Ruina y putrefacción - Jonathan Maberry - E-Book

Ruina y putrefacción E-Book

Jonathan Maberry

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Beschreibung

En el mundo postapocalíptico infestado de zombis donde vive Benny, todo adolescente debe encontrar trabajo al cumplir quince años o su ración de comida será reducida a la mitad. Benny no quiere ser aprendiz de su hermano mayor Tom Imura, un mítico cazador de zombis armado con una katana al que llaman "el Samurái", pero no le queda otra opción. Cuando comienza a acompañar a Tom a la zona llamada "Ruina y putrefacción", habitada exclusivamente por zombis, piensa simplemente que tendrá que matar zombis por dinero, sin embargo, allí descubrirá algo mucho más importante que le enseñará lo que significa ser humano. Acompañado de sus amigos, Benny se aventurará en un viaje más allá de la seguridad de su pueblo cercado para entrar en el mundo de los muertos. En el camino, deberá enfrentarse a un mal más grande que el de los infectados: la crueldad que corroe a los vivos. "Una impresionante mezcla de significado y caos." Booklist "Una mirada llena de acción que invita a reflexionar sobre la vida y la muerte, mientras el lector habrá de determinar cuál es el verdadero enemigo." Kirkus Reviews

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Para los jóvenes escritores de mi clase de Escritura Experimental para Adolescentes: Rachel Tafoya, Clint Johnston, Brandon Strauss, Brianna Whiteman, Jessica Price, Tara Tosten, Jennifer Carr, Kellie Hollingsworth, Nathaniel Gage, Maggie Brennan, Kris Dugas, Evan Stahl y Jackson Toone. Ustedes siempre me asombran y me inspiran

Y, como siempre, para Sara Jo

1

Benny Imura no podía conservar un trabajo, así que se dedicó a matar.

Era el negocio familiar. Difícilmente le agradaba su familia —y por familia se refería a su hermano mayor, Tom— y definitivamente no simpatizaba con la idea de “negocio”. O de trabajar. La única parte de todo aquello que podría ser divertida era eso de matar.

No lo había hecho hasta entonces. Desde luego, había pasado por cientos de simulaciones en el gimnasio de su escuela y con los exploradores, pero en ese momento no dejan que los niños maten de verdad. No antes de que cumplan quince años.

—¿Por qué no? —preguntó Benny a su guía, un tipo gordo llamado Feeney que había sido presentador de la sección meteorológica en la televisión en el pasado. En ese momento Benny tenía once años y estaba obsesionado con la cacería de zombis—. ¿Cómo es que no nos dejan liquidar zoms de verdad?

—Porque matar es el tipo de cosa que deberías aprender de tus padres —dijo Feeney.

—Yo no tengo padres —replicó Benny—. Mamá y papá murieron durante la Primera Noche.

—¡Ay! Lo siento, Benny, lo olvidé. En todo caso, tienes familia de algún tipo, ¿verdad?

—Supongo. Tengo a “Soy el maldito perfecto Tom Imura” de hermano, y no quiero aprender nada de él.

Feeney lo miró.

—Vaya. No sabía que tenías parentesco con él. Bueno, ahí tienes tu respuesta, chico. Nadie mejor para enseñarte el arte de matar que un asesino profesional como Tom Imura —Feeney hizo una pausa y se lamió los labios nerviosamente—. Supongo que, siendo su hermano y todo eso, lo habrás visto acabar con un montón de zoms.

—No —dijo Benny con enorme fastidio—. Nunca me deja mirar.

—¿De verdad? Eso es raro. Bueno, pídeselo cuando cumplas trece.

Así lo hizo Benny, pero Tom había dicho que no. Ni siquiera dio cabida a una discusión. Sólo se negó. Otra vez.

Eso había ocurrido hace más de dos años, y ahora ya habían transcurrido seis semanas desde el cumpleaños número quince de Benny. Le restaban sólo cuatro semanas más para encontrar un trabajo asalariado antes de que la administración del pueblo redujera sus raciones a la mitad. Benny odiaba estar en esa posición, y si volvía a escuchar el discurso ese de “libre a los quince”, gritaría. Lo odiaba tanto como cuando la gente decía idioteces del tipo: “Caramba, se esfuerza como si tuviera quince y le faltara comida” cuando veía a alguien dándolo todo en el trabajo.

Como si fuera algo por lo que debiera alegrarse. Algo para sentirse orgulloso. Matarse trabajando por el resto de la vida. Benny no veía qué podía haber de divertido en eso. Bueno, tal vez todo aquello implicaba algún bien, al menos ya sólo tendría que afrontar la mitad de días de escuela por semana. Pensándolo bien, igual era una monserga.

Su amigo Lou Chong decía que era una señal de la creciente opresión cultural que estaba llevando a la humanidad postapocalíptica hacia la aceptación de un nuevo estado de esclavitud. Benny no tenía la menor idea de a qué se refería o si había algún significado siquiera en lo que decía. Pero asintió de todos modos, porque la expresión en la cara de Chong siempre hacía parecer que sabía exactamente todo lo que ocurría.

En casa, antes incluso de que terminara su postre, Tom había dicho:

—Si quiero hablar acerca de que te unas al negocio familiar, ¿me arrancarás la cabeza? ¿Otra vez?

Benny lo miró con furia y dijo, de manera enfática y clara:

—No. Quiero. Trabajar. En. El. Negocio. Familiar.

—Lo tomaré como un “no”.

—¿No te parece que es un poco tarde para querer que me emocione con el asunto? Te pedí un trillón de veces que…

—Me pediste que te llevara conmigo a matar.

—¡Exacto! Y cada vez, tú…

Tom lo interrumpió.

—Lo que hago es mucho más que eso, Benny.

—Sí, probablemente sí, y tal vez yo hubiera pensado que era algo de lo que podía encargarme, pero nunca me dejaste estar en los momentos geniales.

—Matar no tiene nada de “genial” —replicó Tom, cortante.

—¡Cuando hablas de matar zoms, sí lo tiene! —replicó Benny.

Con esto se atascó la conversación. Tom se escurrió de la habitación y se quedó en la cocina por un rato, y Benny se recostó en el sofá.

Tom y Benny nunca hablaban de los zombis. Tenían todas las razones para hacerlo, pero jamás tocaban el tema. Benny no podía entenderlo. Odiaba a los zoms. Todo el mundo los odiaba, pero el de Benny era un odio voraz, al rojo vivo, que se remontaba a sus primeros recuerdos. Porque era su primer recuerdo: una pesadilla que aparecía cada vez que cerraba los ojos. Era una imagen grabada a fuego en él, aunque lo había visto cuando era muy pequeño.

Papá y Mamá.

Mamá gritando, corriendo hacia Tom, lanzando a un tembloroso Benny, de apenas dieciocho meses, a los brazos de su hermano. Gritando. Diciéndole que corriera.

Mientras que la cosa que había sido Papá se abría paso a través de la puerta del dormitorio que Mamá había intentado bloquear con una silla y muebles y todo lo que había podido encontrar.

Benny recordaba a Mamá gritando, pero el recuerdo era tan antiguo y él había sido tan joven que no recordaba ninguna de sus palabras. Tal vez no hubo palabras. Tal vez sólo habían sido sus gritos.

Recordaba el calor húmedo en su cara mientras las lágrimas de Tom caían sobre él, mientras ambos salían por la ventana del dormitorio. Habían vivido en una típica casa de los suburbios, de un solo piso. La ventana daba a un jardín que pulsaba con luces rojas y azules. Hubo más gritos. Los vecinos. Los policías. Tal vez el ejército. Al recordarlo, Benny pensaba que probablemente había sido el ejército. Y el tronar constante de armas de fuego, cerca y muy lejos.

