Hacia la santa edad de todas las cosas - Emilio Sanchez-Ortíz - E-Book

Hacia la santa edad de todas las cosas E-Book

Emilio Sanchez-Ortíz

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Beschreibung

Javier, el protagonista del relato narra su vida desde la niñez hasta el momento en que es encarcelado. El texto de los diversos relatos más que desarrollar un argumento es un canto coral de diferentes vidas que se cruzan con el protagonista. Tras una introducción que pormenoriza la vida entre rejas, mientras procura escribir y leer, tratando solo lo imprescindible a sus compañeros de prisión, se relata la entrada en Madrid de los mal llamados nacionales en 1939. El relato se divide en tres partes bien definidas: los avatares de Javier y Mingo, y el encuentro con el miliciano; la segunda transcurre en París adonde Javier llega tras lograr evadirse de la cárcel donde lo habían encerrado por actividades anti-franquistas. Allí se integra en círculos libertarios pacifistas y de escritores españoles exiliados hasta incorporarse a la redacción de RFI. La tercera parte relata los acontecimientos revolucionarios de Mayo del 68 durante los que conoce a Justine, guerrillera libertaria, que será su amante hasta que, de regreso a Madrid, es de nuevo apresado, juzgado y condenado a cadena perpetua. En su celda escribe los relatos novelados tratados como un deber escolar que le impuso en su momento el maestro libertario. La novela finaliza con la muerte de Carrero Blanco y la esperanza de una vida democrática para el país.


 SOBRE EL AUTOR


Emilio Sánchez-Ortiz (Madrid, 1933). Estudios de Derecho y Filosofía en la Universidad de La Laguna (Tenerife), de Arte Dramático en el Conservatorio de Santa Cruz de Tenerife y de Periodismo en el INA (Instituto Nacional Audiovisual) de Bry-sur-Marne en París. En Santa Cruz de Tenerife fundó el Teatro de Cámara y Ensayo «La Carátula» tras haber interpretado media docena de obras en el TEU (Teatro Español Universitario de La Laguna). Tras residir en varios países europeos, se exilió en París en 1969 huyendo de la censura franquista y ejerciendo el periodismo en RFI (Radio France Internationale) durante tres décadas. Su labor literaria ha huido siempre de cualquier moda o circuito, lo cual lo ha convertido en un autor raro y, por tanto, inclasificable. Ha colaborado en la mayor parte de diarios y revistas españolas y francesas llegando a dirigir la revista Canal Abierto; fue miembro de la ejecutiva del Instituto Eneas, encargado de la divulgación del castellano. Autor de obras protagonizadas por seres fracasados y solitarios. Sus textos van desde el realismo hasta la experimentación más radical, siempre desde la perspectiva del escepticismo y cierto hermetismo, como en su tetralogía P.D.M. a 3 S (Proyecto de Monólogo a tres soledades), 0, El Ojo de la Nieve y Apocalipsola (no traducida al castellano). Otras obras: Cuentos (1959, Premio Santo Tomás de Aquino de la Universidad de La Laguna), Un domingo a las cinco (1964), Las primeras horas (1965), Cuentos, historias y otros deseos insatisfechos (1997), Diario de la peste (2003, Premio de novela Benito Pérez Armas), Eduardo Westerdahl, (1992, a medio camino entre el ensayo psicológico y el reportaje), La Nochemala (1966, Premio de Teatro del diario La Tarde de Tenerife), el ensayo Emilio Machado: De la deriva del pasado al límite reduccionista (2017). Obras poéticas: Escapar de este silencio (1966), Abierta memoria olorida (1967) y Dicho sea de paso (1999). Fundador del Aula Antonio Machado en el Colegio Español de la rue de la Pompe en París junto a los poetas Eugenio Padorno y Antonio Domínguez Rey, y del Primer Festival de Poesía Latinoamericana de París, patrocinado por la consejería de Cultura de la Embajada Española en colaboración con el poeta francés Jean-Clarence Lambert.

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Hacia la santa edad de todas las cosas comunes

© de los textos, Emilio Sánchez-Ortiz

© de la fotografía del autor, Carlos A. Schwartz

© de la ilustración de portada, Emilio Machado

Ediciones El Drago

www.edicioneseldrago.com

[email protected]

Edición permanente, 2021

ISBN: 978-84-18813-16-0

DL: M-24007-2021

ISBN ePub: 978-84-18813-26-9

Diseño y maquetación: Montaña Pulido Cuadrado

Impreso en España – Printed in Spain

Impreso en papel reciclado

Se garantiza que el papel empleado en este libro proviene

de bosques sostenibles, y que la pasta de papel no ha sido tratada

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la certificación como producto ecológico por parte de la UE.

La reproducción parcial o total de este libro, mediante

cualquier medio, vulnera derechos reservados. Queda

prohibida toda utilización del mismo sin el permiso previo

y explícito de los editores.

Sinopsis

Javier, el protagonista del relato narra su vida desde la niñez hasta el momento en que es encarcelado.

El texto de los diversos relatos más que desarrollar un argumento es un canto coral de diferentes vidas que se cruzan con el protagonista.

Tras una introducción que pormenoriza la vida entre rejas, mientras procura escribir y leer, tratando solo lo imprescindible a sus compañeros de prisión, se relata la entrada en Madrid de los mal llamados nacionales en 1939. El relato se divide en tres partes bien defi nidas: los avatares de Javier y Mingo, y el encuentro con el miliciano; la segunda transcurre en París adonde Javier llega tras lograr evadirse de la cárcel donde lo habían encerrado por actividades anti-franquistas. Allí se integra en círculos libertarios pacifi stas y de escritores españoles exiliados hasta incorporarse a la redacción de RFI. La tercera parte relata los acontecimientos revolucionarios de Mayo del 68 durante los que conoce a Justine, guerrillera libertaria, que será su amante hasta que, de regreso a Madrid, es de nuevo apresado, juzgado y condenado a cadena perpetua. En su celda escribe los relatos novelados tratados como un deber escolar que le impuso en su momento el maestro libertario. La novela finaliza con la muerte de Carrero Blanco y la esperanza de una vida democrática para el país.

Índice

Sinopsis

Apostillas a insinuaciones o divergencias con incrédulos cordiales

Pacto de sangre

Variantes de compás coral

Apéndice imprevisto

Sobre el autor

A Javier Ortiz, asilvestrado cívico

…un hombre siempre en lucha contra algo

abiertamente y sin miedo,

un hombre generoso y airado,

una inteligencia libre

de malolientes y alicortas ortodoxias

pugnando por domeñar nuestras almas.

George Orwell

Apostillas a insinuaciones o divergencias con incrédulos cordiales

Fuera en la obscuridad, en el frío, en destello de nieve

algo inesperado da testimonio: una sombra

tu doble o alguien que se parece a ti

o que se parecería si estuvieras, vuelve

a desentrañar un fantasma de fuego extinto,

escoria y ceniza y recuperar el ritmo del corazón.

