Gandhi: Una alternativa a la violencia - Carlos González Vallés - E-Book

Gandhi: Una alternativa a la violencia E-Book

Carlos González Vallés

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Beschreibung

Escribí este libro en la India, en lengua gujaratí, que es una de las lenguas principales de la India, el año del centenario de Gandhi (1969). Él mismo era gujaratí, es decir, nativo del Estado del Gujarat, al noroeste de la India, donde yo viví muchos años, y en esa lengua escribió él su propia autobiografía, que, luego, su secretario, Mahadev Desai, tradujo al inglés, para posteriormente traducirse a todas las lenguas del mundo. Ahora, yo mismo he traducido mi libro sobre Gandhi del gujaratí al español, siguiendo fielmente el original y conservando las alusiones a hechos entonces recientes, aunque ya haya pasado algún tiempo desde que transcurrieron. Las enseñanzas de Gandhi sobre la no-violencia, selladas con su muerte, nos son cada vez más necesarias, por el resurgir de la violencia en nuestros días: terrorismos y guerras que nos tocan de cerca y de lejos. Más íntimamente, sus enseñanzas nos ayudan a controlar los brotes de violencia que todos llevamos dentro: enfados secretos, ira y mal genio. Todos necesitamos a Gandhi.CRÍTICASEste libro, en su original gujaratí, recibió el primer premio de la Academia de la Lengua Gujaratí, en 1969. EL AUTORCarlos González Vallés nació en Logroño en 1925, entró en el noviciado de los jesuitas en Loyola, a los 15 años, y fue de misionero a la India, a los 24 años. Allí se graduó en Matemáticas por la Universidad de Madrás (hoy Chennai). Estudió Teología, y se ordenó como sacerdote en Pune. Residió durante 40 años en la ciudad de Ahmedabad, capital de la región del Guyarat, de donde era Gandhi. Enseñó matemáticas en la Universidad, aprendió la lengua guyaratí, publicó más de cien libros en esa lengua, y obtuvo la Medalla de Oro Ranyitram, supremo galardón de la literatura guyaratí, en 1978. También recibió el premio Kumar (1966) por sus artículos en periódicos y revistas; el premio Kálelkar (1995), por su contribución a la cultura guyaratí, y el Radakrishna Jaydalal Award (1997), premio a la armonía universal entre religiones.

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La otra opción

En nuestros días se ha producido un hecho insólito.

Olvidado por la breve memoria de las gentes, recordado por una película llena de Oscars que a unos parecía ficción y a otros hizo llorar, afirmado por la realidad histórica de la mayor democracia del mundo, se ha producido en nuestros días un hecho claro, profundo y aleccionador que ha cambiado ya la historia y puede volver a cambiarla si se aprende su lección actual y decisiva. Ese hecho es la independencia, por medios puramente pacíficos, de un país extenso, inmemorial, lleno de razas y de climas, de tradición y de historia, de belleza y de pensamiento: la India vital y milenaria. Hecho inédito e insólito, pero real y definitivo. Hasta aquel momento todas las independencias (y España lo sabe bien desde México hasta Cuba) se producían a cañonazos. Desde entonces decenas de países en todo el mapa del mundo han conseguido la independencia en conversaciones y tratados. La divisoria fue la India. El artífice fue Gandhi.

Gandhi probó que la no-violencia es práctica, consigue resultados, libera países. Gran teorema. Benéfica lección. Gandhi propuso y demostró la eficacia de la no-violencia, el valor de la resistencia pacífica, la superioridad de la lucha moral. A los impacientes que arguyen (y argüían contra él) que la única manera de conseguir objetivos tangibles es la lucha violenta, el secuestro y la bomba, Gandhi les quitó el argumento de las manos con la prueba que ya es historia de una causa imposible (“hacer –como se mofó Churchill– que la corona inglesa pierda su más preciada joya”) conseguida sin disparar un tiro. Quizá por eso los impacientes de hoy no tienen tiempo para leer a Gandhi. Quizá por eso la sociedad moderna se está resignando con tristeza fatalista a la violencia. Quizá por eso hay que presentar en un libro breve, claro y directo el hecho base de realidad y de esperanza. En un mundo cada vez más violento un hombre ha propuesto con garantía de experiencia nacional la alternativa a la violencia. Merece la pena conocerla.

