataba una terrible conciencia. Las pálidas manos sujetaban los barrotes con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos por la tensión. Los dientes de la cosa estaban cubiertos de trozos de carne.

Benny Imura se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

Asqueado en el estómago.

Asqueado en el corazón.

Asqueado en las profundidades de su alma.

Benny se inclinó hacia el frente y habló con una voz baja y gruesa.

—¿Puedes oírme?

Los labios de la criatura se curvaron.

—Sí, puedes oírme —dijo Benny—. Bien… ¿puedes entenderme? ¿Sabes quién soy?

Una gruesa gota de saliva sangrienta brotó de entre los labios de la criatura, rodó sobre su labio inferior, quedó colgando por un momento, y entonces cayó al suelo con un débil plash.

Benny se inclinó más hacia el frente.

—¿Me reconoces?

Luego de un largo rato, la cosa en la jaula también se inclinó hacia el frente. Su rostro sufrió un lento proceso de transformación. La duda apareció en sus ojos; los labios se relajaron sobre los dientes. Olisqueó el aire, como si tratara de identificar el aroma de Benny. La duda en su mirada se profundizó. Se inclinó un poco más, y ahora los labios parecieron intentar dar forma a una palabra.

Benny se acercó más, tratando de escuchar el sonido de aquella palabra.

—Ha… —murmuró la criatura con un graznido ronco— ha… ham…

—Adelante —lo animó Benny—. Vamos. Puedes hacerlo. Di algo…

La criatura apoyó la frente contra la parte interna de los barrotes, y Benny se inclinó completamente hacia delante.

—… ham… ham…

—¿Qué tratas de decir? —susurró Benny.

La criatura pronunció la palabra. Salió como un susurro. Una palabra completa. Dos sílabas.

—¡Hambre!

De pronto se lanzó contra Benny; sus manos grises salieron disparadas por entre los barrotes y lo sujetaron de la camisa. La criatura soltó un alarido triunfal.

—¡HAMBRE!

Sus dientes húmedos lo buscaron. Empujó el rostro entre los barrotes tratando de morderlo, de desgarrarlo.

De saciar su hambre.

Benny gritó y se arrojó hacia atrás, pero la criatura lo tenía bien sujeto con su poderoso agarre. Los dientes lanzaban mordidas. Su saliva, fría y sucia como agua de alcantarilla, salpicaba el rostro de Benny.

—Hambre… hambre… ¡hambre! —aullaba la cosa.

Detrás de Benny se oyó un grito irritado. El soldado, moviéndose demasiado lento y demasiado tarde. Algo silbó por encima de la cabeza de Benny y se estrelló contra la jaula. Una macana, blandida por el soldado con gran fuerza.

La criatura retrocedió ante un golpe que le habría destrozado la mandíbula y hecho añicos los dientes.

—¡No! —gritó Benny, todavía sujeto por las manos de la cosa pero retorciéndose, luchando por liberarse y levantando los brazos para bloquear al soldado.

—¡Muévete, niño! —rugió el guardia.

La macana volvió a golpear la jaula con un ruido ensordecedor.

Benny dobló las rodillas y logró pasar su pie por el estrecho espacio entre él y los barrotes, y después pateó para empujarse hacia atrás. La criatura soltó la camisa con una mano, pero se agarró del barrote para poder jalar más fuerte con la otra. Benny pateó una, y otra, y otra vez, estrellando su talón en la mano que sujetaba el barrote y golpeándole los nudillos. La criatura gimió y retiró la mano de los barrotes. Su alarido de agonía desgarró el aire.

Benny se sorprendió. Aún siente dolor.

Fue una sensación de lo más extraña para Benny. Ese pensamiento, esa partícula de verdad, fue un alivio para él.

Si aún podía sentir dolor…

Aún seguía vivo.

—Quítate de en medio, niño —ordenó el guardia, levantando nuevamente al macana—. Ya tengo al hijo de…

Benny volvió a patear, y todo el frente de su camisa se desprendió. Se desplomó hacia atrás, chocando tan fuerte contra las piernas del soldado que el hombre cayó contra la pared de concreto. Benny quedó tirado sobre el suelo frío, jadeando, temblando de terror.

Dentro de la jaula, la criatura aferró con sus manos su carne gris y soltó un agudo y lastimero grito de dolor y frustración.

Y hambre.

El soldado, molesto, se incorporó y sujetó a Benny por debajo de la axila, lo jaló para ponerlo en pie y lo empujó hacia la puerta.

—Basta. Sal de aquí. Voy a enseñarle a este monstruo algunos modales.

—¡No! —gritó Benny. De un golpe retiró las manos del hombre y le dio un empujón en el pecho con ambas manos. El movimiento fue respaldado por todo el dolor y la ira de Benny; el soldado salió despedido hacia atrás, resbaló en el concreto húmedo y cayó. La macana escapó de su mano y rodó lejos.

La criatura en la jaula aulló y nuevamente se estiró por entre los barrotes, tratando esta vez de sujetar el brazo del soldado caído. El guardia retiró el brazo con un grito de repulsión. Totalmente furioso, el soldado rodó hacia un lado, se arrodilló y recogió la macana.

—Cometiste un grave error, muchacho. Te voy a dar una paliza y luego vas a ver cómo le enseño a golpes a ese…

De pronto se oyó el rechinido del acero, algo plateado destelló en el aire y el momento se congeló. El soldado estaba de rodillas, con una mano apoyada en el suelo y la otra sujetando la macana. Abrió muy grandes los ojos al tratar de mirar esa cosa que presionaba la suave carne de su cuello. El soldado pudo ver su propio reflejo en la larga y fina hoja de la katana de Benny Imura.

—Escúchame bien —dijo el chico, y no le importó que su voz sonara cargada de emociones ni que se quebrara en un sollozo—. No vas a hacerme nada a mí, y tampoco le harás nada a…

—¿A qué? Es un monstruo. Una abominación.

Benny empujó la punta de la espada contra la piel del hombre. Una diminuta gota de sangre caliente brotó en el filo del acero y corrió en una línea torcida a lo largo de la superficie brillante como un espejo.

—No es un monstruo —dijo Benny—. Y tiene un nombre.

El soldado enmudeció.

Benny incrementó la presión.

—Di su nombre.

El rostro del soldado enrojeció por la furia.

—Dilo —atronó Benny con una voz que hasta entonces jamás se había escuchado. Dura, cruel, malvada. Inflexible.

El soldado accedió. Lo escupió fuera de su boca como si fuera un mal sabor.

—Chong.

Benny alejó la espada y el soldado comenzó a girarse, pero la hoja destelló en la oscuridad y nuevamente se detuvo con el afilado borde sobre la piel de la garganta del hombre.

—Regresaré mañana —dijo Benny con esa misma horrible voz—. Y el día siguiente, y el que sigue. Si encuentro aunque sea un solo moretón en mi amigo, si tú o cualquiera de tus compañeros lo lastiman de algún modo… van a tener que preocuparse de mucho más que de monstruos enjaulados.

El soldado fulminó a Benny con la mirada.

—Estás loco, niño.

Benny sintió que su boca se torcía en una sonrisa, pero a juzgar por la expresión en los ojos del soldado, no podía ser una sonrisa agradable.

—¿Loco? Sí —dijo el chico—. Probablemente lo estoy.

Benny dio un paso atrás y bajó la katana. Le dio la espalda al soldado y se acercó a la jaula. Esta vez se mantuvo fuera de alcance.

—Lo siento, Chong —susurró.

