Guerras, Espionajes y Religión - Godofredo Alejandro de Vega Reyes - E-Book

Guerras, Espionajes y Religión E-Book

Godofredo Alejandro de Vega Reyes

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Beschreibung

Está atravesada por una investigación realizada por Godofredo Alejandro de Vega Reyes acerca del protestantismo y su entrada en Cuba en un recorrido que abarca desde la colonia hasta los primeros años de la Revolución Cubana. "El libro no pretende ser la historia de las iglesias evangélicas, sino de sus interrelaciones con hechos relevantes de nuestra historia", como expresa el autor en el prólogo.

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Seitenzahl: 384

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Edición y corrección: Nancy Maestigue Prieto

Diseño y composición: Rafael Lago Sarichev

Conversión e-book, ajuste de imágenes y revisión: Rafael Lago Sarichev

© Godofredo Alejandro de Vega Reyes, 2017

© Sobre la presente edición:

Ediciones Cubanas Artex, 2017

Guerras, espionajes y religión

Colección Ensayo

ISBN: 978-959-7245-62-9

Sin la autorización de la Editorial queda prohibido todo tipo de reproducción o distribución del contenido.

Ediciones Cubanas, ARTEX

5ta. Ave., esq. a 94, Miramar, Playa, Cuba

E-mail: editorialec@edicuba.artex.cu

Telf: (53-7) 204 5492, 204 3586, 204 4132

ÍNDICE

PRÓLOGO DE ADOLFO HAM

PRÓLOGO DEL AUTOR

LA RELIGIOSIDAD EN CUBA DURANTE LA COLONIA

CORSO, PIRATERÍA Y CONTRABANDO

LA OCUPACIÓN INGLESA

LA INFLUENCIA FRANCESA

EL ABOLICIONISMO INGLÉS

EL ANEXIONISMO

LOS INICIOS

Los metodistas

Los episcopales

Los bautistas

Los presbiterianos

La Iglesia Congregacional

La Sociedad Bíblica Americana

La reacción de la jerarquía católica

Generalizaciones

LA GUERRA

REINICIOS

Los metodistas

Los episcopales

Los presbiterianos

Los bautistas

La Iglesia Los Amigos (cuáqueros)

El Ejército de Salvación

Los luteranos

La recuperación del catolicismo

El Concilio Cubano de Iglesias Evangélicas

EL IMPACTO DE LAS CRISIS ECONÓMICAS

Las vacas gordas y las vacas flacas

El informe de John Merle Davis

Recuperación económica y avances moderados

LA NUEVA OLA

La Igelsia Adventista del Séptimo Día

Los Pinos Nuevos

El Bando Evangélico Gedeón

Los pentecostales

Los nazarenos

LA CRISIS DE IDEAS

RESPUESTAS A LOS CAMBIOS

Pentecostasles y Metodistas

Presbiterianos, Episcopales y Bautistas

BIBLIOGRAFÍA

A la memoria del reverendo Raúl Fernández Ceballos

PRÓLOGO DE ADOLFO HAM [índice]

Es un privilegio para mí que mi colega y hermano, buen amigo por largos años, me haya pedido la redacción de este prólogo. No empezaría argumentando el valor documentario del libro, lo cual se comprobaría en su utilidad. Calificaría a Godofredo Alejandro como un enfant terrible. Siempre no solo ha sido una persona polémica, ¡sino que él se complace en ello! Esto se evidencia en sus libros publicados. Él es un exaltado defensor acérrimo de sus convicciones entre las que están: el compromiso con la patria, la defensa de sus valores, y la fidelidad a su expresión de la fe cristiana, el protestantismo. Estas le han llevado algunas veces, a mi juicio, a posiciones algo maniqueas, cuando en ocasiones los grises confieren mejor la realidad.

En cuanto al protestantismo, si es que podemos hablar así en singular, ya que en realidad se trata más bien de «protestantismos» con expresiones diferentes, algunas hasta contrarias entre sí. Siempre me he cuestionado la razón de ser del protestantismo en Cuba, porque soy un poco crítico como nuestro autor, del sentido misionero del protestantismo y veo la razón de Edimburgo al considerar que Cuba no podía ser «país de misión» porque era católico (¡). Concuerdo con Alejandro que, si es una expresión de la American way of life, o una extensión del expansionismo imperialista de los EE.UU., sería una «quinta columna» peligrosa en nuestra Isla. La suerte para nosotros, como lo expone bien Alejandro, es que las «iglesias protestantes históricas» fueron fundadas por «misioneros patriotas», para usar la feliz frase de nuestro inolvidable Rafael Cepeda, aunque muy pronto estos hayan sido desplazados por los misioneros enviados por sus «Juntas Misioneras», los cuales poseían, claro, para ellos, un status superior. También ha sido bien sintomático que tales «Juntas Misioneras», hayan sido, como en el caso de Puerto Rico «Juntas Domésticas» (nacionales y no extranjeras, que en muchos aspectos eran más liberales), quizás pensando/anhelando que Cuba siguiera la misma suerte de ser una colonia como Puerto Rico. Alejandro nos desafía a seguir profundizando en estos estudios, pero es una pena que en nuestras iglesias no hayamos tenido mejor cuidado en preservar tantos documentos valiosos de nuestra historia. Creo también, que en la medida en que vayamos conociendo mejor nuestra historia (religiosa y secular), iremos revisando o completando las partes más polémicas de este estudio. Tengo la convicción que también hubo misioneros norteamericanos como el obispo episcopal H. Hulse o el cuáquero Sylvester Jones, que representaban sorpresivamente otro paradigma progresista misionero. No se piense tampoco que el gobierno Norteamericano de Ocupación habría beneficiado más a los protestantes, al contrario, hasta le pagó a la Iglesia Católica con dinero cubano la deuda del Estado Español por la nacionalización de sus propiedades. Un problema en el que, a mi juicio, irónicamente la Iglesia Católica, por ser sincrética ella misma, tuvo más sensatez que las iglesias protestantes, en su relación con la espiritualidad sincrética cubana tan generalizada hasta el día de hoy. En definitiva, el gran problema para las iglesias protestantes está en cómo enraizarse en la cultura cubana, lo cual conduciría a un protestantismo más cubano. Muy importante es el hecho que hubo presencia protestante muy destacada en la lucha insurreccional contra el régimen de Batista en personas como Frank País, Oscar Lucero, Esteban Hernández, Agustín González Seisdedos, Raúl Fernández Ceballos, y otros.

