Guía práctica del llanto - Laura Demaría - E-Book

Guía práctica del llanto E-Book

Laura Demaría

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Beschreibung

«¿A partir de cuándo caduca el dolor?». Esta es la historia de Pol, que desde que está encerrado en casa se siente un poco James Stewart al otro lado de la ventana. Pero también es la historia de Lea, a la que un día conoce en un supermercado: va como una Caperucita sin rumbo que, en vez de cruzar el bosque, prefiere caminar entre las ofertas y el vaho de los congelados. Es una historia sobre los clubes y hoteles japoneses para llorar, sobre vidas imaginarias y sobre una galería de personajes tan entrañables como divertidos entre los que se deslizan figuras como Bonnie y Clyde, Travolta, Jimmy Carter y Katherine Hepburn. Será a medida que Pol y Lea compartan sus vivencias y reflexionen sobre los efectos que tienen las lágrimas en las personas cuando, mediante una intensa mirada a las heridas del pasado, ambos empiecen a ver por fin la luminosidad del futuro. Laura Demaría presenta en Guía práctica del llanto una emocionante combinación de memoria, pérdida y nostalgia, pero también de sueños, superación y alegría.

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© de la obra: Laura Demaría, 2022

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: enero de 2023

ISBN: 978-84-18440-81-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A Luna y Blanca, por enseñarme a ver

GUÍA PRÁCTICA DEL LLANTO

*

Las historias tristes nunca se cuentan en orden. Se desmigan buscando desintegrar el dolor o separar lo bueno de lo trágico de alguna manera. Quién sabe.

Las historias tristes al principio nos dejan con la sensación de que la pieza clave del puzle se ha perdido y no va a aparecer por mucho que la busquemos. Por eso a veces hay que recurrir a los recuerdos, volver al inicio, como si de esta forma fuese posible reconstruir lo que fue aquel paisaje y parar de algún modo tanta tristeza.

En las historias tristes, lo que importa es el final. Ver hasta dónde han llegado, en qué se han convertido: si en historias con una ceja interior rota, a las que no se les ha podido dar ningún punto de esparadrapo, o en otras donde la piel y sus cicatrices se van regenerando poco a poco.

*

Es difícil obviar un teléfono que suena cerca y no es el tuyo. Cuando ocurre, siento lo mismo que cuando alguien está intentando saludar a otro en plena calle y ese otro no se entera, por más que el primero mueva las manos o salte. Siento que no les conozco de nada, pero estoy allí, concentrándome para que se miren, con ganas de acercarme al despistado de turno y decirle que tiene a un conocido a menos de un metro. No cuesta ayudar a que las cosas pasen. Hay que ser generoso. Con ese simple chivatazo, esos dos se ven, conversan y luego siguen con sus vidas. Ya está. ¿Qué hay de malo? Siempre he pensado que es más fácil implicarse. También más peligroso.

El teléfono suena. Suena. Y nadie lo coge. A veces, me da por contar el número de tonos que se repiten, que insisten hasta que una mano por fin decide descolgar para intentar saber qué pasa al otro lado. Quién tiene algo que contar. Qué. Luego, cuando llega el silencio, los timbrazos siguen zumbando dentro de los oídos, como si acabara de bajar de un avión. De alguna manera, cada llamada es un viaje. Que de nuevo ocurre en la casa de otro.

Precisamente por eso llevo tiempo queriendo dar de baja mi línea. Porque solo me llaman comerciales sordos a horas intempestivas, con tal frecuencia que parece que tengo una horda de amigos y familia. Una gran vida social. Yo siempre he sido de progresar adecuadamente. Nunca me ha gustado destacar. De agenda voy normal. Pero empiezo a tener mis dudas cuando el fijo y el móvil se pasan la mayor parte de los días mudos. Un fijo callado tiene un poder de atracción extraño. Es algo que está ahí para mantenerte alerta. No se nos ocurriría convivir con lavadoras o neveras que no funcionaran y solo utilizáramos como armarios improvisados. Si las mantuviéramos sin vida, crearían un recelo que nos iría desanimando y nos volvería irascibles.

