Gastrosofía - Eduardo Infante - E-Book

Gastrosofía E-Book

Eduardo Infante

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Beschreibung

Un menú pitagórico vegano, un menú kantiano servido a la hora en punto, una comida medieval con fondo de Carmina Burana o un Banquete digno del mejor Sócrates. Un ameno recorrido por lo que pensaron sobre la comida –y lo que comieron o bebieron– algunos de los filósofos más ilustres. Mediado el siglo XIX, el pintoresco pensador alemán Eugen von Vaerst escribió un delicioso texto titulado Gastrosophie, una elegía hedonista a la comunión entre el buen comer, el buen pensar y el bien vivir. En su estela, los autores de este libro emprenden un peregrinaje desde las normas culinarias de Pitágoras a la frugalidad de Platón (con la excepción de los higos), ambos más interesados en la pureza del alma o de las ideas que en las alegrías del cuerpo; sin olvidar el idílico Jardín de Epicuro, precedente del autocultivo bio, pasando por la enfermiza manía de ayunar de algunos insignes pensadores del medievo, hasta llegar a la insospechada afición al vino del circunspecto Hegel o a la no tan insospechada querencia por la cerveza y los habanos de un perpetuo aspirante a bon vibant como Marx. Gastrosofía incluye deliciosas recetas de cada escuela filosófica. Una manera original y placentera de acercarse al pensamiento filosófico.

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Derechos exclusivos de la presente edición en español

© 2022, editorial Rosamerón, sello de Utopías Literarias, S. L.

Gastrosofía

Primera edición: marzo de 2022

© 2022, Eduardo Infante y Cristina Macía

Imagen de cubierta © Ba_peuceta / Shutterstock

Escena del simposio, Tumba del nadador, 480-470 a. C.

Museo Arqueológico Nacional de Paestum, Italia.

Imágenes de interior por orden de aparición:

© Morphart Creation / Shutterstock

© Morphart Creation / Shutterstock

© Hein Nouwens / Shutterstock

© Morphart Creation / Shutterstock

© Melissa Jooste / Alamy Stock Photo

© Ana Maria Ciobanu / Shutterstock

© Svintage Archive / Alamy Stock Photo

Dominio público / Mesa de los siete pecados capitales, El Bosco, siglo XVI, Museo del Prado

Dominio público / Digital Collections / Alberto Durero / Das Narrenschiff, Sebastian Brant

CC 4.0 Wikimedia Commons / Wellcome Images / Avezohar, «Colliget Averroys»

© Prachaya Roekdeethaweesab / Shutterstock

© Vladi333 / iStockphoto

© wantanddo / Shutterstock

Dominio público / Wikimedia Commons / Montaigne Essais Manuscript

Dominio público / Wikimedia Commons / Nils Fosberg a partir de Pierre Lous Dumesnil

© chrisdorney / Shutterstock

Dominio público / Boceto de las dos plantas de la casa de Kant, Kants Wohnhaus de Walter Kuhrke, Gräfe und Unzer, 1924

© Fine Art Images / Heritage Images/ Alamy Stock Photo

© A. Zhuravleva / Shutterstock

© zabanski / Shutterstock

Libro de los maridajes: © Monory/Shutterstock

ISBN (papel): 978-84-124739-2-6

ISBN (ebook): 978-84-124739-5-7

Diseño de la colección y del interior: J. Mauricio Restrepo

Compaginación: M. I. Maquetación, S. L.

Producción: Ángel Fraternal

Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista por la ley, cualquier forma de reproducción, distribución y transformación total o parcial de esta obra por cualquier medio mecánico o electrónico, actual o futuro, sin contar con la autorización de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal).

Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por tanto respaldar a sus autores y a editorial Rosamerón.

[email protected]

www.rosameron.com

Introducción

—————

¿Y esto con qué se come?

¿Visteis alguna vez a un perro que se encuentra un hueso lleno de tuétano? Es, como dice Platón, el animal más filósofo del mundo. Si lo habéis visto, habréis podido comprobar con qué devoción lo acecha, con qué cuidado lo mira, con qué fervor lo rompe y con qué diligencia lo chupa. ¿Qué es lo que lo induce a obrar así? ¿Qué espera conseguir de su estudio? ¿Qué bien pretende? Nada, sino un poco de tuétano.