Pero de todo aquello, Benny recordaba una sola y última imagen. Mientras Tom lo apretaba contra su pecho, Benny miró a la ventana del dormitorio por encima del hombro de su hermano. Mamá se asomaba por la ventana, gritando hacia ellos mientras las manos pálidas de Papá salían de entre las sombras de la habitación y tiraban de ella hacia atrás, lejos de su vista.

Ése era el recuerdo más antiguo de Benny. Si hubo otros anteriores, aquella imagen los había destruido. Como era tan joven entonces, todo el asunto era poco más que un amasijo de imágenes y ruidos, pero con los años Benny se había quemado el cerebro para reclamar cada fragmento, para asignar significado y sentido a todo lo que podía recordar. Y Benny no podría olvidar el sonido de un martillo, vibrando contra su pecho, que era el latido del corazón aterrado de su hermano, y el largo aullido que en que se había transformado su grito inarticulado por su mamá y su papá.

Odiaba a Tom por huir. Odiaba que no hubiera intentado ayudar a Mamá. Odiaba aquello en lo que su papá se había convertido en aquella Primera Noche, tantos años atrás. Igual que odiaba aquello en lo que Papá había convertido a Mamá.

En su mente, ya no eran Papá y Mamá. Eran las cosas que los habían matado. Zoms. Y las odiaba con una intensidad que hacía que el sol pareciera helado y pequeño.

—Amigo, ¿qué tienes con los zoms? —le preguntó Chong una vez—. Actúas como si ellos tuvieran un rencor personal contra ti.

—¿Qué? ¿Se supone que debo albergar buenos sentimientos hacia ellos? —contestó Benny.

—No —concedió Chong—, pero un poco de perspectiva estaría bien. Quiero decir… todo el mundo odia a los zoms.

—Tú no.

Chong había encogido sus hombros huesudos y desviado sus ojos oscuros.

—Todo el mundo odia a los zoms.

Desde el punto de vista de Benny, si tu primer recuerdo era de zombis matando a tus padres, se adquiría licencia permanente para odiarlos tanto como uno quisiera. Trató de explicárselo a Chong, pero su amigo no dejó que continuara esa conversación.

Unos años antes, cuando Benny descubrió que Tom era cazador de zombis, no sintió orgullo por su hermano. En lo que a él concernía, si Tom realmente tenía lo que hacía falta para ser un cazador de zombis, debía haber tenido el valor de ayudar a Mamá. En cambio, Tom había huido y había dejado morir a Mamá. Había dejado que se convirtiera en uno de ellos.

Tom regresó a la sala, miró los restos del postre en la mesa y luego a Benny en el sofá.

—La oferta sigue en pie —dijo—. Si quieres hacer lo que yo hago, te tomaré como aprendiz. Firmaré los papeles para que puedas tener raciones completas.

Benny le dedicó una mirada larga y despectiva.

—Preferiría que me comieran los zoms a tenerte de jefe —dijo Benny.

Tom suspiró, se dio la vuelta y se marchó escaleras arriba. Después de eso no se hablaron durante días.

2

Al siguiente fin de semana, Benny y Chong habían conseguido la edición sabatina del Bomba Local, porque tenía la sección más grande de oferta de empleos. Todos los empleos fáciles, como trabajar en tiendas, habían sido tomados hacía mucho. No querían trabajar en granjas, porque eso significaba levantarse cada mañana a la hora de “ni siquiera lo pienses”. Además, implicaba dejar la escuela por completo. No les gustaba la escuela, pero no era tan mala, y la escuela tenía softball, comidas gratis y chicas. La opción ideal era un trabajo de medio tiempo que pagara bien y les asegurara raciones, así que durante las siguientes semanas enviaron solicitudes a todo lo que sonara fácil.

Benny y Chong recortaron un montón de ofertas de empleo y las revisaron de una en una, luego de categorizarlas como “las que más pagan”, “las más geniales” y “no sé qué es esto pero suena bien”. Ignoraron todo lo que les parecía pesado desde el principio.

Lo primero en su lista fue “aprendiz de cerrajero”.

Sonaba aceptable, pero consistía en llevar un par de cajas pesadas de herramientas de casa en casa en la madrugada mientras un viejo alemán, que apenas podía hablar inglés, reparaba cerrojos en bardas e instalaba cerraduras de combinación de ambos lados de las puertas de los dormitorios, así como barras y tela de alambre.

Era un poco raro ver al tipo explicar a sus clientes cómo usar las cerraduras de combinación. Benny y Chong empezaron a apostar sobre cuántas veces en cada conversación un cliente diría “¿cómo dice?”, “podría repetir eso” o “no entiendo”.

El trabajo era importante, sin embargo. Todos tenían que encerrarse por la noche y usar una cerradura de combinación. O una llave: algunas personas todavía cerraban con llaves. De ese modo, si morían durante el sueño y se reanimaban como zoms, no podrían salir de sus habitaciones y atacar a sus familias. Asentamientos enteros habían sido arrasados porque el abuelo de alguien había salido en mitad de la noche a masticar a sus hijos y nietos.

—No entiendo —le confió Benny a Chong cuando se quedaron solos por un minuto—. Los zoms no pueden abrir una cerradura de combinación, pero tampoco darle vuelta a un picaporte. Ni tampoco usar llaves. ¿Por qué compra la gente estas cosas?

Chong se encogió de hombros.

—Mi papá dice que las cerraduras son tradicionales. La gente piensa que las puertas con cerradura mantienen afuera a las cosas malas, así que la gente quiere cerraduras en sus puertas.

—Eso es estúpido. Simplemente cerrar la puerta mantiene fuera a los zoms. Están muertos del cerebro. Los hámsteres son más listos.

Chong extendió las manos en un gesto que quería decir “así es la gente”.

El alemán instalaba cerraduras dobles, de modo que la puerta pudiera abrirse desde afuera en una emergencia real que no fuera de zoms, o si la gente de seguridad local tenía que entrar y limpiar a un zom nuevo.

De algún modo, a Benny y Chong se les había metido en la cabeza que los cerrajeros debían ver aquellas cosas, pero el viejo les dijo que nunca había visto un solo muerto viviente en horas de trabajo. Aburrido.

Peor todavía, el alemán les pagaba poco más que la pelusa de sus bolsillos y decía que les tomaría tres años aprender realmente el oficio. Eso quería decir que Benny y Chong no levantarían un destornillador por seis meses y no harían nada más que cargar cosas por un año. Al demonio.

—Pensé que no querías trabajar —dijo Chong mientras se alejaban del alemán sin intenciones de regresar en la mañana.

—No quiero. Pero tampoco quiero enloquecer de aburrimiento.

Lo siguiente en la lista era un revisor de cercas.

Esto era un poco más interesante, porque había zoms de verdad del otro lado de la cerca que mantenía al pueblo de Mountainside separado de la gran Ruina y Putrefacción. La mayoría de los zoms estaban lejos, parados en el campo o caminando torpemente hacia cualquier cosa que se moviera. Había hileras de postes con banderillas de colores brillantes a gran distancia en el campo, y con cada brisa el movimiento de la tela atraía a los zoms, alejándolos constantemente de la cerca. Cuando el viento amainaba, las criaturas empezaban a desplazarse en dirección de cualquier movimiento en el lado de la cerca del pueblo. Benny quería acercarse a un zom. Nunca había estado a menos de cien metros de uno activo. Los chicos mayores decían que, si se miraba a los ojos a un zom, el reflejo mostraba cómo se vería uno como muerto viviente. Eso sonaba extragenial, pero hubo un tipo con una escopeta siguiendo a Benny durante todo el turno y eso lo puso totalmente paranoico. Pasó más tiempo mirando por encima de su hombro que tratando de encontrar un sentido en los ojos de los muertos.