La lección número cuatro

Enmarco el libro en una anécdota personal y real. Me encontraba yo en casa de una familia en la ciudad de Ahmedabad, mi residencia hace muchos años. Ahmedabad es la ciudad principal del estado del Gujarat en la India, y el Gujarat es el estado en que Gandhi nació y desde el que lanzó su gran carrera nacional y universal. Su lengua materna era el gujaratí, y su carácter, típico y esencialmente gujaratí. El vivir en su tierra y el aprender su lengua es lo que me hizo a mí interesarme en su persona, me ayudó a poder consultar sus escritos originales y, con el paso del tiempo, me llevó a escribir este libro.

En Ahmedabad vivía yo de casa en casa como huésped ambulante con familias hindúes que me invitaban, me mantenían y me cuidaban con esa hospitalidad oriental que el occidente ni siquiera se imagina. Así me encontré yo el día de esta anécdota en la casa de aquella familia hindú, sentado cómodamente con las piernas cruzadas sobre el suelo, escribiendo algo, como siempre, mientras el dueño de la casa leía algo a mi lado y dos chicos pequeños, sentados en el suelo como yo y apoyados en la pared de enfrente, hacían sus deberes de colegio. Nadie molestaba a nadie, y cada uno seguía su trabajo sin preocuparse de las demás personas en el cuarto. El trabajar a puerta cerrada no se estila en la India, y la capacidad de concentrarse en medio de ruidos y trajín es patrimonio nacional. Los dos chicos pequeños que estaban haciendo sus deberes se consultaban el uno al otro de vez en cuando, trabajaban ensimismados en su tarea, y ni siquiera se percataban de que yo estaba sentado enfrente de ellos y los observaba con cariño. En esto uno de ellos le preguntó a su compañero: “¿Quién era Gandhi?”, y a mí se me pusieron las orejas de punta al oír la pregunta. Comprendí al momento la situación. Entre otras tareas que tenían que hacer aquel día, el profesor les había mandado escribir una breve redacción sobre Gandhi. Era parte de la lección. Había problemas de matemáticas, había preguntas de gramática… y había en su texto de historia una lección sobre Gandhi, y hoy tenían que preparar un breve trabajo sobre ese tema. Se habían consultado mutuamente al ir haciendo los deberes, habían cotejado sus respuestas a los problemas, sus métodos y sus soluciones y ahora, al llegar a la lección de historia, uno de ellos le pidió ayuda al otro con una pregunta directa. ¿Quién era Gandhi? Yo los observaba atentamente. El primer chico había cerrado un cuaderno y abierto otro. Se disponía a atacar la lección de historia. El segundo estaba todavía con otro cuaderno, oyó la pregunta de su compañero, y sin levantar siquiera la mirada ni distraerse en absoluto, contestó enseguida: “¿Gandhi? Lección número cuatro”. Y los dos siguieron trabajando.

Yo fui quien no pude seguir trabajando. Aquel breve diálogo había interrumpido mis ideas. ¿Gandhi? – Lección número cuatro. Eso era todo lo que esos niños sabían sobre Gandhi. Y eso allí mismo, en su patria, en su región, casi en su pueblo. Al preguntar y contestar habían usado la misma lengua que allí mismo había usado Gandhi: el gujarati. Sus padres habían sido contemporáneos de Gandhi, casi con seguridad lo habían visto en persona, lo habían oído hablar, habían leído sus noticias en el periódico diario, se habían estremecido con su muerte. Para ellos Gandhi era un personaje vivo y real que había pisado la tierra que ellos pisaban, había respirado el aire que ellos respiraban y hablado la lengua que ellos hablaban. Para sus hijos Gandhi ya no era nada de eso. Era sólo un personaje de la historia, una memoria del pasado, una lección del libro de texto. Era un tema que se estudia, se aprende de memoria, se condensa en una redacción. Una pregunta en el examen, un capítulo en un libro, una página en los deberes. Lección número cuatro. Quizá en el mismo libro había una lección sobre Alejandro Magno y otra sobre Napoleón. Y allá entremedio Gandhi. Uno de tantos. Para esos dos niños aplicados e inocentes, Gandhi, en su misma patria y en su mismo tiempo, había dejado de ser un personaje vivo y había pasado a ser una página en el libro de texto. Y ellos no se percataban de la pérdida.

