Good Morning Go Cong - Andrés López-Covarrubias - E-Book

Good Morning Go Cong E-Book

Andrés López-Covarrubias

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Beschreibung

La guerra entre Vietnam del Norte y del Sur (1955-1975) fue un conflicto largo y cruel, enmarcado en una Guerra Fría de alcance mundial y de fuerte tensión política. En los años sesenta participó en ella un puñado de sanitarios militares españoles a través de la Misión Sanitaria Española de Ayuda a Vietnam del Sur. Ramón Gutiérrez de Terán fue el que más tiempo permaneció allí de todos ellos, y su particular historia, narrada con detalle al autor de este libro, ofrece un relato de primera mano sobre aquel mediático y desgarrador conflicto, la misión humanitaria española, los movimientos antibelicistas, el aislamiento del régimen de Franco e incluso la presencia colonial española en el Sahara. Porque Vietnam es la historia de un conflicto que marcó la forma de concebir el mundo y hasta la propia guerra. Desde Vietnam, ya nada sería igual.

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ANDRÉS LÓPEZ-COVARRUBIAS

Good Morning Go Cong

Una historia de españoles en la guerra de Vietnam

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2022 by ANDRÉS LÓPEZ-COVARRUBIAS

© 2022 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión y realización eBook: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6193-3

ISBN (versión digital): 978-84-321-6194-0

A los miembros de la Misión Sanitaria Española de Ayuda a Vietnam del Sur, y en particular a “Los Doce de la Fama”, que abrieron el camino.

A Ramón Gutiérrez de Terán Suárez-Guanes.

A Carlos y Alicia.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

PRÓLOGO

1. Apocalipsis

2. Así están las cosas

3. Padres e hijos

4. Un largo camino

5. Una decisión trascendente

6. Voluntarios

7. Destino: Vietnam del Sur

8. Bienvenidos al caos

9. La otra guerra de Vietnam

10. Una incómoda realidad

11. Doce hombres con piedad

12. Una visita inesperada

13. Regreso a la Cochinchina

14. Rutina en tiempos de guerra

15. Réquiem por el capitán Bernie Plaza

16. Protestas made in USA

17. No solo civiles

18. Medicina ambulante

19. Estrellas de Hollywood

20. Corresponsales de guerra

21. Napalm, herbicidas y otros regalos

22. Fin de semana en Saigón

23. «Los Doce de la Fama»

24. La ofensiva del Tet

25. Un viaje de ida y vuelta

26. Retirada y ¿olvido?

EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

ARCHIVO FOTOGRÁFICO

AUTOR

PRÓLOGO

Una historia, cualquier historia, comienza mucho antes de ser escrita. Esta lo hizo en una época convulsa, en plena Guerra Fría, bien mediado el siglo XX.

APENAS FALTABAN UNOS DÍAS para que la Navidad del año 2018 —fría, seca y luminosa— inundara hogares, comercios y espacios de radio y televisión con su habitual sobrecarga consumista, cuando inicié las gestiones para contactar por primera vez con el veterano capitán Ramón Gutiérrez de Terán, al que hasta entonces solo había visto en un par de fotografías recientes y en alguna otra obtenida varias décadas atrás. Sabía que contaba con una edad avanzada, pero desconocía aspectos sustanciales de su personalidad, principalmente aquellos que no dejan translucir las imágenes inanimadas: su carácter, por ejemplo; su disposición al diálogo; su estado de salud. Sobre todo su estado de salud. También sabía que medio siglo antes, en 1966, había formado parte del primer contingente de sanitarios del ejército español en ser enviados a Vietnam en misión de ayuda humanitaria (sí, realmente la primera de nuestras misiones a la que podría concederse tal denominación), siendo a la postre uno de los expedicionarios que más tiempo permaneció en aquel país. En aquella extraña y desconcertante guerra de Vietnam. Los llamaron los «Doce de la Fama», pero no serían los únicos integrantes de la misión. Después, y durante cinco años, los relevos no dejarían de sucederse, hasta completar el medio centenar de hombres.

No resultó fácil conseguir ese primer contacto —un lacónico y a la vez esperanzador número de teléfono—, pero un artículo publicado a doble página en el periódico La Vanguardia el verano anterior me concedió algunas claves y me puso sobre su pista. Su título: Vietnam. Los veteranos de guerra españoles. No era la primera vez que un medio de comunicación español abordaba este asunto —desde la década de los noventa, incluso antes, diferentes medios se habían hecho eco de ello—, pero sin duda era la publicación más reciente. Las claves estaban, por un lado, en que dos veteranos españoles de la guerra de Vietnam habían concedido una entrevista a un periódico hacía tan solo unos meses[1] (es decir, con algo de suerte aún podría localizarlos); y por otro se daba la circunstancia de que uno de ellos residía en una pequeña localidad de Toledo, a escasos kilómetros de mi domicilio. En aquel momento, con ese punto extra de motivación que suelen suscitar los viejos relatos que aspiran a convertirse en grandes historias, más que claves se me antojaba la conjunción de los planetas.

El reportaje estaba firmado por el periodista Enrique Figueredo, y a ese nombre resolví confiar una suerte que, a decir verdad, tampoco había tenido ocasión de mostrarse esquiva hasta el momento.

Cuando me puse en contacto con la redacción, conjeturando preguntas y respuestas que quizá nunca llegara a formular, la segunda voz que escuché fue la suya. La impresión no pudo ser más favorable. Gracias a él, a su generosidad, conseguí en pocos minutos —supuse que los necesarios para obtener el consentimiento del protagonista— un número de teléfono que aún entonces se antojaba repleto de importantes incógnitas.

En cualquier caso, pensar que contaba con la anuencia implícita del viejo militar transmitía inmejorables sensaciones, como más tarde confirmaría. Aquel incipiente interés por escribir esta historia adoptaba de pronto formas colosales.

Por supuesto, hice la llamada. Al otro lado de la línea telefónica se encontraba un hombre que viajó a un país donde el horror y la sinrazón campaban a sus anchas y se cebaban con los más débiles, algo propio del ser humano, como viene sucediendo en nuestras particulares cuitas desde el principio de los tiempos. Aunque privativa del ser humano es también la facultad para el amor y la compasión. Así, todo ello estará presente en estas páginas: el horror y la humanidad, el miedo y el heroísmo, la muerte y la supervivencia. La aventura. La vida llevada al límite.

Después de un intercambio formal de saludos, de una mínima exposición de intereses y objetivos, concertamos un primer encuentro. Terreno equidistante y neutral: una cafetería a la entrada de Torrijos, próspera localidad situada al noroeste de Toledo, a tan solo treinta kilómetros de la capital y bien comunicada por autovía. Sería después de Año Nuevo, hacia el tres o el cuatro, sobre las diez de la mañana.

Me presenté unos minutos antes que él —ambiente cálido y aroma a café— y ocupé una mesa vacía. Apenas entró Ramón en el local echó un vistazo a su alrededor algo desconcertado, intentando vanamente identificar a alguien cuyo aspecto le era totalmente desconocido. En eso le llevaba cierta ventaja, por aquel par de fotografías recientes. Distinguí su pelo corto y escarchado, su tez extremadamente bronceada, la apariencia de haber vivido tiempos mucho mejores. Me levanté y acudí a su encuentro.

—¿Don Ramón?

—Sí, soy yo, pero llámame Ramón—. Lo invité a sentarse y nos dispusimos a iniciar una conversación que tendría continuidad en los próximos meses, y que con el tiempo se convertiría en una sincera amistad.

El primer intercambio de palabras no tuvo otro objeto que el de romper un hielo que pronto se evaporaría. Aquel veterano de Vietnam estaba dispuesto a compartir su historia y yo aspiraba a conocerla. Todo se reducía a eso.