John Burnside,Dunas

La primera mano del manuscrito en trance de lectura fue sometido a severa revisión, pródiga en argucias para evitar fisgoneos de los servicios de información carcelarios; tal celo resulta explicable, si bien, para la versión original, en diversos aspectos peca de exagerado: leídas las primeras páginas la fascinación por el justipreciado «canto coral de diferentes vidas que se cruzan con el protagonista» (sic), tornó, a brinco de renglón, en decepción, por presunta petulancia del letraherido autor: el docto corrector cuestiona la exagerada (resic) participación en la trama de afamados partícipes: Miguel Hernández, Lorca, políticos de la Segunda República Española, el hijo de Lluis Companys, Dani el Rojo o José María Heredia, médico español restaurador de pellejos de envanecidos universitarios radicales en el improvisado hospital escenográfico del Odeón en el convulso 1968 parisiense y algunos más, eminentes o no. A su rígido parecer se trata de desenvueltos tratos de narrador y protagonista con personalidades célebres mermando credibilidad al relato: ¿a quién más falta mencionar en el decurso de un relato carente de hilo argumental y personajes sin suficiente entidad para provocar la empatía de sufridos lectores? Y aún más sigue a lo suyo al insistir en lo que califica de recurso propio de narrador petulante el noventa por ciento de testimonios y eventos descritos. Tales reparos autorizan —a relator y a su doble o alguien parecido a él—, categórico refrendo de veracidad sobre las intervenciones descritas: testimonios fidedignos y hechos acrisolados de la singular urdimbre arbórea del relato injertada de ramificaciones —intromisiones correctoras del manuscrito primigenio destinadas a lectores-coautores osados frente a las variadas perspectivas propuestas. La coautoría narrativa tampoco le sedujo, manifiesta ingratitud con su maestro Ortega y Gasset a lecciones recibidas sobre Leibniz y la omisión del manido recurso retórico en la exposición de los ajetreos del protagonista u otro parecido a él desde la primavera de 1939 hasta la presente hora cero del 20 al 21 de septiembre de 1973, cumplidos dos años y tres meses de condena a treinta impuestos por el Tribunal de (des)Orden Público. Leguleyos subterfugios de la alta(nera) instancia sustentaron veredicto y sumario: asociación ilícita, difusión de propaganda antifranquista, agresión a agentes de la autoridad en manifestación no autorizada, rebelión armada (con banal cortaúñas, embaulado por la propia policía tras violento cacheo, definido en el informe como faca albaceteña), intervenciones públicas, a despecho del Fuero de los Españoles, de un cabecilla libertario de suma peligrosidad (reresic): subrepticia cadena perpetua tras inútil alegato de un abogado defensor de causas perdidas, paradigma de optimista volteriano, crédulo del, por ahora, aleatorio advenimiento de una amnistía impuesta por la anhelada democracia formal, carente de las trapisondas orgánicas de la real gana autocrática presente. Tal infortunio, por ventura, procuró fardaje inapreciable: moratoria idónea para cumplir, con sobrado tiempo laboral para un escribidor fiel al compromiso ingrato de rehabilitar fantasmas de fuego extinto. Tales conjuros, apenas garrapateados, orientaron otra variedad de antimemoria, concordante con la real realidad de «evidencias incuestionables», en la criba de hechos y desechos acontecidos: descontada la pretensión incongruente de intentar solapar un ultrajado pacto de sangre de un cándido joven, embaucado por la facultad ilusiva de su hermano de sangre y conciencia: los hechos descritos, marchitas tres décadas, no pretenden justificar que esta trabazón romántica, en trances de tozuda nostalgia, resurge contumaz sumada a la tentación de mitigar la indignidad de aquel falso héroe en horas de amistad luminosa; recurrente flaqueza depura la disposición absurda de mitigar la deslealtad del hermano de sangre, inductor de la incursión en la buhardilla, hogar de enseñanzas inéditas para ambos, de alimañas tan ciegas de odio como para no reparar en un chaval agazapado en un esquinazo del cuchitril temblando de miedo. Tal traición fraterna y conducta criminal, adversas al carisma y magisterio del mentor libertario, sirvieron para fomentar en Javier la insubordinación, el antimilitarismo, el anticlericalismo y supeditada desobediencia civil refractaria a estabularse con aborregados por las consignas imperialistas del desalmado Centinela de Occidente, aptas para cegados por los camelos despóticos —exentos, cabe subrayar, los treintañeros currantes actuales, aleccionados desde la infancia a catalogar genuinos partidos políticos demócratas en el archivo de dinosaurios del Museo de Historia Natural de la memocracia orgánica de esta Espaguadaña—, ineficaces para reprimir la rebeldía de sus mayores, hartos de extravíos doctrinarios fascistas, defensores de la única filosofía antiestatal propugnada por el genuino mutualismo socialista autárquico, repudio de comunistas de nuevo cuño europeo, remendones del libertarismo intachable.

Persiste la crítica lectura del compañero ilustrado en el coeficiente intelectual del joven protagonista: insólito en personas de su edad (reresic) y su incuestionable aptitud para asimilar en menguadas semanas las enseñanzas del maestro libertario (errequeerre sic), relegando, con notable descuido de lector ilustrado, a jóvenes de parecida edad: Borges, con siete años redactó un ensayo en inglés sobre mitología griega, a la misma edad Rimbaud poetizaba en latín y tantos otros niños precoces: Fitzgerald, Kerouac, Truman Capote, Pasolini, Radiguet, Anna Frank, Rubén Darío escribían, incluso algunos publicaban, entre los siete y los catorce años y el más joven de todos, citando a uno de otro siglo, Lope de Vega, versificaba a los cinco años y seis después sus musas teatralizaron sus primerizas comedias. Análoga precocidad intelectual permitió al joven asimilar las enseñanzas del preceptor, en particular las trapisondas de historiadores a sueldo del sistema agiotista, ucronía destinada a deformar la veracidad fáctica y aplastar cualquier brote de alzamiento de la canalla libertaria (¡!): así lo prueba el rechazo sañudo de la casta militar conquistadora a las propuestas del buen libertario y su sensata, firme y paciente insumisión y adhesión a una ética colectiva destinada a truncar el nefasto materialismo preponderante y presuntos hechos irrealizables, utópicos hasta dejar de serlo como la historia prueba en frecuentes ocasiones. El espabilado joven percibió la falsedad de hechos expuestos por su madre, con o sin mala intención; en la inicial entrega del relato, aporta muestras de su madurez desde la última atardecida en compañía del maestro miliciano el día de su captura.

Las primeras semanas de 1939, trance pomposo de madrileños eufóricos, vitoreando a las tropas rebeldes, atestan su brutal acceso a la madurez y a la de casi todos sus amigos: zagales zarrapastrosos, desmedrados, pelambrera piojosa, hambruna aguzada, jugando entretenidos, sin reparar en riesgos, con espoletas de obuses en campos asolados, trincheras y pedregales, desde la Glorieta de Cuatro Caminos hasta Gaztambide, zona prohibida por intranquilos parientes desobedecidos, tradición obliga, de la devastada Ciudad Universitaria. Centrado en aquellos días el prosador o alguien parecido a él restaura acciones, testimonios personales o impersonales, del comisario de policía José María Charte, su hija Natichu, abuelo y madre de Mingo; la chacha Gertrudis; Rosa, madre penitente del joven; un encelado capitán de infantería y los porteros, esclavos del vecindario del inmueble desde mucho antes de la contienda; Antonio y Brígida, hermanos de Carlos, mentor de Javier y Mingo. Unos y otros participan en las vicisitudes de aquella primavera del 36 hasta el exilio en París del ya consumado hereje cívico libertario avenido a nuevos amigos, compañeros confidentes, incorruptibles héroes solitarios con moral cívica ejemplar: Julián Antonio Ramírez, Adelita del Campo, Montxo Goicoechea, Justine, Severo Sarduy y José Miguel Ullán, entre otros no menos preciados, con quienes se comportó de forma amistosa indebida, constreñido por exigencias apremiantes e inexcusables del caduco mundo opresor vigente: imposición de una convivencia antagónica a la palabra libertad, carente de sentido, innecesaria en futuros diccionarios de un pueblo universal libre, objetor de falacias sobre la irracionalidad de la utopía libertaria. Para aquellos que con fortuna, trivial acaso, nacen temerarios carece de mérito respaldar ideales irrealizables para la propaganda de la vergonzante actualidad franquista: tachar a libertarios cívicos de anacrónicos, estúpidos soñadores, bobos utópicos o locos éticos fortalece la ineludible convivencia sin Dios, ni César, ni perros de presa en una futura humanidad justa, solidaria con los parias de la tierra, por fin atendidos como merecen. La venidera humanidad justa barrerá trujamanes, proficientes magnates en funciones de esta memocracia franquista u otras semejantes que habelas ahilas y aún más temerarias que las meigas míticas.

El texto precedente —despachado el 25 de septiembre de 1973—, acabados los deberes encargados por Carlos, desarma reparos y permite al lector cómplice aceptar diversos pormenores en la primera mano del relato: ¿trampantojo biográfico, cuento, crónica, folletín, farsa, ensayo, memoria histórica, libelo o tentativa incauta de concertar géneros? Respondan propuestas de versados analistas, si bien en la intimidad de la lectura, sumisos o zoilos, nunca exigen en pecadora ignorancia resoluta averiguar si los hechos pudieron haber sucedido o sucedieron: la narrado es lo narrado, es lo narrado, es lo narrado reiterando la pervertida rosa lírica.

