Futbolítica - Ramón Usall - E-Book

Futbolítica E-Book

Ramón Usall

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Beschreibung

¿Puede un partido de fútbol desencadenar una guerra? ¿Es el Barça el único equipo en poder presumir de ser més que un club? ¿Qué peculiaridades unen a conjuntos tan dispares y geográficamente lejanos como el Celtic de Glasgow y el Al-Wehdat de Jordania? ¿Puede el fútbol servir a la causa de la democracia frente a una dictadura y viceversa? El mundo como una pelota, la historia como un partido de fútbol. Leyendo Futbolítica descubriremos que no hay ningún episodio histórico contemporáneo relevante que no se vea reflejado en la trayectoria de algún club de fútbol, hasta el punto de que, a través de sus historias, es posible revivir la mayoría de los acontecimientos que han marcado el último siglo: las rebeliones anticoloniales y la lucha de clases, el nazismo y el comunismo, la Guerra Fría y la de los Balcanes, los conflictos nacionales y la lucha contra las dictaduras… Futbolítica es una lectura apasionante, llena de anécdotas y datos que, con el ritmo vertiginoso de los grandes partidos, nos invita a conocer estos extraordinarios actores políticos que son los clubes de fútbol y a reflexionar sobre su papel, a menudo crucial, como representantes de ideologías, grupos étnicos, comunidades oprimidas o minorías rebeldes.Las presentes páginas reúnen los episodios más significativos de esta inquietante simbiosis entre el fútbol y las dictaduras fascistas; anécdotas, hazañas —a veces trágicas y otras rocambolescas— en las que el fútbol ha sido empleado como venda para tapar los ojos del pueblo o como vehículo de adoctrinamiento en el marco de delirantes diseños propagandísticos concebidos por megalómanos déspotas de medio mundo. El libro se divide en tres partes: la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler, la España de Franco y el Portugal de Salazar, y las dictaduras latinoamericanas.

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Introducción:

LOS CLUBES DE FÚTBOL COMO ACTORES POLÍTICOS QUE TAMBIÉN ESCRIBEN LA HISTORIA

Apenas nacido el fútbol tal y como lo conocemos hoy, en aquella Inglaterra industrial de la segunda mitad del siglo XIX, los clubes que practicaban esta disciplina se convirtieron en algo más que simples entidades deportivas. El carácter colectivo de la práctica de este deporte ayudó a reforzar la identidad comunitaria de unos clubes que asumieron así la representación de una determinada ideología política y la exportaron incluso fuera de la ciudad, del barrio, del centro educativo, de la parroquia o de los simpatizantes.

La extensión de la práctica del fútbol y de su afición por él, que lo ha convertido con el paso de los años en un auténtico fenómeno global, ha contribuido a consolidar la faceta representativa de unos clubes que han asumido, de forma frecuente, la condición de portavoces de una comunidad. Esta es una circunstancia que conocemos bien en la Península Ibérica, donde hemos escuchado desde hace décadas que el Barça, una de las principales entidades deportivas de este rincón del planeta, era «más que un club». Lo certifica su intensa historia, estrechamente vinculada a la crónica de Cataluña, que a menudo ha convertido al equipo barcelonés en un actor político que ha expresado los anhelos de la comunidad catalana: desde la reivindicación autonomista en los años de la Mancomunidad, hasta el papel simbólico que tuvo durante el franquismo, pasando lógicamente por los silbidos a la Marcha Real como mecanismo de protesta contra la dictadura de Primo de Rivera. De hecho, hay análisis que, exagerando la relevancia del fútbol en la historia de nuestros días, han llegado a situar el inicio exacto de la transición española el 17 de febrero de 1974, el día en que, con Franco agonizante, el Barça asaltó el Bernabéu y se impuso al Real Madrid por un histórico 0-5 que representó un cambio en el fútbol estatal. Hubo quien quiso leer el resultado también en términos inequívocamente políticos.

A pesar de estas interpretaciones excesivas, es obvio el papel histórico y político que el Barça ha jugado en determinados momentos de nuestra historia reciente. Un papel que nos ha llevado a considerarlo un club singular. Como también lo es, evidentemente de otra forma, el Real Madrid, cuya historia es también un fiel reflejo de la crónica española de la última centuria, tal y como puede certificarse si se comprueba su actitud durante la Segunda República, cuando el equipo dejó de ser Real, o si se analiza el papel que el club desarrolló durante el régimen franquista, cuando se convirtió en un elemento clave para la dictadura y ayudó a romper su aislamiento internacional y a proyectar de ella una imagen positiva al mundo.

Revisando el fútbol mundial, tanto el FC Barcelona como el Real Madrid son clubes menos singulares de lo que a priori parecen. Prácticamente todas las regiones del planeta donde hay conflictos de carácter territorial tienen su Barça o su Madrid. Sin ir más lejos, en casi todas las naciones sin Estado del mundo existen entidades que han asumido el papel de representar deportivamente a su comunidad. Lo hace el Athletic Club de Bilbao en el País Vasco, con una singular política de contratación que pretende reafirmar su identidad euskalduna; el Sporting Club de Bastia en Córcega, cuyos éxitos principales coincidieron con el auge del movimiento nacionalista; los Celtic, ya sean de Glasgow o de Belfast, representando a la comunidad republicana irlandesa; el Al-Wehdat, nacido en los campos de refugiados de Jordania, que se convirtió en la voz futbolística de Palestina; el Dinamo de Zagreb o el Hajduk de Split en la Croacia integrada en la Yugoslavia federal; o el Ararat de Ereván en la Armenia soviética… Una lista larguísima que nos certifica que los clubes que han asumido, en lugares y en circunstancias históricas muy diferentes, el rol de representantes de las aspiraciones de las comunidades nacionales a las que pertenecen son una auténtica legión.

Pero estos actores políticos que son los clubes de fútbol no han limitado su representatividad al hecho de convertirse en bandera de las aspiraciones nacionalistas. En muchos casos, las entidades deportivas han pretendido reforzar otras identidades. Es el caso del FC Sochaux, el primer club profesional francés, nacido bajo el auspicio de la principal fábrica de la localidad, la empresa automovilística Peugeot, que pretendía así fomentar la identificación de sus obreros con la imagen de la empresa, cuyo equipo lucía el logotipo y los colores corporativos.