Las lágrimas escurrieron por el rostro de Benny. Miró dentro de aquellos ojos oscuros, buscando algún resto de su amigo de toda la vida. El pensamiento rápido, la inteligencia profunda, el humor afable. Si Chong estaba vivo, entonces aquellas cosas tenían que seguir ahí. En algún lugar. Benny se acercó un poco más. Necesitaba captar el menor destello de su amigo. Podría soportar este horror si existiera la menor oportunidad de que Chong tan sólo estuviera desconectado del control consciente, si fuera como un prisionero dentro de una casa tapiada. Por más horrible que fuera eso, sugería que era posible hallar una solución, realizar algún tipo de rescate.

—Vamos, cabeza hueca —susurró Benny—. Dame algo. Tú eres más listo que yo… encuéntrame tú a mí. Di algo. Lo que sea…

Los labios grises se retiraron de los dientes húmedos.

—… hambre…

Eso era lo único que la criatura podía balbucear. La baba le escurría por la barbilla y goteaba sobre el piso cubierto de paja de su jaula.

—No está muerto, ¿sabes? —le dijo Benny al soldado.

El soldado se limpió la gota de sangre en su cuello.

—No está vivo.

—No. Está. Muerto —Benny separó y enfatizó cada palabra.

—Sí. Claro. Lo que tú digas, niño.

Benny enfundó su espada, se dio la vuelta y pasó junto al guardia, cruzó la puerta de hierro, subió las escaleras y salió al matutino calor brutal de la antigua Nevada.

DEL DIARIO DE NIX

Hace tres semanas estábamos en medio de una guerra.

Supongo que era una guerra religiosa. O algo así. Una guerra santa, aunque parezca extraño escribir siquiera esas palabras.

Una mujer demente llamada Madre Rosa y un hombre aún más demente que se hace llamar San Juan iniciaron un culto conocido como la Iglesia de la Noche. Ellos adoraban a uno de los antiguos dioses griegos de la muerte, Tánatos. Por alguna razón se les metió en la cabeza que la plaga zombi era un intento deliberado de su deidad para exterminar a toda la humanidad. Consideraban que cualquiera que no moría era un blasfemo que contradecía la voluntad de su dios.

Así que los miembros de la Iglesia de la Noche decidieron que necesitaban completar el plan de Tánatos matando a todos los que quedaban. Entrenaron a la gente de su Iglesia para ser realmente buenos guerreros. Se llaman a sí mismos “segadores”.

Cuando hayan cumplido su objetivo, planean matarse entre ellos.

Están chiflados, ¿cierto?

Según nuestra nueva amiga, Riña, quien es la hija de Madre Rosa (no es broma), los segadores han matado a unas diez mil personas.

Diez-mil.

Muchos segadores murieron en una gran batalla. Joe los mató con un lanzacohetes y otras armas que encontró en un avión estrellado. Joe es un buen tipo, pero verlo matar a todos esos asesinos… fue una locura. Estuvo mal, sin importar de qué lado se mire.

Pero… ¿qué otra opción le quedaba? Desearía que el mundo tuviera más sentido.

3

A kilómetros y kilómetros de allí…

El hombre a quien llaman San Juan caminaba por una carretera bajo la sombra de robles y pinos vivos. Los árboles se encontraban inusualmente secos para esta temporada del año, víctimas de una sequía que estaba drenando los jugos vitales del mundo. Pero al santo no le preocupaba. Era otra manera en que su dios imposibilitaba la continuación de la vida en un mundo que ya no le pertenecía a la humanidad. San Juan apreciaba la sutileza de aquello, la atención al detalle.

Su ejército se extendía tras él, hombres y mujeres vestidos de negro con blancas alas de ángel cosidas al frente de sus camisas y listones rojos atados en cada articulación. Todas las cabezas estaban perfectamente rasuradas y tatuadas por completo con flores y vides y aves de presa e insectos con aguijón. Mientras marchaban, estos segadores de la Iglesia de la Noche entonaban canciones de oscuridad y del final del sufrimiento. Himnos a un silencio eterno donde ya no dominaban ni el dolor ni la humillación.

San Juan no cantaba. Caminaba con las manos a la espalda, la cabeza gacha en reflexión. Aún lloraba la traición de Madre Rosa. Pero lo animaba el saber que la Hermana Sun y el Hermano Pedro —dos miembros de su Concilio de las Aflicciones que nunca lo traicionarían—trabajaban incansablemente para cumplir con la voluntad de su dios. Ellos encenderían el fuego que habría de consumir la infección de la humanidad.

Mientras ellos hacían su labor en Nevada para iniciar aquel incendio, San Juan guio al grueso de su ejército de segadores por desiertos y bosques, a través de tierras baldías con rumbo a las montañas en busca de los Nueve Pueblos —nueve bastiones de blasfemia y maldad. Hasta el día anterior, San Juan no conocía el camino. Pero entonces se cruzaron con un viajero que estuvo dispuesto a compartir todo lo que sabía sobre aquello. Al principio se mostró renuente a compartirlo, pero tras un poco de persuasión se mostró dispuesto a gritar todo lo que sabía.

El primer pueblo se llamaba Haven, también hay quienes le dicen “Refugio”. Un nombre tan desafortunado e ingenuo como Santuario.

El segundo pueblo era un lugar llamado Mountainside…

Escuchaba las canciones de los segadores, un canto fúnebre elevado por cuarenta mil voces, y San Juan proseguía su camino, satisfecho.

En medio de la oscuridad, más allá de las filas de los segadores, venía un segundo ejército mucho más grande. Uno que no necesitaba ser alimentado, que nunca se cansaba, que requería únicamente el llamado de un silbato de perro para ser conducido y la presencia de los listones empapados de químicos para controlar sus apetitos.

Y a su propio modo, ellos también cantaban. No himnos, ni nada con palabras. El suyo, elevado por decenas de miles de voces muertas, era el incesante gemido de hambre del ejército de muertos vivientes que marchaba a la guerra bajo el estandarte del dios de la muerte.

4

El sol era una erizada corona de luz que descansaba en la cima de las montañas al este. Benny cerró los ojos y giró el rostro hacia la luz, impregnándose del calor. El cuarto de celdas estaba demasiado frío. Benny nunca había lidiado con el aire acondicionado, y no estaba seguro de que le gustara. La luz del sol se sentía bien sobre su rostro y su pecho y sus brazos. Para esa tarde estaría buscando aunque fuera una brizna de sombra, pero por el momento no se quejaba.

Vamos a salvar a Chong, dijo su voz interior.

—Sí, lo haremos —gruñó Benny en voz alta.

Una sombra cruzó por su rostro, y el chico alzó la mirada para ver a un buitre lanzándose al aire desde lo alto del fortín de seis pisos del hospital. El ave agitó sus grandes alas negras cuando se posó encima de un avión estacionado que permanecía quieto y silencioso a doscientos metros de allí.

El jet.

Esa máquina había hecho que Benny, Nix, Chong y Lilah se alejaran de Mountainside. Se suponía que él respondería a todas sus preguntas, que le daría un sentido al mundo.

Estaba colocado mirando a las montañas distantes, con sus ventanas oscuras y su escotilla cerrada. Pero alrededor de ésta había manchas de sangre, salpicaduras arteriales y la huella de una mano, ya descolorida de carmesí a marrón. La escalera de metal estaba unos metros más allá. Había sangre en cada peldaño, y rastros de ella a lo largo del suelo en dirección a la hilera de enormes hangares grises más allá del fortín.

La primera vez que vio la sangre, Benny interrogó a su monje escolta, el Hermano Albert.

—¿Los zoms atacaron a la tripulación?

