Háblame de lo invisible - Anabella Franco - E-Book

Háblame de lo invisible E-Book

Anabella Franco

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"SANAR lo imposible. CREER en los milagros. DEJAR que la vida nos sorprenda. Anya siente que lo perdió todo: la posibilidad de tener hijos, su esposo y su madre. Por eso no está dispuesta a ceder lo último que le queda. Renn debe desprenderse de la vida que forjó en su país de origen. Lo impulsa la esperanza de preservar lo único que le importa. La oportunidad de conservar eso que tanto temen perder los une de forma inesperada. JUNTOS DESCUBRIRÁN QUE SE RENACE DEL DOLOR Y QUE LA VIDA SE RIGE POR LO INVISIBLE."

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SANAR lo imposible.

CREER en los milagros.

DEJAR que la vida nos sorprenda.

Anya siente que lo perdió todo: la posibilidad de tener hijos, su esposo y su madre. Por eso no está dispuesta a ceder lo último que le queda.

Renn debe desprenderse de la vida que forjó en su país de origen. Lo impulsa la esperanza de preservar lo único que le importa.

La oportunidad de conservar eso que tanto temen perder los une de forma inesperada.

Juntos descubrirán que se renace del dolor y que la vida se rige por lo invisible.

Soy el faro

de mi propio camino,

porque la luz

de quienes me precedieron

en la eternidad del amor

habita en mí.

Atesoro el pasado.

Vivo el presente.

Sueño el futuro.

Soy mis lágrimas

y mis sonrisas.

Soy mi fortaleza

y mi valentía.

Soy

Anabella Franco

es una reconocida autora de narrativa femenina. También de literatura juvenil, bajo el seudónimo Anna K. Franco. Además de escritora, es profesora en Letras, especialista en educación y correctora literaria.

Con un estilo personal, en sus obras aborda la complejidad de la vida cotidiana, de nuestro ser y de los vínculos humanos, creando historias y personajes que trascienden las páginas.

Algunos de sus grandes éxitos son Nada más que una noche (Vergara, 2012), Rebelión (Penguin, 2015) y Brillarás (VRYA, 2018), entre muchos otros que demuestran su versatilidad e interés por explorar diversos subgéneros.

Háblame de lo invisible es para ella su novela más especial hasta ahora y constituye su vigésimo segundo libro publicado, el primero bajo el sello VeRa.

@anna_karinef

@annakarinef

Anabella Franco (Anna K. Franco)

vera.romantica

vera.romantica

Para Julieta Valentina,

mi angelito.

Te amo,

Mamá

La muerte no existe. La gente solo muere cuando la olvidan.

Si puedes recordarme, siempre estaré contigo.

Isabel Allende, Eva Luna

Capítulo 1

Nueve

Nueve.

Ese era el límite.

Nueve meses dura una gestación. Era justo que el noveno intento por conseguir una fuera el último. Su cuerpo ya había dicho “basta”. Podía sentirlo con cada píldora que ingería, con cada inyección, con cada anestesia. Con cada esperanza fallida, con cada falsa ilusión.

Esta vez no se traicionaría a sí misma. Hacía un año y medio se había prometido que el sexto tratamiento sería el último, luego el séptimo, después el octavo… Y allí estaba, pensando ahora que sería el noveno. Cumpliría. Aunque fuera difícil aceptar que la vida había dispuesto lo contrario a su deseo, no sabía si resistiría una batalla más.

Era difícil mantener la calma. Cada vez que salía de la clínica después de un tratamiento de fertilización asistida intentaba pensar en otra cosa, seguir con la rutina sin guardar la esperanza de que esta vez el resultado fuera distinto. Soportar ocho negativos no era solo una tortura para su cuerpo, sino también para su mente. El alma ya la había dejado en los consultorios médicos.

En apariencia, no había irregularidades en ella ni en su esposo. Eran dos seres sanos que, sin embargo, no lograban “embarazarse”. A medida que pasaban los años, las preguntas de los conocidos crecieron casi tanto como los hijos de sus amigas: “¿Y ustedes para cuándo?”, “¿no tienen miedo de que luego ya no puedan?”, “¿qué esperan?”. Un milagro, eso espero, comenzó a pensar Anya después del quinto intento fallido, deseando responderles algo distinto del típico: “Algún día, ya veremos”.

Tan solo le quedaba una amiga que no tenía hijos. Pero Sharon no quería ser madre; por su trabajo de tripulante de cabina, viajaba casi todo el tiempo. Amaba esa profesión como alguna vez la había amado ella, hasta que se retiró. Después de casarse con Jason, sus expectativas cambiaron. Cada vez que se iba de viaje, extrañaba demasiado su hogar y su familia. Mirando los hijos de los pasajeros terminó por darse cuenta de que, quizás, era hora de cambiar los aviones por los pañales.

El deseo de ser madre surgió de improviso, como si un día de sol se hubiera trastocado de golpe por una tormenta. Así bullían sus emociones cada vez que se colocaba el cinturón de seguridad y la aeronave comenzaba a moverse. Lo que antes le brindaba placer, ahora, de cierto modo, la entristecía. Ya no quería alejarse de casa. Necesitaba descansar más, una vida estable y tranquila.

Su último vuelo fue a Dubái. Allí aprovechó para celebrar su retiro con Sharon y con otros compañeros. Regresó a Houston con la idea de que, a partir de ese día, su vida cambiaría.

Jason y ella dejaron de cuidarse. Al séptimo mes de no lograr un embarazo, para no preocuparse más de la cuenta, aceptó trabajar para su madre recorriendo las sucursales de la cadena de pastelerías que Dorothy había fundado cuando era una veinteañera.

Al año de intentar concebir sin éxito, acudieron por primera vez a un especialista en fertilidad. Entonces comenzó un camino sinuoso, a veces bastante empinado, que en el último tiempo le estaba pareciendo solo cuesta arriba.

Desde el principio, si bien los dos tuvieron que someterse a varios estudios, fue ella la que se llevó la peor parte. Analizar el aparato reproductor masculino resultaba bastante más sencillo que el femenino, teniendo en cuenta incluso la cuestión hormonal y otros tantos detalles que, por más increíble que pareciera, influían en que lograra o no un embarazo.

Padeció el dolor del examen por rayos X del útero y de las trompas de Falopio, la tensión de la expectativa y la planificación exagerada. Sus brazos, demasiado delgados y de piel muy blanca, casi traslúcida, sufrieron las marcas de las reiteradas extracciones de sangre, y las finanzas del matrimonio comenzaron a soportar el castigo de las colosales cuentas médicas. Dorothy tenía dinero. Según lo que podía deducir Anya recorriendo las sucursales de la cadena de pastelerías, el negocio funcionaba bien. Pero Jason se negó a pedir ayuda a los familiares. El problema que los aquejaba era íntimo y debía resolverse dentro del matrimonio.

Después de analizar los resultados de las pruebas, el especialista concluyó en que, en ausencia de patologías detectables, podían comenzar con coitos programados. Ante el fracaso de la estrategia, procedió con una estimulación a la ovulación. Cuando eso también naufragó, fue difícil para Jason aceptar la idea de la inseminación artificial. Por insistencia de Anya, terminó cediendo. Para cuando llegó la hora de intentar a través de un método de alta complejidad, la fecundación in vitro, ya estaba resignado a que no podría embarazar a su esposa del modo tradicional y tomar la decisión de avanzar le llevó menos tiempo, aunque siguió sin ser fácil.