Al igual que ha habido clubes nacidos con el objetivo de desactivar las tensiones propias de la lucha de clases, hay otros que han hecho precisamente de su adscripción social un elemento clave de su identidad. Así pues, son también numerosos los clubes que, a lo largo de la historia, se han vinculado a la clase obrera. El Racing Club de Lens, en la región minera del norte de Francia, el Rayo del Madrid obrero y popular del barrio de Vallecas, el Sloboda de la Tuzla industrial de los años del titismo yugoslavo, el Torino que simbolizaba la aspiración obrera de vencer sobre el terreno de juego a un rival, la Juventus, estrechamente vinculado a los patronos de la FIAT o, sin ir más lejos, el modesto Atlético Baleares, que nació en la Mallorca de principios del siglo XX como un club identificado con la clase trabajadora isleña.

El simbolismo de los clubes de fútbol es tan grande que una mirada a su historia nos permite repasar la mayoría de los acontecimientos que han marcado la época contemporánea. No hay dictador que se precie que no haya utilizado un club de fútbol como elemento propagandístico. Lo hizo Franco, como hemos apuntado previamente, con el Real Madrid campeón de Europa que permitía a su dictadura romper el aislamiento internacional; más o menos lo mismo que hizo Salazar con el Benfica lisboeta que, con Eusébio en sus filas, se convirtió en el principal representante de la idea del Portugal imperial que defendía el sátrapa. Antes lo había hecho Benito Mussolini, para quien el deporte era precisamente un vehículo de difusión del ideal fascista, instrumentalizando, en su caso, los éxitos de la squadra azzurra como medio para justificar su idea de una Italia triunfadora. Exactamente igual a como lo iban a hacer más tarde otros dictadores como Nicolae Ceaușescu en Rumanía, quien situó a su hijo Valentin al frente de un Steaua de Bucarest que se convirtió en el primer club de la Europa del Este en levantar la preciada Copa de Europa, y que impulsó también un equipo de élite en su pequeña ciudad natal de Scornicești. O como Augusto Pinochet en Chile, que manejó a su servicio no tan solo el Colo-Colo, el principal club del país, sino también varias entidades creadas bajo su mandato, fundamentalmente en asentamientos mineros contestatarios, que tenían como finalidad evitar la conflictividad social y aplicar la clásica receta de «pan y circo», tan vieja como la ciudad de Roma.

Estos intentos del poder político de utilizar el fútbol poniéndolo a su servicio tuvieron siempre otra cara, la que nos demuestra cómo el deporte rey también ha servido, a lo largo de la historia, para cuestionar dictaduras y dictadores. Así pues, el Portugal del Estado Novo encontró en un campo de fútbol uno de sus más sólidos movimientos de oposición cuando el Académica de Coimbra, un club creado por la asociación de estudiantes de la universidad de esta localidad situada en el centro del país, protagonizó la más sonora protesta contra la falta de libertades durante la disputa de la copa portuguesa de 1969. Es más, algunos de los clubes que se convirtieron en juguetes políticos a manos de tiranos tenían un pasado contestatario que, a pesar de los intentos de desmemoria, no ha podido ser borrado. El Colo-Colo glorificado por Pinochet había tenido uno de sus principales instantes de gloria bajo el mandato de la Unidad Popular de Salvador Allende cuando, en 1973, el club se convirtió en subcampeón de la Copa Libertadores, una competición cuyo nombre, por cierto, evoca la liberación de las naciones de América Latina del yugo colonial europeo. Ese mismo Colo-Colo que el dictador instrumentalizaba había posado orgulloso en el Palacio de la Moneda al lado de un sonriente Allende, quien veía en los integrantes del equipo a unos excelentes embajadores del Chile de aquella época.

También el Real Madrid, identificado tradicionalmente con la dictadura y el nacionalismo conservador español y cuyo personaje histórico más ilustre es el reconocido franquista Santiago Bernabéu, tiene un pasado republicano que los actuales regentes de la entidad no parecen muy interesados en recuperar. Aquel Madrid de la Segunda República, que abandonó el título «real» que le había concedido Alfonso XIII, tuvo incluso un presidente fusilado, el coronel del ejército republicano y militante del Partido Comunista de España, Antonio Ortega.

Como vemos, no hay, pues, hecho histórico contemporáneo que no se pueda explicar a través de un club de fútbol. La obsesión enfermiza del nazismo por perseguir a los judíos provocó la desaparición del Hakoah de Viena, uno de los muchos clubes que profesaban abiertamente esta confesión en la Europa del primer tercio del siglo XX. Los cruentos conflictos balcánicos de finales de la centuria pasada tuvieron su preludio en un partido que opuso a dos equipos que representaban, de forma respectiva, los nacionalismos croata y serbio que luego se enfrentaron en una guerra abierta. Fue el encuentro que disputaron, el 13 de mayo de 1990, el Dinamo de Zagreb y el Estrella Roja de Belgrado, que acabó en una auténtica batalla campal que escenificaba el inicio de la progresiva desintegración de Yugoslavia: un país étnicamente complejo que durante los años de dominio de Tito había soñado con una convivencia basada en la hermandad entre nacionalidades, la cual representaba a la perfección un club como el Velez de Mostar hasta que la trágica guerra de Bosnia hizo añicos aquel sueño de unidad y fraternidad.

Otro partido de fútbol, si bien en esta ocasión no entre clubes sino entre selecciones, se considera origen del estallido bélico entre Honduras y el Salvador, que protagonizaron una guerra relámpago durante el verano de 1969, fruto de la tensión que entre ambos países generó la disputa de una eliminatoria de clasificación para el mundial de México de 1970. La eliminatoria tuvo que decidirse, después de que cada una de las selecciones ganara su partido como local, en un enfrentamiento en terreno neutral que exacerbó los ánimos entre ambos estados hasta el punto de hacer estallar poco después la que el periodista polaco Ryszard Kapuściński bautizó como «la guerra del fútbol». Un fútbol que también nos sirve para explicar el fenómeno del colonialismo, que impuso la práctica de este deporte a unos territorios colonizados que, paradójicamente, lo utilizaron como mecanismo para desafiar el poder ejercido por el colonizador.

La historia es muy rica en anécdotas asociadas a clubes coloniales como, por ejemplo, que el Atlético de Tetuán, el principal club del protectorado español en Marruecos, se convirtió en el único equipo continental africano en disputar la máxima categoría de una liga europea, o que el Racing Universitario de Argel, uno de los clubes coloniales de la Argelia francesa, es el único equipo del mundo que puede presumir de haber contado con un premio Nobel defendiendo su portería.

A estos clubes al servicio de los colonizadores muy pronto se contrapusieron equipos surgidos de la población nativa que tenían un gran simbolismo de carácter nacionalista, como es el caso, entre muchos otros, del Esperanza de Túnez, representante de la lucha anticolonial y del deseo liberador de la población musulmana tunecina. Vemos, pues, que hay multitud de episodios históricos que pueden leerse e interpretarse a través de los clubes de fútbol. La división de Alemania fruto del resultado de la Segunda Guerra Mundial, la construcción y posterior caída del muro de Berlín o la importancia estratégica de esta ciudad durante la Guerra Fría son buenos ejemplos que pueden añadirse a los anteriormente expuestos.

De hecho, parafraseando libremente a Albert Camus, ese portero del equipo universitario de la Argel colonial que aseguraba que todo lo que había aprendido sobre la moral, la vida y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol, podemos afirmar que la historia reciente de nuestro mundo, que al fin y al cabo también nos habla de la moral y de la vida de la humanidad, se puede aprender precisamente repasando el papel que el fútbol y sus clubes han desarrollado a lo largo del último siglo y medio.

Bienvenidos y bienvenidas, pues, a este recorrido histórico a través de la crónica de una cuarentena de clubes políticamente singulares. Es posible que en ello echéis de menos algunos equipos que seguramente deberían formar parte de esta lista, como pueden ser el popular FC Sankt Pauli, convertido en símbolo antifascista de carácter internacional, o el Rayo del no menos popular barrio de Vallecas. La razón que nos ha llevado a no incluirlos es optar por historias quizás un poco menos conocidas. Parafraseando esta vez el refranero tradicional castellano, podríamos decir que no están todos los que son, pero sí son todos los que están.

Hecha esta aclaración, esperamos que disfrutéis con esta pequeña vuelta al mundo que nos ayudará a conocer un poco más a estos actores políticos tan atípicos que a menudo han contribuido, mucho más de lo que a primera vista nos parece, a escribir la historia de nuestro tiempo.

Islas británicas

MANCHESTER CITY FOOTBALL CLUB
TOTTENHAM HOTSPUR FOOTBALL CLUB
LIVERPOOL FOOTBALL CLUB
CELTIC FOOTBALL CLUB
STAR OF THE SEA YOUTH CLUB

Manchester City Football Club

EL ORIGEN PARROQUIAL Y SOLIDARIO DEL CLUB DE LOS JEQUES Y LOS PETRODÓLARES

El año 2008 marcó un antes y un después en la historia del Manchester City. Por aquellas fechas y como consecuencia de la delicada situación financiera del club, su titularidad pasó de las manos de Thaksin Shinawatra, antiguo primer ministro tailandés y controvertido empresario acusado de corrupción, a las del Abu Dhabi United Group. Este grupo empresarial emiratí, liderado por el jeque Mansour bin Zayed Al-Nahyan, ministro y miembro de la familia real de Abu Dhabi, multiplicó el poder adquisitivo del City convirtiéndolo en uno de los clubes paradigma del nuevo fútbol negocio.

La inagotable capacidad financiera de un equipo que hasta entonces, especialmente en lo que hace referencia a la proyección internacional, había vivido a la sombra de su rival ciudadano, el Manchester United, desencadenó un odio creciente hacia la entidad presidida por Khaldoon Al Mubarak, el hombre que el Abu Dhabi United Group situó al frente del club. Aunque varios equipos ingleses también habían sido comprados por excéntricos multimillonarios extranjeros, el City se convirtió en la diana preferida de los opositores a un fútbol moderno caracterizado por la pérdida de identidad comunitaria de unos clubes que gozaban, aparentemente, de una infinita liquidez.

Una de las recriminaciones que se hace a menudo a este City de los petrodólares, que se añade a otros reproches como el hecho de disfrutar de recursos ilimitados o ser propiedad de una empresa vinculada al poder real de los Emiratos, es su falta de historia. Nada más lejos de la realidad. A pesar de ser actualmente una entidad en manos de unos jeques que la desconocen, lo cierto es que el Manchester City es un club cargado de historia. De hecho, aunque su creación oficial data de 1894, sus orígenes se remontan a 1880, cuando varios integrantes de la iglesia anglicana de Saint Mark’s, situada en la barriada de Gorton, al este de la ciudad de Manchester, decidieron impulsar con finalidades básicamente solidarias la creación de un equipo.

El fútbol no era entonces, ni por asomo, el deporte popular en que se ha convertido hoy en día en Manchester. La capital industrial de Reino Unido era más bien una ciudad de rugby y de críquet, y contaba únicamente con un club de fútbol organizado. Fue en este contexto en el que los responsables de la parroquia, que en 1875 ya habían impulsado la creación de un equipo de críquet, decidieron fundar el Saint Mark’s West Gorton de fútbol para poder practicar deporte también durante los meses de invierno.

La finalidad del club era muy clara. Tenía la pretensión de evitar el progresivo distanciamiento entre los jóvenes y la iglesia, proporcionándoles la posibilidad de desarrollar una actividad física que los alejara del alcoholismo y de la creciente violencia ejercida por las bandas, dos problemáticas crónicas en un este de Manchester duramente castigado por el paro, la precariedad y la miseria. Y más desde que la zona, que antes era un bucólico paraje de pastura, se había ido transformando, en pocas décadas, en uno de los epicentros de la industria siderúrgica y ferroviaria. No obstante, aun siendo un club anglicano que pretendía evitar la cada vez mayor lejanía entre la juventud y la iglesia, el carácter humanitario de la entidad propició que sus filas se abrieran a todos los jugadores, con independencia de sus creencias religiosas.

El debut de esta nueva entidad, que representa la prehistoria del actual Manchester City, tuvo lugar el 13 de noviembre de 1880 cuando se enfrentó con otro equipo religioso originario de Macclesfield, un hecho que pone en evidencia que una parte importante de los clubes de fútbol existentes en esa época surgieron fruto del intento de la Iglesia de canalizar a la juventud y orientarla hacia sus postulados.

A pesar del noble propósito de terminar con la violencia que golpeaba los barrios populares de Manchester, el Saint Mark’s West Gorton no solo no pudo acabar con esa lacra, sino que él mismo fue protagonista de varios episodios violentos que se produjeron en los terrenos de juego.

Los cambios que el fútbol experimentaba en esos tiempos hicieron que, poco después de su fundación, el Saint Mark’s modificara en distintas ocasiones su denominación. Después de una fusión efímera con el Belle Vue, el equipo en el que también jugaba el entonces capitán del club anglicano, el Saint Mark’s se convirtió en el Gorton Association FC, un nombre que pretendía reivindicar su pertenencia al barrio obrero de Gorton. En 1887, con la mudanza a un nuevo estadio situado en el suburbio de Ardwick, otro de los distritos populares e industriales del Manchester de finales del siglo XIX, el club decidió transformarse en el Ardwick Association FC.

Los vínculos obreros y comunitarios de los clubes de aquella época quedaban patentes en partidos como el que, en 1889, enfrentó al Ardwick con el Newton Heath, antecesores, respectivamente, del Manchester City y del Manchester United actuales, y que pretendía recaudar fondos para las familias de los veintitrés obreros muertos por culpa de una explosión en la mina de carbón de Hyde Road, situada al lado de donde el antecedente del City tenía su hogar.

Después de varios éxitos notables, como la victoria contra el citado Newton Heath en la copa de Manchester de 1891 o la participación del club en la fundación de la segunda división inglesa al año siguiente, los problemas financieros acabaron provocando que el Ardwick decidiera, en 1894, reorganizarse para terminar transformándose en el Manchester City FC que hoy conocemos.

Ese nuevo City se convirtió en un club de lo más popular en la ciudad de Manchester hasta el punto de que, todavía hoy, mantiene el récord de asistencia de público a un partido de una competición inglesa, si excluimos, eso sí, los encuentros disputados en Wembley, cuando, en una eliminatoria de copa de marzo de 1934, su estadio de Maine Road acogió ni más ni menos que a 84.569 espectadores.

La popularidad del City, que antes de la llegada de los jeques ya presumía de dos ligas, cuatro copas y una recopa de Europa en su palmarés, lo llevó a vanagloriarse de ser el equipo con más apoyo en la ciudad de Manchester, por encima de un United que contaba con una legión de seguidores procedentes de otros territorios británicos. De ahí que la rivalidad entre ambas entidades haya llevado a menudo a los citizens a considerar a los red devils como un club foráneo a la ciudad de Manchester. Es por eso que, cuando el City fichó al delantero argentino Carlos Tévez, procedente del United, lo recibió con una provocadora campaña que pregonaba «Welcome to Manchester».

Así, a pesar de que la compra del club por parte de los jeques ha comportado el aumento del odio hacia los skyblues y a la negación de su historia, lo cierto es que el actual City de los petrodólares es hijo de ese club de parroquia anglicana que nació con finalidades solidarias y humanitarias. Una más de las muchas contradicciones que ponen en evidencia la naturaleza del actual modelo de fútbol-negocio. Un mundo donde prácticamente todo se puede comprar; todo, menos la historia.

Tottenham Hotspur Football Club

LA HUELLA JUDÍA DE LOS SPURS

En el imaginario futbolístico inglés, el Tottenham Hotspur, que recibe el popular sobrenombre de Spurs, es un equipo judío. Poco importa que las estimaciones más generosas cifren únicamente en un cinco por ciento a los aficionados del club que profesan esta creencia religiosa. Pesa más el hecho de que en las tribunas de White Hart Lane, el viejo estadio del Tottenham derribado en 2017, abundaran las banderas de Israel y las estrellas de David y que los seguidores de la entidad sean conocidos como la «Yid Army», el Ejército Yiddish.

Aunque en la actualidad el apoyo judío al Tottenham sea absolutamente minoritario, aun a pesar de que los tres presidentes que han ocupado la más alta responsabilidad en el club desde 1982 sean de origen hebreo, la comunidad judía tuvo un gran peso en la masa social de la entidad, especialmente durante las primeras décadas del siglo XX.

De hecho, la comunidad judía en Londres creció de forma sustancial durante los últimos años del siglo XIX y los primeros de la siguiente centuria como consecuencia de la llegada de numerosos inmigrantes hebreos que huían de la persecución que sufrían en la Europa del Este y, especialmente, en Rusia. Muchos de estos nuevos londinenses de confesión judía se establecieron en el barrio de Tottenham, al norte de la ciudad, en una zona en plena expansión industrial que necesitaba de la mano de obra que esta inmigración podía proporcionar.

Uno de los elementos más importantes a la hora de facilitar la integración de estos migrantes judíos, mayoritariamente de clase trabajadora, fue el club de fútbol local, el Tottenham Hotspur, que había nacido en 1882 y que ya despertaba pasiones entre los habitantes del barrio. Muchos de esos judíos llegados del Este europeo se hicieron habituales de las tribunas de White Hart Lane, una situación que se acentuó con la segunda generación de seguidores, ya nacida en el barrio y plenamente identificada con él, que contribuyó de manera decisiva a forjar la identidad del club.

Esta segunda hornada hizo que, especialmente después de la Primera Guerra Mundial, la cifra de aficionados judíos presentes en la gradería de los Spurs no parara de aumentar hasta el punto de convertir al Tottenham en el equipo más popular entre la comunidad hebrea londinense. White Hart Lane llegaba a congregar, en 1935, hasta diez mil espectadores judíos, casi un tercio del total que podía albergar el estadio.

Esta circunstancia contribuyó de manera decisiva a convertir al Tottenham en un club de identidad judía en el imaginario del futbol inglés de la época. Quizá precisamente por esta razón, su estadio fue el escogido por la federación inglesa para acoger, en diciembre de 1935, un partido amistoso entre Inglaterra y la Alemania nazi, un hecho que la comunidad judía entendió como una ofensa debida a las políticas abiertamente antisemitas desarrolladas por Hitler.

En consecuencia, los aficionados judíos de los Spurs lideraron la oposición al partido e intentaron evitar su disputa alegando que era un ultraje no únicamente para la comunidad hebrea sino «para todos los amantes de la libertad» del Reino Unido. A pesar de la posición contraria al encuentro de una parte importante de los seguidores del Tottenham, finalmente White Hart Lane no tan solo acogió el amistoso, que terminó con victoria inglesa por tres goles a cero, sino que vio cómo los integrantes de la selección alemana realizaban la salutación nazi al tiempo que la bandera con la esvástica presidía vergonzosamente el partido. Pero la controvertida enseña nacionalsocialista no ondeó durante mucho tiempo en el cielo del estadio ya que, poco después de iniciarse el partido, un seguidor local se encaramó hasta el techo de la gradería y consiguió arriarla.

En pleno auge del fascismo, también en el Reino Unido, los aficionados judíos del Tottenham se convirtieron en el chivo expiatorio para organizaciones como la Unión Británica de Fascistas (BUF) que, liderada por Oswald Mosley, acusó a la comunidad hebrea de los Spurs de ser la responsable del aumento de la violencia en la gradería del país por su «incapacidad para comprender la decencia y el juego que caracterizan la deportividad británica». Un auténtico ejercicio de cinismo, ya que estas palabras provenían del principal responsable de innumerables escenas de violencia producidas en las calles de Londres y que terminaron provocando, en 1940, la prohibición del partido fascista.

Con el transcurso de los años, el Tottenham, ayudado por episodios como los que acabamos de comentar, fue consolidando su identidad judía aun a pesar de que los regentes del club siempre se mostraron reacios a abrazar con entusiasmo dicha identificación. A pesar de esta postura, los judíos continuaron acudiendo a White Hart Lane, aunque con el paso de las décadas fueron perdiendo peso como apoyo principal de la entidad.

Paradójicamente, no fue hasta bien entrada la década de los sesenta —en un momento en que la comunidad judía distaba mucho de encarnar en el seno de los Spurs lo que había representado durante los años treinta— cuando los aficionados rivales empezaron a atacar al Tottenham por considerarlo un club plenamente judío. Así, a lo largo de las décadas de los setenta y los ochenta, cuando la violencia y el racismo estaban a la orden del día en la mayoría de los estadios ingleses, los Spurs fueron recibidos en sus partidos como visitantes con saludos nazis, sonidos que imitaban el de las cámaras de gas o cánticos antisemitas e insultantes como «¿sabe vuestro rabino que estáis aquí?» o «los Spurs van camino de Auschwitz, Hitler los gaseará de nuevo».

Como respuesta a estas injurias, que iban dirigidas no exclusivamente a sus seguidores hebreos sino al conjunto de la afición del Tottenham, esta decidió responder a los agravios afianzando la identidad judía que el club había ido forjando a lo largo de su historia, aun cuando el grueso de sus aficionados ya no profesaba dicha creencia. Así pues, las banderas israelíes y las estrellas de David se hicieron habituales entre los Spurs al tiempo que sus seguidores adoptaban con orgullo el término «Yid», que en inglés coloquial era utilizado para designar de manera peyorativa a un judío. Nacía así la «Yid Army», el nombre con el que se conoce a la afición del Tottenham y que tiene su origen en la respuesta que esta dio a los ataques antisemitas que padecía.

Con el paso del tiempo, esta designación de los Spurs como «yids» ha sido cuestionada de manera recurrente debido al componente despectivo que entraña el término. En septiembre de 2013, la policía y la federación inglesa llegaron a prohibir su utilización, incluso entre los seguidores del Tottenham, en una medida que desató una gran polémica que llegó hasta el número 10 de Downing Street y provocó que el entonces primer ministro, el conservador David Cameron, manifestara que había una diferencia sustancial entre «un aficionado de los Spurs que se describe a sí mismo como un “yid” y alguien que utiliza este término para insultar». A pesar de las palabras de Cameron, varios aficionados del Tottenham fueron procesados por utilizar la controvertida definición y, aunque el resultado final de la instrucción fuera la retirada de los cargos, lo cierto es que este episodio contrasta con la carencia de una actuación igualmente decidida cuando lo que se trata es de perseguir los insultos de carácter antisemita que reciben a menudo los Spurs.

Ironías de la historia, la voluntad de perseguir la palabra «yid» no hizo sino aumentar su utilización entre los aficionados del Tottenham después de un período en que parecía haber caído en desuso, contribuyendo así a hacer evidente la huella judía que define la identidad de este club londinense.

Liverpool Football Club

LA AFICIÓN QUE SE ENFRENTÓ A LA DAMA DE HIERRO

El 13 de abril de 2013, durante el primer partido que el Liverpool disputó cinco días después de la muerte de la antigua primera ministra británica Margaret Thatcher, los aficionados reds que se desplazaron hasta el estadio del Reading para ver jugar a su equipo no tuvieron ningún reparo en celebrar efusivamente la defunción de la política conservadora.

Una multitud de cánticos y de pancartas festejó la desaparición de la Dama de Hierro recordando así el atávico enfrentamiento que la ciudad de Liverpool, y muy especialmente los seguidores de su principal equipo, había mantenido con ella durante el período en que Thatcher ocupó el número 10 de Downing Street.

No era la primera vez, aquella temporada, que los aficionados del Liverpool se acordaban de la exprimera ministra. El 15 de septiembre de 2012, durante la visita de su club al estadio del Sunderland, los seguidores del equipo del Merseyside ya habían avisado con sus cánticos que «harían una gran fiesta el día de la muerte de Margaret Thatcher». Era su peculiar forma de celebrar la publicación, pocos días antes, de un informe independiente sobre la tragedia de Hillsborough, que tuvo lugar el 15 de abril de 1989 y en la que murieron 96 aficionados reds. El informe atribuía la responsabilidad de aquellos dramáticos hechos a la actuación incompetente de las autoridades policiales que fue encubierta por el gobierno capitaneado por Margaret Thatcher, quien había acusado a los propios seguidores del Liverpool de ser los culpables de la catástrofe.

Los sucesos de Hillsborough fueron el punto álgido de la tensa relación entre la afición red y una Dama de Hierro que había abanderado la cruzada contra los aficionados al fútbol pertenecientes a la clase trabajadora. Estos seguidores eran a menudo protagonistas de graves incidentes, como los que se vivieron en Bruselas durante la final de la Copa de Europa de 1985, disputada en el estadio de Heysel, que dejaron el triste balance de 39 muertos y que tuvieron a los hooligans del Liverpool como principales responsables.

La animadversión de la hinchada red hacia la primera ministra no era un tema exclusivamente futbolístico sino que, en buena medida, se fundamentaba en una cuestión política: la miseria que la Dama de Hierro había provocado en la región de Liverpool con unas políticas de austeridad que, desde 1979, supusieron el acelerado declive de una ciudad que había sido considerada «la Nueva York de Europa» y que vio, a partir de entonces, cómo el paro y la pobreza no paraban de crecer, cómo se extendía la epidemia de la heroína y cómo las huelgas y las revueltas populares sacudían a su sociedad hasta el punto de que, en el imaginario popular británico, Liverpool fue bautizada como el «váter» de Reino Unido. Un inodoro que, para más inri, no tenía ni un triste producto de limpieza.

La primera gran rebelión que se vivió en Liverpool con Thatcher en el poder estalló en 1981, en el barrio de Toxteth, uno de los distritos más castigados por la miseria, y enfrentó a la comunidad negra local con los agentes del orden. Los altercados provocaron una muerte como consecuencia de un atropello policial y unos disturbios que dejaron un balance de casi quinientos detenidos. La posición de la Dama de Hierro en relación a la revuelta, apoyando sin fisuras la actuación de los agentes y desarrollando una cultura de impunidad policial, no hizo sino incrementar el odio que ya empezaba a profesarle una ciudad obrera e industrial que era víctima de las políticas conservadoras de la primera ministra.

En consecuencia, en Anfield Road, el templo futbolístico del Liverpool, pasó a ser habitual escuchar cánticos dirigidos a Thatcher como los que solía dedicarle el Kop, la mítica gradería popular del estadio, que solía clamar «Maggie, Maggie, Maggie. Die, die, die!» deseando así la muerte de la Dama de Hierro.

El hecho de que la masa social del Liverpool estuviera formada por esa misma clase obrera a la que las políticas de Thatcher castigaban con dureza propició que la posición contraria al gobierno conservador que ella lideraba se convirtiera en un elemento esencial de la identidad del club. Por consiguiente, durante el mandato de Thatcher y en solidaridad con las muchas luchas sociales que tenían lugar en Liverpool, los gritos contra su figura se convirtieron en recurrentes en Anfield, una situación que se acentuó con los hechos de Hillsborough, que consolidaron el cisma entre la afición red y la primera ministra.

Aun así, antes de la tragedia, la ciudad de Liverpool ya había manifestado de distintas formas su antipatía por la Dama de Hierro. Sin ir más lejos, en las urnas, cuando en 1983 la ciudad llevó una de las corrientes más izquierdistas del Partido Laborista hasta la alcaldía. La facción trotskista que lideraba la corporación municipal, conocida con el nombre de «Militante», fue una de las principales pesadillas de la primera ministra hasta el punto de que llegó a tumbar los presupuestos locales para no avalar los millonarios recortes que el gobierno conservador planeaba para la ciudad.

El odio que la clase obrera de la castigada urbe industrial sentía por Margaret Thatcher llevó incluso a que, en 1984, cuando el Ejército Republicano Irlandés (IRA) atentó contra su vida durante una conferencia del Partido Conservador celebrada en Brighton, fueran diversos los habitantes de la ciudad y seguidores del Liverpool que lamentaran que la Dama de Hierro se hubiera escapado por muy poco de una bomba que causó la muerte a cinco miembros de su partido, entre los que se encontraba uno de sus diputados en Westminster.

Paradójicamente, durante esa década de los ochenta en que las políticas conservadoras condenaron a Liverpool a una miseria creciente, la ciudad se convirtió en la auténtica capital del fútbol inglés. Durante el período en el que Margaret Thatcher ocupó el poder, es decir, entre 1979 y 1990, el Liverpool ganó ocho ligas y el Everton, su rival local, dos más. En total, el título viajó a la capital del Merseyside en diez de los doce campeonatos disputados bajo el mandato de Maggie, un consuelo para sus habitantes que veían en el fútbol, que era también una de sus principales expresiones comunitarias, un espacio donde podían desafiar el poder de la Dama de Hierro.

Por si esto fuera poco, el Liverpool añadió dos títulos continentales a la lista: las copas de Europa de 1981 y 1984. Y no la amplió porque, a causa del drama de Heysel, el equipo fue excluido durante una década de las competiciones europeas. Una sanción ejemplar adoptada por la UEFA que, a pesar de ser finalmente reducida a seis años, contó con el aplauso entusiasta de Margaret Thatcher. No en vano, castigaba a uno de sus principales enemigos: los seguidores del Liverpool, aquella afición que se había atrevido a plantar cara a la Dama de Hierro.

Celtic Football Club

UN SÍMBOLO REPUBLICANO IRLANDÉS EN EL CORAZÓN DE ESCOCIA

En el mundo existen pocos clubes con el simbolismo político del Celtic de Glasgow. El simple hecho de vestir su camiseta por las calles de Belfast ya identifica a su portador como un simpatizante nacionalista y republicano. Lucirla en alguna avenida de Nueva York, sirve para reconocer a su portador como integrante de la numerosa diáspora irlandesa en los Estados Unidos.

A pesar de ser un club establecido en la ciudad escocesa de Glasgow, su identidad irlandesa es un elemento imprescindible para entender y explicar al Celtic. Este club tan singular nació formalmente en 1888 bajo el impulso del hermano marista Walfrid (el nombre religioso de Andrew Kerins) y tenía como objetivos principales recoger fondos caritativos para los habitantes del barrio del East End de Glasgow, una zona poblada mayoritariamente por inmigrantes irlandeses que vivían, en muchos casos, en situaciones de extrema pobreza, y establecer vínculos entre la comunidad católica irlandesa y los escoceses nativos de Glasgow, tradicionalmente de confesión protestante.

A pesar de su evidente voluntad de construir puentes entre comunidades, el Celtic exhibía orgulloso su origen irlandés. Desde el trébol en su escudo hasta el nombre celta, pasando por las franjas verdes y blancas de su camiseta, todos los elementos asociados al club evocaban su condición de equipo hijo de la inmigración irlandesa, y así era percibido desde fuera.

Incluso poco después de su nacimiento, en 1895, la dirección del Celtic llegó a proponer la limitación del número de jugadores protestantes, una medida que fue rechazada y dejó el club abierto a todo tipo de creencias religiosas a pesar de que el catolicismo era absolutamente mayoritario tanto entre sus jugadores como entre sus aficionados.

Las bases simbólicas del Celtic estaban, pues, bien establecidas. El de Glasgow era un club humilde, de gente trabajadora, el equipo de los inmigrantes irlandeses, pero también una entidad abierta a todo el East End, un club no sectario que acogía en sus filas y de manera indistinta tanto a católicos como a protestantes, una mezcla de la que no podían presumir sus acérrimos enemigos del Rangers.

Esta singularidad contribuyó a configurar una identidad política para el Celtic que, en sus orígenes, se asoció con el incipiente nacionalismo irlandés que se concretó en el apoyo a la Home Rule, el proyecto estatutario que pretendía, a finales del siglo XIX y a principios del XX, dotar de autonomía a una Irlanda sometida desde hacía centurias a los dictados coloniales de Londres. Fueron muchos los jugadores y directivos del club que, durante sus primeros años de existencia, mostraron su apoyo a la Home Rule, se manifestaron en favor de la liberación de los presos políticos nacionalistas irlandeses o se opusieron a la guerra colonial que Gran Bretaña libraba con los bóeres en Sudáfrica.

A este nacionalismo irlandés que identificaba al Celtic se le añadió también una posición política progresista fruto del contexto social en que vivían la mayoría de sus aficionados, procedentes de un barrio humilde duramente castigado por la pobreza y la exclusión. El desarrollo del movimiento laborista durante el primer tercio del siglo XX, con especial fortaleza en la ciudad de Glasgow, una de las más industriales del Reino Unido, provocó que una parte importante de la comunidad que formaba el Celtic no solo se identificara con el nacionalismo irlandés —que en 1921 había conseguido el reconocimiento del Estado Libre de Irlanda después de una guerra de independencia librada por el IRA—, sino que lo hiciera también con el movimiento laborista, mucho menos vinculado a las instituciones y a los símbolos británicos que el conservadurismo con el que rivalizaba.

Dada su creciente importancia social y deportiva, el Celtic pasó a jugar un papel clave en la identidad de la comunidad católica de origen irlandés, que ya no se definía exclusivamente en base a parámetros religiosos o políticos, sino que empezaba a utilizar también el fútbol como elemento cultural de identidad comunitaria.

Una identificación que se acentuó con el desarrollo del conflicto existente en los seis condados de Irlanda que continuaban bajo soberanía británica. La preeminencia de la que gozaban las ideas nacionalistas y republicanas entre los aficionados del Celtic hizo que Parkhead, el barrio que acogía «The Paradise», el nombre con el que los seguidores célticos designaban a su estadio, se convirtiera, durante cada uno de los partidos del club de Glasgow, en una tribuna política donde se expresaban las ideas republicanas.

Desde finales de los años sesenta, cuando estallaron los Troubles en el norte de Irlanda, los seguidores del Celtic acentuaron su identificación política y su posición favorable a la unificación y a la independencia de Irlanda. De hecho, el Celtic se convirtió en un actor involuntario del conflicto norirlandés, ya que las simpatías expresadas hacia él, en un contexto como el del Ulster, suponían una clara toma de posición en favor del movimiento republicano irlandés. Así pues, las camisetas verdes y blancas y los murales con escudos e imágenes del Celtic se hicieron muy populares en las calles de Derry o de Belfast, ciudades desde donde miles de seguidores célticos se desplazaban puntualmente hasta Parkhead para seguir las andanzas del equipo de sus amores.

La literatura republicana, en forma de decenas de cabeceras de periódicos, se vendía de manera masiva a las puertas de Celtic Park, un estadio que acogía en su interior miles de banderas tricolores irlandesas y donde retumbaban las canciones rebeldes inspiradas tanto en la guerra por la independencia de principios del siglo XX como en la resistencia que el nuevo IRA Protagonizaba en los seis condados todavía dominados por los británicos.

De entre todas las banderas irlandesas presentes en The Paradise, había una que era especialmente significativa: la que ondeaba de manera permanente en la cima de una de las gradas del recinto deportivo para recordar las raíces irlandesas del club. Prácticamente desde sus orígenes, cuando Irlanda era todavía una isla sometida en su integridad a la dominación británica, el Celtic tuvo una enseña irlandesa ondeando en su estadio, sobre un césped que, por cierto, había sido llevado desde el condado irlandés de Donegal, en 1892, gracias al mecenazgo de Michael Davitt, militante nacionalista irlandés y fundador de la Irish National Land League, con la creencia de que «el césped verde transportado desde el viejo Donegal resultaría de lo más resbaladizo para cualquier rival sajón».

La primera enseña irlandesa que fue izada en Celtic Park no era todavía la tricolor que hoy identifica a la República de Irlanda, sino una bandera verde con un arpa en su interior, que era la insignia utilizada por los nacionalistas irlandeses durante los siglos XVIII y XIX. La tricolor irlandesa (una bandera que simboliza precisamente la paz, representada por el color blanco, entre las religiones católica, verde, y protestante, naranja) empezó a ondear en el estadio del Celtic en 1922, después de la guerra por la independencia que había terminado el año anterior con el reconocimiento del Estado Libre de Irlanda y con la partición de la isla.

Dicha enseña estaba cargada de simbolismo, ya que fue un regalo del gobierno del nuevo Estado Libre al Celtic en nombre del pueblo irlandés. Desde entonces, la bandera estuvo ondeando en el cielo de The Paradise de manera ininterrumpida hasta 1951, cuando después de estar durante casi tres décadas expuesta a las inclemencias meteorológicas de Glasgow, el entonces entrenador del club, Jimmy McGrory, solicitó que fuera arriada (aprovechando una gira del Celtic por Irlanda) con el objetivo de ser lavada y restaurada.

El sectarismo vigente en la Escocia de los años cincuenta quedó en evidencia cuando ningún fabricante de banderas de Glasgow aceptó el encargo de McGrory de restaurar la enseña irlandesa o de fabricar una nueva. Ante esta situación, el entrenador decidió escribir a Éamon de Valera, histórico dirigente independentista y entonces presidente de la recientemente proclamada República de Irlanda, y explicarle la problemática. La respuesta del taoiseach no se hizo esperar y muy pronto envió al club, en nombre del pueblo irlandés, una nueva bandera tricolor que fue rápidamente izada en Celtic Park.

Esta enseña irlandesa, a pesar de su simbolismo pacífico, provocó numerosas controversias, especialmente entre una comunidad protestante que consideraba una provocación el hecho de que ondeara permanentemente sobre el cielo de Glasgow. El sectarismo contra la comunidad inmigrante católica irlandesa, un hecho cotidiano entre la población protestante y pro-británica, llegó a las instituciones en 1952 cuando, después de unos graves enfrentamientos durante la celebración del derbi de Glasgow, los tribunales indujeron a la Asociación Escocesa de Fútbol a vetar la exhibición de banderas que pudieran ser consideradas ofensivas por los aficionados de otros clubes. Esta prohibición tenía como objetivo específico forzar al Celtic a retirar la bandera tricolor izada en su estadio, una petición que el club se negó a atender arguyendo sus raíces irlandesas. Finalmente, la federación se vio forzada a retirar la medida, presionada por el resto de clubes de la liga, temerosos de que una expulsión del Celtic de la competición terminara suponiendo una drástica reducción de sus ingresos.

La polémica por la tricolor de Celtic Park no terminó aquí. En 1972, un magistrado británico decretó nuevamente la obligación de retirar la bandera irlandesa con el argumento de que una parte de la población la consideraba ofensiva en un momento de auge de la violencia sectaria en el fútbol escocés y de especial tensión en el norte de Irlanda, con el resurgimiento de la actividad del IRA. A pesar de la argumentación judicial, el Celtic volvió a negarse a retirar la enseña, recordando orgulloso sus orígenes irlandeses.

Junto con la bandera tricolor, las canciones republicanas se convirtieron también en un elemento esencial para la expresión de la identidad nacionalista del club. The Boys of the Old Brigade, una canción sobre la guerra de independencia y el primer Ejército Republicano Irlandés; The Fields of Athenry, una balada sobre los tiempos de la gran hambruna que contiene una referencia explícita a la necesidad de rebelarse contra la corona británica y que se escucha en The Paradise antes de cada partido; o la Celtic Simphony, un himno compuesto en ocasión del centenario del Celtic por el cantante de The Wolfe Tones y que recoge una proclama explícita en favor del IRA Y de la retirada del ejército británico de Irlanda, las cantaban de forma recurrente los seguidores del Celtic tanto en Glasgow como en sus numerosos desplazamientos.

De hecho, esta identidad católica, nacionalista y republicana del Celtic acentuó las manifestaciones de intransigencia contra los seguidores del club. Durante sus visitas a otros estadios escoceses, con aficiones mayoritariamente protestantes, los simpatizantes del Celtic eran objeto de insultos sectarios que reforzaban su voluntad de identificarse con el catolicismo y el movimiento republicano. Sin embargo, la dirección del club no siempre ha visto con buenos ojos la excesiva asociación del Celtic con el republicanismo irlandés y en varias ocasiones ha intentado que sus aficionados no manifestasen de manera tan abierta sus convicciones políticas.

Sin ir más lejos, Jock Stein, el legendario entrenador del Celtic que condujo al club de Glasgow a ganar la Copa de Europa en 1967 y que era de confesión protestante, se dirigió a los seguidores de su equipo durante el descanso de un partido que, en 1972, lo enfrentaba al Stirling Albion, solicitándoles que guardaran para los pubs y las calles los cánticos de apoyo al IRA Y que se limitaran a corear eslóganes en favor del Celtic para motivar así mejor a los jugadores. Durante la segunda parte, los aficionados respetaron la petición de Stein, pero en el siguiente partido los cánticos republicanos volvieron a aparecer en Celtic Park, donde todavía resuenan.

En 1996, la directiva del club impulsó la campaña Bhoys against Bigotry, que pretendía erradicar del imaginario céltico las canciones republicanas, que estimaba sectarias. Aun así, una parte significativa de sus seguidores rechazó esta decisión considerándola un intento de reescribir la historia del club con el objeto de desligarlo de su identificación republicana.

En ese sentido, en noviembre de 2011, la UEFA Multó al Celtic por los cánticos de algunos de sus aficionados en favor del IRA Durante un partido de la Liga Europa, un hecho que fue contestado por la Green Brigade, el grupo de seguidores más jóvenes y ruidosos del club claramente identificados con el republicanismo irlandés, con la exhibición de una explícita pancarta que rezaba «Fuck UEFA», lo que supuso una nueva multa para el club.

A pesar de los intentos de modificar su esencia, el Celtic continúa siendo un club vinculado con la causa republicana irlandesa, una causa que no es otra que la de la libertad y la justicia. La misma que llevó, en un ya lejano 1888, al hermano marista Walfrid a crear un equipo sin igual. Un club que es todo un símbolo para Irlanda y para su causa republicana a pesar de tener su domicilio en el corazón de Escocia.

Star of the Sea Youth Club

EL CLUB DE BOBBY SANDS Y EL DRAMA NORIRLANDÉS

El 5 de mayo de 1981, después de sesenta y seis días en huelga de hambre reclamando el estatuto político para los prisioneros republicanos, la vida de Bobby Sands se apagó. La trágica muerte del joven dirigente del IRA, la primera de las diez que se contabilizaron entre los huelguistas de hambre de los bloques H, lo convirtió en un símbolo universal de la lucha por la libertad de Irlanda, en buena medida, porque en plena protesta contra el régimen carcelario impuesto por la primera ministra conservadora Margaret Thatcher, Sands fue elegido diputado al parlamento británico.

A lo largo de los 27 años de su corta pero intensa vida, Bobby Sands mostró distintas facetas, que iban desde su condición de militante clandestino del movimiento republicano irlandés hasta la de comandante de los presos del IRA Encerrados en la prisión de Long Kesh, pasando por su dimensión de padre, de poeta, de periodista y de narrador; estas tres últimas cualidades, cultivadas durante sus años de encarcelamiento. A estas hay que añadirles también otra un poco menos conocida: el pasado futbolístico del mártir de los bloques H.

En su adolescencia, a finales de la década de los sesenta, Bobby Sands jugó como lateral izquierdo en uno de los equipos más prometedores del norte de Irlanda. Ese conjunto no era otro que el Star of the Sea Youth Club, un equipo originario de la localidad de Rathcoole, al norte de Belfast, con unas evidentes reminiscencias católicas, ya que adoptaba uno de los títulos, el de Estrella de Mar, con el que tradicionalmente era conocida la virgen María, denominación que compartía el centro educativo en el que estudiaba el joven Sands, una escuela religiosa bautizada con el nombre de Stella Maris.

A pesar de su filiación católica, el Star of the Sea siempre se caracterizó por su apertura de miras y por aceptar en sus filas a jóvenes futbolistas de todas las creencias religiosas, rechazando así el sectarismo y la segregación que regían buena parte de las entidades civiles y deportivas norirlandesas.