RABELAIS, Gargantúa

ESTO NO ES UN LIBRO DE FILOSOFÍA, tampoco de gastronomía, sino de gastrosofía. El término gastrosofía lo acuñó Friedrich Christian Eugen Baron von Vaerst (1792-1855), que usó el pseudónimo de Chevalier de Lelly para titular en 1851 su libro Gastrosofía o las enseñanzas de las alegrías de la mesa, una elegía hedonista a la comunión entre el buen comer, el buen pensar y el bien vivir. En su estela, en esta suculenta obra que tienes ahora entre manos se piensan los placeres de la mesa y se cocinan las ideas. Filosofía y arte culinario se fusionan para dotarnos de una ciencia con la que sacarle el tuétano a la vida, saborear sus toques a nuez cremosa y relamerse con su dulzor ligeramente mineral. El tuétano es como la sustancia aristotélica, la forma privilegiada de ser, la esencia que se descubre, y se disfruta, tras largas horas de morder, roer y succionar. Quizá era el tuétano de la realidad aquello que Husserl y Heidegger buscaban cuando propusieron «¡ir a las cosas mismas!» como lema de la filosofía; o lo que inspiró a H. D. Thoreau cuando escribió en Walden que la razón por la que se fue a vivir a los bosques era que «quería vivir a conciencia, quería vivir a fondo y extraer todo el meollo a la vida; dejar de lado todo lo que no fuera la vida para no descubrir, en el momento de la muerte, que no había vivido».

El tuétano es un alimento muy graso y con alto valor nutritivo que proporciona una deliciosa sensación de untuosidad al paladar. Es rico en vitaminas y minerales, especialmente vitaminas A, E, D, y K, fósforo, hierro, magnesio, calcio, zinc, tiamina y niacina. Pero lo más importante es que pocas cosas están más ricas que una tostada de pan de payés restregada con un ajo, untada con tuétano, regada con un poco de aceite de oliva y espolvoreada con escamas de sal marina, y acompañada de un vino blanco ácido o un cava que nos ayuden a salivar, para que así la grasa emulsione en el paladar.

Quien haya comido tuétano sabrá que es una ardua, paciente y tenaz tarea sacar hasta el último resto de dentro de un hueso, ya que las cavidades óseas, como la caverna de Platón, no son lisas, sino que están llenas de recovecos a los cuales no pueden acceder ni el tenedor, ni la cuchara ni el sentido común. Así, solo nos queda succionar, por grosero, desvergonzado y contracultural que a los dueños de la moral les parezca. Succionar, como pensar, molesta y ofende a algunos, especialmente a aquellos que no tienen los arrestos de sacarle todo el meollo a la vida y que se alimentan de comida y de ideas precocinadas (por otros, claro está). Pero nosotros, los gastrósofos, los filósofos que no solo se alimentan de ideas y los cocineros que aspiran a dar de comer también al espíritu, no queremos ni ese pan precocido que se compra en las grandes superficies y las gasolineras, hecho con harina refinada, en el que se elimina el germen, que es donde se encuentran todas las vitaminas y ácidos grasos esenciales, y la cáscara, que alberga minerales y fibra; ni ese circo mediático que adormece, atonta y anula conciencias.

Nosotros, los gastrósofos, amamos la filosofía del gozo, la ciencia de los apetitos donde se fusionan la amistad y la conversación, la risa escandalosa con la bebida, el conocimiento culinario con los saberes del espíritu, el arte y el erotismo, la música y los aromas. A nosotros, los gastrósofos, nos importa muy mucho lo que se bebe, lo que se come y lo que se piensa. Nos apasiona la comida, nos gustan los platos refinados, los sabores excelsos y los alimentos saludables (y los que no lo son, también). Para ello, hacemos del placer conocimiento y nos deleitamos con esta ciencia. Disfrutamos mucho antes de que la comida nos llegue a la boca. Nuestra diversión comienza en el mismo instante en que nos preguntamos qué vamos a comer, a lo que le sigue la indagación y la insaciable búsqueda de respuestas: ¿por qué este alimento se llama como se llama?, ¿por qué sabe como sabe?, ¿cómo lo han cocinado las diversas culturas?, ¿cuáles son sus propiedades?, ¿cómo y quién lo ha producido?, ¿por qué casa bien con estos otros? Leemos, estudiamos, pensamos y dialogamos sobre lentejas, garbanzos con espinacas, habas, cerveza, vino, mantequilla, queso, cerdo con almejas, higos asados, revuelto de espárragos trigueros y erizos de mar, anguila marinada en naranja, bacalao con vino blanco o pastel de carne y ostras.