Gruñones de todos los pelajes. Lo que yo soy ahora por culpa de este fijo sin autoestima. En este punto siempre nos quedará el móvil. Eso diría Bogart si viviera. Con compañías aéreas dispuestas a volar «sin gasolina, sin mascarillas, cielo a través», Rick tendría claro que, en estas condiciones, mejor una llamada. Pero tampoco. El móvil es un engaño.

Me conformaría con una llamada. O dos. Un encargo para hacer una entrevista. Un reportaje. Algo. Llevo años trabajando así, fuera de las redacciones. Buscándome la vida desde casa o desde donde esté. Proponiendo historias. Dándole la vuelta a los temas. Creando personalidades múltiples para poder publicar en más sitios.

Durante un tiempo me fue bien. Combinaba mis colaboraciones en un par de revistas femeninas con algún que otro reportaje en publicaciones de viajes, reseñas en fanzines y la revisión de vez en cuando de algún guion. A veces también hacía de negro literario, pero lo dejé. Era tan perfeccionista que terminaba haciendo míos los libros de otros que ni siquiera me daban las gracias.

La última vez que trabajé en una redacción fue hace quince años. Era un periódico. No había suficientes ordenadores ni sillas. Éramos muchos entre jefes, redactores y becarios. Mi puesto habitual solía ser un trozo de moqueta, entre la pared que separaba las máquinas expendedoras y una de las mesas de la sección de espectáculos. Allí me sentaba a organizar la información que traía de la última rueda de prensa o del último rodaje. Allí, tirado en el suelo de los ácaros, me presentó el director a más de un personaje ilustre que venía a verlo. No estuvo mal. Era joven, pero como empezaba a ser difícil alargar la nómina, me fui a hacer mis pinitos a la radio. También me terminé yendo de allí. Volví a escribir. De cultura en principio y de lo que pudiera salir al final. Estuve una buena temporada combinando editoriales y necrológicas en un diario nacional, y quizá en ese momento descubrí que lo mío era mirar más allá de una mampara y moverme fuera del clima programado de las oficinas. Decidí buscarme la vida pensando que la vida me encontraría a mí y podría contarla.

A lo largo de este último año, las colaboraciones han ido bajando de frecuencia y de tarifa. La mayoría de los medios nuevos buscan firmas altruistas: ceden espacios, pero no pagan. Si antes era difícil mantenerse, ahora resulta casi imposible.

Las dos cosas que tenía se han ido al traste. Una de las revistas ha cerrado y la otra se ha quedado solo con un chico que hace de secretario, contable, editor y responsable de publicidad por un módico precio y acceso permanente a una cafetera Nespresso.

Así que aquí estoy. Con la rodilla inflamada y el ojo derecho tapado. Especializándome en ruidos cotidianos en casas ajenas.

*

Las mañanas en las que me toca revisión, salgo de casa rumbo al metro a paso lento y resignado. Como los caracoles. Creo notar que una mucosidad indeleble va marcando el camino que supura entre mi corazón y el asfalto. Me parece que hace mucho ya que marqué distancia. La moto llena de grabadoras, cargadores, lápices y cuadernos con notas improvisadas ha sido sustituida por una mochila de escalada con infinidad de velcros que llevo vacía y bien cerrada sobre los hombros, más como un recordatorio de que la vida pesa que como un objeto útil.

Parece que hace mucho de aquellos días dolorosos, ásperos, en los que me despertaba con los pies fríos y una sensación de estar eternamente enfermo. En el limbo. En los que necesitaba unas cuantas horas para saber quién era y salir de allí. Para unir las campanas con la melodía metálica de la vida, como en las máquinas tragaperras.

Si alguien me hubiera preguntado qué sentía, hubiera dicho que el mismo vértigo que mi hija la primera vez que se subió en el balancín del parque. Recuerdo su sonrisa y sus manos pequeñas cogidas a aquella argolla, fría y pelada de pintura, su única aliada, capaz de decidir si hacerla volar o caer, mientras los cordones de sus botas y su mirada ya se habían desabrochado.

La culpa de todo la tuvo una ducha. Inoportuna. Corta. Cinco minutos de agua y luego el fin. Oscuro. Quién me lo iba a decir. Después, la negrura se llenó de un humo de voces.