Precisamente, la importancia de Gandhi para nosotros es que es actual. Vivió los problemas que vivimos nosotros: la violencia, la pobreza, la opresión. Luchó por los grandes ideales por los que luchamos nosotros: la libertad y la igualdad, la unión y la dignidad, el bienestar individual y el progreso social. Y, sobre todo, sigue siendo actual, importante, necesario por la gran lección de su vida que es la gran necesidad de nuestro tiempo: la fe, que él hizo realidad demostrada, que las grandes batallas, aun a nivel de historia universal, pueden ganarse sin ejércitos y sin guerra, que la fuerza fundamental y definitiva es la moral, que la libertad no se consigue con violencia, que lo que él llamó con neologismo atrevido “agarrarse a la verdad” (satyagraha) y llenó de sentido con su ejemplo, es el único método, heroico y paciente pero eficaz e infalible, de obtener resultados duraderos de paz y de justicia. Gandhi vive anónimamente en toda protesta pacífica, en todo movimiento sin violencia, en toda reivindicación justa. Si ahora convertimos esa presencia anónima en consciente, si volvemos a descubrir a Gandhi y estudiar su persona y aprender sus métodos, y los aplicamos a nuestros problemas, podemos beneficiarnos, primero nosotros mismos, y luego la sociedad y el país.

Merece la pena estudiar a Gandhi. Vamos con la lección número cuatro.

El abogado tímido

Memorias de un estudiante:

En la escuela memoricé con dificultad algunas tablas de multiplicar. Lo que sí aprendí bien con otros chicos fue a ponerle motes al maestro, y no me acuerdo de ninguna otra cosa. Yo mismo concluyo que mi inteligencia era mediocre, y mi memoria frágil, como una galleta.

Luego, en el colegio:

Aquí algunas asignaturas las explicaban en inglés (mientras las demás seguían en gujarati). Yo no entendía ni palabra. En geometría no logré pasar del teorema 12 de Euclides, el profesor tenía fama de explicar bien, pero yo no entendía nada. Me desesperaba con frecuencia.

Y ya en la universidad:

Aquí sí que no entendía absolutamente nada. En clase ni me enteraba de lo que pasaba, ni tenía interés ninguno en ello. La culpa no era de los profesores, sino mía. Yo estaba muy verde.

En el Shamaldas College de Bhavnagar, en el estado del Gujarat en la India, se conserva el registro con las notas del examen del primer semestre de primero de carrera el año en que se examinó ese estudiante. Yo he visto ese registro con mis propios ojos. Entre una serie de nombres hoy olvidados, escritos a mano con letra muy igual, está el nombre completo del estudiante cuyas memorias acabo de citar. Mohandas Karamchand Gandhi. Y tras ese nombre en cuatro columnas los resultados de los cuatros exámenes que había dado. En el primero, aprobado; en el segundo, suspendido; y en el tercero y cuarto… una A mayúscula: ausente. El resultado de su primer examen en la universidad confirmaba la opinión que aquel estudiante tenía de sí mismo.

En el segundo semestre de aquel mismo año, la familia de ese estudiante se encontró con la posibilidad de enviarlo a Inglaterra a que continuase allí sus estudios. Antes de tomar una decisión le consultaron sobre esta posibilidad. He aquí su respuesta:

Me parece magnífico que me mandéis a Inglaterra este mismo año. Porque… aquí, de todos modos, seguro que no apruebo.

¡Buena razón para ir a Inglaterra! Aquí seguro que no paso, de modo que enviadme lejos, al extranjero, y ya veremos cómo me las arreglo allí. Por lo menos el peligro próximo se conjura. El sistema del escape. Evitar la crisis marchándose lejos de ella. Exactamente lo contrario de lo que ese estudiante hará cuando sea mayor: no escaparse de la crisis, sino atacarla de frente y vencerla. Mucho habrá de cambiar para llegar a esa nueva actitud. Por ahora sigámosle en sus vicisitudes de estudiante.