Poco a poco, Anya descubrió que su vida se había reducido al único hecho de lograr ser madre. No había día en que no pensara en ello. Se quedaba mirando niños en los parques y cada embarazo del que se enteraba, ya sea de sus familiares o amigas, funcionaba como un puñal que se enterraba en su pecho, en especial cuando no eran deseados y llegaban “por accidente”. Comenzó a preguntarse por qué para algunas mujeres la naturaleza se lo hacía tan fácil mientras que para ella lo más simple tenía que ser tan difícil, por qué le tocaba transitar ese camino espinoso si su madre no había tenido problemas para gestar y parir una hija, hasta cuándo conviviría con la sensación de que, sin importar lo que hiciera con su vida, nada la llenaría tanto como ser madre. Ni siquiera encontró ayuda para su angustia en la iglesia a la que comenzó a concurrir algunos domingos con la esperanza de que, pidiendo a quien sea que la escuchara, ocurriera el milagro.

La relación con Jason tampoco era la misma. Ya casi no estaban juntos: no salían a cenar afuera, no miraban una película, no compartían tiempo con amigos. La presencia de bebés ajenos les hacía daño, entonces Anya optó por recluirse. Se sentía más segura en su trabajo, entre las paredes de su casa o en el auto, donde se encontraba en ese momento, rumbo al noveno tratamiento.

–Tendré que estacionar en la siguiente manzana –le avisó Jason, buscando dónde detenerse sobre la calle del centro médico–. En tal caso, a la salida puedes esperar en la recepción hasta que veas que estoy en la entrada.

–Está bien –respondió Anya con el rostro girado hacia la derecha.

Tenía el codo apoyado en la ventanilla y los dedos sobre el mentón; miraba la acera. Estaba muy nerviosa. No quería ilusionarse, por eso su lado racional luchaba contra la emoción. Si no resulta, quizás pueda hacer otro intento. Uno más, el último de verdad, pensó. Respiró hondo y bajó el brazo para unir los dedos sobre el regazo. Apretó los labios maquillados de rojo y bajó la mirada hasta enterrarla en su abrigo azul.

Desde hacía un tiempo había notado que Jason tenía cada día menos interés en los tratamientos. Esa vez no fue la excepción: se detuvo frente a la clínica y le pidió que bajara mientras él buscaba un sitio donde dejar el auto. A pesar de que Anya le insistió para estacionar juntos, caminar e ingresar al centro médico de la misma manera, él le dijo que era mejor a su modo, por si le costaba encontrar lugar y se hacía tarde, y ella terminó cediendo. Jason llegó para acompañarla recién cuando Anya ya había terminado de hacer los trámites en la recepción y se dirigía a la sala de espera.

La transferencia del embrión a su útero no demoró mucho, incluso le pareció más rápida que en las oportunidades anteriores. Quizás se debía a que se le estaba haciendo costumbre.

–¿Han pensado en lo que les comenté de la donación de gametos? –preguntó el médico mientras terminaba el procedimiento.

–He pensado en dejar de malgastar dinero en esto –contestó Jason.

A pesar de que tenía un rostro angelical, Anya lo miró con expresión asesina.

–¿No cree que funcione esta vez? –indagó, preocupada.

–Tal como les expliqué en el consultorio, para esta oportunidad yo habría escogido la donación de gametos. De óvulos, al menos.

–Funcionará –afirmó Anya antes de que a Jason se le ocurriera contestar otra barbaridad. Conocía sus ideas respecto de ciertos asuntos y prefería preservar al doctor de escucharlas.

Cuando todo terminó, esperó a su esposo en la recepción de la clínica mientras él iba en busca del auto. Aunque no había una indicación médica precisa de reposo, prefería cuidarse lo máximo posible el día de la transferencia, por ejemplo, evitando caminar.

En cuanto vio aparecer el coche, huyó de una conversación que acababa de comenzar una señora. No tenía ganas de escuchar historias ajenas de éxito en fertilidad, eso la hacía sentir la única en el mundo a la que le costaba tanto ser madre.

Los días siguientes a una transferencia embrionaria eran siempre de gran expectativa. Aunque intentaba continuar con su rutina, sin querer terminaba cuidándose en algunos aspectos como si de verdad, al fin, estuviera embarazada. Descansaba más, evitaba hacer esfuerzos físicos y suspendía sus clases de gimnasia con la excusa de que estaba enferma. Por consiguiente, también trabajaba un poco menos, lo cual generaba a veces preguntas por parte de su madre. Llevaba tantos intentos fallidos que prefería conservar en secreto que estaba en medio de un nuevo tratamiento. En el sexto había decidido que no volvería a compartir su elección con nadie.

La ansiedad le impedía conciliar el sueño. Hubiera deseado que el resultado del análisis de sangre se pudiera obtener antes de los diez días de realizado el procedimiento; no soportaba la incertidumbre. Era imposible. Ya se lo había hecho antes de la fecha indicada en otras oportunidades y solo conseguía empeorar el miedo a que una vez más no hubiera dado resultado o a que, si veía un indicio positivo, fuera equívoco.

El día clave concurrió al centro médico con el corazón en la boca. Jason no pudo acompañarla: esa mañana evaluaban candidatos para un puesto importante en la empresa donde trabajaba como jefe de recursos humanos y no podía faltar. Tampoco hubiera tenido sentido que lo hiciera. El resultado se lo enviaban por e-mail en el transcurso del día y ese era el momento verdaderamente importante. La extracción no era más que el punto culminante de la intriga.

Recibió el correo electrónico mientras conversaba con la encargada de una de las pastelerías. Se apresuró a despedirse de la mujer, regresó a su automóvil y abrió el archivo adjunto con el corazón al galope.

Conocía los valores de referencia de memoria. Por eso, cuando encontró que el suyo se correspondía con un embarazo, comenzó a temblar. Se llevó una mano al estómago e intentó respirar con tranquilidad. Si de verdad estaba esperando un hijo, empezaría a creer que los milagros existen.

Lo primero que hizo fue llamar a su médico. Aunque el hombre la felicitó, también le advirtió que podía perderse por ser todavía muy reciente y le indicó que repitiera el análisis dos veces en días distintos.

En cuanto cortó, se comunicó con Jason.

–¡Funcionó! –exclamó y se echó a llorar, desbordada de emoción–. Por favor, reunámonos en casa. Estoy embarazada.

–Anya, estoy trabajando –replicó él–. ¿Llamaste al médico? ¿Estás segura de que no es un error?

–No es un error, te lo juro.

–De acuerdo. Estaré allí lo antes posible. Tengo que terminar con las entrevistas. Te veo después.

Jason había cambiado mucho en ese tiempo. Lo sentía cada vez más frío y distante, pero en su voz había notado emoción. Tal vez no quería ilusionarse, como le sucedía a ella. Sin embargo, ante el resultado positivo todo se sentía distinto. Tenía a la vez un terror impresionante a perder ese único hijo que había podido concebir y, por otro lado, ya podía verlo en sus brazos, mirándola con sus ojos tiernos.

Se dirigió a casa sin terminar su recorrido del día y se metió en la cama. Se llevó una mano al vientre y le dio las gracias a ese Dios en el que no sabía si creía, pero que sin dudas la había escuchado y había obrado el milagro.

Estaba embarazada. Lo había logrado. Después de casi seis años de lucha, iba a ser mamá.

Capítulo 2

Cómo nace un ángel

No se dio cuenta de que se había quedado dormida hasta que oyó la puerta de la habitación. En menos de lo que demoró en abrir los ojos, Jason ya estaba sentado en la cama, junto a ella.

–¿Estás segura? –preguntó.

Anya recogió el móvil de la mesa de noche, buscó el resultado del análisis de laboratorio y se lo ofreció. Jason lo leyó con atención al tiempo que una sonrisa se iba dibujando en su rostro.

Luego ella intentó sentarse, pero él la detuvo apoyando una mano sobre su pecho.

–No te levantes –solicitó–. ¡No puedo creerlo!