No se trataba de olvidar. Consistía en no atragantarse con el vacío.

El tiempo pasó. Era una cuestión inevitable. Permitió que me fuera dejando huellas de plomo. Un día sentí que los pies ya no estaban tan a la intemperie. Simplemente eso. No era un gran avance, pero era algo. Seguía haciendo falta mucha inercia.

A veces me asalta la sensación de que hasta hace poco mi rutina tenía sentido; echo de menos su caos ordenado, esa mezcla constante de timidez y angustia. Ahora esa nostalgia me parece ajena. No me reconozco en ella. Soy otro y estoy en otro sitio. Este. No sé cómo llegué hasta aquí. Pero llegué. Quizá porque no me planteé ningún destino concreto. O porque nunca supe despedirme, pasar página. Afrontar lo imprevisible.

La voz de mi hija. Insistente y lejana, como la megafonía de un centro comercial. Un hilo musical permanente que me acompaña. Me gustaría poder implantarme los brazos de goma de Olivia, la mujer de Popeye, y alcanzar con ellos el pasado y sus secuencias felices. Llegar sin sufrimientos ni esperas a esa voz, a la opción de entablar conversaciones nuevas con ella. No repetidas. No inventadas.

En mi cabeza se reproduce una y otra vez la imagen de la alcachofa de la ducha soltando las últimas gotas de agua perezosas después de apagar el grifo. Era como si en aquel momento, antes de coger la toalla, antes de seguir haciendo lo que tenía previsto, hubiese saltado un fusible dentro de mí que me hubiera incapacitado para dar con el sentido de las cosas. De pronto, mi vida se quedó agarrotada, antes de que fuera consciente de lo ocurrido.

Al salir del cuarto de baño, busqué a mi hija por el apartamento. Pensé que me estaba gastando una broma. ¿Te has escondido? Voy a por ti, dije en tono juguetón. Pronto descubrí que la niña no estaba. Me alarmé. Atravesé el pasillo que llevaba al ascensor. Nada. Bajé a la calle y a menos de quinientos metros me encontré con una ambulancia, la policía y un grupo considerable de bañistas en círculo. El corazón me latió muy rápido. Sentí que algo iba mal. Pedí a gritos que me dejaran pasar. Hacía calor, el sonido de las gaviotas se mezclaba con las voces metálicas e incomprensibles de los walkie-talkies. Solo necesité dar con una de sus chanclas de flores sobre el asfalto. No podía ser. No estaba preparado para aquello. Sentí que me caía redondo al ver a mi hija. Su pelo lleno de arena y gravilla hacia atrás, su cuerpo quieto.

En la realidad de todos los días, vuelvo a ese rastro una y otra vez. Ese que no se borra. Las llantas marcadas como olas que nunca terminaron de besar la arena. Están ahí. Las voy pisando cada mañana. Coloco los pies como si los tuviera sobre el acelerador y el freno y la mano derecha sigue reduciendo marchas. Continuamente. Como si fuera el otro. El que se dio a la fuga. El que dejó a mi hija convertida en una bella durmiente eterna sin posibilidad de beso.

Mi vida se ha llenado de pasos de cebra involuntarios. Temo caminar sin mirar a los lados, jamás dejo una puerta abierta. Ya no cuento las veces que cierro el pestillo o giro la llave en la cerradura y aprieto. Para taponar la herida en la madera. Para que no puedan volver a salir los fantasmas.

Recuerdo a mi hija con cinco o seis años sentada en la silla del portero. Todas las mañanas. Mientras esperaba la ruta. Repeinada y sin parar de hablar. En invierno se dedicaba a hacer monigotes con vaho en la ventana de la portería o mordisqueaba alguna de las galletas que llevaba para el recreo. Era incapaz de dejar las piernas quietas. Parecía una modista antigua. Tacatacatá. Hasta que llegaba el autobús. Entonces, se ajustaba la mochila sobre su abrigo rojo, me daba un beso rápido y se iba dejando un feliz rastro de colonia.