Las intervenciones accesorias, connotaciones al margen de lo escrito, concuerdan rigurosamente, cansina reiteración, con la veracidad de testimonios, eventos, propósitos y lances raros de inflexible realidad, como más o menos, en compañía de amigos o colegas, afamados o no, del narrador o alguien parecido a él. Si prolijos se aprecian, «hasta el punto de restar credibilidad al relato», deploramos suspicacias, comprensibles mas inaceptables, sobre vicisitudes y coloquios descritos.

Aguardando pronta edición queda a disposición de solicitantes decentes, eso sí, con imprescindible cautela, dada por sentada o pie firme una voz indivisa segura servidora estrechando manos de pacientes pasafolios.

Pacto de sangre

De todas las historias de la historia

la más triste sin duda es la de España

porque termina mal.

Gil de Biedma

Insistentes golpetazos desvelan al joven ensoñado en manoseados tebeos. Al otro lado de la ventana de la cocina, en la cubierta de la fresquera, un avechucho, extraviado de bandada, enredado en la cuerda del tendedero, pretende destrabarse con desesperadas cabriolas. De una zancada se acerca a la ventana para embrollar aún más las hiladas de cáñamo y ceñir el improvisado cepo. El animal parece exhausto, craso error de apreciación: la aparente prosternación deviene súbita saña. Sin poder evitar los picotazos opta por tensar más la cuerda y de inmediato, con ánimo y resuello desquiciados, corre al pasillo, abre la puerta de entrada del piso y trepa a trompicones hasta el piso de Mingo, admirado camarada de correrías; puño trémulo, mirada arrebatada evita deparar en el encrespado volátil, sin oprimir en demasía su blanca pechera y sombría tonalidad en el sobrante de hechura y pata anillada. Con inusitado coraje, aspaventada su sombra, ha subido los ciento veintisiete escalones de pesadilla desde su piso, a escasos metros de la techumbre sucia del chiscón de la portería. El perímetro escalonado abarca un hueco antaño diseñado por arquitecto decidido a instalar un ascensor; en su base, la claraboya, revestida con metálico entramado de seguridad, impide pretensiones suicidas, amparando, a la vez, las crismas de los porteros, señor Antonio, alistado en las Milicias de Vigilancia de Retaguardia y Seña Brígida, su compañera, freganchina de tierna infancia a madurez dichosa gracias a la proclamación de la República, a cuya gracia debe la obtención de licencia municipal de conductora de tranvía, a costa de muchas horas de práctica y asiduos estudios y, por demás, alistada en el batallón femenino «Largo Caballero», de milicianas anarquistas. Bofe sofocado, el joven plantado ante la puerta del piso del camarada de correrías, procura sosegar arrestos, hasta decidirse a golpearla —por fin llega el anhelado instante de protagonizar un lance propio de redundantes ensoñaciones, ajenas a la grosera realidad, inaceptables para quien la intrepidez fomenta correrías y heroicidades en historietas a setenta y cinco céntimos el cuadernillo—. La comezón de madera en los nudillos y el taconeo de las madreñas de Gertrudis desbaratan de golpe amaños visionarios.

—Ya va, ya va, miudiño. Válgame Deu Santo traballos tantos y priesas chiflás…, como si nosa no tuviera otra coixa que camiñar y ferrar portas… pechar y abrir… ferrar… ¡non puovo mais… recoile!

Descorrido el fechillo en un tris no provoca el derrumbe de la renqueante mujer; embarullado en su falda recrimina:

—¡Mingo… Mingo! ¡Acabáramos…! ¡Suelta, Gertru, ya está bien!

Logra zafarse de la estupefacta mujerona, a punto de hocicar el entarimado del pasillo, con pujante envión. En la cocina, Mingo, concentrado en recortables de soldados napoleónicos recién engrudados, evita el rempujón del camarada de chiripa.

—¡Isto no pue seguir axiña, téñote dito e redito que vías o camiñas, neno! —exclama, mientras intenta aliviar repentina comezón en las ingles alzando y bajando las extremidades hasta reparar en el volteo de plumajes ante sus ojos.

—¡Muchá! ¿De dónde sacas esta birria? —pregunta Mingo asombrado.

Javier esboza gesto de modestia ante el amigo examinando con interés al posible aprendiz de halcón desplumado, exhausto, resignado a lóbrego destino.

—Será un halcón despistado… digo yo… algo así… yo qué sé…

Mingo, ínclito perito en tientos y vuelos, desde la caza con tirador o lumbre hasta la de liga, sujeta con firmeza al avechucho.

—¡Qué tramojo, ni arrejaque, ni halcón de narices! Semeja, gota de agua a otra, al cuervo báltico, variedad migratoria raras veces vista aquí tras recorrer miles de kilómetros. Pero antes de catalogar especie y procedencia, lo primero será frenar arrechuchos cualquier amago de forcejeo. Mira, voy a doblar su cuello, apenas unos segundos, dando tiempo al arrebato de sangre en la sesera y se hunda en definitivo síncope. ¿Entiendes o no? Así, sin ningún temor… hombre… no es tan peliagudo, coco de chorlito…

—Así lo mandarás al otro mundo…, por favor… sé más cuidadoso con este pobre pájaro perdido… —suspende la frase a tiempo para entregarse a tejer la pertinente urdimbre novelera: paseando por el descampado donde juegan al fútbol, si los obuses dan respiro a las sirenas de alarma, el bicho descendió en inesperado picado, decidido a destrozarle la sesera, y lo hubiera conseguido a no ser gracias a un inesperado tropezón con un cascote frustrando el contraataque o algo más convincente… deberá pensarlo con calma…

—Olvida reparos de mojigato; si no has acabado con él antes no la va a palmar ahora. Los pajarrucos de cualquier linaje, apenas anidados, aprenden a subsistir contra vientos y tempestades de todo tipo. Algún día compartiré contigo estudios de tácticas aladas que, gracias al tío Antoñico, el esparraguero, me han servido de mucho en el trato con especies volátiles. Centra tu atención en mi manejo. Pronto quedará como un pasmarote, pasmazote diría, muy pasmado o zote, para dejarse atrapar por alguien hecho a su imagen y semejanza. Y ¡ojo al parche! este no es el único método, cuento con otro, aprendido de mi tío: el letargo hipnótico, pero para tener éxito hace falta seguir cursos de especialización liosos, sobre todo si se trata de aves sin don de concentración; el afán de cotillear puede con ellas, pasan las horas muertas con un ojo mirando aquí y el otro allá —alega Mingo, profesoral, sin inmutarse, remedando la jerga ilustrada del tío granjero, poeta rousseauniano, retestinado erudito muy simpático. Javier, con escozores en el brazo, se empapa de la vastedad de conocimientos, de la destreza del amigo, maestro en variadas artes y lances de excitantes aventuras en selvas exploradas por aguerridos titanes; no por azar le sobrepasa de meollo a pies desde la cima de tres años de abismal diferencia de edad, dignidad y gobierno, rediviva estampa de observador magnánimo de la caterva de animales chapuceros, absurdos e inconscientes, humanos o no; un intransigente individualista no necesita conocimientos o asistencia para cebar un ego voraz y diversas innumerables complacencias personales: ser y llegar siempre el primero en todo, así corresponde a simpar macho arrogante entre sus pares o, casi siempre, dispares siervos; hasta sus andares marchosos y desastrado porte segregan independencia y elegancia sutil de un fuera de lo trillado; rostro ufano, ojos desorbitados de fatuidad, labios contraídos habituados a mascullar palabras hueras y huecas para fascinar al espectador; alevín de futuro intelectual, decidido a patear a quien repruebe sus firmes convicciones, afanado en asentar sus reales caprichos en la realidad cotidiana o en la nada real, fascinante, de cuentos y tebeos; en verdad, obviando disparidades temperamentales, en la lectura comparten ensueños, fantasías y quimeras portentosas. Mingo ignora la duda, incertidumbre propia de adolescente, y no se siente solo ni incomprendido. Su primordial ahínco cotidiano consiste en fantasear, desgajar la vida del manso marco doméstico con hechos e ideas de la biblioteca de su tío. Se identifica con personajes señeros de La isla del tesoro, Las aventuras de Huckleberry Finn, David Copperfield, Oliver Twist, El Señor de Ballantrae, Los tres mosqueteros y El Quijote y hasta de obras prohibidas por la familia, leídas cuando nadie puede reconvenirle, como Madame Bovary y Ana Karenina, sus predilectas, junto a Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov, Guerra y paz y Cumbres borrascosas, cuyas sugerencias le traen a mal traer, recurrir al diccionario o pasar horas en busca de una explicación. Absorto en la lectura se siente cada vez más a la altura del abuso pedante del tío y contribuye a practicar el esfuerzo ínsito en la fascinación de la ignorancia. Irrita no captar el significado de la palabra, enemistada con su caletre, en el texto; en tales ocasiones siente la tentación de abandonar, aunque obcecación no falta hasta asimilar términos enigmáticos o frases retestinadas. Se apropia de la emoción, del éxtasis procurado por la capacidad de fabulación de los escritores, la ausencia del mundo y del tiempo cautivado por un relato, conmovido ante infortunios o heroicidades de personajes, en los que se ve retratado hasta extraviar su identidad. En la percepción de la realidad doméstica carece de relevancia si las vivencias leídas son suyas o no, solo la fe y la pasión cuentan para acceder a lo imprevisible, excitante y arriesgado: la pérdida de sentido de una frase en un episodio enigmático no importa si acaba comprendiendo todo en las subsiguientes. Se sirve de lo imaginario para asombrar a oyentes expectantes de sus fantasías bizarras u otros delirios, elaborados con emoción patriótica, convencido de la ramplonería de la otra orilla del río de la vida, empobrecedora de su estar y sentir. Javier comparte con él adicciones, hasta el punto de ansiar ser calco del modelo: tiene la suerte de conocer y merecer la amistad de un ser excepcional, acompasarse a su esencia para que cualquier mirada o gesto desprendan luz y fervor. En su magín cuenta en demasía la pretensión de hacerse admirar a su semejanza, realzando la imagen para sentirse orgulloso de vivir: soñar, soñar, soñar y nunca despertar, es su lema y escribir su vocación firme: con el empuje del talento fabulador logrará atraer el interés de todos, sobre todo del amigo eliminando miradas por encima del hombro, dolorosas más incapaces de menoscabar sentimientos fraternales hasta el fin de los tiempos. La amistad perfecta se funda en la admiración compartida, en valiosa relación espiritual, a proteger uña y carne, con el entrañable compañero vitalicio. Solo una referencia sentimental distancia y mortifica: Purita, jovencita pecosa, rubia con ojos azul claro, casi transparente, hábil y coqueta a sus gráciles doce añitos para no mostrarse dispuesta a manifestar preferencia por ningún admirador de su belleza, si bien a veces resulte más dicharachera con uno u otro, suscitando sentimientos incompatibles con la amistad ejemplar. Purita, con cierta indiferencia complaciente, procura acrecentar los celos de su pródiga ristra de enamorados, Mingo y Javier en cabeza.

