Gargantua y Pentagruel - François Rabelais - E-Book

Gargantua y Pentagruel E-Book

François Rabelais

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Beschreibung

Gargantúa y Pantagruel es una obra monumental del Renacimiento francés escrita por François Rabelais, que relata las desmesuradas aventuras de dos gigantes: Gargantúa, el padre, y su hijo Pantagruel. Entre banquetes interminables, viajes fantásticos y batallas absurdas, la narración se convierte en un verdadero carnaval literario donde la risa y lo grotesco conviven con la sabiduría humanista. Rabelais utiliza la exageración y el humor desbordante para criticar la sociedad de su tiempo: la educación rígida, la corrupción del poder, la guerra sin sentido y el fanatismo religioso. Sus páginas están pobladas de personajes grotescos, situaciones cómicas y reflexiones filosóficas que, detrás de la sátira, revelan un profundo amor por la libertad de pensamiento y el conocimiento. Lejos de ser solo un relato de gigantes, esta obra es un espejo deformante que invita al lector a cuestionar lo establecido, a reírse de lo solemne y a descubrir la grandeza de lo popular y lo festivo. Con su mezcla de comicidad, crudeza y erudición, Gargantúa y Pantagruel sigue siendo una de las cumbres de la literatura universal, celebrada tanto por su vitalidad como por su atrevimiento.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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François Rabelais

Gargantúa y Pantagruel

GARGANTÚA Y PANTAGRUEL

Gargantúa

DE LA INESTIMABLE VIDA

DEL GRAN

GARGANTÚA

PADRE DE PANTAGRUEL,

compuesto en otro tiempo

por M. Alcofribas, extractor

de quintaesencia[20],

libro colmado de

pantagruelismo.

A LOS LECTORES

Amigos lectores que este libro leéis,

renunciad a toda afección,

y al leerlo, no os escandalicéis:

no contiene mal ni infección,

aunque tampoco gran perfección.

Si no aprendéis, reiréis al menos;

mi corazón no puede otra materia elegir

al ver el pesar que os consume y mina;

mejor es de risa que de llanto escribir,

pues lo propio del hombre es reír.

PRÓLOGO DEL AUTOR

Muy ilustres bebedores, y vosotros, galicosos muy preciados —pues a vosotros y no a otros están dedicados mis escritos—: Alcibíades, en el diálogo de Platón titulado El banquete, alabando a su preceptor Sócrates, indiscutible príncipe de los filósofos, dijo, entre otras cosas, que era semejante a las silenas.

Las silenas eran en tiempos pasados unas cajitas como las que ahora vemos en las boticas de los farmacéuticos, pintadas por fuera con figuras jocosas y frívolas, tales como arpías, sátiros, ánsares embridados, liebres con cuernos, ocas enalbardadas, machos cabríos voladores, ciervos adornados de flores, y otras pinturas por el estilo, expresamente desfiguradas para mover a risa a la gente, a semejanza de Sileno, maestro del buen Baco. Dentro de ellas se guardaban las drogas finas, como el bálsamo, el ámbar gris, el amomo, el almizcle, la algalia, las piedras preciosas y otras cosas de valor.

Así decía Alcibíades que era Sócrates, pues viéndole por fuera y juzgándole por su aspecto, no habríais dado por él una piel de cebolla, a causa de la fealdad de su cuerpo y de su ridícula presencia, su nariz puntiaguda, su mirada bovina, su rostro de orate, sus costumbres sencillas, vestiduras rústicas, pobreza en bienes materiales, desgracias amorosas, su ineptitud para todos los oficios de la República, siempre riéndose, bebiendo sin tasa ni medida, haciendo burla de todo, y disimulando siempre su divino saber.

Mas, al abrir esa caja, habríais encontrado dentro una droga celestial e inestimable: entendimiento sobrehumano, virtud maravillosa, coraje invencible, sobriedad sin par, alegría verdadera, confianza absoluta, increíble despego hacia todo aquello por lo que los seres humanos tanto se desvelan, corren, trabajan, navegan y luchan.

¿A qué propósito obedece, en vuestra opinión, este preludio y ensayo? Porque vosotros, mis amados discípulos, y algunos otros locos ociosos, al leer los festivos títulos de ciertos libros de nuestra invención, como Gargantúa, Pantagruel, Fessepinte[21], La dignidad de las braguetas, Las habichuelas con tocino «cum commento», etc., juzgáis demasiado a la ligera pensando que en ellos sólo hay mofas, embustes chistosos y tonterías, en vista de que la muestra exterior —es decir, el título— te toma comúnmente a burla e irrisión sin intentar averiguar más. Mas no conviene juzgar con tal ligereza las obras de los humanos. Porque vosotros mismos decís que el hábito no hace el monje, y hay quien, vistiendo el hábito monacal, lo es todo menos fraile, y quien, envuelto en la capa española, no demuestra en modo alguno el valor propio de los hijos de España.

Por eso hay que abrir el libro y pesar cuidadosamente lo que del mismo se deduce. Entonces sabréis que la droga que guarda en su interior tiene un valor muy distinto del que prometía la caja; es decir, que las materias de que aquí se trata no son tan jocosas como sugería el título.

Y en el supuesto de que, en su sentido literal, hallarais materias festivas a tono con el título, no debéis, sin embargo, deteneros en ello, como quien está oyendo el canto de las sirenas, sino que hay que interpretar en el más alto sentido lo que está dicho de modo aparentemente casual y regocijante.

¿Descorchasteis alguna vez una botella? ¡Demontre! Pensad en vuestra capacidad de abstinencia. ¿Reparasteis alguna vez en un perro que encuentra un hueso con tuétano? Como dice Platón (Libro II De la República), el perro es el animal más filósofo del mundo. Si lo habéis visto, habréis podido observar con qué devoción lo mira, con qué cuidado lo considera, con qué fervor lo coge, con qué prudencia empieza a succionarlo, con qué afecto lo parte, con qué diligencia lo lame. ¿Quién le ha inducido a hacer eso? ¿Qué espera conseguir? ¿Qué bien pretende? Nada más que un poco de tuétano. Verdad es que ese poco es más delicioso que cualquier otro alimento, ya que es una sustancia nutritiva que Natura elabora con perfección, como dice Galeno en los capítulos III de su De Facultatibus naturalibus y XX de su De usu partium.

Según este ejemplo, os conviene ser mesurados para gustar, sentir y estimar estos bellos libros, graciosos por fuera, ligeros en la persecución y osados en el encuentro[22]; luego, leyendo con curiosidad y meditando frecuentemente, quebrad el hueso y chupad la sustanciosa medula —es decir, lo que yo entiendo por esos símbolos pitagóricos—, con la esperanza cierta de llegar a ser esforzados y prudentes bajo el influjo de la lectura, porque en ésta hallaréis otro sabor y una doctrina más honda, que os revelará sublimes sacramentos y misterios horrendos, tanto en lo que atañe a nuestra religión como en lo referente al estado político y a la vida económica.

¿Creéis de verdad que Homero, al escribir la Ilíada y la Odisea, pensaba en las alegorías que han calafateado de el Plutarco, Heráclides del Ponto, Eustato, Fornuto, de las cuales les despojó Policiano?[23]. Si lo creéis, no compartís en modo alguno mi opinión, que es la de que pudieron ser soñadas por Homero, del mismo modo que lo fueron los sacramentos del Evangelio por Ovidio en sus Metamorfosis, como se ha empeñado en demostrar un tal hermano Lubin, verdadero zampatortas, si por azar encuentra gentes tan locas como él y, como dice el proverbio, tapadera digna de tal olla.