Lo paso mal cada vez que me cruzo con una niña que huele parecido. Pienso que me quedaré allí parado; que no sentiré frío ni hambre. No me moveré. Como los muñecos que se quedan sin cuerda, permaneceré allí esperando otro rastro de colonia que me devuelva los pasos o un recuerdo imprevisto y dulce. Me tapo la nariz por no cerrar los ojos y meto segunda con los pies ausentes.

Decidimos que era un buen plan irnos a pasar el fin de semana a la playa. Hacía más de un año que no pisábamos aquel apartamento lleno de camas y desde el que se intuía el mar cuando caía el sol, a través del fogonazo automatizado del faro sobre un edificio de veinte plantas.

Nada más llegar, dejamos los trastos y nos fuimos a dar un paseo por aquel pueblo donde todo lo auténtico había desaparecido por culpa del cemento. Solo las olas parecían resistirse a menguar.

Desde entonces no he vuelto. Aquel lugar se fue con ella a lo más profundo de su cabeza, donde siguen flotando muchas puestas de sol, la belleza de los días que amanecían nublados cargados de gaviotas.

Busqué la manera de huir. Lo intenté, pero pronto descubrí que la distancia es otra cosa. Esto. La nada. El susurro de lo que no está. El número de teléfono sin su voz al otro lado. Su risa. Su desorden. El ím-petu que se quedaba en vacío cuando se iba otro domingo por la tarde de vuelta con su madre, cargada de libros y con la ropa apelmazada dentro de la bolsa.

Al llegar a casa después del accidente, encontré dos calcetines suyos tirados en medio del pasillo. No supe qué hacer. Temí tocarlos. Eran la representación de todo el llanto, de todas las señales de stop, de sus pupilas dormidas en cristal de canica. Verlos allí tendidos me hizo volver a aquel paseo marítimo, a su cuerpo pegado contra el suelo. Sentí de nuevo frío en los pies. Me puse los calcetines buscando protección. Dejé allí mismo las maletas y me senté en el suelo, entre la cocina y el baño. A esperar. Una lágrima, un rebrote de calor o al menos la entereza que me permitiera sacar toda aquella ropa. Hacer lo normal a la vuelta de cualquier viaje. Pero este no lo era.

Lo peor del vacío son las sorpresas. Cuando levantaron el cadáver, encontraron en su mano derecha unas cuantas piedras todavía tibias. Supe después que aquello formaba parte de un regalo que me estaba haciendo en el colegio para el día del padre y que adelantaba todas las tardes con su cuidadora. Un regalo a medias y una vida por delante. Pero yo, como decía Fernán-Gómez, solo quería «una vida alrededor». La de mi hija. Justo lo que no podía tener.

El regalo iba acompañado de una tarjeta. Letras de trazos gruesos marcados a lápiz. Metí aquel trozo de papel en la agenda para demostrar que el regalo me había llegado, más completo que su futuro. Con el uso, el grafito fue creando un mapa de sombras y huellas. El paso de los días lo dejó arrugado, difuso aunque con la intención firme de no abandonarme. ¿Cómo iba a usar aquellas piedras? ¿Qué pensó durante sus últimos segundos teniéndolas en la mano? ¿Se sintió sola?

¿Se reprendió por haberse ido sin avisar? ¿Cómo fue? ¿Por qué tuvo que ser? Nunca lo sabría. A los doce años la vida ha pasado de puntillas, ha dado pocas muestras de por dónde quiere y puede ir.

Hay momentos en que me atrapan imágenes que no pretendo ordenar, porque el tiempo ya se ha encargado de mezclarlo todo, de reducir sus pequeñas señas de identidad. Aquel pie que metía un poco sin darse cuenta. Esos labios que tenía permanentemente cortados porque no paraba de chupárselos al hablar, como para darse impulso entre palabra y palabra.

Conversar con ella era divertido. Disparatado. A veces, después de lanzar un montón de argumentos sobre un tema concreto, recapacitaba y terminaba riéndose de sí misma a carcajadas por la cantidad de excusas inverosímiles que había usado para demostrar que tenía razón, aunque no la tuviera.