—Si es tan cotilla como los demás pájaros, qué será lo que habrá visto en su recorrido de miles y miles de kilómetros. ¿Nadie le impuso dejar el aire de la tierra donde nació y dar media vuelta al mundo?

—Mi tío cree en la igualdad, más o menos, de todas las especies en sus hábitos. Y si el hombre se largó de regiones muy frías fue por intuir el calor de otras menos inhóspitas para vivir. Así que este bicho raro se largó del viento fresco del Norte para aprovechar el calorcillo de Madrid. ¿Nunca oíste hablar del instinto? Este bicho, como todo lo relacionado con la naturaleza, piedras y plantas inclusive, dispone de su propia forma de pensar.

—Vamos, que se huelen las cosas, vienes a decir.

—Eso es, justo, el instinto: olerse las cosas sin conocerlas, lo que a tantos hombres excepcionales empuja a descubrir o inventar la intemerata, impensable para otros con menos sensibilidad para olfatear suposiciones. Das en el clavo con tu forma de entender el instinto y chitón hasta mejor ocasión y encarar ahora tu estado. ¿No ves que estás hecho un cristo? Anda, vamos a remediar el desaguisado, aunque no sea posible conseguirlo del todo. Yo que tú estaría pensando cómo soltar a mi madre este mapa de arañazos si no quieres se lleve un susto de aúpa seguido de tremolina y guantazo al canto. Pero eso corre por tu cuenta y por la nuestra intentar cuidarte lo mejor posible. A ver si Gertru me asiste y acertamos a disimular los uñetazos de ese tramojo o cuervo báltico de mal agüero.

Gertrudis, atenta al coloquio, recuperada del brote de soponcio por la embestida de Javier, no aparta los ojos del pajarraco, en aparente estado de catalepsia, con el cuello casi retorcido sobre la mesa. Se dispone a soportar con paciencia habitual las ensoñaciones de su Minguito del alma, adorado a ciegas, por encima de todas las cosas humildes, domésticas, presentes en el día a día de una vida soportada con inocencia incurable.

—Vamos Gertru, calma, no pasa nada, hija del alma mía, y deja de mirar al bicho que no hace sino reposar; no ves los latidos de su respiradero. Anda, ocúpate de curar a este desgraciado con tus amaños. No me faltes por tan poca cosa… y a curarlo en salud, mujer.

Gertrudis, amohinada, revisa huellas de picotazos en mano y brazos, persignándose repetidas veces mientras farfulla extrañas jaculatorias. En su aprecio íntimo cualquier instante junto a su Mingo del alma es sublime, pasión absorbente a quien en raras ocasiones se muestra amable con ella, lacerante, eso sí, casi siempre. Los rasguños a la vista, además de una ofrenda más a su devota entrega a la familia adoptiva, trasladan a su infancia miserable en relegadas tierras gallegas: en deplorable estado físico, piel recubierta de llagas y escrofulosis, la encontraron acurrucada en la cuneta de una carretera comarcal. Ni hablaba ni lloraba, rendida al sufrimiento. Nadie pudo saber de dónde procedía, ni de la muerte de su madre tuberculosa, ni del padrastro arrojándola como un trasto inservible al borde de la carretera. El Comisario Jefe de La Coruña, días antes de ser ascendido a Director General de Seguridad en Madrid, compadecido, decidió adoptarla. A partir de entonces fue feliz en servidumbre, atareada en el trajín más sufrido de la casa, sin otra retribución que el displicente afecto de sus amos. A ellos agradece haberla hecho sierva del Señor, bautizándola el día de Santa Gertrudis, en la Capilla de San Antón, sede entregada a bendecir a animales domésticos el día de la celebración del santo, y, por si fuera poco gozo, en este hogar cuenta con más de lo imprescindible: trajes, ropa interior, zapatos usados, lecho de calentita borra, alimentos, y, sin merecerlo, sin pertenecer a la familia, percibe cierto apego a su persona; eso basta y sobra para agradecer la acogida en hogar tan notable y piadoso. Su agradecimiento apremia, en este momento, a entregarse sin rechistar a cuidados sanitarios para no defraudar las expectativas de su bien amado: cuando Mingo se acuesta, rememora cuentos oídos de labios maternos al calorcillo del horno de la cocina, protagonizados por las inevitables cinco meigas de la Santa Compaña portadoras de la cruz, el estandarte, la olla con agua bendita, el farol y la campanilla para adueñarse de desgraciadas almas perdidas.

—¡Pobriño! ¡Meu poi!, ¡moi mal! ¡Qué cego! Acabaréis tamen con meu facendomeis estas cosas…, y con desobedencia axiña. ¡Qué puovo facer con vosos! ¿No sabéis me tientan soponcios ca vex se os pira la cabeixa, malmandaos?… Non credo meritar trato ansína, qué mal he feicho paquel Apóstol Santiago Matamoros, aquí e acolá, me cargue con esta cruz, jolín de jolindrajos… Vergoña podería daros… —Gertru se expresa a menudo, más aún nerviosa, en jerga castellana salpicada de modismos de su idioma natal con dejes madrileños.

