Fuego y Humo en la Habana. 500 años sobre fogones, habanos, cantinas y café - Fernando Fornet Piña - E-Book

Fuego y Humo en la Habana. 500 años sobre fogones, habanos, cantinas y café E-Book

Fernando Fornet Piña

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Beschreibung

Este es un libro atípico. Trata sobre gastronomía en el escenario irrepetible de La Habana, donde unos duendes traviesos serán los encargados de hacernos viajar, a través de sus recuerdos, por los cinco siglos de la historia y cultura alimentaria de nuestro país. El insólito encantamiento nos permite soñar, fantasear y dar vida a estos increíbles cronistas. En un lenguaje coloquial, los geniecillos mostrarán aspectos vinculados al variado mosaico que constituye la nacionalidad cubana; las potentes fortalezas que para esta especialidad significan el único y afamado puro habano, el ron de la sorprendente coctelería nacional, el café viajero adaptado al protocolo universal y una singular cocina matizada por la insuperable salsa criolla, mostrando tanto platos de sencilla factura, como excelencias de ocasión.

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Seitenzahl: 231

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Edición y corrección: Mónica Gómez López

Cubierta y diagramación: Lisvette Monnar Bolaños

© Fernando Fornet Piña, 2021

© Sobre la presente edición:

Ediciones Cubanas ARTEX, 2021

ISBN 9789593141437

ISBN Ebook formato ePub 9789593141758

Sin la autorización de la editorial Ediciones Cubanas

queda prohibido todo tipo de reproducción o distribución de contenido. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Ediciones Cubanas

5ta. Ave., no. 9210, esquina a 94, Miramar, Playa

e-mail: [email protected]

Telef. (53) 7204-5492, 7204-0625, 7204-4132

Sinopsis

Este es un libro atípico. Trata sobre gastronomía en el escenario irrepetible de La Habana, donde unos duendes traviesos serán los encargados de hacernos viajar, a través de sus recuerdos, por los cinco siglos de la historia y cultura alimentaria de nuestro país. El insólito encantamiento nos permite soñar, fantasear y dar vida a estos increíbles cronistas. En un lenguaje coloquial, los geniecillos mostrarán aspectos vinculados al variado mosaico que constituye la nacionalidad cubana; las potentes fortalezas que para esta especialidad significan el único y afamado puro habano, el ron de la sorprendente coctelería nacional, el café viajero adaptado al protocolo universal y una singular cocina matizada por la insuperable salsa criolla, mostrando tanto platos de sencilla factura, como excelencias de ocasión.

Índice

Sinopsis

¿De dónde surge la historia?

El abracadabra y el viento fundador

Los inicios

1817

Recorriendo el siglo xix

Agualoja

Garapiña

Champola (de guanábana o anón)

Horchata (de ajonjolí)

Manjar cubano

Tortillas de San Rafael

Ajiaco

Olla podrida sencilla a la española

Sopa a la habanera

Estofado bayamés

Gallina a lo vueltabajero

Estofado de vaca a la habanera

Tisana

Chocolate a la española

Leche imperial

Jugo de naranja granizado

Panal

Horsd`oeuvres

Panetela con merengue y yemas

Helado de guanábana en sorbetera

Longaniza

Frituras de garbanzos

Machuquillo

Embozado

Casabe

Bollo mina

Bienmesabe

Café canalla

Pasta de yuca para bocaditos

Pudín de yuca

Claro de guayaba

Cocada

Bocadito de la reina

Besos

Cajeta

Cusubé

Frangollo

Malarrabia

Palanqueta

Alfajor

Embuchado raro cubano

Quimbombó a la habanera

Huevos a la habanera

Picadillo a la habanera

Arroz con pollo a la Chorrera

Bacán de Baracoa

Masas de cerdo fritas de Tacámara

Mollete de Melena del Sur

Montería camagüeyana

Pollo asado en caldero de Puerto Boniato

Siglo xx, la República

Sopa de vigilia

Cocido de garbanzos

Albóndigas de ternera

Caldo gallego

Tortilla de papas y cebollas

Arroz con leche

Banana split

Torta (cake) de chocolate

Pollo en olla de presión

Pie (pastel) de manzana

Domplin

Arroz con coco

Black cake

Charrucu haitiano

El gato o bombó

Daiquirí

Hemingway special

Chicharritas o mariquitas de plátano

Frijoles negros (dormidos)