El de la escopeta iba a caballo. Benny y Chong tenían que caminar a lo largo de la cerca y detenerse cada dos o tres metros, agarrar los eslabones de las cadenas y sacudirlos para asegurarse de que no tuvieran partes oxidadas o desgastadas. Esto fue fácil durante el primer kilómetro y medio, pero después el sonido atrajo a los zoms, y para el cuarto kilómetro Benny tenía que agarrar, sacudir y soltar muy rápido para evitar que le mordieran los dedos. Si lo mordían, el de la escopeta le dispararía de inmediato. Dependiendo del tamaño, una mordida de zom podía convertir a alguien sano a muerto viviente en un periodo de entre pocos minutos a pocas horas, y en la capacitación se decía a todo el mundo que había política de cero tolerancia con las infecciones.

—Si los de las pistolas piensan siquiera que los han mordido, los mandarán derecho al infierno —dijo el entrenador—, ¡así que cuidado!

A fines de la mañana, Benny tuvo su primera oportunidad de verificar la teoría de que podía ver su reflejo zombificado en los ojos de uno de los muertos vivientes. El zom era un hombre pequeño con los harapos de lo que alguna vez había sido un uniforme de cartero. Benny se paró a tan poca distancia como se atrevió del lado seguro de la cerca, y el zom se tambaleó hacia él, su boca se movía como si masticara, la cara era tan pálida como nieve sucia. Benny pensó que el zom debía haber sido hispano. O aún era hispano. No estaba seguro de cómo entender la vida con los muertos andantes. La mayoría de los zoms retenía bastante de su color de piel para permitirle a Benny distinguir una raza de otra, pero a medida que el sol los horneaba año tras año, la gran masa parecía encaminarse hacia un gris uniforme como si “Muertos Vivientes” fuera una nueva categoría étnica.

Benny miró directamente a los ojos a la criatura, pero todo lo que vio fue polvo y vacío. No había ningún tipo de reflejo. Tampoco había hambre ni malicia. Nada. Los ojos de una muñeca tenían más vida.

Sintió que algo se retorcía en su interior. El cartero muerto no era tan aterrador como había esperado. Simplemente estaba ahí. Benny trató de leerlo, de conectar con lo que fuera que moviera al monstruo, pero era como mirar un agujero. Nada devolvía la mirada.

Entonces el zom se arrojó hacia él y trató de abrirse paso a mordiscos a través de los eslabones de la cadena. El movimiento fue tan repentino que se sintió mucho más rápido de lo que realmente fue. No hubo tensión ni contracción de los músculos de la cara, ninguna de las señales que a Benny le habían enseñado a buscar en oponentes en el basquetbol o la lucha. El zom se movió sin dudar y sin advertencia.

Benny gritó y se apartó de la cerca. Luego pisó un montón humeante de excremento de caballo y se dio un gran golpe en el trasero.

Todos los guardias echaron a reír.

Benny y Chong renunciaron durante el almuerzo.

A la mañana siguiente, Benny y Chong fueron al extremo lejano del pueblo para solicitar convertirse en técnicos de cercas.

La cerca se extendía cientos de kilómetros y rodeaba al pueblo y sus campos de cultivo, así que había que caminar mucho cargando la caja de herramientas de otro tipo gruñón. Durante las primeras tres horas fueron perseguidos por un zom que se había colado a través de un hueco en la cerca.

—¿Por qué no le disparan a todos los zoms que llegan a la cerca? —preguntó Benny a su supervisor.

—Porque la gente se asusta —dijo el hombre, un tipo desaliñado con cejas espesas y un tic en la comisura de la boca—. Algunos de los zoms son parientes de gente del pueblo, y ellos tienen derechos respecto de sus familiares. Ha habido mucho lío por eso, así que mantenemos en buen estado la cerca, y de vez en cuando alguien del pueblo reúne bastante fuerza en las entrañas para acceder a que los guardias hagan lo que es necesario.

—Eso es estúpido —dijo Benny.

—Así es la gente —replicó el supervisor.

Esa tarde, Benny y Chong caminaron lo que (estaban seguros) debía ser un millón de kilómetros, un caballo les orinó encima, los siguió una horda de zoms —Benny no pudo ver nada en absoluto con sus ojos polvorientos— y casi todo el mundo les gritó.

Al final del día, mientras se tambaleaban hacia sus casas sobre sus pies adoloridos, Chong dijo:

—Esto fue tan divertido como recibir una golpiza —lo pensó por un momento—. No… la golpiza es más divertida.

Benny no tuvo fuerzas para discutir.

Sólo había una vacante en el siguiente trabajo —“vendedor de abrigos de alfombra”—,* pero estaba bien porque Chong quería quedarse en su casa y descansar los pies. Chong odiaba caminar. Así que Benny se presentó, bien vestido con sus mejores jeans y una camiseta limpia, y con el cabello tan peinado como podía estar sin fijador.

No había mucho peligro en vender abrigos de alfombra, pero Benny no era tan hábil para entender el negocio. Benny se sorprendió de que fueran difíciles de vender, porque todos tenían uno o dos abrigos de alfombra. Eran lo mejor que podía haber en el mundo para vestir si había zoms alrededor con ganas de morder. Lo que descubrió, sin embargo, fue que cualquiera capaz de enhebrar una agujar los vendía, así que la competencia era feroz y las ventas escasas. Además, los vendedores de puerta en puerta cobraban sólo por comisión.

El vendedor en jefe, un tipejo grasiento llamado Chick, hacía que Benny se pusiera un abrigo de alfombra de manga larga —forro ligero para el verano, lanudo para el invierno— y luego le aplicaba un aparato que supuestamente simulaba la mordida más potente de un zombi macho adulto. Este “mordedor” de metal no podía rasgar la piel a través del abrigo, y entonces Chick empezaba su discurso acerca de la fuerza de la mordedura humana, abundando términos como gramos sobre kPa, avulsión y fuerza postdescomposición de los ligamentos dentales… pero el artefacto ese apretaba muy fuerte, y el abrigo era tan caliente que el sudor corría bajo las ropas de Benny. Cuando fue a su casa aquella noche, se pesó para ver cuántos kilos había perdido. Sólo medio kilo, pero Benny no tenía muchos de sobra.

—Éste luce prometedor —dijo Chong durante el desayuno al día siguiente.

Benny leyó en voz alta del periódico:

—“Fogonero.” ¿Qué es eso?

—No sé —dijo Chong con la boca llena de pan tostado—. Creo que tiene algo que ver con hacer barbacoa.

No era así. Los fogoneros, también llamados “lanzadores” trabajaban en equipo, sacando a rastras a zoms muertos de la parte trasera de carretas para echarlos al fuego siempre encendido en el fondo de la cantera Brinkers. La mayoría de los zoms en las carretas estaban hechos pedazos. La mujer que daba la capacitación hablaba de “miembros” y hablaba y hablaba del riesgo de infección secundaria. Luego ponía la sonrisa más falsa que Benny hubiera visto y trataba de venderle a los solicitantes los beneficios de salud física que se obtenían de estar constantemente levantando, arrastrando y arrojando. Incluso levantó su manga y enseñó sus bíceps. Tenía la piel pálida con pecas tan oscuras como manchas hepáticas, y la hinchazón súbita de sus músculos se veía como un tumor.

Chong quiso vomitar en su bolsa del almuerzo.

Los otros trabajos ofrecidos por la cantera incluían lavador de ceniza —“porque no queremos humo de zoms flotando sobre el pueblo, ¿verdad?”, preguntó la fenómeno pecosa— y limpiador de agujeros, que era exactamente aquello a lo que suena.

Benny y Chong no terminaron la capacitación. Abandonaron durante la presentación de diapositivas de fogoneros, sonrientes, levantando miembros y cabezas grises.

