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Un viaje íntimo y conmovedor comienza con la llegada de Guapa, una perra que no solo se convierte en compañera, sino en maestra de vida. A través de sus travesuras, rutinas y amor incondicional, su humano empieza a cuestionar su existencia, redescubriendo el valor del presente y la profundidad de los vínculos sencillos. "Guapa y yo" es una oda a la conexión auténtica, una invitación a detenerse, contemplar y recordar quiénes somos más allá del ruido del mundo.
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Seitenzahl: 230
Veröffentlichungsjahr: 2025
Juan Eduardo Eisenacht
Eisenacht, Juan Eduardo Guapa y yo : un tiempo en el permanente / Juan Eduardo Eisenacht. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6463-4
1. Narrativa. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Mi hija
Guapa
Una nueva ecuación
Primer verano
Primer otoño
Año 2016
Hogar dulce hogar
En automático
Elige bien tus deseos
Año 2017
Año 2018
Mi compañera
Año 2019
Año 2020
Año 2021
Año 2022
Año 2023
Retiro chamánico
Primer día
Segundo día
Tercer día
Posretiro
El inicio de un nuevo viaje
Transitando el camino de la Ayahuasca
Mi maestra
Despedida vs. reencuentro
Mi pañuelo verde
Cambios de hábitos
Últimos tres meses del 2023
2024
El camino del destino
Una nueva bienvenida
El vacío
Intentando llenar el vacío
Registros akáshicos de guapa eisenacht
Aceptación
Flaqueo espiritual
La última despedida
En busca de nuevas respuestas
Retiro de Pascua 2024. Primer día
Segundo día
Premisa de la ayahuasca
Guapa vino a mí
Un año después
Los seres humanos vivimos en una carrera feroz para conseguir lo que muchas veces calificamos de “sueños”. Obtener, se ha convertido en sinónimo de ser. Como todos nos movemos en masa, el ritmo de una sociedad adormecida por las ambiciones nos arrastra, llevándonos de a poco a ir olvidando lo más importante, la tarea de intentar recordar quiénes realmente somos y cuál es el sentido de estar viviendo esta experiencia de vida.
Sin ser conscientes, días tras días, nos despertamos a diario para trabajar para poder consumir, para estudiar para en un futuro ser, enamorar para algún día amar, reír para no llorar, para rezar así no aflojar; así pasan años, décadas. Con suerte, la etapa de la adultez o vejez, llegan sigilosamente y nos recuerdan que estamos en el último tramo de esta gran experiencia terrenal; en ese instante, lamentamos el haber luchado para comprar lo que no necesitábamos, por no haber sido, aunque hayamos o no estudiado, por no haber amado aún sin enamorar, por no habernos permitido sufrir, para luego comprender y sonreír, haber rezado mucho, en vez de contemplar más, para poder confiar.
Con la aparición de estos pequeños indicios del “despertar”, con suerte algunos, valoran el aprendizaje y emprenden la gran aventura del Ser; otros, no cuentan con la valentía suficiente para hacerse cargo de sus errores y buscan un enemigo a quien hacer responsables de sus pesares. Es aquí donde entra en juego El Tiempo.
Demonizado por varias culturas, como en la cultura griega, donde el Dios del tiempo, Cronos, por miedo a ser suplantado por sus hijos, se los comía; esto se ha sucedido a lo largo de la historia hasta la actualidad, donde El Tiempo paso a ser nuestro villano favorito, el cual, como a sus hijos, nos va comiendo la cabeza a medida que aceleramos el ritmo de nuestra vida autómata. Esto ha llevado al ser humano a librar una batalla contra este gran villano, donde el inicio es el fin y el fin es el inicio, un gran circulo que nos hace perder el rumbo.