El Hermano Albert se estremeció ante el uso de la palabra “zom”, y Benny se arrepintió de haberla empleado. Los monjes llamaban a los muertos “Hijos de Lázaro”, y creían que estos “Hijos” eran los humildes que Dios quería que heredaran la tierra. Benny estaba bastante seguro de que no compartía aquella visión, aunque era mucho más aceptable que el extremadamente apocalíptico pensamiento de la Iglesia de la Noche.

—No —negó el monje—, las sirenas alejaron a los Hijos cuando el avión aterrizó.

Los militares utilizaban una serie de sirenas montadas en altas torres para atraer a los zoms y liberar la pista de aterrizaje, o para permitir el acceso a los hangares y el fortín. Soldados apostados en un pequeño edificio de piedra en un extremo del campo operaban las sirenas. Cuando aquellas sirenas se silenciaban, los muertos volvían a deambular, atraídos por la gente viva del lado de la zanja que pertenecía a los monjes.

—Entonces, ¿qué sucedió?

El Hermano Albert se encogió de hombros.

—No estoy muy seguro, hermano. Estaban entregando suministros y equipo en una base en Fort Worth. Debió ocurrir un ataque allí —hizo una pausa—. ¿Sabes de la Nación Americana?

—Claro. El Capitán Ledger y Riña nos contaron algunas cosas. Está en Asheville, en Carolina del Norte. Se supone que hay como cien mil personas allí. Establecieron un nuevo gobierno e intentan recuperar el país de manos de los muertos.

—Eso es lo que dicen.

Benny dirigió su mirada al avión. Durante la gran pelea contra los segadores había bajado del cielo en picada como un pájaro monstruoso salido de una antigua leyenda. Imposiblemente enorme, rugiendo con cuatro gigantescos motores, había sobrevolado la batalla y descendido en dirección al Santuario.

Cuando lo vieron por primera vez hacia casi un año, volando alto sobre las montañas de California, pensaron que se trataba de un avión de pasajeros. Ahora sabían que era un jet de transporte militar C-5 Galaxy. La aeronave militar más grande jamás construida.

—¿Qué pasó con la tripulación? —preguntó Benny—. ¿Están bien?

El monje se encogió de hombros.

—No lo sé. Ellos no nos dicen nada.

Era verdad. Los científicos militares dirigían una base mayormente subterránea en un lado de la zanja, y los monjes administraban un hospital y una residencia para enfermos terminales en el otro. Con excepción de las sesiones de entrevistas en el fortín, la comunicación entre ambos lados estaba reducida extrañamente al mínimo.

Pasando el aeroplano, en el extremo más alejado del campo de aviación, había una enorme concentración de zoms. Caminaban lentamente arrastrando los pies en dirección a Benny, aunque el más cercano estaba todavía a un kilómetro y medio de distancia. Todas las mañanas el lamento de las sirenas liberaba el camino para que él cruzara la zanja, y todas las tardes liberaba el campo para que Nix hiciera lo propio. Cada uno pasaba una hora siendo entrevistado por científicos. Pero nunca en persona. La cabina de entrevistas era un cubículo construido en la esquina del fortín; todo el contacto era a través de micrófonos y altoparlantes. Aunque la novedad de esta tecnología anterior a la Primera Noche se agotó casi de inmediato. Los científicos hacían muchas preguntas, pero no ofrecían casi ninguna respuesta. Permitirle a Benny ver a Chong era un sorprendente acto de generosidad, aunque Benny se preguntaba si no era además parte de un experimento científico. Probablemente para ver qué tan humana seguía siendo la criatura.

Hambre.

Dios.

Todas las tardes el monje llevaba a Nix a ese lugar. ¿También le permitirían ver a Chong?

Llegaron a la entrada del cubículo. Ésta se abrió cuando Benny se aproximó. Dentro había una silla plegable de metal.

Benny miró a los zombis por encima de su hombro. El ranger, el Capitán Ledger, le había dicho a Nix que había solamente un par de cientos de miles. Los monjes decían que había al menos medio millón. Ellos trabajaban mucho más de cerca con los enfermos y los moribundos.

—Están esperando, hermano —murmuró el monje escolta, y por un momento Benny no supo si el Hermano Albert se refería a los zoms o a los científicos.

—Sí —dijo Benny—. Lo sé.

El monje cerró la puerta, y los pestillos hidráulicos se deslizaron a su lugar con un sonido como de vapor que escapa. Había únicamente una diminuta luz eléctrica que apenas hacía retroceder las sombras.

Mientras esperaba en la oscuridad, le pareció que podía escuchar la voz de Chong.

Hambre.

5

La Chica Perdida estaba en verdad perdida.

Ocho meses atrás vivía sola en una cueva detrás de una cascada en la Sierra Nevada. Pasaba sus días cazando, buscando libros en casas abandonadas, evadiendo zombis y cazando a los hombres que habían asesinado a su familia. Desde la edad de doce hasta justo después de su cumpleaños número diecisiete, Lilah no habló con persona alguna.

Las últimas palabras que habían salido de su boca antes del largo silencio fueron dichas a su hermana, Annie, mientras se arrodillaba bajo la lluvia cerca del primer Gameland.

Más temprano ese día, Lilah había escapado de los fosos para después regresar en busca de su hermana. Se suponía que Annie debía esperarla, pero no lo hizo. Escapó de su celda sólo para ser perseguida en la tormenta por el Martillo de Detroit. En la oscuridad lluviosa y azotada por el viento, Annie tropezó y cayó, golpeándose la cabeza contra una roca. Una herida mortal. El Martillo la dejó ahí como un pedazo de basura que ni siquiera valía la pena recoger.

Lilah vio todo esto desde su escondite. Tenía doce años, estaba raquítica y débil. Si hubiera atacado al Martillo entonces, él le habría dado una paliza y la habría llevado a rastras de vuelta a los fosos de zombis. Conociéndolo como lo conocía, la habría puesto a luchar contra Annie. Eso garantizaba una atracción muy lucrativa.

Cuando el Martillo se fue, ella se arrastró hasta el camino, al lugar donde Annie yacía. Trato de soplar nuevamente la vida en los pulmones de Annie, intentó empujar su pecho de la manera en que George le había enseñado. Deseó que esa débil chispa se encendiera. Suplicó, ofreció tributos al cielo, la propia vida, si Annie podía ser salvada. Pero la laxa silueta que cargaba en brazos pronto se transformó en algo que no requería de su aliento ni de sus plegarias. Lo único que quería era su carne.

Lilah apretó entre sus brazos el cuerpo que luchaba y enterró su rostro en el cabello de su hermana. Durante un largo y terrible momento se preguntó si debería dejar de pelear, si debería recostarse y ofrecer su cuello a Annie. Si no podía protegerla en vida, al menos podía ofrecerle alimento en la muerte.

Aquel momento fue el más largo de su vida. El más terrible.

—Lo siento —dijo, y alcanzó la roca sobre la que Annie había caído. Era pequeña, del tamaño de un puño apretado. Otro medio paso a la derecha y Annie la habría evitado y caído sobre un charco.

Lilah quería cerrar los ojos para no tener que atestiguar lo que estaba a punto de hacer. Pero ésa sería la elección de un cobarde. George les había enseñado a las niñas a ser fuertes. Siempre fuertes. Y se trataba de Annie. Su Annie. Su hermana, nacida en la Primera Noche de una madre moribunda. Ella era la última persona sobre la tierra que Lilah conocía. Apartar la mirada, cerrar los ojos, encogerse ante la responsabilidad de atestiguar la experiencia de su hermana se sentía tan cobarde y horroroso como lo que el Martillo de Detroit había hecho.