Si no lo creéis, ¿por qué razón no he de componer yo estas alegres y nuevas crónicas, aunque al dictarlas no pensara más que en vosotros, que por ventura, bebéis tanto como yo? Pues en la composición de este señorial libro no perdí ni empleé más o menos tiempo que él, establecido para tomar mi refacción corporal, es decir, para comer y beber. Además es ésta la mejor hora para escribir sobre tan elevadas materias y profundas ciencias, como hicieron Homero, parangón de todos los filólogos, y Ennio, padre de los poetas latinos, según atestigua Horacio, aunque algún malandrín haya dicho que sus poemas huelen más a vino que a aceite. Otro tanto dice de mis libros un chocarrero, ¡peor para él!

¡Cuanto más apetitoso, ¡oh, cuánto!, risueño, incitante, celestial y delicioso es el olor del vino que el del aceite! Me sentiré muy ufano de que se diga que he gastado en aquél más que en éste, como le ocurría a Demóstenes cuando se le reprochaba lo contrario. Para mí es honor y gloria el tener fama de buen bebedor y excelente camarada, ya que con tal título soy bien recibido en todas las reuniones de pantagruelistas. Un melancólico reprochó a Demóstenes que sus Oraciones dieran como el mandil de un sudo fabricante de aceite.

Por lo tanto, interpretad con benevolencia todos mis dichos y hechos, reverenciad el cerebro caseiforme[24] que os alimenta con estas hermosas fruslerías y, siempre que sea posible, consideradme como un hombre alegre.

Así es que regocijaos, amigos todos, y leed alegremente lo que ahora sigue, dando recreo al cuerpo en provecho de los riñones. Mas escuchad, grandísimos asnos[25] —¡así tengáis moquillo!—, no olvidéis beber a mi salud por igual, yo os imitaré sin tardanza[26].

CAPÍTULO PRIMERO

DE LA GENEALOGÍA Y ANTIGÜEDAD DE GARGANTÚA

s remito a la Gran Crónica Pantagruelina para conocer la genealogía y la antigüedad de Gargantúa. Por ella conoceréis extensamente cómo los gigantes aparecieron en este mundo, y cómo de ellos, por línea directa, surgió Gargantúa, padre de Pantagruel. No os enojéis si me abstengo, por ahora, de tratar de ello, aunque la cosa tenga tal envergadura que, cuanto más se evoque, tanto más agradará a vuestras señorías. Así opinan Platón en Filebo y Gorgias, y Flaco, el cual dice que algunos asuntos —como éste, sin duda— son tanto más deleitables cuanto más se repiten.

¡Pluguiera a Dios que todos supieran tan ciertamente su genealogía desde el arca de Noé hasta la edad presente! Creo que son muchos los emperadores, reyes, duques y papas que descienden de portadores de reliquias y de traperos y que, por el contrario, no son pocos los mendigos, dolientes y míseros que descienden de la sangre y linaje de grandes reyes y emperadores, en vista de la admirable transición de reinos e imperios:

De los asirios a los medos,

de los medos a los persas,

de los persas a los macedonios,

de los macedonios a los romanos,

de los romanos a los griegos,

de los griegos a los franceses.

Y, hablando de mí, os diré que creo descender de algún rico monarca o príncipe de tiempos remotos, pues jamás visteis hombre que anhelara más ser rey y rico a fin de poder comer en buena mesa, divertirme sin tener que trabajar, vivir sin inquietudes, enriquecer a sus amigos y a la gente de bien y de saber. Mas, sobre este punto, me consuelo diciéndome que en el otro mundo seré a buen seguro más noble y poderoso de lo que ahora me atrevería a desear. Vosotros, si tenéis ocupada la mente en tal o mejor pensamiento, consolaos de vuestros pesares y apurad de nuevo la copa, si es que podéis.

Volviendo a lo nuestro, os diré que, por don soberano de los cielos, nos han sido conservadas la antigüedad y genealogía de Gargantúa de un modo más completo que ninguna otra, excepto la del Mesías, de la que no hablo porque no está en mí el hacerlo, y porque los demonios —que son los calumniadores y gazmoños— tampoco me lo permiten.

Fue hallada por Juan Audeau en un prado que poseía cerca del arco de Gualeau, pasado Olive, en dirección a Narsay. Estando a la sazón saneando las zanjas, los cavadores dieron con las azadas en un gran sepulcro de bronce inmensamente largo, pues nunca encontraron el extremo, ya que éste penetraba considerablemente en las esclusas del Vienne.

Al abrirlo por cierto sitio sellado y tapado con un cubilete, alrededor del cual aparecía escrita con caracteres etruscos la leyenda Hic bibitur, hallaron nueve frascos alineados a modo de los bolos de Gascuña[27]; uno de ellos, el que estaba en el centro, tenía encima un grueso, graso, grande, gris, lindo, pequeño y enmohecido librito, que olía más, pero no mejor, que las rosas.

En éste fue hallada dicha genealogía, escrita con letras cancillerescas, pero no sobre papel, pergamino o cera, sino sobre corteza de plomo, tan gastada por el tiempo que apenas si podían descifrarse tres líneas.

Yo, aunque indigno, fui llamado y, con la ayuda de las antiparras, practicando el arte que enseña Aristóteles, según el cual pueden leerse las letras poco claras, lo traduje, como podréis observar, pantagruelizando, es decir, bebiendo a mi salud en tanto leía las desmesuradas hazañas de Pantagruel.

Al final del libro había un pequeño tratado titulado Fruslerías con antídoto. Las ratas, las cucarachas y, para no mentir, otros animales malignos, hablan roído el comienzo; por respeto a su antigüedad, expongo el resto en el capítulo siguiente.

CAPÍTULO II[28]

LAS FRUSLERÍAS CON ANTÍDOTO HALLADAS EN UN MONUMENTO ANTIGUO[29]

… ¿O…? ido el gran domador de los cimbros,

… santo por el aire, por miedo del rocío,

… su venida ha llenado los cascos

… de mantequilla fresca, cayendo por una sacudida

… cuando la abuela se vio regada,

gritó muy fuerte: «¡Señores, por favor, pescadlo!,

porque su barba está casi toda embadurnada

o, por lo menos, sostenedle una escala».

Algunos decían que lamer su pantuflo

era mejor que ganar indulgencias;

pero presentóse un afectado bribón,

que dijo: «¡Señores, por Dios, guardémonos!

La anguila está en ese tornillo escondido;

allí veréis, si de cerca miramos,

un gran malvado bajo su maceta».

Cuando a punto estuvo de leer el capítulo,

no se encontró en éste más que los cuernos de un becerro.

«Siento —decía— en el fondo de mi mitra

tanto frío que, en torno, me constipa el cerebro».

Le calentaron con perfume de nabo,

y contentóse con quedarse junto al hogar,

con tal que hicieran un limonero nuevo

a tantas gentes que son de agria condición.

Hablaron del hoyo de San Patricio,

de Gibraltar y mil otros hoyos:

de si se les podría cicatrizar

de modo que no tuvieran más tos;

en vista de que a todos parecía impertinente

verles así a cada momento bostezar,

dijo: «Si, por azar, estuvieran en la cárcel,

podrían ser entregados como rehenes».

En este juicio, el cuervo fue pelado

por Hércules, que venía de Libia.

«¡Qué! —exclamó Minos—. ¿A mí no me llaman?

A todos convidan menos a mí.

¡Y luego quieren que no tenga envidia

cuando les proveo de ostras y de ranas!

¡Diérame al diablo en el caso de que en mi vida

tomara a merced su venta de ranas!»

Para dominarlos, salió Q. B., que cojea,

con el salvoconducto de unas gentiles cancioncillas.

El tamizador, primo del gran Cíclope,

los asesina. Todos suenan su nariz.

En este barbecho pocos tunantes han nacido

que no hayan sido manteados sobre el molino de casca.

Corred para allá todos y dad la alarma:

Tendréis más de los que antaño tuvisteis.

Muy poco después, el ave de Júpiter

decidió apostar por lo peor;

pero, viéndoles tan exasperados,

temió que dejaran raso y sin zumo al imperio,

y prefirió el fuego del cielo empíreo

a hechizar al tronco en donde se venden las arengas,

que el aire sereno, contra el que se conspira,

depuraría los dichos de los masoretas.