Un trabajo que no era asqueroso ni físicamente exigente, era el de reparador de generadores manuales. Desde que las luces se habían apagado en las semanas posteriores a la Primera Noche, la única fuente de energía eléctrica eran generadores portátiles accionados a mano. Probablemente había cincuenta en todo Mountainside, y Chong decía que eran sobras de los tiempos de la minería en los inicios del siglo veinte. Las leyes locales prohibían la construcción de cualquier otro tipo de generador. Artefactos electrónicos y máquinas complejas ya no se permitían en el pueblo, debido a un fuerte movimiento religioso que asociaba esa clase de energía con la “conducta impía” que había traído “el fin”. Benny oía ese argumento todo el tiempo, e incluso los padres de algunos de sus amigos los creían.

No tenía sentido para Benny. No eran las luces eléctricas ni las computadoras y automóviles los que habían hecho levantarse a los muertos. O, de serlo, Benny nunca había escuchado a nadie hacer una conexión lógica entre ambas cosas. Cuando le preguntó a Tom al respecto, su hermano pareció dolido y frustrado.

—La gente necesita algo a qué culpar —dijo—. Si no pueden encontrar respuestas racionales, con mucho gusto se entregarán a las fáciles. Cuando la gente no sabía de virus y bacterias, inculpaban a brujas y vampiros de las epidemias. Aunque no tengo idea de cómo llegó la gente del pueblo a ligar la existencia de electricidad y otras formas de energía con los muertos vivientes.

—Eso no tiene ni el más mínimo sentido.

—Ya sé. Pero creo que la verdadera razón es que si empezáramos a usar electricidad otra vez y a reconstruir la civilización que teníamos, entonces tendríamos exactamente la misma sociedad que existía antes. Y el ciclo tarde o temprano se repetiría. Creo que según su manera de pensar, si es que piensan siquiera, conscientemente, en eso, sería como si una persona con el corazón roto decidiera volverse a enamorar. Todo lo que pueden recordar es qué tan mal se sintieron y no pueden imaginarse pasar por eso de nuevo.

—Eso es estúpido —insistió Benny—. Y cobarde.

—Bienvenido al mundo real, niño.

El único electricista profesional del pueblo, Vic Santorini, tenía mucho tiempo de dedicarse únicamente a beber.

Cuando Benny y Chong se presentaron a la entrevista en la casa del tipo que era dueño del taller de reparaciones, él los hizo sentarse a la sombra de un porche alto y les dio vasos de té helado y galletas de menta. Benny estaba pensando que tomaría ese trabajo sin importar qué fuera.

—¿Saben por qué usamos solamente generadores manuales en el pueblo, chicos? —preguntó el hombre. Su nombre era señor Merkle.

—Claro —dijo Chong—. El ejército arrojó bombas nucleares a los zoms, y la radiación electromagnética que derivó arruinó todos los aparatos electrónicos.

—Y además el señor Santorini siempre está borracho —dijo Benny. Iba a decir algo sarcástico acerca de la extraña intolerancia religiosa a la electricidad cuando en el rostro del señor Merkle se dibujó una sonrisa circunspecta. Benny cerró la boca.

El señor Merkle les sonrió durante largo tiempo. Un minuto entero. Luego sacudió la cabeza.

—No, eso no es exactamente así, muchachos —dijo Merkle—. Es porque estas máquinas son simples, y las otras máquinas son ostentosas —pronunciaba cada sílaba como si fuera una palabra distinta.

Benny y Chong se miraron de reojo.

—Miren, muchachos —dijo el señor Merkle—, Dios ama la simplicidad. Es el Diablo el que ama la ostentación. Es el Diablo el que ama lo arrogante y lo pretencioso.

Oh, oh, pensó Benny.

—El señor Santorini pasó la primera parte de su vida instalando aparatos eléctricos en las casas de la gente —dijo el señor Merkle—. Ésa era la obra del diablo, y ahora él busca el olvido del demonio del ron para tratar de eludir el hecho de que le tocará un largo tiempo en el Infierno por incurrir en la ira del Todopoderoso. Si no fuera por hombres sin Dios como él, el Todopoderoso no hubiera abierto las puertas del Infierno y mandado a las legiones de los condenados a conquistar los reinos egoístas del hombre.

Por el rabillo del ojo, Benny pudo ver que los dedos de Chong se ponían blancos como hueso mientras se aferraba a los brazos de su silla.

—Puedo ver algo de duda en sus ojos, muchachos, y es justo —dijo Merkle, con la boca torcida en una sonrisa tan apretada que se veía dolorosa—. Pero hay muchas personas que han abrazado el camino de la virtud. Hay más de los que creemos que de los que no —aspiró por la nariz—. Incluso si no tienen aún el valor para abrazar su fe.

Se inclinó hacia delante, y Benny casi pudo sentir el calor de la mirada intensa de aquel hombre.

—La escuela, el hospital, incluso el ayuntamiento, obtienen electricidad proveniente de generadores manuales, y mientras haya gente razonable respirando bajo el cielo de Dios, no habrá maquinaria ostentosa en nuestro pueblo.

Había una jarra completa de té helado en la mesa, así como una pila bastante alta de galletas, y Benny entendió que el señor Merkle tenía probablemente mucho que decir sobre el asunto y quería tener cómodo a su público durante todo su discurso. Benny lo soportó tanto como pudo y entonces preguntó si podía usar el baño. El señor Merkle, que para entonces había pasado de la simple electricidad a la blasfemia destructora del alma que era la energía hidroeléctrica, apenas se inmutó, y le dijo a Benny a dónde ir dentro de la casa. Benny pasó al interior y cruzó la casa entera para salir por la puerta de atrás. Saludó a Chong con la mano mientras saltaba la cerca de madera.

Dos horas después, Chong alcanzó a Benny afuera de Lafferty’s, la tienda local. Le dedicó a Benny una mirada maligna.

—Qué buen amigo eres, Benny. Realmente te extrañaré cuando mueras.

—Oye, te di una salida. Cuando no regresé, ¿por qué fuiste a buscarme?

—No. Él te vio saltar la cerca, pero siguió con su sonrisa y dijo: “¿Sí sabes que tu amigo va a arder en el Infierno? Pero tú no escupirías en el ojo de Dios de esa forma, ¿verdad?”.

—¿Y te quedaste?

—¿Qué podía hacer? Tenía miedo de que me señalara, dijera “¡Satán!” y me cayeran rayos o algo así.

—¿Tachamos ese empleo de la lista?

—¿Tú qué crees?

Vigilante fue el siguiente trabajo, y resultó ser una buena elección, pero sólo para uno de ellos. La vista de Benny era demasiado precaria para detectar zoms a mucha distancia. Chong era como un águila, y le ofrecieron el trabajo en cuanto acabó de leer los números más pequeños de un cartel. Benny ni siquiera pudo ver que eran números.

Chong tomó el trabajo y Benny se alejó solo, mirando con desánimo a su amigo, sentado junto a su entrenador en una torre alta.

Después, Chong le dijo a Benny que le encantaba el trabajo. Estaba sentado todo el día, mirando los valles, hacia Ruina y Putrefacción que se estrechaba desde California hasta el Atlántico. Chong le dijo que en un día claro podía ver hasta a una distancia de treinta kilómetros, en especial si no había vientos que soplaran desde la cantera. Sólo él, allá arriba, a solas con sus pensamientos. Benny extrañaba a su amigo, pero en privado pensaba que el trabajo parecía más aburrido de lo que las palabras podían expresar.