Mingo impone silencio llevando el dedo índice a los labios. Trastoca la vehemencia en virtud sobre todo en su trato con Gertrudis y Javier, dominados por explicable fascinación a su persona, algo connatural a idiosincrasia de héroe de fábula, acrisolada con patrañas lectoras ajustadas a una veracidad de eficacia dudosa, dada la circunspección de fieles concurrentes a su circo personal. Sin inmutarse, imperturbable voz pausada, impone:

—¡Chanta la mui, córcholis! Si despierta abuelo se arma la de Dios es Cristo. Haz lo que puedas sin más quejíos, el tiempo corre como rabo de lagartija. Verás, si por mala follá se trata de una especie de ave venenosa déjame chupar la ponzoña. Anda, trae el botiquín y a ver si salimos, de una vez por todas, de esta carajera que ya está bien, jolín. Y tú, macho, no te rajes. No queda otra si no quieres hincar el pico, colmo de estupidez —recalca con tono impostado a estricto énfasis, mientras Gertrudis se va con la premura permitida por su robusta anatomía. Mingo se entrega a chupetear arañazos escupiendo fantaseada ponzoña. A trascartón se ve obligado a contar con una mesa quirúrgica, la de la cocina, y el apoyo de su enfermera personal, probado tras señalados lances bélicos callejeros, frecuentes pedreas con adversarios de barrios colindantes, o en enconados partidos de fútbol sobre suelo pedregoso de machacados solares por los obuses.

Mientras vuelve Gertrudis el pájaro yace inane en la mesa de la cocina, alas y patas atadas a cordel y gaznate colgante, modelo real de bodegón. Mingo saca de la despensa una de las pajareras vacías de los canarios criados por el abuelo e introduce en ella al avechucho con muestras de inminente despabilo.

Javier entorna párpados, protegido por temor congénito, intentando sofocar un regüeldo de acíbar y un amago de calma dichosa en la piel. La delicada tibieza de los labios del amigo y la de su mano transmiten confianza a malparados ánimos. Placer y dolor aglutinados hasta llegar en volandas al fregadero y sentir el repelús frío de agua en el cogote. Gertrudis destapa el botiquín casero de urgencia, rezongando atávicos kiries de su rosario cotidiano. La quemazón del alcohol en la piel atrae chispas multicolores y excita su querencia a pasmarse; la oscuridad siempre le depara acogida inefable, paraje forzoso para no ofrecer resistencia alguna a la inexistencia; de súbito, el trance sanitario torna en premonición sombría, vértigo de vacío, alivio final de síncope.

—¡Que si quieres! Se vuelve a pirar el muy mojigato, de redaños nanay de la china. Flojeras, gallina meada, se diría suda buena turca. Contempla ese rostro de borrachera feliz cuando se da un garbeo por los jardines de su paraíso. ¡Quién sabe qué será de este saco de huesos cuando vaya a pechar con aprietos en su momento… sí, porque ahora me toca la garambaina, pero no estaré presente siempre para sacarle de apuros! Sujétalo, Gertru, no vaya a mocharse, es muy capaz de seguir en babia hasta el fin de los siglos.

—No digas eso, miguiño, seu corazón está afogado, pobriño menino, si queda ansína, alelao a morte ¡morta de tristeixa seré! —arriesga Gertrudis percibiendo efluvios de oscuridad irreprimibles en su tiovivo físico, desenfrenado desde la pelleja de las sienes hasta la nuez del hipotálamo: el fregadero se bambolea, arquea el aluminio, asciende y desciende de techo a suelo, de una a otras paredes a punto de desvanecerse. Mingo, fiel a sus hábitos, irritado ante flaquezas propias de una deplorable condición humana, no acepta la inminente y al parecer insoslayable irresponsabilidad de la mucama. Sin dudar un segundo, habitual en seres avezados en lides desatinadas, frena el arrebato con un enérgico torniscón en uno de los pechos, calambrazo practicado en ocasiones como esta para frenar el impulso de Gertrudis a compartir con Javier moradas alunadas.

—Gertru, no me la juegues, jolín, que ahora no estoy para jugar a Roberto Alcazar… caraxo, mantén la cabeza en su sitio mientras alivio su nuca con otro chorro de agua fría. No te muevas un pelo hasta que abra los ojos. Entonces lo mejor será dejarle recuperar el aliento normal, ahora hecho un asquito —dispone. Gertrudis a su pesar acepta la súplica del jovencito sometida a sus caprichos hasta el Juicio Final.

Acomodan al joven alelado, rictus de ángel caído y desalado. Gertrudis intenta aliviarse con dificultad del peso y cuando lo consigue suspira derrumbando su ampuloso bullarengue en otra silla. Mingo humedece dos servilletas y las ciñe a las frentes de ambos, abofeteando sus mejillas a placer, sobrado de energía y capacidad para arrostrar penalidades, pues, sin duda alguna, su primordial cometido consiste en encarar las tarascadas sañudas de fieras, naturales o quiméricas, acordes a su reputación de adalid de mesnadas barriobajeras.

—¡Vamos, hombre, bueno está lo bueno…, al cuerno niñerías de una puñetera vez…! Aquí permanece sin inmutarse esta pajolera tierra de peatones mortales hasta la coronilla de tus desmadejamientos. Lo humano, hasta lo divino, me cuesta soportar tus endebleces; no eres tan niño. Venga chaval, ningún orangután te ha espachurrado la sesera. ¿Me oyes o prefieres seguir plantado en Babia, mollejón? Te estoy hablando, so merluzo, por primera y última vez. ¿Vas a volver? ¿Sí o no? ¿No sabes quién soy, morueco fofo? ¡Vamos anda! —alza la mano, con intenciones inequívocas, aventurando una reacción positiva. La amenaza no surte efecto: con nervios punzantes, teme se consume la siesta familiar y la aparición del abuelo en busca de la cotidiana borra de té recalentada; opta por la acción directa, abofetea al amigo hasta despertar una leve reacción: Javier, como Gertrudis antes, vuelve en sí. Mingo asiste irónico y despreciativo, desde su pedestal de facundo boceras.

—¡Ya era hora, chavea! Nos has dejado con boca abierta y tragadero pasmao; guerreaste tal digno javato hasta trincar a esta bestia alada y ¡paf! vas y te postras en porca miseria por desinfectarte arañazos de baja estofa. ¡Pon más pellejo en el asadero y manda a la carbonera melindres de pacotilla! Debes hacer más ejercicio, más gimnasia, más futbol. Hazme caso, de lo contrario acabarás en un sanatorio para tuberculosos o lo que es peor, como dice mi abuelo cuando raramente me da por holgazanear, en un convento de chicha frailuna y cansino morir habemus en tragadero de mañana a noche —habla calcando entonación y expresiones de su abuelo. Está habituado a leerse encarnando gestas colosales del Guerrero del Antifaz, personaje dilecto, adoptando a su piel las más gloriosas contra la morería invasora; presente o pretérito, sin menoscabo de un futuro esbozado con precisión, suma a sus sueños de ensueños despiertos: a lomos de blancos corceles interviene en batallas y victorias contra mesnadas de sarracenos impíos gracias a su audacia e insolente coraje. Sabe desplazarse desde la realidad novelada a lo inverosímil privativo de sus elucubraciones. Sostiene, sin titubear, solo un bobo de baba puede confundir la soez realidad de lo cotidiano con la fantasía electrizante de quienes, a pesar de lo imposible presente, inventan el futuro. Para vencer el aburrimiento perfila su filosofía rindiendo tributo de admiración a Verne sin descartar fábulas de la Galicia natal de Gertru, empañadas de niebla, cortejos sombríos y turbadores bosques poblados de espeluznantes meigas, rendidas a domeñar las almas del primer pelafustán desorientado.

—¡Madre mía dos traballadoiros, ora por nobis! ¡Pobriño, pobriño meo! —resuena la voz apenada de Gertrudis.

—Para lo que me sirves más vale darte el piro cuanto antes. ¡Lárgate a lo tuyo y olvídanos que te pirra más un melodrama que pan con chocolate! —exclama desestimando la entrega de la mucama, dispuesta a obedecer sin rechistar, por respeto debido a sus amos; si ahora no se comporta con ellos como debe nunca se lo perdonarán.

—Agora, escoita, teño que despertar a señora de la sestiña… si no, será mea la culpa de to, coma outras vexes… ¿Me pescas?

—¡Qué va, meona miudiña!, eres muy enrevesá. Baja la voz; si despierta mamá o abuelo a la fuerza ni te cuento lo bien que vamos a pasar la tarde.