Su voz era nítida, intrépida, y por momentos las palabras le fluían desbocadas, sin orden, perseverando, tal vez, en aquellas ideas, impresiones o recuerdos tantas veces antes evocados. Poco a poco, mientras los minutos declinaban y las tazas dejaban de humear, la conversación, sin guion establecido, fue derivando hacia aspectos más íntimos de su vida. Me habló de su primera esposa; y de sus hijos; y de Victoria, su actual compañera de viaje. Tirando de algunos hilos también recordó su infancia complicada, y fue entonces cuando mencionó por primera vez a su padre, su héroe desconocido, capitán de Infantería en la reserva, fusilado cerca de Madrid, en Paracuellos del Jarama, en noviembre de 1936, a los cuarenta y dos años de edad. Un buen padre, cariñoso y atento, orgulloso de su familia, aunque a Ramón, con apenas dos años, le arrebataron la ocasión de descubrirlo. Fue una de las primeras víctimas mortales de la Guerra Civil. Después vendrían cientos de miles más, de ambos bandos. O de ninguno de ellos, gente corriente a quien la guerra pilla a contrapié. También me habló de su madre, mujer austera y afable; hija, nieta y esposa de militares, que se vio en la coyuntura de sacar adelante —a veces con la ayuda de un par de hermanas solteras— a una prole de seis hijos (cuatro niñas y dos varones) sin apenas exteriorizar una queja a lo largo de su vida. Los llantos quedaban reservados para esas noches yermas y oscuras que ignoran el desconsuelo. Era sorprendente escuchar a aquel hombre hablar con semejante serenidad de unos hechos tan horribles. Sorprendente y conmovedor. Sabemos que el tiempo se encarga de marcar distancias, de atenuar emociones. Sus palabras, pero sobre todo el tono y la cadencia con que las pronunciaba, revelaban que nunca sintió rencor hacia quienes cometieron tal crueldad. Estábamos de acuerdo en que nuestros padres y abuelos fueron víctimas del tiempo que les tocó vivir, de sus excesos y contradicciones; y en tales circunstancias no son las ideas las que ganan o pierden sino quienes las enarbolan y las sufren, de uno y otro lado; quienes padecen en carne propia, o en la carne de su carne, las trágicas consecuencias de la sinrazón humana.

Por fin hablamos de Vietnam. Y de la misión española de ayuda humanitaria que lo condujo hasta allí. Con voz ligeramente entrecortada, pequeñas pausas y miradas extraviadas, pero también con la determinación de quien se enfrenta al pasado con la necesaria paz de espíritu, rememoró lugares remotos, circunstancias dramáticas, largas y calurosas jornadas de hospital. Me habló de enfermedades tropicales, de desnutrición, de odio, de bombardeos, de amputaciones, de incomprensión, de falta de medios. Del peligro acechando en cada aldea, en cada rincón. Y de muerte. Muerte de todas las edades.

Afortunadamente también me habló de la vida abriéndose paso entre el caos; de amistad, compañerismo, exótica belleza y de algo parecido a la pasión.

Alcancé a vislumbrar que a pesar de los años transcurridos su mente seguía irremediablemente ligada a Vietnam. Ramón vio con sus propios ojos, y soportó en su propia piel, la guerra que dinamitó las normas establecidas.

La decisión estaba tomada. Escribiría esta historia y así se lo hice saber. Me dijo que podía contar con él y concertamos nuevos encuentros, a los que siempre acudí provisto de una pequeña grabadora y enormes dosis de curiosidad e interés.

Sería la historia de un tiempo no muy lejano pero tremendamente convulso; la historia del entonces suboficial —hoy veterano capitán— Ramón Gutiérrez de Terán Suárez-Guanes, presente en uno de los escenarios más desquiciantes del siglo XX. Y, por ende, la de sus abnegados compañeros, y la de la propia Misión Sanitaria Española de Ayuda a Vietnam del Sur; e, ineludiblemente, la historia de un conflicto que marcó el devenir de la sociedad contemporánea. Como marcó la forma de concebir el mundo, y hasta la propia guerra.

[1] Se trataba del capitán Ramón Gutiérrez de Terán y del general Antonio Velázquez Rivera (subteniente y teniente respectivamente durante su etapa en Vietnam).

1. Apocalipsis

«Estábamos convencidos de que llegaríamos allí con un mazo, lo derribaríamos todo a nuestro paso y se acabó».

General Samuel V. Wilson

¿QUÉ DIABLOS HACÍAN APENASuna docena de militares españoles en la guerra de Vietnam?

Aquello ya suponía un colosal avispero a mediados de la década de los sesenta del siglo XX —un siglo convulso que para entonces ya había conocido dos cruentas guerras mundiales—; una de esas locuras capaces de hacer temblar el orden establecido, de plantear miles de interrogantes, de remover millones de conciencias. Un monumental y confuso cataclismo en el que perderían la vida alrededor de dos millones de personas.

Vietnam llegó a cambiar la ética y hasta la estética de la guerra. Ya nada sería igual a partir de entonces. O dicho de otra manera: sobre las decisiones estratégicas que tuvieran que adoptar cualquier potencia inmersa en un conflicto armado siempre planearía la sombra de Vietnam.

Joseph Conrad y El corazón de las tinieblas. Wagner y su Guerra de las Valkirias. Gigantescos bombarderos B-52 arrojando un torbellino de muerte y destrucción; helicópteros vomitando proyectiles sobre una selva atestada de vietcong, o sobre una población civil que huye despavorida del infierno (alguien dijo alguna vez que el infierno es la imposibilidad de la razón). La fascinación y el horror atrapados en el hastiado semblante de un viejo, en la inocente y desconcertada mirada de un niño, en el mancillado rostro de una joven, en las pétreas facciones de un guerrero enloquecido. Apocalypse Now en estado puro. Para muchos norteamericanos, «un conflicto que se prolongaría durante diez largos años y llegaría a estar tan cerca de destruir América como lo estuvo de destruir Vietnam»[1].

Recuerdo que la guerra de Vietnam se coló en las adolescentes vidas de los chavales de mi generación —allá a finales de los setenta, apenas unos años después de que aquella finalizara—, como si de una enorme y delirante aventura se tratara, principalmente a través de la gran pantalla. Como posteriormente penetraría en la vida y conciencia de otras generaciones. Habíamos nacido en plena Guerra Fría —aquella no guerra que amenazaba con estallar en cualquier momento—, una época que parecía deslizarse —y deslizarnos— por la cuerda floja (amenaza nuclear, política de bloques, Corea, muro de Berlín, primavera de Praga, crisis de los misiles, conflictos raciales, mayo del 68…) y donde la disparatada guerra de Vietnam vino a marcar un punto de inflexión.

El cine y la televisión desafiaban nuestro juicio y ponían a prueba nuestros escrúpulos, descubriéndonos un conflicto, unas imágenes, unos acontecimientos que transitaban entre el dramatismo y la locura, entre la fascinación y la perplejidad. La industria cinematográfica de finales de los setenta gestó con estos y otros ingredientes la espectacular Apocalypse Now, o la psicológicamente desquiciante El Cazador, pero una década antes ya había llegado a los cines la propagandística Boinas verdes (exacerbada y poco convincente aportación de John Wayne en favor de las políticas intervencionistas de su país; un guiño a las heroicas y para entonces desvanecidas hazañas bélicas logradas por los norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial). Luego vendrían Platoon, La chaqueta metálica, Good Morning Vietnam, La colina de la hamburguesa, Forrest Gump, Nacido el 4 de julio, Cuando éramos soldados y un largo etcétera de producciones más o menos convincentes, más o menos fieles a la realidad. Cada una de ellas poniendo el foco de atención en cualquiera de los múltiples y tremendamente complejos aspectos de ese laberinto. Aunque Hollywood parecía obviar un importante detalle: no se trataba solo de un choque entre estadounidenses y vietnamitas, por mucho que la industria del celuloide tendiera a esa mera reducción, sino que existía una feroz guerra civil entre vietnamitas del norte y del sur, entre capitalismo y comunismo, reunificación e independencia, libertad y opresión; entre dos maneras antagónicas e irreconciliables de manejar un país, de concebir el mundo.