Concluido todo marchó con mano armada,

a despecho de Até, la de las piernas de garza,

que allí sentóse; al ver que a Pentesilea

la tenían, en su vejez, por verdulera,

gritaron todos: «¡Ruin carbonera!

¿Tienes derecho a hallarte en el camino?

¡Tú arrebataste la bandera romana

que habían hecho con trozos de pergamino!».

No fue Juno quien, debajo del arco celeste,

valiéndose de su búho, tenía afición a cazar con reclamo.

Le habrían jugado tan mala pasada,

que la habrían engullido toda entera.

Lo sucedido fue tal, que de ese bocado

tendría dos huevos Proserpina,

y, aunque nunca estuvo encerrada allí,

la llevaron atada al monte de los oxiacantos.

Siete meses después —réstense veintidós—,

el que en otro tiempo destruyó Cartago

se puso cortésmente entre ellos,

y les pidió que le entregaran su herencia,

o bien que hicieran el justo reparto de la misma

con arreglo a la ley que la tira a cordel,

repartiendo un poco de potaje

entre aquellos de sus bellacos que hicieron el bribón.

Mas llegará el año, marcado con un arco turco,

cinco husos y tres fondos de marmita,

en que la espalda de un rey muy poco cortés

se ocultará bajo un hábito de ermitaño.

¡Oh, piedad! Por un mojigato,

¿os dejaréis engañar tan torpemente?

¡Basta! ¡Basta! Que nadie imite esta máscara.

Apartaos del hermano de las serpientes.

Pasado ese año, el que está allí reinará

pacíficamente con sus buenos amigos.

No dominará entonces ni con arrebatos ni ultrajes;

toda buena voluntad será tenida en cuenta,

y el solaz que antes fue prometido

a las gentes, del cielo vendrá para su regalo;

entonces las yeguadas, que estaban sorprendidas,

triunfarán en regio palafrén.

Y este tiempo de engaño durará

mientras Marte esté encadenado.

Después vendrá uno que a todos sobrepuja,

delicioso, grato, sin medida hermoso.

Alzad vuestros corazones, asistid a ese banquete,

mis vasallos todos, porque alguno de los muertos

no volvería por todo el bien del mundo,

tanto se calmará entonces por el tiempo pasado.

Finalmente, aquel que fuese de cera

será alojado en el gozne de la veleta.

Ya no será llamado: «¡Ciro, Ciro!»

el lujurioso que empuña el perol.

¡Quién pudiera coger su espada pequeña!

Todo estaría en paz, los motines acabados,

y uno podría, con hilo de embalaje,

hilvanar todo el arsenal de abusos.

CAPÍTULO III

DE CÓMO GARGANTÚA FUE LLEVADO ONCE MESES EN EL VIENTRE DE SU MADRE

Grandgousier era muy bromista en su tiempo, tan aficionado a la bebida como haya podido serlo el que más en el mundo, y gran comedor de viandas saladas.

Con este fin, tenía de ordinario buena provisión de jamones de Bayona y de Maguncia, muchas lenguas de buey ahumadas, abundancia de morcillas cuando era la temporada de días, cecina aderezada con mostaza, huevas de pescado saladas y conservadas en vinagre, y salchichas, no de Bolonia, ya que le tenía miedo al tocino de Lombardía, sino de Bigorre, de Langaulnay, de Breña y de Rovergue.

A su edad viril casó con Gargamuelle, hija del rey de los Parpaillots[30], bella moza y de buen garguero. Y a veces hacían los dos juntos la bestia de dos espaldas, frotándose las grasas, tanto que ella quedó preñada de un hermoso varón, al que llevó en sus entrañas durante once meses.

Pues tanto tiempo, si no más, puede durar el embarazo de las mujeres, sobre todo si es una obra maestra o un personaje que deba, a su tiempo, hacer grandes proezas; así, Homero nos dice que el hijo que Neptuno engendró en la ninfa nació al cabo de un año cumplido, es decir, en el duodécimo mes. Porque, como dice Aulo Gelio, Libro III, tan largo tiempo convenía a la majestad de Neptuno, a fin de que el niño estuviera perfectamente formado. Por semejantes razones Júpiter hizo que la noche en que gozó de Alcmena durara cuarenta y ocho horas, ya que en menos tiempo no habría podido engendrar a Hércules, que limpió el mundo de monstruos y tiranos.

Pantagruelistas antiguos y prestigiosos han confirmado lo que digo, declarando no solamente posible, sino también legítimo, el hijo nacido de mujer en el onceno mes después de la muerte del marido:

Hipócrates, lib. De alimento;

Plinio, Lib. VII, cap. V;

Plauto, en Cistellaria;

Marco Varrón, en la sátira titulada El testamento, donde se alega la autoridad de Aristóteles a este propósito;

Censorino, lib. De die natali;

Aristóteles, lib. VII, caps. III y IV, De Natura animalium;

Gelio, Lib. Ill, cap. XVI;

Servio, en Las églogas, cuando cita este verso de Virgilio: Matri longa decem, etc.

Y mil otros locos, el número de los cuales ha sido aumentado por los legistas, ff. De suis et legit, l. Intestato fin, y In Authent. de restitut, et ea quoe parit in XI mense. Además, han embrollado también su estrafalaria ley, Galo, ff. De lib. et posthum. et L. séptimo ff. de Stat, homin., y algunas más que, por el presente, no oso mencionar. Mediante tales leyes, las viudas podían libremente correr todo riesgo hasta dos meses después del fallecimiento de sus esposos.

En cuanto a vosotros, mis buenos pícaros, os ruego que, si encontráis alguna hembra por la que valga la pena desabrocharse la bragueta, montéis sobre ella y me la traigáis. Porque, si quedan embarazadas en el tercer mes, su fruto será heredero del difunto; y, conocido el embarazo, sigan valientemente adelante, dejando que bogue la galera, puesto que la panza está llena. Que hagan como aquella Julia, hija del emperador Augusto, que sólo se entregaba a sus soldados cuando se sentía preñada, a la manera de la nave, que no recibe a su piloto sin haber sido antes calafateada y cargada.

Y si les reprochan el hacerse echar remiendos en su preñez, en vista de que los animales, cuando se hallan en tal estado, huyen del macho, responderán que las bestias son bestias y ellas mujeres que entienden bien los bellos placenteros derechos menores de superfetación, como respondiera antaño Publia según referencia de Macrobio, lib. II de Las saturnales.

Si el diablo no permite que queden encinta, habrá que hundir el bitoque en el tonel cuando no se quiera beber más vino.

CAPÍTULO IV

DE CÓMO GARGAMELLE, ESTANDO ENCINTA DE GARGANTÚA, COMIÓ GRAN CANTIDAD DE CALLOS

La ocasión y la manera en que Gargamelle dio a luz fue como sigue; y si no lo creéis, ¡que el «fundamento» se os escape![31].

El fundamento se le escapaba a ella una tarde, el tercer día de febrero, por haber comido demasiados callos, es decir, tripas grasientas de bueyes cebados en el pesebre y en esos prados que se siegan dos veces al año. Habían hecho matar trescientos sesenta y siete mil catorce de estos bueyes para ser salados el martes de carnestolendas y poder disponer así, llegada la primavera, de abundante carne aderezada para ser servida al comienzo de la comida, a fin de excitar el apetito y la sed de vino.

Las tripas fueron copiosas, como comprenderéis, y estaban tan apetitosas que todos se chupaban los dedos. Pero la gran diablura de los cuatro personajes era que no había posibilidad de conservarlas por más tiempo, porque se habrían podrido, cosa que parecía indecente. Por ello se convino en que las devorarían hasta no dejar nada.