A Benny le gustó cómo sonaba la palabra embotellador, porque creyó que era un trabajo de obrero, llenando botellas de gaseosa. A Benny le encantaba, pero a veces era difícil conseguirla. Algunas viejas, que traían los comerciantes, eran muy costosas. Una botella de Dr Pepper costaba diez dólares. Los productos locales venían en toda clase de recipientes reciclados, desde frascos de mermelada hasta botellas que alguna vez habían estado llenas con Coca-Cola o Mountain Dew. Benny se podía ver manejando el generador manual que movía la banda transportadora o ajustando corchos en cuellos de botella con un martillo de goma. Estaba seguro de que lo dejarían beber la gaseosa que quisiera. Pero mientras iba por el camino, se encontró a un adolescente mayor —Bert, el primo de su amigo Morgie Mitchell— que trabajaba en la planta. Cuando Benny alcanzó a Bert, casi sintió arcadas. Bert olía horrible, como algo que se hubiera encontrado muerto debajo de unas duelas. Incluso peor. Olía a zom.

Bert notó cómo lo miraba y se encogió de hombros.

—Bueno… ¿a qué esperabas que oliera? Embotello esa cosa ocho horas al día.

—¿Qué cosa?

—Cadaverina. ¿Qué, pensabas que trabajo haciendo gaseosas? ¡Ya quisiera! No, trabajo en una prensa para extraer aceites de la carne podrida.

El corazón de Benny se detuvo. La cadaverina era una sustancia de olor espantoso producida por hidrólisis de proteínas durante la putrefacción del tejido animal. Benny lo recordaba de la clase de ciencias, pero no sabía que estaba hecha de auténtica carne putrefacta. Cazadores y rastreadores la untaban en sus ropas para repeler a los zoms, porque a los muertos no les apetecía la carne podrida.

Benny preguntó a Bert qué clase de carne se usaba para fabricar el producto, pero Bert se hizo el tonto y finalmente cambió de tema. Justo cuando Bert estaba por abrir la puerta de la planta, Benny se dio media vuelta y regresó al pueblo.

Había un trabajo del que Benny ya sabía: artista de erosión. Había visto retratos de erosión clavados con tachuelas en cada pared de los puestos de vigilancia en la cerca del pueblo y sobre las paredes de los edificios alrededor de la Zona Roja, la extensión de campo abierto que separaba al pueblo de la cerca.

Este trabajo parecía prometedor, porque Benny era un artista bastante aceptable. La gente quería saber cómo se verían sus parientes si fueran zoms, así que los artistas de erosión tomaban fotos familiares y las zombificaban. Benny había visto docenas de esos retratos en la oficina de Tom. Un par de veces se preguntó si debía llevar la foto de sus padres a un artista para que los redibujara. Nunca lo había hecho, sin embargo. Pensar en sus padres como zoms lo hacía sentirse enfermo y enojado.

Pero Sacchetto, el artista supervisor, le dijo que intentara primero la imagen de un pariente. Decía que eso permitía entender mejor lo que estarían sintiendo los clientes. Así, como parte de su prueba, Benny sacó la foto de sus padres de su billetera y lo intentó.

Sacchetto frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Los estás haciendo verse malos y aterradores.

Trató de nuevo con varias fotos de extraños que el artista tenía en su archivo.

—Siguen siendo malos y aterradores —dijo Sacchetto con los labios apretados y una sacudida de desaprobación.

—Son malos y aterradores —insistió Benny.

—Para los clientes, no —sentenció Sacchetto.

Benny casi se puso a discutir con él, diciendo que si él podía aceptar que sus propios padres fueran zombis comedores de carne —y aquello no tenía nada de agradable ni de tierno—, ¿por qué los demás no podían metérselo en la cabeza?

—¿Qué edad tenías cuando tus padres murieron? —preguntó Sacchetto.

—Dieciocho meses.

—Entonces no los conociste en realidad.

Benny dudó, y aquella vieja imagen destelló en su cabeza una vez más. Mamá gritando. La cara pálida e inhumana que debía de haber sido el rostro sonriente de Papá. Y luego la oscuridad mientras Tom lo llevaba a resguardo.

—No —dijo con amargura—. Pero sé cómo se ven. Conozco cosas acerca de ellos. Sé lo que son. Quizás estén muertos ya, quiero decir… Los zoms son sólo zoms.

—¿Lo son? —preguntó el artista.

—¡Sí! —restalló Benny, respondiendo su propia pregunta—. Y todos deberían pudrirse.

El artista cruzó los brazos y se apoyó en un muro manchado de pintura, con la cabeza inclinada mientras observaba a Benny.

—Dime algo, muchacho —comenzó—. Todo el mundo perdió parientes y amigos por los zoms. Todos están muy afectados por eso. Tú ni siquiera conociste a aquellos a quienes perdiste, eras demasiado joven, pero mantienes tu odio al rojo vivo. Sólo te he conocido durante media hora y lo veo brotar por tus poros. ¿A qué se debe? Estamos a salvo aquí en el pueblo. Haz tu vida y deja atrás aquello que no puedes cambiar.

—Tal vez soy demasiado listo para solamente perdonar y olvidar.

—No —dijo Sacchetto—, no lo creo.

Después de la entrevista, no se le ofreció el trabajo.

* Los abrigos de alfombra son una prenda de protección contra las mordidas de los zombis, elaborada justamente de ese material. N. del E.

3

—Era un Pontiac LeMans convertible de 1967. Rojo sangre y tan modificado que dejaba atrás a cualquier maldita cosa en el camino. Y te digo que a cualquier otra.

Así era como Charlie Matthias describía siempre su coche. Luego reía con una gran carcajada como un relincho, porque sin importar cuántas veces lo dijera, pensaba que era la broma más divertida de la historia. La gente tendía a reírse con él más que de la broma, porque Charlie tenía un pecho de un metro ochenta y bíceps de sesenta centímetros, y su sudor era una sopa de testosterona, esteroides anabólicos y whiskey Jack Daniel’s. Si la gente no se reía, él se enojaba y se lo tomaba personal. Por lo común, algo feo sucedía después de que Charlie se sintiera ofendido.

Benny siempre reía. No porque tuviera miedo de Charlie, sino porque en realidad pensaba que el sujeto era hilarante. Y genial. Pensaba que no había nadie más genial en el planeta.

A Benny no le importaba que el coche del que Charlie siempre hablaba se hubiera quedado sin gasolina trece años antes y fuera un montón de metal oxidado en algún lugar de Ruina y Putrefacción. Tampoco le importaba que el hecho de que el auto pudiese siquiera avanzar contradecía la historia: tras la radiación electromagnética, eso no era posible. En las historias de Charlie, aquel coche había pasado por bombas y monstruos y otras mil aventuras, y nunca sería olvidado. Charlie decía que él había sido un auténtico guerrero de la carretera en su LeMans, cruzando el asfalto y aplastando zoms.

Todos los demás en la tienda de abarrotes Lafferty’s rieron también, aunque Benny estaba seguro de que un par de ellos podrían estar fingiendo. La única persona que no rio de la broma fue Marion Hammer, conocido por todo el mundo como el Martillo de Detroit. No era tan grande como Charlie, pero era feo como un bulldog y tenía cachas de pistola saliendo de todos sus bolsillos, así como un trozo de tubo negro que colgaba de su cinturón como una cachiporra. El Martillo no se reía mucho, pero cuando estaba de humor, sus ojos destellaban como los de un cerdo feliz, y una esquina de su boca se elevaba en lo que podría haber sido una sonrisa pero probablemente no lo era.

Benny pensaba que el Martillo también era supergenial… Aunque no tanto como Charlie. Desde luego, nadie era tan genial como Matthias. Charlie era un albino de dos metros de altura con un ojo azul y otro rosa, que era lechoso y ciego. Había el rumor de que cuando Charlie cerraba su ojo azul, podía ver el mundo de los fantasmas con su ojo muerto. Benny pensaba que eso era genial también… aunque en privado no estuviera tan seguro de que fuera cierto.