Abrazó su cuerpo pequeño y delgado con emoción. Anya sonrió, sintiendo que el alma que había dejado en los consultorios médicos volvía a su interior. Jason tenía razón: era mejor que no se levantara. Tenía que preservar ese hijo con todo su ser.

Esa noche, él se ocupó de la cena y se la alcanzó hasta la cama. Resultaba evidente que no podía pasarse la vida en reposo si no había razones médicas que lo justificaran, pero por lo menos hasta que tuviera los resultados de los siguientes análisis de sangre y la ecografía de constatación del embarazo no quería arriesgarse.

Jason concurrió con ella a la clínica para la repetición de las extracciones de sangre. En ambas ocasiones se volvió a confirmar el positivo. Cuando vieron por primera vez a su hijo en una ecografía, como una pequeña manchita en medio de una nube blanca, Anya lloró de emoción. Jason volvió a ser cálido como antes y le apretó la mano mirándola a los ojos. Después de luchar tanto, al fin obtenían la recompensa esperada.

Por precaución, como tuvo un leve sangrado, el doctor le sugirió que redujera las actividades lo máximo posible durante unas semanas y le pidió que, al buscar un obstetra, le explicara el tiempo que les había llevado concebir un hijo para que le extendiera la licencia laboral. Anya le contó que trabajaba para su madre, así que no tendría problemas con eso. Lo único que le interesaba en ese momento era cuidar lo más importante: su hijo.

Pasó dos semanas en cama, poniéndole a su madre la excusa de que necesitaba un descanso. Dorothy no era una ingenua, se dio cuenta de que algo más sucedía. Le preguntó varias veces si se había hecho un nuevo tratamiento y si esta vez había funcionado. Anya logró guardar el secreto hasta la tercera semana. Entonces terminó confesándole la verdad y le rogó que no les contara a sus amigos hasta que ella la autorizara.

Su madre era la única familia que tenía. Dorothy se había divorciado de su padre cuando ella tenía seis años. Tras ese suceso, él se mudó a Massachusetts para formar una nueva familia, por lo cual casi no tuvieron contacto. Cuando ella tenía veintinueve años, Kenneth falleció de un ataque cardíaco. Su segunda mujer tenía dos hijos que no eran suyos, y por su parte nunca se había comunicado con la familia ampliada de su padre más que para invitarlos a su boda, así que perdieron todo contacto.

La familia de Jason tampoco era numerosa, pero sí más que la suya. Le pareció injusto haberle contado del embarazo a su madre y no a sus suegros, así que él se lo comentó a sus padres. Por primera vez en mucho tiempo, Anya percibió sinceridad en su suegra cuando la llamó para manifestarle su alegría. Eso le indicó que su hijo traería unión y paz a la familia, y no veía la hora de tenerlo entre sus brazos para brindarle todo el amor que era capaz de albergar.

El deseo se reforzó cuando oyó latir su corazón por primera vez y, poco después, con el comienzo de los síntomas típicos del embarazo. Amanecía con náuseas y vómitos, y casi no podía alimentarse en todo el día porque tenía la sensación de que la comida jamás alcanzaría su estómago. Si era delgada, adelgazó todavía más. Preocupada por las complicaciones que eso pudiera conllevar para su bebé en gestación, consultó con el obstetra y, aunque la situación no revestía peligro todavía, recibió una medicación que la ayudó a sentirse mejor. No fue la solución, pero colaboró.

A las diez semanas se realizó un análisis genético y así descubrió que no esperaba un hijo, sino una hija, y que era sana. Pensaron nombres y decidieron que la llamarían Juliet. Fue inevitable que comenzaran a soñar con ella, con su forma física y con su personalidad. Empezaron a mirar cunas, ropa, cochecitos.

Pasados los tres meses de mayor riesgo, decidieron que era hora de ampliar el círculo y contarles la noticia a sus amigos y a otros familiares de Jason. También les dieron autorización a sus padres para que compartieran la alegría con sus propios conocidos. Por primera vez, Anya se sintió el centro de atención de su grupo y pudo decir que estaba dentro de un sueño, uno que había anhelado mucho tiempo y que ahora, al fin, se estaba haciendo realidad.

El domingo que el sueño comenzó a temblar llevaba poco más de dieciséis semanas de embarazo. Sintió algunos dolores y, al otro día, encontró que su ropa interior estaba manchada con un espeso flujo amarillo. Consultó con su obstetra y él le indicó que, si bien podía ser normal, convenía que acudiera a una consulta al día siguiente. Esa noche, además, aparecieron unas líneas de sangre.

En el centro médico, el doctor escuchó con atención los síntomas y la revisó en presencia de su esposo. Cuando los dos volvieron a sentarse al escritorio, la mirada del médico los asustó.

–Las noticias no son alentadoras –expresó. Anya sintió que el mundo se cerraba en torno suyo, pero no se permitió desesperar antes de terminar de oír el diagnóstico–. Tienes unos tres centímetros de dilatación, y lo que encontraste en tu ropa interior es parte del tapón mucoso.

–¿Y eso por qué se produjo? –consultó Jason–. Ni siquiera está trabajando, pasa muchas horas en cama y no se ocupa de las tareas del hogar.

–No tiene tanto que ver con las actividades de la madre, sino con la falta de resistencia del cuello del útero para contener el crecimiento y el peso del bebé.

–Entonces… ¿cuál es la solución? –consultó Anya con voz temblorosa.

–Podemos intentar un cerclaje, es decir: coser el cérvix, pero no hay garantías de que resulte. La bolsa está saliendo hacia la vagina, alcancé a tocarla con mis dedos, y en el procedimiento puede que el embarazo se pierda.

–No se perderá. Hay que intentarlo –decidió Anya en el momento. Tenía que conservar a su hija dentro de sí a como diera lugar.

–Tienen que saber que no lo haremos en las condiciones adecuadas –les advirtió el médico–. Suele tener éxito cuando no hay dilatación. En este caso…

–Si es la única manera, no perdamos el tiempo. No puede irse. Mi hija no puede abandonarme –lo interrumpió ella.

–En tu caso, si el embarazo no se perdiera durante la intervención, puede que el cerclaje dure poco tiempo –continuó el doctor–. Estás transitando la semana número dieciséis. Aunque lográramos extender la gestación diez semanas más, que es lo que estimo que podría durar el tratamiento en estas circunstancias, si tenemos suerte, todavía tendríamos el nacimiento de un bebé muy prematuro que podría padecer consecuencias graves.

–¿Qué consecuencias? –indagó Jason.

–Parálisis cerebral, cardiopatías congénitas, ceguera, sordera…

–Anya… –murmuró Jason.

–Tenemos que intentarlo. No podemos permitir que nuestra hija se vaya así sin más –sentenció ella.

–Entiendo que anheles ser madre. Yo también deseo ser padre, pero ¿a qué precio? No quiero que nuestra hija sufra ese destino.

–¡Pero es nuestra! Es nuestra después de casi seis años, de nueve tratamientos de fertilización asistida, de ocho sueños rotos. Déjame conservar este.

–No es necesario que lo decidan ahora –intervino el médico–. Pueden ir a casa y conversarlo tranquilos. Es una decisión muy difícil. Lo más adecuado será que vuelvas mañana por la mañana. Te realizaremos una ecografía y, según el panorama, procederemos.

–¿No podemos hacerlo ahora mismo? –indagó Anya.

–Hazle caso al doctor –insistió Jason–. Lo conversaremos en casa y volveremos mañana.

Para no seguir discutiendo, Anya aceptó la propuesta y se retiraron con el corazón destrozado.

Se mantuvieron en silencio todo el viaje. Al llegar a casa, ella se acostó y él se sentó a su lado, casi en la misma posición en la que habían celebrado el embarazo.