Antes, las imágenes de televisión —Vietnam tuvo el dudoso honor de convertirse en la primera guerra televisada de la historia—, sin la brutalidad impostada del cine pero con la crudeza sin paliativos que suele exhibir la desgarradora realidad, abrumaban los corazones de unos espectadores enajenados.

En paralelo una extensa creación literaria inundaba los escaparates de las librerías de medio mundo: novelas, ensayos, biografías, cuentos; obras escritas en no pocas ocasiones por reporteros que habían cubierto la guerra sobre el terreno o por los propios veteranos estadounidenses o vietnamitas. Todos aportaban una visión amplia del conflicto, sin duda, pero también un punto de vista enriquecedor, particular y único. Pocas guerras han generado una literatura tan fecunda, absorbente, valiosa, crítica y descorazonadora a la vez.

La magia del lenguaje. El poder de la palabra.

Y por último, la música. Porque Vietnam también se convirtió —y perdón por la frivolidad— en una banda sonora. O mejor aún, una multitud de bandas sonoras. Canciones ligadas a una época de grandes transformaciones políticas y sociales —una época en cierto sentido maravillosa—, una auténtica explosión de creatividad. Movimientos pacifistas, feministas, contraculturales; democracia, derechos civiles, lucha contra la discriminación racial. Nuevos estilos de vida, ruptura generacional. Y allí estaba la música: provocando, estimulando, perturbando, acompañando (séquito de honor de los enormes cambios que se estaban produciendo). En medio de este maremágnum las escenas de Vietnam adquieren connotaciones grandiosas, casi épicas.

Dos creaciones destacan por encima del resto (por supuesto es solo una opinión personal, infinidad de temas asaltan mi mente en este momento, como otros miles de ellos residen en nuestra memoria colectiva), tan diferentes y contrapuestas entre sí que parece imposible que puedan llegar a sugerir las mismas imágenes, fruto de una idéntica realidad, aunque encontrados sentimientos (presiento además que mi propio imaginario haya podido convertirlas en la banda sonora de este libro, reminiscencias armónicas que una y otra vez se repiten en algún lugar oculto del cerebro). Se trata de Paint it Black, grabada originalmente en Los Ángeles el 8 de marzo de 1966 por The Rolling Stones; una metáfora de la soledad, de la desolación interior a la que nos aboca el mundo en que vivimos («Miro dentro de mí y veo que mi corazón está negro / No más colores, quiero que se vuelvan negro. / Quizás entonces me desvaneceré y no tendré que afrontar los hechos. / No es fácil plantar cara cuando todo tu mundo es negro»). Sublime la melodía que acompaña a esta desalentadora letra. Por el contrario What a Wonderful World, interpretada magistralmente por Louis Armstrong en 1967, es un esperanzador canto a la paz y a la armonía, una visión optimista del planeta que compartimos y que choca frontalmente con el clima político y racial que enfrenta a la sociedad («Veo cielos azules y nubes blancas / el día brillante y bendito, la noche sagrada y oscura / y pienso para mí qué maravilloso mundo»)[2].

Cine, música, televisión. Información y entretenimiento a raudales. Pero han sido algunas de aquellas suculentas creaciones literarias —junto a las inalienables vivencias de Ramón Gutiérrez de Terán— mis auténticas fuentes de inspiración. Testimonios convertidos en vasos comunicantes que vertebran y dan sentido a estas páginas. Hurgar en tan vasta bibliografía requiere cierta pericia, apartar, como de costumbre, el grano de la paja. Puedes leer Vietnam desde fuera o desde dentro, esa es la cuestión. «Si quieres saber de una jodida vez —parecía susurrarme la belicosa voz de la sabiduría— lo que fue la guerra de Vietnam, no pierdas de vista Despachos de guerra, de Michael Herr[3]; o Un médico en Vietnam, de John Parrish».

La guerra desde dentro.

De acuerdo, dije, por algún sitio hay que empezar. Son libros que ayudan a situarse, a discernir, a comprender, a saber a lo que te enfrentas. Después vendrían muchos más. Leer es parte fundamental de cualquier proceso de investigación, pero también llega a convertirse en una necesidad vital. Leer por necesidad de leer y leer por necesidad de conocer (¿no es acaso el conocimiento la facultad del ser humano para comprender por medio de la razón la naturaleza de las cosas?).

Libros —como todos los concernientes a esta guerra— que dejan el alma un tanto contrariada; y el temor, en un sentido más mundano, a no estar a la altura como narrador. Pero al temor no hay que tomárselo mucho más en serio que a cualquiera otra pasión de nuestro ánimo. Solo cuando te enfrentas al miedo intentando contrarrestar sus fantasmas estás en disposición de neutralizarlo. Supongo que en la guerra algo así puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Ahora solo se trataba de escribir. Como antes lo hicieron otros.

Michael Herr, corresponsal de guerra, cubrió el conflicto vietnamita a lo largo de un año crucial. Tras publicar varios artículos en la prensa norteamericana sobre su experiencia en Vietnam, escribió Despachos de guerra, donde muestra «…sin las trabas del periodismo ortodoxo, prescindiendo de explicaciones oficiales y de debates moralizantes sobre la participación norteamericana, con fuerza y a la vez ternura inigualables, a los hombres mismos (negros, blancos, oficiales, soldados, corresponsales, civiles) y la atmósfera pavorosa, alucinante casi, de sus vidas»[4]. John Parrish, médico de la Armada de Estados Unidos, estuvo destinado en Vietnam entre 1967 y 1968. Un breve pero intenso periodo que le bastó, sin embargo, para descubrir la inutilidad de la intervención americana en el sudeste asiático y reflejar sus vivencias en Un médico en Vietnam.

Ambos libros se cimientan en sus propias experiencias y en las de aquellos con quienes las compartieron. La guerra les había cambiado la vida, su particular concepción del mundo.

Algo que no les ocurriría solo a ellos.

Para el antiguo profesor de la Universidad de Massachussets Christian G. Appy, autor de un excelente ensayo publicado en 2003 en el que reúne los testimonios de más de un centenar de protagonistas de ambos bandos, aquella fue una época «en la que millones de personas en varios países sentían que la guerra se había convertido en una condición casi permanente. En la que a diario, durante más de una década, los padres decían adiós a unos hijos que jamás volverían a ver, en la que los adolescentes aprendían a matar como un deber patriótico […] en la que las familias discutían sobre la naturaleza de la guerra y cómo reaccionar ante ella; los campesinos veían arder sus casas, los ciudadanos se levantaban en actitud desafiante en oposición al gobierno, los prisioneros padecían formas inimaginables de interrogatorio y tortura; los comandantes movían a las tropas sobre mapas militares, médicos y enfermeras atendían cuerpos llenos de metal, los líderes insistían en que los combates debían continuar y los periodistas enviaban reportajes de batallas que nadie recordaría excepto los supervivientes»[5].

Magnífica manera de glosar una época, un conflicto grabado a sangre y fuego en la retina de millones de personas.

Quizá uno de los análisis más certeros con los que me he topado a lo largo de este trabajo —por simple que pueda parecer— sea el del general estadounidense Samuel V. Wilson[6], quien a lo largo de su carrera militar llegó a prestar valiosos servicios a su país tanto en el ámbito de las operaciones especiales como en tareas de inteligencia. Solo alguien con su experiencia y autoridad podía expresar de una forma tan rotuna lo que por otra parte conforma el imaginario colectivo de la sociedad norteamericana: «Tendemos a librar una guerra del mismo modo que hicimos durante la Segunda Guerra Mundial. Somos prisioneros de nuestra propia experiencia, y muchas de las cosas que funcionaron entonces no eran aplicables a la guerra de Vietnam. Estábamos convencidos de que llegaríamos allí con un mazo, lo derribaríamos todo a nuestro paso y se acabó; fue una simplificación excesiva del problema que, combinada con nuestro exceso de confianza, nos hizo pecar de arrogantes, y es muy, muy difícil, disipar la ignorancia cuando se tiene arrogancia».

No menos demoledora resulta la argumentación de Chester Cooper, quien trabajó para la CIA en el sudeste asiático entre 1953 y 1963 y posteriormente ejerció como ayudante del consejero de Seguridad Nacional McGeorge Bundy entre 1966 y 1968. Hizo numerosos viajes a Vietnam, alguno de ellos acompañando al secretario de Defensa Robert McNamara. De uno de esos viajes dijo lo siguiente, con sorprendente conclusión: «Hice escala en Honolulú y pasé una noche recabando información. Aquellas escalas me convencieron de que no nos esperaba nada bueno en Vietnam. Mientras desayunaba en el porche de la residencia de oficiales, con vistas al puerto, vi entre el zumo de naranja y el café tres enormes buques de guerra, cinco cruceros y diez submarinos nucleares. Ocho o nueve horas después estaba en Saigón, donde nos teníamos que enfrentar a unos tipos con armas anticuadas, estacas de bambú aguzadas y una especie de pijama negro por todo uniforme, a los que no podíamos vencer con todo nuestro potencial armamentístico, capaz de acabar con el mundo en una hora. La gente pensaba que íbamos a la guerra contra un pequeño país de mierda y que sería una victoria fácil, pan comido. Pero ellos sabían cómo luchar y nosotros no»[7].

Para entonces la guerra no había hecho más que empezar.

Me pregunto si nosotros, meros lectores, podríamos extraer de estos párrafos —y de algunos cientos de reflexiones, análisis y testimonios similares— las mismas o parecidas conclusiones. Muchos norteamericanos así lo hicieron. Porque precisamente de ellos (de sus políticos, de sus analistas, de sus veteranos, de sus periodistas, de la mayoría de quienes han hablado o escrito sobre estos hechos) he leído o escuchado las críticas más feroces acerca de la participación de su país en la guerra de Vietnam.

De los vietnamitas, ni que decir tiene.

Por eso, de pronto, el panorama se tornó desolador. Necesitaba tomar distancias, olvidarme de los intereses políticos y estratégicos que desorganizan el mundo y siembran el caos, de las crueldades que derivan de todo ello, del tufo a sangre y napalm que dejan ciertas lecturas en el alma, aunque las sombras son alargadas. Quizá sintieran algo parecido, en algún momento, los miembros de ese pequeño contingente de sanitarios del ejército español que nunca antes pensaron que podían llegar a encontrarse en el epicentro de semejante paisaje; pero allí estuvieron, y cumplieron con creces su humanitaria labor, sus expectativas vitales; la misión que, por otra parte, les había sido encomendada. Porque en su deseo de aprender, de mejorar, de viajar, de contrastar, de vivir y compartir y enriquecerse con nuevas experiencias —también de obedecer— decidieron embarcarse en la que sin duda habría de convertirse en la mayor aventura de sus vidas. Y a pesar de las dramáticas dificultades encontradas llegar a experimentar la satisfacción del deber cumplido, el orgullo de servir a su país —aunque su país, como en tantas otras ocasiones, nunca llegara a reconocer sus méritos— y, sobre todo, a sentir la íntima e impagable satisfacción de haber contribuido a mitigar el sufrimiento de los más débiles, salvando miles de vidas humanas.

No se trata ahora de analizar, y mucho menos cuestionar, la idoneidad de las decisiones políticas adoptadas en su día, las estrategias esgrimidas por los bandos enfrentados, los movimientos de tropas sobre el terreno o el armamento utilizado. En el caso de los españoles no tiene ningún sentido centrarse en estas cuestiones, pero tampoco pueden obviarse; al fin y al cabo todo ello forma parte del contexto en el que se desenvolvieron, del escenario en el que actuó la oficialmente denominada Misión Sanitaria Española de Ayuda a Vietnam del Sur[8].

Afortunadamente no se produjo ni una sola baja entre la cincuentena de españoles que participaron en esta misión entre 1966 y 1971. Los años, por otra parte, más duros del conflicto. Posiblemente la zona asignada —la provincia de Go Cong, en pleno delta del Mekong— no fuera la más peligrosa, puede ser; pero resulta absurdo, casi aberrante, hablar de un Vietnam seguro en aquel momento (¡Por Dios, era Vietnam en guerra!). También es posible que influyera la suerte, nunca debemos dar la espalda a la providencia, pero si alguien piensa que su desinteresada y colosal actuación en aquel entorno desconocido y hostil no tuvo nada que ver en su providencial destino, está muy equivocado («Por eso, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, así también haced vosotros con ellos». Mateo 7, 12).

[1] Harold G. MOORE y Joseph L. GALLOWAY. Cuando éramos soldados y jóvenes. P. 21.

[2]Paint It Black sería asociada a la guerra de Vietnam debido a su aparición en diferentes series y películas, entre ellas La Chaqueta metálica de Stanley Kubrick. De igual modo, What a Wonderful World fue incluida en la banda sonora de la película de Barry Levinson Good Morning, Vietnam.

[3] Michael Herr nació en Lexington (Kentuchy) en 1940 y murió en Delhi (Nueva York) en 2016. Además de escritor, colaboró como guionista en las películas Apocalypse Now y La chaqueta metálica, ambientadas ambas en la guerra de Vietnam.

[4] Texto extraído de la sinopsis del libro.

[5] Christian G. APPY. La guerra de Vietnam. Una historia oral. P. 528.

[6] General Samuel VAUGHAN WILSON (Rice, Virginia, 1923 - Rice, Virginia, 2017).

[7] Citado en Christian G. APPY. La guerra de Vietnam. Una historia oral. P. 117.

[8] Calificada de Confidencial por el gobierno de Franco, como consta en los numerosos documentos que la misión originó.

2. Así están las cosas

«Lyndon Johnson no pasará a la historia como el presidente que perdió Vietnam. No se olvide de lo que le digo».

Palabras de Lyndon B. Johnson a David G. Nes

EL PRESIDENTE JOHNSONAPENAShabía dormido esa noche y el cansancio se reflejaba en su extenuado rostro. Aún no hacía un año que había asumido la presidencia del país más poderoso del mundo y el peso de la herencia del asesinado John F. Kennedy a punto estaba de estallarle en las manos. 1964 era año electoral, y necesitaba alcanzar el triunfo en esas elecciones, revalidar en las urnas lo que le había sido conferido por el circunstancial hecho de ser vicepresidente tras el magnicidio de Dallas aquel fatídico 22 de noviembre de 1963. El político texano se encontraba ante la gran oportunidad de su vida, aquello que más ambicionaba, y a sus cincuenta y seis años no estaba dispuesto a dilapidar toda su trayectoria política y personal. En los últimos doce meses había acometido reformas de gran calado social: Guerra contra la pobreza, extensión de la sanidad y la educación públicas, leyes contra la segregación racial, respeto por los derechos civiles. El sueño de su anhelada Gran Sociedad, donde la igualdad de oportunidades y la calidad de vida de los norteamericanos se extenderían a lo largo y ancho del país como si de un derecho divino se tratara,estaba más cerca que nunca de hacerse realidad.