Los dos —Charlie y el Martillo— eran los cazarrecompensas más duros en todo Ruina y Putrefacción. Todos lo decían. Excepto unos pocos excéntricos, como el alcalde Kirsch, quien dejaba tal honor en Tom Imura. Benny pensaba que eso era basura, porque Charlie decía que Tom “era un poco suave con los zoms”, y lo decía de una manera que sugería que Tom o tenía miedo de una pelea real o no tenía el valor necesario para ser un cazador de zombis de primera clase, un rufián de las tierras yermas. Además, Tom no era ni la mitad de grande que Charlie ni se veía tan malo como el Martillo. No, Tom era un cobarde. Benny lo sabía de primera mano.

Trabajar como cazarrecompensas era un negocio peligroso. No había uno más duro, hasta donde Benny sabía. A la mayoría de los cazarrecompensas les pagaba el pueblo por limpiar de zoms las áreas alrededor de la ruta comercial que conectaba a Mountainside con el puñado de otros pueblos que estaban regados por las montañas. Otros trabajaban en grupo como ejércitos de mercenarios para despejar pueblos fantasma, centros comerciales, bodegas y hasta algunas ciudades pequeñas, de manera que los comerciantes pudieran saquearlos y obtener suministros. De acuerdo con Charlie, la expectativa típica de vida de un cazarrecompensas era de seis meses. La mayoría de los hombres jóvenes que probaban el trabajo permanecían un mes o dos y luego renunciaban, al descubrir que matar zoms era muy diferente de lo que habían aprendido de familiares que hubieran sobrevivido la Primera Noche, y muy distinto de lo que se les enseñaba en la escuela o en los exploradores. Charlie y el Martillo habían sido los primeros cazadores —de nuevo, según Charlie— y lo habían hecho desde el comienzo, cobrando sus primeras muertes remuneradas ocho meses después de la Primera Noche.

“Hemos eliminado más zoms que el Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea y los Marines juntos”, presumía el Martillo al menos una vez al mes. “Y eso incluye a los cobardes de la Guardia Nacional.”

A pesar de su arrogancia, su hedor y tendencias violentas, Charlie y el Martillo eran populares en todo el pueblo, en parte porque se veían demasiado altos y feos como para temerle a nada. Tal vez eran demasiado feos para morir. Si se podía creer en la mitad de su reputación, habían estado en más peleas cuerpo a cuerpo con los muertos vivientes que cualquier otro, y ciertamente más que los demás cazarrecompensas que trabajaban en esta parte de Ruina. Eran más duros incluso que cazadores legendarios, como Houston John, Wild Bill Fairchild, J-Dog y Dr. Skillz, o los hermanos Mekong. Claro, Benny debía comparar la reputación con la realidad exclusivamente con conjeturas, y al final tal vez no importaba quién hubiera matado más o cortado más cabezas. De acuerdo con Don Lafferty, el dueño de la tienda que llevaba su nombre, Charlie y el Martillo habían embolsado y etiquetado ciento sesenta y tres cabezas con nombre y tal vez dos mil muertos sin nombre. Cada muerte había sido, además, un trabajo remunerado.

Charlie y el Martillo también hacían “cierres”: localizar a un familiar o amigo zombificado de un cliente para ponerlos a “descansar”. El alcalde Kirsch decía que tenían un rendimiento de cierres tan alto como Tom, aunque Benny lo dudaba. No había manera de que el rendimiento de Tom pudiera estar cerca del de Charlie. Tom nunca tenía dólares extra de ración para gastar, y Charlie siempre estaba comprando cerveza, bebidas y alas de pollo frito para la multitud que se reunía a escuchar sus historias.

—¿Cuándo te vas a retirar? —preguntó Rigley Sputters, el cartero, mientras le servía a Charlie otro vaso de té helado—. Tus chicos han de ser tan ricos como Midas a estas alturas.

—¿Midas? —preguntó el Martillo—. ¿Quién es ése?

—Creo que vendía carburadores —dijo Norbert, uno de los comerciantes que usaban caballos con armadura para tirar de carros con bienes saqueados de pueblo en pueblo— y luego se compró un reino.

—Sí —dijo Charlie, asintiendo como si supiera que aquello era verdad—. Rey Midas. De Detroit, seguro. Hizo una fortuna de autopartes y cosas así.

Y todos estuvieron de acuerdo con él, porque eso era lo sensato. Benny asintió, aunque no tenía ni idea de qué fuera un carburador. Lou Chong y Morgie Mitchell asintieron también.

—Bueno, muchachos —dijo Charlie con un guiño—, no digo que sea tan rico como un rey, pero yo y el Martillo nos conseguimos una buena olla de oro. Ruina ha sido buena con nosotros.

—Así es —asintió el Martillo, con sus labios purpúreos apretados con seriedad—. Hemos eliminado muchos zoms.

—Mi tío Nick dijo que ustedes mataron a los cuatro hermanos Mengler el mes pasado —dijo Morgie desde la parte trasera de la multitud.

Charlie y el Martillo se echaron a reír.

—¡Claro que sí! Los matamos más que bien muertos. Martillo se infiltró en su casa, poco después del amanecer, y arrojó una bomba Molotov en el techo. Los cuatro muertos salieron tropezándose a la luz del día. Estaban embarrados de sangre vieja y mierda de caballo y quién sabe qué otros desperdicios. Flacos y podridos, olían peor que cerdos sudorosos, y eso que estábamos a quince metros de distancia.

—¿Qué hicieron? —preguntó Benny, con los ojos encendidos.

El Martillo soltó una risita.

—Jugamos un poco.

Charlie rio al escucharlo.

—Sí. Queríamos divertirnos un poco. En este negocio se está volviendo fácil matar a esos bichos. ¿O no?

Unas pocas personas sonrieron o asintieron vagamente, pero nadie dijo algo en específico. Era una de esas veces en que no estaba claro cuál sería la respuesta correcta.

Charlie continuó:

—Así que yo y el Martillo decidimos hacerlo un poco más justo.

—Justo —asintió el Martillo.

—Dejamos de lado las armas.

—¿Todas? —se asombró Chong.

—Hasta la última. Pistolas, cuchillos, el tubo favorito de Martillo, los chacos, hasta las estrellas ninja que Martillo le quitó a aquel zom muerto que tenía una escuela de karate en el otro lado del valle. Nos quedamos en jeans y camisetas y los enfrentamos mano a mano.

—¿Mano a mano? —preguntó Morgie.

—Quiere decir “cara a cara” —dijo Chong.

—Quiere decir “hombre a hombre” —restalló Charlie.

Hasta Benny sabía que Charlie mentía, pero no lo dijo. No en la cara de Charlie, en cualquier caso. Nadie era tan tonto.

Charlie le dedicó a Chong un vistazo rápido y desagradable y volvió a su historia.

—A puño limpio los golpeamos tanto que se murieron de sorpresa, se levantaron y se volvieron a morir de la vergüenza.

Todo el mundo echó a reír.

Alguien se aclaró la garganta, y todos voltearon a mirar a Randy Kirsch, el alcalde del pueblo, allí de pie, con los brazos cruzados, la cabeza calva inclinada a un lado mientras miraba de Benny a Chong y a Morgie.

—Pensé que estaban buscando trabajo, muchachos.

—Conseguí trabajo —dijo Chong deprisa.

—Yo tengo catorce —se excusó Morgie.

—Sólo nos detuvimos por una bebida refrescante —replicó Benny.

—Que ya se terminaron, Benjamin Imura —continuó el alcalde Kirsch—. Ahora, fuera de aquí, los tres.

Benny pensó que Charlie objetaría, pero el cazarrecompensas simplemente encogió los hombros.

—Sí… Ustedes tienen que ganarse sus raciones como la gente grande, niños. ¡Largo!