A tal efecto, convidaron a todos los ciudadanos de Cináis, Seuilly, Roche-Clermaud y Vaugaudry, sin olvidarse de los de Coudray, Montpensier, Gué de Vède y otros vecinos, todos grandes bebedores, buenos compañeros y diestros jugadores de bolos. El bueno de Grandgousier se divertía de lo lindo y mandaba que a todos se repartieran escudillas. A su mujer, sin embargo, le recomendaba que comiera lo menos posible, ya que se acercaba el momento del parto y aquellas tripas no eran vianda muy saludable.

—Esta mujer —decía— tiene muchas ganas de comer mierda, puesto que se come su saco.

A pesar de estas advertencias, ella se comió dieciséis moyos, dos toneles y seis pucheros. ¡Qué hermosa materia fecal debió de albergar su panza!

Después de comer se fueron todos al saucedal donde, sobre la espesa hierba, bailaron al son de los alegres flautines y las dulces cornamusas, divirtiéndose tanto, que era un celestial recreo verlos retozar de aquel modo.

CAPÍTULO V

LOS COLOQUIOS DE LOS BORRACHOS

Después determinaron merendar allí mismo. Las botellas iban de mano en mano, el jamón andaba al trote y los vasos entrechocaban.

—Trae.

—Dame.

—Otro para mí.

—Mezclado con agua.

—A mí sin agua, amigo.

—¿Así, compañero?

—Llénamelo hasta arriba.

—Vierte clarete hasta el borde.

—Estás un poco febril, amiga mía.

—A fe mía, comadre, que no puedo beber.

—¿Estáis resfriada, amiga mía?

—Sí.

—¡Voto al diablo! Hablemos de beber.

—Yo sólo bebo a mis horas, como la mula del papa.

—Yo no bebo, sino en mi breviario, como un buen padre guardián[32].

—¿Qué fue primero, la sed o el beber?

—La sed, puesto que ¿quién habría bebido sin sed durante el tiempo de la inocencia?

—El beber, porque privatio proesuponit habitum[33]. Soy clérigo. Fecundi calices quem non fecere disertum?[34].

—Nosotros, inocentes, harto bebemos sin tener sed.

—Yo, pecadores, no bebo sin sed, ya que si no la tengo al presente la tendré en el futuro; de este modo la prevengo, como os será fácil comprender. Bebo por la sed venidera. Yo bebo eternamente. Para mí, la eternidad es beber y el beber, eternidad.

—Cantemos, bebamos. Entonemos un motete.

—¿Qué motete?

—Yo sólo bebo por procuración.

—¿Os mojáis para secaros u os secáis para mojaros?

—No entiendo la teoría. La práctica me ayuda un poco.

—¡Daos prisa!

—Mojo, humedezco y bebo, todo por miedo de morir.

—Bebed siempre y no moriréis jamás.

—Si no bebo me quedo seco. Muerto estoy. Mi alma buscará refugio en cualquier sitio húmedo. El espíritu jamás reposa en lugares secos[35].

—¡Escanciadores, oh creadores de formas nuevas, convertidme de abstemio en bebedor!

—Riego perenne para esos inquietos y secos intestinos.

—Quien nada siente al beber, bebe en balde.

—Esto entra en las venas y no sale con la orina.

—Lavaría con gusto las tripas del becerro al que se las he sacado esta mañana.

—Me he llenado el estómago.

—Si el papel de mis pagarés bebiera como yo, mis acreedores olerían bien a vino cuando vinieran a percibir su importe.

—¡Quitad esa mano de la nariz![36].

—¡Cuántos sorbos entrarán antes de que éste salga!

—¡Bebiendo a sorbitos se hace uno daño en el pecho!

—Esto se llama atrapafrascos.

—¿Qué diferencia hay entre una botella y un frasco?

—Muy grande, porque la botella se tapa con un corcho, y el frasco a tomillo.

—¡Qué gracioso!

—Nuestros padres bebieron a placer y vaciaron los bacines.

—¡Bien dicho! ¡Bebamos!

—Éste va a lavarse las tripas. ¿Queréis echar algo al río?

—Una esponja bebe más que yo.

—Yo bebo como un templario.

—Y yo tanquam sponsus[37].

—Y yo sicut terra sine aqua[38].

—¿Un sinónimo de jamón?

—Una rodadera de toneles. Por medio de ella baja el vino a la bodega y por medio del jamón, al estómago.

—¡A beber! ¡A beber! La carga no está completa. Respice personam, pone pro duos: bus non est in isu[39].

—Si yo subiera tan bien como bajo, haría mucho tiempo que estaría ya en el aire.

—Así se hizo rico Jacobo Corazón.

—Así aprovechan los bosques sin cultivo.

—Así conquistó Baco la India.

—Así la filosofía a Melinda.

—La llovizna abate los vendavales, y las lluvias abundantes alejan el rayo.

—Si mi amante meara orines semejantes, ¿os gustaría beberlos?

—Yo me reservo para después.

—Paje, escancia. Inscribe mis derechos en los registros públicos en espera de mi tumo.

—Anda, Guillote, que todavía queda un pote.

—Apelo a la sed de la condena por considerarlo un abuso. Paje, eleva el recurso en su debida forma.

—¡Estas sobras!

—Antes tenía la costumbre de beberlo todo; ahora no dejo nada.

—No nos apresuremos y amontonemos mucho de todo.

—He aquí tripas dignas de ser apostadas al empezar el juego, tripas de aquel buey berrendo de la raza negra. Desollémoslo del todo.

—Bebed, o yo os…

—¡No, no!

—Bebed, os lo ruego.

—Los gorriones sólo comen cuando les dan golpecitos en la cola y yo sólo bebo cuando me viene en gana.

—¡A beber, compañero! No hay en mi cuerpo rinconcillo en que este vino no despierte la sed.

—Éste me la despierta mucho.

—Éste me la apagará del todo.

—Pregonémoslo al son de botellas y frascos para que quien haya perdido la sed no vaya a buscarla lejos de aquí.

—Buenas lavativas de bebida nos acercarán lo que está lejos.

—Dios hizo los planetas y nosotros dejamos los platos limpios[40].

—Me vienen a los labios las palabras de Dios. ¡Tengo sed![41].

—La piedra llamada asbesto no es más inagotable que la sed de mi paternidad.

—El comer y el rascar, todo es empezar, decía Jerónimo de Hangest, obispo de Mans, pero la sed se quita bebiendo.

—¿Remedio contra la sed?

—El contrario del que sirve contra la mordedura de perro. Si corréis tras él, nunca os morderá; si bebéis sin tener sed, jamás os sentiréis sedientos.

—Os tomo la palabra. ¡Arriba! Bodeguero eterno, guárdanos del sueño. Argos tenía cien ojos para ver. El escanciador ha de tener cien manos, como Briareo, para verter sin descanso.

—¡Mojemos! Es bonito secar.

—Del blanco. Échalo todo. ¡Mil diablos! ¡Lleno hasta los bordes! Tengo la lengua seca.

—¡Trinca, amigo!

—¡A tu salud, compañero! Con mucho gusto.

—¡Vaya! Esto es atracarse,

—Oh, lachryma Christi![42]. Es vino de La Divinière[43]; vino tinto.

—¡Qué rico está el vino blanco!

—A fe mía que esto es vino de tafetanes.

—¡Eh, eh! Que es de jarra de una sola asa, bien abrigado y de buena lana[44].

—¡Animo, compañero!

—Nada robaremos, porque yo tengo buena baza.

—Ex hoc in hoc. No hay encantamiento. Todos lo habéis visto. He podido con él.

—¡Oh, los bebedores! ¡Oh, los sedientos!

—Paje, amigo mío, llena el vaso y ponle un capelo cardenalicio.

—Natura abhorret vacuum[45]. Se diría que ha bebido de él una mosca.

—¡A lo bretón![46].

—¡Qué bien huele este vinillo!

—Apurad el vaso, que es tisana.

