Goundi. Unas vacaciones diferentes - Isabel Rodríguez Vila - E-Book

Goundi. Unas vacaciones diferentes E-Book

Isabel Rodríguez Vila

0,0

Beschreibung

Goundi. Unas vacaciones diferentes es un viaje al África subsahariana. Una aventura en la que la autora describe la realidad del día a día en un país tan complejo como Chad: con los ojos que han visto tras el objetivo de su cámara, con el corazón que ha sentido, con su experiencia a lo largo de los años como enfermera en el mundo de la cooperación sanitaria. La emoción, la impotencia, el dolor, la alegría o la compasión se desnudan en este sincero testimonio mezcla de rigor, crudeza, ternura y sensibilidad. "Isabel refiere mucho más que una experiencia solidaria. Nos está hablando de qué y del porqué, de la razón y de la sinrazón, del desarrollo y del subdesarrollo africano... Donde el "tirón" del exotismo se acaba al encontrarse en un medio duro, donde el ser y el estar requieren algo más que curiosidad y espíritu de "turismo filantrópico"." Javier Nart "Goundi. Unas vacaciones diferentes les va a conmover. Seguro." Jaume Barberà

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 176

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Goundi

Unas vacaciones diferentes

Isabel Rodríguez Vila

Primera edición digital: noviembre de 2020

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-18285-79-0

Realización de cubierta y fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Dedicado con todo mi amor a Pepín, Mario, Adriana y Arnau, a quienes más quiero en este mundo. Sin jamás olvidarme de Òscar y Roser a quienes más quiero en el otro.

Índice

PrólogoPresentaciónPreparativosLlegadaLa acogidaPrimera urgenciaCalor sofocanteOtro ritmo de vidaSedUna noche especialLa difusiónAgua contaminadaTraumática intervenciónDanza de iniciaciónEl mundo de la cooperaciónVuelo directoUn domingo cualquieraPesimismoLas curasUna buena iniciativaEl contenedorPobres entre los pobresRomper la rutinaDe la radioafición a InternetProyectosPor fin, la lluviaConsapevolezzaDolorosos contrastesSimpáticos momentosSolidaridad, paz y desarrolloOjos que ven y corazón que sienteEpílogoAgradecimientos

PrólogoLa verdadera cooperaciónJAVIER NARTCónsul de Chad en Barcelona

Hace ya años que conozco a Isabel Rodríguez y su complemento, el doctor Mario Ubach (su marido).

En un inicio eran unas más de las algunas (no tantas) personas que pasaban por el Consulado de Chad en Barcelona solicitándome visado de entrada. Eran cooperantes, laicos y religiosos. De esa especie que vive la solidaridad como impulso interno, como ética, no como práctica profesional (que también, y mucho, hay).

Gentes con las que con el tiempo he ido desarrollando una relación de admiración y reconocimiento.

Son gentes que abandonan su comodidad española para trasladarse un año sí y otro también a un lugar donde el estándar medio de vida (español) es un lujo inalcanzable.

Y donde el «tirón» del exotismo se acaba en el momento de encontrarse en un medio duro, donde el ser y estar requiere de algo más que curiosidad y espíritu de «turismo filantrópico».

Así que Isabel contrajo un mal que resulta crónico, incurable: África.

África, sobre todo el África subsahariana, es un continente que no permite términos medios: o te atrapa o te expulsa.

El capital africano, el núcleo africano, no son sus monumentos ni su superestructura social: es su propia estructura humana, sus gentes que aceptan al otro si el otro llega sin reservas mentales, sin presupuestos y sin perjuicios ni prejuicios.

El trabajo que hace, que ha hecho y que seguirá haciendo Isabel es estratégico.

Porque más allá de curar, Isabel y Mario establecen, crean espacios de salud.

Porque siendo absolutamente necesaria la presencia de personal sanitario europeo, es también básico comprender que la única sanidad africana posible es la propia, la de ellos y por ellos. Que el fin de toda cooperación es desaparecer. Y que, en consecuencia, la única asistencia verdadera es la que crea una estructura en el lugar cuya única dependencia (lo más breve posible) será el apoyo material, porque ya no será necesario el de los cooperantes extranjeros.

El trabajo de Mario e Isabel (o de Isabel y Mario) traspasa los límites de lo inmediato para convertirse en una ayuda estratégica: en Chad están formando médicos y enfermeros chadianos.

Se podrá decir que otros médicos y enfermeros chadianos, muchos más, también se forman en universidades europeas como consecuencia de becas de cooperación que, con la mejor intención (así lo pienso), otorgan los gobiernos, los centros universitarios occidentales…

La gran tragedia es que una vez estos becados son titulados… no vuelven a África sino que se quedan en Europa.

Hay más médicos nigerianos en Londres que en Nigeria, y más universitarios chadianos en Francia que en Chad.

La responsabilidad no es simplemente nuestra, fundamentalmente es de los gobiernos locales que no crean las mínimas condiciones para atraer, para mantener, a sus propios titulados: diríjase la atención a la endémica corrupción de las administraciones africanas donde el conocimiento es secundario respecto al patronazgo o adscripción tribal o familiar.

Hay tantos corruptores como corruptos. Y las únicas víctimas son los pueblos enmudecidos por sus sátrapas, nuestros interlocutores.

Isabel, en sus «vacaciones diferentes», refiere mucho más que una experiencia solidaria.

Nos está hablando del qué y del porqué, de la razón y de la sinrazón del desarrollo y subdesarrollo africano.

Y de la esperanza, verdadera y no etérea, de que desde la verdadera cooperación un día, esperemos que no muy lejano, ya no sean necesarias otras Isabeles ni otros Marios.

PresentaciónJAUME BARBERÀ

Una mañana del mes de abril, recibí un correo electrónico de una buena amiga, Cristina.

Cristina había visto ya algunas ediciones del nuevo programa “Singulars”, que se emite por el Canal 33 de Televisió de Catalunya, y pensó que podría interesarme lo que hacía un matrimonio de Barcelona en el Chad.

De entrada, pensé que no era un caso único ni singular. De hecho, en Catalunya hay muchas personas que dedican unos días al año a colaborar con alguna ONG. Así es que, para no quedar mal, le pedí que me ampliara la información. No les voy a engañar, todos sabemos que cuando te piden eso, lo que en realidad te están diciendo es que no les interesa. Y me olvidé del tema.

Pero Cristina, que es muy aplicada y tenaz, no sólo hizo con mucha diligencia lo que le pedí, sino que también me narró lo que sentía y me mandó los enlaces correspondientes a la página web de Misión y Desarrollo para Goundi. Descubrí, entonces, la inmensa humanidad del doctor Ubach y la entrega de Isabel, una mujer capaz de cambiar de profesión para ayudar a los demás.

Me enamoré de los dos. Les hice una pre entrevista y les invité al programa al terminar, sin más. Me conmovieron. Me dieron toda una lección de humildad y solidaridad.

No sé, pero aquella charla con Mario y con Isabel me acompañó durante muchos días, y les dije a mis compañeros del programa que se prepararan, que íbamos a entrevistar a dos personas que no nos dejarían indiferentes.

Y así fue. Mario e Isabel llenaron el plató de humanidad. Tanto lo llenaron que, al final de la entrevista, decenas de personas quisieron saludarles y darles la mano. Créanme, eso no pasa a menudo en un plató de televisión.

Sabía que dos o tres días después partirían otra vez hacia Goundi y le comenté a Isabel que debería publicar lo que ya estaba escribiendo en la web.

Me alegro de que lo haya hecho.

Goundi, unas vacaciones diferentes les va a conmover. Seguro.

Preparativos

Descubrí unas vacaciones diferentes en 1992, cuando fui con Mario, mi marido, al hospital de Goundi en Chad. Se trataba de pasar nuestras vacaciones cooperando voluntariamente en una misión jesuita.

África no me era extraña, había hecho bastantes pinitos como turista. Sin embargo, me sentía nerviosa y con curiosidad por descubrir un ámbito desconocido y apartado de la civilización, sin luz, sin agua corriente, sin confort; en fin, con un montón de «sines».

Preparar la maleta me creó un conflicto. ¿Qué llevar? Pasaporte, visado, cámara, diccionario de francés, repelente de insectos, algún libro (pero ¿tendría tiempo para leer?), mis cremas, tinte para el pelo, depilatorio… En dos meses podría estar canosa, peluda y bigotuda. Linterna, pilas de repuesto, conexión para baterías ya que no había corriente eléctrica, etcétera.

A medida que la maleta se llenaba, contaba los días que faltaban para salir hacia N’Djamena, su capital.

La emoción ante la partida aumentaba, deseosa de descubrir un modo de vida distinto del habitual.

Salimos vía París una mañana de julio, con dos mochilas en mano de 20 y 25 kilos respectivamente, el macuto de la cámara repleto de películas, carretes, 60 kilos para facturar y también muchos interrogantes.

En el avión olvidé pronto lo que dejaba atrás: una casa con dos hijos de 18 y 19 años (Adriana y Óscar) a los que dábamos la oportunidad de descubrir su autosuficiencia y saborear la libertad concedida. Quedaban atrás trabajo, familia, amigos, dos perros, ¡TODO!

Por delante se abrían un sinfín de posibilidades: descubrir lo desconocido, convivir con otra raza, ejercer una sanidad con apenas medios, conocer el mundo de misión, experimentar de cerca la vida religiosa. A su vez, muchas preguntas: ¿sería valiente?, ¿racista?, ¿tolerante?, ¿estaría capacitada?, ¿resistiría?, ¿enfermaría?

En el aeropuerto Charles de Gaulle, puerta de embarque 46, todos los pasajeros eran de color; nosotros destacábamos como turistas desubicados.

Se añadió al grupo una escuálida mujer de tez pálida con el pelo muy corto, sandalias y un sencillo vestido de algodón gris. Del cuello le colgaba una cinta con una pequeña cruz. Viajaba con un bolso y dos tubos alargados con la etiqueta Fragile. La catalogué como monja y no me equivoqué. Hablaba con un hombre de mediana edad, enérgicos movimientos y barba blanca, en el que destacaban sus enormes sandalias que mostraban unos pies grandes y descuidados. Les oí hablar de unos envíos y material escolar.

Poco antes del embarque apareció una recia mujer de color, ataviada con un floreado vestido largo ceñido al talle y pañuelo a juego enroscado en la cabeza, zapatos de altísimo tacón y exagerados pendientes de oro. Sostenía varias carpetas y un diminuto bolso, desproporcionado a su talla. Sería alguien importante, pues dos hombres bien trajeados de color salían a su encuentro con actitud protectora.

Me extrañó no ver niños, adolescentes o turistas entre nosotros. ¿Sería por el precio del billete? ¡Era carísimo! Sin conocer aún el país, sentada ante la puerta 46, pensé que Chad no iba a ser un lugar paradisíaco.

¡Listos para el embarque! Parecía que se abría la veda.

Todos se agolparon junto a la puerta a una velocidad vertiginosa, quizás temían perder el avión. Por megafonía repetían «las familias con niños primero» pero ¿qué niños? Todo el pasaje eran adultos, incluidos los dos misioneros y nosotros, que destacábamos por la baja estatura y por el color.

El autobús de la compañía, tras un largo safari, se aproximó a la escalerilla del avión. No se habían abierto aún las puertas completamente, cuando un hombre de enorme talla empujó una de ellas, la cual se abrió con estrépito y subió las escalerillas del avión corriendo, seguido por casi todos los demás.

Ruidos, voces, empujones, risas. La calma llegó cuando todos estuvimos con el cinturón abrochado. Tras el despegue y la cena, reinó la paz durante las siete horas del vuelo. Me sumé a los que dormían hasta que el sol me despertó a través de la ventanilla.

¡Qué paisaje tan árido! La franja subsahariana dibujaba la orografía de un río seco entre las rocas, cañones colosales de estrechas gargantas, kilómetros y kilómetros de extensión de tierra cuarteada. Sentí calor con sólo mirar.

Acercándonos a N’Djamena, el río Chari brillaba con destellos plateados entre la arena. En sus orillas, se dibujaban tímidamente campos sembrados, árboles grandes de un verde oscuro y mucha vegetación. El caudal del río se ensanchaba durante el descenso, sobrevolábamos casas de sencilla construcción alineadas por quartiers (barrios), alguna calle asfaltada por la que circulaban camiones destartalados, ganado o niños que corrían.

Tímidos aplausos confirmaron un buen aterrizaje. Bajando por la escalerilla, sentí un intenso calor en cabeza y hombros. ¿Lo desprenderá el motor?, me pregunté.

La realidad fue otra pues dicha sensación duró toda nuestra estancia en Chad.

Atravesar la pista a pie acarreando el equipaje de mano a 39 grados centígrados, fue una proeza. Íbamos dirigidos en fila india hacia el único edificio con cristales entre un hangar deteriorado y un gran almacén lleno de fardos y grandes paquetes. Iba a fotografiarlo cuando oí: «Non, madame, c’est interdit» (no, señora, está prohibido).

Mis ganas de hacer fotos aumentaban al ver el descontrol en la sala de Arrivées. Apretones de manos, chilabas polvorientas, grupos de militares por allí, abrazos larguísimos por allá, risas, besos a tres mejillas, incluso fardos rodantes que no dejaban ver a su porteador. Nuestro equipaje llegó en un carro que chirriaba, empujado por dos jóvenes sin uniforme ni distintivo alguno. Las bolsas enormes de lona amarilla rotuladas en rojo con grandes letras «Hospital de Goundi Chad», destacaban del resto por su volumen y color; las tres bien repletas de material sanitario. Al verlas, recordé con agrado a los ángeles de la guarda de Air France Barcelona, haciendo la vista gorda ante el exceso de equipaje (cosas de la Providencia). Teníamos que identificarlas antes de que se extraviaran entre el caos existente. Un chico delgadísimo nos las separó amontonándolas en una esquina y, arrebatándonos los pasaportes, desapareció. Atónitos, esperamos su regreso junto al equipaje. No se demoró demasiado pero a nosotros la espera nos pareció eterna. Había conseguido colarlos en el control de visados y nos mostraba orgulloso y sonriente el sello de conformidad de entrada. Repetía su nombre, Adoumbaye, con insistencia a la vez que tendía la mano que al contacto con unos francos cerró rápidamente y escondió en el bolsillo.

–¡Mario, Isabelle! –La potente voz del padre Gherardi (misionero jesuita, fundador de los hospitales de Goundi y de N’Djamena) se oyó delante de nosotros.

–Soyez bienvenus au Tchad.

De mediana edad, unos 60 años más o menos, vestía una camisa gris empapada por el sudor. Bajo un sombrero de felpa se descubrían unos brillantes ojos azules y su sonrisa. A pesar de ser algo gordito, sus movimientos eran rápidos y efectivos, casi vertiginosos.

Con él fue sencillo pagar las tasas, pasar el control de aduanas, pasaportes, equipajes, rechazar taxis, apartar a vendedores de las cosas más inverosímiles y llegar al Toyota 4 × 4 aparcado al sol con el seguro puesto y las ventanas cerradas. Todo en él era rapidez: cargar las bolsas, conducir, hablar, explicar proyectos… ¡ARROLLADOR!

Este sí que lleva el «turbo puesto», nada que ver entre un misionero y un sacerdote convencional, pensé.

Llegada

Mi primera impresión de N’Djamena, la capital de Chad, fue desagradable, más bien diría deplorable. Aún hoy día, después de tantos años, lo sigue siendo para mí.

Lo más chocante fue ver las alcantarillas y canalizaciones de líquido pestilente taponadas por la basura que se amontonaba por todas partes. Plásticos engullidos entre el barro no dejaban ver el bordillo ni la acera. Calles con el asfalto tan ruinoso que volvían a ser de tierra polvorienta, por la que circulaban vehículos muy deteriorados.

Tan sólo grandes avenidas y parques en el centro, junto al palacio presidencial, mostraban indicios de haber sido una ciudad cosmopolita en un tiempo, pero convertida en una ciudad maloliente, sucia, superpoblada, con la agitación y bullicio del que debe sobrevivir al caos de la pobreza, la injusticia y la prepotencia militar.

Me sentí desconcertada al descubrir una realidad de vida hasta aquel día desconocida. Sentí dolor al ver tan cerca la miseria, la podredumbre, la desigualdad. Una mezcla de sentimientos me bombardeó hasta la asfixia. Sentido de compasión, quizás de culpabilidad o de impotencia. Como turista de safari no me había sentido así pero allí, en aquella ciudad, incluso llegué a sentirme «blanca» no tan sólo por estar rodeada de africanos, sino también por el hecho de notarme vigilada, escrutada, controlada e incluso menospreciada. Evidentemente, fue una sensación muy personal y deseé huir lo antes posible hacia la misión católica de Goundi, a setecientos kilómetros de allí.

La partida no fue todo lo rápida que deseaba, pero los dos días alojados en el Centro de Acogida Cabalaye me sirvieron para conocer a otros cooperantes laicos cuyas experiencias ayudaron a calmar mi psicología alterada y a entrar de un modo más suave en el mundo «del Tercer Mundo».

Fue impactante ver cómo nuestro voluminoso equipaje iba encajando como un puzle en el Toyota con los tantísimos paquetes de accesorios, material eléctrico, recambios, ruedas de repuesto, sacos repletos de yo qué sé, bidones. La misión tenía tantas carencias que se aprovechaba cualquier ocasión para surtir, reponer y abastecer de lo más necesario. En el vehículo me coloqué entre el padre Gherardi que conducía y Mario de copiloto. Aunque incómoda por la estrechez, pensé que iba mejor que el cuarto pasajero subido encima de la lona de la caja y a pecho descubierto, un hombre de raza sara que acompañaba al padre para ayudar en la conducción o lo que hiciera falta. A pocos kilómetros de N’Djamena, se acabó el asfalto e iniciamos el camino de la Grande Route (carretera principal) por la pista de tierra roja que resultó ser, en un principio, más agradable y lisa que el asfalto previo. La brousse (sabana arbolada) se me aparecía relajante. De vez en cuando, nos cruzábamos con enormes camiones y tráileres tan cargados que parecía imposible que no perdieran sus mercancías. A su paso los pequeños vehículos, las carretas de bueyes y los viandantes se apartaban rápidamente para no ser arrollados. ¡La ley del más fuerte!

El panorama me encantaba. Los ríos Chari y Logogne, caudalosos por esta zona, regalaban la posibilidad de ver hipopótamos pero no tuvimos tal suerte.

El padre nos iba explicando la vida de la gente, sus costumbres, sus carencias, sus necesidades.

En una pequeña aldea compró un pollo para comer en ruta y también un saco de plástico con doce barras de pan para llevar a la misión. Mario y yo nos turnábamos para llevar el saco sobre nuestras piernas, pues no había otro espacio en la cabina. Bajo las mías, la cámara de vídeo esperaba su debut, pues en la capital no había tenido la posibilidad de usarla por la estrecha vigilancia militar. La ocasión fue propicia al detenernos para repostar. Quería filmar cada detalle que me fuera curioso e interesante. Utilizaban un trozo de manguera que introducían por un extremo en el depósito y, por el otro, un embudo recibía el combustible de unas botellas de cristal.

Un chico de unos 12 años nos sonreía mientras hacía la labor. Al ver la cámara, se irguió, levantó la botella y miró con gesto hierático.

–No es foto, es vídeo –le dije mostrándole la secuencia. Al verla, estalló en carcajadas y, con grandes aspavientos, llamó a un compañero. Ambos, cogidos por los hombros, me hicieron entender que querían que los filmase juntos. Estuvieron estáticos todo el rato mirando a la cámara como si de una foto se tratase. Lo mejor del día fue el momento en que nos detuvimos para comer. A la sombra de un manguier (árbol frutal de mango) gigantesco, nos lavamos las manos con el agua del jerrycan (depósito metálico). El pollo ya frío sobre el capó aún caliente reposaba en el único papel que lo envolvía. El padre bendijo y agradeció la comida y nuestra llegada con una oración. Partió el crujiente pan y lo repartió. Comimos el pollo con las manos, de pie alrededor del vehículo, en plena brousse, con calor y música de chicharras. Instantes emotivos en los que de forma sencilla compartimos oración, silencio, alimento y contacto con la naturaleza.

A la altura de Bebetja, la Grande Route estaba anegada. La lluvia había sido intensa por la zona. Una larga caravana de camiones se encontraba detenida delante de una señal de stop, clavada en un tronco que sobresalía de un bidón colocado en medio del camino.

Advertida por el padre y para evitar problemas, interrumpí la filmación y guardé la cámara. Avanzando despacio junto a los camiones detenidos, llegamos hasta la señal.

Un hombre de mediana edad, de aspecto tosco y mirada escrutadora, nos observaba.

El paso para camiones estaba prohibido por la gran cantidad de barro presente en el camino y también por los grandes charcos, que eran trampas fáciles para los vehículos pesados. A los ligeros se les permitía opcionalmente, dependiendo del vehículo y del conductor. Conocían al padre y la carga que llevábamos para el hospital, por lo que se nos permitió proseguir nuestro camino con cautela, sorteando grandes charcos y algún que otro obstáculo.

Admiré al père por su destreza al volante haciendo uso de las marchas cortas y entrando lateralmente en los grandes charcos, como si quisiera evitarlos saliéndose incluso de la ruta, campo a través. Un poco más confiada, filmé secuencias de charcos, baches, de vehículos volcados aparatosamente o atrapados en el barro junto a imágenes de paisajes inolvidables.

Llegando a una zona más seca, tomamos un desvío a la izquierda sin indicación alguna. Dejábamos la Grande Route y nos adentramos en una pista secundaria que apellidó «la voie directe a Goundi». Me sentí como partícipe en un anuncio de cafés Saimaza o en una competición tipo Camel Trophy. La vegetación cubría el camino. Quizás el último vehículo que pasó por allí era el mismo en el que viajábamos. De vez en cuando, ramas de arbustos golpeaban el parabrisas y hacían que Gherardi y Mario apartaran sus brazos de las ventanillas evitando ser dañados.

Ver los pequeños poblados con las casas de barro y techo de hojas que llaman paillotes, y niños desnudos gritando a nuestro encuentro «Lale, lale»