Así que Lilah miró el rostro de Annie. Y levantó la roca.

Lo miró todo.

Se escuchó decir:

—Te amo.

Percibió el sonido de lo que estaba obligada a hacer por destino y por amor. Era un ruido espantoso. Lilah supo que aquel eco se repetiría dentro de su cabeza por siempre.

Lilah pasó los siguientes cinco años en silencio.

Había conversaciones, pero siempre en su cabeza. Con Annie, con George. Lilah ensayaba las palabras que diría cuando fuera lo suficientemente fuerte para cazar al Martillo de Detroit. Ahora él también estaba muerto. Y George.

Annie.

Tom.

Lilah recorría la zanja, hora tras hora, kilómetro tras kilómetro. Ahora era mucho más fuerte de lo que había sido. Sabía que si tuviera este cuerpo y estas habilidades, y regresara a aquel momento en el camino lluvioso, habría sido el Martillo quien exhalara su último aliento en la oscuridad.

Lilah se había asegurado de ser cada vez más fuerte. Veloz, hábil y cruel.

Desalmada.

Ésa había sido su meta. Volverse desalmada. Una máquina bien afinada para el propósito de segar. No a los zoms —ellos eran incidentales— sino a los hombres malvados del mundo. Como el Martillo, como Charlie Ojo Rosa y Jack el Predicador. Como el Hermano Pedro y San Juan y los segadores. Ella deseaba volverse despiadada porque si conseguía aquello, entonces ya no la dominaría el miedo y nunca más podría ablandarla el amor. El amor era un camino al más cruel sufrimiento. Era la flecha que el Destino siempre mantenía apuntada a tu espalda. El amor habría de interferir; el amor crearía una grieta en su armadura.

No, ella nunca se permitiría amar.

Pensaba en eso mientras caminaba. Aquel juramento era tan vano y frágil como la promesa que le había hecho a Annie de regresar y liberarla.

Cuando rescató a Benny y a Nix de los cazarrecompensas en las montañas, Lilah cruzó una línea. Cuando conoció a Tom y vio que un hombre podía ser bueno y decente, compasivo a la vez que fuerte, Lilah sitió que su determinación flaqueaba. George era el único hombre bueno que ella había conocido. Un total extraño que había sido el último de un grupo de sobrevivientes del brote zombi. Él había criado a Annie y a Lilah. Las había amado como un padre, las había alimentado, se había preocupado por ellas, las había instruido y les había enseñado todo lo que sabía. Y había sido asesinado por hombres que buscaban llevar a dos niñitas como esclavas a Gameland.

Lilah había creído que él era el único hombre decente que quedaba vivo, que todos los demás eran como el Martillo.

Entonces apareció Tom.

De quien ella se enamoró. Quien rechazó su amor de la manera más tierna y bondadosa.

Tom… quien murió.

Ella se detuvo y dejó que su mirada vagara por encima de la zanja hasta el fortín. Hasta el lugar donde Chong se agazapaba en la oscuridad.

Lilah no había pretendido albergar sentimientos por Chong. Él era un chico de pueblo. Débil, por completo carente de habilidades de supervivencia. Ella no había querido ni fijarse en él. Haberse enamorado había sido una equivocación tan atroz que a veces la hacía reír. Y cuando la absurdidad de eso la golpeaba, ella arremetía contra Chong.

Estúpido pueblerino.

—Chong —susurró.

¿De qué sirve ser fuerte si el amor expone tu carne a los dientes del infortunio? ¿Por qué arriesgarse a amar algo o a alguien cuando la vida es algo tan frágil que el simple viento puede llevársela de tu lado? Ella quería regresar a su silencio y su soledad. Encontrar su cueva y esconderse ahí entre las pilas de libros polvorientos. Con el rugido de la cascada nadie podría escucharla gritar, de eso estaba segura.

¿Cuánto tiempo tardaría, cuantas semanas o meses o años, antes de que pudiera pensar en el nombre de Chong sin sentir una puñalada en el corazón?

Los segadores le habían arrebatado a Chong.

¿Para siempre? ¿O sólo por ahora?

Ella no lo sabía, y tampoco los científicos del fortín.

Si era para siempre, entonces una fría voz en la mente de Lilah le decía cómo sería su futuro, una interminable y despiadada cacería para encontrar y matar a todos y cada uno de los segadores. En los libros, las heroínas juran perseguir a un enemigo hasta los confines de la Tierra. Pero ella ya estaba allí. Esto era el apocalipsis, y el futuro estaba inundado de sangre y silencio.

—Chong —dijo al cielo del desierto, y una vez más intentó que su corazón fuera de piedra.

6

—Buenos días, señor Imura —saludó una voz femenina, fría e impersonal, a través del altavoz montado en la pared—. ¿Cómo se siente el día de hoy?

—Enfadado —dijo Benny.

Se produjo una pausa.

—No —dijo la voz, claramente desconcertada—, ¿cómo se siente?

—Ya se lo dije.

—Creo que usted no entiende… ¿Se siente mal? ¿Se…

—Entendí la pregunta.

—¿Ha experimentado algún síntoma inusual?

—Por supuesto —dijo Benny—. Me duele la cabeza.

—¿Cuándo comenzaron las jaquecas?

—Hace como un mes —dijo Benny—. Un maldito zombi mutante me golpeó en la cabeza con una macana.

—Conocemos esa contusión, señor Imura.

—¿Entonces para qué preguntan?

—Le preguntamos si ha tenido síntomas inusuales.

—Las heridas provocadas con un garrotazo zombi en la cabeza en realidad no son tan comunes, doc. Investíguelo.

La científica suspiró, el tipo de suspiro corto que se hace por las fosas nasales cuando se empieza a perder la paciencia. Benny sonrió maliciosamente entre las sombras.

La siguiente pregunta borró la sonrisa de su rostro.

—¿Qué pasó hoy en la celda?

—Él… trató de alcanzarme.

—¿Le tocó la piel con sus manos?

—No.

—¿Lo mordió?

—No.

—¿Le cayó encima alguno de sus fluidos corporales?

—Iuu. No.

—¿Tiene fiebre?

—No lo sé, ¿por qué no me deja entrar ahí para que usted pueda tomarme la temperatura?

Una pausa.

—Tenemos establecido un protocolo…

—… de seguridad —completó Benny—. Sí, ya sé. Lo he escuchado cuarenta millones de veces.

—Señor Imura, necesitamos que nos diga si el infectado…

—Su nombre es Lou Chong —espetó Benny—. Y me gustaría que me dijeran qué es lo que le hicieron.

Se produjo una pausa más larga esta vez.

—El señor Chong ha sido tratado.

—Eso ya lo sé, señora. Quiero saber cómo. Quiero saber qué es lo que le ocurre. ¿Cuándo va a mejorar?

—No… podemos dar respuesta a ese cuestionamiento.

Benny le dio un puñetazo al pequeño altavoz montado en la pared.

—¿Por qué no?

—Señor Imura —insistió la mujer—, por favor, está poniéndose difícil.

—¿Yo me estoy poniendo difícil? Les dimos todo lo que encontramos en aquel avión estrellado, todos esos registros médicos. ¿Por qué ustedes no pueden hacer algo por nosotros?

Como no hubo una respuesta inmediata, Benny intentó cambiar de tema, esperando provocar con eso un verdadero intercambio de información.

—¿Qué me dicen de la manada de jabalíes salvajes que trató de comerse a mi amiga Lilah? ¿De dónde salieron? Pensaba que sólo los humanos podían convertirse en zoms.