–No podemos correr el riesgo de tener una hija con tantos problemas, Anya –manifestó Jason con el rostro contrito–. Es mejor dejar que todo esto siga su curso.

–¿Qué estás diciendo? ¡Es nuestra hija, por Dios santo!

–Todavía no ha nacido. Estamos a tiempo de detener una vida de sacrificios para ella y para nosotros.

–Por favor, no digas eso.

–Sé consciente y práctica, te lo ruego.

–Es imposible ser práctica con la vida de un hijo.

–Podemos intentarlo de nuevo.

–¿Nueve veces más hasta que resulte?

–Resultó ahora, no tiene por qué demorar tanto la próxima vez.

–No puedo aceptarlo. ¡No puedo! –exclamó ella, y comenzó a llorar con desconsuelo.

Fue imposible conciliar el sueño. Pasó la noche en vela, tocándose el vientre que todavía casi no había crecido, hablándole a su hija en sus pensamientos.

Primero le rogó que no se marchara, que perdurara allí hasta que fuera lo suficientemente fuerte como para sobrevivir fuera de su cuerpo. Con el transcurso de las horas, sin embargo, comenzó a presentir lo peor y acabó despidiéndose, presa del llanto. Gracias por haberme elegido para ser tu mamá. Atesoraré el tiempo que pasamos juntas por siempre. Tienes que saber que has sido amada. No quiero que te vayas sin saber eso.

Por la mañana, acudieron de nuevo a la clínica, donde le practicaron una ecografía. Tal como Anya temía, la situación había empeorado: el cuello del útero se había desdibujado por completo y casi toda la bolsa ya se encontraba en la vagina. Tenía un aborto en curso, solo faltaba que expulsara el feto, aunque su corazón todavía latía. Su hija estaba viva.

Por precaución la internaron y comenzaron a administrarle medicación. Pasó dos días horribles, llorando y cuestionándose mil cosas. No entendía por qué ella tenía que pasar por tanta angustia, por qué lo que para otras personas era maravilloso para ella siempre terminaba en dolor y sufrimiento.

Entrar en trabajo de parto sabiendo que su beba no sobreviviría fue lo peor que le pasó en la vida. Si bien el dolor espiritual era muy grande, el físico la llevó a desear que todo terminara cuanto antes, aunque eso significara despedirse para siempre de su hija. Finalmente, terminaron llevándola al quirófano porque la expulsión no se producía.

Se quedó inconsciente gracias a la anestesia sabiéndose embarazada y despertó con la certeza de que ya no lo estaba.

–¿Me oyes? –le preguntó el anestesista.

–Sí –contestó con seguridad. Por suerte apenas se sentía mareada.

Una vez en la habitación, se reencontró con Jason y con su obstetra.

–¿Cómo fue todo? –consultó él al doctor, junto a la camilla.

–Difícil –confesó el médico–. En la intervención encontramos que también padecía placenta previa. No suele ser una condición reconocible en las ecografías del primer trimestre y, como todavía no se había realizado la del segundo, era imposible saberlo. Tampoco puede advertirse lo del cuello incompetente hasta que se produce. Durante la intervención hubo una hemorragia muy importante. Intentamos detenerla, pero solo pudimos hacerlo de la manera que jamás hubiera querido: tuvimos que extirpar el útero.

–No –murmuró Anya, temblando.

–Lo siento –continuó el médico.

–No. No es cierto, no –repitió ella.

–Tranquila –le sugirió Jason, apoyando una mano en su hombro. Intentaba comportarse de manera sensata, pero también estaba en shock.

El llanto y las súplicas de Anya cubrieron por completo las voces de los hombres que intentaban seguir hablando de su condición física. Todo lo que le importaba se diluía despacio, como cuando las nubes se disipan con el viento o los ángeles nacen en el cielo.

Capítulo 3

Despedidas

Nadie podía creer que el embarazo se hubiera perdido. Su madre, sus suegros, sus amigas, los parientes de Jason… Todos le daban las condolencias, pero Anya no podía aceptar que su hija, la que tanto había deseado, se hubiera marchado. Por momentos imaginaba que todavía la albergaba en su vientre y que en menos de cinco meses llegaría el momento de conocerla. Cuando caía en la cuenta de que no era cierto, se echaba a llorar, presa de una angustia y una desazón atroces.

Las preguntas se repetían en su mente una y otra vez. ¿Por qué a mí? ¿Por qué Dios me castiga de este modo? ¿Y ahora qué haré de mi vida?

Había pasado tantos años buscando un hijo que ya no sabía vivir de otra manera. Sin dudas Dios, el universo o la vida misma habían dispuesto que ella no debía ser madre y, como no había querido entenderlo, había tomado medidas drásticas. Se sentía mutilada, le habían arrebatado el útero y las alas.

Si bien no quería hacer un décimo tratamiento, las palabras de Jason la noche anterior a la internación le habían brindado una mínima calma: “Podemos intentarlo de nuevo”, “resultó ahora, no tiene por qué demorar tanto la próxima vez”. El problema era que no solo tenía que hacer el duelo por la muerte de su hija tan deseada, sino, además, por la imposibilidad de un nuevo intento.

Le recomendaron hacer terapia y, aunque no se sentía preparada para aceptar una pérdida tan grande, terminó accediendo. Varias personas le escribían para brindarle su compañía y su consuelo, pero nada de lo que decían la reconfortaba. Tan solo les agradecía y continuaba hundida en su pena.

La terapia tampoco fue una solución mágica, sin embargo, al menos le sirvió para escuchar algunas propuestas e intentar buscar respuestas diferentes a sus preguntas más tristes.

–No todo está perdido, Anya –afirmó la terapeuta–. Se puede ser mamá de muchas maneras.

–A mi esposo le costó demasiado aceptar las técnicas de reproducción asistida. No quieres imaginar lo que opina de otras formas de paternidad.

–Eso ocurría cuando todavía podía albergar la esperanza de que te embarazaras de la forma que para él era natural. Ahora, quizás, haya cambiado de opinión. Y si no lo hizo, pobre de él. Eso le ocasionará más sufrimiento que a ti. Es bueno que estés abierta a otras opciones de maternidad.

Le demandó varias semanas decidirse a hacerle el planteo a Jason. Aunque él estuviera cada día más distante, aunque lo sintiera a cada instante más frío, estaba segura de que todavía quería ser padre.

–Estuve pensando en nuestras opciones y creo que todavía tenemos esperanzas –dijo una noche, mientras terminaban de cenar.

–Anya, no tienes útero –replicó él con rudeza–. No quiero sonar duro, pero necesitas aceptar la realidad.

–Quizás alguna vez termine de aceptar que no puedo gestar un bebé. Pero no aceptaré que no puedo ser madre, porque no es cierto.

–No volvamos a hablar de la adopción. Quiero ser padre de un hijo mío, no criar el hijo de otro. No sabríamos de dónde proviene ese niño, ni cómo lo afectaron las problemáticas que sin dudas atravesó.

–No pienso lo mismo respecto de eso, pero esta vez me refería a otras opciones. Los trasplantes de útero todavía están en fase experimental, así que eso está descartado. Podemos alquilar un vientre.

–¿Quién lo pagará? ¿Tienes idea de lo que cuesta eso? Ya estamos en bancarrota por haber intentado que te embarazaras nueve veces para que todo terminara como terminó.

–No seas cruel, por favor.

–No lo soy. Soy realista. Es lo que a ti te falta.

Se levantó y la dejó con el deseo y la palabra en la boca, esperando una aceptación que jamás llegaría.