Cuarenta años tardó mi reloj en sonar para que abriera un poco los ojos; en ese pequeño parpadeo, reconocí que el tirano, en realidad era un gran maestro de la ilusión; haber intentado inconscientemente librarle diferentes batallas a lo largo de la vida, había sido todo un delirio, que por suerte va desapareciendo paulatinamente a medida de que lo voy entendiendo y me fusiono con él, recorriendo un camino en común.
Esta obra es un convite de mi parte, de parte de mi excelentísima maestra Guapa y otros maestros, como Cronos y las medicinas ancestrales, para que a través de nuestra historia, nos acompañen en nuestro humilde proceso de despertar de conciencia.
Deseamos que, a través de estas palabras, puedan hacer un alto a su cotidianeidad; poner un freno ese ritmo vertiginoso que suele arrastrarnos a dar vueltas en círculo sin destino alguno y encuentren la inspiración para contemplar su propia historia.
Si en este intento de mostrarles que el milagro está en la vida, se les desborda de emoción el recordar el camino recorrido a lo largo de los años, o las ganas de contemplar los variados mensajes que se les presentan como guías, invitándoles a aventurarse en búsqueda de su propio reencuentro, esta obra habrá logrado su misión: ser al menos por un ratito, la alarma de su despertador.
¡Ahó!
La vida personal se sucede como los cuentos, novelas, leyendas de aquellos libros que nos han movilizado, motivado, transformado. Lamentablemente, no todos somos capaces de parar el ruido cotidiano para poder armar nuestra propia historia, camino que no solo nos lleva al origen, al centro de nuestro corazón, a ser quienes somos, sino también a quienes necesitan ser motivados a despertar.
Guapa y yo vinimos a dejar nuestra historia, para intentar llegar a aquellos que necesitan que la chispa divina despierte.
Nuestra historia comenzó cerca de la primavera del año 2014. En ese tiempo, mi pareja –Charly– y yo, con el cual nos conocíamos hacía apenas nueve meses, nos habíamos instalado hacía dos meses en Concordia, Entre Ríos, como nuevo lugar de residencia.
En una tarde primaveral, mientras él tomaba unos mates al sol y esperaba que algún cliente arribara al local de electricidad que habíamos abierto, una vecina pasó ofreciendo una perrita en adopción. Automáticamente, vio en ese instante la posibilidad de una compañera en medio de una sociedad que lo desconocía. Como todo era nuevo para nosotros –desde nuestra relación hasta la ciudad que nos albergaba–, debatimos por teléfono sobre la posibilidad de adoptar o no a aquella perrita. El poco tiempo con el que contábamos y las grandes distancias entre nuestros trabajos y el hogar parecían complicar las cosas en vez de facilitar la toma de una decisión. El ida y vuelta de la conversación nos llevó una hora a la mañana y dos horas a la tarde, mates de por medio en el local.
Aquel día, la noche que asomaba su nariz fría nos descubrió en pleno dilema; el tiempo había pasado como una ráfaga de viento imperceptible, al punto que las campanas de las 21 h permitieron que oyéramos algo más que nuestras propias voces. Lo que había sucedido solo tenía una explicación, por lo que fuimos en busca de la casa de la señora que tenía asilada a nuestra primera mascota.
Con la inquietud en el corazón, de que el universo no hubiera tenido la templanza de esperar ante nuestra indecisión, nos aventuramos a consultar por todo el barrio hasta dar con el hogar de aquella santa madre que aquel día había decidido pasar por nuestro local. Al dar con aquel lugar, cruzamos miradas y, a pesar de que el frío de la noche nos había adormecido las manos, llamamos a la puerta conjuntamente. La señora salió y nos saludó con palabras cálidas, acompañadas de una sonrisa de bienvenida. Nosotros, con un nudo en la garganta, correspondimos tibiamente a causa del miedo, e inmediatamente consultamos si la cachorra seguía disponible. Su rostro parecía haber sido iluminado por la mismísima luna en un instante mágico que incluso hacía permanente esa sonrisa radiante. Entró a la casa y salió con nuestra perrita. Al tomarla en brazos, sentí que el pecho se me proyectaba al cielo y que nuestros corazones empezaban a latir al unísono. Los grillos, sapos y ranas musicalizaban nuestro encuentro, como la escena más importante de nuestra película.
Como ya lo dije antes, todos tenemos algo que contar. Ese día parecía ser el destino quien libraba las páginas siguientes de nuestra vida, demostrándolo a través de aquella perrita, que no mostraba tristeza alguna por el desapego que estaba viviendo de lo que, hasta ese momento, era lo conocido para ella.
Antes de llegar a casa, pasamos a comprar sus primeras pertenencias. Mientras recorría su nuevo hogar jugando con una botella llena de aire, como si siempre hubiera vivido ahí, yo me enamoraba con cada paso y corcoveo que daba.
Ambos jugábamos y éramos, mientras Charly cocinaba. Cuando lograba dejar de prestarle toda la atención a ella, se la brindaba a Char, con quien charlábamos sobre cuál iba a ser su nombre. Hicimos varios intentos para que reaccionara a alguna de las opciones, pero no había caso: su botella y mi atención eran todo lo que necesitaba en ese momento.
Una vez lista la comida, tirábamos nuestro colchón en el suelo del comedor para dar inicio a nuestra noche de películas. Ese era nuestro ritual favorito y lo estábamos compartiendo por primera vez con nuestra perrita sin nombre. Antes de elegir alguna peli, decidimos mirar unos capítulos grabados de un programa favorito de ese tiempo: Guapas. Comenzada la ceremonia, mi bella NN se dispuso, después de su balanceado, a acostarse en la punta del colchón, mientras nosotros comíamos y mirábamos la serie. En un momento, algo nos llamó mucho la atención: cada vez que hacíamos algún comentario sobre la novela y decíamos “guapa”, ella reaccionaba a esa palabra mirándonos. Aquel acontecimiento nos divertía mucho porque siempre funcionaba, así que lo hacíamos reiteradamente entre risas hasta hacernos conscientes de que ella había elegido su nombre. Desde aquel instante, ella siempre sería Guapa.
Miramos varios capítulos mientras Guapa, agotada, dormía en la punta del colchón. De un momento a otro, se levantó y se paró en la puerta de salida. Aquello nos llamó mucho la atención. Bajamos y se dispuso a sentir el aroma del pasto de la ancha vereda sin alejarse mucho de nosotros, hasta detenerse para hacer sus necesidades. Aquel día había tenido muchas sorpresas preparadas para Char y para mí: su llegada, su nombre y su adultez para tener solo 45 días.
Antes de ir a dormir o despertarnos de un sueño, con Char nos organizamos para poder enseñarle a gestionar sus necesidades en los horarios en que iba a estar sola (al menos 5 horas por día), ya que vivíamos en un departamento. Armamos una rutina que consistía en que de noche se le daría de comer entre las 20 y las 22 h, y su tarrito de agua estaría disponible hasta las 23 h. Antes de ir a dormir, luego de su última toma de agua, bajaríamos a la vereda y nos quedaríamos ahí hasta que hiciera sus necesidades. Por la madrugada, la puerta del patiecito interno, de 5 m², quedaría abierta por si ella quisiera hacer pis. Por la mañana, la rutina comenzaría a las 6 h, poniéndole su cuenco de agua para que bebiera lo que quisiera. Luego bajaríamos para que hiciera sus necesidades. Obviamente, le quedaba la puerta del patio interno por si tuviera una urgencia mientras nosotros no estuviéramos.
Por algún motivo, Guapa, desde su primer día de entrenamiento, había entendido todo. Ella seguía el plan al pie de la letra. Si la urgencia la podía, se dirigía al patio interno y hacía cerca de la rejilla del desagüe. Ella nos lo hacía todo muy fácil. Su aprendizaje era tan avanzado que, a pocos días de su llegada, decidimos dejarle su tarro de agua permanentemente.
En tan poco tiempo nos había robado el corazón. No dejábamos de pensar en ella cuando quedaba solita en casa. Había semanas que quedaba doble turno, de 7:30 a 13 h y de 15:30 a 20 h, y otras veces solo estaba sola por la mañana. Pero ella se comportaba como toda una reina.
En sus momentos de soledad, recobraba energía con largas siestas para poder detonar la casa cuando estuviéramos todos juntos. Los vecinos no se cansaban de comentarnos que nadie sabría que había una perra si no fuera porque nos veían saliendo con ella.
Mientras mi cuerpo no estaba en casa, mi mente me abandonaba para estar con Guapa. Todo se hacía más difícil cuando me encontraba en alguna parte del país por cuestiones laborales. Pensaba en ella todo el día. El hecho de estar lejos de casa me atormentaba, al punto de que no tardé en decidir rechazar los viajes laborales que me daban un ingreso extra.
En ese instante comprendí que Guapa era mi hija.
Una vez reducido mi horario laboral a ocho horas diarias durante cinco días de la semana, como nueva ecuación de vida, acompañábamos por la tarde a Charly al negocio de electricidad, donde jugábamos, paseábamos y aprovechábamos al máximo posible la dicha de estar juntos.
Su aprendizaje iba muy acelerado. No dejaba de asombrarnos la capacidad que tenía de hacerse entender. De la nada, había desarrollado una forma de comunicación que consistía en llamar la atención tocándonos con sus patitas y emitir un sonido como si nos estuviera hablando. Aquel “bbbbfffuuuu” era una palabra mágica con la que solía hechizar mi alma, cuerpo y mente; mientras que el ladrido solo lo usaba a modo de alerta, cuando estaba sucediendo algo o alguna persona no le generaba buena vibra.
Era tal su capacidad de aprendizaje, que una tarde me descolocó la mandíbula al estilo dibujito animado, del nivel de asombro. Como era habitual cada vez que íbamos al negocio de electricidad, hicimos un pequeño paseo por el barrio y, de regreso, se para frente a la puerta del almacén y lanza su hechizo mágico frente a la almacenera; la chica, en gracia por la simpatía de Guapa, nos preguntaba entre risas si entendíamos qué quería, pero debíamos descifrar, al igual que ella, cuál era el motivo por el que Guapa llamaba su atención. La chica entró al local y salió con algo para comer, lo que provocó que la cadera de mi hija se balancee para los lados de felicidad. Luego, aceptó aquel convite acercando su boca con mucha delicadeza hasta la mano de la chica para tomar su premio.
Esa tarde, intentamos descifrar qué desencadenó que mi hija aprendiera a pedir comida en el almacén; tal vez había sido por el olor que emanaba aquel local, o que alguien en algún momento le haya dado algo sin que lo viéramos, que le sirvió para identificar que ahí había comida.
Para concluir su hazaña, como broche de oro, se dirigió hasta la camioneta y, desde la puerta de atrás, comenzó a llamarme con su palabra mágica; abrí la puerta y pegó un salto para intentar subir, pero sus patitas cortitas aún no le permitían lograr su cometido, por lo que la ayudé y en un segundo se dispuso a dormir la siesta.
Guapa había generado sus costumbres, y parte de ello era hacer su siesta a la mañana y a la tarde, como cuando quedaba sola en casa. Así se pasaban sus días perfectos en la semana. Los fines de semana cambiaba por completo nuestra rutina. Por la mañana hacíamos largas horas de desayuno en casa y luego programábamos dónde iríamos a pasear. Si bien ella tenía dos lugares favoritos –el lago Salto Grande y el Parque San Carlos–, se convertía en todo un premio experimentar lugares desconocidos, por eso muchas veces la llamaba “mi chula exploradora”.
En muchas ocasiones nos disponíamos a llevarla a lugares donde sabíamos que había otras personas con perros, pero nunca era de su agrado el contacto con otros animales ni con niños. La parte lúdica de su vida era solo para compartirla con sus padres, lo que lo convertía en un instante mágico, donde el resto del mundo a su alrededor desaparecía.
Ella me incitaba a sorprenderme y maravillarme en la simpleza. Sus espontaneidades lograban que yo pudiera divagar sobre temas que nunca habían captado mi atención, llevándome por laberintos mentales que acababan rozando el límite del misticismo, para terminar en conclusiones aparentemente carentes de sentido alguno. Era quien venía simplemente para ser, más allá de que intentáramos nosotros como sus padres-guías.
El año 2014 llegaba a su fin y yo sentía que solo lo había vivido desde aquella noche en que ella llegó a mi vida, minimizando la primera mitad del año. Para las fiestas, por cuestiones económicas, las pasamos los tres en la casa de mi tía en Concordia, lo cual casi nos costó una Navidad pacífica al detectar que ella le daba comida por debajo de la mesa. Para ese entonces, Guapa se venía perfeccionando con su don para conseguir premios no solo en el almacén, sino que empezaba a extenderlo en otros ámbitos, lo cual nos preocupaba por su seguridad, dejando expuesto mi primer trabajo con ella… el miedo.
Durante el primer verano de Guapa, en la semana manteníamos nuestra rutina laboral y los fines de semana aprovechábamos para ir a la playa, sobre todo si venían visitas de Buenos Aires. Su palabra preferida, “vamos a pasear”, lograba que con sus expresiones iluminara el lugar donde estuviésemos; sus ojos grandes color miel se convertían en mi estrella polar y la cruz del sur, respectivamente, guiándome en el camino. Luego de ese instante, donde el tiempo y el espacio desaparecían, se disponía a buscar su collarcito para poder salir pronto a una nueva aventura.
El único inconveniente con el que contábamos durante el primer verano era que no habíamos podido erradicar su habilidad por solicitar comida a desconocidos, haciendo que se perdiera de nuestra vista en la playa. Cada vez que esto sucedía, hacía revivir mi miedo a que algo le pasara. En varias oportunidades, salía corriendo del agua, pisando el canto rodado de la playa, descalzo, como si anduviera sobre algodón, para buscar en las distintas rondas de personas a mi hija recitando su hechizo mágico, a cambio de algún premio en mano de otras personas.
El hecho de que Guapa se perdiera, o que le dieran de comer algo que le hiciera mal, e incluso que se la llevaran, me generaba un pánico horrible. Desde la razón comprendía que dejarla en casa no era la solución. Yo amaba compartir cada momento con ella; aparte, tampoco estaría tranquilo pensando que ella estaba solita en casa. Cada fin de semana se libraba una batalla en mi mente en la cual ganaba el control aparente, por lo que me exponía al temor, a lastimarme los pies, incluso a quedar ronco de gritar su nombre por toda la costa, en vez de quedarme con la incertidumbre atada en la garganta hasta llegar a casa, luego de un día menos juntos. ¿Cómo podía ser que, desde su llegada, no hubo mucho que enseñar, pero aquello que yo más temía le era lo más difícil de comprender?
En la semana, luego de los traumas del fin de semana, mi mente me llevaba por situaciones recónditas que quizás nunca pasarían. A veces imaginaba tener que salir a buscarla por diferentes barrios, a los gritos y a la espera de un “Bbbffuuuu” como respuesta. Había días que el escenario era más aterrador, por lo que imaginaba encontrarla atada en algún árbol bajo la lluvia, media desnutrida. Mi mente tenía un sinfín de acontecimientos ficticios, que los vivía y lloraba a diario como si estuvieran pasando, porque iban acompañados con la emoción, lo que me iba afectando no solo la atención sino la salud.
No había dudas del amor y el vínculo que me unía a mi hija, al punto de parecer que nos conociéramos de toda la vida. Eso potenciaba el querer darlo todo si fuera necesario, sintiendo una reciprocidad de su parte.
Con el tiempo, tomaba conciencia de que Guapa había llegado no solo para ingresar a nuestros corazones, sino para tatuarse en nuestra alma. El amor crecía sin cesar, al punto que me era imposible pensar cómo sería la vida sin mi hija.
Con su llegada, nuestras preferencias y sueños iban mutando, porque una familia se había consolidado. La casa propia con la que sueñan todas las parejas, para nosotros debía tener un maravilloso parque para que Guapa no solo pudiera disfrutar, sino tener esa libertad e independencia que no tenía en un departamento. Mientras dejábamos que aquel sueño se manifestara en algún momento de nuestra vida, nos costaba dejarla horas encerrada mientras íbamos a trabajar. En ocasiones, cuando debíamos salir en alguna salida de novios de noche o cena con amigos, quedaba con la tía hasta que pasáramos a buscarla. La casa de la tía era su mejor guardería, ya que quedaba dentro con ella, dormía en su cama y de paso le daba algunos caprichos como darle de comer mientras degustaba su cena; mientras tanto, nosotros disfrutábamos tranquilos. A la vuelta a casa, pasábamos por Guapa, sea la hora que sea, para dormir los tres juntos; al llegar, ahí estaba, mirando a la calle a través de la ventana, a la espera de sus padres.
Durante el año, nuestras rutinas eran similares en la semana. Ella descansaba a la mañana, y por la tarde merendábamos con Charly un rato; luego partíamos Guapa y yo a dar un paseo por algún lugar. Nos entusiasmaba ir cambiando todos los días el destino, lo que lo hacía emocionante más allá de que los paseos estuvieran programados. Al llegar al lugar, primero se bajaba del vehículo para hacer sus necesidades, mientras yo cerraba la camioneta; luego emprendíamos la caminata hasta que encontrábamos un palo con el cual jugar. Eso consistía en que yo lo tirara lejos para que ella corriera en su búsqueda, y cuando lo trajera, ambos tirábamos del mismo, a la vez que caminábamos como si fuésemos tomados de las manos. En otras ocasiones, ella lo buscaba y, con su gran capacidad de distracción, lo olvidaba por ahí mientras experimentaba olfateando el lugar; y cuando se percataba de la situación, cambiaba el juego amagándome con saltarme para que procediera a correrla. En esos momentos del día, Guapa y yo éramos niños que solo se disfrutaban el uno al otro, mientras el mundo y el tiempo desaparecían a nuestro alrededor. Dos almas gemelas que aprovechaban su tiempo juntos al máximo, en ese aquí y ahora.
Mi niño interior largaba carcajadas, mientras ese otro ser se desarmaba amorosamente para que yo pudiera hacerlo. En sus ojos se podía percibir la emoción que le producía verme sonreír, hasta quedar ambos exhaustos de agradecimiento por aquel instante mágico. Esa entrega desinteresada de amor parecía ser su misión, mientras que la mía era su cuidado y protección.
Una tarde, luego de ser dos cachorros o dos niños por una hora, el concepto “tiempo” vino a mi mente. Reflexioné al respecto y pude darme cuenta de que al tiempo, lo relacionamos con el deterioro físico, sin darnos cuenta de que aquel niño-cachorro, que creíamos que alguna vez fue, en realidad sigue siendo en las profundidades del ser, esperando ansioso la oportunidad para poder salir un rato a la luz.
Era poco consciente, al menos hasta aquel entonces, de que mi yo actual y mis yoes pasados –que coexistíamos en el mismo aquí y ahora– estábamos regocijados de alegría por aquella unicidad del ser a la que nos había llevado Guapa con sus juegos. Parecíamos haber vencido al tiempo.
Por las noches, exhaustos, nos tirábamos a ver la tele como solíamos hacerlo desde su llegada, mientras Char cocinaba (ese no era nuestro fuerte). En la cena nos contábamos cómo había sido nuestro día, inclusive el paseo; Guapa me dejaba su parte a mi voluntad porque comprendía que tenía esa capacidad narrativa para darle intensidad, de modo que todo se convirtiera en algo mágico e inexplicable, aunque se tratara de un acontecimiento simple para los demás.
Luego de la cena y aquellas leyendas que generaban nuestros paseos, bajábamos para que mi hija hiciera las últimas necesidades del día, así podíamos irnos a la cama. Guapa siempre se acostaba en el medio de ambos padres; lo último que veía y escuchaba antes de dormir era mi beso de buenas noches y mi “gracias por existir”.
Era claro que la familia tenía un vínculo fuerte, pero el que habíamos generado Guapa y yo era de características fuera de lo normal, o al menos para mí. Ambos parecíamos familiar y eternamente uno.
Todo el mundo que conocía a Guapa la veía especial e incluso algunos le decían “señora Guapa”. Esto no era por su estilo de vida, muy naíf para un animal, sino por su forma de ser. Ella parecía poseer personalidad. Tenía bien definido su carácter, gustos y prioridades; detestaba compartir con otros animales, ya fuera juego, comida o cucha. Solo interactuaba con humanos adultos, siempre y cuando no llevaran gorra ni estuvieran borrachos. Creo que era algo más que selectiva, y sus círculos íntimos eran su prioridad.
Una mañana otoñal, mientras dormía, sentí una presencia fuerte, como si alguien me estuviera mirando. Abrí los ojos y, frente a mí, estaba parada Guapa. Me levanté y me puse las primeras prendas que encontré, pensando que quería ir a hacer pis, pero por algún motivo, cuando salí de la habitación, estaba parada en la ventana balcón. Ella no era de hacer sus necesidades en la casa, por lo tanto, algo extraño pasaba, lo que me dio un poco de miedo, ya que quizás había alguien y me estaba alertando. Abrí sigilosamente la ventana y se paró en dos patas en el balcón para emitir su “palabra mágica”. Salí con ella, miré hacia abajo y no había nadie, solo una moto. Insistí en que entrara, pero ella se quedó mirándome y diciendo “bfffuuuu”, lo cual me desconcertaba. Agarré la llave de la casa para bajar y ver qué sucedía; ella se dispuso, muy feliz, a bajar conmigo. Una vez que salimos, dobló la cuadra y se paró en la puerta de la vecina, y empezó a llamar con toda potencia frente a la puerta. Tal situación me causó un nerviosismo terrible y opté por alzarla para llevarla nuevamente al departamento. Por unos minutos más insistió con salir al balcón o bajar, por lo que traté de distraerla para que se olvidara.
Ese mismo día por la tarde, pasamos por la casa de la tía. Cuando llegamos, estaba mi hermano, que había salido de trabajar, y tremenda sorpresa me llevé: la moto que estaba en la casa de la vecina era la de mi hermano, y Guapa me estaba anticipando que él correteaba por el barrio y su tío no había ido a visitarla. Ella conocía cómo sonaba la moto, algo que yo ni me había percatado. El muy traicionero no había ido a visitarnos a nosotros, y ella lo sabía.
Como compensación por aquella insensatez, mi hermano nos acompañó esa misma tarde a dar un paseo al parque San Carlos, en Concordia, uno de nuestros lugares favoritos. Al llegar, abrí la puerta de la camioneta y, en un segundo de distracción, salió como loca ladrando a unos chicos que llevaban puesto gorro con visera y que iban caminando y empujándose. Aparentemente, la venían mirando mientras estacionábamos el vehículo, y más allá de no haberle hecho nada a ella ni a nadie, se lanzó al ataque. Por suerte, mi palabra era santa, y sabía cómo detenerla al instante, por lo que no pasó a mayores. Pero esa situación hizo que aprendiera a vigilar todo antes de abrirle la puerta del auto y, sobre todo, siempre llevarla con pechera. Si bien no era peligrosa, reaccionaba mal ante las agresiones y ante la gente que no se dejaba ver la cara.