—Estamos al tanto de una infección limitada entre un pequeño porcentaje de la población de jabalíes salvajes.

—¿Eso qué significa? ¿Qué es un “pequeño porcentaje”? ¿Cuántos son?

—No tenemos una cifra exacta…

Benny suspiró. Siempre se mostraban igual de evasivos.

Luego de un momento, la mujer preguntó:

—¿Está experimentando una excesiva sudoración, señor Imura? ¿Visión doble? ¿Boca seca?

Las preguntas siguieron como cascada. Benny cerró los ojos y se recargó en su silla. Luego de un rato, la voz aceptó que Benny no iba a cooperar.

—¿Señor Imura…?

—Sí, sí… aquí sigo.

—¿Por qué hace el proceso tan difícil?

—Le vuelvo a repetir: yo no lo hago difícil. Sólo intento comunicarme con ustedes, pero ustedes no dejan de evadirme. ¿De qué se trata esto? Porque como yo lo veo, ustedes están en deuda conmigo y con mis amigos. Si no le hubiéramos contado al Capitán Ledger sobre las armas en el avión, el ejército de segadores habría entrado aquí y los habría matado a todos: a ustedes, a los enfermos, a los monjes y a todos en este estúpido complejo militar.

El avión en cuestión era un C-130J Súper Hércules, una poderosa aeronave de carga de cuatro hélices construida antes de la Primera Noche. Benny y Nix lo encontraron estrellado en el bosque. Había sido usado para evacuar a una científica, la doctora Monica McReady, y a su equipo de Esperanza Uno, una remota base de investigación cerca de Tacoma, Washington. El equipo había estado allí estudiando recientes mutaciones en la plaga zombi.

—No confunda heroísmo con mutuo interés, señor Imura —dijo la mujer científica con un tono gélido—. Usted le contó al Capitán Ledger sobre esas armas y materiales porque era la única manera en que usted y sus amigos podían sobrevivir. Fue un acto de desesperación que, debido a la naturaleza del conflicto en curso, benefició a partes que tienen una agenda compartida. Cualquiera en su posición habría hecho lo mismo.

—¿En verdad? Ese avión llevaba un par de años allí, prácticamente en su maldito patio trasero, y ustedes no tenían ni la menor idea de que se encontraba en ese lugar. Si pasaran menos tiempo con la cabeza metida en el…

—Señor Imura…

Él suspiró.

—Está bien, puede ser que hayamos tenido en mente nuestra propia supervivencia cuando les contamos sobre el avión, tampoco somos tan estúpidos, pero eso no cambia el hecho de que les hayamos salvado el trasero.

—Ésa no es una valoración exacta, señor Imura. El hombre que se hace llamar San Juan y su ejército de la Iglesia de la Noche aún siguen allá afuera. ¿Usted sabe dónde están?

Benny contestó de mala gana.

—No.

La verdad es que nadie sabía adónde se habían ido los segadores. Los guardias que patrullaban la valla habían visto a unos cuantos, y Joe Ledger dijo que había encontrado señales de pequeños grupos en el desierto, pero la mayor parte del vasto ejército segador se había marchado. El mismo San Juan parecía haberse ido con ellos, pero nadie sabía adónde. Al principio Benny y sus amigos estuvieron contentos con eso: que se vayan a molestar a alguien más; pero tras un poco de reflexión, se dieron cuenta de que era una reacción mezquina y egoísta. Una reacción inmadura. Los segadores sólo tenían una misión, y ésa era exterminar toda la vida humana. Sin importar adónde fueran, personas inocentes iban a morir.

—Entonces —dijo la científica—, realmente no puede afirmar que ustedes, y cito, nos “hayan salvado el trasero”. Todos nosotros podríamos estar perdiendo nuestro tiempo.

—¿Qué se supone que significa eso? —No hubo respuesta. Benny pateó la pared—. ¡Oye! ¿Qué se supone que significa eso?

Nada.

Entonces las luces se encendieron y la puerta se abrió con un siseo. Afuera, las sirenas ya resonaban a todo volumen.

7

El Hermano Albert lo escoltó a través de un puente hacia el lado del Santuario que pertenecía a los monjes. Al otro lado, Benny divisó a Lilah caminando cerca del borde de la zanja. La alcanzó y caminaron un rato en silencio. A sus espaldas, los guardias utilizaban una manivela para levantar el puente.

Lilah era alta, hermosa, de piel bronceada y un cabello rubio tan descolorido por el sol que era blanco como la nieve. De mirada penetrante, sus grandes ojos a veces se veían color avellana y a veces color miel, según su efervescente carácter. Portaba una lanza hecha con un tubo negro y una bayoneta militar.

Cada vez que la veía, Benny sentía una extraña punzada en el pecho. No era amor, él amaba a Nix con todo su corazón, y además, esta chica era demasiado rara, demasiado diferente a él. No, era un sentimiento que nunca había sido capaz de definir, uno tan fuerte ahora como lo había sido la primera vez que vio su imagen en una Tarjeta Zombi.

Lilah, la Chica Perdida.

Finalmente se atrevió a decir:

—Hoy me dejaron verlo.

Lilah se detuvo abruptamente y lo sujetó por la camisa.

—Cuéntame.

Benny se liberó suavemente y le platicó todo lo que había sucedido. Omitió la parte cuando el soldado trató de golpear a Chong con su macana. Ya había suficientes problemas entre Lilah y los soldados. Durante los primeros días luego de que Chong fuera ingresado en el laboratorio para su tratamiento, Lilah permaneció a su lado. Dos veces los soldados trataron de sacarla, y dos veces los soldados tuvieron que ser llevados a la enfermería. Entonces, a la octava noche, Chong pareció sucumbir a la Plaga Segadora. Sus signos vitales tocaron fondo, y por un momento los doctores y los científicos creyeron que había muerto. Ellos querían que fuera transportado rápidamente al exterior para que pudiera estar con los zoms cuando se reanimara. Lilah no quiso aceptar que Chong estaba muerto. O sus instintos le dijeron algo que las máquinas no, o se volvió un poco loca. Benny se inclinaba a pensar que había sido un poco de las dos cosas. Cuando los camilleros entraron para llevarse a Chong, Lilah los atacó. Benny nunca conoció todos los detalles, pero por lo que pudo saber, cuatro camilleros, dos médicos y cinco soldados fueron gravemente heridos, y una gran cantidad de equipo médico resultó dañada en lo que al parecer fue una batalla de proporciones épicas. Los soldados estuvieron cerca de dispararle a Lilah, y si ella no hubiera utilizado a uno de los científicos en jefe como escudo —sosteniendo su cuchillo contra la tela del traje NBQ—, probablemente lo hubieran hecho.

Era un callejón sin salida.

Y entonces las máquinas comenzaron a sonar nuevamente, argumentando con certeza mecánica que Chong no estaba muerto. El científico, temiendo por su vida y viendo una manera de salir del impasse, le juró a Lilah que harían todo lo que pudieran para mantener a Chong con vida y para encontrar alguna manera de tratar la enfermedad que crecía en su interior. Lilah, habituada a no confiar, fue difícil de convencer. Pero al final, la necesidad de Chong de recibir atención médica fue más importante. Ella liberó al científico. Chong fue inyectado con algo llamado estabilizador metabólico, una mezcla basada en una fórmula encontrada entre las notas de la doctora McReady en el avión de transporte. Cuando Chong fue estabilizado, Lilah fue llevada —a punta de pistola— fuera del complejo y entregada a Benny, Nix y los monjes. Se le prohibió cruzar la zanja. Cuatro guardias fueron apostados en el puente del lado de los monjes para asegurarse de ello.

Cuando Benny describió la condición de Chong, Lilah se tambaleó como si hubiera recibido un puñetazo. Hasta se apoyó en su lanza para sostenerse.

—Pero habló —dijo Benny lleno de esperanza—. Eso es algo. Una mejora, ¿cierto? Es una buena señal y…

Lilah sacudió la cabeza y miró hacia el fortín blanco en la distancia.

—Mi chico pueblerino está perdido.

—Lilah, yo…

—Vete —dijo ella con una voz que era casi inhumana.

Benny metió las manos en los bolsillos y se fue caminando fatigosamente para buscar a Nix.

8

Más allá de la valla…

A través del largo ojo de un telescopio, el chico con la espada colgada a la espalda y la chica con la lanza se veían como si estuvieran a sólo unos metros de distancia. Lo suficientemente cerca para tocarlos.

Lo suficientemente cerca para matarlos.

—Abriré bocas rojas en su carne —susurró el hombre del telescopio—. Alabada sea la oscuridad.

DEL DIARIO DE NIX

Los zoms dependen de uno o de más sentidos para cazar. Su olfato es bueno, eso lo sabemos. Pueden oler la carne viva. Por eso funciona la cadaverina; huele como tejido en putrefacción.

La vista y el oído son igual de importantes para ellos.

Tiene que haber una forma estratégica de usar esos tres sentidos contra ellos. Voy a platicar con el Capitán Ledger al respecto. Él parece saber más que cualquiera sobre luchar contra zoms.

9

Hace seis meses…

San Juan estaba de pie bajo las hojas de un árbol mientras las dos mujeres más poderosas de la Iglesia de la Noche discutían entre ellas.

—Es herejía del viejo mundo —insistía Madre Rosa, la líder espiritual de la Iglesia de la Noche. Era alta y encantadora, elegante como la mañana y tan hermosa como la hoja de un cuchillo—. Ese avión y su contenido representan todo a lo que se opone la Iglesia.

—Eso no lo discuto —dijo la otra mujer, una frágil coreana, la Hermana Sun. Un año antes había sido fuerte y atlética, pero en los últimos meses el cáncer había comenzado a consumirla. Según su propio diagnóstico le quedaba menos de un año de vida, y estaba decidida a usar ese tiempo ayudando a la Iglesia de la Noche a conquistar a los herejes—. Mi punto es que necesitamos examinar ese material para entender qué es lo que está pasando con la gente gris.

—No está pasando nada con…

—Madre, tú sabes que eso no es verdad. Nuestra gente ha visto caso tras caso de gente gris moviéndose en rebaños. Eso no había sucedido antes. Hay rumores de gente gris que se mueve casi tan rápido como los vivos. Incluso algunos reportes de que utilizaron rocas y piedras como armas.

—¿Y eso qué? —replicó Madre Rosa con un tono arrogante—. Toda la vida cambia. Hasta la no-vida. Es parte de la naturaleza, ¿no?

—Precisamente —insistió la Hermana Sun—. La Plaga Segadora no es parte de la naturaleza, como lo he dicho tantas veces.

En ese momento San Juan volteó y levantó una mano. Ambas mujeres guardaron silencio de inmediato.

—La plaga que levantó a los muertos y destruyó las ciudades del hombre pecador fue traída a la Tierra por la mano del Divino Tánatos.

—Alabada sea Su oscuridad —dijeron las mujeres al unísono.

—Por lo tanto, es parte del orden natural del Universo.

—Honorable —dijo la Hermana Sun—, por favor escúcheme. Escúchenme, los dos. Conozco esta plaga. La estudié antes del brote. Mi equipo trabajaba con los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades y los Institutos Nacionales de Salud. Ninguna otra persona con vida conoce esta enfermedad mejor que yo, con excepción de Monica McReady.

—Esa hereje está muerta —dijo Madre Rosa.

—No lo sabemos con certeza —dijo la Hermana Sun—. Enviamos cinco equipos de segadores a buscarla, y dos de ellos nunca regresaron.

Madre Rosa desestimó el argumento con un movimiento de mano.

—Si McReady manipuló la enfermedad tratando de crear una cura, entonces tal vez provocó que mutara —dijo apasionadamente la Hermana Sun—. Cualquier posible cambio en la enfermedad puede tener un impacto significativo en el comportamiento predecible de la gente gris, y eso es un peligro para nuestra Iglesia. Ustedes saben que lo es. Si me dejan revisar la investigación que hay en el avión, yo podría ser capaz de determinar lo que ella estaba haciendo. Quizá pueda detenerlo, o tal vez aprenda lo suficiente para predecir qué cambios están ocurriendo para que podamos integrar a la doctrina de nuestra Iglesia las modificaciones en su comportamiento. Pero no podemos permitir que cambios aleatorios se manifiesten sin una respuesta de la Iglesia. Piensen en lo disruptivo que eso sería, especialmente para los grupos de segadores que tienen un alto porcentaje de nuevos reclutas. La duda es nuestro enemigo.

Madre Rosa negó con la cabeza durante todo el tiempo.

—El avión es un templo, y yo he puesto mis sellos sobre él. Permanecerá cerrado.

Les dio la espalda y se alejó.

La Hermana Sun sujetó a San Juan por la manga.

—Por favor, Honorable, seguramente usted entiende el peligro.

—El templo le pertenece a Madre Rosa —dijo él.

—Pero…

—Le pertenece a ella.

El santo retiró suavemente el brazo y echó a andar bajo la sombra de los árboles, consciente de que la Hermana Sun no dejaba de mirarlo. San Juan no le permitió ver la sonrisa en sus labios.

10

El comedor estaba en una barraca Quonset instalada detrás del hangar dormitorio. Había colocadas filas de mesas de caballete, sillas plegables y una mesa de vapor para autoservicio. Benny tomó una bandeja y un plato y se sirvió unos huevos parcialmente cocidos y unos trozos de lo que esperaba fuera salchicha de cerdo. Fácilmente podría haber sido carne de lagartija o de tortuga, como Benny ya había descubierto.

Nunca había mucha comida. Suficiente, pero no para que sobrara.

La primera vez que Benny comió ahí apiló varios platos en su bandeja. Nadie dijo nada hasta que se sentó frente a Riña, quien le lanzó una mirada severa.

—Tienes suficiente comida ahí para una cerda embarazada —le dijo con esa voz cargada de un fuerte acento de los Apalaches.

—Sí, ¿verdad? —respondió él, y se metió a la boca el tenedor repleto de huevos—. Ni siquiera es tan malo.

Riña era delgada, con músculos definidos y muy bella, con una cabeza rapada llena de tatuajes de rosas y vides salvajes. Usaba pantalones de mezclilla y un chaleco de piel sin otra cosa debajo que Benny pudiera detectar.

—Tal vez el zom te dejó sin sentido común con aquel golpe, chico… ¿pero también te dejó sin educación? Hay cuatro personas que hoy no comerán porque tú tomaste suficiente para cinco. Mira a tu alrededor… ¿crees que hay algo parecido a la abundancia en este lugar? Todos aquí están a un paso de morirse de hambre, y tú te rellenas la boca como si fuera tu cumpleaños.

Cuando Benny miró alrededor, lo único que vio fueron las anodinas sonrisas de aceptación de los monjes. Entonces bajo la vista hacia el cúmulo de huevos, el montón de papas y vegetales y la media hogaza de pan. Sin decir otra palabra se levantó, caminó de vuelta hasta la mesa de vapor y colocó su bandeja frente a la primera persona de la fila. Entonces se marchó y no comió más ese día.

Ahora ya conocía las porciones adecuadas. Una cucharada de huevos, media papa asada, una rebanada de pan melindrosamente untada de mantequilla y un vaso de agua de pozo. Siempre un poco menos de lo que quería, siempre dejando un pequeño extra para la siguiente persona. Después de los primeros dos días de pasar hambre, Benny comenzó a sentirse bien por ello. Ahora era su ritual. También pasaba tiempo cada día laborando en los campos de frijol y en los huertos frutales, haciendo trabajo pesado no especializado para ayudar. Era extenuante, pero se sentía bien. Y tenía el beneficio colateral de poder considerarlo un ejercicio para recuperar la fuerza bruta y el tono muscular.

Intentó que algunos de los monjes que laboraban en los campos cantaran un poco de las canciones de trabajo obscenas que Morgie había aprendido de su padre, pero esa ocurrencia no prosperó.

El día de hoy Riña estaba al otro lado del comedor, sentada junto a Eve, la pequeña rubia que Benny había rescatado luego de que ambos cayeran en un barranco lleno de zoms. Eve reía de algo que Riña había dicho, y aun desde la distancia, Benny pudo escuchar la naturaleza extraña y fracturada de aquella risa. La pobre niña había pasado por demasiadas cosas. Los segadores atacaron y quemaron el asentamiento donde ella vivía y masacraron a casi todos. Los sobrevivientes pasaron varios días de locura corriendo por el desierto y el bosque, sólo para ser cazados y enviados “a la oscuridad”. Eve presenció el terrible momento en que los segadores mataron a su padre y a su madre.

Los monjes trabajaban todos los días con Eve empujando a la pequeña niña centímetro a centímetro fuera de las sombras rojas de su trauma, pero aunque había habido algún progreso, era evidente que Eve podía haber resultado dañada permanentemente. Benny estaba casi tan preocupado por Riña como lo estaba por Eve; la antigua segadora parecía haber tomado como su misión personal el “salvar” a la niña. Benny temía lo que le pudiera suceder a Riña si la frágil cordura de Eve finalmente colapsaba.

Eso ponía a Benny triste y furioso a la vez, porque los segadores eran mucho peores que los zoms. Los muertos no eran conscientes, actuaban de acuerdo con el impulso de la fuerza que reanimaba sus cuerpos, cualquier cosa que ésta fuera; los segadores sabían lo que estaban haciendo.

En sus momentos de mayor tranquilidad, Benny intentaba explorar el punto de vista de que los segadores en verdad creían que lo que hacían era lo correcto, que ellos creían que estaban cumpliendo la voluntad de su dios. Pero no podía concebir una religión basada en la extinción. Incluso si los segadores creían que su dios deseaba que todos murieran, no tenían derecho a obligar a nadie a adoptar esa creencia. No tenían derecho a convertir la vida de una niña como Eve en un espectáculo de horror.

Absolutamente ningún derecho.

—Hola —dijo una voz familiar a sus espaldas y Benny volteó, ya sonriendo porque un mal día acababa de mejorar sustancialmente.

—Hola, tú —dijo él, y se inclinó por encima de la mesa para plantar en Nix Riley un beso rápido y ligero. Ella era una chica hermosa con un salvaje cabello rojo, ojos verde esmeralda que brillaban de inteligencia y más pecas en la piel que estrellas en el cielo. Una larga cicatriz rosa le corría desde la línea del cabello casi hasta la quijada, pero incluso con eso se veía muy joven, descansada, feliz. Hacía meses que no se veía así de bien. Como Eve, Nix había sufrido el horror de ver a su madre ser asesinada frente ella sus ojos. No por segadores —esos asesinos aún no eran parte de sus vidas entonces— sino por los brutales cazarrecompensas Charlie Ojo Rosa y el Martillo de Detroit. La propia Nix había sido golpeada y secuestrada por ese par. Iban a obligarla a pelear en los fosos de zombis en Gameland. Tom y Benny la rescataron, pero a partir de entonces la vida de Nix se había convertido en una pesadilla constante de infernal persecución.

Nix se sentó, pero lo atrapó observándola.

—¿Qué? ¿Tengo algo en la cara?

—Sólo esto —respondió él, y le sopló un puñado de besos.

—Eres demasiado cursi para expresarlo con palabras —dijo ella, pero estaba sonriendo—. Hoy estuviste mucho tiempo en el fortín. ¿De qué hablaron?

La sonrisa de Nix se esfumó cuando Benny le contó sobre Chong.

—¡Creí que Lilah había dicho que estaba vivo!

—Está vivo.

—Pero… intentó morderte.

—Bien, está enfermo, está hecho un desastre, pero sigue siendo Chong.

—¿Cómo? ¿Cómo es que sigue siendo Chong? Está totalmente infectado, Benny. Lo tienen en una jaula, por Dios.

El rostro de Benny se calentó al instante.

—¿Qué estás diciendo? ¿Crees que deberían matarlo como un perro?

—No como un perro, Benny. Él es un zom y…

—¿Y qué? ¿Deberían aquietarlo?

Nix se recargó en su asiento y cruzó los brazos fuertemente sobre el pecho.

—¿Qué crees que vaya a ocurrir, Benny? ¿Crees que Chong va a recuperarse así de repente?

—¡Tal vez lo haga! —gritó Benny.

—Tal vez no.

—No puedo creer que te estés dando por vencida con él, Nix. Se trata de Chong. ¡Chong! Es nuestro amigo.

—¿Es realmente Chong lo que está en esa jaula? ¿Chong trataría de arrancarte un pedazo de una mordida?

Benny golpeó la mesa con el puño.

—Él… no es un zombi, Nix. Está enfermo y necesita nuestra ayuda.

—¿Qué ayuda? —preguntó ella elevando la voz una octava completa—. ¿Qué podríamos hacer nosotros por él?

Benny tuvo que pensar cómo contestarle. Cuando habló, su voz fue un susurro ardiente.

—Tenemos que dar tiempo a los científicos de averiguarlo.

—Bien. ¿Qué pasará mientras tanto? ¿Vamos a visitarlo como a un animal en un zoológico?

—¿Por qué estás siendo tan desgraciada?

Nix se paró tan súbitamente que la hebilla de su cinturón se atoró en el borde del plato y lo volteó desperdigando los huevos por todas partes. Sorpresa, vergüenza e ira luchaban por el dominio de su rostro.

—Yo…

—Ahórratelo —espetó Benny mientras se levantaba y se alejaba dando grandes pasos.

Casi había llegado a la puerta cuando Nix lo alcanzó. Él la escuchó venir y aceleró el paso, pero ella corrió los últimos metros, lo sujetó por la manga y lo hizo voltear. Antes de que pudiera decir algo, ella levantó un dedo frente a su rostro.

—Escúchame bien, Benjamin Imura. Yo quiero a Chong tanto como tú. También quería a Tom. Y también a mi madre… pero la gente muere. En este mundo, la gente muere. Todos mueren.

—Bueno, gracias, Señora Einstein. Y yo que pensaba que todos vivían para siempre y que cada día era un festín de pasteles y juegos con cachorritos —La fulminó con la mirada—. Yo sé que la gente muere. No soy estúpido, y no me engaño respecto al problema en el que se encuentra Chong. Tal vez pueda regresar, tal vez ya esté demasiado enfermo… pero hoy pude escucharlo hablar, y aunque sólo fue una palabra, es la prueba de que una parte de él sigue allí. Aún no se ha ido del todo, y yo voy a aferrarme a esa esperanza.—Benny, yo… —comenzó a decir Nix, pero el chico sacudió la cabeza y se dio la media vuelta para marcharse.

Al pasar empujó a un par de monjes que estaban entrando al comedor. Escuchó que Nix lo llamaba por su nombre, pero ella no lo siguió.

11

A kilómetros y kilómetros de allí…

Su nombre era Morgan Mitchell, pero todos lo llamaban Morgie.

Morgie era grande para su edad, parecía más de dieciocho que de quince. Hombros carnosos, brazos con grandes músculos y una sombra de barba manchando sus mejillas y su mentón.

Su ropa estaba empapada de sudor, y sus ojos estaban llenos de sombras.

Una vieja llanta de camión colgaba de una cuerda desde una rama del gran roble. El desgastado caucho estaba marcado por miles de impactos de bokken —la espada de madera que Morgie sostenía en sus manos. Con cada golpe la llanta bailaba y se columpiaba, y Morgie se movía de un lado a otro para perseguirla y golpearla, una y otra y otra vez. La fuerza de los embates arrojaba ecos contra la parte trasera de la casa, que se levantaba vacía y silenciosa al otro extremo del jardín. La bokken había sido tallada a mano a partir de un trozo de nogal. Era su sexta espada. Las primeras cinco se habían resquebrajado y roto en ese mismo jardín, vencidas no por el caucho de la llanta sino por la fuerza de las manos que blandían la madera, y por los músculos de los brazos, los hombros y la espalda que las impulsaban.

Y por el dolor.

Cada golpe dolía. No era el choque que vibraba de regreso desde el punto de impacto y hacía estremecer los músculos y los huesos de Morgie. No era eso en absoluto. El dolor estaba en su corazón. Y él lo golpeaba a diario. Varias veces al día. El entrenamiento lo hizo más esbelto y quemó la grasa infantil que aún le quedaba, revelando esos músculos forjados en una fragua de tristeza y arrepentimiento.

Morgie sabía que estaba siendo observado, pero no le importó. Sucedía así todo el tiempo, casi todos los días. Randy Kirsch, alcalde de Mountainside y antiguo vecino de los Imura, estaba sentado en su porche. Dos hombres estaban sentados con él bebiendo café en unas tazas de cerámica.

—Dos dólares de ración a que rompe otra espada hoy —dijo Keith Strunk, capitán de la guardia del pueblo.

—Vaya apuesta —dijo Leroy Williams, un hombre negro y grande que estaba sentado a su izquierda. Era un agricultor de maíz que había perdido el brazo derecho en un accidente automovilístico, después de llevar a un grupo de supervivientes a través de una horda de zoms luego de la Primera Noche—. El chico está verdaderamente furioso. Si no rompe la espada, arrancará la llanta del maldito árbol.

El alcalde miró su reloj.

—Ya lleva dos horas en eso.

—Me hace sudar de sólo verlo —confirmó Strunk.

Todos asintieron y sorbieron su café.

El toc, toc, toc de la espada era constante.

—¿Nunca averiguaste lo que sucedió entre él y Benny? —preguntó Strunk—. Escuché que tuvieron una pelea justo antes de que Tom se llevara a esos chicos del pueblo.

El alcalde negó con la cabeza.

—Yo escuché que fue por la chica —dijo Leroy—. La pequeña Phoenix. Acuérdense, Morgie fue a cortejarla a la casa de los Ripley aquella noche en que asesinaron a Jessie. Casi acabó con la cabeza en el horno a manos del Martillo. Y luego, siete meses después, Nix se escapa con Benny.

—Ah —dijo Strunk—. Una chica. Eso debe ser.

Todos suspiraron y asintieron.

—No creo que haya sido solamente la chica —dijo el alcalde Kirsch—. Creo que fue aquella pelea. Escuché que Morgie derribó a Benny de un golpe.

—Si estaban peleando —dijo Leroy—, entonces peleaban por la chica Riley.

Todos volvieron a asentir.

El capitán Strunk siguió:

—Morgie me pidió el otro día que lo dejara unirse a la guardia del pueblo. Cuando le dije que era demasiado joven, se buscó un trabajo como aprendiz de guardia en la cerca.

—Feo trabajo para un chico —dijo el alcalde—. Y a mí me pidió que lo considerara como candidato para los Jinetes de la Libertad. Quiere salir con Solomon Jones y su grupo.

—Creí que necesitabas haber cumplido dieciocho para eso —dijo Leroy.

—Así es. Pero él está tratando de conseguir una dispensa especial porque entrenó con Tom Imura.

—Ah —dijo Strunk.

Leroy gruñó.

—Tal vez deberían dejarlo. Tom entrenó bien a esos chicos… y además, mírenlo. Es más grande y más rudo que cualquier otro muchacho de dieciocho años que conozca.

—Tom hizo un buen trabajo —dijo Strunk mientras observaban a Morgie golpear el caucho—. Apuesto a que Tom estaría orgulloso de él.

La espada de madera azotaba y giraba y golpeaba, una y otra y otra vez.

12

Benny caminó a lo largo de la zanja —bastante alejado de Lilah— hasta que el peso del calor del sol redujo su paso a uno menos furioso. Finalmente, empapado en sudor y sintiéndose de lo más deprimido, se detuvo, metió las manos en los bolsillos y se quedó parado ahí contemplando a los muertos al otro lado de la zanja. Unos pocos se movían incansablemente, pero el resto se mantenía inmóvil, como si fueran las lápidas de sus propias tumbas.

Un movimiento llamó su atención y Benny volteó para ver a Riña, que encaminaba a Eve hacia el patio de juegos y la entregaba a la monja superiora, la Hermana Hannahlily. Entonces Riña lo descubrió y vino hacia él.

—Hola —dijo ella en voz baja.

—Hola —replicó Benny.

—Vi el escándalo en el comedor. ¿Te peleaste con la Roja?

Benny se encogió de hombros.

—¿Fue por Chong?

—Sí —dijo Benny—. Supongo.

—Eso apesta, ¿eh?

—Hiede… y si tú también quieres darme sermones sobre…

—Oye, oye, tranquilo, muchacho —dijo ella—. Sólo te hice una pregunta.

—Sí —dijo Benny lentamente—. Él está en muy mal estado.

—La Roja quiere acabar con él, ¿se trata de eso?

—Sí.

—Ella sabe que Lilah la desollaría en cuanto la viera acercarse, ¿verdad?

—Lo sabe.

—Bueno, ¿dónde nos deja eso?

Benny suspiró.

—En problemas.

—La vida nunca es fácil, ¿cierto? Se vuelve cada vez más complicada y de las formas más extrañas.

Observaron a Lilah, que había dejado de caminar y ahora estaba parada, tan silenciosa como los muertos, contemplando el complejo militar al otro lado de la zanja.

—Esa Lilah es un acertijo —comenzó Riña en voz baja—. Debo haber intentado hablar con ella unas cincuenta veces. No una conversación profunda, sólo una charla sobre el clima. Lo único que me dice es que me aleje. Una palabra, eso es todo. “Vete”.

—Lilah ha tenido una vida realmente dura —atajó Benny.

El rostro de Riña adoptó un gesto de burla.

—¿En serio? Bueno, se nota que no sabe sobrellevar el duelo y la pérdida, chico. Todos hemos tenido malas rachas. Pero esa chica sí que perdió el juicio. He conocido gente gris con más cordura —se dio unos golpecitos con el dedo en la sien—. Comienzo a sospechar que no hay nadie en casa.

—Estará mejor cuando ayuden a Chong.

Riña inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿De veras crees eso?