¡Bravo, presidente!

Al fin lo consiguió. Ganó las elecciones por amplia mayoría (de hecho, por uno de los márgenes más holgados conseguidos por un candidato en la historia de Estados Unidos). Pero Vietnam se cruzó en su camino, en el itinerario político y vital de aquel sureño alto y tozudo de ideas progresistas que podía haber pasado a la historia por algo más que por sus decisiones —y sobre todo por sus indecisiones— en política internacional. La guerra de Vietnam acabaría convirtiéndose para él —como para la sociedad estadounidense en su conjunto— primero en un monumental quebradero de cabeza, y después, en una auténtica pesadilla, hasta el punto de acabar con su carrera política y abocarlo sin remedio a una profunda crisis moral. Él mismo lo explicaría años más tarde con una sinceridad abrumadora: «Desde el principio supe que me crucificarían hiciera lo que hiciese. Si dejaba a la mujer que amaba de verdad —la Gran Sociedad— para relacionarme con aquella puta guerra del otro extremo del mundo, en casa lo perdería todo… Pero si dejaba la guerra y permitía que los comunistas se apoderaran de Vietnam del Sur, entonces me verían como un cobarde, dirían de mi nación que solo apaciguaba y nos resultaría imposible hacer nada por nadie en ningún lugar del mundo»[1].

Esa era la cuestión. Y en parte también fue la razón por la que en una nevada mañana de enero de 1964, en Washington D. C., el presidente pronunciara durante una conversación mantenida con David G. Nes, antes de que este partiera hacia su nuevo destino en la embajada norteamericana en Vietnam del Sur, las premonitorias palabras que preludian este capítulo: «Lyndon Johnson no pasará a la historia como el presidente que perdió Vietnam. No se olvide de lo que le digo».[2]

Y realmente lo consiguió. Ese honor le cupo a Gerald Ford diez años y 58 159 compatriotas muertos más tarde (después de que en 1973 se firmaran los Acuerdos de Paz de París). Pero antes Kennedy, como después Johnson y posteriormente Richard Nixon, cada uno a su manera, contribuyeron a este resultado con una extensa batería de mentiras y envanecimientos.

¿Cómo se había llegado a ese callejón sin salida? A ese descomunal conflicto por el que, recordemos, también transitaron medio centenar de sanitarios militares españoles ajenos, en su día a día, a cualquier decisión política o estratégica. Ajenos a todo lo que no fuera el estricto cumplimiento de su humanitaria misión.

Trataré de explicarlo brevemente.

En 1954, Vietnam, un pequeño y exótico país situado en la península de Indochina, en el sudeste asiático, había conseguido desembarazarse del poder colonial francés, presente en esa zona desde mediados del siglo XIX. No había sido fácil, pero todo hacía indicar que los vietnamitas estaban a punto de alcanzar el sueño de su independencia. Unos años antes, en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, el país fue invadido por Japón, pero tras la derrota del Imperio del Sol Naciente en 1945, Ho Chi Minh —líder del movimiento nacionalista de ideología marxista conocido como Viet Minh— se estableció en Hanói, al norte, y desde allí proclamó la independencia de Vietnam. Como era de esperar, esta decisión no fue ni compartida ni aceptada por la orgullosa y agraviada Francia, dispuesta a restablecer su honor y su autoridad al precio que fuera necesario; es decir, por medio de la fuerza, que es como solían resolverse estas cuestiones.

Así comenzó la llamada guerra de Indochina, preludio y poco aprovechado paradigma de lo que posteriormente sería la guerra de Vietnam. El caso es que derrotadas militarmente las tropas francesas por el ejército del Viet Minh en 1954 (más adelante volveremos sobre este asunto y veremos cómo unos cientos de españoles integrados en la Legión Extranjera Francesa también jugaron un papel destacado), la reunificación del país bajo un gobierno comunista —influenciado por China y la URSS, en plena Guerra Fría— no entusiasmaba precisamente a las potencias occidentales, en especial a Estados Unidos.

Sea como fuere, ese mismo año y después de enconadas negociaciones se alcanzaban los llamados Acuerdos de Ginebra, donde se establecía la partición temporal de Vietnam en dos estados independientes, tomando como referencia el paralelo 17. Nacía oficialmente, por un lado, la República Democrática de Vietnam del Norte, con capital en Hanói, presidida por el carismático, espiritual e idolatrado —sobre todo por los suyos— Ho Chi Minh; y por otro lado la República de Vietnam del Sur, con capital en Saigón, a cuyo frente se encontraba el católico de noble ascendencia —y nada idolatrado— Ngo Dinh Diem. La primera, apoyada por los regímenes comunistas de China y la URSS, la segunda por Estados Unidos. En un primer momento los Acuerdos de Ginebra establecían la posibilidad de reunificar los dos países tras la celebración de unas elecciones libres, pero estas nunca llegaron a celebrarse. Los motivos: básicamente el temor de la administración estadounidense a una victoria sin paliativos de los nacionalistas de Ho Chi Minh y a la necesidad de «construir y reforzar lo que esperaban que fuera un Vietnam del Sur no comunista»[3] (aún humeaban las cenizas de la guerra de Corea, que se había saldado con más de cincuenta mil bajas estadounidenses y el país asiático dividido en dos).

A esta estrategia, especialmente al boicoteo de unas elecciones de imprevisible resultado, se prestaría con indisimulado entusiasmo el controvertido y corrupto presidente Diem, más papista que el papa en aquello de preservar al sur de las garras del comunismo, sí, pero también del budismo, del colonialismo y, si no fuera por los dólares norteamericanos, de los propios americanos. De hecho, la corrupción sería algo sistémico en los sucesivos gobiernos survietnamitas; nada de extrañar si tenemos en cuenta que la ayuda proveniente de Estados Unidos pasaría de un millón de dólares en 1954 a trescientos veintidós en solo un año, y no dejaría de aumentar en años sucesivos.

Sin embargo, la mecha ya estaba prendida y el nuevo y descomunal conflicto en fase de gestación. El historiador Christian G. Appy describe así esta fase inicial de la crisis: «Entre 1954 y 1960 los miembros del Viet Minh que habían participado en la guerra contra los franceses se organizaron en el medio rural para construir una oposición política al gobierno de Ngo Dinh Diem. Gran parte de la campaña de Diem para acabar con la disidencia estaba dirigida contra ellos. Como muchos survietnamitas los admiraban y los consideraban patriotas, en 1956 los servicios de información estadounidenses sugirieron que el gobierno y los periódicos de Saigón comenzaran a llamarles Vietcong, abreviatura de “comunistas vietnamitas”, con la esperanza de que la nueva denominación se entendiera como peyorativa y disminuyera su popularidad. Hicieron falta varios años para que ese nuevo nombre calara en Saigón, pero no sirvió para aminorar el respeto que muchos campesinos sentían hacia la causa de la liberación nacional»[4].

Las cartas estaban sobre la mesa y los jugadores —alérgicos a las reglas y muy dados, sin embargo, a los faroles— comenzaron a sentarse en torno a ella. Estados Unidos invocaba la necesidad de ayudar a la pequeña y emergente democracia de Vietnam del Sur a preservar su independencia de la órbita comunista. El gobierno de Vietnam del Norte no renunciaba a la reunificación del país mediante el derrocamiento del régimen de Saigón, al que consideraba una marioneta de Estados Unidos, por lo que en 1960 crea el FLN (Frente de Liberación Nacional), o sea, el Vietcong, una organización revolucionaria de corte marxista que en los próximos años desplegará una auténtica guerra de guerrillas y sembrará el terror en todo el territorio de Vietnam del Sur.