Después de lo ocurrido, jamás me planteé dormir en su cuarto, ni releer sus libros, ni ponerme a encontrar notas para reconstruirla y llegar a conocerla mejor. Siempre detesté al lobo de Caperucita Roja por ser capaz de ponerse el camisón de la abuela, su gorro, imitar su voz, hacerse con su casa.

Poco a poco fui ocupando parte de sus espacios. No quería que se convirtieran en elementos procedentes de un reino deshabitado. Adquirí la costumbre de hablar con ella a través de las fotos que tenía desperdigadas en varias cajas. Durante meses me obligué a pegarlas de forma escrupulosa en álbumes según iban apareciendo. De este modo recomponía su estela, no el tiempo. Los guiños que me hacía desde donde quiera que estuviera. Las instantáneas movidas eran las que más me gustaban porque la hacían irreal y posible. Estaba. Sin fondo. Difuminada. Allí. Flotando en el éter.

No puedo hablar de recuperación ni de calma. Solo de un vacío que se ha esparcido dentro de mí como una mancha de fuel en el mar. Lento e incorregible. Me he habituado a seguir, aunque me duela el agua en cada ducha. Aunque me sobren las habitaciones y los velcros de esta mochila vacía y bien cerrada que llevo sobre los hombros.

Me siento en el único sitio que queda en el vagón. Dejo que la mirada se esconda tras las espaldas y las piernas de la gente que va de pie. Muevo las piedras en la mano. Las toco con ternura, sin ninguna prisa, sintiendo cómo late la rodilla, cómo parpadea a medias el ojo tapado. Consciente de estar atrapado en el tiempo de los caracoles. En una mucosidad indeleble que va marcando el camino largo, torpe, difuso, que supura entre mi corazón y el asfalto.

*

Desde que estoy en casa por obligación, me siento un poco James Stewart. Más por las ventanas que por la indiscreción. Aparte de la disección de ruidos, me busco cosas peregrinas que hacer. Abro armarios y cajones como cuando era pequeño y llegaba al apartamento de la playa para ver si hay algún tesoro encerrado. Termino pronto con la batida porque solo suelo requisar mecheros, recibos de compra de hace meses y lápices sin punta.

Después de las curas, por la mañana y por la noche, me da por coger el mando de la tele. No para utilizarlo. No hay nada que me resulte más deprimente que una televisión encendida todo el día. Como para acompañar. Tener el mando en la mano es una manía, como el que lleva clips en los bolsillos. Poder apretar el mando como si fuera una pelota antiestrés me relaja. Quizá sea una neura de periodista. No sé. Visto así tiene sentido, pero en el fondo, aparte del efecto placebo, a mí me lo que me tiene enganchado es la sensación de poder que me da tener el mando entre los dedos sin dejarle ni la más mínima opción a la parrilla. Imagino que es la misma dependencia que sienten los que encienden la televisión para dormir o para no pensar que están solos y que el mundo es una mierda.

Para cajas bobas, las ventanas. Tengo dos en el salón. Me acostumbré a no poner cortinas. Los techos son altos y al vivir en un sexto la luz entra todo el día.

Es un salón grande. En un lateral tengo mi mesa de trabajo. Es el espacio en el que estoy habitualmente.

Uno no se da cuenta de dónde está, de qué hace o de qué no hasta que tiene tiempo.

Desde que estoy convaleciente me sé de memoria las manchas del parqué, qué lamas crujen, cuáles se están abombando. Cómo gira el sol, por dónde entra y a qué hora. Me he hecho amigo de un gorrión que viene todas las mañanas, justo cuando las campanas del convento que hay detrás tocan las doce. Es un pájaro suizo. Jamás se retrasa. Para agradecerle su fidelidad, le dejo un cuenco con agua y un plato con migas de pan. A veces, para variar un poco, le pico pistachos. Cuando se termina su aperitivo, da un salto y se va. Hasta el día siguiente.

Fue con él con quien descubrí lo de estar detrás de una ventana. Mirar a través de ella. Sin buscar nada. Olvidando quizá esa facha de pirata que debo de tener. Miro. Yo, que nunca he sido muy dado a hacerlo. No me interesa controlar la vida de los demás. En la ventana tengo la sensación de estar en un aeropuerto. Fuera de sitio. Observando la pista sin subir a un avión.

Como no puedo bajar por el momento la cabeza, he de mirar al frente. Al otro lado tengo un hostal y una pareja que acaba de instalarse. El hostal tiene tres balcones, donde la mayor parte de las veces hay gente fumando con cara de sueño y de sexo rápido y alfombras raídas tendidas sobre la barandilla. Siempre intento fijarme en los pies de los que salen a fumar. Si llevan calcetines o no. Me desagrada comprobar que la mayoría van descalzos. Gracias a horas y horas de mirar por la ventana, ahora sé cuál es el verdadero puerto de entrada de las enfermedades venéreas.

En la casa de los recién llegados hay cajas. Una enorme sensación de vacío por rellenar. Tiene pinta de que se la han regalado los padres de ella para dar un empujón a la relación. Son jóvenes y es una finca cara. No sé qué pensará él de todo esto. No hay movimiento hasta que oscurece. Llegan a última hora. Parecen normales. No me ha dado tiempo aún a cogerles el punto.

A ratos me acuerdo de Christopher Reeve. De Superman a una silla de ruedas por culpa de una caída montando a caballo. Pienso en él a menudo, cuando los días se me hacen demasiado largos. Seguro que él tenía una casa grande, con mucho jardín para poder proyectar la vista lejos. Pero yo creo que, por mucho verde que te pongan, es tremendo pasar de volar, aunque sea de forma simulada, pero volar al fin y al cabo, a estar sentado para siempre. Sin poder extender los brazos. Ni las piernas. Yo no tengo césped ni árboles. Solo una fachada a pocos metros que al cabo de las horas me hace meter un poco el ojo sano. Pienso en Christopher Reeve para animarme. Le he cogido cariño. Tanto que me da pena ponerme de nuevo sus películas por si me decepciona y no se corresponde con la imagen que he logrado ir haciéndome de él a fuerza de acordarme y acordarme, cuando el tiempo me para en las ventanas. Recurro a él en los momentos críticos y me funciona. No quiero abusar, sería como faltarle el respeto. Recordarle me hace comprobar que no estoy tan mal. Que me puedo levantar, que podría volar si quisiera dentro de unos meses. La última vez que recurrí a esta terapia de choque, abandoné el salón y me fui a cocinar de forma frenética para un batallón imaginario. Horas y horas de pie, con la pierna colocada sobre una silla con almohadón, mientras cortaba en juliana todo lo que tuviera pinta de haber salido de una huerta.

Cada día es un mundo.

De vez en cuando recibo visitas. Me llaman antes por si acaso. Me conocen y saben que soy un poco arisco sin dolores, así que con ellos prefieren preguntar. Dos días a la semana, Paquita viene a limpiar y a intentar husmear en todo lo que puede. Paquita es la asistenta de mi madre. Lleva en su casa toda la vida. Es una mujer singular. Relimpia y buena cocinera, pero tiene un pequeño problema de cleptomanía. Si al hacer las habitaciones se encuentra con algo, directamente se lo queda. Lo vi en el suelo y ya es mío, porque lo que es de España es de los españoles, don usted. Eso dice. Había trabajado en tantas casas que se había negado a llamar a nadie por su nombre para no cogerle cariño. Cuando empezó a trabajar en casa de mi madre, se obsesionó con ella: la seguía por todas partes, le besaba las manos y le decía con los ojos llenos de lágrimas que era igualita que Sara Montiel, doña usted, igualita. Que no podía evitar besar y tocar esa cara de medalla. Poco a poco fue perdiendo ese hábito. Paquita, que se iba al pueblo los fines de semana a ver a su novio, le contó que habían cerrado la única sala de cine que había en Tordesillas. Mi madre entendió que esa era la causa que le hizo abandonar el fetichismo cinéfilo por la posesión insaciable de objetos perdidos.

A Paquita le pongo trampas para saber cómo limpia y si se queda con algo. Salvo por culpa de algún catarro o la vuelta de algún viaje, jamás habíamos coincidido en casa. Hasta la fecha evitaba encontrármela, prefería irme al bar de al lado con tal de no verla, aunque estuviera enfangado con un reportaje o me tocara terminar de picar una entrevista. Es de las que se te acercan y se te ponen a hablar aunque te vean hasta arriba de papeles, hablando por teléfono o escribiendo. Y claro, en esta situación prefiero no estar porque no hay prudencia que valga. Pero ahora me toca estar. No tengo escapatoria. Intento convencerme de que no le hablaré, me diga lo que me diga, como si decide rodearme de bayetas y hacerme tope con la fregona. Pero llega y en ese charla que te charla termino diciéndole algo, gruñidos que ella interpreta como muestras de interés. Y sigue y sigue. La semana pasada, mientras planchaba en la cocina con la cabeza fuera a través de la ventana que da al salón, le tiré una muleta. Casi le dio. No podía más. Decidí que cuando estuviera me pondría tapones. Fui al botiquín del baño para ver si tenía. Descubrí que había ordenado los medicamentos por laboratorios. Algo que no hace con los libros, que coloca del revés cuando quita el polvo de las estanterías. En una balda había puesto las medicinas que he comprado con receta, en otra los que había comprado sin receta (me di cuenta porque no tenían el cartón con el código) y en una tercera y última línea, los genéricos. Sentí miedo. Pensé que a lo mejor las cajas no se correspondían con lo que había dentro y que en el fondo, como sabía que no la soportaba, quería matarme. Fue un brote de aprensión por sobrecarga. Lo reconozco. Abandoné la idea de llevar tapones. No quería que Paquita me pillara desprevenido después de haber visto aquello.

*

Las semanas han ido pasando. No he sido muy consciente hasta que una mañana comprendí que tenía que apagar la calefacción. Miré el calendario. Abril. Semana Santa.

Nunca suelo estar. Escapo. Pero este año no podía ser.

De pronto caí en la cuenta de las dos iglesias que tenía al lado. Una detrás de mi casa, pegada al convento que tocaba las doce para que mi amigo el gorrión viniera a tomarse el aperitivo, y la otra en el lateral, casi al final de la calle. Ambas eran casas hermandad y en estas fechas sus cofrades se pondrían, seguro, de tiros largos. No quería adelantarme a la banda sonora de tambores, trompetas y cánticos procesionales de feligreses entregados que me esperaba. Me consolé pensando que estaba en una ciudad de perfil bastante bajo en este tipo de celebraciones. Asumí que habría que pasarlo. Otra cosa más. Incluso si llegaba el caso y me pillaban de buen humor, me plantearía cantarles alguna copla, a modo de saeta, desde arriba como contrapunto. Cuando ya casi había conseguido quitarme de la cabeza el mundo costalero, sonó el timbre. No esperaba visita.

Abrí y me encontré con los hijos de mis vecinos, Raúl y David, vestidos con unas túnicas tiesas de color azulina. ¿De qué vais? ¿Es carnaval?, les pregunté. No, dijeron con cara de no saber si mi pregunta era una broma. Entonces, ¿de qué vais? De nazarenos. ¿Sí, estáis seguros? Sí. Los niños se habían quedado pálidos. Se dieron media vuelta, entraron en su casa y volvieron a salir con su madre. ¿Qué ha pasado? Raúl y David querían enseñarte sus túnicas, es la primera vez que van a salir en una procesión.

Elena y Enrique, su marido, son buena gente. Él es químico. Ella era enfermera, pero dejó la profesión tras el último embarazo para montar una tienda en el local donde hasta ahora había estado el estanco. Además de ropa, calzado y complementos, sobre todo de natación y esquí, Elena ha mantenido a los antiguos proveedores y también despacha chucherías, sellos y abonos transporte. Es una tienda de deportes bazar porque a veces, con la excusa de los forros polares, trae batas a un par de señoras mayores enfermas de Parkinson que siempre van muy abrigadas, camisetas de Thermolactyl o botones para evitar que la poca clientela que tiene se le vaya a una mercería. La tienda no tiene escaparate y la gente, cuando entra, cree que se ha metido en una asociación o en un almacén de Cáritas. No han puesto un rótulo en la fachada. Solo un metacrilato con DEPORTES CEPERO en la pared, junto a la puerta, que nadie lee. En el barrio les llaman los Decathlon.