CAPÍTULO VI

DE CÓMO GARGANTÚA NACIÓ DE UN MODO MUY EXTRAÑO

En tanto estaban en estos coloquios, Gargamelle comenzó a tener dolores. Entonces Grandgousier, que estaba tendido sobre la hierba, se levantó y, pensando que serían los dolores del parto, la consoló cariñosamente, diciéndole que se tumbara en el saucedal, que pronto se le pasarían. También a él le convenía mostrar buen ánimo ante la venida de su angelote; y si bien es cierto que ella sentiría algún dolor, el gozo que luego la invadirla le haría olvidar todas estas molestias, de suerte que no conservaría ni siquiera el recuerdo.

—Nuestro Salvador dice, según el Evangelio de San Juan, XVI: «La mujer, en los dolores del parto, está poseída de tristeza; mas una vez ha dado a luz no recuerda siquiera su angustia».

—Bien dices —repuso Gargamelle—. Prefiero oír esas palabras del Evangelio y me siento mejor que cuando oigo contar la vida de Santa Margarita o cualquier otra beatería.

—¡Miedosa! —replicaba Grandgousier—. Date prisa con éste, que enseguida haremos otro.

—¡Qué poco os cuesta a los hombres decirlo! Bien, ¡pardiez!, seré fuerte, si ése es tu gusto, pero ¡pluguiera a Dios que te lo hubieran cortado!

—¿El qué? —inquirió Grandgousier.

—¡No seas necio! Bien sabes a lo que me refiero.

—¿Te refieres a mi miembro? ¡Pardiez! Si así lo quieres, manda traer un cuchillo.

—¡No lo permita Dios! Que Él me perdone. No lo he dicho de corazón, y te pido que no tomes en cuenta mis palabras. Pero si Dios no me echa una mano, presiento que hoy será un duro trance; y todo por culpa de tu miembro, para que te desahogaras a placer.

—¡Valor, valor! —repuso él—. No te inquietes por lo demás y deja obrar a la naturaleza. Entretanto, voy a despachar unos cuantos tragos. Pero, por si acaso te sintieras mal, no me alejaré mucho; te bastará con gritar un poco y enseguida me tendrás a tu lado.

Al poco rato, Gargamelle empezó a suspirar, a lamentarse y a llorar. Al instante acudió de todos lados un buen número de matronas, las cuales, palpándole la vagina, dieron con algunos trozos de piel bastante maloliente, lo que les indujo a pensar que el niño estaba por llegar. Pero lo que en verdad ocurría era que, en razón al reblandecimiento del intestino recto —al que llamáis tripa cular— se le escapaba el fundamento a consecuencia de haber comido demasiados callos, como ya antes hemos dicho.

Acto seguido, una vieja malcarada de la reunión, que gozaba de gran reputación como curandera y que formaba parte de la comunidad desde, que, sesenta años antes, viniera de Brisepaille, cerca de Saint-Genou, le hizo un astringente tan tremebundo que las membranas de la vagina se contrajeron hasta el punto de que difícilmente habríais podido separarlas con los dientes…, cosa que da miedo pensar; otro tanto hizo el diablo en la misa de San Martín, pues luego de tomar por escrito los chismorreos de dos mujeres galas, estiró a fuerza de dientes su pergamino.

Esta dificultad hizo que se relajaran los cotiledones de la matriz, por los cuales saltó el niño, que penetrando por la vena cava y subiendo luego por el diafragma hasta los hombros, donde dicha vena se divide en dos, tomó el camino de la izquierda y salió por la oreja del mismo lado.

En cuanto hubo nacido, no exclamó como los otros niños: «¡Migas, migas!», sino que gritó con fuerza: «¡A beber, a beber!», como invitando a todo el mundo. Y tales fueron sus gritos, que se le oyó en todo el país de Beusse y de Bibarais.

Dudo que deis crédito a tan extraño parto. Y si, en efecto, no lo creéis, no me importa. Mas un hombre de bien, un hombre sensato, debe creer siempre lo que le dicen y lo que ve escrito. ¿Atenta esto contra nuestra ley, nuestra fe, nuestra razón o contra la Sagrada Escritura? Por mi parte, nada hallo en la Santa Biblia que vaya en contra de ello. Pero si ésa hubiera sido la voluntad de Dios, ¿diríais acaso que no estaba en su poder al hacerlo? Por merced, no turbéis nunca vuestro entendimiento con tan vanos pensamientos, porque yo os digo que nada es imposible para Dios y, si El así lo quisiera, en lo sucesivo todas las mujeres parirían sus hijos por la oreja.

¿No fue Baco engendrado en el muslo de Júpiter?

¿No salió Croquemouche de la pantufla de su nodriza?

¿No nació Minerva de la cabeza y por la oreja de Júpiter, y Adonis por la corteza de un árbol de mirra?

¿No nacieron Cástor y Pólux de la cáscara de un huevo puesto y empollado por Leda?

Pero mucho más admirados y sorprendidos estaríais si os expusiera ahora aquel capítulo de Plinio en que habla de partos raros y contra natura. Pero yo no soy un embustero tan ilustrado como él lo fue. Leed el libro VII de su Historia natural, capítulo III, y no me importunéis más con ello.

CAPÍTULO VII

DE CÓMO LE FUE IMPUESTO SU NOMBRE A GARGANTÚA Y CÓMO SORBÍA EL VINO

El bueno de Grandgousier, que se hallaba bebiendo y bromeando con los otros, oyó el fuerte grito que había lanzado su hijo al entrar a la luz de este mundo cuando clamó a voces: «¡A beber, a beber!», lo que le hizo exclamar: «¡Grande tienes el gaznate!»

Los asistentes, al oírlo, dijeron que verdaderamente debía ostentar el nombre de «Gargantúa», puesto que ésta había sido la primera palabra pronunciada por su padre al nacer él, a imitación y ejemplo de los primitivos hebreos. El padre se mostró de acuerdo, y también la madre se dio por satisfecha. Luego, para calmarle, le dieron de beber a chorro y le llevaron a la fuente bautismal, donde fue bautizado, como es costumbre entre los buenos cristianos.

Se dispuso que le fueran reservadas diecisiete mil novecientas trece vacas de Pontille y de Bréhémont para atender a su normal crianza, pues no era posible encontrar en todo el país nodriza capaz de alimentarlo, dada la gran cantidad de leche que necesitaba, aunque algunos doctores, discípulos de Juan Escoto[47], hayan afirmado que su madre le dio el pecho y que ella podía extraer de sus tetas mil cuatrocientas dos pipas y nueve jarras de leche cada vez, cosa que no parece verosímil; tal proposición ha sido declarada por La Sorbona[48] escandalosa, ofensiva para los oídos piadosos, ya que huele de lejos a herejía.

Así transcurrieron un año y diez meses, después de lo cual, y por consejo de los médicos, empezaron a pasearlo, a cuyo efecto construyeron una bonita carreta de bueyes, invención de Juan Deniau. En ese carruaje lo paseaban de un lado a otro, alegremente, y Gargantúa se hacía mirar, pues tenía la cara muy mofletuda, casi dieciocho sotabarbas, y lloraba muy pocas veces. Pero en cambio, se ensuciaba a todas horas, porque era sumamente flemático de nalgas, tanto por constitución natural como a causa de la accidental indisposición que le había sobrevenido por abusar demasiado del vino. Lo cierto era que no sorbía gota sin causa, pues si ocurría que estuviera despechado, colérico, enfadado o triste, si pataleaba, lloraba o gritaba, le traían bebida y al momento volvía a su estado natural de contento y bullicio.