Por consejo de su terapeuta, volvió a trabajar para su madre recorriendo las sucursales de las pastelerías. En realidad, la psicóloga le había propuesto que intentara volver a dedicarse a su profesión de tripulante de cabina, pero Anya sabía que era imposible. Una vez que se abandonaba el universo de las aerolíneas, volver a ingresar a su edad era casi tan difícil como le había resultado concebir un hijo. Además, se había encariñado con el negocio de su madre y no le molestaba en lo más mínimo conversar con las encargadas, gestionar reportes de ganancias y generar ideas creativas para fomentar las ventas.

Una noche, cuando volvió de trabajar, encontró una maleta en la sala. Se dirigió a la cocina con una grave sensación de extrañeza y vio a Jason bebiendo un vaso de agua junto al refrigerador.

–¿Ocurre algo? –preguntó, llevándose una mano al cuello, sobre la cadenita en la que tenía una pequeña cruz que le había regalado su abuela materna ya fallecida.

–Siéntate, por favor –indicó él, señalando la silla que siempre ocupaba Anya cuando se ubicaban en la mesa.

Los dos se sentaron, él en la cabecera.

–Jason, no me asustes –suplicó ella.

–Entiendo que pueda resultarte difícil aceptarlo, pero sabes tan bien como yo que esta relación no puede seguir adelante.

Las palabras le cayeron como un torrente de agua helada. Era cierto que su matrimonio había navegado por un océano oscuro en ese último tiempo, pero no creyó que llegaran a ahogarse.

–Jason… –murmuró. Él la interrumpió.

–No tienes idea de lo mal que me siento. No creas que es fácil para mí decirte esto. Quiero que nos divorciemos.

Anya respiró hondo, sin poder contener las lágrimas que pugnaban por abandonar sus ojos.

–Hemos vivido tiempos muy difíciles; podemos salir adelante juntos –aseguró.

–Ya es tarde, no lo creo. Tendría que habértelo dicho antes, pero no me atrevía. ¿Hasta cuándo debería seguir esperando? Jamás superaremos lo que ocurrió con tu útero.

–¿Ese es el problema? ¿Que ya no puedo procrear?

–El problema es que, de los diez años que llevamos casados, hemos pasado la mayor parte del tiempo pendientes de algo que nos enterró vivos. No quiero más de esto, Anya. Lo siento. Yo no soy el hombre que puede brindarte la contención que necesitas, ni tú puedes darme lo que yo espero.

–¿Y qué esperas?

–Un hijo. Mío. De la manera simple y tradicional como lo tienen todas las parejas que conocemos. Tenemos treinta y seis años. Yo todavía estoy a tiempo.

Los dientes de Anya comenzaron a castañetear. Apretó las manos frías y sudorosas, sintiendo que su mundo se desmoronaba de nuevo.

–Por favor, no arruines lo poco que tenemos –suplicó.

–No puedo seguir engañándote.

–¿Tienes a otra?

–No me refiero a eso, sino a fingir que te amo y que puedo con esto. No, Anya, no puedo. Tengo derecho a irme de una relación que no me satisface. Lamento si sueno cruel o muy duro; sabes que prefiero ser honesto. Podrás imaginar cuánto me costó no serlo en tanto tiempo. Estaremos bien, lo sé. Lo mejor que puede ocurrir en este momento es que nos separemos.

–¿Lo mejor para quién?

–Para los dos, aunque ahora no puedas verlo.

–¿Por qué siempre me menosprecias? ¿Cómo sabes que yo ahora no puedo verlo, pero que es lo mejor para mí? ¡Lo mejor hubiera sido casarme con un hombre que de verdad estuviera a mi lado en las buenas y en las malas! ¿Y tú dices que eres honesto? ¿Para qué le dijiste al sacerdote que me prometías fidelidad en la salud y en la enfermedad si no puedes cumplirlo?

–Estás mezclando las cosas. En ese momento fui sincero. Las cosas cambian.

–Pues parece que tu sinceridad fluctúa como el clima veraniego.

Jason se levantó sin miramientos y se encaminó a la sala. En ese momento, Anya sintió que le arrancaban otro trozo de su cuerpo. Se abalanzó sobre la puerta, procurando impedir que su esposo la abandonara.

–Por favor, intentémoslo de nuevo.

–¿Cómo puedes ser tan egoísta? –reclamó Jason, mirándola con desagrado–. ¿Pretendes retenerme sabiendo que quiero ser padre y que podría tener hijos con cualquier otra? ¿No crees que sea una actitud inmadura y egocéntrica?

–Así como la tuya al negarte a otras formas de que yo pudiera ser madre.

–Hazlo. Alquila un vientre con el dinero de tu madre o adopta un niño de cualquier parte. No me necesitas para eso.

–No quiero hacerlo sola, quiero hacerlo contigo.

–Pero yo no quiero hacerlo contigo. ¿Podemos tener un final menos dramático? Estoy agotado, te lo ruego.

–Jason, no me dejes. Te amo.

–No, tú tampoco me amas ya. Solo estamos acostumbrados el uno al otro, nada más.

–¡Deja de suponer lo que siento!

–¡Y tú deja de pedirme tantos sacrificios! Apártate. –Anya no se movió, tan solo comenzó a llorar desconsolada, diciéndose una y otra vez que estaba en una pesadilla, que lo que oía no era cierto–. ¡Apártate, Anya!

Jason la movió de un empujón, recogió su maleta y huyó por la misma puerta por la que alguna vez habían entrado juntos con el sueño de formar un hogar cuando los dos eran veinteañeros.

Anya se abrazó con fuerza, incapaz de evitar que su cuerpo temblara ante el desconcierto, y se acurrucó a llorar junto a la puerta.

Permaneció allí tanto tiempo que cayó la noche y el frío comenzó a helarle los huesos. Era terrible sentir que las ganas de vivir, en lugar de aumentar, se seguían diluyendo. ¿Cuántas pérdidas más tendría que soportar? ¿Cuánto dolor más cabía en su cuerpo?

Esa semana se reunió dos veces con su analista. Logró calmarse un poco, pero no encontró respuesta a las preguntas que ya se había formulado cuando había perdido a su hija y la posibilidad de concebir un niño. Era increíble que, cuando comenzaba a vislumbrar la salida, su vida se derrumbara de nuevo.

–Anya, ese hombre tenía muchas actitudes horribles –aseguró la analista–. Si algo es cierto de toda la basura que dijo, es que lo mejor para ti en este o en cualquier momento es que él te dejara.

–No entiendo cómo puedes decir eso –protestó Anya, llorando.

–Lo habrías dejado tú cuando te dieras cuenta de que vales mucho más que su destrato.

–Yo no valgo nada.

–Sabes bien que eso no es cierto.

–¡Ni siquiera puedo concebir un hijo!

–Esa condición no te hace menos mujer que el resto.

Anya lo entendía de manera racional, pero era difícil que se convenciera de ello cuando se trataba de su inconsciente y de su deseo.

Un día, con mucha angustia, abrió por primera vez la gaveta donde guardaba algunas ropitas que había comprado para su hija. Las abrazó para llorar su pena y las besó, depositándoles su amor y las ilusiones que ya no se realizarían; esperaba que otras personas sí pudieran cumplirlas. Lo mejor para esas prendas era que otro bebé las utilizara y que, así, las llenara de vida, como siempre debieron haber estado.

Con la excusa de llevar la donación, volvió a la iglesia tras mucho tiempo, una tarde que el recinto estaba vacío. Se arrodilló en una banca, apoyó los codos en el respaldo de la de adelante y la cabeza en las manos con los ojos cerrados. Estaba enojada con Dios, con el universo y con la vida. Estaba cansada de perder todo a lo que se aferraba con tanta fuerza que ya le dolían los brazos.

Se arrancó el colgante con la cruz que llevaba en el cuello y lo guardó en el bolsillo. Dejó la ropita en el canasto para donaciones y, tras salir de allí, acudió a una casa de tatuajes. Abandonó esa tienda con el nombre de su hija escrito con letra pequeña en la parte interna del antebrazo derecho. Quería llevarla siempre consigo.

Recibió los papeles de divorcio unas semanas después. Los firmó sin dolor o, mejor dicho, con el dolor atenuado por el enojo.

¿Qué más?, se preguntó.

Al poco tiempo, recibió una llamada del hospital. La ira cobró más fuerza, la angustia se hizo carne en ella de nuevo. Su madre salió de esa primera internación, pero el pronóstico no era bueno.

–¿Por qué no me lo dijiste antes? –reclamó, golpeando el volante mientras la llevaba a casa en el auto.

–¿Cómo iba a decirte que tenía cáncer? –replicó Dorothy–. Acababas de perder una hija y te había dejado tu esposo.

–¡Debiste hacerlo! Te habría acompañado, habríamos buscado una solución antes de que fuera demasiado tarde.

–Ya lo era cuando me lo descubrieron. Anya, mi amor… –murmuró Dorothy, apoyando una mano sobre la de ella–. Yo cuidaré de Juliet hasta que tú llegues al mismo destino. Solo prométeme que será dentro de mucho, mucho tiempo y que serás feliz en esta vida antes de unirte a nosotras cuando tengas, por lo menos, cien años.

Anya se echó a llorar con desconsuelo. Frenó de golpe antes de llevarse algún coche por delante.

–¡Mamá, por favor! –rogó–. No puedes irte tú también. No puedo resistirlo.

–Sí que puedes. Eres la persona más fuerte que conozco. Estarás bien y yo cuidaré de ti desde el cielo.

Capítulo 4

Hasta lo imposible

Nueve meses después

Mamá… ¿me oyes?, se preguntó Anya en la cama, bañada en llanto. Te amo. Dile a Juliet que la amo también. Sé que la estás cuidando, tal como prometiste. Espérame. Algún día iré contigo.

Después de enterarse de la enfermedad de su madre, se ocupó de acompañarla en el tratamiento. El pronóstico era negativo, sin embargo, se aferraron a una mínima esperanza. Por lo menos lograron extenderle la vida.

Ante el fracaso de la cura y el desenlace inevitable, la tristeza se hizo presente de nuevo. Si le había costado abrir la gaveta donde tenía algunas ropitas que había comprado para su hija, mucho más revolver la casa de su madre. Por eso no acudió enseguida. Pasó días enteros en la cama, retorciéndose de dolor e impotencia. Frente a la muerte, la partida arbitraria de Jason parecía un mal menor.

Él ni siquiera le contestó cuando ella le contó por mensajería que su madre había muerto. Su ex estaba en lo cierto: hacía mucho que él ya no la amaba y que la había abandonado, y aunque ella se había dado cuenta, se negaba a aceptarlo. No quería vivir con un hombre que la despreciaba, ¡pero vaya que necesitaba sentirse acompañada en ese y en otros momentos difíciles!

Estaba harta de sentirse castigada. ¿Y ahora qué?, se preguntó. Ya no le quedaba mucho más por hacer. Encerrada en casa, sin ganas de responder mensajes ni llamadas, solo le restaba llorar o intentar entretenerse con alguna película.

Si esta será mi vida para siempre, tendré que aprender a resistirla, pensó por centésima vez desde que las tragedias golpeaban a su puerta. Ya no le quedaba nada que perder, así que por ese lado podía dormir tranquila. Era el único pequeño consuelo que tenía.

Como una vez abandonó la religión, dejó también la terapia. Había alcanzado un punto de indiferencia peligroso y, a la vez, subversivo. La falta de ganas era un arma de doble filo, pero por el momento, aunque sea, la hacía sentir mejor que seguir hundiendo el dedo dentro de sus inmensas heridas.

Pasó varios días abstraída de la realidad, sin conectarse con el mundo exterior. Sin embargo, la llamada de un viernes por la noche rompió con su rutina de ignorar todo lo que la rodeaba. Provenía del teléfono de la casa de su madre.

–¿Sí? –dijo. Hacía tanto que no hablaba con alguien que le costaba pronunciar las palabras.

–¿Anya? Soy Lucy.

Lucy era una mujer de su edad que se llamaba en realidad Lucía Rodríguez. Como a casi nadie le salía pronunciar su nombre completo en Houston, había acabado por bautizarse a sí misma “Lucy”. Llevaba varios años trabajando para su madre como su mucama con cama adentro. Anya creyó saber por qué la llamaba.

–Lucy, perdona. Me olvidé de depositarte el sueldo. ¿Me llamas por eso?

–No realmente. Imaginé que no se sentiría bien y que eso podría demorar un poco. No se preocupe, tengo para vivir por el momento.

–No estuvo bien, perdona. Haré una transferencia a tu cuenta lo antes posible.

–No la llamo por eso, Anya.

–Si es para que pase por la casa de mi madre…

–He estado recibiendo muchas llamadas. Las encargadas de las sucursales de las pastelerías temen por sus puestos de trabajo, sienten que están a la deriva.

Anya se incorporó en el sillón de inmediato. ¡Las pastelerías! Claro que no las había olvidado, pero la tristeza y la falta de ganas que había experimentado por esos días la llevaron a descuidarlas por completo.

–Entiendo. Tengo que ocuparme de ellas –murmuró, apesadumbrada–. Pasaré mañana por la casa de mi madre para revisar todo lo que haya dejado sobre eso. Ella me explicó algunas cosas, además de las que sé por las recorridas, pero con la cuestión de la enfermedad, no retuve demasiado. Quizás tú puedas orientarme un poco, si ella te contaba cómo hacía su trabajo.

–La he ayudado a ordenar documentos algunas veces, pero no sé mucho. Lo siento, Anya.

–No te preocupes. Nos vemos mañana.

Por increíble que pareciera, la perspectiva de tener algo de qué ocuparse la ayudó a no pensar en el dolor y en las pérdidas. Buscó todo lo que conservaba de sus recorridas por las sucursales de las pastelerías y comenzó a hacer con esos datos el trabajo de su madre: cálculos, anotaciones y deducciones de impuestos. Jamás se había ocupado de los egresos de dinero, solo de los ingresos, así que no estaba acostumbrada a ello. Por eso pensó que, cuando en un principio no le dieron las cuentas, se había equivocado. Lo comprobaría al día siguiente, cuando tuviera acceso a las carpetas que su madre conservaba en el escritorio de su casona y pudiera llamar a su contadora y a su abogada.

Por primera vez en semanas, esa mañana se maquilló y se vistió como solía hacerlo cuando se sentía bien consigo misma. Que el espejo le devolviera una bella imagen, de cierto modo, la reconfortaba. Ya no era la veinteañera que se maquillaba y se peinaba a la perfección para calzarse el uniforme de una aerolínea y volar a los sitios más lindos del mundo, pero sus facciones angelicales seguían siendo las de una persona muy joven y hacían que sus treinta y siete años parecieran menos.

Estacionar en la puerta de la casa de Dorothy le removió muchas emociones. Recordó su infancia, la risa de su madre y los sueños que solía albergar en la adolescencia. ¡Eran tan distintos de los que luego había deseado! Pensar que ahora se sentía estancada y que su vida sería así de amarga para siempre no la ayudaba, así que se apresuró a descender del vehículo y ocupar la mente en lo único que podía salvarla: las pastelerías.

Aunque tenía la llave, antes de abrir hizo sonar el timbre para avisarle a Lucy que había llegado. Cuando entró a la sala, se encontró con que la mucama bajaba la escalera.