No sólo era de mediocre inteligencia sino, también, por confesión propia, enclenque de cuerpo y tímido de carácter. Tan tímido que, a pesar de gustarle mucho el críquet como a todos los chicos indios, no jugaba nunca porque para jugar tenía que juntarse a otros y hacer equipo, y eso no se lo permitía su timidez. Extraña cualidad en quien un día se enfrentará con virreyes y dirigirá multitudes. Su timidez le acompañó muchos años. De vuelta de Inglaterra, y con el título de abogado, se inscribió en la audiencia de Bombay para ejercer su profesión y ganarse la vida… pero no duró mucho. He aquí la experiencia de su primer pleito contada con la sencillez y sinceridad que le caracterizan:

Fue la primera vez que entraba yo en la audiencia. Actuaba de abogado fiscal y tenía que interrogar al acusado. Llevaba las preguntas preparadas en un puro interrogatorio rutinario. Me puse de pie y me empezaron a temblar las piernas. La cabeza me daba vueltas, y a mí me parecía que era la sala la que daba vueltas. No pude hacer ni la primera pregunta. Quedé de pie, mudo y temblando como una hoja. El juez se debió reír, y los abogados se divertirían a costa mía. Pero yo ni veía ni oía nada. No sabía ni dónde estaba. Por fin me senté. Le dije a mi cliente que no podría representarlo, y le devolví los honorarios que me había dado. Después salí de allí como alma que lleva el diablo. No sé si mi cliente ganó o perdió. Yo estaba muy avergonzado. Tomé allí mismo la determinación de no volver a la audiencia hasta no cobrar confianza en mí mismo. Determinación por otra parte innecesaria ya que nadie iba a requerir mis servicios cuando el encargarme a mí un pleito era lo mismo que perderlo. Así empecé mi carrera.

Así empezó su carrera Gandhi. El estudiante mediocre y el abogado tímido. Esa es la historia de los valiosos años de su juventud tal y como la cuenta él mismo. Al repasar su vida con la serenidad y el humor que le dieron los años y el triunfo, resumió así su situación de entonces: “Me encontraba yo como una chica recién casada que acaba de ir a vivir a casa de sus suegros”. En la India sigue rigiendo el sistema de la llamada “familia conjunta”, es decir que toda joven que contrae matrimonio pasa a vivir a casa de sus suegros. La poca edad, la nueva experiencia del matrimonio y la delicada situación de tener que vivir con sus suegros y cuidarse de ellos hace de la recién casada una imagen proverbial de timidez, cortedad y aturdimiento, que es la que escoge Gandhi divertidamente para describirse a sí mismo. “Como una recién casada viviendo con sus suegros.” Si no lo hubiera dicho él, nadie lo hubiera creído. Y la sinceridad en descubrirnos su pasado nos hace pensar al considerar nuestro presente. Gandhi llevaba escondida en su alma en aquellos años tímidos, escondida incluso de sí mismo, la energía y la grandeza que le llevarían a ser padre de una nación. Y la energía estaba latente. Nadie, y menos que nadie él mismo, podía haber adivinado en aquellos años el gigante que se escondía en aquel niño enclenque, en aquel abogado asustadizo. Si la historia no lo hubiera despertado, si las circunstancias no hubieran desentumecido al genio, quizá Gandhi habría seguido perdiendo pleitos y rehuyendo multitudes. La historia de la India hubiera sido diferente y nadie se acordaría hoy del pequeño abogado de Porbandar.

Los psicólogos nos advierten de que tenemos mucha mayor capacidad de la que llegamos a desarrollar en toda nuestra vida. Todos podemos hacer mucho más de lo que hacemos. Una persona ordinaria no llega a usar más del diez por ciento de sus facultades, y quien usa el veinte por ciento es un genio. Desconocemos el arte de hacernos valer a nosotros mismos, de utilizarnos a fondo, de vivir a tope. Llevamos vidas mínimas, pequeñas, rutinarias. Usamos tan solo una ligera fracción de nuestro presupuesto vital. Nos atascamos en el teorema doce de Euclides o en el primer pleito. Y ya no salimos de allí. Los ejemplos de genios predestinados desde la cuna tampoco nos ayudan a despertar. Eran distintos de entrada, y a nosotros sólo nos toca admirarlos desde lejos. En cambio en Gandhi tenemos un personaje cercano, gemelo, casero. No tocaba el violín a los dos años ni sabía de memoria el listín de teléfonos a los cinco. Creció hasta bien tarde con mediocridad tranquilizante. Y en su desarrollo nos descubre el camino y el secreto del desarrollo personal, del crecimiento íntimo, del sacar partido a nuestra propia vida. No se trata de hacerse un mahatma como Gandhi, pero sí de movilizar todos los recursos personales, de emplearse a fondo, de vivir al máximo. Sencillamente, de despertar. Vamos a ver cómo despertó Gandhi.