Una de sus ayas me ha dicho, jurándolo por su fe, que tan acostumbrado estaba a ello que, con sólo oír el sonido de los frascos y las pintas, se arrobaba como si gozara de las delicias del paraíso. De modo que, considerando esa complexión divina, sus ayas, para alegrarle por la mañana, hacían sonar ante él los vasos dándoles golpecitos con un cuchillo, o los frascos con sus tapones, o las pintas con sus tapas; y al oír aquel son, poníase muy alegre, retozaba en la cuna, y él mismo se mecía cabeceando suavemente, tecleando con los dedos y baritoneando por el culo.

CAPÍTULO VIII

DE CÓMO FUE VESTIDO GARGANTÚA

Al llegar a cierta edad, su padre ordenó que le confeccionaran un vestido con los colores de su librea, que era azul y blanca. Trabajóse pues en ello, y se cortaron y cosieron prendas de acuerdo con la moda entonces imperante.

En los antiguos registros de la Contaduría Mayor de Montauban he averiguado que fue vestido de la manera que expongo a continuación:

En la camisa se gastaron novecientas varas de tela de Châtelleraut, y doscientas para las mangas, encuadradas bajo el sobaco. No estaba fruncida, porque los pliegues de las camisas no fueron inventados, sino después que las costureras, al rompérseles la punta de la aguja, empezaron a necesitar el culo[49].

Para el jubón se necesitaron ochocientas trece varas de raso blanco, y para la esclavina mil quinientas nueve pieles y media de perro. Entonces comenzaba a estilarse el atar las calzas al jubón, en vez del jubón a las calzas, porque otra cosa es contra natura, como así lo ha expuesto claramente Okham, comentando los Exponibles de M. Hautechaussade[50].

En las calzas se emplearon mil ciento cinco varas y una tercia de estameña blanca, siendo acuchilladas en forma de columnas estriadas y dentadas por la parte de atrás a fin de que no le escociera en los riñones. Por dentro de la cuchillada colgaba tanto damasco azul como era necesario. Es de notar que sus piernas eran muy hermosas y proporcionadas al resto de su figura.

La bragueta requirió dieciséis varas y una cuarta del mismo paño, y se le dio la forma de arbotante, felizmente uncido a dos hebillas de oro que se sujetaban con dos corchetes esmaltados, en cada uno de los cuales iba engarzada una esmeralda del tamaño de una naranja; porque, como dicen Orfeo, libro De lapidibus, y Plinio, libro último, aquélla posee una virtud erectil y confortante del miembro natural. La abertura de la bragueta, decorada como las calzas, tenía la longitud de una vara, dejando entrever el damasco azul del interior. Mas, al ver el precioso bordado de canutillo y los hermosos cordoncillos de orfebrería guarnecidos de finos diamantes, rubíes, turquesas, esmeraldas y perlas persas, la habríais comparado con un hermoso cuerno de la abundancia, como los que veis en las antigüedades y como los que dio Rea a las dos ninfas Adrastea e Ida, nodrizas de Júpiter; siempre galante, suculenta, rezumante y verdeante; eternamente floreciente, fructificante, llena de humores, flores, frutas y toda suerte de delicias. ¡Por Dios os aseguro que él la exhibía con orgullo! Pero de esto os diré muchas más cosas en el libro que he escrito y cuyo título reza: De la dignidad de las braguetas. En todo caso, os anticipo que, si bien era larga y muy amplia, por dentro estaba bien guarnecida y provista, y en nada se parecía a las hipócritas braguetas de un hato de pisaverdes, las cuales, para desgracia del sexo femenino, sólo están llenas de viento.

Para confeccionar los zapatos fueron necesarias cuatrocientas seis varas de terciopelo azul y carmesí, primorosamente acuchilladas en líneas paralelas, unidas en forma de cilindros uniformes. Las suelas requirieron mil cien pieles de vaca cortadas en forma de cola de merluza.

El sayo requirió mil ochocientas varas de terciopelo azul teñido de escarlata, bordado en su contorno con bellas viñetas, y por el centro con lentejuelas en hilo de plata, enrollado sobre varillas de oro con abundantes perlas, con lo que se pretendía mostrar que, llegado el momento, sería un gran bebedor.

Si no me engaño, para su ceñidor se necesitaron trescientas varas y media de sarga de seda, mitad azul, mitad blanca.

Su espada no fue de Valencia ni su puñal de Zaragoza, porque su padre odiaba a todos aquellos hidalgos borradlos, judíos y moros conversos. Pero tuvo una bonita espada de madera y un puñal de cuero cocido, pintados y dorados al gusto del más exigente.

Su bolsa fue hecha con los testículos de un elefante que le regaló Herr Pracontal, procónsul de Libia.

En su ropilla[51] se emplearon nueve mil seiscientas varas menos dos tercias de terciopelo azul, como antes se ha dicho, hilvanado todo con hilo de oro en figura diagonal, que por justa perspectiva aparecía como color innominado, semejante al que exhibe el cuello de la tórtola y que tanto recrea la vista de los espectadores.

El bonete llevóse trescientas dos varas y una cuarta de terciopelo blanco, y fue de forma ancha y redonda, a la medida de su cabeza, porque, al decir de su padre, aquellos bonetes a la morisca semejantes a una corteza de pastel darían algún día mala suerte a sus esquilados.

El plumaje consistía en una enorme y hermosa pluma de color azul, tomada de un onocrótalo[52] de la Hircania, la salvaje, graciosamente inclinada sobre la oreja derecha

La escarapela, una chapa de oro que pesaba sesenta y ocho marcos, ostentaba una figura de esmalte proporcionada que representaba un cuerpo humano dotado de dos cabezas, vueltas la una hacia la otra, cuatro brazos, cuatro pies y dos culos, tal como dice Platón, in Symposio, que fue la naturaleza humana en sus comienzos místicos; alrededor aparecía escrito con letras jónicas: ΑΓΑΠΗ ΟΥ ΖΗΤΕΙ ΤΑ ΕΑΥΤΗΣ[53].

A modo de collar, le fue regalada una cadena de oro de veinticinco mil sesenta y tres marcos de peso, hecha en forma de grandes bayas, en las que había engastados gruesos jaspes verdes, esculpidos y tallados en forma de dragones, rodeados de rayos y centellas, como los que antiguamente llevaba el rey Necepsos. La cadena le llegaba hasta la boca del estómago, que toda la vida cumplió las funciones que bien saben los médicos griegos.

Para los guantes se emplearon dieciséis pieles de lobezno, y para bordarlas, tres pieles de duende, de esos que por la noche se convierten en lobo; todo se hizo por consejo de los cabalistas de Saint-Louand.

Su padre quiso que llevara anillos para renovar el antiguo signo de nobleza, de modo que lucía en el dedo índice de su mano izquierda un carbunclo grande como un huevo de avestruz primorosamente engarzado en oro puro. En el dedo corazón se puso un anillo hecho de los cuatro metales de los alquimistas, labrados de la manera más maravillosa que jamás se ha visto, sin que el acero ofendiese al oro ni la plata oscureciese al cobre; todo eso fue hecho por Alcofribas, su bienhechor, y por el capitán Chappuys. El dedo medid de la mano derecha estaba adornado con un anillo en forma de espiral en el que estaban engarzados con suma perfección un rubí, un diamante en punta y una esmeralda de Fisón[54] de precio inestimable, puesto que Hans Caruel, gran lapidario del rey de Melinda, los valoraba en sesenta y nueve millones ochocientos noventa y cuatro mil dieciocho monedas de oro del tiempo del rey Juan, de las que tienen acuñado un Agnus Dei, y en otro tanto los tasaron los Fúcares de Augsburgo.

CAPÍTULO IX

LOS COLORES Y LA LIBREA DE GARGANTÚA

Los colores de Gargantúa fueron el azul y el blanco, como antes habéis podido leer. Con ello su padre quería dar a entender que le proporcionaba una alegría celestial, ya que, para él, el blanco significaba alegría, placer, delicias y regocijos, y el azul cosas celestiales.

Comprendo que, al leer estas palabras, os burléis de este viejo bebedor y tengáis la explicación de los colores por demasiado grosera e impropia, puesto que vosotros decís que el blanco significa fe y el azul firmeza. Pero no os agitéis, no montéis en cólera, no os alteréis, porque los tiempos son peligrosos, y respondedme si os parece bien. Pero si no queréis, no usaré la violencia contra vosotros, ni contra nadie, sea quien sea: solamente os diré algunas palabras acerca de la cuestión.

¿Quién os agita? ¿Quién os encabrita? ¿Quién os dice que el blanco significa fe y el azul firmeza? Un mal libro, decís vosotros, bajo el título El blasón de los colores, que venden los buhoneros. ¿Quién lo ha escrito? Quienquiera que sea, ha sido prudente al no poner en el mismo su nombre. Pero, por lo demás, no sé qué debo admirar en él en primer lugar, si su temeridad o su necedad: su temeridad, porque sin razón, sin causa y sin apariencia, ha osado prescribir, con su exclusiva autoridad, qué cosas han de denotar los colores; ésta es la regla de los tiranos, que mandan a su arbitrio, mas no la de los prudentes y los sabios, quienes, por razones manifiestas, contentan a los lectores; su necedad, porque ha estimado, sin más demostraciones ni argumentos válidos, que el mundo regularía sus divisas mediante sus ineptas imposiciones.

En efecto —pues, como dice el refrán: «En el culo del disentérico siempre se encuentra mierda»—, ha hallado algún grupo de necios del tiempo de los bonetes altos, que han dado fe a sus escritos, basándose en ellos para tallar sus apotegmas y dichos, para encabestrar a los mulos, para bordar sus guantes, guarnecer con franjas sus lechos, vestir a sus pajes, pintar sus banderas, aderezar sus calzas, componer canciones, y, lo que es peor, hacer imposturas y vilezas clandestinamente entre las púdicas matronas.

En semejantes tinieblas están envueltos esos gloriosos cortesanos y trastocadores de nombres, los cuales, cuando quieren en sus divisas indicar espera, hacen dibujar una esfera[55]; plumas de ave por penas[56], la luna bicornia por vivir medrando, un banco roto por bancarrota[57], no y una coraza, por non durabit[58], un lecho sin cielo por un licenciado[59], que son homonimias tan absurdas, tan insustanciales, tan rústicas y bárbaras, que se les debería atar una cola de zorro al cuello y hacerles una máscara de boñiga de vaca a todos los que, en lo venidero, quisieran usarlas en Francia después de la restauración de las buenas letras[60].

Por las mismas razones —si razones, y no desvaríos, debo llamarlas—, debería yo hacer pintar una cesta para indicar que se me causa pena[61]; un bote de mostaza significaría que mi corazón espera con mucha ansia[62]; un orinal sería un oficiante[63], los fondillos de mis calzas equivaldrían a un navío de pedos[64], mi bragueta sería el archivo de mis decretos[65], y un cagajón de perro equivaldría al tronco del mismo animal, en el que yace el amor de mi amiga[66].

Todo lo contrario hacían, en los tiempos antiguos, los sabios de Egipto cuando escribían con signos llamados jeroglíficos, los cuales sólo eran entendidos por aquellos que comprendían la virtud, propiedad y naturaleza de las cosas por ellos representadas, y sobre los que Orus Apollon compuso, en griego, dos libros, y Polifilo, en Sueño de Amor, ha tratado extensamente sobre este tema. En Francia tenéis algún fragmento en la divisa del señor Admiral, que Octavio Augusto fue el primero en llevar.

Pero mi esquife no se hará a la vela de nuevo entre esos golfos nada gratos; me vuelvo a hacer escala al puerto del que salí. Abrigo la esperanza de escribir más extensamente sobre ello algún día y de demostrar, tanto por razones filosóficas como por autoridades recibidas y aprobadas desde muy antiguo, cuáles y cuántos colores existen en la naturaleza, y lo que cada uno de ellos puede significar, si Dios me conserva el entendimiento, que, como decía mi abuela, es el jarro del vino.

CAPÍTULO X

DE LO QUE SIGNIFICAN LOS COLORES AZUL Y BLANCO

El blanco significa, pues, alegría, júbilo y solaz; y no sin razón, sino con buen derecho y justo título, cosa que podréis comprobar si, dejando a un lado vuestras preferencias, queréis oír lo que ahora voy a referiros:

Aristóteles dice que, si al suponer dos conceptos contrarios entre sí, como el bien y el mal, la virtud y el vicio, lo blanco y lo negro, el placer y el dolor, y tantos otros, los juntáis de tal manera que un contrario de una especie convenga razonablemente con el de otra, consecuentemente convendrán los demás términos. Ejemplo: virtud y vicio son contrarios entre sí, como también lo son bien y mal; si uno de los contrarios de la primera especie conviene con uno de la segunda, como virtud y bien, puesto que es sabido que la virtud es buena, igual harán los dos restantes, que son mal y vicio ya que no hay duda de que el vicio es malo.

Una vez entendida esta regla de lógica, tomad estos dos contrarios: alegría y tristeza; luego, estos dos: blanco y negro, que son físicamente contrarios; así que, si el negro significa aflicción, consecuentemente blanco significará alegría.

Y este significado no está instituido por la voluntad de un hombre, sino que nace del consentimiento de todos, que los filósofos llaman jus gentium, derecho universal válido para todos los países.

Demasiado sabéis que todos los pueblos, todas las naciones —excepto los antiguos siracusanos y algunos argivos de gusto extravagante—, si quieren exteriorizar su tristeza, visten de negro, pues todo duelo y luto indican con el color negro. Y este consenso universal, que nosotros llamamos derecho natural, no se establece sin que la naturaleza dé algún argumento y razón con respecto a él, que cada uno puede comprender por sí mismo sin ser instruido por nadie.

Con el color blanco, por igual inducción de la naturaleza, todo el mundo sobrentiende alegría, regocijo, solaz, placer y delectación.

En tiempos pretéritos, los cretenses y los tracios señalaban con piedras blancas los días afortunados y alegres, y con negras los infortunados y tristes.

¿No es la noche funesta, triste y melancólica? Es negra y oscura por necesidad. ¿Acaso la luz no alegra a la naturaleza toda? Es blanca, más blanca que la cosa más blanca que exista. Para probar esto, os podría remitir a un libro de Lorenzo Valla contra Bartolo, pero más os contentará el testimonio evangélico: en San Mateo, capítulo XVII, se dice que en la transfiguración de Nuestro Señor, vestimenta ejus facta sunt alba sicut lux, «sus vestidos se volvieron blancos como la nieve, como la luz», con cuya blancura luminosa hacía llegar a sus apóstoles la idea y la imagen de los goces eternos, porque con la luz se alegran todos los humanos; también tenéis el dicho de aquella vieja que no tenía dientes en la boca, que seguía diciendo «¡Bona lux!». Y las palabras de Tobías, capítulo V, cuando hubo perdido la vista y respondió al saludo de Rafael con lo siguiente: «¿Qué alegría puedo tener viviendo en las tinieblas y sin ver la luz del cielo?». De blanco iban vestidos los ángeles que testimoniaron la alegría del universo entero por la Resurrección del Salvador (San Juan, XX) y por la Ascensión (Hechos, I). San Juan Evangelista (Apocalipsis IV y VII) vio, en la celestial y beatificada Jerusalén, igualmente vestidos de blanco a los fieles.

Leed las historias antiguas, tanto griegas como romanas, y veréis que la ciudad de Alba, primer modelo de Roma, fue fundada y así llamada porque fue encontrada allí una loba blanca.

Veréis que, si se decretaba que alguien, después de haber vencido a los enemigos, entrara en Roma triunfalmente, debía hacerlo en un carro tirado por caballos blancos. De igual modo entraba el que obtenía la ovación, pues no se podía expresar más certeramente la alegría de su llegada con un signo o color que no fuera éste.

Veréis que Pericles, jefe de los atenienses, decretó que aquellos de sus soldados a quienes la suerte había favorecido con unas habas blancas, pasaran la jornada con alegría, solaz y reposo, mientras los restantes seguirían combatiendo.

Podría exponeros mil otros ejemplos y pasajes a este propósito, pero no es éste el lugar más apropiado.

Mediante esta explicación podéis resolver un problema que Alejandro Afrodisio ha estimado insoluble: «¿Por qué el león, que con su rugido espanta a todos los animales, acata y reverencia al gallo blanco?». Porque, como dice Proclo, lib. De Sacrificio et Magia, la presencia de la virtud del sol, que es el órgano y prontuario de toda luz terrestre y sideral, está mejor simbolizada y representada en el gallo blanco, tanto por su color como por su propiedad y orden específico, que en el león. Dice, además, que han sido vistos con frecuencia diablos con figura de león, los cuales, al ver un gallo blanco, han desaparecido súbitamente.

Esta es la causa por la que los galos —que son los franceses, así llamados porque son naturalmente blancos como la leche, a la que los griegos llaman gala— gustan de llevar en sus gorros plumas blancas, porque son, por naturaleza, alegres, ingenuos, graciosos y bien amados, y por símbolo y enseña tienen la más blanca de todas las flores blancas: el lirio.

Si me preguntáis cómo por medio del color blanco Natura nos induce a entender alegría y solaz, os respondo que es la analogía y conformidad perfecta, pues así como el blanco divide y dispersa exteriormente la vista, repartiendo manifiestamente los espíritus visuales y las perspectivas, según la opinión de Aristóteles en sus Problemas —vosotros lo sabéis por experiencia, cuando al pasar por las montañas cubiertas de nieve os quejáis de que la visión no es perfecta, como dice Jenofonte que aconteció a sus gentes, y como ampliamente lo expone Galeno, lib. X De usu partium; así también el corazón, por causa de una alegría, está disperso interiormente y sufre una disolución manifiesta de los espíritus vitales, la cual puede ser tan grande, que el corazón quedaría desposeído de su manutención y, por consiguiente, la vida se extinguiría a causa de ese gozo desbordante, como dice Galeno, Method., lib. XII, De locis affectis, lib. V, y De symptomaton causis, lib. II, y, como en tiempos parados, Marco Tulio, lib. I, Quoestio Tuscul, Verrio y Aristóteles; Tito Livio, después de la batalla de Canas; Plinio, lib. VII, cap. XXXII y LIII. Aulo Gelio, lib. Ill, XV y otros, atestiguan que les ha ocurrido a Diágoras de Rodas, Chilón, Sófocles, Dionisio, tirano de Sicilia, Filípides, Filemón, Polícrates, Filistión, Marco Juvento y otros, que murieron de alegría; y como dice Avicena in II canone et lib. De viribus cordis a propósito del azafrán, el cual alegra tanto al corazón que le quita la vida, si se toma a dosis excesivas, por disolución y dilatación superflua. Leed acerca de esto a Alejandro de Afrodisias, lib. primo Problematum cap. XIX.

Pero ¿para qué? Estoy profundizando en esta materia más de lo que me proponía al principio. Aquí, pues, recogeré mis velas y remitiré lo restante al libro, enteramente acabado, que trata de este asunto; y diré en pocas palabras que el azul significa de un modo preciso el cielo y las cosas celestiales, según la misma simbología por la que el blanco significa alegría y placer.

CAPÍTULO XI

DE LA ADOLESCENCIA DE GARGANTÚA

Por mandato de su padre, Gargantúa, de los tres a los cinco años, fue alimentado e instruido en toda disciplina conveniente, y pasó aquella época como los demás niños del país: bebiendo, comiendo y durmiendo; comiendo, durmiendo y bebiendo; durmiendo, bebiendo y comiendo.

Se revolcaba siempre en el barro, se tiznaba la cara y la nariz, torcía los talones de sus zapatos, cazaba moscas a menudo, y corría con empeño tras las mariposas, de las que su padre tenía el imperio.

Se orinaba en los zapatos, se ensuciaba en la camisa, se limpiaba los mocos con las mangas, le caían las gotas de la nariz en la sopa, andaba por todas partes chapoteando, bebía en su pantuflo y solía frotarse el vientre con una cesta. Se afilaba los dientes con un zueco, se lavaba las manos en el caldo, se peinaba con un vaso, se sentaba entre dos sillas con las posaderas en tierra, se cubría con un saco mojado, bebía mientras comía la sopa, comía la grasa sin pan, mordía riendo y reía mordiendo, a menudo escupía en las fuentes, reventaba de gordo, orinaba contra el sol, se escondía en el agua cuando llovía, se tomaba las cosas con indiferencia, urdía quimeras, hacíase el melindroso, vomitaba cuando estaba embriagado, rezaba el «Padrenuestro del mono»[67], mudaba la conversación a destiempo, reprendía a un inferior delante de un superior para indisponerlos, hacía las cosas al revés, se metía en donde nadie le llamaba, tiraba a algunos de la lengua, abarcaba mucho y apretaba poco, era el primero en comer pan blanco, intentaba lo imposible, se hacía cosquillas para que le diera risa, era un tragón, se burlaba de los dioses, hacía cantar el Magnificat a la hora de maitines, lo cual le parecía muy a propósito, comía coles y cagaba acelgas, colocaba moscas en la leche, emborronaba el pergamino, se zafaba por pies, bebía copiosamente, contaba sin la huéspeda, él levantaba la caza y otro la mataba, creía que las nubes eran sartenes y las vejigas linternas, sacaba dos monteras de un costal, rebuznaba por oír la voz del asno, no quería que las cotas de mallas se hicieran de malla en malla, a caballo regalado mirábale siempre el diente, decía entre dos verdes una madura, hacía de tripas corazón y se las daba de valiente.

Los cachorros que tenía su padre comían en su escudilla y él con ellos. Los mordía en las orejas y ellos le arañaban la nariz. Les soplaba en el culo y ellos le lamían los labios.

¿Queréis saber más, muchachos? ¡Que os dé un buen mal de pipa![68]. El lascivo niño azuzaba y sobaba siempre a sus ayas, y por delante y por detrás ¡arre borriquillo!, pues empezaba ya a usar de su bragueta, a la que sus ayas adornaban cada día con bellos ramilletes, bonitas cintas y lindas flores, entreteniéndose en hacerla dar vueltas entre sus manos, como si fuera un magdaleón o un rodillo de emplasto; luego reventaban de risa cuando levantaba las orejas, como si hallaran gusto en el juego.

Una de las ayas la llamaba mi pequeña espita; otra, mi alfiler; otra, mi rama de coral; otra, mi tapón de tonel, mi morcilla, mi berbiquí, mi taladro, mi arracada, mi diversión, mi tormento, mi colita.

—Es mía —decía una.

—Es mía —decía otra.

—¿Y para mí no habrá nada? —decía otra—. A fe mía que la cortaré.

—¡Ah! ¡Cortarla! —decía otra—. ¿Cortáis la cosa a los niños? Le haríais sufrir, señora. Sería el señor sin cola.

Y, para divertirlo como a los niños del país, le hicieron un lindo molino de juguete con las aspas de un molino de viento de Mirebalais.

CAPÍTULO XII

DE LOS FALSOS CABALLOS DE GARGANTÚA

Después, a fin de que toda su vida fuera un buen jinete, le hicieron un caballo de madera muy grande, al cual él hacía dar vueltas, saltar, bailar y cocear, todo a la vez; andar al paso, al trote, al galope, de costado, al pasitrote, al paso de camello y al de asno. Le hacía cambiar de pelo, como los monjes cambian de dalmática, según las fiestas: castaño, alazán, tordillo, de pelo de rata de ciervo, roano, de pelo de vaca, con manchas en forma de hoz, abigarrado, blanco.