¡Exhorto a Alejandro de Vega que siga ofreciéndonos otros frutos de sus logrados trabajos históricos! ¡Si a otros/otras les molestaría esta investigación acuciosa, por mi parte yo lo felicito, y lo exhorto a continuar escribiendo esta historia con sus mismos instrumentos! ¡Enhorabuena!

Adolfo Ham*

* Adolfo Ham Reyes (Santiago de Cuba, 1931). Doctor en Filosofía y en Teología. Decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Oriente (1961) y rector Seminario Bautista de Cuba Oriental (1959-1964). Secretario Ejecutivo del Concilio Cubano de Iglesias Evangélicas (CCIE) entre 1965 y 1969, y presidente del Consejo de Iglesias de Cuba (CIC) entre 1983 y 1987. Pastor de la Iglesia Presbiteriana a partir de 1970. Ha sido miembro de diversas comisiones del Consejo Mundial de Iglesias. Profesor en el Seminario Evangélico Teológico de Matanzas desde 1965. Cofundador en 1995 del Instituto Superior de Estudios Bíblicos y Teológicos (ISEBIT), hoy Instituto Superior Ecuménico de Ciencias de la Religión (ISECRE), el cual dirige.

PRÓLOGO DEL AUTOR [índice]

Guerras, espionaje y religión aborda aspectos poco conocidos del protestantismo en la Historia de Cuba, desde la colonización por España hasta los primeros años de la Revolución, y de acciones de potencias imperialistas para apoderarse de la Isla, con la religión utilizada como recurso.

El libro no pretende ser la historia de las iglesias evangélicas, sino de sus interrelaciones con hechos relevantes de nuestra historia, en los que se entremezclan, como lo indica el título: guerras, espionajes y religión.

El acopio de la mayoría de los datos fue realizado entre los años 1970 y 1971, mientras cursaba la Licenciatura en Historia en la Universidad de La Habana, con vistas a un tema de investigación que había escogido a sugerencia de Raúl Fernández Ceballos, pastor de la Primera Iglesia Presbiteriana de La Habana, referente a las características del protestantismo en Cuba.

La tarea emprendida abarcó entrevistas a dirigentes y ministros evangélicos, la revisión de la historiografía cubana desde la conquista, los relatos de extranjeros que visitaron la Isla durante la etapa colonial, documentos de la Comisión Militar Ejecutiva y Permanente preservados en el Archivo Nacional; las revistas evangélicas publicadas durante los primeros años de la República, biografías sobre los misioneros norteamericanos que más se destacaron en Cuba y tesis de grado de estudiantes del Seminario Evangélico Teológico de Matanzas con Rafael Cepeda Clemente de tutor.

El doctor Adolfo Ham Reyes, en aquel momento Secretario Ejecutivo del Consejo de Iglesias de Cuba y el obispo metodista Armando Rodríguez Borges, facilitaron el acceso a documentos, libros y colecciones de revistas. El doctor Raúl Gómez Treto ofreció similar ayuda respecto a la Iglesia Católica. El Archivo Nacional de Cuba, la Biblioteca Nacional José Martí y la biblioteca de la Facultad de Historia, dieron amplias facilidades para la consulta de sus fondos. Juan Pérez de la Riva y su esposa Sara, aportaron ayuda bibliográfica, datos y recomendaciones. Un apoyo muy especial fue dado por Argelier León, Isaac Barreal y Armando Andrés Bermúdez, del Instituto de Etnología y Folklore, con sus consejos, y por haber puesto a las oficinistas de esa institución en función de hacer copia mecanográfica de libros y artículos de revistas, en una época que no se disponía de fotocopiadoras. Para todos, mis agradecimientos.

Las conversaciones con Fernández Ceballos, dirigente en varias ocasiones del Concilio Cubano de Iglesias Evangélicas y protagonista de muchos de los hechos que se narran, aportaron datos y apreciaciones imposibles de hallar en fuentes escritas.

Las fichas quedaron engavetadas durante años hasta que, en 1977, parte del material fue utilizado para una monografía titulada El protestantismo durante el siglo xix en Cuba, que obtuvo mención en el concurso de Historia Primero de Enero. Por distintos avatares nunca llegó a publicarse, pero tuvo el mérito de incentivar a Rafael Cepeda a escribir Los misioneros patriotas. Copias de aquel trabajo, que han circulado sin consentimiento, han sido empleadas en investigaciones, unas veces con cita de la fuente, otras con olvido de ese deber elemental.

Con el paso de los años la investigación conserva su valor. Algunos aspectos de la historia de Cuba, aquí abordados, carecen de divulgación. Los escritos publicados acerca de la historia del protestantismo en Cuba y de los «misioneros patriotas» del siglo xix no han dado la debida consideración al trasfondo político, de modo que el tema permanece virgen en muchos aspectos. Así, por ejemplo, la correspondencia entre Antonio Maceo y el reverendo Alberto J. Díaz continúa siendo abordada fuera de contexto.

Una aclaración antes de terminar: los conceptos protestante y evangélico se utilizan aquí con idéntico significado.

Después de estar la primera edición de este libro en procesos de imprenta, el investigador Carlos R. Molina Rodríguez, teólogo, historiador y profesor del Seminario Evangélico Teológico de Matanzas, gentilmente me hizo llegar los resultados de sus investigaciones y la compilación de trabajos de otros autores, a tomar en consideración. Esto, a su vez, me obligó a valorar otras publicaciones, en especial el Panorama del protestantismo en Cuba, de Marcos Antonio Ramos, y las investigaciones de Rafael Cepeda y trabajos sobre la Iglesia Católica. Por tales motivos, la nueva edición de este ensayo, ahora en forma digital, aborda aspectos que no aparecen en el edición impresa.

LA RELIGIOSIDAD EN CUBA DURANTE LA COLONIA[índice]

Visitantes extranjeros de diversos credos, eclesiásticos ilustres, como el obispo Espada, y cubanos de cultura universal, como Domingo del Monte, coincidieron, durante la primera mitad del siglo xix, en señalar la irreligiosidad de la población de Cuba, o al menos de las clases sociales con las que ellos se relacionaban, y denunciaron la poca formación cultural y teológica del clero, así como el bajo nivel de la educación religiosa.

Para algunos esta situación era consecuencia de la subordinación de la Iglesia al Estado en virtud del Real Patronato.1 Según algunos abolicionistas, como el cónsul británico Richard Madden, todo era culpa de la continuación ilegal del tráfico de esclavos. En general, se reprochaba al clero la mercantilización de los sacramentos, la desidia en la predicación religiosa y en la observación de sus deberes cristianos, y no desempeñar un papel efectivo como factor de equilibrio social respecto a los esclavos, al estilo del que jugaron las iglesias protestantes en los dominios ingleses.

En ningún país latinoamericano la preocupación por la suerte del alma después de la muerte influía en la conducta de la mayoría de la población ilustrada, pero en el caso de Cuba era evidente que la indiferencia en materia religiosa había superado lo que cabría esperar de un territorio cuya cultura era producto de la colonización ibérica, donde el catolicismo era la religión oficial.

Un factor que debe considerarse es el proceso de secularización del pensamiento que comenzó a gestarse en Europa desde fines del siglo xviii. Las capas cultas de la sociedad acogían con simpatía las tesis iluministas y racionalistas, incluso en la Corte de España; las logias masónicas prosperaban a pesar de las excomuniones papales. Pero estas influencias externas no hubieran arraigado en Cuba con tanta fuerza de no haber existido condiciones históricas que motivaran la apatía de su población respecto a las creencias y prácticas religiosas oficiales.

Los conceptos éticos predominantes durante la Conquista hicieron de la despreocupación religiosa un atributo del hombre libre. El paradigma de conquistador era el individuo valiente, audaz y ambicioso, dispuesto a obtener con la espada y la astucia riquezas para sí y para la Corona. La rudeza de carácter era consustancial a su condición de aventurero y en modo alguno podría suponérsele un modelo de piedad. La mojigatería se interpretaba como un signo de debilidad y era una actitud inaceptable. Salvo honrosas excepciones, el cura había fungido como compañero inseparable del conquistador, subordinado a él para complementar con la prédica religiosa la obra alcanzada por la violencia.2 Por esto, la esfera de influencia del clero abarcó especialmente a los elementos excluidos de la sociedad civil: indios, negros y mujeres. Pero aun en ellos no siempre sería profunda.

El trabajo de la Iglesia en América entre los indios fue efectivo en relación con la extensión y prontitud de las conversiones. Los dominicos y otras órdenes religiosas se esforzaron por que se reconociera que los aborígenes tenían alma con vistas a poder ganarlos para la cristiandad. Después de muchas dudas e indagaciones, el papa Paulo III dictó en Roma una bula el 4 de julio de 1537, por la cual se les reconocía como verdaderos hombres, capaces de tener fe. Los indios de Cuba y Santo Domingo fueron causantes de las mayores incertidumbres, pues les era muy difícil entender acerca de Adán, Eva y el pecado original. De acuerdo con sus tradiciones ancestrales, el hombre había surgido de forma espontánea a partir de la putrefacción de la tierra y la acción del sol, sin necesidad de un dios creador.3 Las mujeres, según los tainos, fueron creadas por los hombres con ayuda del pájaro carpintero, a partir de unos seres resbalosos y asexuados que habían capturado.4

Se calcula que la población aborigen en Cuba durante el descubrimiento era de unos doscientos mil. Las matanzas perpetradas durante la conquista y pacificación, las epidemias traídas de Europa y África, la privación de los cultivos necesarios para su sustento, el brusco descenso de la natalidad, el trabajo agotador y los suicidios masivos, fueron diezmándola sucesivamente.5

El régimen de encomiendas suponía la repartición de indios entre los colonos para evangelizarlos y prepararlos para la vida civilizada. Pero el trato inhumano y sus secuelas provocaron tantas muertes que era dudoso que se salvara algún alma para la cristiandad. La Orden de los Predicadores intentó preservarlos como individuos y ganarlos así como cristianos; primero fray Antonio Montesinos en Santo Domingo y luego Bartolomé de las Casas en Cuba protestaron contra su esclavización y exterminio. El cardenal Ximénez de Cisneros, regente en España a la muerte de Fernando el Católico, prestó atención a las quejas, otorgó a Las Casas el título de protector universal de los indios y designó a varios frailes jerónimos para que suavizaran el rigor a que eran sometidos los aborígenes. Pero fiel a sus deberes como cabeza del Estado, Cisneros conservó las encomiendas en forma modificada. Cuando en 1553 el régimen fue abolido, los indios en Cuba apenas rebasaban de cinco mil, incluyendo a los introducidos de Campeche y otros territorios.6 Por orden de Carlos V los sobrevivientes debían ser concentrados en varios poblados para su mejor protección, pero rotas sus tradiciones culturales, muchos vagaban «sin pueblo, religión, ni política», según expresión del gobernador Pérez de Angulo.7

La carencia de fuerza de trabajo para el desarrollo de una economía de plantación hizo de la importación de esclavos africanos una de las premisas del progreso económico de las Antillas. En Cuba la industria azucarera había establecido sus bases desde principios del siglo xvi. Los hacendados consideraban que la religión hacía más sumisos a los esclavos y construían la capilla conjuntamente con el ingenio y los barracones.8 En las ciudades se prestaba atención a la evangelización de los esclavos domésticos y algunas órdenes instruyeron a algunos para utilizarlos como catequistas.

La colonización blanca del Nuevo Mundo se realizó inicialmente con los elementos que no tenían cabida en la sociedad española, incluyendo a presidiarios, prostitutas y judíos furtivos, gentes que no se caracterizaban precisamente por la observancia de los preceptos de la Iglesia. Ellos introdujeron creencias populares europeas como la hechicería, la magia negra y el «catolicismo popular». A ello se sumó las ideas supersticiosas aportadas por frailes de distintas procedencias con poca o ninguna formación teológica, que afluían a La Habana sin sujeción a ninguna jerarquía civil o religiosa y que se buscaban la vida con picardías y engaños.9

El siglo xvii fue la época de mayor auge del clero en Cuba, cuando la única forma de educación superior era la eclesiástica y elementos de las clases acomodadas aspiraban a ser sacerdotes. La Iglesia participó, a través del diezmo, de los beneficios obtenidos en la industria azucarera y el tabaco, y recibía con frecuencia legados para misas y obras pías. El clero secular y las órdenes religiosas mantenían buenas relaciones con las familias criollas debido a su tolerancia hacia el comercio de contrabando. Las órdenes más importantes fueron los franciscanos y los dominicos, por el ingreso en ellas de muchos nacidos en el país, y por la adquisición de tierras y esclavos mediante donaciones o compra, con lo que llegaron a convertirse en grandes terratenientes.

La influencia social y poder económico del clero no implicó una mayor ortodoxia en la fe. Para escándalo de los obispos se generalizaban las supersticiones de los más diversos orígenes, entre ellas la celebración en casas particulares de las fiestas denominadas «altares de cruz», práctica condenada como ajena a la Iglesia.

En las noches de San Juan y San Pedro era costumbre celebrar mascaradas a caballo y fiestas con música, baile y altares. Al amparo de los disfraces se hacía burla de dignatarios eclesiásticos y de las autoridades civiles. El obispo Vara Calderón comisionó a funcionarios episcopales para disolver los corros en las calles y fiestas familiares, con imposición de multas de hasta quinientos pesos. Desde su arribo a Cuba en 1673 el obispo adoptó medidas para moralizar a clérigos y conventuales, pero estos le hicieron fuerte oposición. En una carta al obispo de Santo Domingo relató que hasta intentaron envenenarlo. Entre las razones para tal aprensión estaba que los obispos que le precedieron y habían intentado reformas, murieron en circunstancias sospechosas: Juan Montiel en diciembre de 1657, y Pedro de Reina y Maldonado en octubre de 1660. Pese a estar alerta de ese peligro, Vara Calderón murió a los pocos meses, a los dos años y medio de su arribo a la Isla.10

Si esto ocurría en las ciudades, a juicio de los historiadores católicos la situación religiosa en los campos resultaba más grave. Los clérigos eran poco dados a visitar las zonas rurales. La llegada del cura a un caserío constituía un suceso memorable, y en el mismo día se realizaba matrimonios diferidos y el bautizo de los hijos. En ausencia de médicos y sacerdotes, los pobladores acudían a los curanderos, blancos o negros, en busca de remedios para los males del cuerpo o del alma.

Incluso en los mejores tiempos de la Iglesia en Cuba, sus prácticas solo fueron observadas con rigor por una minoría compuesta sobre todo por mujeres de las clases acomodadas y media, mientras que la mayoría de la población masculina con derecho a opinar se consideraba católica «a su modo».

La influencia de la Iglesia entre los esclavos resultó poco profunda por la insuficiencia del trabajo que dedicaban hacia los miles de importados de África cada año y, sobre todo, por la falta de atractivo de las doctrinas, que distaban mucho de ser «las buenas nuevas» anunciadas por Jesús a los pobres y oprimidos sobre la pronta llegada de un reino de justicia, donde los últimos serán los primeros. Los curas evitaban abordar el tema de la servidumbre, y predicaban humildad y conformidad, sin soluciones para esta vida. El acto de libre elección, fundamental en la teología católica, estaba remplazado por la decisión de hacerlos cristianos, quisieran o no. En estas condiciones solo era posible esperar de ellos una práctica religiosa puramente exterior.

Los hacendados tenían por peligrosa la prédica de cualquier mensaje de redención, aunque se refiriese únicamente a la del alma. Cristo era presentado en los catecismos a semejanzas de un mayoral que al final de las faenas de la vida computaba lo bueno y lo malo hecho por cada uno; comparaban el alma con el azúcar de caña, la cual requiere ser sometida al fuego para su purificación.11 Se insistía en inculcarles que el sufrimiento en esta vida era bueno y que debían estar agradecidos, pues les sería contado como mérito para la vida eterna. Africanos que apenas entendían el castellano debían rezar padrenuestros y avemarías después de haber laborado jornadas de dieciséis horas. De las clases de catecismo impartidas someramente con motivo del bautismo o la comunión, apenas les quedaban ideas confusas sobre la existencia de un Dios creador que no había librado del castigo en este mundo ni siquiera a su propio hijo, y de santos que apadrinaban los diversos oficios o auxiliaban en determinados trances. Entre estos encontraron equivalencias con susorichas, de modo que bajo el manto de las imágenes católicas encubrieron sus viejas creencias.12

En la medida en que crecía el número de esclavos y se fundaban haciendas en lugares alejados, el trabajo del clero resultaba cada vez más pobre y superficial, de modo que las creencias de los miles de esclavos comenzaron a propagarse entre la población blanca. Más que irreligiosidad, habría que señalar la generalización de creencias populares de distintos orígenes, entremezcladas con elementos de la tradición católica.

El esfuerzo realizado por el obispo de Espada y Landa a inicios del siglo xix para mejorar el nivel cultural y la moralidad del clero le granjeó enemigos dentro de la Iglesia y fuera de esta, y en verdad obtuvo pocos resultados, salvo entre sus colaboradores más cercanos. Numerosos frailes y sacerdotes estaban enviciados con el juego, y así se les representaba en los relatos de viajeros. La usura, la mercantilización de los sacramentos y el amancebamiento eran prácticas generalizadas, y debido a esto, los clérigos gozaban de poco prestigio ante la población criolla, que decía creer en Dios pero no en los curas.

La posición de la Iglesia respecto a las autoridades peninsulares no fue mejor. Desde el siglo anterior, habían gobernado en España políticos anticlericales durante varios períodos, que designaron a personas afines a sus ideas para los cargos administrativos y militares en la Península y sus colonias.

Carlos III (1759-1788) hizo ministro de la Guerra y presidente del Consejo de Castilla a Pedro Abarca de Bolea, conde de Aranda, la figura más destacada de la masonería española y amigo personal de Voltaire. Secundado por Campomanes, fue el artífice en España de la expulsión de los jesuitas, la supresión de los fueros eclesiásticos y la prohibición de imprentas dentro de los monasterios.

Durante el reinado de Carlos IV (1788-1808), el tristemente célebre Manuel Godoy, además de los favores de la reina, gozó de muy amplias facultades en el gobierno. A él se debió la fundación del colegio Pestalozziano de Madrid para la enseñanza de las ciencias naturales y la filosofía sensualista francesa, en oposición a la escolástica y la filosofía tomista, defendidos por la Iglesia española como partes inseparables de la doctrina católica.

El nombramiento de Espada y Landa en 1802 para el obispado de La Habana se debió a Godoy. En 1806 el sacerdote Bernardo O’Gavan y Guerra fue enviado por la Sociedad Económica de Amigos del País a estudiar en el Pestalozziano, con una beca sufragada por Espada. A su retorno presentó una Memoria ante la Sociedad, publicada en 1808 por el periódico La Aurorade La Habana. Al ser reproducida en México, el Tribunal del Santo Oficio de ese país censuró el párrafo en que elogiaba a Locke y a Condillac, considerados herejes, y abrió un expediente sobre el caso. Los Amigos del País, con el respaldo del capitán general de Cuba y del obispo de Espada, pasaron a la ofensiva, y nombraron un tribunal compuesto por varios eclesiásticos «para que estos dictaminaran sobre la defensa legal que debía establecer la Sociedad ante la Inquisición mexicana y lograr el importante objeto que se propone al vindicar el honor ofendido».13 La Inquisición no se atrevió a proseguir en sus actuaciones; se hizo evidente su falta de poder dadas las circunstancias políticas imperantes en España, México y Cuba.

En los siguientes años se enviaron al papa y a los superiores de las órdenes religiosas en España numerosas denuncias contra el obispo Espada, acusándolo de jansenista14y masón. De igual forma, el presbítero Félix Varela fue acusado de materialista por impartir en el Real Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio las doctrinas de los filósofos empiristas, pero gracias al respaldo del obispo Espada no sufrió medidas eclesiásticas por ello.

La acusación de jansenista resultaba especialmente sensible en esos años, pues se estaba gestando la doctrina de la infalibilidad papal, finalmente aprobada en el Concilio Vaticano I. Más apropiado era acusar a Espada de galicanismo,15 por su obediencia incondicional al rey por encima de la debida al papa. En sus escritos fue tema recurrente la Epístola a los Romanos, capítulo 13, versículos 1 al 7, en la cual el apóstol Pablo indicaba a los fieles el deber de acatar lo que disponga el gobernante y servirle, así como a sus magistrados y fuerzas represivas, como si fuese a Dios. Tal obediencia, llevada a extremos, causó problemas al obispo. Bajo el gobierno de Carlos IV resultó difusor entusiasta de las ideas progresistas fomentadas por el despotismo ilustrado, entre ellas, la prohibición de enterramiento dentro de las iglesias. Ante los cambios políticos ocurridos en 1820 que menoscababan la autoridad del rey y ponían en vigor la Constitución de 1812, guardó silencio, pero una vez recibida la Real Orden que ordenaba crear las Cátedras de Constitución, firmada de propia mano por Fernando VII, se apresuró en nombrar a la persona más capaz para su desempeño: el presbítero Félix Varela. Una vez restaurado el absolutismo, el obispo condenó a las ideas liberales y a la masonería, pero había sido tan eficiente en cumplir la política anterior, que no se libró de que fueran dictadas órdenes en su contra.

La masonería contaba en esa época con numerosos iniciados entre las autoridades coloniales y los oficiales del ejército, y se extendió a tal grado entre los peninsulares residentes y criollos que el capitán general Francisco Dionisos Vives adoptó la táctica de infiltrar espías en las distintas logias y sociedades secretas para evitar actos contra su mandato, en especial entre los «comuneros», que fue una sociedad de tipo masónico y antimonárquica, creada en España por políticos liberales, a imitación de los «carbonarios» de Italia. En 1823, luego de su llegada desde Madrid para restablecer el absolutismo, este gobernante procedió de forma mesurada contra los constitucionalistas, y solo empleó la fuerza pública en algunos pueblos del interior donde los liberales se negaron a la clausura de sus logias. Por real orden el obispo de Espada debía ser conducido a España para ser juzgado de numerosas acusaciones, pero Vives dio largas al mandato, alegando de forma reiterada el estado de salud del obispo. El asunto quedó zanjado en 1832 con la muerte de Espada, coincidente con nuevos cambios políticos en la metrópoli.

Bajo la regencia de María Cristina (1833-1840),16 los ministros liberales arribados al poder dictaron la disolución de las órdenes religiosas como contramedida al apoyo dado por el clero a sus adversarios políticos, y dispusieron el 11 de octubre de 1835 la expropiación de los bienes eclesiásticos. Esta orden fue puesta en vigor en Cuba con retraso y lentitud por el capitán general Miguel de Tacón y por su sucesor en el cargo, Joaquín de Ezpeleta, lo que posibilitó que el clero pudiera vender parte de sus bienes.17

Las medidas del liberalismo español provocaron en Cuba una fuerte disminución del número de clérigos, tanto seglares como seculares. A imitación de lo que hacia la jerarquía eclesiástica en España, las plazas que resultaran vacantes no eran propuestas para ser cubiertas a fin de crear crisis en cuanto a los servicios religiosos. Varias de las órdenes que se dedican a la enseñanza abandonaron la isla.

En España, a partir de la dimisión en 1856 del general Espartero, los elementos clericales lograron influencias en el gobierno, lo que se reforzó con la designación de Antonio María Claret como confesor de la reina Isabel II de Borbón. El cese de las medidas dictadas por los gobiernos liberales, tuvo como efecto en Cuba que se autoriza el establecimiento de los jesuitas, en 1853, y el de los escolapios, en 1857, así como la afluencia de sacerdotes españoles, con lo que el clero criollo perdió la importancia que tuviera en los siglos anteriores. La apertura al pensamiento moderno iniciada por el Seminario San Carlos, fue anulada.

Antonio María Claret se había distinguido en España como propagandista de las doctrinas católicas en los momentos más candentes de la ofensiva liberal. Fue autor de Catecismos menores y Catecismo explicado, orientados a exponer la fe sin recurrir a la razón; en oposición al «procedimiento iluminista, con su acento en la deducción y los diálogos socráticos».18 En 1849 fundó la orden religiosa Misioneros Claretianos y en el siguiente año recibió el nombramiento de arzobispo de Santiago de Cuba. Durante su período como arzobispo, este super campeón del evangelismo intentó de contrarrestar la irreligiosidad en la Isla con actividades de catequesis en distintos estratos de la población, entre ellos los negros. En Holguín fue objeto de un atentado. En 1856 regresó a España por haber sido designado confesor de la reina Isabel II.19

En este período gris de la historia de España, los protestantes fueron perseguidos, sobre todo en Andalucía. Esto aparejó, en consecuencias, que tuvieran una activa militancia, como individuos, en el liberalismo y las organizaciones antimonárquicas.

Aprovechando la nueva situación imperante, el obispado de La Habana reclamó los derechos sobre el nuevo cementerio que el cabildo habanero proyectaba construir.20 Esto finalmente le fue concedido por gobierno de Madrid, lo que garantizó a la Iglesia los ingresos por este tipo de negocio y mantener la facultad para decidir quiénes, en razón a su religión, podían recibir sepultura en el camposanto.

Con independencia a que en España gobernaran los liberales, los moderados o los conservadores, el catolicismo mantuvo su carácter de religión oficial, subordinada al gobierno en virtud del Real Patronato. Por encima de los diferendos políticos, nadie le negaba ser la creencia tradicional del pueblo español, de modo que los conflictos con las jerarquías eclesiásticas y las órdenes religiosas, o la expropiación de los bienes eclesiásticos, no implicaban necesariamente combatir a la fe católica. Muchos anticlericales continuaron considerándose buenos creyentes y mantenían viejos prejuicios contra el ateísmo y las herejías. Pero en la medida en que se secularizaba el pensamiento, la Iglesia dejaba de tener influencia política y económica, con lo que su contrapartida —el anticlericalismo— comenzaba a quedar pasado de moda.

La secularización del pensamiento redujo la influencia del clero sobre las concepciones políticas. La fe católica devino simple ritualismo y la doctrina, despojada del escolasticismo y la autoridad aristotélica, parecía derrumbarse ante las nuevas tendencias filosóficas. Ya la fe no era un obstáculo para el desarrollo de distintas corrientes políticas y sociales, de modo que se podian sustentar ideas constitucionalistas, monárquicas, esclavistas, abolicionistas, reformistas, anexionistas, autonomistas, o independentistas, sin dejar de ser católico.

Los visitantes extranjeros y los iniciadores de las iglesias evangélicas en Cuba no supieron comprender las especificidades de nuestro desarrollo histórico y adoptaron mecánicamente los argumentos contra el catolicismo surgidos al calor de la Reforma en el siglo xvi, además de los aportados por la masonería. Eran, sobre todo, «protestantes»que mantenían una postura crítica hacia prácticas y doctrinas católico-romanas, como el boato y la corrupción del clero, el confesionario, el celibato sacerdotal y la infabilidad papal. Pero estos no eran los problemas que apuntaban a las contradicciones fundamentales de la época.

En la Europa del siglo xvi la Iglesia Católica fue uno de los principales baluartes del sistema feudal; ella misma era el mayor propietario territorial, y sus dignatarios provenían de la nobleza, con la que tenía intereses comunes. La Reforma protestante, al oponerse al poder espiritual y material de la Iglesia, expresó los intereses de la época, y fue apoyada por los sectores políticos y sociales necesitados de un respaldo ideológico para sus aspiraciones. Pero en Cuba la situación era muy distinta, ya que los privilegios económicos de la Iglesia habían cedido al empuje de la industria azucarera desde comienzos del xix y, a partir de 1836, tuvo que transferir sus propiedades territoriales, venderlas o estas le fueron confiscadas, con lo que dejó de ser el más importante terrateniente. Hasta le fueron quitados los derechos sobre el diezmo, y dependió en lo sucesivo del presupuesto que quisiera asignarle el gobierno.

Los primeros protestantes cubanos fueron abanderados del antirromanismo, pero las contradicciones entre la Isla y su metrópoli ocupaban el centro de atención de criollos y peninsulares, por lo que cualquier otra cuestión que no contribuyera a su solución bien podía esperar. Los mismos evangélicos fueron ganados por el fervor patriótico y de modo inconsciente pasaron de la preocupación por su alma individual, a una activa participación social, colaborando en mayor o menor grado con la gesta independentista.

CORSO, PIRATERÍA Y CONTRABANDO[índice]

La iglesia católica tuvo a su cargo evangelizar los territorios colonizados por España en América, sin que ninguna otra institución cristiana pretendiera hacer labor misionera en la región.

Las posesiones españolas en el Nuevo Mundo eran consideradas por varias potencias europeas como territorio enemigo que había que saquear y destruir en caso de no poder ser conquistado. Dentro del proceso de las guerras de la Reforma, las creencias religiosas resultaron pretexto para tales actividades de rapiña. Muchos corsarios y piratas que asaltaban las naves y poblados españoles durante los siglos xvi y xvii, eran practicantes de la fe evangélica, principalmente calvinistas. Dada la mentalidad de la época y la ferocidad desatada con las guerras de religión, hugonotes franceses, reformados holandeses, presbiterianos escoceses y puritanos ingleses tenían a bien robar y matar a los católicos españoles, con igual celo al demostrado por los cruzados en Palestina en los siglos anteriores contra musulmanes y judíos; de modo que, para ellos, resultaba normal invocar el favor de Dios para el buen resultado de sus operaciones y procuraban justificación religiosa a sus actos con buenas citas bíblicas, como la contenida en Deuteronomio 11. 25: «Nadie podrá hacerles frente. El señor, su Dios, hará cundir el pánico y el terror por donde quiera que ustedes pasen, tal como lo ha prometido». Las prédicas de Jesús referentes a servir al prójimo por encima de barreras étnicas y religiosas, ejemplificadas con la parábola del Buen Samaritano (Lc 10. 25-37), no fue un pasaje bíblico que interesara en esa época a protestantes ni a católicos.

En Francia, los hugonotes eran perseguidos y aspiraban a obtener un lugar en América. Las instrucciones dadas por Moisés para la conquista de la Tierra Prometida referentes a la destrucción de las ciudades y los lugares de cultos,21 fueron aplicadas fielmente en los dominios españoles. De ahí la marcada predilección por quemar las iglesias, secuestrar prelados y escarnecer las imágenes de santos y otros objetos de devoción del catolicismo que —de acuerdo a su forma de pensar— eran prácticas idolátricas.

Según Ramiro Guerra:

bajo la dirección de su jefe, Gaspar de Coligny, los hugonotes franceses, perseguidos en su país a causa de sus creencias religiosas, trataron de fundar colonias en el Nuevo Mundo, con el propósito de poder practicar libremente su fe sin renunciar a su nacionalidad. Río de Janeiro, Las Antillas Menores, Florida y Canadá fueron visitados frecuentemente por expediciones de los citados hugonotes, en busca de un lugar adecuado para fundar ‘la nueva Francia’. Acérrimamente hostiles a España, cuyo rey Felipe II era el principal campeón del catolicismo, los marinos hugonotes practicaban el corso y la piratería contra los españoles y atacaban las poblaciones costeras de las Indias, siempre que podían. Uno de estos marinos, de mucho renombre en la época, Jacques de Sores, en varios de sus viajes a la naciente colonia hugonote de Río de Janeiro, a Florida y a Canadá, en 1554 y 1555, recorrió también las Antillas.22

El relato de Irene Aloha Weight sobre la toma de La Habana por corsarios franceses en el año 1538, basado en documentos del Archivo de Indias, refleja de forma muy elocuente los efectos que causaron en nuestra tierra la intolerancia generada en Europa entre católicos y protestantes:

Los vecinos abandonaron la villa saqueada por los piratas. En el informe enviado por la Audiencia al Rey se refiere que se robaron hasta las campanas de las iglesias, y que hicieron mofa de una imagen de San Pedro, la que colgaron en la puerta de un bohío como blanco para tirarle naranjas. Como la tripulación era protestante sentía satisfacción con hacer esto, pues la destrucción de imágenes religiosas estaba de moda en Francia.23

Los españoles, por su parte, hicieron todo lo posible por superar en crueldad a sus enemigos; se consideró matar herejes como acto de fe muy loable. Uno de los episodios más representativos del odio e intolerancia fue la masacre cometida en 1565 por la expedición que partió de Cuba al mando de Pedro Menéndez de Avilés, enviado por Felipe II a Florida para eliminar los asentamientos hugonotes. Más de seiscientos franceses fueron degollados, sin distinción de sexo y edad. Fue perdonada la vida solamente a veinticuatro que juraron ser católicos, pues para Avilés era delito más grave la herejía que haberse apropiado de un territorio perteneciente en esa época a la corona de España.

La colonia fundada en 1662 por Renato Laudonniere con el nombre Fort Caroline fue tomada por sorpresa. Los españoles pasaron a cuchillo a hombres, mujeres y niños y a continuación persiguieron y mataron a las familias establecidas en los alrededores. Unos cien franceses lograron huir en un barco que poco después naufragó. Sin recursos y hambrientos los sobrevivientes se dirigieron al fuerte, donde aún se encontraban los españoles. Conminados a rendirse y sin medios para luchar, se entregaron, y fueron igualmente asesinados.24

Los crímenes cometidos por los españoles en Florida, fueron vengados pocos años después por la fuerza comandada por el francés Dominic de Gourgues, que tomó el fuerte San Agustín fundado por Menéndez de Avilés y ahorcó a todos los españoles que pudo capturar.

En la tradición popular quedó asociado el epíteto de herejecon el de piratay salteador. La acusación de herejía sería utilizada hábilmente por las autoridades coloniales para deshacerse de personas de tal forma que nadie se atreviera a abogar en su favor. Así, por ejemplo, debido a la guerra librada entre 1637 y 1640 por Portugal para independizarse de España, el gobierno de Madrid ordenó expulsar y perseguir a los lusitanos residentes en sus dominios de ultramar. Las técnicas para la producción de azúcar habían sido introducidas en Cuba por maestros de oficios portugueses y su expulsión perjudicaba a los hacendados, pero entonces fue corrido el rumor de que muchos eran judíos o herejes.25

El odio y el temor a los corsarios y piratas que existía en La Habana y Santiago de Cuba, varias veces destruidas y siempre amenazadas, no fue igual en otras poblaciones. En Bayamo, Puerto Príncipe, Sancti Spíritus y otras villas mejor protegidas por estar algo alejadas de las costas, los vecinos se dedicaban al comercio de contrabando, con la tolerancia de las autoridades civiles y eclesiásticas de la localidad.26 Los intentos de algunos gobernantes por suprimir el comercio ilegal resultaron casi siempre infructuosos y provocaron reacciones muy violentas. Algunos capitanes generales y obispos exageraron el peligro que representaba tales contactos con el enemigo por debilitar «la fidelidad hacia la Iglesia y la Corona». Pero en verdad resulta poco probable que haya surgido alguna influencia religiosa de las relaciones entre los pobladores de Cuba y los filibusteros y contrabandistas de otras naciones, salvo el regalo ocasional de una Biblia a personas que no sabían leer, y la participación como invitados en algunas bodas y bautizos.27

A medida que avanzaba el siglo xvii, mayor fue el empeño de Francia, Inglaterra y Holanda para apoderarse de los territorios de América en posesión de España y de las riquezas transportadas en sus barcos. Entre los años 1626 y 1648 la marina holandesa destruyó y apresó naves españolas y hasta flotas completas frente a las costas de Cuba, y mantuvo bloqueado el puerto de La Habana. Las poblaciones del interior se defendían de los continuos ataques de los filibusteros franceses con milicias integradas por los propios vecinos. Paralizado el comercio ordinario, subsistían mediante el comercio de contrabando con los enemigos.

El cardenal Richelieu, después de su victoria sobre los hugonotes en 1648, empleó los servicios de estos en ultramar como parte de su política contra España. El capitán Le Vasseur, veterano del sitio de La Rochela, fue comisionado para la fortificación de la isla Tortuga, al norte de Haití, hasta dejarla convertida en una plaza fuerte y principal base de operaciones de los franceses en el Caribe contra las posesiones españolas. Entre sus corsarios, había protestantes y católicos sin distinciones, por lo que en lo sucesivo el antirromanismo dejaría de servir a los franceses de pretexto para justificar sus actos vandálicos.

Un fenómeno inverso ocurrió con los ingleses, que encontraron en su fe pretextos ideológicos para cometer actos de rapiña. La revolución iniciada en 1640 había llevado al poder a disidentes de la religión oficial, mucho más activos contra el catolicismo que los anglicanos. El líder de la Revolución, Oliverio Cromwell, en 1655 envió al almirante William Penn y el general Robert Venables al frente de una expedición que ocupó la estratégica isla de Jamaica, con el propósito de librar desde allí una cruzada para expulsar a los españoles de América. El plan fue conocido como West Design y comprendía el ataque en gran escala a las posesiones españolas de las Antillas y un desarrollo intenso de colonización. Uno de sus principales promotores fue Thomas Gage, exfraile dominico convertido al puritanismo, muy activo en la persecución de los católicos. Desde Jamaica, los corsarios ingleses asaltaron las flotas españolas y las ciudades que podían aportar mejor botín, asociados en ocasiones con los franceses de Tortuga.

Entre los años 1660 y 1668 las poblaciones de Cuba resultaron agredidas repetidas veces. Las fortificaciones de Santiago de Cuba y parte de la ciudad quedaron destruidas, las iglesias fueron desvalijadas y la catedral, quemada. Sancti Spíritus y Puerto Príncipe fueron saqueadas, y sus vecinos sufrieron diversos vejámenes. Muchos puertos y los cayos adyacentes se convirtieron en apostaderos de los corsarios y piratas. A consecuencias de esto, más de doscientas haciendas quedaron inactivas y el comercio con la metrópoli bajó a niveles críticos.

Las islas Bahamas, formalmente territorio español, se convirtieron en nidos de piratas, bucaneros y filibusteros, en su mayoría ingleses, y de allí partían ataques contra las naves que surcaban próximas a las costas de Cuba y, eventualmente, contra las poblaciones.

El cerco contra las posesiones españolas se reforzó con ataques desde nuevos enclaves. Según el historiador Haring, a fines del siglo xvii «marinos de la Carolina y otras colonias de la América del Norte (…) vendían las mercancías que arrebataban a los españoles, entre los piadosos cuáqueros de Pensilvania, los puritanos de Boston y los mercaderes de Nueva York».28

Las colonias de España en este período se empobrecieron, mientras que prosperaban las de Inglaterra, Francia y Holanda, así como su tráfico marítimo. Los papeles se invirtieron, pues serían ahora los españoles quienes se dedicaron al pillaje en América. Desde Cuba se organizaron expediciones de corsarios contra Jamaica, Haití y Nueva Providencia, y algunos vecinos ejercieron por su cuenta la piratería obteniendo buenos dividendos. La situación no era conveniente para las potencias europeas, tanto por las pérdidas propias como las sufridas por las naves españolas, ya que gran parte de los embarques tenían como destino final a comerciantes ingleses u holandeses. En 1697, mediante los acuerdos de paz de Ryswick, todas las partes se comprometieron a la erradicación de estas prácticas, y en los siguientes años tomaron medidas efectivas contra los recalcitrantes.

No obstante, el corso fue autorizado al producirse nuevos enfrentamientos bélicos. Durante la guerra de independencia de las Trece Colonias de Norteamérica, esta modalidad resultó tan popular entre los colonos del norte, que más de noventa mil personas se dedicaron al oficio, casi la misma cantidad de efectivos enrolados en el ejército insurrecto. Muchos presbiterianos de Massachussets y bautistas de Rhode Island se enriquecieron con la captura de buques mercantes ingleses.

Según las investigaciones del historiador Faulkner:

Se calcula que había en servicio activo 2000 corsarios, originarios en su mayoría de Massachusetts. Salem, que antes de la guerra era ante todo un pueblo pesquero, tenía en 1781 cincuenta y nueve capitanes con licencia de corsario, que comandaban a 4000 hombres…. Cerca de doscientas expediciones fueron organizadas por Rhode Island, donde el corso se tornó tan popular que la Asamblea debió reprimirlo y votar leyes que limitaron el número de tripulantes.29

Nuevas coyunturas internacionales favorecieron el corso y la piratería en los alrededores de Cuba a comienzos del xix, sin que el Estado español pudiera ponerles freno, debilitado por la ocupación francesa de la Península y la independencia de sus colonias en América.30 Esta situación fue utilizada por el canciller inglés lord Canning en 1822 como pretexto para solicitar al gabinete británico que le autorizara a exigir fuertes indemnizaciones económicas al gobierno español por las pérdidas sufridas en el comercio marítimo y despachar una armada con instrucciones de realizar desembarcos en Cuba «si fuera necesario». La expedición se suspendió debido a la reacción violenta del gobierno de los Estados Unidos, que manifestó su disposición de ir a la guerra antes que permitir que Cuba pasara de las manos de España a otras que no fueran las suyas. Este fue el origen de la célebre «doctrina Monroe».31



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