¿Qué interés real podría tener Estados Unidos en aquel pequeño y empobrecido país del sudeste asiático?

A decir verdad, poco. La cuestión era otra. En un primer momento estaba el miedo a perder la Guerra Fría, el temor a que se consumara un peligroso efecto dominó —es decir, perdido Vietnam el resto de los países asiáticos caería uno tras otro, casi por su propio peso, en la esfera comunista—; pero a partir de 1965 los norteamericanos habían sufrido «tal número de fracasos y humillaciones, tanto militares como políticas, que era inevitable que el mundo viera en la retirada una grave derrota, inaceptable en principio para cualquier gobierno»[5].

Antes, a finales de 1961, con Kennedy en la presidencia, el Departamento de Defensa de Estados Unidos ya contaba con tres mil efectivos en Vietnam. En teoría tan solo se trataba de asesorar al gobierno y al ejército survietnamita, aunque entre este personal figuraran fornidos miembros de la CIA mascando chicle, expertos pilotos de combate y unidades de las fuerzas especiales armadas hasta los dientes. En febrero de 1962 se creaba el MACV (Comando de Asistencia Militar en Vietnam, encargado de coordinar todo el esfuerzo de la administración norteamericana en la región), y ese mismo año la presencia militar aumentaba hasta los once mil efectivos. Cuando Kennedy es asesinado en Dallas en noviembre de 1963, dieciséis mil estadounidenses ya actuaban en el país asiático.

Habían sido meses convulsos en Vietnam, meses en los que las protestas callejeras contra el presidente Diem se multiplicaron exponencialmente; en los que la represión política adquirió tintes insoportables; en los que las actuaciones guerrilleras del Vietcong sobre intereses gubernamentales en zonas rurales —y puntualmente en la capital— minaron la moral del ejército y de la población survietnamita; en los que los budistas consiguieron captar la atención mundial cuando a mediados del mes de junio de 1963 el monje Thich Quang Duc se inmolaba en una transitada calle de Saigón ante el estupor de los viandantes y de los medios de prensa internacionales en un desesperado acto de rechazo a la persecución que sufrían a manos del gobierno. Las impresionantes imágenes de aquel hombre sentado en el suelo, en una especie de trance, envuelto en llamas junto al bidón de la gasolina que lo devoraba, dieron la vuelta al mundo y reclamaron la atención de una población indiferente hacia un conflicto que ya jamás olvidarían.

Solo tres semanas antes del magnicidio de Dallas, un golpe de estado amparado por Washington acababa con el gobierno, y con la propia vida, del presidente Diem. También con la de su hermano menor e influyente consejero Ngo Dinh Nhu. Lejos de apaciguar los ánimos, la inestabilidad y la violencia se apoderaron de la antigua y apacible capital colonial francesa extendiéndose por todo el país, como si una maldición bíblica cayera sobre aquel pedazo de tierra.

Al tiempo que las aldeas se despoblaban, Saigón se transformaba a pasos agigantados; no tanto en su fisonomía —a comienzos de la década de los sesenta la ciudad aún mantenía ese aspecto romántico que la hacía merecedora del calificativo de Perla de Oriente— como en el ecosistema humano que emergía a dentelladas. Junto a los miles de estadounidenses de todo pelaje que comenzaban a establecerse en Vietnam (soldados, diplomáticos, pilotos, espías, ingenieros, analistas, contratistas, sanitarios, periodistas, ayudantes, auxiliares…), muchos de ellos con los bolsillos abarrotados de dólares y un afán desmedido por contribuir a la causa de su país —o simplemente por experimentar nuevas sensaciones—, multitud de vietnamitas abandonaban la extenuante e incierta vida rural por el más incierto aún sueño de una vida mejor. A veces a costa de pagar un alto precio. El escritor y periodista Max Hastings nos acerca a una de esas historias anónimas que contribuyeron a transfigurar la sociedad vietnamita: «Una campesina pobre de My Tho, de dieciséis años, que visitó la capital para alojarse con su hermano, que era policía, se emocionó al descubrir que podía ganar veinticinco mil piastras al mes lavando platos. Ciertamente bregaba hasta las nueve de la noche, sin fines de semana, pero le parecía divertido. Todo el mundo usaba zapatos o sandalias, en lugar de caminar descalzo. Una prostituta corriente ganaba mucho más de veinticinco mil piastras, según descubrieron muchas chicas»[6].

Un diplomático francés que hubiera regresado ahora a Saigón después de abandonar la capital tras la pérdida de Indochina, habría tenido que frotarse los ojos con los puños bien cerrados antes de distinguir el caos en que se encontraba.

La corrupción estaba tan arraigada que prácticamente podías hablar con ella. Y es que «la mera presencia de occidentales acomodados —ya fuera con armas o sin ellas, con uniforme o sin el— por fuerza tenía que surtir un efecto de contaminación sobre una sociedad asiática en su mayoría rural y empobrecida»[7].

Ajenos a todo ello, con una determinación y una fiereza salvajes, el Vietcong comenzó a lanzar a finales de 1964 una sucesión de devastadores ataques en las inmediaciones de la capital, acompañados de actos terroristas en el interior. Estas acciones pronto se extendieron a las zonas rurales más próximas, y poco después a todo Vietnam del Sur. Hasta febrero de 1965 alrededor de doscientos cincuenta soldados estadounidenses ya habían perdido la vida en Vietnam, la mitad de ellos en los últimos meses.

Pero el punto de inflexión de esta cada vez más inevitable guerra se produjo el 4 de agosto de 1964. Ese día el presidente Johnson se dirigió a la nación en un discurso televisado. Era casi medianoche en la costa este y la expectación había ido aumentando con el paso de las horas a causa de una demora en su emisión. Circunspecto, mirando fijamente a la cámara, Johnson sentenciaba: «A las agresiones terroristas contra poblados pacíficos de Vietnam del Sur se han sumado ahora agresiones directas en alta mar… A los repetidos actos de violencia contra las fuerzas armadas de Estados Unidos se debe replicar no solo con la alerta defensiva, sino también con una respuesta directa. Sabemos, aunque parezca que algunos lo olviden, los riesgos de extender el conflicto. No buscamos ampliar la guerra».

A veces el relato, real o fingido, es necesario para justificar una decisión. El presidente norteamericano era consciente de ello. En su discurso televisado estaba haciendo referencia al incidente del Golfo de Tonkín, un supuesto ataque perpetrado por dos patrulleras de Vietnam del Norte contra los destructores USSMaddox y Turner Joy la mañana de los días 2 y 4 de agosto, respectivamente. Es cierto que la tensión era evidente en el golfo, que las incursiones eran continuas y las provocaciones diarias, pero lo que en aquel momento se vendió como un ataque norvietnamita contra buques de guerra estadounidenses, simplemente no existió. Así lo puso de manifiesto un informe secreto de la Agencia de Seguridad Nacional desclasificado en 2005 por el propio gobierno norteamericano. Como explica Hastings en su libro sobre Vietnam: «Los líderes estadounidenses eligieron aprovechar una escaramuza provocada por sus propios jugueteos en la zona costera para justificar una exhibición de voluntad y capacidad»[8]. Johnson esperó a la medianoche para anunciar una decisión tomada aquella misma mañana. Después de una intensa campaña para las presidenciales de noviembre no estaba dispuesto a que su rival, el candidato republicano Barry Goldwater —militarista y partidario de los bombardeos masivos sobre Vietnam del Norte—, lo acusara de falta de determinación.

Tras el incidente, Johnson solicitó y obtuvo del Congreso la aprobación de la llamada Resolución del Golfo de Tonkín, que permitía al gobierno «adoptar todas las medidas que fueran necesarias para repeler cualquier ataque contra las fuerzas de Estados Unidos». Era algo así como abrir la caja de Pandora, algo que daría el espaldarazo definitivo a la futura y extensiva intervención militar. Con el tiempo muchos congresistas se arrepentirían de haber prestado su apoyo.

Cuando el día 3 de noviembre de 1964 los ciudadanos estadounidenses acudieron a las urnas, dos ideas aparentemente contrapuestas confluían en la mente de la mayoría de los votantes: por un lado la determinación del candidato demócrata, y actual presidente, de no ceder a las supuestas agresiones de un país extranjero cuya ideología amenazaba, por sí misma, el estilo de vida americano; por otro, la promesa de no enviar jóvenes de Estados Unidos a combatir en una guerra lejana que, en todo caso, correspondería librar a los propios vietnamitas.

La victoria de Lyndon Johnson fue aplastante, la sexta elección más desequilibrada en la historia electoral de los Estados Unidos de América, con el noventa por ciento del voto electoral a su favor. Pero al igual que le ocurre al corazón, la política también tiene razones que la propia razón no entiende. Así, Estados Unidos siguió implicándose en la guerra; en un primer momento intensificando los bombardeos sobre Vietnam del Norte, después aumentando su presencia militar en el Sur. A finales de 1965 ya eran 185 000 los soldados estadounidenses desplegados en aquel país —los mismos jóvenes de Estados Unidos a los que jamás enviaría su presidente a combatir—; dos años más tarde llegarán a ser medio millón.

El gobierno de Hanói subió la apuesta y también optó por la escalada militar. Le Duan, primer secretario del partido comunista de Vietnam del Norte y artífice —más allá del liderazgo espiritual de Ho Chi Minh— de la reunificación del país, no estaba dispuesto a rendirse ahora. La decisión era todo o nada, por mucho que eso significara enviar al matadero a millones de compatriotas. Las dictaduras, a fin de cuentas, juegan con la ventaja no estar sometidas al escrutinio de su opinión pública.

En definitiva: así estaban las cosas en Vietnam cuando a miles de kilómetros de distancia, sobre el cielo resplandeciente de un aletargado país del sur de Europa que comenzaba tímidamente a dar los primeros pasos hacia su necesaria modernización, el joven suboficial Ramón Gutiérrez de Terán, adscrito como sanitario a la II Bandera de la Brigada Paracaidista con sede en Alcalá de Henares, saltaba nuevamente en paracaídas.

Desempeñaba su cometido en el botiquín de la base, pero con ese salto completaba el número veinticinco de los realizados desde un avión.

[1] Citado en Martin WINDROW. The Last Valley. P. 161.

[2] Cita recogida en el libro La guerra de Vietnam. Una tragedia épica, 1945-1975, de Max Hastings. P. 234.

[3] Christian G. Appy. La guerra de Vietnam. Una historia oral. P. 17.

[4] Christian G. Appy. La guerra de Vietnam. Una historia oral. P. 87.

[5] Max Hastings. La guerra de Vietnam. Una tragedia épica, 1945-1975. P. 242.

[6] Max Hastings. La guerra de Vietnam. Una tragedia épica, 1945-1975. P. 274.

[7] Ibid., P. 173.

[8] Max Hastings. La guerra de Vietnam. Una tragedia épica, 1945-1975. P. 257.

3. Padres e hijos

Quizá soñaba con llegar a ser algún día parte de algo grande, admirable. Algo de lo que su padre pudiera sentirse orgulloso.

RAMÓN GUTIÉRREZ DE TERÁN nació en Madrid el 9 de diciembre de 1934. Aquel día la capital amaneció bulliciosa y radiante, como de costumbre. Tres años y ocho meses después de la proclamación de la Segunda República, la ciudad, y con ella todo el país, parecían redimirse de los tempestuosos vientos revolucionarios que no dejaron de soplar durante el pasado mes de octubre; vientos desestabilizadores e inoportunos para una joven y frágil democracia que vinieron a coincidir, además, con la proclamación de independencia de Cataluña decretada por el gobierno de Companys y la convocatoria de violentas huelgas generales en toda España.

Pero aquel domingo de diciembre de cielos perezosamente cubiertos y temperaturas otoñales, la ciudad de un millón de habitantes en que se había convertido Madrid recobraba poco a poco su ritmo vital. La inquietud se había apoderado de sus calles tres meses antes, un soleado 8 de septiembre, sábado, durante la precipitada y sorpresiva convocatoria de huelga alentada por diferentes colectivos obreros; una jornada que acabaría truncando la tranquilidad de los madrileños. Horas fatídicas en algunos barrios de la capital.

Ese día los paros comenzaron a las seis de la mañana, coincidiendo con los cambios de turno en la mayoría de los centros de trabajo. «Ante fábricas y talleres se formaron grupos de obreros en actitud expectante», informaba la prensa madrileña (los sucesos de aquella jornada colmarían las páginas de los periódicos al día siguiente, una vez confirmado el fracaso de la convocatoria). «Al dar los pitos y sirenas la señal de entrada, los obreros no penetraron en los locales y se retiraron poco después al comprobar que no entraba ninguno de ellos»[1]. El paro comenzó afectando, principalmente, al transporte público y a la limpieza de plazas y calles; también, dato curioso, a la elaboración del pan. Con los primeros rayos de sol despuntando sobre los edificios, los autobuses comenzaron a transitar bajo la estricta vigilancia de los guardias de Asalto, obligados a ejercer de cobradores. El metro y los tranvías circulaban gracias al concurso de los soldados del Cuerpo de Ingenieros, que se encargaban también de los cambios de agujas.

A medida que transcurría la jornada, bares, cafeterías, carnicerías, lecherías, verdulerías y otros establecimientos se vieron obligadas a cerrar poco después de abrir sus puertas. Miles de trabajadores recorrían las calles de Madrid en un ambiente festivo, también intimidatorio; unos, convencidos de lo que hacían, otros, porque era lo que tocaba. Unos, pacíficos, otros, visiblemente más exaltados. Las dos caras de la huelga cuando entre ellas no media la indiferencia. Las rotativas de los periódicos se detuvieron, y aunque las ediciones de la mañana estaban listas para el reparto, vendedores y repartidores se negaron a trabajar. Solo la radio emitió a las ocho de la mañana un comunicado del Ministerio de Gobernación en el que se daba cuenta de la huelga, haciendo correr la voz entre los madrileños a partir de ese momento. Más tarde el Ministerio de Comunicaciones estableció puntos seguros de venta de periódicos en la Puerta de Atocha, en la calle de Alcalá, en la glorieta de Bilbao y en la plaza de España. Evidentemente, los ejemplares se agotaron a los pocos minutos. A la entrada de las tahonas, custodiadas por guardias de Asalto, hombres y mujeres con la preocupación asentada en sus rostros formaban largas colas por temor a que escaseara el pan —algo que finalmente no ocurrió gracias a los excedentes llegados desde Guadalajara, Toledo, Ávila y Segovia—. En más de una boda programada para ese día las parejas, engalanadas para la ocasión, tuvieron que acudir andando a las iglesias ante la falta de taxis.

Lo peor, con diferencia, fueron los graves altercados que se sucedieron a lo largo de la jornada con el triste balance de seis muertos y numerosos heridos; como si nunca fuéramos capaces de acabar una fiesta en paz. El primer incidente sangriento se produjo en Tetuán de las Victorias —barrio eminentemente obrero, de peones, pequeños comerciantes, artesanos y traperos; gente humilde, venida de provincias en su mayoría— cuando un agente de seguridad que se dirigía a la comisaría de Cuatro Caminos recibió un disparo a quemarropa por la espalda al tratar de mediar en una acalorada discusión entre un grupo de manifestantes y un trabajador de la limpieza. El suceso tuvo lugar junto a la emblemática plaza de Toros inaugurada el 11 de octubre de 1900, casi treinta y cuatro años atrás.

Al sur, en las inmediaciones de Atocha, frente al hospital de San Carlos, un grupo de guardias de Asalto se vio obligado a realizar varios disparos al aire para dispersar a una treintena de manifestantes en actitud visiblemente exacerbada. Un joven de dieciocho años cayó herido por un disparo en el pecho en la esquina de la calle del Marqués de Toca; y aunque los propios guardias, auxiliados por algunos transeúntes, lo trasladaron al hospital arrebujado en su sucio y ensangrentado mono azul, nada pudieron hacer allí por salvar su vida.

Enterados los huelguistas de la tragedia, grupos de incontrolados, coléricos, se dirigieron a las obras del tranvía en la calle Atocha para aprovisionarse de adoquines y cascotes y lanzarlos impetuosa y descorazonadamente contra las fuerzas de seguridad. Nuevas y violentas cargas se produjeron entonces tanto en la glorieta de Atocha como en las calles aledañas. En la plazoleta de Santa Isabel un tiroteo eterno entre policías y manifestantes —por alguna razón las armas campaban a sus anchas en una época de negros presagios— dejó más de una decena de heridos. Entre ellos se encontraban Estanislao y su hijo Tomás, que finalmente perdió la vida. El resto de los heridos apenas contaba con entre diecisiete y diecinueve años, todos trabajadores en huelga. En la refriega también murió de manera fulminante, víctima de una caprichosa bala perdida, la señora Juana, vecina del número 50 de la calle Santa Isabel, que junto a su hija Luisa observaba desde un balcón del tercer piso, maldita curiosidad, la evolución de los acontecimientos. Luisa, de treinta y dos años, también resultó herida.

A las siete de la tarde un nuevo enfrentamiento en la calle Bravo Murillo, esquina a la de Río Rosas, esta vez entre manifestantes y miembros de la Guardia Civil que trataban de auxiliar a los ocupantes de un tranvía asaltado, dejó un trabajador muerto, Saturnino, vecino del número 9 de la calle Esquilache, y dos heridos más por arma de fuego. A esa misma hora otro trabajador resultaba herido grave en la plaza de Callao, en el centro de Madrid; y un manifestante muerto en la puerta del Ángel mientras saboteaba los raíles del tranvía. En Carabanchel, otro manifestante, Celedonio, moría en un intento frustrado por asaltar el cuartel del escuadrón de seguridad del cercano Hospital Militar.

Al caer la noche las calles de la capital se mostraban desiertas, apesadumbradas: tabernas y salas de fiesta cerradas, espectáculos cancelados, vehículos estacionados en las aceras; los ánimos de los madrileños recuperándose en el interior de sus moradas, ventanas abiertas, bajo un cielo oscuro y vacío de nubes. Serenos celosos de chuzo y llavero velando sus sueños. Y guardias municipales de uniforme azul y casco blanco dedicados a la tarea de encender, bajo la curiosa mirada de algún distraído viandante, los viejos faroles de gas alineados en las aceras, huérfanos esa noche de faroleros.

Al día siguiente la prensa madrileña hacía balance: cientos de incidentes, seis muertos, numerosos heridos y más de cuatrocientos detenidos. A las puertas de las redacciones, desempleados del sector de las Artes Gráficas hacían cola con la esperanza de conseguir alguno de los puestos de trabajo que habían dejado vacantes los trabajadores despedidos durante la jornada de huelga. Tampoco en las obras en curso readmitieron a los obreros que no acudieron a sus puestos de trabajo el día anterior. Más leña al fuego de la arbitrariedad. Eran otros tiempos.

Durante semanas los madrileños siguieron chismorreando sobre todo aquello, disipando temores; pero aquel domingo 9 de diciembre parecía que las aguas volvían a su cauce, al menos de momento. La gente se echó a la calle, inmune al clima peligrosamente imperante de los últimos tiempos. Cines y teatros acogían nuevas representaciones. Coloridos carteles y modernos luminosos transformaban el apático paisaje diurno, anunciando los grandes estrenos de la temporada, mientras un público ávido de entretenimiento no dudaba en desembolsar en taquilla esa peseta, o hasta esas cinco pesetas si era menester (dependiendo del bolsillo y, por supuesto, del espectáculo), que les evadiría durante la siguiente hora y media de la cruda e imprevisible realidad, acercándoles a unas estrellas a las que admirar y envidiar a partes iguales. La Gran Vía bullía de actividad. En realidad, todo el centro de la capital. El Teatro Muñoz Seca anunciaba para esa noche una representación extrañamente oportuna, El rebelde, de Joaquín Calvo Sotelo, la historia de un joven burgués que desde niño había mostrado una terca rebeldía en sus ideas y en todos sus actos, pero que cuando al fin coquetea con auténticos revolucionarios, cuando está a punto de sucumbir a la irracionalidad del terrorismo, emerge de su interior el hombre generoso de noble espíritu que realmente lleva dentro, mostrándose arrepentido de su mero propósito: «¡Jóvenes del mundo, no matéis!», grita desgarrado. El irreprochable rebelde Antonio Vico y la insinuante y femenina Carmen Carbonell, en los papeles protagonistas, consiguen dar, a decir de la crítica, «una cumplida realización al pensamiento del escritor».

Al tiempo las carteleras de cine exhiben títulos tan dispares como Cleopatra —«el esplendor de Roma y el encanto misterioso de Egipto resucitado por Cecil B. De Mille»—, con Claudette Colbert, en el Cine Callao; o Sucedió una noche, con el singular Clark Gable como protagonista, en el Cine San Carlos. También Compañeros de juerga, interpretada por la más insólita y sublime pareja cinematográfica de todos los tiempos (por supuesto, vuelve a ser una opinión muy personal): Stan Laurel y Oliver Hardy, en el Cine de la Ópera.

Aquella mañana un hombre se sentía especialmente orgulloso y feliz. Comedidamente feliz. Caminaba por un Paseo del Prado atestado de viandantes rumbo a la calle Felipe IV, ajeno a las conversaciones y al ruido que quizás, en otras circunstancias, le hubieran abrumado. Iba elegantemente vestido a la moda con abrigo y traje de algodón gris —chaqueta con solapas drapeadas, ancha de hombres, e impecablemente marcada la raya del pantalón—, camisa blanca, corbata lisa y sombrero de fieltro, como por otra parte era costumbre en este condecorado oficial de Infantería cuyo retiro extraordinario le había sido impuesto en el mejor momento de su carrera. No podía, sin embargo, ocultar su satisfacción, también su tremenda responsabilidad. José Luis Gutiérrez de Terán González-Regueral acababa de ser, a sus cuarenta años de edad, padre por séptima vez (¡nada menos que por séptima vez!); aunque los tiempos, marcados aún por los ecos de la Gran Depresión y por el clima de incertidumbre política y económica que atravesaba el país de un extremo a otro —un país que a duras penas se esforzaba por escapar de su incomprensible y ancestral atraso—, invitaban más a la mesura y al comedimiento —a aquello de apretarse el cinturón— que a la certidumbre y el optimismo.

Así, aquel 9 de diciembre de 1934 en el que las temperaturas no llegaron a superar en ningún momento los diez grados centígrados en Madrid vino al mundo Ramón Gutiérrez de Terán Suárez-Guanes, el protagonista de este libro. Y lo hizo en el seno de una familia tradicional —aunque no acomodada— marcada por la impronta castrense de unos ascendientes que vivieron de primera mano la pérdida de las últimas colonias españolas de ultramar, las guerras del norte de África, el desastre de Annual, la dictadura de Primo de Rivera, el exilio de Alfonso XIII o el advenimiento de la Segunda República.