Congrí

Vaca frita

Yuca con mojo

Flan de calabaza

Boniatillo duro

Sándwich cubano

Papas rellenas

Tamal en hojas

Buñuelos de Navidad

Ruedas de serrucho en escabeche

Langosta al café

Arroz frito cubano

Chopsuey de pollo

Maripositas y salsa agridulce

Chowmein de cerdo

Rollitos primavera especiados

Canchánchara

Mojito

Tostones rellenos

Plátano en tentación

Caldosa de Kike y Marina

Almejas con curry

Ensalada de mariscos

Camarones al nido

Langosta Habana Vieja

Algunas fuentes consultadas

Sobre el autor

A La Habana, Ciudad Maravilla, en sus 500 años.

© VET_Dash en Pixabay

Al Floridita, por sus dos siglos de existencia.

© Fernando Fornet Piña

¿De dónde surge la historia?

A inicios del siglo xvi se produce el asentamiento de un grupo de conquistadores españoles en el recién estrenado y noroccidental fondeadero conocido como Puerto de Carenas o villa San Cristóbal de La Habana, este último, nombre por el cual sería acreditado para siempre. El lugar fue escogido después de casi un lustro de permanencia del citado grupo en la costa sur, ubicación que fue denominada como «el pueblo viejo» en relación con el nuevo sitio.

Muchos y variados hechos acaecidos en los primeros tiempos nos serán recordados a través de la mirada de un viejo duende aborigen que pernoctaba en el ceibo ancestral, cuya sombra sirvió de amparo al atrio constituido para oficiar la misa y cabildo fundadores. Dicho personaje almacenó mentalmente los recuerdos que tres siglos más tarde confió a un joven gnomo apadrinado por el anciano duende.

Y ahí comienza realmente a ser conocida toda la historia, cuando el mozuelo —con dotes de relator— surge a la vida en 1817, se explaya en toda la extensión de sus conocimientos para hacérnoslos saber transcurridos setenta y tres mil días, es decir, dos siglos después.

¿Pero cuál es el sortilegio que nos ha permitido traspasar el silencio e irrealidad de este pintoresco personajillo y estar al tanto de su origen, secretos, vivencias y emociones?

Pues el hechizo se ha ido construyendo paciente, lenta e inadvertidamente, durante el largo y sostenido proceso de recopilación de información, con el cual hemos establecido, en un libro, una suerte de gratitud a favor del muy afamado rincón habanero conocido como Floridita. La clave nos la ofreció definitivamente un amigo mexicano, cuando en el momento de presentación del mencionado, alertó «que no era un libro de ficción y, sin embargo, uno puede imaginar cada escena que nos relata y con ello fabricar un cuento…»

Siguiendo ese razonamiento para aplicar la inusitada regla —inmenso privilegio— esto es lo que hemos podido de momento recopilar, recomponer en ciertos temas y compartir, sobre algunas remembranzas que atesora el hábil interlocutor y que de hecho nos proyecta directamente en la tarea de evaluar con honestidad, sentido crítico y esclarecedor, una parte sustancial de la cultura cubana expresada en su gastronomía, afincada en un contexto histórico determinado y decisivo.

El abracadabra y el viento fundador

El encantamiento que nos trajo al duendecillo tiene antecedentes trascendentales. No podía ser menos. El primero de ellos comienza el viernes 3 de agosto de 1492 en el lejano puerto de Palos en la Andalucía española. En esa fecha, parte Cristóbal Colón en su primer viaje de búsqueda de las Indias orientales por la ruta de occidente. Es conocido que la travesía de las tres naves que él comandaba se adentró en un supuesto mar sombrío, a expensas de la corriente ignorada y auxiliadora que sin pretenderlo obligadamente los trasladaba.

Si imaginamos la trayectoria ineludible de los vientos eternos que en aquel momento de la historia movían inesperadamente las naves, podemos intuir el sino que adquiría nuestro archipiélago como meta inevitable. ¿Cómo entender de otra forma que aquella expedición surcara sin conocer destino, a expensas de ese viento fundador y tras enormes vicisitudes, calmas chichas, temores o motines; expuestos en el inabarcable océano a tormentas tremendas que suelen sucederse en nuestro mar tropical por esos meses, que unos días iban hacia un lado dentro del ignoto y extendido derrotero y otros tiraban hacia el lado opuesto, pero siempre, a pesar de la sinuosa línea del viaje, el viento prometedor los guiaba esperanzadoramente hacia el sueño aún irrealizado, y llegaron a puerto seguro en nuestro bucólico entorno? ¿Cómo explicar que al final de aquel laberíntico recorrido de semanas llenas de ansiedad, dudas profundas e indestructibles ilusiones doradas, hubiera un pequeño lugar puntual, que no estuviera predestinado para abrir la puerta de la gloria a sus hacedores?

Si no existiera la ruta perenne de esos vientos perpetuos —la vara mágica necesaria para el hechizo mayor y todos los otros que estaban por sucederse— ¿a dónde habrían ido a parar La Niña, La Pinta y La Santa María? Especulativamente hablando, tal vez la expedición hubiera penetrado el embudo gigantesco que constituye la separación de las costas de América y África en el Atlántico sur, y después de varias semanas del tiempo asignado para que las provisiones y la paciencia hubieran aguantado, habría sucumbido para siempre en la oscuridad y el misterio la quimera del almirante y hoy el mundo sería otra cosa.

Entonces, San Salvador (en el cayo de las Bahamas como primer destino), Río de Mares, Río de Luna y otros pintorescos nombres dados por el descubridor a nuestra incipiente geografía, seguirían siendo aún habitados por gente aborigen. O según las circunstancias del desarrollo tecnológico, el encuentro de América —que ya no sería conocida por ese nombre— con el Viejo Mundo, se habría producido decenas o cientos de años posteriores y otra totalmente fuera la historia. Y por mucho tiempo aún, los hombres del lado de allá se hubieran perdido el privilegio de contar con los tesoros que el lado de acá les proporcionó, y no precisamente en la forma de riquezas que ellos buscaban. Otros tesoros como cacao, maíz, papa, tomate, ají, aguacate, calabaza, yuca, boniato o diversas frutas, enriquecieron rotundamente la gastronomía universal a partir de aquel momento. Mención aparte para el tabaco que abrió una inconmensurable caja de riquezas y ejerció su influencia a escala planetaria.

Aquilatando el suceso en sí y la gratitud al abracadabra del viento fundador —que bautizara Fernando G. Campoamor— no dudamos en ser sus deudores y permitirnos continuar soñando, fantaseando, ideando, e incluso, dando vida a seres que en el papel de indecibles cronistas, nos lleven obligadamente de la mano para contar, e interpretar, de la manera más verídica y rigurosa, aspectos mundanos o extraordinarios que lo mismo han acontecido a lo largo de toda Cuba, o puntualmente, en La Habana de siempre.

Los inicios

Asido a las frondosas ramas del robusto ceibo, el añejo duende aborigen de nombre desconocido, se encontraba sumido en reflexiones cotidianas cuando los vio. Era una pequeña partida de seres extraños que de manera trabajosa se acercaban pegados a la costa de la ancha bahía. A pesar de sus indumentarias impropias para el cálido clima del trópico, sus luengas barbas y las varas que sin pasar mucho tiempo conocería que vomitaban fuego, no se alarmó tanto como los curiosos habitantes nativos de poblados circundantes que hacía pocas jornadas merodeaban por la zona. Acostumbrado a exotismos y rarezas, no le pasó por la mente que aquellos sujetos sorprendentes, quienes rompían la fragilidad del idílico entorno antillano de principios del siglo xvi, fueran de otro mundo.

Previendo que posteriormente estaría en la necesidad de relatar aquel episodio, trató de almacenar mentalmente cada detalle.

Poco tiempo después conoció que aquellos hombres extravagantes venían desde muy lejos allende la mar, se autodenominaban conquistadores y representaban un poderoso reinado. Supo también, por sus indescifrables recursos, que en una inusitada estancia de menos de un lustro hacia el sur del territorio donde se encontraban ahora, habían procurado asentamiento buscando condiciones de habitabilidad. No hallando tales en dicho «pueblo viejo», buscaron nuevos rumbos hacia el norte, a orillas del río Casiguaguas (hoy Almendares), donde después de un breve lapso concluyeron que tampoco habían acertado escoger el sitio ideal.

Sin desmayar en la búsqueda, se acercaron a la gran bahía enclavada hacia el levante, donde indudablemente confirmaron las magníficas condiciones imperantes en el anhelado sitio. Llegadosa dicha conclusión, prestos se reunieron solemnes y sorpresivamente al pie del ceibo que le servía de morada al gnomo, dispusieron los ofrecimientos inaugurales del «pueblo nuevo» el 16 de noviembre de 1519, y sin mayores preámbulos, comenzó la historia que nos hemos empeñado en narrar a través de las remembranzas atesoradas por duendes locales.

Pueblos viejo y nuevo.

© J. Hondius y G. Mercator

Algunos años atrás, en 1492, al llegar a Cuba los conquistadores españoles encontraron que los aborígenes se alimentaban con frutos de la flora y la fauna proporcionados en cantidades suficientes para mantener una dieta aceptable. Los hombres del Viejo Mundo conocieron parte de las bondades nutricias que ofrecía el sorprendente escenario americano, las cuales, junto a otras de la parte continental aún no descubierta para el momento, volcarían definitivamente el gusto de la cocina universal. De esa forma, los tesoros en forma de oro, especias y joyas deslumbrantes, se fueron convirtiendo en otros tal vez más importantes. La papa, el tomate, el cacao, o el tabaco, pueden ser ejemplos significativos de tal relevancia.

Transcurrida una década del siglo xvi, los conquistadores deciden poblar la isla grande: Juana, Fernandina, o Cuba, nombre nativo que prevaleció por encima de todas las pleitesías brindadas a los soberanos del reino invasor. Fueron siete las primeras villas. San Cristóbal de La Habana fue la séptima y más occidental de ellas, ubicada definitivamente, como hemos apuntado, en una espaciosa y ventajosa bahía. No habiendo pasado mucho tiempo, La Habana se alzó con la categoría de capital del país, desplazó por sus condiciones naturales singulares a la primada Baracoa y a Santiago de Cuba. Los ataques de corsarios y piratas, que ya imperaban en el mar antillano, hacían de las suyas e imponían suspicaces recelos a los agitados primeros habitantes de la villa. La defensa se convirtió, por largo tiempo, en la primera prioridad de la población.

Tempranamente, el poblado asumió características particulares como capital de la colonia y centro de formación de la Flota de Indias, que en la rada habanera acopiaba los tesoros arrancados de la América continental, para trasladarlos a la metrópoli después de organizar un convoy, el cual, con relativa seguridad, haría la travesía trasatlántica.

Los bandidos hicieron de la ciudadela objetivo permanente y en varias ocasiones la atacaron, lo que ocasionó serias pérdidas. No es casual, que aun en pleno siglo xvi, surgieran las primeras grandes instalaciones militares defensivas de la ciudad. El Castillo de los Tres Reyes del Morro y el Castillo de la Real Fuerza son imponentes ejemplos de esta intención.

Castillo de la Real Fuerza.

© Fernando Fornet Piña

La huella principal de la cocina ibérica, al comenzar la conquista americana, fue la conocida como olla podrida. Esta hechura es una mezcla indiscriminada de carnes, legumbres y especias de todo tipo. La elaboración de tal, en las condiciones elementales del lugar, se tornaba en una tarea casi épica y no es de dudar que aquella que elaboraban los primeros habitantes de la recién estrenada villa de La Habana, tuviera que ser por fuerza algo mucho más simple.

Las maneras de la cocina de los siglos inmediatos a la llegada de los expedicionarios, se iban formando con los ingredientes del entorno y el residuo del influjo indígena de una población que para ese entonces había sido sensiblemente diezmada; la introducción de productos que se importaban para satisfacer los remotos hábitos alimentarios de los colonialistas —arroz, aceite, distintos tipos de ganado, ciertas especias, vinos...— y pertrechos comestibles venidos de África —plátano, quimbombó...—, trasplantados a través de las rutas que estableció el temprano comercio de esclavos desde aquel continente.

La recurrente olla podrida fue trasmutando en mixturas como el ajiaco, de cuna aborigen, pero compuesto con la incorporación de elementos de los dominadores y las inevitables influencias de productos y maneras que aportaron los esclavos africanos, a los cuales los amos les encomendaron sus cocinas.

El vino peninsular dominaba los intentos etílicos de los primeros pobladores. Bien entrado el siglo xvi, las melazas del jugo o guarapo de la caña de azúcar —traída por Colón en su segundo viaje— lentamente se convierten por fermentación y destilación en aguardiente, belicoso precedente del ron cubano, sin un protagonismo evidente para el momento.

El tabaco, privilegiado integrante de los símbolos de la nacionalidad cubana, ya en el siglo xvi era demandado en Europa. Inicialmente se cultivaba para el consumo interno, pero pronto se distinguió como producto de exportación, cosechado por cultivadores llamados vegueros, quienes trabajosamente lo plantaban en limitados espacios cercanos a las grandes extensiones de terreno utilizadas para la cría extensiva de reses y cerdos.

En estas circunstancias, el investigador cubano Antonio Núñez Jiménez, en su obra Piratas en el archipiélago cubano, reseña brevemente el paisaje urbano y ciertas necesidades alimentarias de la época:

Los asaltantes incendian las pocas casas que se acaban de reconstruir […] Lentamente, surgiendo de sus propias cenizas, La Habana reaparece (1539) bajo el sol. La iglesia y el hospital, las casas de piedra y tejas, las calles polvorientas o enlodadas, según la estación; el pregonar de negras que venden frutas silvestres, fritangas y cangrejos, con un paño en la cabeza y un túnico de colores chillones o albura sin par; las tabernas, las tiendas, los mesones y tabancos, abarrotados por constantes viajeros de la flota.

Grabado de primeros siglos.

© Federico Mialhe, 1849

Desde un inicio, la composición en la rada habanera de la flota o convoy que llevaría a la metrópoli los tesoros arrancados del continente americano, fue la más lucrativa y permanente gestión de la ciudad. Esta operación generalmente tardaba meses en desarrollarse. De esta manera, a la ya inquieta población existente en la villa, se le unía, por periodos más o menos largos, toda una gama de moradores transitorios constituida por tripulaciones y pasajeros de distintos países y lenguas.

El duende que nos introduce en estas primeras impresiones, no deja pasar la oportunidad para recalcar que el abigarrado personal de residentes temporales, requería medios de subsistencia y lugares de esparcimiento propios de la época. Recuerda que no lejos, en la periferia, surgieron suficientes conucos y hatos productores de todo tipo de géneros nutricios. También una considerable cantidad de tabernas expendían vino, gravado generosamente con la intención de financiar la numerosa cantidad de hombres con que contaba la guarnición defensiva de la plaza. Es evidente que la formación de las flotas traía un inusitado trajín a la ciudad y la consiguiente derrama económica derivada de las ocupaciones laborales de decenas o tal vez cientos de menesterosos —hombres y mujeres— forzados a emplearse a fondo para surtir las necesidades planteadas por la extensa población flotante que prácticamente todo el año permanecía en sus predios.

El historiador Jacobo de la Pezuela documenta en su obra Historia de la Isla de Cuba, que en 1581:

La permanencia de la flota, muchas veces prolongada por multitud de causas, era la sola época de animación y vida de La Habana. Cuando venía de la península se recibían los efectos de consumo para toda la Isla y muy pocos de lujo porque eran raros los que podían usarlos. Se vendían corambres, sebo, carnes saladas, volatería, frutas y otros artículos de abasto para las tripulaciones; y estos eran los únicos de exportación en un país cuya riqueza agrícola, lejos de explotarse entonces, aún era conocida. Pero la ganancia principal del pueblo consistía en el hospedaje de los pasajeros de la flota y en los gastos de sus oficiales y marinería. Al llegar se constituían todas las casas en posadas, donde a cada huésped le costaba al más mediano trato cinco o seis ducados diarios.

Convoy de la Flota de Indias.

Tomado de: laamericaespanyola.wordpress.com

En las calles habaneras se ofertaban diferentes productos que engrosaban las maneras de la incipiente gastronomía autóctona: longanizas, buñuelos de viandas tropicales, maíz molido para tortillas, carnes frescas de vacuno, cerdo o gallinas; carnes saladas, casabe, frutas y viandas; tisanas; tabaco torcido o en rama… La documentación de los Cabildos de época ofrece inestimable información sobre determinados detalles de la vida diaria. Con fecha 18 de enero de 1557, se declara: «Otro si: porque muchas negras e otras personas andan por las calles vendiendo longanizas e buñuelos e maíz molido e sin postura de diputado e en lo que venden no se les ha puesto precio de cuya causa recibe perjuicio ansi mismo venden pasteles e tortillas de maíz e de catibias [...]».

El casabe o pan de Indias merece un aparte. El casabe constituyó la más importante influencia aborigen a la cultura culinaria nacional, significándose que ha llegado hasta nuestros días con valor de uso cotidiano, fundamentalmente en regiones localizadas en las provincias orientales. Hasta el siglo xx era la guarnición recurrente y socorrida de la cocina cubana a lo largo del país. Si el ajiaco es reconocido como la multiculturalidad de la cocina cubana, el casabe es su símbolo autóctono más visible. Se confeccionaba por los indígenas cubanos con la ralladura de la yuca exprimida fuertemente —en un artefacto conocido como sibucán o sebucán— para extraerle su jugo y calentarla y aglutinarla en un horno rústico denominado burén. Es útil para el consumo humano hasta el año o más de elaborado. Esta particularidad le valió ser compañero inseparable y fundamental de los colonizadores en el comienzo de la epopeya continental americana y fuente alimentaria imprescindible para los navegantes en los largos derroteros que exigía la conquista del Nuevo Mundo, en sustitución de las confecciones a base de trigo que se tornaban rancias en mucho menos tiempo. De esta manera, el casabe, parte esencial de las culturas caribeñas precolombinas, se convirtió en uno de los más importantes y difundidos alimentos de la larga época de los primeros siglos coloniales de las Américas.

Ralladura de la yuca para confeccionar el casabe.

Tomado de: lborikenkitchen.wordpress.com

Determinados destellos de singularidad, extensos territorios dedicados a la cría salvaje de animales para la alimentación y otros usos comerciales, o el establecimiento de costumbres que entremezclaban las culturas iniciadoras identifican o comienzan a identificar este período.

Históricamente, la conservación de alimentos perecederos se hacía por los métodos de salazón, ahumado o inmersión en una sustancia protectora (aceite, vino o vinagre). Un tasajo rudimentario —carne seca y acecinada, de cecina— era una manera de preservar las carnes, fundamentalmente de cerdo y vacuno en las primeras décadas del comienzo colonial cubano, aprovechando la masiva reproducción de estos animales en el país. Con el tiempo se conocieron dos tipos de tasajos: tasajo de pecho o de primera calidad y el tasajo brujo o de barracón, preparado con carne de cerdo ahumada.

Con esa tónica, más o menos sostenida, transcurrieron las semanas, meses y años de la vida colonial del siglo xvi cubano, y al traspasar el umbral del siglo que le sucedió, no eran muchas las diferencias cualitativas de aquella sociedad, con los inaugurales tiempos de asentamiento poblacional.

Como es conocido, la defensa de la ciudadela fue durante mucho tiempo constante preocupación de autoridades y de la población. Tempranamente, al Castillo de la Real Fuerza y al Castillo de los Tres Reyes del Morro, se sumó el Castillo de la Punta, que pretendía cerrar ambas laderas de la boca de la bahía habanera. Largo tiempo después, con la amarga experiencia de haber perdido el control de la ciudad a manos de las tropas inglesas, se sumaron la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, el Castillo de Atarés y el Castillo del Príncipe.

Las influencias gastronómicas del siglo xvi se repetían en los siglos subsiguientes como un calco a gran escala de lo que era la sociedad de la Isla en todos los aspectos de su vida social, cultural y económica. El influjo indígena y su entorno, la simbiosis de las costumbres españolas y las maneras de los esclavos africanos, habían establecido un patrón que se sucedía intermitentemente con destellos de modernidad, dentro del lento y pesado andar de estos siglos.

Los sabores de los alimentos preparados eran evidentemente más intensos, aunque todavía la cantidad era resaltada como una particularidad antes que la calidad. Los habitantes de la Isla —en todas sus capas sociales—debían priorizar la elaboración de los productos propios en detrimento de los que exigían las costumbres y hábitos de los conquistadores, pues la obtención de géneros foráneos se hacía difícil tanto para la capital y también para las villas remotas, en algunos casos lejanas de puertos y puntos de contacto frecuente con la metrópoli.