—Ya es hora de chamarlos, si non…

—¡Que plomaza! Déjame en paz. Si te necesito vienes y santas pascuas; de verdad fetén, de sobra sabes que nunca falto a mi palabra. A lo hecho pecho, anda, dame un beso y a tus cosas…

El rostro de Gertrudis, iluminado por inesperado beso, vuelve a sus trajines magín atiborrado de angustia. A sus espaldas, cara a cara, ambos camaradas de fatigas: uno pálido, en trance de recobrar el ánimo, inquisitorial el otro. La victoriosa jornada madrileña empieza a atardecer si bien no calma la desaforada alegría de la población, horas antes desafinando himnos triunfales, sumisa y lisonjera con las pechisacadas legiones victoriosas repartiendo vituallas.

—¿Cómo vas, chico? ¡Ojo! No estoy para tragar bolas, ni ojos de besugo recién trincado o de chupacirios con mofletes de sandío.

—¿Qué me ha pasado?

—¡Vaya, ahora toca hacerte el longuis con chuminadas! ¡Nos conocemos, chavea… no me la das con queso! Solo tontos de culo calvo se sirven del soponcio con mano maestra; no pasa de añagaza de incapaces para plantar cara a momentos duros de la realidad. ¿Qué temes? Aquí sigue tu leal hermano de sangre. ¿Es posible necesitar algo más? Y ahora, si a señoría place, vomite ese algo repulsivo a juzgar por el buche de becerro recién apuntillado, vamos, no sigas dejándome en ascuas.

Javier no acierta a entender el aprieto onírico. Con visible esfuerzo de concentración entorna los párpados intentando recuperar confusas vivencias: cree haber evitado un choque, con no acierta a saber qué, en un lugar estremecedor, inhabitado, silente, sin sustancia ni personas identificables, sin límites ni posibilidades de defensa o huida; un espacio fuera del mundo, hermético: a veces parecía volver en sí y una oscuridad viscosa impedía desvelarse y escapar de un empedrado resbaloso, sin posibilidad de dar un paso. Sumido en intolerante sopor sufrió una quemazón seca en la garganta, resabio amargo desconocido, hasta, con esfuerzo insólito, conseguir gritar, gritar y gritar hasta lograr esfumar la neblina viscosa, al fin:

—Gritaba y nadie oía, ni yo mismo… los gritos retumbaban en mí sin poder advertir a nadie; a pesar de todo seguía gritando con todas mis fuerzas. Si no me daba por vencido, pensé, acabaría despertando y escapando de aquel horrible lugar sin vida. Estuve a punto, no cabe otra explicación, de estar a punto de ser tragado por una oscuridad animal. Si la muerte fuera comestible tendría el gusto raro, parecido a la amargura…, una mezcla de amargura y miedo…

—¡Amos anda, plumífero de baja estofa! Claro que no gritabas. Abrías la boca, hasta casi desencajarla, dispuesta, no digo nada en contra, para un grito más bien mudo porque tu gaznate sonar, sonar no sonaba ni pizca, al menos para el oído espabilao de un menda, su seguro servidor. Vamos, hombre, borrón y cuenta nueva que ahora estás vivito y coleando. ¿Te haces una leve idea del mal trago que nos hiciste pasar a Gertru y a mí? Menos mal que no nos faltan redaños para soportar putadas —expresa envidioso del compinche, a lo mejor recién regresado del reino de los muertos.

Gertrudis, sin perder palabra, se acerca suspirando, posa una mano en la frente de Javier y, al fin, tranquilizada revuelve su pelo antes de volver a ajetreos de mujer invisible, con corazón maltrecho y remordimiento por plegarse a los antojos del ingobernable Mingo. Su alejamiento permite a los jóvenes dialogar sin intrusiones inoportunas.

—No me lleves la contra, tus mofletes no dejan creer otra cosa. Vamos, so mastuerzo, al grano sin triquiñuelas. Suelta tu parida, pero, sé escueto, sin adornos de tus fantasías chinas sobadas.

Javier respira hondo mientras zurra el magín ensamblando un relato verosímil para tan avisado interlocutor. No va a repetir los gazapos de otras veces, coreados con descaradas muestras de cachondeo de su crítico más hábil: gracias a su buen olfato lector aprende a ser cada vez más eficaz, más puntilloso para obtener un mínimo viso de realidad en sus apuntes novelescos:

—¿A cambio de qué? —con hábil pesquis se concede frágil tregua, respirar y cavilar más a fondo intríngulis de trola vistosa y digna.

—¿A cambio de qué?… a cambio de lo que guardo en mi coco… —presume Mingo, con aire de personajillo espectador en primera fila de un hecho insólito refractario a inflar los hechos como acostumbra. Dejará al compi escritorzuelo con la boca abierta—. Sí, no te escames… ¿A cambio de qué?, ¡mira por dónde!, pues de algo fuera de quicio, presenciado anoche. Puedes o no creerme, pero te lo juro por Dios bendito, no intentaré plagiar tus presumidas trolas. Te confiaré lo visto, sin adornos ni afeites de escritores fatuos como alguno muy cercano. Prometo decir la verdad y solo la verdad y a tu leal saber y entender decidirás si es vulgar patraña o no. Y no exageró ni un pelo —expresa la convicción de quien expone una realidad irrebatible.

Javier, al tanto de sus artimañas, queda convencido. En ocasiones, entregados a fantasear cualquier hecho histórico, pactan tácitamente olvidarse de sí mismos para entrar en la piel desnuda de los personajes; la convención lúdica les dura mientras la fábula deje de dar más de sí, y, con harta decepción, se ven obligados a regresar a la vulgar rutina hogareña. Día tras día intercambian el afán de encarnarse en uno de los Cuatro Mosqueteros, Roberto Alcazar, Pedrín, el Guerrero del Antifaz, único paladín que Mingo no cede nunca, Napoleón, don Quijote, Sancho, Tom Sawyer y hasta Franco, José Antonio Primo de Rivera y los generales de uno y otro bando de la guerra incivil. En esta ocasión, alejada de su teatro íntimo, la actitud y argumentos del amigo se contraponen a habituales propuestas lúdicas de un Mingo en esta ocasión privado de fantasías trilladas. De todas formas, sin razón ni atisbo de aprieto, le pone de nuevo a prueba:

—¡No me digas! Chico, sé al dedillo tus embelecos y chanchullos. ¡Amos anda! Resulta que vives en presente y moliente tus cataplasmas mentales. ¡A otro chucho con ese collar! —exclama farisaico, convencido de sobra de la sinceridad del amigo.

Mingo sopesa la habitual curiosidad del amigo y como no necesita mentir debe acabar de una vez con sus tiquismiquis. Le apremia la impaciencia por compartir los pormenores extraños de lo observado la noche precedente, a través de la mirilla de la puerta de entrada, frente al rellano de su piso.

—Lo juro por mi padre… Nada de mentirijillas de tres al cuarto. Te vas a quedar de una pieza… si me dejas hablar de una vez…

Javier no necesita más pruebas de buena fe.

—De acuerdo…, me incordiaré y mucho si faltas a tu palabra…

—No des más vueltas y vamos de una vez al grano. Te toca a ti primero.

La aguja del reloj apunta la hora de la verdad. El aliento fabulador hoy está maltrecho y no queda otra que declararse derrotado:

—¿Por qué no empiezas tú? Mira, después del mal rato pasado no tengo ganas de mentir, ni de jugar, ni nada de nada. Prefiero escuchar para no hacerte perder más tiempo. Eres formal esta vez, basta con mirarte a los ojos… Lo mío es el cantar de siempre con infundios de cazador de aves incautas. Seré franco, ni más ni menos: el pájaro se enredó solito en el tendedor de la ropa y fue relativamente fácil atraparlo. Lo dicho, dicho está y otra vez será…

Mingo observa malicioso el rostro inquieto del amigo.

—Vamos, macho, no hay mal que valga imperdonable —se expresa con franca complacencia—. También seré franco, con una condición: no dirás ni pío a nadie de lo contado sin novelerías o sueños más o menos plastas, con perdón. Ni la imaginación, ni los sueños pueden desquiciar un hecho real y juro por mi honor, decir la verdad y solo la verdad.

La atardecida empieza a atenuar la luz y el himno de la Falange, proscrito cuarenta y ocho horas antes, ensordece en aparatos de radio del vecindario. ¡Cómo puede darse un cambiazo tan morrocotudo!