Nosotros, los gastrósofos, pensamos la vida, vivimos nuestro pensamiento y comemos de acuerdo a como deseamos vivir. Para nosotros no es más digno pensar en la verdad que pensar en el jamón; discernir las condiciones que hacen posible el conocimiento que analiza la temperatura exacta a la que cocinar un huevo para que la clara quede cuajada como si fuera un flan y la yema todavía cremosa; o resolver paradojas lógicas como cocinar un roastbeef para una mesa de comensales que comparten pasión por la carne pero difieren en el punto exacto de cocción. Porque, como afirma acertadamente nuestro gastrósofo Daniel Innerarity, «en un puchero está toda la sociedad. En un puchero se decide dónde están los hombres y las mujeres, qué tipo de justicia social hay, se deciden la globalización y la autosuficiencia, se decide la cohesión social o el individualismo, se decide el futuro del planeta, el equilibrio ecológico. Es un arma brutal». Y es que la revolución comienza en el carro de la compra.

Pero este no es solo un libro de gastrosofía. Es, sobre todo, un libro de amistad escrito a cuatro manos. En uno de sus ensayos, Theodor Adorno rememora un recuerdo de su infancia en el que su madre y su tía se sentaban juntas a tocar el piano. Esta imagen es para Adorno un símbolo de cómo deberíamos convivir los seres humanos: dos personas creando algo juntas, sin tener que sacrificar su peculiar manera de ser. Los que escriben este tratado han compartido, a cuatro manos, muchas horas en la cocina juntos y muchas botellas de cava. Nuestra amistad, sincera, gozosa y profunda, nos ha conducido ahora a escribir a cuatro manos. Solo deseamos que el lector se ría, se inspire y se divierta leyendo casi tanto como nosotros escribiendo. Porque con estas páginas no pretendemos nada, sino un poco de tuétano.

1

Pitagóricos

—————

El teorema de las habas

CROTONA ERA UNA COLONIAGRIEGAen lo que hoy es Calabria, más concretamente en la suela de la bota de Italia. Bañada por el mar Jónico, con la luz y los paisajes meridionales, cuesta imaginar este trocito de paraíso como escenario para desarrollar ideas religiosas lúgubres basadas en la privación, la contención, la abstinencia y, básicamente, prescindir de todo lo que hace grata la vida. ¿Qué trajo aquí a un filósofo rancio, estirado, amante de las prohibiciones y partidario de devolver el poder a la aristocracia, dejando atrás los devaneos democráticos de Atenas?

Si el lector solo sabía de Pitágoras lo de la suma del cuadrado de los catetos, prepárese para un festín. Metafórico, por supuesto, porque la relación del filósofo y sus seguidores con la comida era complicada, y consistía básicamente en abstenerse de casi todo. Tampoco tenían una relación muy saludable con el sexo. Una vez empiezas a privarte de placeres, es difícil saber dónde parar.

Del Pitágoras real se sabe poco y, peor aún, los datos son contradictorios. Es lo que tiene fundar una secta: tus biógrafos suelen ser fieles adoradores, más preocupados por mitificar la figura del líder que por la exactitud histórica. Sabemos con bastante certidumbre que nació en Samos, que era hijo de un mercader (o un artesano de categoría) y que viajó a Mileto, Fenicia y Egipto. Lo de Egipto es importante, porque allí aprendió geometría, astronomía y cosas muy turbadoras relacionadas con las habas. Muchos viajes más tarde acabó en Crotona, donde creó su escuela filosófica/secta, predicó unas ideas políticas poco aceptables en la cuna de la democracia que, no es de extrañar, fueron muy del agrado de la clase aristócrata, y lo más importante: creó toda una corriente religiosa con muchos secretos, muchos rituales y muchas prohibiciones.

La secta creada por Pitágoras tenía como punto fuerte la creencia en una arcaica culpa heredada, un pecado original (qué concepto tan recurrente) que debemos purgar. ¿Cuál es la fuente del mal en el ser humano?

La explicación de por qué nuestro cuerpo es fuente de mal y contaminación no tiene desperdicio. Todo empezó con los malvados Titanes, que atraparon al niño Dioniso, lo descuartizaron, lo cocieron, lo asaron y se lo comieron. Cuando Zeus se enteró de lo sucedido, fulminó con un rayo a los Titanes. Del humo que soltaron surgimos los humanos, unos seres ambivalentes que portamos en el cuerpo el horrible instinto titánico, y en el alma, una diminuta porción de la sustancia divina de Dioniso. La vida para un pitagórico es simple: venimos al mundo contaminados y hay que purificarse como sea. Buena parte de sus preceptos tenían como objetivo limpiar el cuerpo, y por lo visto eso implicaba no darle nada que le gustara. Comida, poca. Vino, menos. Sexo, muy contado, con largas temporadas de privación total. Y es que para el pitagorismo, la fuente de la salvación no es la justicia, sino la pureza; por ello, la experiencia corporal no es un lugar para la dicha y el disfrute, sino para el pecado y la penitencia. Todo esto derivó en un puritanismo de horror al cuerpo y contrario a la vida.

Analizando los placeres de la vida de un pitagórico, sorprende que vieran el cambio de cuerpo como un objetivo deseable tras la muerte. Ni que un cuerpo nuevo implicara menos privaciones. La otra idea central de la religión pitagórica es la metempsicosis, la mudanza de morada del alma. El cuerpo es una cárcel donde el alma recibe su merecido castigo por los pecados cometidos en vidas pasadas. Estos hombres defendían la existencia de un yo que es más viejo que el cuerpo y que sobrevivirá a este reencarnándose sucesivas veces hasta alcanzar su destino final: una vida puramente espiritual liberada del lastre de la carne. El corolario de esta doctrina de la transmigración de las almas fue el vegetarianismo: el animal que matas para comer puede ser la morada de un alma. Aunque se ha de advertir que Empédocles usó esta doctrina religiosa justo para lo contrario: negarse en rotundo a comer verduras. El filósofo de Agrigento sentía repugnancia hacia los vegetales porque decía que en otra vida había habitado en un arbusto (literalmente, que su alma había vivido en un arbusto, no que a falta de mejor morada se hubiera hecho una cabañita entre unos matorrales).

La secta pitagórica tenía muchas, variopintas y no necesariamente racionales reglas para evitar la contaminación y conservar el estado de pureza: no permitir que las golondrinas anidaran bajo tu techo, no recoger nada del suelo, no dejar la huella del caldero sobre las cenizas, no remover las ascuas con una vara de hierro... Muchas tenían que ver con la repugnancia religiosa hacia el cuerpo: un pitagórico que se preciara no podía mirarse en un espejo situado junto a una luz, y nada más levantarse de la cama tenía que alisar la ropa para que no quedara la marca de su paso. Otras eran más sutiles, pero iban más o menos por el mismo camino: no se podía tocar a un gallo blanco (porque lo blanco es puro y el gallo, un animal sagrado, claro). Pero su especialidad eran los mandamientos relativos a la alimentación: el pan no se podía partir (con lo que se dificultaba enormemente comer nada más grande que un canapé), estaba completamente vetado derramar ni una gota de sangre, y jamás, jamás, se debía probar el salmonete o el atún rojo. Lo del atún rojo, parece ser, se debe a su aspecto sanguinolento. Lo del salmonete, a la creencia de que se alimentan de «cosas sucias y fétidas» (pero más probablemente al color rojizo de su carne; parece que los pitagóricos tenían un problema con el rojo). Lo del derramamiento de sangre debía de ser uno de sus tabúes más fuertes. La regla de oro era «no derrames sangre» ya que había un temor a que la sangre derramada te contaminase. Se dice que Pitágoras evitaba por ello el contacto con carniceros y cazadores, no porque fueran malos, sino por impuros, portadores de una contaminación infecciosa. Pero como la abstinencia de carne no era obligatoria, tal vez eso implicaba mandar a otra persona a hacer la compra. Que cada uno cuide de su pureza.

Sin embargo, toda secta necesita un pecado capital, algo mucho más grave que todo lo demás y que represente la mayor fuente de contaminación. La mayoría de las religiones optan por algo relacionado con el sexo y, aunque Pitágoras impuso a sus discípulos (y discípulas) ciertas restricciones sexuales, no fueron los pecados de alcoba los más graves para esta secta. En todo caso, las relaciones han de tenerse en invierno, no en verano. Son más suaves en otoño y en primavera, pero son pesadas en cualquier estación, no son buenas para la salud y lo mejor es abstenerse. Entre resolver un teorema matemático y jugar a los juegos de Afrodita, mucho mejor lo primero. De hecho, en cierta ocasión, cuando le preguntaron si conviene ajuntarse con una mujer, contestó: «Siempre que quieras hacerte más débil a ti mismo». Aunque también en esto Empédocles parece que fue más extravagante ya que no solo desaconsejaba sino que prohibía cualquier tipo de relaciones sexuales y hasta el mismo matrimonio.

Pero ya lo hemos dicho, lo gordo no era el sexo. Para los pitagóricos, la falta más grave que se podía cometer era comer habas. Hay argumentos de lo más diverso que explican, mal que bien, esta fobia. Una de las teorías se refiere a los tiempos de Pitágoras en Egipto, donde, por lo visto, no se consumían debido a su semejanza con los genitales masculinos. Cabe preguntarse qué tipo de habas conocían en Egipto, o bien qué imagen tenían de sus genitales. Mucho menos interesante pero quizá más plausible es que la palabra alubia significara «testículo» en el lenguaje coloquial del antiguo Egipto. De nuevo, no hay pruebas al respecto, y sí dudas sobre la personalidad de un Pitágoras capaz de sentar las bases de una religión sobre la interpretación literal de una palabrota.

Otra teoría sobre esta fobia de los pitagóricos nos llega gracias al obispo cristiano Hipólito, ya en el siglo III, que asegura que si se mascan las habas, se escupe la pasta y se deja al sol, a los pocos días emiten un olor semejante al del semen. Esta afirmación genera más preguntas que respuestas, y la primera es probablemente qué método de experimentación seguía el obispo. Otra de sus afirmaciones es la siguiente: «Si se entierra un haba en flor y a los pocos días se desentierra, vemos cómo adopta la forma de la pudenda de la mujer y después de un examen detallado veremos la cabeza de un niño creciendo junto a ella». Este tipo de imágenes quitan las ganas de comer habas al más ateo.

Igual de plausible o más es la teoría de que los pitagóricos se negaban a comer habas porque provocaban flatulencias, señal inequívoca de que tenían alma. Las flatulencias eran, en este caso, gases que luchan por escapar del cuerpo y volver al cosmos. Se ignora hasta qué punto los habitantes de Crotona conseguían mantener la seriedad al escuchar estas teorías en boca de sus estirados conciudadanos. Hoy en día... cuesta.

Y no hay que desdeñar por aburrida otra posibilidad: su rechazo de las habas se debía a que se usaban para echar a suertes los cargos públicos. Los pitagóricos tomaban parte en la vida política de la ciudad, pero no buscando cargos, sino como asesores. El rechazo de las habas equivalía al rechazo del sistema democrático. Su preferencia declarada por la aristocracia sobre la vulgaridad del pueblo, unida a esta fobia a las habas, acabaría por costarle la vida a Pitágoras.

De que eran de costumbres frugales no cabe duda, pero no está tan claro que los pitagóricos fueran vegetarianos. Evitaban tantas cosas que, a la larga, la manera más fácil de no liarse y no pecar era eludir todos los alimentos de origen animal, pero Porfirio cuenta que lo obligatorio era privarse solo de aquellas partes relacionadas con el nacimiento, el crecimiento, el principio y el fin. A saber: los riñones, los testículos, el aparato reproductor, la médula, los pies y la cabeza. Una vez eliminado eso, queda mucho y bueno que comer en el animal: las partes más deseables. Esto no quita que Pitágoras, como corresponde a cualquier líder de secta que se precie, exagerase un poco o un mucho: se privaba de comida durante varios días y se encerraba en su sótano, para luego volver a salir, demacrado y macilento, y anunciar que había estado de visita en los infiernos. Y cuando no era él mismo quien escribía su propia leyenda, no faltaban fieles que lo hicieran: Diógenes Laercio recoge que a Pitágoras nunca se le vio evacuando, ni haciendo el amor ni borracho. Su odio a los pobres bebedores debió de ser brutal. A la borrachera la llama, sin más, «ultraje», y desaconseja cualquier exceso, afirmando que nadie debe transgredir la medida ni en el beber ni en el comer. Para ayudar a que sus discípulos encontrasen siempre la justa medida de vino a ingerir, diseñó una ingeniosa copa con un mecanismo que impedía que se llenase más de lo debido. Se trata de una copa de vino muy especial, que se vacía sola cuando el nivel del líquido que contiene supera una cierta cota. El instrumento no hace uso ni de la magia ni de una avanzada tecnología de sensores, sino en algo tan sencillo como el principio de vasos comunicantes. No parece, por tanto, que la doctrina de la transmigración naciese de una borrachera, aunque Jenofonte así lo pensase cuando escuchó que Pitágoras reconoció el alma de un viejo amigo en un perrito al que estaban apaleando. Apolodoro nos cuenta que, cuando formuló su famoso teorema (o tal vez cuando descubrió con horror los números irracionales que tiraban por tierra su doctrina de la armonía del Universo y que tantos dolores de cabeza han dado a los estudiantes desde hace veinticinco siglos), sacrificó cien bueyes a los dioses, sin pararse mucho a pensar si alguno de los animales albergaba el alma de un pariente fallecido.

La muerte de Pitágoras debería aparecer en las enciclopedias, en la entrada de ironía: se dice que, hartos de su talante poco o nada democrático, los ciudadanos de Crotona fueron a por los pitagóricos con intenciones muy perjudiciales para su salud. La ruta de huida pasaba por un campo de habas, y Pitágoras se negó en redondo a meterse por allí, lo que le acabó costando la vida.

Otra versión, probablemente más hagiográfica, cuenta que el filósofo se privó de todo alimento durante cuarenta días, y tras este ayuno tan radical murió. Tan inesperado desenlace pasó a formar parte de su leyenda.

Sobre posteriores reencarnaciones de Pitágoras no nos han llegado datos fidedignos.

RECETA: UN SUICIDIO PITAGÓRICO

Para matar, o que se mate, un pitagórico, nada mejor que cocinar un buen plato de habas enzapatás, típicas de Huelva y el Algarve.

Ingredientes para 4 personas

½ kg de habas frescas, desgranadas si son grandes

1 cabeza de ajo con un corte de cuchillo alrededor

Agua

Ramas de poleo fresco

Ramas de cilantro fresco

Sal

Unas gotas de limón

Elaboración

•Sumergimos todos los ingredientes en una olla, los cubrimos de agua y llevamos a ebullición.

•Dejamos cocer hasta que estén tiernas (30 minutos aproximadamente). Hay que ser generosos con la sal y las hierbas frescas. Una vez retiradas del fuego, se puede añadir unas ramas de hierbabuena.

•Servimos como aperitivo, tibias o frías.

•Se pelan con las manos, se desechan las cáscaras y se acompañan con una cerveza bien fría. El amargor del lúpulo marida a la perfección con este plato.

LA COPA DE PITÁGORAS

Esta copa es un famoso artilugio ideado por Pitágoras para ayudar a sus discípulos a ejercitarse en la templanza. La copa solo podía usarse si se rellenaba con moderación, pero si el ansia de beber hacía que se llenase por encima del límite del hombre virtuoso, un sifón invertido oculto en su interior hacía que el vino se precipitase por su base y manchase al incontinente.

Tanto Platón como Jenofonte cuentan en sus respectivos banquetes que a Sócrates nunca le hizo falta el invento pitagórico, ya que una de las cosas que más cabreaba a los comensales con quien compartía simposio era que el filósofo que no sabía nada al menos sí que sabía beber, puesto que siempre era el que más vino consumía y nunca se emborrachaba.

HABAS DEL NUEVO Y DEL VIEJO MUNDO

¿Cómo es posible que los pitagóricos tuviesen fobia a las habas si estas no llegaron a Europa hasta que no las trajeron los barcos españoles junto con la patata, el cacao, el maíz, el tomate, los chiles, la piña, el aguacate o la calabaza? La respuesta es sencilla: las del continente americano y las cultivadas en Crotona eran plantas diferentes. Las primeras pertenecen a la especie Phaseolus vulgaris y son las más extendidas. Las segundas pertenecen al género Vigna y, al parecer, se empezaron a cultivar hace miles de años en África Occidental.

En Eurasia se cultivaban alubias desde hacía miles de años. Documentos antiguos y excavaciones lo atestiguan. Hace 5.000 años los sumerios ya tenían una palabra para la alubia: lu. Esta palabra acabó convirtiéndose en lu-up-up. Después, hace unos 3.800 años, pasó al acadio como luppu. Los griegos la incorporaron a su vocabulario como lóbion. En arameo, lóbion pasó a lubya, y así la incorporaron los árabes, con el artículo: al-lubya.

2

Platónicos

—————

Platón y sus banquetes

TRAS LA MUERTE DE SÓCRATES, Platón se dedicó a conocer mundo: Megara, las costas de la actual Libia, el sur de Italia, Egipto y, para su desgracia, Sicilia. Llegó a la isla con la intención de visitar el Etna, el volcán al que se había tirado Empédocles y que, según la leyenda, había vomitado una de sus sandalias de bronce. No sabemos si lo que atrajo a Platón hasta Sicilia fue el estudio de los volcanes o la búsqueda de la otra zapatilla, pero lo cierto es que cuando Dionisio I, el tirano de Siracusa, se enteró de su presencia, lo invitó a pasar una larga temporada en su corte, donde hizo buenas migas con Dión, su cuñado.

Dión se quedó prendado de las ideas políticas de Platón e insistió a Dionisio para que se dejase formar por el filósofo. Huelga decir que el dictador le hizo poco caso, tirando a ninguno, que es lo que todos, tiranos o no, solemos hacer con los que vienen recomendados por un cuñado con los que vienen recomendados por el cuñado.

Platón lo intentó de todos modos, pero el experimento de hacer sabio al político no salió bien. Los choques entre el filósofo puritano y el tirano juerguista fueron de órdago. A Dionisio no le hacían ninguna gracia la franqueza y las censuras de Platón; Platón no soportaba la falta de moderación y el libertinaje del tirano. Al filósofo le parecían repugnantes los banquetes del tirano; al tirano, las ideas peregrinas del filósofo. Las discusiones entre ambos fueron subiendo de tono, hasta que, cierto día, Dionisio le dijo desde el cariño: «Tus palabras están enfermas de vejez». Platón no era de los que se quedaban calladitos y respondió: «Y las tuyas, de afán tiránico». Lo que pasó a continuación no sorprenderá al lector: Platón acabó vendido como esclavo en una ciudad enemiga de Atenas. Se cuenta que cuando al tirano le reprocharon lo que había hecho, dijo: «No es para tanto: siendo filósofo, seguramente no se dé cuenta de lo que le ha pasado». El que sí que se dio cuenta, por suerte para Platón, fue un tal Aicérides, conciudadano suyo que lo compró y lo devolvió libre a Atenas.

Tiempo después, Dionisio I murió, coyuntura que aprovechó Dión para invitar de nuevo a su viejo amigo a Siracusa y encargarle la educación del nuevo tirano: Dionisio II. Platón aceptó, seguramente porque nadie le había dicho lo de que segundas partes nunca fueron buenas. Si el primer viaje a Sicilia fue malo, el segundo fue peor, y el tercero y último, nefasto.

Pero eso es otra historia.

Para esta, volvamos al primer viaje de Platón a Siracusa. Decir que la ciudad no le gustó de entrada igual es quedarse corto. Hay que entender que Platón era de costumbres e influencias espartanas, y partidario de una dieta austera, frugal, moderada tirando a aburrida. El choque cultural y gastronómico al llegar a esta ciudad de Sicilia, donde hasta el día de hoy se disfruta a fondo del placer de comer, debió de ser épico. Así nos lo cuenta él mismo en una de sus cartas:

¡Gentes que se saciaban dos veces al día! Consumen hasta el exceso [...]. No me gustó en absoluto la clase de vida allí considerada feliz, atiborrada de banquetes a la manera italiana y siracusana; hinchándose de comer dos veces al día, no dormir nunca a solas por la noche, y todo lo que acompaña a este género de vida. Pues con tales costumbres no hay hombre bajo el cielo que, viviendo esta clase de vida desde su niñez, pueda llegar a ser sensato (nadie podría tener una naturaleza tan maravillosamente equilibrada): ni siquiera podría ser prudente, y, desde luego, lo mismo podría decirse de las otras virtudes. Y ninguna ciudad podría mantenerse tranquila bajo las leyes, cualesquiera que sean, con hombres convencidos de que deben dilapidar todos sus bienes en excesos y que crean que deben permanecer totalmente inactivos en todo lo que no sean banquetes, bebidas o esfuerzos en busca de placeres amorosos. Forzosamente, tales ciudades nunca dejarán de cambiar de régimen entre: tiranías, oligarquías y democracias, y los que mandan en ellas ni soportarán siquiera oír el nombre de un régimen político justo e igualitario.

(Carta VII, 326 b-c)

(Obsérvese que pone al mismo nivel tiranías, oligarquías y democracias; el carácter democrático del filósofo dejaba bastante que desear, y en todo momento dejó bien claro que la democracia ateniense de su época no era su forma de gobierno favorita; ni siquiera estaba entre las finalistas. Para Platón solo hay una forma de gobierno buena: aquella en la que el que manda es él; todas las demás son meros sucedáneos).

Volviendo al tema de lo de comer dos veces al día y otras malas costumbres, saltan todas las alarmas. A ver, ¿no es El banquete una de las obras más conocidas, si no la más famosa, de Platón? ¿Qué clase de banquete nos ofrece un tipo admirador rendido de las costumbres espartanas?

Respuesta: El banquete habla muy poquito del banquete entendido como comilona, y se centra en el simposio, palabra cuya evolución demuestra que nunca hay que tomarse demasiado en serio la etimología: en vez de una reunión de expertos, como sería un simposio actual, el griego consistía en una reunión de bebedores. Bien pensado, tal vez la etimología no esté tan mal traída.

En el simposio, para empezar, no había mujeres. En cierta ocasión se invitó a una, Hiparquia, y la cosa no fue bien (sobre todo para Teodoro el Ateo, que acabó vapuleado por la filósofa cínica; pero también eso es otra historia y será contada en otra ocasión). Las mujeres participaban solo para servir las viandas, tocar instrumentos musicales y, si el vino corría en abundancia y no muy aguado, para algunos extras posbanquete.

Persiste la duda: ¿cómo de aficionado podía ser Platón a este tipo de celebraciones, considerando que era más partidario de lo espartano que de lo dionisíaco, que consideraba la templanza virtud esencial y que creía que el cuerpo era poco más que un estorbo (un estorbo que hay que cuidar para que no interfiera con el pensamiento, pero un estorbo al fin y al cabo)? Sabemos que, al famoso banquete, su Sócrates llegó tarde porque estaba muy a sus cosas de pensar, y sobre lo que comieron y bebieron no cuenta gran cosa. Platón, como un amante inexperto, desdeña los prolegómenos y pasa directamente a contarnos de qué dialogaron: fue sobre el amor. En este caso, lo que ganan la filosofía y la literatura se lo pierde la gastronomía.

Vale, admitimos que no le interesa la comida, pero ¿qué hay de la gastronomía como arte? Pues tampoco muestra mucho interés y sí cierto desprecio. Así, en el Gorgias, habla por boca de Sócrates, que no estaba en condiciones de defenderse debido a un grave caso de envenenamiento por cicuta, para desacreditarla:

SÓCRATES: Puesto que tanto mérito tiene a tus ojos causar placer, ¿querrías proporcionarme a mí uno, aunque sea pequeño?

POLO: Con gusto.

SÓCRATES: Pregúntame por un momento si considero la cocina como un arte.

POLO: