Gerona - Benito Pérez Galdos - E-Book

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Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Los Episodios Nacionales es una serie de novelas de Benito Pérez Galdós. Novelizan la historia de España desde 1805 hasta 1880, incluyendo todos los acontecimientos relevantes del S.XIX en España y separándolos por capítulos, desde la Guerra de la Independencia a la Restauración Borbónica, mezclando personajes reales con ficticios en una monumental obra de la literatura española. Gerona es el séptimo volumen de la primera serie.-

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Benito Pérez Galdós

Gerona

 

Saga

GeronaCopyright © 1870, 2020 Benito Pérez Galdós and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726485257

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

—5→

En el invierno de 1809 a 1810 las cosas de España no podían andar peor. Lo de menos era que nos derrotaran en Ocaña a los cuatro meses de la casi indecisa victoria de Talavera: aún había algo más desastroso y lamentable, y era la tormenta de malas pasiones que bramaba en torno a la Junta central. Sucedía en Sevilla una cosa que no sorprenderá a mis lectores, si, como creo, son españoles, y es que allí todos querían mandar. Esto es achaque antiguo, y no sé qué tiene para la gente de este siglo el tal mando, que trastorna las cabezas más sólidas, da prestigio a los tontos, arrogancia a los débiles, al modesto audacia y al honrado desvergüenza. Pero sea lo que quiera, ello es que entonces andaban a la greña, sin atender al formidable enemigo que por todas partes nos cercaba.

Y aquel era enemigo, lo demás es flor de cantueso. Me río yo de insurrecciones absolutistas y republicanas, en tiempos en que el poder —6→ central cuenta con grandes elementos para sofocarlas. Aquello no se parecía a ninguna de estas niñerías de ahora, pues con las tropas que Napoleón envió a España a fines del año 9 constaba de trescientos mil hombres el ejército invasor. Los nuestros, dispersos y desanimados, no tenían un general experto que los mandase; faltaban recursos de todas clases, especialmente de dinero, y en esta situación el poder central era un hervidero de intriguillas. Las ambiciones injustificadas, las miserias, la vanidad ridícula, la pequeñez inflándose para parecer grande como la rana que quiso imitar al buey, la intolerancia, el fanatismo, la doblez, el orgullo rodeaban a aquella pobre Junta, que ya en sus postrimerías no sabía a qué santo encomendarse. Bullían en torno a ella políticos de pacotilla de la primera hornada que en España tuvimos, generales pigmeos que no supieron ganar batalla alguna; y aunque había también varones de mérito así en la milicia como en lo civil, estos o no tenían arrojo para sobreponerse a los tontos, o carecían de aquellas prendas de carácter sin las cuales, en lo de gobernar, de poco valen la virtud y el talento.

Tuvo la Junta allá por Marzo el malísimo acuerdo de establecer el Consejo de Castilla, fundiendo en él todos los demás Consejos suprimidos, y cuando esta antigualla se vio de nuevo con vida; cuando esta máquina roñosa, inútil y gastada se encontró puesta otra vez en movimiento, allí era de ver cómo pretendía —7→ gobernar el mundo. La fatuidad de aquellos consejeros que tanto adularon a José no tenía igual. Desde que se les puso en juego, empezaron a intrigar contra quien les había sacado del olvido, y decían que la Junta era ilegítima. Valiéndose de D. Francisco Palafox, hermano del defensor de Zaragoza; de Montijo, a quien hemos visto en alguna parte, del marqués de la Romana y de otros pájaros, llenaron de enredos a la Junta y a la comisión ejecutiva. Por último, en la Regencia, última metamorfosis de aquel poder tan nacional como desgraciado, también sembraron cizaña los del Consejo. Esta pandilleja no era otra cosa que el partido absolutista, que ya empezaba a sacar la oreja; y para que desde el principio se tuviera completa noticia de su existencia, también repartió dinero entre la tropa, fiando sus esperanzas a una sedición militar que por entonces quedó frustrada. Nada de esto era ya nuevo en España, porque el motín del 19 de Marzo en Aranjuez, de que, si mal no recuerdo, hice mención, obra fue de la misma gente; mas no se valieron sólo de la tropa sino también de varios cuerpos facultativos y distinguidos, como los lacayos, pinches y mozos de cuadra de la regia casa. En Sevilla azuzaron a lo que un gran historiador llama con enérgico estilo la bozal muchedumbre, y hubo frecuentes serenatas de berridos y patadas por las calles; mas no pasó de aquí.

Un arma moral esgrimían entonces unos contra otros los políticos menudos, y era el —8→ acusarse mutuamente de malversadores de los caudales públicos, cuyo grosero recurso hacía el mejor efecto en el pueblo. Cuando se disolvió la Junta en Cádiz, hubo un registro de equipajes, que es de lo más vil y bochornoso que contiene nuestra moderna historia; pero no se encontró nada en las maletas de los patriotas, porque estos, malos o buenos, tontos o discretos, no tenían el alma en los bolsillos, ni la tuvieron aun sus inmediatos sucesores, años adelante.

Perdonen ustedes, si me ocupo de estos sainetes de la epopeya. Lo extraño es que las miserias de los partidos (pues también entonces había partidos, aunque alguien lo dude) no impedían la continuación de la guerra, ni debilitaban el formidable empuje de la nación, con independencia de las victorias o derrotas del ejército. Verdad es que las discordias de arriba no habían cundido a la masa común del país, que conservaba cierta inocencia salvaje con grandes vicios y no pocas prendas eminentes, por cuya razón la homogeneidad de sentimientos sobre que se cimentara la nacionalidad, era aún poderosa, y España, hambrienta, desnuda y comida de pulgas, podía continuar la lucha.

Cansaría a mis amados lectores si les contara detalladamente mi vida durante aquel funesto año 9, que comenzado con las proezas de Zaragoza, terminaba con el desastre de Ocaña y la dispersión del ejército español. Por —9→ fortuna no me encontré en aquella jornada, pues incorporado al principio del año al ejército del Centro, me destinaron en Agosto a la división del duque del Parque, y asistí a la acción de Tamames. Poco puedo decir de la de Talavera, que no sea por referencia, pues el 27 y el 28 de Julio me encontraba en Puente del Arzobispo, y aunque algo podría contar de la campaña del duque del Parque, lo omito por no cansar a mis amigos. A fin del año servía en la división de D. Francisco Copons, que con las de D. Tomás Zeraín, de Lacy y Zayas guardaba el paso de Sierra-Morena, porque ha de saberse que los franceses, envalentonados hasta lo sumo y reforzados con nueva tropa, se disponían a invadir la Andalucía, a los diez y ocho meses de la batalla de Bailén, ¡a los diez y ocho meses! Las fuerzas de que disponíamos apenas merecían el nombre de ejército, y el del duque de Alburquerque, único que aún se conservaba en buen estado, no podía tampoco resistir el empuje de los franceses victoriosos, y se retiraba hacia el Mediodía para proteger la resistencia del poder central.

¡Qué situación, amigos míos! Esto pasaba, como he dicho, al poco tiempo de aquella brillante y rápida campaña de Junio y Julio de 1808; y los mismos lugares que antes nos vieron victoriosos y llenos de orgullo presenciaban ahora el triste desfile de los dispersos de Ocaña, que a cada instante volvían el rostro con inquietud, creyendo sentir las pisadas de los caballos de Víctor, Sebastiani y Mortier.

—10→

-¡Quién hubiera creído -dije a Andresillo Marijuán, cuando almorzábamos en una venta de Collado de los Jardines- que habíamos de desandar tan pronto este camino! Ahora me parece que no paramos hasta Cádiz.

-Con paciencia se gana el cielo -me contestó-. Yo tengo toda la que pueden dar siete meses de bloqueo como el de Gerona. Todavía estoy admirado de encontrarme vivo, Gabriel. Pero dime, ¿dónde has ganado esa charretera? ¿Creerás que yo no soy nada? Digo mal porque dentro de la plaza me hicieron al modo de sargento y a estas horas nadie me ha reconocido mi grado. Haré una reclamación a la Junta.

-Yo gané mis grados en Zaragoza - respondí con orgullo- y también te aseguro que al cabo de un año conservo cierta duda de si seré yo mismo el que en aquellos fieros combates se halló, o si después de muerto me habré trocado en otro sujeto.

-Bien dicen que en Zaragoza y en el ejército del Centro se dieron los grados como quien echa almorzadas de trigo a las gallinas. Amigo Gabriel, en España no se premia más que a los tontos y a los que meten bulla sin hacer nada. Dime, teniente de almíbar, ¿en Zaragoza comistes ratones flacos y pedazos de estera fritos con grasa de asno viejo?

Reíme de la pregunta, y los circunstantes dieron broma a Marijuán, porque este desde que se nos unió cerca de Almadén del Azogue en los últimos días del año, nos había venido —11→ aturdiendo con el perenne contar de sus privaciones y hambres en Gerona.

-En mi mochila -continuó el aragonés- tengo un diario del sitio que escribió en la plaza el Sr. D. Pablo Nomdedeu, y os lo daré a leer, para despertar el apetito cuando estéis desganados. Por ahora en marcha, que me parece dan orden de tomar soleta hacia abajo.

En efecto, después de una hora de descanso emprendimos el camino hacia el Mediodía, y Marijuán repetía la canción con que nos aporreaba los oídos desde que le encontramos:

Dígasme tú, Girona

si te n'arrendiràs...

Lirom lireta.

Cóm vols que m'rendesca

si España non vol pas.

Lirom fa la garideta,

lirom fa lireta la.

En Bailén hicimos noche. ¡Qué triste impresión produjo en mí la vista de aquellos campos, al considerar que los atravesábamos después de dejar casi toda Castilla en poder de los franceses, a quienes poco antes habíamos sojuzgado con tanta fortuna en el mismo sitio! ¡Cómo se representó en mi imaginación lo que allí había visto y oído, la perspectiva y el estruendo glorioso de la acción, iluminada por el ardoroso sol de Julio! Todo estaba frío, helado, quieto, triste, silencioso, oscuro, y parecía que sobre los llanos y las mansas colinas de Bailén, una pesada e informe sombra se paseaba a flor del suelo. Visitamos luego Marijuán —12→ y yo el palacio de Rumblar, creyendo encontrar allí todavía a la condesa y a su familia, y aunque era ya de noche, nos propusimos penetrar seguros de ser bien recibidos. Cuando dimos los primeros aldabazos en la puerta, contestonos el lejano ladrido de un perro, sin que rumor alguno indicase la presencia de criatura humana en el palacio, lo cual nos hizo comprender que estaba abandonado. Insistimos, sin embargo, en dar golpes, y al cabo oímos una voz que desde el patio con enojado tono nos respondía, mejor dicho, nos increpaba exclamando:

-Allá voy. ¡Condenados muchachos, qué querrán a estas horas!

Abrionos echando sapos y culebras por su fea boca el tío Tinaja, antiguo servidor de la casa (pues no era otro el que a la sazón la guardaba), y luego que nos hubo reconocido, desarrugó el ceño, hízonos entrar ofreciéndonos un asiento junto a la lumbre, y allí nos contó cómo toda la familia con buena parte de la servidumbre había marchado a Cádiz huyendo de la invasión francesa.

-Mi señora la condesa doña María estaba en que se había de quedar -nos dijo-; pero sus primas de Madrid, que llegaron por Todos los Santos, le volvieron la cabeza del revés. D. Paco también tenía mucho miedo, y entre él, las primas y las tres señoritas, todos llorando y moqueando en ruedo, ablandaron el alma de bronce de la condesa, obligándola a marchar.

—13→

-¿No ha venido también el Sr. D. Felipe? -pregunté comprendiendo a qué personas se refería el tío Tinaja.

-El Sr. D. Felipe no ha venido, porque según dijeron, está con el francés. Su hermana, la señora marquesa, es muy española, y habían de ver ustedes cómo disputa con su sobrina, que se ríe del Lord y dice que ningún general español vale dos cuartos.

-¿Ha venido también D. Diego?

-No señor. Pues pocas lágrimas han derramado las niñas, y pocos mares han corrido de los ojos de la señora por las calaveradas de don Diego. No hay quien le saque de Madrid, donde se junta con flamasones, anteos, perdularios, gabachos y gente mala que le trae al retortero. Parece que ya no se casa con la señorita Inés, por cuya razón mi ama está que trina, y el otro día ella y sus primas hablaron más de lo regular. D. Paco se puso por medio y echó una arenga en latín. Las señoritas empezaron a llorar, y aquel día en la mesa nadie habló una palabra. No se oía más ruido que el de los dientes mascando, el de los tenedores picando en los platos y el de las moscas que iban a golosinear.

-¿Y cuándo salieron para Cádiz?

-Hace cuatro días. Las tres señoritas iban muy contentas, y doña María muy triste y ensimismada. La mala conducta del señor don Diego la tiene en ascuas y la buena señora se va acabando.

Nada más me dijo aquel hombre que merezca —14→ mención, y a varias preguntas mías harto prolijas e impertinentes, no contestó cosa alguna de provecho. Después que nos ofreció parte de su cena, díjonos que podíamos albergarnos en la casa por aquella noche, y como la tropa se alojaba en el pueblo, nos quedamos allí. Solo, y mientras Marijuán dormía, recorrí varias habitaciones altas de la casa, iluminadas no más que por la luna, y una dulce e inexplicable claridad llenaba mi alma durante aquella muda y solitaria exploración. No hubo mueble que no me dijese alguna cosa, y mi imaginación iba poblando de seres conocidos las desiertas salas. La alfombra conservaba a mis ojos una huella indefinible, más bien pensada que vista; vi un cojín que aún no había perdido el hundimiento producido por el brazo que acababa de oprimirlo, y en los espejos creí ver no la huella, ni la sombra, porque estas voces no son propias, sino una nada, mejor dicho un vacío, dejado allí por la imagen que había desaparecido.

En una habitación que daba a la huerta vi tres camas pequeñas. Dos de ellas parecía como que tenían un lugar fijo en los dos testeros de derecha e izquierda. La tercera que estorbaba el paso, revelaba haber sido puesta para un huésped de pocos días. Las tres estaban cubiertas de blanquísimas colchas, bajo las cuales los fríos colchones se inflamaban sin peso alguno. La pila de agua bendita estaba llena aún y mojé las puntas de los dedos, haciéndome en la frente la señal de la cruz. Un fuerte escalofrío —15→ corrió por mi cuerpo al contacto helado, como si los dedos que habían tomado las últimas gotas se rozaran con los míos en la superficie del agua. Recogí del suelo una pequeña cinta y unos pedacitos de papel retorcidos, engrasados y perfumados, que indicaban haber servido para moldear los rizos de una cabellera. El silencio de aquel lugar no me parecía el silencio propio de los lugares donde no hay nadie, sino aquel que se produce en los intervalos elocuentes de un diálogo, cuando hecha la pregunta el interlocutor medita para responder.

Salí de aquella estancia, y después de recorrer otras con igual interés, sintiéndome al fin cansado, me recosté en un sofá, donde cerca ya del alba me dormí profundamente. La luz del día entraba a torrentes por las ventanas y balcones cuando me despertó Andrés cantando su estribillo catalán:

Dígasme tú Girona si

te n'arrendiràs.

En aquellos días, los últimos del mes de Enero de 1810, ocurrieron las más lamentables desgracias del ejército español. Creeríase que el genio de la guerra, fundamental en nosotros como el eje del alma, nos había faltado, y la lucha fue desordenada y a la aventura. El general Desolles atacó en Puerto del Rey a la división Girón que se desbandó junto a las Navas de Tolosa, y al mismo tiempo Gazán acometía el paso de Nuradal, mientras Mortier forzaba el de Despeñaperros. El mariscal Víctor —16→ penetró por Torrecampo para caer sobre Montoro, y Sebastiani por Montizón, de modo que la invasión de Andalucía se verificó por cuatro puntos distintos con estrategia admirable que acabó de desconcertarnos. Verdad es, y sírvanos esto de disculpa, que teníamos por general en jefe a D. Juan Carlos de Areizaga, hombre nulo en el arte de la guerra, y en cuya cabeza no cabían tres docenas de hombres. La pericia de algunos jefes subalternos servía de muy poco, y desmoralizada la tropa, convencida de su incapacidad para la resistencia, no veía delante de sí ni gloria, ni honor, sino el cómodo refugio de Córdoba, Sevilla o la isla gaditana. Resistencia formal sólo la hallaron los franceses por Montizón entre Venta Nueva y Venta Quemada, donde mandaba D. Gaspar Vigodet, el cual después de batirse con mucho arrojo ordenó la retirada en regla. En suma, señores míos, doloroso es decirlo y doloroso es recordarlo; pero es lo cierto que los franceses avanzaron hacia Córdoba cuando nosotros llorábamos nuestra impotencia camino de Sevilla.

¿Y qué podré deciros del espectáculo que nos ofreció esta ciudad amotinada, sometida a las intrigas de una facción tan pequeña como audaz? De buena gana no diría nada, tragándome todo lo que sé y ocultando todo lo que vi, para que semejantes fealdades no entristecieran estos cuadros; pero ya la fama ha dicho cuanto había que decir, y no porque yo lo calle dejará de saberse, que si en mí consistiera, —17→ a este y a otros hoyos de nuestra historia les echaría tierra, mucha tierra.

Es el caso que fugitiva la Central, los conspiradores erigieron allí una juntilla suprema, y azuzado el populacho, no se oían más que vivas y mueras, olvidándose del francés que tocaba a las puertas, cual si en el suelo patrio no hubiese más enemigos que aquellos desgraciados centrales. ¡Lo que es la pasión política, señores! No conozco peor ni más vil sentimiento que este, que impulsa a odiar al compatricio con mayor vehemencia que al extranjero invasor. Yo me espantaba presenciando los atropellos verificados contra algunos y la salvaje invasión de las casas de otros. ¡Y gracias que escaparon con vida de manos de aquella plebe holgazana y chillona! En una palabra, aquello era de lo más denigrante que he visto en mi vida, y si la Junta central valía poco, los individuos que en Sevilla y después en Cádiz agujerearon, como inquietos y vividores reptiles, sus fundamentos, no ocupan, a pesar de su mucho bullir y de las distintas posturas que tomaron, un lugar visible en la historia. Su pequeñez los hace desaparecer en las perspectivas de lo pasado, y sus nombres sin eco no despiertan admiración ni encono. Pertenecen a ese vulgo que, con ser tan vulgo, ha influido en los destinos del país desde la primera revolución acá; gentezuela sin ideal, que se perdería en las muchedumbres como las gotas de lluvia en el Océano, si la vituperable neutralidad política de los españoles —18→ honrados, decentes, entendidos y patriotas, que son los más, no les permitiera actuar en la vida pública, tratando al país como un objeto de exclusiva pertenencia que se les ha dado para divertirse.

Pero quiero poner punto en esta materia, que seduce poco mi entendimiento. Continuando nuestra retirada llegamos al Puerto de Santa María, donde estuvimos dos días con sus noches, y allí fue donde adquirí sobre el formidable cerco de Gerona estupendas noticias. Debo una explicación a mis lectores, y voy a darla.

Mi objeto al comenzar esta última sesión, en que apaciblemente nos encontramos, amados señores míos, fue referir lo mucho y bueno que vi en Cádiz cuando nos refugiamos allí, después que los franceses penetraron en Andalucía; pero un deber patriótico me obliga a aplazar por breve tiempo este mi natural deseo, haciendo lugar a algunos hechos del sitio de Gerona, que contaré también, si bien los contaré de oídas. Un amigo de aquellos tiempos, y que después lo fue también mío en épocas más bonancibles, me entretuvo durante dos largas noches con la descripción de maravillosas hazañas que no debo ni puedo pasar en silencio. Aquí las pongo, pues, suspendiendo el curso de mi historia, que reanudaré en breve, si Dios me da vida a mí y a ustedes paciencia. Sólo me permito advertir, que he modificado un tanto la relación de Andresillo Marijuán, respetando por supuesto todo lo —19→ esencial, pues su rudo lenguaje me causaba cierto estorbo al tratar de asociar su historia a las mías. Hago esta advertencia para que no se maravillen algunos de encontrar en las páginas que siguen observaciones y frases y palabras impropias de un muchacho sencillo y rústico. Tampoco yo me hubiera expresado así en aquellos tiempos; pero téngase presente que en la época en que hablo, cuento algo más de ochenta años, vida suficiente a mi juicio para aprender alguna cosa, adquiriendo asimismo un poco de lustre en el modo de decir.

Relación de Andresillo Marijuán

- I -

Yo entré en Gerona a principios de Febrero, y me alojé en casa de un cerrajero de la calle de Cort-Real. A fines de Abril salí con la expedición que fue en busca de víveres a Santa Coloma de Farnés, y a los pocos días de mi regreso, murió a consecuencia de las heridas recibidas en el segundo sitio aquel buen hombre —20→ que me había dado asilo. Creo que fue el 6 de Mayo, es decir, el mismo día en que aparecieron los franceses, cuando al volver de la guardia en el fuerte de la Reina Ana, encontré muerto al Sr. Mongat, rodeado de sus cuatro hijos que lloraban amargamente.

Hablaré de los cuatro huérfanos, que ya lo eran completamente por haber perdido a su madre algunos meses antes. Siseta, o como si dijéramos, Narcisita, la mayor en edad, tenía poco más de los veinte, y los tres varoncillos no sumaban entre todos igual número de años, pues Badoret1 apenas llegaba a los diez, Manalet2 no tenía más de seis, y Gasparó empezaba a vivir, hallándose en el crepúsculo del discernimiento y de la palabra.

Cuando penetré en la casa y vi cuadro tan lastimoso, no pude contener las lágrimas y me puse a llorar con ellos. El Sr. Cristòful Mongat era una excelente persona, buen padre y patriota ardiente; pero aun más que el recuerdo de las buenas prendas del difunto me contristaba la soledad de las cuatro criaturas. Yo les amaba mucho, y como mi buen humor y franca condición propendían a enlazar el alma de aquellos inocentes con la mía, en algunos meses de trato, Badoret, Manalet y Gasparó, se desvivían por mí. No hablo aquí de Siseta, porque para esta tenía yo un sentimiento extraño, de piedad y admiración compuesto, —21→ como se verá más adelante. Mi ocupación en la casa mientras vivió el Sr. Mongat era en primer término hablar con este de las cosas de la guerra, y en segundo término divertir a los chicos con toda clase de juegos, enseñándoles el ejercicio y representando con ellos detrás de un cofre las escenas del ataque, defensa y conquista de una trinchera. Cuando yo iba de guardia, bien a Monjuich3 , bien a los reductos del Condestable o del Cabildo, los tres, incluso Gasparó, me seguían con sendas cañas al hombro remedando con la boca el son de cajas y trompetas o relinchando al modo de caballos.

Asociado cordialmente a su desgracia, les consolé como pude, y al día siguiente, después que echamos tierra al buen cerrajero, y luego que se retiraron los vecinos fastidiosos que habían ido a hacer pucheros condoliéndose ruidosamente de los huérfanos, pero sin darles auxilio alguno, tomé por la mano a Siseta, y llevándola a la cocina, le dije:

-Siseta, ya tú sabes...

Pero antes quiero decir que Siseta era una muchacha gordita y fresca, que sin tener una hermosura deslumbradora, cautivaba mi alma de un modo extraño, haciéndome olvidar a todas las demás mujeres y principalmente a la que había sido mi novia en la Almunia de Doña Godina. Rosada y redondita, Siseta parecía una manzana. No era esbelta, pero tampoco rechoncha. Tenía mucha gracia en su andar, y poseyendo bastante soltura e ingenio —22→ en la conversación, sabía sin embargo acomodarse a las situaciones, distinguiéndose por una gran disposición para no estar nunca fuera de su lugar, de cuyas prendas puede colegirse que Siseta tenía talento.

Pues bien, como antes indiqué, tomándole una mano, le dije:

-Siseta...

No sé qué me pasó en la lengua, pues callé un buen rato, hasta que al fin pude continuar así:

-Siseta, ya tú sabes que va para cuatro meses que estoy alojado en tu casa...

La muchacha hizo un signo afirmativo, demostrando estar convencida de mi permanencia en la casa durante cuatro meses.

-Quiero decir -proseguí- que durante tanto tiempo he estado comiendo de tu pan, aunque también os he dado el mío. Ahora con la muerte del Sr. Cristòful, os habéis quedado huérfanos. ¿Tienen ustedes tierras, alguna casa, alguna renta?...

-No tenemos nada -me contestó Siseta dirigiendo tristes miradas a los cacharros de la cocina-. No tenemos nada más que lo que hay en casa.

-Las herramientas valen alguna cosa -dije- mas en fin no hay que apurarse, que Dios aprieta, pero no ahoga. Aquí está el brazo de Andrés Marijuán. ¿Dejó tu padre algún dinero?

-Nada -respondió- no ha dejado nada. Durante su enfermedad trabajaba muy poco.

—23→

-Bien, muy bien -dije yo-. Con eso podéis recibir el plus que nos dan ahora y la ración que me toca todos los días. No hay que apurarse. Tú serás madre de tus hermanos, y yo seré su padre, porque estoy decidido a ahorcarme contigo. Ea, dejarse de lloriqueos; Siseta, yo te quiero. Tal vez creerás tú que yo no tengo tierras. ¡Qué tonta! Si vieras qué dos docenas de cepas tengo en la Almunia; si vieras qué casa... sólo le falta el techo; pero es fácil componerla, sin fabricarla toda de nuevo. Con que lo dicho, dicho. En cuanto se acabe este sitio, que será cosa de días a lo que pienso, venderás los cachivaches de la herrería, me darán mi licencia, pues también se concluirá la guerra; pondremos sobre un asno a la señora Siseta con Gasparó y Manalet, y tomando yo de la mano a Badoret, camina que caminarás, nos iremos a ese bajo Aragón, que es la mejor tierra del mundo, donde nos estableceremos.

Una vez que desembuché este discurso, volví al taller, con objeto de examinar las herramientas, y todo aquel mueblaje me pareció de poquísimo valor. La huérfana después que me oyera, sin decir cosa alguna, púsose a arreglar los trastos ordenando todo con hábil mano y a limpiar el polvo. Los chicos me rodearon al punto, corriendo precipitadamente a traer sus cañas, palos y demás aparatos de guerra, viéndome yo obligado en razón de esta diligencia a recomendarles gran celo en el servicio de la patria y del rey, pues bien pronto, —24→ si los franceses apretaban el cerco, Gerona necesitaría de todos sus hijos, aun de los más pequeñitos. Por último, después que durante media hora pusieron armas al hombro y en su lugar, cebaron, cargaron, atacaron e hicieron varias descargas imaginarias, pero que retumbaban en el angosto taller, les vi soltar las armas decaído el marcial ardor, y volver a su hermana con elocuente expresión los ojos.

-¿Qué? -pregunté yo, comprendiendo lo que significaba aquel mudo interrogatorio-. Siseta, ¿no hay qué comer?

Siseta disimulando sus lágrimas, registraba los negros andamios de una alacena, en cuyas cavernosas profundidades la infeliz se empeñaba en ver alguna cosa.

-¿Cómo es eso? -dije-. Siseta, no me habías dicho nada. ¿Qué me costaría ir al cuartel y pedir que me adelanten la ración de mañana?... ¿Y para qué quiero yo los siete cuartos que tengo ahorrados? Nada, hija; es preciso no sólo traer lo necesario para hoy, sino también provisiones abundantes, por si escasean los víveres dentro de la plaza. Dicen que ahora nos van a dar dos reales diarios. Ya me figuro lo que harás tú con esta riqueza. Pero no es ocasión de detenerme en habladurías, que estos valientes soldados se mueren de hambre. Toma los siete cuartos: voy al punto por la libreta.

No tardé en volver con el pan, y tuve el gusto de ver comer a mis hijos (desde entonces empecé a darles este nombre). Siseta se —25→ mantuvo en los límites de una sobriedad excesiva, y mientras duró el festín les hablé de los grandes acopios de víveres que se estaban haciendo en Gerona, conversación que parecía muy del agrado de los pequeñuelos. En esto el Sr. Nomdedeu, habitante del piso superior de la casa, pasó por delante de la tienda en dirección al portal contiguo. Saludonos afablemente a todos, y después de decir algunas palabras de desconsuelo con motivo de la pérdida del excelente señor Mongat, subió a su casa, rogándome que le acompañara. Yo tenía costumbre de ir todas las mañanas a referirle lo que se decía en los cuerpos de guardia, y estas visitas tenían para mí el doble atractivo de contar lo que sabía y de oír las agradables pláticas del Sr. Nomdedeu, hombre con quien no se hablaba una sola vez sin sacar alguna enseñanza provechosa.

- II -

El Sr. D. Pablo Nomdedeu era médico. No pasaba de los cuarenta y cinco años; pero los estudios o penas domésticas, para mí desconocidas, habían trabajado en tales términos su naturaleza que aparentaba mucho más del medio siglo. Era acartonado, enjuto, amarillo, con gran corva en la espina dorsal, y la cabeza salpicada de escasos pelos rubios y blancos, como yerba que nace al azar en ingrata tierra. —26→ Todo anunciaba en él debilidad y prematura vejez, excepto su mirar penetrante, imagen del alma enérgica y del entendimiento activo. Vivía en apacible medianía, sin lujo, pero también sin pobreza, muy querido de sus paisanos, consagrado fuera de casa a los enfermos del hospital, y dentro de ella al cuidado de su hija única, enferma también de doloroso e incurable mal. Para que ustedes acaben de conocer a aquel apacible sujeto, me falta decirles que Nomdedeu era un hombre de gran saber y de mucha amenidad en su sabiduría. Todo lo observaba, y no se permitía ignorar nada, de modo que jamás ha existido hombre que más preguntase. Yo no creí que los sabios preguntasen tonterías de las que no ignora un rústico; pero él me dijo varias veces que la ciencia de los libros no valdría nada, si no se cursase el doctorado de la conversación con toda clase de personas.

De su casa poco diré. Era tan humilde como decente. Muchos libros, algunas estampas francesas de anatomía, emparejadas con otras de santos, y bastantes cuadros que ostentaban detrás del vidrio innumerables yerbas secas con sendos letreros manuscritos al pie. Pero lo que principalmente impresionaba mi ánimo al subir a casa del Sr. Nomdedeu era una criatura tierna y sensible, una belleza consumida y marchita, una triste vida que junto a la pequeña ventana abierta al Mediodía quería prolongarse absorbiendo los rayos del sol. Me refiero a la desgraciada Josefina, hija del —27→ insigne hombre que he mencionado, la cual, enferma y postrada, se me representaba como las flores secas guardadas por el doctor detrás de un vidrio. Josefina había sido hermosa; pero perdidos algunos de sus encantos, otros se habían sublimado en aquel descendente crepúsculo que iba difundiendo sobre ella las sombras de la muerte. Inmóvil en un sillón, su aspecto era por lo común el de una absoluta indiferencia. Cuando su padre entró conmigo el día a que me refiero, Josefina no respondió a sus caricias con una sola palabra. Nomdedeu me dijo:

-Su existencia de plomo está pendiente de una hebra de seda.

Pronunció estas palabras en voz alta y delante de ella, porque Josefina estaba completamente sorda.

-El profundo silencio que la rodea -continuó el padre- es favorable a su salud, porque siendo su mal un desarrollo excesivo de la sensibilidad, todo lo que disminuya las impresiones exteriores, aumentará el reposo, a que debe esa lánguida y decadente vida. No espero salvarla; y todo mi afán consiste hoy en embellecer sus días, fingiendo que nos hallamos rodeados de felicidades y no de peligros. Desearía llevarla al campo, pero el deber y el patriotismo me obligan a no abandonar el cuidado del hospital, cuando nos amenaza un tercer cerco, que parece va a ser más riguroso que los dos primeros. Dios nos saque en bien. ¿Con que se murió ese pobre Sr. Mongat? —28→

-Sí, señor -respondí- y ahí tiene usted cuatro huérfanos desvalidos que pedirían limosna por las calles de Gerona, si yo no estuviera decidido a quitarme el pan de la boca para dárselo.

-Dios te premiará tu generosidad. Yo también haré lo que pueda por esos infelices. Siseta parece una buena muchacha, y sube algunas veces a acompañar a mi hija. Dile que venga más a menudo, y hoy mismo encargaré a la señora Sumta4 que les dé a los hijos de Cristòful Mongat todo lo que sobre en la casa. Pero cuéntame, ¿qué has oído en el cuerpo de guardia? Antes dime lo que ha ocurrido en esa expedición a Santa Coloma de Farnés. ¿Fuiste allá?

-Sí, señor; mas no nos ocurrió nada de particular. Los franceses se nos presentaron en la tarde del 24 de Abril; pero como éramos pocos, y no llevábamos por objeto el batirnos con ellos, sino traer provisiones a Gerona, luego que cargamos los carros y las mulas, nos vinimos para acá con D. Enrique O'Donnell. Los cerdos5 dominan toda la Sagarra; pero los somatenes les hacen perder mucha gente, y para abastecerse pasan la pena negra. El general francés Pino mandó hace poco un batallón a San Martín en busca de víveres. Al llegar, el coronel pidió al alcalde para el día siguiente —29→ de madrugada cierto número de raciones de tocino (porque abundan en aquel pueblo los animalitos de la vista baja); y como el batallón estaba cansado, dioles boletas de alojamiento, distribuyendo a los soldados en las casas de los vecinos. El alcalde aparentó deseo de servir al señor coronel, y al anochecer el pregonero salió por las calles gritando: «Eixa nit a las dotse, cada vehí matará son porch».

-Y cada vecino mató su francés.

-Así parece, señor, y así me lo contaron en el camino; pero no respondo de que sea verdad, aunque la gente de San Martín es capaz de eso. Luego que hicieron su matanza, escondieron armas, morriones y cuanto pudiera descubrirlos; y cuando se presentó el general Pino trataron de probarle que allí no había estado nadie.

-Sabes, Andrés -me dijo Nomdedeu- que eso parece cosa de cuento.

-Séalo o no -repuse- con estos y otros cuentos se anima la gente. Los cerdos están ya sobre Gerona, y esta mañana les hemos visto en los altos de Costa-Roja. Aquí dentro no somos más que cinco mil seiscientos hombres, que no son bastantes para defender la mitad de los fuertes. De estos el que no se ha caído ya, es porque no se le ha dado licencia. Si Zaragoza, que tenía dentro de murallas cincuenta mil hombres, ha caído al fin en poder del francés, ¿qué va a hacer Gerona con cinco mil seiscientos?

-Ya serán algunos más -dijo Nomdedeu —30→ paseándose por la habitación con la inquietud nerviosa y retozona que se apoderaba de él hablando de las cosas de la guerra-. Todos los vecinos de Gerona toman las armas, y hoy mismo se están formando en el claustro de San Félix las listas de las ocho compañías que componen la Cruzada gerundense. Yo he querido afiliarme; pero como médico, cuyos servicios no pueden reemplazarse, me han dejado fuera con sentimiento mío. También se está formando hoy el batallón de señoras, de que es coronela doña Lucía Fitz-Gerard, ¿la conoces? En verdad te digo, amigo Andrés, que en medio de la pena que causa el considerar los desastres que nos amenazan, se alegra uno al ver los belicosos preparativos que tanto enaltecen al vecindario de esta ciudad.

Mientras esto decíamos, expresándonos uno y otro con bastante exaltación, Josefina fijaba en nosotros sus ojos sorprendida y aterrada, y atendía a nuestros gestos, dando a conocer que los comprendía tan bien como la misma palabra. Advirtiolo su padre y volviéndose a ella, la tranquilizó con ademanes y sonrisas cariñosas, diciéndome:

-La pobrecita ha comprendido al instante que estamos hablando de la guerra. Esto le causa un terror extraordinario.

La enferma tenía delante de sí en una mesilla de pino un gran pliego de papel con pluma y tintero. La escritura servía a padre e hija de medio de comunicación.

Nomdedeu, tomando la pluma escribió:

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