A partir del siglo xviise producen cambios en las actividades económicas predominantes. Se mantenía el marcado interés por la defensa, la ganadería extensiva aún prevalecía con fuerza, aunque en alguna medida cede terreno a las necesidades de grandes extensiones de tierra que va requiriendo la ampliación de la industria azucarera. El comercio de cueros adquiere cierta envergadura en su primera mitad, unido a la minería del cobre en la zona oriental del país.

En ese momento la producción azucarera y el cultivo del tabaco para la exportación toman una significación especial. El desarrollo de estas industrias —fundamentalmente la primera— potencia en alto grado el fenómeno de la esclavitud y la entrada en gran escala de esclavos como mano de obra barata. La industria azucarera había estado marcada por la utilización de la cunyaya —sencillo artefacto para comprimir la caña dulce con una palanca en una especie de banquillo fijo—, el cual se sustituye por la tecnología de los trapiches o molinos para extraer el jugo de la gramínea.

Cunyaya.

© Fernando Fornet Piña

El florecimiento económico de algunas familias a la vera del desarrollo obtenido por la atención a la formación de la flota que se organizaba en la villa de San Cristóbal de La Habana, las industrias del tabaco, el azúcar y el comercio que de ellas y del comercio de esclavos se derivaba, reconoce visos de opulencia en esa clase social. Las construcciones del segmento enriquecido adquirieron otra connotación estética y funcional.

La impronta culinaria no se hace esperar y poco a poco la calidad en preparaciones puntuales escala peldaños tímidamente más altos. José Martin Félix de Arrate en su obra La llave del Nuevo Mundo, destaca que ya para ese momento: « [...] así en el fausto y pompa del vestuario, como en el primoroso adorno de las casas, de la delicadeza y abundancia de los manjares, licores y dulces en los convites, visitas y funciones públicas, en que se solicita con emulación lo más exquisito y costoso [...].

El ganado vacuno y los cerdos abundaban en criaderos naturales abiertos en que se convertían extensas áreas en toda la geografía del país. Los subproductos de ellos no eran tampoco escasos dentro de las limitaciones que imponían las condiciones y formas de vida.

Los productos marinos eran consumidos en mayor escala fundamentalmente en lugares cercanos a las costas.

Como se ha dicho, en el siglo xvii la producción azucarera alcanza mayores pretensiones y se jerarquiza el cultivo del tabaco para satisfacer la demanda que para aquella época exigía el comercio foráneo. En ese momento histórico, toma vuelo la zona de Vuelta Abajo como productora de tabaco de excelente calidad y fama internacional. La economía de la colonia hacia el exterior se asentaba fundamentalmente en el monopolio comercial, principalmente en esos dos productos: azúcar y tabaco.

Por aquellos tiempos el ron —aguardiente— cubano continuaba siendo internamente una hechura indócil y de baja calidad, pero las melazas obtenidas en el proceso azucarero, cuya fermentación era la base de producción de esa bebida alcohólica, tomaban preferentemente camino hacia los Estados Unidos para fabricar el «ron antillano», reconocida fuente financiera esencial de la independencia de aquel país.

Un acontecimiento que tendría importancia vital en la economía y costumbres mundanas propias, se sucede por estos tiempos a partir de la entrada del café en la escena nacional, con el surgimiento de las primeras plantaciones en áreas de la periferia capitalina.

En ese escenario la cocina transcurría de la etapa simple y natural de los hombres autóctonos, hacia otra posición matizada por la conjunción de sus tres pilares fundamentales. El tema de lo criollo, lo nuestro, se aprecia con el apego a elaboraciones que denotan la combinación del mestizaje.

Es bien conocido que hacia los finales del siglo xviii se libró la batalla por la ciudad, que culminó con la victoria de las fuerzas inglesas. En el breve periodo de un año que ocuparon el territorio, el mando invasor estableció un conjunto de medidas y normas relativas en lo esencial al comercio exterior, que al regreso de la capital cubana al desatinado fuero colonial español, sirvió de referente a ciertos cambios positivos que la regencia española estableció para la Isla.

En el umbral del próximo siglo, se suceden los episodios de la revolución haitiana, lo cual trajo consigo la masiva emigración franco haitiana hacia nuestro país, con efectos relevantes en todos los ámbitos de la vida nacional. Este hecho resalta la intensa multiculturalidad de la vida de la nación, que se observará con mayor rigor en los tiempos próximos por venir.