–Hola, Lucy. ¿Revisaste tu cuenta bancaria? La transferencia tiene que haberte llegado esta mañana.

–Ya le dije que no hay problema por eso, Anya. ¿Cómo se siente?

–Como puedo. Pero estaré mejor –aseguró–. Pasaré un buen rato en el escritorio de mi madre. ¿Puedes alcanzarme un té en algún momento? Los cálculos me duermen y presiento que tendré que hacer muchos.

–Claro que sí, enseguida se lo llevo. ¿Lo prefiere de algún sabor en especial?

–Melocotón si hay. De lo contrario, cualquiera estará bien.

Anya le agradeció y se internó en la habitación donde su madre trabajaba, intentando bloquear los recuerdos de ella que acudían a su mente junto con un torbellino de emociones. La mayoría eran momentos felices, pero el hecho de no poder volver al pasado cuando podía abrazarla y escuchar sus consejos sabios de toda buena madre los hacía tristes. Extrañaba sus abrazos, sus manos llenas de amor, sus palabras…

Contuvo un ataque de llanto y se hundió de lleno en los papeles. Lucy le alcanzó una taza de té con un pastel que había preparado y se quedó mirándola mientras ella le daba las gracias nuevamente.

–Siempre me avergonzaba darle a su madre cualquier cosa de repostería que yo hiciera, siendo ella la dueña de una cadena de pastelerías –confesó Lucy, un poco sonrojada.

Anya sonrió con ternura.

–Puedes quedarte tranquila porque yo no entiendo nada de pasteles y, para mí, los tuyos siempre fueron muy ricos.

–Su madre me enseñó a prepararlos. Eso sí que lo recuerdo: si necesita las recetas, están todas en mi mente –aseguró, tocándose la sien con un dedo.

–Supongo que las conservará en la caja fuerte. Si no es así, te avisaré. Gracias, Lucy.

Lucy se retiró, dejándola sola con el universo de documentos, carpetas y papeles que su madre, bastante desordenada, conservaba en las bibliotecas.

Después de horas de arduo trabajo y de haberse negado al almuerzo, terminó concluyendo en que algo no terminaba de encajar en todo lo que había analizado. Fue entonces el momento de llamar a la contadora.

–No estás equivocada, Anya –contestó la mujer–. Las pastelerías generan pérdidas y están llenas de deudas desde hace mucho tiempo. Incluso hay préstamos que Dorothy solicitó y que no pudo pagar, por eso los bancos reclaman las cuotas atrasadas todos los meses. Deberías hablar de eso con su abogada. ¿Tienes el número?

Anya estaba anonadada.

–Sí, lo tengo. Es solo que no puedo creerlo. ¿Por qué no me lo dijo?

El silencio de desconcierto del otro lado de la línea le dio tiempo a pensar una respuesta por sí misma: su madre no le había dicho que tenía cáncer para no cargarla con otro problema, ¿por qué le diría que estaba en bancarrota?

Le dio las gracias a la contadora y se comunicó con la abogada. Las noticias que pudo aportarle tampoco fueron alentadoras.

–Deberías deshacerte de las pastelerías para pagar las deudas, Anya –le dijo–. En el último tiempo, tu madre casi no podía ocuparse de ellas y, al parecer, tú tampoco. Los descuidos tienen un costo muy alto en los negocios.

–Debe haber algo que pueda hacer.

–Puedes intentar pedir otro préstamo, pero hay demasiados en curso y los bancos ya no te darán más. De hecho, es posible que pronto se cansen de reclamar y terminen por embargar las cuentas bancarias, las tiendas y quizás incluso la casa.

Anya se sintió desesperar. No podía tolerar una pérdida más, ni siquiera económica. Esas pastelerías habían significado todo para su madre y estaba dispuesta a conservarlas como sea.

–Haré hasta lo imposible para que sobrevivan. Necesito saber con qué bancos tiene deudas, cuánto es el monto total que debo pagar para que todo esto se resuelva y empezar de nuevo. No las venderé. Son lo único que tengo y no lo soltaré por nada del mundo.

–Te acompañaré en lo que decidas –afirmó la abogada–. Déjame que revise un poco los archivos y te llamaré esta tarde para brindarte la información que necesitas. Su contadora también podría asesorarte respecto de algunas cuestiones que yo desconozca.

–Ya me comuniqué con ella, pero volveré a hacerlo ahora mismo para averiguar su situación fiscal. Si también existe una deuda con eso, estaremos en más problemas.

Esa misma tarde, tal como le había prometido la abogada, recibió los datos de su parte, como así también de la contadora. Jamás imaginó que la deuda de una cadena de pastelerías pudiera ser tan abultada. Por un rato había albergado la esperanza de poder pagarla ella, pero ni siquiera podría hacerlo vendiendo ambas casas. Por suerte, la suya se la había regalado su madre y no había tenido que darle dinero a Jason para quedársela.

Se respaldó en el asiento sintiéndose desahuciada.

En ese momento, Lucy entró con una bandeja.

–No pensaba preguntarle si quería cenar. Sabía que me diría que no, así que le traje algo sin consultar –explicó, apoyando la carga sobre una carpeta, ya que no había ningún rincón del escritorio libre.

–Lucy, ¿sabías que mi madre tenía tantas deudas? –indagó Anya, abatida–. No puedo creer que tampoco me haya contado eso. No quiero perder las pastelerías, no permitiré que los bancos se hagan con ellas ni voy a venderlas. Tengo que conseguir préstamos, pero hacerlo me endeudaría todavía más y no sé si pueda sacarlas a flote. La mayoría de las deudas son de las pastelerías, no de mi madre como persona física, así que me dijo la abogada que los embargos son ejecutables. ¿Por qué todo en mi vida tiene que ser tan complicado?

–¡Oh, Anya! ¡Lo lamento tanto! –exclamó Lucy, apoyando una mano en su antebrazo, justo donde se había tatuado el nombre de su hija.

Anya apartó algunos papeles y aceptó la cena. Había pasado demasiadas horas sin ingerir alimentos y su cuerpo, débil por tanta tensión, los necesitaba. Además, el médico le había informado que, después de la hemorragia que había sufrido hacía poco más de un año, continuaba anémica.

Los días siguientes se hundió en la tarea de salvar las pastelerías. Acudió a cada banco con el que su madre tenía alguna deuda, pidió prórrogas, averiguó por nuevos préstamos. Ya no podía solicitarlos para el negocio, y lo que le ofrecían para uso personal, como no tenía un sueldo fijo y su fuente de ingresos estaba en quiebra, no alcanzaba para cubrir ni la cuarta parte de lo adeudado.

Consultó en todas partes qué más podía hacer, acudió a cada sucursal para controlar de cerca los movimientos, se obsesionó con salvar algo que, como todo en su vida, al parecer también estaba destinado a naufragar.

En eso pensaba con la cabeza apoyada sobre las manos, sentada en el escritorio de su madre, cuando Lucy entró con algo para que ingiriera después de tantas horas de dar vueltas sobre lo inevitable.

–Anya, se ve agotada –comentó la mucama, apenada.

–Lo estoy –replicó Anya y negó con la cabeza–. No hay nada que pueda hacer. Perderé esto también.

Lucy bajó la mirada y se estrujó las manos delante del abdomen.

–Anya, no lo tome a mal. Si usted quiere… No, lo siento. Olvídelo.

–¿Qué? –indagó Anya–. ¿Qué ocurre? Dímelo.

–Es que se va a enojar. Lo siento.

–¿Acaso mi madre me ocultaba algo más?

–No. No es eso, no.

–¿Entonces?

–Bueno, si usted quiere, yo… Quizás haya una solución para su problema.

–¿Cuál de todos? –musitó Anya, resignada.