Vivir con honra

Al describir el episodio que sigue, Gandhi dice que “ese fue el que cambió el derrotero de mi vida”. Después de su fracaso como abogado en Bombay, Gandhi volvió a Porbandar, su ciudad natal, en espera de que se presentase algún trabajo para seguir viviendo. Allí se encontró con que su hermano tenía un problema. El administrador inglés de la región estaba predispuesto en contra suya, y era urgente e importante para el hermano de Gandhi volver a ganarse su favor. Dio la casualidad de que durante su estancia en Inglaterra, Gandhi había conocido y aun trabado cierta amistad con aquel inglés que ahora era administrador de Porbandar. Su hermano le propuso que se aprovechase de aquella amistad para ir a verle y quitarle la mala impresión que tenía. A Gandhi no le agradó nada la propuesta, pero su hermano insistió y tuvo que ir. Esta fue su experiencia contada con sus mismas palabras:

No pude decirle no a mi hermano. Contra mi voluntad fui a ver al administrador inglés. Yo tenía plena conciencia de que no tenía ningún derecho a pedirle un favor al administrador, y de que al hacerlo así hería a mi propia dignidad. Pero fui. Le pedí hora y me la dio. Me presenté en su casa y le recordé nuestra amistad de Londres. Bien pronto caí en la cuenta de la diferencia entre Londres y Porbandar, entre el amigo inglés de permiso en su país y el administrador del imperio en su trono colonial. Él reconoció mi amistad, y al mismo tiempo se le endureció el rostro y el acento. Leí su pensamiento en sus ojos: “¿No habrás venido tú ahora a aprovecharte de esa amistad, eh?”. Eso es lo que su mirada me decía bien claramente. Y a pesar de verlo abordé el tema. El señor se impacientó. “Tu hermano es un intrigante. No quiero que me hables de ese asunto. No tengo tiempo. Si tu hermano quiere decir algo, que haga una petición oficial por escrito, como debe hacerse.” La respuesta era bien clara y definitiva, y yo debería haberme conformado con ella. Pero el que pide no reflexiona. Me cegué y continué insistiendo en la petición. El administrador se levantó y me dijo: “Ahora haga usted el favor de marcharse”. Yo me resistí: “Escúcheme usted hasta el final”. Él se molestó muchísimo, llamó a voces a su criado y le ordenó en hindi: “Llévate a éste inmediatamente”. El criado llegó corriendo, dijo “a sus órdenes”, y me agarró con las dos manos. Yo aún seguía hablando y forcejeando, pero él era más fuerte que yo, me llevó a empujones hasta la puerta y me echó a la calle. Yo quedé destrozado, avergonzado, humillado.

Tan furioso salió Gandhi de aquel encuentro que quiso llevar a los tribunales al administrador inglés por la manera como se había portado con él. Todos le dijeron que era locura intentarlo, pero él no se convencía. Llegó a pedir consejo a una importante figura política, Sir Firozsha Mehta, quien le envió el siguiente recado:

Decid a Gandhi que es un novato. Aún no conoce el poder del imperio británico ni la insolencia de sus administradores. Si quiere vivir en paz y ganar cuatro cuartos, que se calle y se olvide del asunto.

Ese consejo [continúa Gandhi] me supo a veneno amargo. Pero no tuve más remedio que tragarlo. No me olvidé del insulto, pero saqué una buena consecuencia de él. Me propuse a mí mismo que nunca jamás volvería a ponerme en semejantes circunstancias, y nunca volvería a recomendar a nadie. Fue un propósito firme que nunca he quebrantado. Aquella humillación cambió el derrotero de mi vida.