Benny y los otros se pusieron en pie y se encogieron al pasar junto al alcalde. Antes de que llegaran a la puerta, Charlie ya estaba otra vez a toda marcha, contando otra de sus historias, y todos reían. El alcalde escoltó a los muchachos afuera.

—Benny —dijo con voz calmada, con el sol destellando en la cima pulida de su cabeza afeitada—. ¿Sabe Tom que has estado viniendo aquí?

—No sé —adujo Benny, evasivo. Sabía muy bien que Tom no tenía idea de que él pasaba un rato cada tarde escuchando las historias de Charlie y el Martillo.

—No creo que a él le gustara —dijo el alcalde Kirsch.

Benny sostuvo su mirada.

—Creo que en realidad no me importa mucho qué le agrada y qué no a Tom —dijo, y luego agregó—: Señor —como si la palabra pudiera mejorar de algún modo el tono de voz que acababa de usar.

El alcalde Kirsch se rascó su barba negra y espesa. Abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla. Lo que hubiera querido decir se lo guardó. A Benny le pareció bien porque no estaba de humor para una reprimenda.

—Váyanse ya, muchachos —dijo Kirsch al fin. Se quedó de pie en el porche de la tienda por un rato, pero cuando Benny estaba en el otro extremo de la calle y miró hacia atrás, vio al alcalde volver a entrar en la tienda.

El alcalde y su familia vivían en la casa contigua a la de Benny, y él y Tom eran amigos. El alcalde Kirsch siempre estaba hablando de lo duro que era Tom y de lo buen cazador que era y del buen ejemplo que ponía a todos los cazarrecompensas. Bla, bla, bla. Benny se sentía vomitar. Si Tom era tan buen ejemplo como cazarrecompensas, ¿por qué los otros cazarrecompensas nunca contaban historias sobre él? Ninguno presumía de haber visto a Tom patear el trasero de cuatro zombis a la vez. Ni siquiera Tom hablaba de eso. Jamás le había hablado a Benny acerca de lo que hacía afuera, en Ruina. ¿Qué tan aburrido podía ser? Benny pensaba que al alcalde le faltaba un tornillo. Tom no podía ser modelo para nadie.

Chong dijo que debía prepararse para el trabajo. Estaba programado para un turno de seis horas en la torre y se veía contento por eso. Benny y Morgie encontraron a su amiga Nix Riley, una chica pelirroja con más pecas de las que nadie podía contar, sentada en una roca junto al arroyo, escribiendo en su libreta con cubiertas de cuero. Se había quitado los zapatos y tenía los pies en el agua. El esmalte carmín en las uñas de sus pies relucía como rubíes bajo el agua ondulante.

—Hola, Benny —dijo Nix con una sonrisa, observándolo debajo de sus rizos alborotados, rojos y áureos—. ¿Qué tal va la búsqueda de trabajo?

Benny gruñó y se retiró los zapatos. El agua fría era como una fiesta alegre en sus pies acalorados. Morgie se agachó y se sentó al otro lado de Nix, y comenzó a desatarse sus pesadas botas de trabajo.

Le contaron acerca de Charlie y el Martillo, y la reprimenda del alcalde.

—Mamá no me deja acercarme a esos tipos —dijo Nix. Ella y su madre vivían solas en una casita junto a la muralla occidental, en la parte más pobre del pueblo. Hasta aquel último invierno, Nix había sido una pequeña flaca y desgarbada, un chico más y no tanto una niña. Como Chong, Nix era una ñoña y siempre tenía varios libros en su morral, pero al contrario de Chong, Nix quería escribir sus propios libros. Siempre estaba garabateando poemas y cuentos en su libreta. De entre todos, ella siempre había sido la verdadera geek, pero aquello había cambiado en los últimos diez meses, Ahora Nix no era más una figura sin curvas, y Benny comenzaba a incomodarse a su lado. Especialmente en días calurosos en los que ella vestía una blusa ajustada y pantalones cortos. Entonces le era difícil dejar de mirarla —y especialmente a lo que se tensaba bajo aquella blusa— y lo hacía sentirse extraño. Nix antes era como Morgie y Chong. Ahora era una chica. Ya no había manera de ignorarlo.

Lo que lo hacía peor era que Benny estaba bastante seguro de que Nix estaba encaprichada con él. A él también le gustaba ella, aunque hubiera preferido cortarse un brazo antes que decirlo. Incluso a Chong. Salir con una amiga era un viejo tabú en su grupo. Él y Chong habían hecho un juramento de sangre cuando tenían nueve o diez años. Nix era realmente linda, y a él le gustaba mirarla, pero salir con ella hubiera sido como salir con Chong. Además, con una chica a la que conocía desde que los dos habían dejado de usar pañales, no había oportunidad alguna de que ella pensara que él era interesante. Sí, a ella ya le gustaba él, pero ¿qué pasaría si empezaban a salir y ella intentaba descubrir sus secretos, sólo para enterarse de que no tenía ni uno? O peor, ¿qué pasaría si él la invitaba a salir y resultaba que Nix realmente no tenía interés en él? Benny no se podía imaginar lidiando con el rechazo de alguien que sabía todo acerca de él y a quien vería a diario. Todo el asunto hacía que Benny quisiera golpear su cabeza contra una pared.

—¿Cómo es eso? —preguntó Morgie. La pregunta devolvió a Benny a la conversación.

—Es complicado —dijo Nix, mirando la luz del sol reflejada en el agua—. Y mamá no me quiere decir todo, pero creo que ella y Charlie tienen alguna clase de rencilla pasada o algo así. A ella realmente no le agrada. No tengo permiso de estar cerca a menos que Mamá lo esté. O el alcalde Kirsch o Tom.

Ella empujó a Benny con el pie mientras hablaba.

Benny fingió no darse cuenta.

—¿Por qué Tom? —preguntó.

—A mi mamá le gusta.

—¿Le gusta? ¿Quieres decir que le agrada como le simpatiza Pirata, el perro de ustedes, o le gusta, le gusta?

—Le gusta, le gusta —ella lo miró de reojo—. Tom es apuesto.

—Eso está mal —dijo Benny.

—Ustedes dos se parecen mucho, ¿sabes? —continuó Nix.

—Ya mátenme, por favor —pidió Benny a los cielos.

—¿Por qué no puedes estar cerca de Charlie sin tu mamá o Tom? —preguntó Morgie. Al contrario de Benny, Morgie estaba encaprichado con Nix. Y más que por su nueva figura. De hecho le gustaba. Morgie no había hecho un juramento de nunca salir con amigos, y Benny no podía comprender cómo era capaz de fijarse en Nix sin sentirse raro al respecto.

—Ella dice que él a veces no trata como se debe a las chicas.

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Benny, con voz más dura de lo que se había propuesto.

Nix lo miró largamente.

—A veces puedes ser muy ingenuo.

—Repito, ¿qué se supone que significa eso?

—Significa que tipos como Charlie parecen creer que cualquier cosa en la que ponen las manos les pertenece. Mi mamá tiene miedo de quedarse sola con cualquiera de ellos, y yo tampoco querría encontrármelos en un callejón oscuro.

—Estás loca.

—Tú no eres una chica —dijo Nix—. O déjame decírtelo de otro modo: eres un chico, así que probablemente eres incapaz de entenderlo.

—Yo entiendo —dijo Morgie, pero Nix y Benny lo ignoraron.

—¿Tu mamá sólo habla por hablar, o algo pasó en realidad? —preguntó Benny. Su voz estaba cargada de escepticismo, y Nix simplemente sacudió la cabeza y apartó la mirada. Se quedó viendo hacia la remota línea de la cerca.

—Bueno, pues yo creo que Charlie y ellos son realmente geniales —dijo Benny.