–El de las pastelerías. –Hicieron silencio, se sostuvieron la mirada–. Tengo un pariente que tiene bastante dinero.

Después de una ilusoria expectativa, Anya soltó el aire al sentir que el alma se fugaba de su cuerpo de nuevo.

–Nadie me otorgaría un préstamo personal sin garantías de que pueda devolverlo con intereses. Y el negocio es demasiado débil y pequeño para que un empresario quiera invertir en él.

–No sería un préstamo ni una inversión.

–No entiendo –declaró Anya con el ceño fruncido.

–Olvídelo. Disfrute el almuerzo.

–No, espera. Explícame, por favor.

–No se moleste, se lo ruego.

–Ya me has pedido eso. No me molestaré, te lo prometo. Habla.

–Mi pariente también necesita algo. Él podría darle a usted el dinero para salvar las pastelerías y, a cambio, usted le daría a él lo que necesita.

–¿Y qué es eso?

–Necesita ser ciudadano norteamericano con urgencia.

Anya la miró en silencio por un momento, sin entender bien el planteo. Sonrió con resignación.

–¿Y cómo podría darle yo eso? –replicó–. No trabajo en el gobierno, ni siquiera tengo un conocido en el Servicio de Mi… –La palabra “Migraciones” quedó en suspenso. De repente, entendió todo–. ¡Lucy! –exclamó, entre sonriente y aterrada–. ¿Cómo podría casarme con alguien por dinero?

–Disculpe, Anya, por favor. No se enoje.

–No estoy enojada. Es solo que es una locura.

–Lo siento.

–Deja de disculparte. No pasa nada. ¿Qué preparaste?

–Carne con verduras.

–Huele muy bien. Gracias.

Es una locura, se repitió mientras conducía hacia su casa. Pero no dejó de pensar en la propuesta de Lucy ni siquiera esa madrugada, mientras tenía que estar durmiendo.

Algo la llamaba como nada en muchos años, así como cuando estaba a punto de abordar un avión hacia un destino al que nunca había ido. Por momentos sintió que temblaba, pero no de dolor ni de miedo, sino de excitación. Si podía salvar las pastelerías de su madre, se sentiría realizada, al menos en ese aspecto. Necesitaba mucho más que dinero para pagar deudas: necesitaba rescatarse a sí misma del sentimiento de vacío y de fracaso que experimentaba.

A la mañana siguiente, volvió a la casa de su madre sin haber pegado un ojo en toda la noche.

–Lucy –dijo mientras la mujer limpiaba.

Lucy apagó la aspiradora y la miró, intrigada. Hacía mucho que no percibía la energía fuerte y creativa que la hija de su patrona solía tener cuando era más joven.

–¿Sí?

–¿Cuántos años tiene ese pariente tuyo, el que necesita ser ciudadano norteamericano?

–Treinta y siete, como usted.

–¿Qué relación lo une contigo?

–Es mi primo.

–¿De dónde es?

–Es de Bogotá, Colombia, donde yo nací. Pero en este momento está aquí, en Houston, por un tiempo.

–¿Habla mi idioma?

–Como un nativo.

–¿Cómo sé que tiene dinero para pagar mis deudas? ¿Es millonario?

–No, no es millonario, pero es el rico de la familia. Es arquitecto y fundó una pequeña empresa constructora en nuestro país.

–¿Entonces por qué no le otorgan la residencia por negocios o algo así?

–Porque podría pagar las deudas de las pastelerías, entre otras cosas, pero no posee un negocio tan grande y fuerte como para que a los Estados Unidos le interese que lo funde aquí.

–¿Y por qué no se muda y obtiene la ciudadanía después, como han hecho tú y otros inmigrantes?

–Eso llevaría mucho tiempo y no le sobra.

–Por favor, no te ofendas, pero todo esto suena muy extraño. ¿Tiene problemas con la mafia o algo por el estilo? ¿Por eso necesita mudarse aquí?

–¡Oh, no! Claro que no.

–¿Es una buena persona?

–La mejor que conozco.

Anya suspiró.

–Está bien. ¿Puedes arreglar un encuentro?

–Por supuesto. ¿Para cuándo?

–Cuando sea.

Haría hasta lo imposible para conservar lo único que le quedaba. No cedería también las pastelerías.

Vida, ya me has arrebatado demasiado, pensó con rebeldía. No me quitarás nada más.

Capítulo 5

Una cuestión de negocios

Se vistió con una camisa blanca, un blazer y una falda azules. Se peinó con un rodete y se maquilló con esmero. Se veía bella y prolija, tal como cuando abordaba un avión y su persona representaba una aerolínea. Después de todo, era una empresaria que iba a hacer un negocio y tenía que lucir como tal.

Pasó a buscar a Lucy por la casa de su madre a las nueve de la mañana, con tiempo suficiente para llegar al hotel a las diez, hora en la que habían pautado el encuentro.

Estaba nerviosa. No porque le temiera a un matrimonio sin amor; a fin de cuentas, ya había vivido en uno y, sin dudas, sería mucho más fácil no amar que amar sin ser amada. En realidad, estaba nerviosa porque se hallaba bastante segura de que terminaría casándose con el pariente de su empleada doméstica si así podía salvar las pastelerías de su madre y no tenía idea de cómo era el hombre con el que se encontraría en ese hotel. Además, el hecho no se resumía a solicitar un permiso de boda, llevar a cabo una unión civil discreta y casi al mismo tiempo solicitar el divorcio. Tendría que convivir con un desconocido para que, cuando él requiriera la residencia por matrimonio, se la dieran.

Tendrían que demostrar que se trataba de una unión legítima, y eso implicaba compartir tiempo y experiencias. No era un proceso tan simple como casarse y separarse en un soplido.

Tal vez, para asegurarse de que ella cumpliera con su parte del trato, él le diera el dinero para saldar sus deudas a cuentagotas. Tendría que aceptar esa cláusula. Era lo que Jason habría hecho y le parecía justo que así fuera. No podía olvidar que ella también era una desconocida para ese hombre y que él tenía el mismo derecho a desconfiar que ella.

Para cuando se detuvo a una manzana del hotel, se encontraba tan tensa que hubiera salido corriendo. Después de apagar el motor, se quedó un instante en silencio, con la mirada fija hacia adelante y las manos apretando el volante.

–Anya, ¿se encuentra bien? –consultó Lucy.

–Sí –afirmó ella, procurando convencerse de lo que decía.

–Es un poco temprano. Si quiere, podemos dar una vuelta por el parque.

Anya asintió y abrió la puerta. Después de accionar la alarma y el cierre centralizado del vehículo, comenzó a caminar junto a Lucy en torno del parque, en dirección al hotel.

Sin querer, comenzó a hacer algunas conjeturas. Por ejemplo, cuál sería el aspecto físico de ese desconocido. Lucy tenía el pelo castaño y la tez blanca. Cabía la posibilidad de que su primo se le pareciera o que fuera todo lo contrario. Solo esperaba que no se tratara de un hombre desagradable. Si lo era, no tenía idea de cómo fingiría atracción si tenían que besarse para hacer creíble la farsa.

Además, aunque Lucy era de absoluta confianza y había asegurado que él era una buena persona, no debió ser tan confiada. Pensó por un instante que, antes de aceptar un encuentro, debió haberle pedido a ella una fotografía de su primo para intuir algunas cosas por su cuenta o, al menos, un primer acercamiento a través de una llamada telefónica.

Era tarde para echarse atrás y no quería que la inseguridad se abriera paso en ella, así que le pidió a Lucy que dejaran la caminata para otro momento. Fueron al hotel directamente, aunque todavía faltaran veinte minutos para la hora del encuentro. Quería terminar con ese trámite incómodo lo antes posible.