Mingo, en penumbra, consumado histrión, imposta el tono de voz:

—Ojo al parche… anoche, a punto de quedarme tieso, llegó hasta mi dormitorio algo así como unos sordos crujidos, al parecer de la puerta de entrada de la casa, supongo imperceptibles para oídos poco aguzados. Mi abuelo roncaba como siempre. De puntillas me acerqué a la puerta. A través de la mirilla apenas podía entrever la luz del chiscón de los porteros. Oí ruido de pisadas en la planta de las buhardillas. De repente, en el descansillo de la escalera, la luz de una vela aclaró el perímetro a la vista; gracias a ella alcancé a ver el rostro contraído de la Brígida, con claro rictus de dolor. Parecía atemorizada meneando la cabeza de un lado a otro como si el diablo la persiguiera. Zarandeaba las caderas, parecía derrengada, subía los escalones, con sigilo. En el primer recodo perdí su pista. La oscuridad no dejaba seguir fisgoneando, pero, no sé por qué, sospeché que algo pasaría de un momento a otro. Mantuve la vigilancia un buen rato, y, en efecto, volvió a aparecer la Brígida, bajaba a trancas y barrancas, una mano apretando la cadera y resbalando por el pasamanos la otra; me llegaban sus jadeos mal reprimidos, desplazaba las zapatillas como si pisara huevos, hasta desvencijarse en el último escalón del descansillo de mi piso. Segundos después, el Antonio entró en escena, la agarró del brazo, la incorporó sin mucho miramiento, y de nuevo los pedí de vista. Tras otro silencio, tan pelmazo en los párpados tentados por el sueño, volvieron. Cargaban una especie de angarilla cubierta con una manta. Antes de su llegada al piso de arriba me sorprendió distinguir un bulto blanco, algo parecido a una momia y no me tomes por exagerado. Se detuvieron para cubrir el bulto y continuaron con morosidad, como si la carga pesara un quintal. Ya fuera de la mirilla pronto escuché pisadas en la planta alta. Me senté en el suelo esperando, pero no debían tener prisa. Esperé y esperé, frotando los ojos, pero, ¡que si quieres!, era demasiado tarde, y un palo de cansancio me dejó tronco. Desperté casi al amanecer, con las cachas hechas cisco, contrariado por no haber podido seguir siento testigo de algo nada vulgar y corriente. Desde la buhardilla, silencio total, ni el más leve crujido. Volví a la cama, con la cabeza dando vueltas, tratando de aclararme sin mucho éxito porque llegué a pensar había sido testigo de un crimen; así de forzada mi pobre chola, seguí dando vueltas a lo visto a tres palmos de mis narices. Así me ves ahora hecho una birria… muerto de sueño.

El relato azuza la curiosidad de Javier, sobre todo por la supuesta momia de Mingo…

—¿Habrán escachifollao a alguien? —pregunta no muy atinada porque en realidad, diga lo que diga la vecindad, los porteros siempre se han mostrado cariñosos y hasta compasivos con él. No olvida el día en ayuno, poco antes de su turno en la cola de la panadería. Al regresar a casa, la Brígida desayunaba y el marido, ante el ventanillo de la portería, al ver la bolsa del pan vacía, le ofreció una taza de chocolate y una rebanada de pan con margarina y mermelada, un tesoro inapreciable, vaya usted a saber cómo lo conseguían; serían estraperlistas, eso explicaría el bulto en la angarilla. Y aún más, aquel día antes de volver al piso, le dieron un chusco y una lata de leche condensada, desprendimiento solo posible para algunos privilegiados en aquellos días de penuria extrema, incluso ahora, terminada la guerra. Su madre, indignada, quiso obligarlo a devolver la dádiva; suplicó hasta obligarla a ceder y así, gracias a los porteros rojos, llevaron algo sólido al vientre en días cargantes de engrudadas gachas, lentejas rellenas de gusanos, repollo, con suerte, o sopas de ajo desaboridas. La generosidad de los porteros avala la eventualidad del estraperlo: la momia, cubierta por la manta, tapaba productos fuera del control de los servicios de abastos. Esta apreciación no descarta totalmente el crimen, si bien resulta más plausible en seres humanos normales, a pesar de ser rojos.

—La fantasía te vuelve majara de primera. No, no hagas ese gesto, hombre de Dios, serán rojos, pero de asesinos pinta no tienen. Eso sí, también es posible pensar en una tapadera de algo más más allá del estraperlo, no podemos descartar a un rival envidioso chivándose a los inspectores de abastos. Además, ¿por qué iban a matar a nadie y menos ahora con todo en su contra? Son rojos, para tu familia, la mía y las de casi todos los vecinos, ¿y qué?, eso no prueba sus instintos criminales, sobre todo ahora fresca aún su derrota; no son tan gilis como para ignorar su dependencia a rendir cuentas a los tribunales por su conducta revanchista, su tirria a los señoritos, como nos llaman —razona Mingo sin explicarse por qué y el qué había provocó la ensalada a tiros y cañonazos durante tantos años en contra de vivir en paz, sin lentejas podridas, ni estridentes sirenas de alarma mediada la noche.

—Mamá dice son comunistas peligrosos, rojazos de cuidado que nos han traído y llevado por la calle de la amargura, vete a saber en qué barrio se encuentra porque en el nuestro no, los tres años de mierda tragados a la fuerza sin haber hecho nada para merecerlo. Un mal día de triste recuerdo vinieron a casa con intención de llevarme a Rusia, con otros niños vecinos, como sabes. Mamá dijo pasarían sobre su cadáver si pretendían separarme de ella; quedé compuesto y sin viaje. Me hubiera encantado viajar, conocer ese país en donde la gente patina sobre hielo casi todo el año y aprender a chapurrear otro idioma. No puedo borrar del magín los monos caquis de los milicianos, fusiles al hombro, y a la Brígida, soberbia y tiesa, escupiendo a mamá en la cara y llamándola loca fascista. Pegado a mi madre no entendí nada acerca de su empeño en impedir mi traslado, solo presentí, ante la cara hosca de los milicianos, iba a pasar algo terrible y así fue: un miliciano ajustó el cañón del fusil entre los pechos de mi madre; entonces, no sé cómo pude atreverme, hice algo raro, di un brinco y agarrando el cañón lo arrastré a mi pecho. El miliciano, sorprendido, soltó una carcajada, retiró el fusil y dijo que en el frente hacían falta muchos valientes como yo; después advirtió a mi madre que si no me dejaba ir a Rusia pronto vendrían a enrolarme en las filas de la Quinta del Biberón, sin olvidarla a ella para currar como otras milicianas de su edad. Agarré con toda mi fuerza la mano de mi madre y tiré para meterla en casa, pero ella seguía a lo suyo como nunca la había visto, plantándoles cara. Gritaba enloquecida; les advirtió que de su casa nadie saldrá sin su consentimiento y ¡vayan a hacer gárgaras!, añadió. El miliciano encañonó su cabeza con claras intenciones de apretar el gatillo: «Para o te dejo seca», mi madre se contuvo, pero yo decidí gritar a voz en cuello: «¡Socorro, quieren matar a mamá!». El miliciano bajó el fusil y dijo: «Chitón, renacuajo, si quieres seguir al lado de la facha de tu puta madre y os aplaste un obús, como así será». Nunca he pasado tanto miedo. Me temblaba todo el cuerpo y no recuperé el respiro hasta muchas horas después. Brígida, con gorra de tranviaria, trajeada como los milicianos, antes de volvernos la espalda responsabilizó a mamá de mi segura fatalidad. A partir de aquella horrorosa escena mamá dice no merecen perdón de Dios y jamás olvidará el escupitajo, jamás de los jamases, a pesar de su entrega de la lata de leche condensada y el chusco de pan blanco ¡qué pan tan rico!, no he vuelto a probar su sabor, tan distinto al de miga amarilla y corteza negra de algunos días, si hay suerte. Mi madre, piadosa hija de la Virgen María, no les procurará daño alguno porque ya tienen bastante con sus desgracias y el castigo a sus tropelías. Todavía no me explico que ellos comían pan blanco cuando mangoneaban y nosotros, ahora que somos los vencedores, seguimos tragando pan negro.

—El trato con tu madre más repulsivo imposible, si bien no podemos negar sus buenas intenciones: querían trasladarnos a un país en paz, evitarnos los males de la guerra e incluso perder la vida en un bombardeo, como el pobre Joaquinito, desayunando en la cocina con su madre, un obús los llevó al cielo en cuerpo y alma sin dejar rastro alguno, nadie encontró un pelo de ellos. En verdad de la buena a nosotros nos hubiera gustado viajar a Rusia, si bien no es menos innegable nuestra potra por disponer de una familia como la nuestra para permitirnos hoy ver a los nuestros desfilar victoriosos y arrojarnos desde camiones panes, pescado y carne que, por cierto, poco han durado, pues enseguida hemos vuelto a tragar gorgojos con lentejas. Si no fuera por las lentejas sí se notaría el cambiazo: el abuelo no se tapa la cabeza con una manta para oír la radio, mamá ha vuelto a colocar en su sitio al Cristo del Gran Poder y la bandeja de plata con La Última Cena, las chicas de la casa de enfrente salieran a su balcón vestidas de monja para atar una bandera roja y gualda, con el águila imperial bordada por ellas. ¡Unas chicas tan monas y monjas, nunca pasó por mi coco! Mamá lo sabía, desde los primeros días de la guerra, porque había estudiado en el mismo colegio y una de ellas, la más entrada en años, fue su maestra. Las cosas han cambiado mucho en tan pocas horas, pero a pesar del alegrón de todo dios, mamá no para de llorar temiendo la muerte de papá. Mi abuelo y sus amigos más mandones no saben nada de nada. Está vivo, si así no fuera lo sabría; nunca se hubiera ido sin despedirse de mí. Por eso consuelo a mamá asegurando el regreso de papá de un momento a otro. Todo el mundo llora de alegría, ríen, se abrazan, presumen una y otra vez de nuestra victoria gracias a Cristo Rey, guía y asistente del Caudillo. Tu madre también decía y hacía lo mismo, bailando como loca; daba gusto verla tan contenta. Hemos ganado la guerra, incluso tú y yo sin salir de casa, a no ser por bajar al sótano corriendo con el pitido de la sirena de alarma en el cogote, o por buscar un mendrugo de pan para calmar el hambre haciendo colas horas muertas. Vete a saber dónde habrán ido los vencidos, no se ve ni uno y me parece bastante chocante cómo nos dejamos putear por tan pocos si éramos tantos, tan echaos p´alante. Ciertos intríngulis del pasado no son nada fácil de tragar, aunque tú y yo nos las arreglamos bien durante la guerra, sin casi clases y horas de juego de sopetón. Tú dirás lo tuyo, pero yo no tenía miedo cuando sonaba la sirena y nos llevaban al sótano o al metro. Las bombas retumbaban a menudo lejos y no corríamos peligro. Me sorprendía ver a madres y abuelos temblando, mientras nosotros, hasta los más peques, jugábamos o contábamos historias de miedo, quizá para ponernos a la altura del suyo, digo yo.

—Es verdad, hambre de sobra, pero lo pasamos pipa con tantos momentos novelescos.

—Que no faltan ahora. Mi abuelo es el que más ha dado cambiazo: nunca lo había visto con camisa azul y hombreras falangistas. Ayer pasó la mañana pegando martillazos en la pared de la despensa. Del hueco abierto sacó tenedores y cuchillos de plata, papeles, monedas y joyas de abuela y mamá. ¡La pesadilla ha terminado de una pajolera vez para siempre!, dijo, pero si no fuera así y se viera obligado a revivir los pasados tres años, no dudaría un segundo en tirarse por el balcón. Días antes de empezar la guerra ascendieron al abuelo por méritos a comisario de policía; no era normal a su edad y, poco después, compañeros de más edad, dirigidos por un tal Quintanilla, envidiosos por haber sido, según ellos, injustamente relegados, lo detuvieron, para dejar vacante el cargo en el escalafón, de inmediato ocupado por su líder. Lo encerraron en una checa y a punto estuvo de suicidarse. Colegas jóvenes, alumnos formados en su academia, a punta de pistola lo liberaron y escondieron varios meses hasta traerlo a casa, recomendando no saliera a la calle, por si acaso el criminal Quintanilla, amigado con los comunistas, volvía por él. Por lo visto, ese tipejo y su pandilla son rojos de aúpa y pagarán sus criminales cuentas. Abuelo saldará sus deudas, y los primeros en la fila de deudores serán el Pepón Quintanilla, asesino y torturador de inocentes, Antonio y la Brígida, cafres, ateos aprovechateguis para mantenernos en vilo tres años.

Mingo introduce una mano en el bolsillo del pantalón y hurga hasta acabar sacando un cigarrillo resobado de anís. Lo enciende con parsimonia, tras alisar y humedecer el papel de fumar. La primera chupada provoca un amago de tos, aliviado con varias palmadas en la espalda del amigo. Javier acerca un vaso de agua del grifo y tras una pausa de reposo y ojos aguados pregunta:

—¿Qué quiere decir eso de saldar cuentas?

—Ya lo sabré cuando llegue el momento. En este lo más importante es la entrega total a Franco, sin egoísmos personales, esto dijo abuelo a mamá antes de donar al Caudillo, para sacar al país de la ruina, algunas joyas de las escondidas en la pared de la despensa… En cuanto a las deudas de los rojos será por sus bombardeos a los jardines, al parque, a las calles y por las casas casi en ruinas o destruidas, como la nuestra, es un suponer. Un obús se llevó la mitad de nuestra cocina de cuajo, alguien debe pagar el arreglo, digo yo. Deben cobrarse esas deudas para apañar los muchos destrozos en iglesias, bares, el alquiler de bicicletas, la panadería, la cacharrería y muchas más. Mi abuelo va a poner orden en el desbarajuste, destrozos y mentiras de los rojos como la de los panecillos, envueltos en papel de seda con la bandera roja y gualda, arrojados desde nuestros aviones. Están envenenados y debíamos tirarlos a la basura, se desgañitaba Brígida zampándolos como nosotros, estoy seguro. Ahora ha llegado su momento y el de los suyos de pagar deudas por el incendio de conventos, asesinando a pobres curas y monjas. En fin, ya veremos, por el momento me toca saber si vas o no a subir conmigo a las buhardillas.

Javier siente el escalofrío tan conocido; reflexiona intentando demorar el instante temido:

—No sé qué pretendes y cuándo quieres subir a las buhardillas —el eco de una llaga de silencio en las venas, golpea sus sienes: la cobardía, tan personal, tan íntima e imposible de desarraigar por el momento sigue en pie bien plantada.

—¡Al hoyo el julepe! Dominados por él nunca seremos hombres cabales, monjes o soldados, como bien dice abuelo, desfilando victoriosos por caminos imperiales, banderas al viento, alzando el alma a los luceros. Vamos a ser, como dice abuelo, nobles tigres de la España eterna, cristianos de orgullosos de nuestro linaje mariano, pues no a todo el mundo cabe el honor de nacer en una nación con tanta grandeza de siglos en su historia. El valor de los amigos de verdad refuerza el tuyo, no lo olvides, así lo probaron los colegas de mi abuelo. No creas, tampoco yo dejo de tener miedo, pero si el muy cerdo muestra su morro le lanzo un mandoble y santas pascuas…

—No es tan fácil. Quiero llegar a ser como vosotros, pero no dejo de temer cosas terribles y, aún más penoso, moriría de vergüenza por no saber reaccionar como debe una persona cabal. —Javier confía avergonzado.

—Acabemos de una vez por todas: subimos después de las doce cuando todos duerman como ceporros. Te comportarás como es debido, estoy seguro. Y para tu tranquilidad: los héroes también tienen miedo, pero saben domeñarlo. Y tú, aunque no lo creas, también estás hecho con madera de héroe, así dijo Blas y punto redondo. Juro por Dios y la Santa Madre Iglesia que cualquiera que pretenda causarte el más mínimo rasguño tendrá que vérselas conmigo. Tengo fe ciega en ti y te comportarás fetén, no me cabe duda.

Javier, incapaz de llevar la contraria, asiente, a su pesar, para no poner en peligro la escasa credibilidad en sí mismo. Respira hondo antes de aceptar el cigarrillo anisado que tiende Mingo. Maltrata la garganta inhalando el toque dulzón, mientras su débil ánimo pretende redimirse: «Seré un balandrón o no seré», murmura, «debo superarme, cueste lo que cueste, Dios me asista…».

En la penumbra resalta el brillo de los ojos del avechucho y la lumbre del cigarrillo de manos a boca de un joven excitado por inminente aventura, pusilánime el otro por acato a la proposición.