El momento se alargó mucho más de lo debido y ya no podía sostener la conversación, al menos no sobre aquel tema, así que lo dejaron ir y no dijeron más. Después llegó una brisa fresca, y los tres se tendieron de espaldas y cerraron los ojos. La brisa se llevó la tensión, como finos granos de arena.

Sin mirar a Benny, Nix habló:

—¿Ya encontraste trabajo?

—No.

Él le contó de todos los trabajos que había solicitado.

Nix y Morgie no cumplían aún los quince años. Odiaban la idea de buscar trabajo casi tanto como Benny odiaba el proceso de encontrar uno, pero al menos les quedaban un par de meses de vagancia.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Nix, incorporándose apoyada en sus codos. La luz del sol en el agua se reflejaba como hebras de oro en sus ojos verdes, y cuando Benny se encontró pensando en eso, se obligó a apartar la mirada.

—No sé.

—¿Por qué no le pides trabajo a tu hermano?

—Preferiría que me ataran encima de un hormiguero.

—¿Qué se traen ustedes dos?

—¿Por qué todo el mundo me pregunta eso? —estalló Benny—. Tom es un perdedor, ¿sí? Va por ahí como si fuera el Más Poderoso, pero yo sé qué es en realidad.

—¿Qué? —preguntó Morgie.

Benny casi lo dijo, casi llamó a su hermano un cobarde delante de sus amigos. Pero aquella era una línea que nunca había cruzado. En cierto sentido, pensaba que si llamaba cobarde a Tom podría hacer que la gente se preguntara si él lo era también. Sólo eran medio hermanos, pero igual tenían parentesco, y Benny no sabía si la cobardía era algo que se pudiera transmitir por la sangre.

—Ya olvídalo —fue todo lo que dijo. Se puso en pie y comenzó a buscar por la ribera piedras que arrojar. Encontró algunas, pero ninguna era lo bastante plana para rebotar, así que las echó todas lejos, a la corriente. Morgie escuchó el ruido, se incorporó y se le unió.

Nix abrió su libreta y escribió por un rato. Benny hizo grandes esfuerzos para no mirarla. En general tuvo éxito, pero le costó trabajo.

—Bueno —dijo Nix algún tiempo más tarde—, ya casi se acaba el verano, y si no consigues un trabajo para cuando empiece la escuela, van a cortar…

—Mis raciones —ladró él—. Ya sé, ya sé. Diablos.

Nix se quedó callada. Morgie fingió patearle el pie, pero ella le devolvió la patada con fuerza y empezaron a discutir a gritos. Benny, enojado con ellos y con todo, se levantó y se marchó, con las manos en los bolsillos y los hombros encorvados bajo el calor de agosto.

4

Septiembre estaba a diez días de distancia, y Benny aún no encontraba trabajo. No era lo bastante bueno con un rifle para ser cuidador de cerca; no era lo bastante mayor para unirse a la guardia del pueblo; no era lo bastante paciente para ser granjero; y no era lo bastante fuerte para trabajar como golpeador o cortador… Y tampoco era tan atractivo para él aplastar cabezas de zombi con un mazo o cortarlos para lanzarlos a la cantera, a pesar de su odio tan fuerte hacia los monstruos. Sí, era matar, pero también parecía trabajo duro, y Benny no estaba muy interesado en algo que fuera descrito como “trabajo físico exigente”. ¿Se suponía que con eso atraían solicitantes?

Así que, después de reflexionar toda una semana, durante la que Chong lo aleccionó interminablemente sobre separarse de las ideas preconcebidas y darse el permiso de convertirse en parte del proceso cocreativo del Universo (o algo parecido), Benny fue y le pidió a Tom que lo aceptara como aprendiz.

Primero, Tom lo estudió con los ojos entrecerrados, desconfiado.

Luego sus ojos se abrieron, consternados, al darse cuenta de que Benny no estaba bromeando.

Cuando la realidad se abrió paso, Tom parecía sollozante. Trató de abrazar a Benny, pero eso no iba a suceder en esta vida, así que se dieron la mano.

Benny dejó a un Tom sonriente y subió las escaleras para tomar una siesta antes de la cena. Se sentó y miró por la ventana, como si pudiera ver el día siguiente y el siguiente y el siguiente de ése y el siguiente. Sólo él y Tom.

—Esto realmente va a apestar —dijo.

5

Esa noche, Tom y Benny se sentaron en las escaleras y miraron el sol ponerse sobre las montañas. Benny estaba deprimido. Miró el atardecer como si fuera una ventana hacia el futuro, y todo lo que vio fue convivencia forzada con Tom y los problemas que vendrían con ella. No lo entendía. Sabía que Tom había huido y, sin embargo, ahora se ganaba la vida matando zoms. Tom no hablaba de eso en casa. Nunca presumía sus exterminios, no pasaba tiempo con otros mercenarios, nada hacía para demostrar cuán duro era.

Por un lado, se suponía que los zoms no eran difíciles de matar de uno en uno: no si los enfrentaba una persona lista y bien armada. Por otro lado, no había espacio para cometer errores con ellos. Siempre estaban hambrientos, siempre eran peligrosos. Sin importar cómo tratara de resolverlo mentalmente, Benny no podía ver a Tom como la clase de persona que pudiera cazar muertos vivientes. Era como una gallina acechando zorros.

Durante el último par de años, Benny casi se había atrevido a preguntar a Tom acerca de esto en algunas ocasiones, pero cada vez había abandonado la idea. Tal vez las respuestas hubieran mostrado más de la debilidad de Tom. Tal vez Tom mentía y en realidad se dedicaba a otra cosa. Benny había imaginado muchas explicaciones extrañas e improbables para tratar de concebir como un matazombis al cobarde de Tom. Ninguna se sostenía. Ahora, ante la realidad de la mañana siguiente era tan clara y real como el sol de poniente, Benny finalmente hizo la pregunta:

—¿Por qué haces esto?

Tom lo miró brevemente, pero siguió sorbiendo su café y tardó en contestar:

—Dime, niño, ¿qué es lo que crees que hago?

—¡Dah! Tú matas zoms.

—¿De verdad?

—Es lo que dices —continuó Benny, y agregó a regañadientes—: Es lo que todo el mundo dice. Tom Imura, el gran matazombis.

Tom asintió, como si Benny hubiera dicho algo interesante.

—Entonces, hasta donde tú lo ves, ¿eso es todo lo que hago? Me paro delante de cualquier zombi y ¡pum!

—Pues… sí.

—Pues… no —Tom sacudió la cabeza—. ¿Cómo puedes vivir en esta casa y no saber lo que hago, de qué se trata mi trabajo?

—¿Qué importa? Toda la gente que conozco tiene un hermano, hermana, padre, madre o abuela decrépita que ha matado zoms. ¿Qué más da? —quería decir que él pensaba que Tom probablemente usaba un rifle de alto poder con una mira telescópica y los mataba desde una distancia segura; no como Charlie y el Martillo, que tenían el valor para hacerlo mano a mano.

—Matar muertos vivientes es parte de lo que hago, Benny. Pero ¿sabes por qué lo hago? ¿Y para quién?

—¿Por diversión? —sugirió Benny, esperando que Tom fuera al menos genial en eso.

—Prueba de nuevo.

—Bien, entonces… por dinero…

—¿Estás fingiendo ser tonto o de verdad no lo entiendes?

—¿Qué, crees que no sé que eres un cazarrecompensas? Todo el mundo lo sabe. Charlie, el tío de Zak Matthias, también es uno. Lo he oído contar historias acerca de cómo se mete en lo profundo de Ruina a cazar zoms.

Tom hizo una pausa con la taza de café a medio camino de sus labios.

—¿Charlie…? ¿Conoces a Charlie Ojo Rosa?

—Se enoja si la gente lo llama así.

—Charlie Ojo Rosa no debería estar con gente.