El amor propio, la dignidad propia, el respeto a sí mismo se habían despertado en Gandhi. Había aprendido por experiencia propia el resultado de rebajarse ante otros, había probado la vaciedad de la intriga, la adulación, la recomendación. Había recobrado el honor. Y en ese recobrar Gandhi su honor, se anunciaba ya el despertar de todo el país. Era el primer aldabonazo de la libertad. Aquel había sido el primer encuentro directo de Gandhi con el poderío inglés. Y ahí comenzó también la reflexión que le llevaría un día a derrocar a ese poder.

Escribe Gandhi:

Desde luego que yo hice mal en presentarme a rogar ante el administrado como lo hice. Pero también él hizo mal en portarse conmigo como se portó. Su indignación, su ira y su insolencia no guardaron proporción ninguna con mi delito. No tenía derecho a echarme de su casa a empujones. Eso no lo hace ninguna persona civilizada. Pero por lo visto lo podía hacer un inglés en la India. Estaban emborrachados con el poder.

Gandhi tuvo y conservó siempre un gran respeto por los ingleses. Aun al luchar contra ellos lo hizo siempre con delicadeza, con cortesía, con verdadero aprecio. Pero su aprecio no le impidió ver la injusticia, la soberbia, la insolencia del colonialismo que sufría el país. No puede vivir así persona que se respete. Había que acabar definitivamente con tal situación. Pero no por la fuerza, por la influencia, por la intriga. Eso ya lo había aprendido Gandhi por su propia experiencia. La respuesta a la pregunta aún se haría esperar. Pero la pregunta había surgido ya. En la mente de Gandhi se había formulado ya el problema definitivo. Cómo vivir con honor en el plano personal y en el nacional. Esa es la empresa que llenará la vida de Gandhi.

Entretanto surgió una oportunidad excepcional. Un amigo de la familia que tenía negocios en África del Sur necesitaba un abogado allí, y se pensó en enviar el joven Gandhi. No dejó constancia de cuáles fueran sus sentimientos al ir de abogado al África del Sur, pero yo me imagino que serían semejantes a los que tuvo al ir de estudiante a Inglaterra: después de fracasar en casa, ir lejos con la esperanza de triunfar en el extranjero. De hecho, Gandhi llegó a ser un buen abogado en el África del Sur y a tener un bufete muy acreditado. Pero consiguió mucho más. Y esa es la historia que aquí nos concierne.

En el África del Sur se vivía en toda su intensidad y tragedia el problema del color, la segregación racial, el apartheid. Por un lado los blancos, y por otro los mestizos, los asiáticos, los negros. En los autobuses y en los teatros, en los hoteles y en el tren. La separación artificial, absurda, injusta. Y lo más absurdo era que esa situación se toleraba, se admitía, se daba por supuesta. Se había llegado a considerar como normal. La población de color se sometía sin protestas a las mil humillaciones diarias, y lo que aún resulta casi más increíble, los blancos sometían a los demás a indignidades constantes sin el menor remordimiento de conciencia. Una situación insostenible, y sin embargo diaria. Allí entró de lleno Gandhi, y su sensibilidad, ya afilada por sus experiencias anteriores en la India, iba pronto a verse puesta a prueba. La ocasión fue un sencillo viaje de tren.

Gandhi, ya abogado reconocido, cogió el tren en Durban para ir a Pretoria. Llevaba billete de primera y se sentó en un departamento en que viajaba él solo. A las nueve de la noche llegó el tren a la estación de Pietermaritzburg, y allí un blanco entró en el mismo departamento. Al ver a Gandhi llamó al revisor y le pidió que lo echara. El revisor le dijo a Gandhi que se fuera a tercera clase. Gandhi mostró su billete de primera y rehusó moverse. El revisor llamó a un policía armado y echaron a Gandhi por la fuerza. Gandhi se negó a subir a otro vagón. El tren se marchó. Gandhi, con su equipaje, quedó tendido en el andén. Y allí pasó toda la noche. Estos fueron sus pensamientos en aquella noche fría y solitaria, según los recordara él años después: