Heroínas de la reforma - Sukeshinie Goonatilleke - E-Book

Heroínas de la reforma E-Book

Sukeshinie Goonatilleke

0,0

Beschreibung

La Reforma cobra vida con estas historias de fe, aventura y amor. Las ocho mujeres que aparecen en estas historias no solo fueron heroínas, sino que también fueron seres humanos de carne y hueso que tuvieron miedos y entusiasmos, dudas y tentaciones. No fueron perfectas, pero el lector es tocado e inspirado por su fe creciente y por su disposición a sufrir por ella.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 375

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Heroínas de la reforma

8 historias de mujeres valientes

Sukeshinie Goonatilleke

Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Tabla de contenidos
Tapa
Prólogo
Prefacio
Capítulo 1 - Catalina von Bora
Capítulo 2 - Olimpia Morata
Capítulo 3 - Margarita de Navarra
Capítulo 4 - Luisa de Coligny
Capítulo 5 - Carlota Duplessis de Mornay
Capítulo 6 - María Durand
Capítulo 7 - Catalina Parr
Capítulo 8 - Catalina Brandon
Agradecimientos
Bibliografía

Heroínas de la Reforma

Ocho historias de mujeres valientes

Sukeshinie Goonatilleke

Título del original: Sisters in Arms

Dirección: Eduardo Kahl

Traducción: Melvin Wainz

Diseño de tapa: Mauro Perasso

Diseño del interior: Nelson Espinoza

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Printed in Argentina

Primera edición, e-book

MMXXIII

Es propiedad. © Sukeshinie Goonatilleke, 2020. © Asociación Casa Editora Sudamericana, 2023.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-881-9

Goonatilleke, Sukeshinnie

Heroínas de la reforma: ocho historias de mujeres valientes / Sukeshinnie Goonatilleke / Dirigido por Eduardo Kahl Fichtenberg. - 1ª ed. - Florida: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

Traducción de: Melvin Wainz.

ISBN 978-987-798-881-9

1. Vida Cristiana. I. Kahl Fichtenberg, Eduardo, dir. II. Wainz, Melvin, trad. III. Título.

CDD 248.5

Publicado el 20 de julio de 2023 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: [email protected]

Website: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Para Elise y Carys

“Engañosa es la gracia y fugaz la hermosura. La mujer que venera al Señor, esa será alabada”. Proverbios 31:30

Prólogo

Cuando pensamos en la Reforma, a menudo lo hacemos en relación con los grandes hombres que comenzaron el movimiento. Hombres como Martín Lutero, Guillermo ­Tyndale y Juan Calvino.

Este libro provee revelaciones fascinantes de las vidas de ocho heroínas de la Reforma. Seguramente sus historias llegarán a personas de diferentes trasfondos y distintas condiciones. Encontrarás que las mujeres de este libro vienen de distintos niveles y segmentos de la sociedad, desde los más altos hasta los más bajos, pero su fe y su compromiso con Dios son el único hilo conductor que atraviesa el libro y vincula su experiencia con la nuestra.

A veces es fácil leer sobre los grandes reformadores, y nos preguntamos cómo podríamos lograr alguna vez algo tan grandioso o heroico como lo que hicieron ellos. Pero cuando lees la historia de María Durand, quien a los 19 años tomó una postura decidida por Dios, no puedes evitar sentirte inspirado. Ella no era teóloga, pastora ni maestra, pero su compromiso inquebrantable con la Palabra de Dios a lo largo de 38 años de encarcelamiento nos dice algo. Cada una de estas mujeres enfrentó pruebas enormes y las superó. Al leer este libro, te introducirás en la experiencia de cada personaje. Las historias son tan vívidas y personales que logran dar vida a cada uno de los personajes, haciéndolos agradables y permitiéndote identificarte con ellos.

Algunas de estas mujeres rompieron con la tradición y abrieron un camino nuevo para los que vendrían después de ellas. Un ejemplo es Catalina von Bora, esposa de Martín Lutero, quien fijó un ejemplo para otras mujeres de fe. Después están aquellas como la reina Catalina Parr y Luisa de Coligny, que vivían en las cortes reales y se codeaban con la élite de la sociedad, pero aun así mantuvieron su fe en Dios.

Seguramente estas historias van a cautivarte, a enriquecerte, a motivarte y animarte en tu intento de navegar por los desafíos que enfrentas, desafíos que pueden parecer diferentes en la superficie, pero que en esencia son los mismos: cuestiones de fidelidad a Dios, de compromiso con su Palabra y de la educación más profunda en las cosas espirituales.

Este libro, de muchas maneras, es fruto de las muchas horas que Sukeshinie dio como voluntaria para investigar y escribir artículos para el sitio web Lineage Journey (Linaje). Este es un ministerio educativo mediático que crea recursos para enseñar a los jóvenes sobre historia de la iglesia. Sukeshinie se unió poco después del lanzamiento de este ministerio, en 2017. Desde entonces, escribió más de 150 artículos para el blog del sitio web, que han sido una bendición para incontables personas por todo el mundo. Muchos de esos artículos formaron la base para las historias que encontrarás en este libro.

Oro para que, cuando leas esta obra y te pares sobre los hombros de estas gigantas espirituales, te puedas guiar por sus ejemplos de fe y valentía, sin importar lo que enfrentes en el futuro.

Adam Ramdin

Productor ejecutivo de Lineage Journey

Director de Jóvenes de la Asociación Inglesa del Norte de los Adventistas del Séptimo Día

Prefacio

La Reforma fue el espíritu del siglo xvi. Más que cualquier otro evento social o político durante ese período, la Reforma tuvo el impacto más importante en cada faceta de la vida. El movimiento fue conducido por gigantes, colosos de logros espirituales e intelectuales que no tuvieron miedo de levantarse y proclamar sin temor la Palabra de Dios.

Juntos, ellos le presentaron a la gente la verdad de la justificación por la fe, la gran piedra angular del cristianismo, y pusieron la Biblia en manos del pueblo, que, hasta ese punto, ignoraba su contenido. También llegaron a reconocer la importancia de la libertad religiosa. El gran reformador alemán Martín Lutero lo resumió mejor cuando se paró frente al emperador en la Dieta de Worms y declaró audazmente: “Mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios”.

La idea de que la conciencia de una persona fuera libre y que la persona podía darle la dirección que eligiera, era ajena a la gente de Europa en los comienzos de la era moderna. Igual de ajena era la idea de que la conciencia del hombre o de la mujer podía y debía ser totalmente cautiva de la Palabra de Dios. La Reforma cambió eso. Pero un estudio más profundo de la Reforma revela algo más: que a la historia no solo le dieron forma hombres fieles, sino también mujeres fieles, en igual medida.

En la misma forma que hombres como Lutero, Calvino y ­Zuinglio revolucionaron su mundo y el nuestro, también hubo mujeres extraordinarias que trabajaron de la misma manera y lograron hazañas significativas por sí mismas.

Estas mujeres eran de todas las condiciones. Como muchas de nosotras, eran esposas, madres, hermanas, hijas y amigas. Pero también eran jefas de Estado, escritoras, activistas, poetisas y eruditas. Eran mujeres que ayudaron a dar forma no solo a sus hogares y sus familias, sino también a sus comunidades y sus naciones. Este libro está dedicado a contar sus historias.

La idea de este libro se me ocurrió primero cuando estaba haciendo una serie de publicaciones en un blog sobre mujeres de la Reforma para el Mes de la Historia de la Mujer, en marzo de 2018. Cuanto más escarbaba en la vida de las mujeres de la Reforma, más empezaba a ver los hilos conductores que las vinculaban, como también veía el abanico asombroso de diferencias que las distinguían como personas individuales.

De todas las mujeres cuyas historias leí, las ocho mujeres incluidas en este libro tuvieron el impacto más grande en mí. Estas mujeres tenían defectos y fueron moldeadas de muchas maneras por las normas sociales de su época; sin embargo, ellas demostraron un compromiso valiente con la Palabra de Dios, que las llevó a desafiar las tradiciones y los prejuicios sociales. Eran profundamente humanas y al mismo tiempo eran profundamente espirituales. Eran mujeres de las reformas alemana, francesa e inglesa, y sus historias está agrupadas en este libro por región geográfica y luego en orden cronológico. Traté de seguir el relato histórico tan de cerca como fuera posible, aunque me tomé alguna licencia artística en algunas partes. Mi meta general fue ser tan fiel a estas mujeres y sus historias como fuera posible, porque hay algo poderoso en contar historias verídicas. Creo que pueden capturar la imaginación tan a fondo como la ficción.

Estas mujeres no tenían miedo de seguir su conciencia y de tomar decisiones difíciles, aun a un gran costo para ellas mismas. Apocalipsis 12:11 describe su vida: “Han vencido por la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio de [ellas], y no amaron su propia vida ni aun ante la muerte”. Esto fue lo que me atrajo de ellas.

A los hombres que lucharon juntos en los frentes de las grandes guerras de la historia se les dice “camaradas”. El compromiso con una meta común y la voluntad de hacer sacrificios enormes para alcanzarla unió a estos hombres inseparablemente en una hermandad que a menudo fue más fuerte que cualquier vínculo de sangre.

De manera similar, aunque en algunos casos estuvieron separadas por el tiempo y el espacio, estas mujeres eligieron perseguir una meta común a un costo personal grande. Aunque no tomaron armas físicas, tomaron la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, y el escudo de la fe, y fueron a la guerra contra fuerzas formidables de oscuridad espiritual. Esto las unió. Esto las hizo camaradas. Y los que seguimos un compromiso similar con la Palabra de Dios sin contar los costos subsiguientes, somos parte de esa comunidad también. Nosotros también somos camaradas, entre nosotros, y también de ellas.

Al leer este libro, espero que la vida de estas mujeres asombrosas te conmueva y te inspire tan profundamente como a mí. Oro para que no solo te inspire, sino también te desafíe a examinar tu compromiso con la Palabra de Dios, para que tú también puedas vivir este gozo único de la camaradería con Jesús que cada una de ellas atesoraba.

Sukeshinie Goonatilleke

Septiembre de 2020

Capítulo 1

Catalina von Bora

Fugitiva

Nimbschen, Sacro Imperio Romano Germánico - 4 de abril de 1523

El silencio de la noche es interrumpido por un fuerte traqueteo y los golpes de cascos. Todas nos ponemos tensas con el sonido; nos preguntamos si es el hombre al que estábamos esperando. Estamos nerviosas y asustadizas, apiñadas a la puerta gruesa del huerto que se abre al camino que va más allá.

Verónica, que está a mi lado, se inclina hacia Margarita.

–¿Crees que sea él? –susurra.

Margarita presiona la cara contra la puerta áspera de madera y se asoma a la oscuridad.

–Podría ser... –contesta.

–Bueno, si es él, entonces, ¿por qué debe hacer tanto ruido? ¡Nos van a atrapar antes de que salgamos del convento, Margarita! –se queja Elsa.

Margarita se da vuelta y la hace callar con una mirada fulminante.

–¿No podía ser más discreto? –concuerda Eva, devolviéndole a Margarita una mirada fulminante de su parte.

Todo esto es culpa de Margarita. Ella fue quien le escribió al hermano Martín para pedirle ayuda.

–Él vino a ayudarnos, y la verdad es que deberíamos estar agradecidas de que alguien haya venido siquiera –nos dice Margarita imperiosamente.

La luna está alta en el cielo esta noche y el campo está inundado de una pálida luz plateada. No es la mejor noche para nuestra fuga, pero a veces una no está en situación de exigir nada, y esta noche estamos en esa situación. El traqueteo se vuelve más fuerte y empujo a Margarita para que se corra, así puedo espiar al carro que se acerca.

–Ruego que la hermana Von Haubitz esté bien dormida –­dice Elsa justo al lado de mi oído–. Nos va a colgar como sábanas al viento si nos atrapa.

–¡Sh! –susurra Verónica–. ¡Cállense todas ustedes! Con sus susurros nomás van a despertar a la abadesa.

El traqueteo termina abruptamente y oigo el resuello de los caballos no muy lejos de donde estamos paradas. Esperamos, escuchamos por si se da la señal que confirmará que este es efectivamente el hombre que estamos esperando. Entonces la oímos, un silbido suave y penetrante, una, dos, tres veces.

–Es él –dice Margarita, y una ola de emoción pasa por el grupito de jóvenes reunidas en ronda a la puerta del huerto.

–Ve a ver si es él de verdad, Cati –indica Verónica, empujándome hacia adelante.

Miro a Margarita, que asiente.

–¿Por qué yo? –pregunto desconcertada–. ¿No deberías ir tú

–Tú eres la única de nosotras que no le tiene miedo a nada –­dice con suavidad–. ¡Ahora, ve, no tenemos toda la noche!

Lo veo en la sombra del muro a mi izquierda y me dirijo a él, manteniéndome fuera de la luz de la luna.

–¿Herr Koppe? –susurro cuando estoy lo suficientemente cerca.

–Sí –contesta susurrando, y oigo crujidos de madera cuando se baja del asiento del cochero y viene a encontrarme junto a las cabezas de los caballos.

Conocemos a Leonardo Koppe, pero desafortunadamente no por su intelecto.

–Soy Cati... Catalina –digo.

De repente, me da timidez que yo, una monja, esté teniendo un encuentro secreto con un hombre desconocido fuera de los muros de mi abadía en medio de la noche.

–Fraulein Catalina –me saluda formalmente–. ¿Están listas las otras hermanas?

–Sí –respondo, y mis ojos se dirigen a la carreta desvencijada–. ¿Nos transportará en este... carro?

–Eh, sí –se rasca la nuca–. El Dr. Lutero sugirió que un carro podría ser el más efectivo... eh... medio de escape. ¿Cuántas son ustedes?

–Somos doce –digo mientras miro el vehículo.

Él asiente, y veo que su cara es serena, como si sacar de contrabando monjas de un monasterio en medio de la noche fuera cosa de todos los días.

–Esto podría ser una pérdida de tiempo –se me suelta de la lengua antes de poder detenerme.

–Sí –admite–, pero no lo sabremos a menos que lo intentemos.

Pienso: No es que tengas muchas otras opciones, Cati. Después asiento.

–Voy a buscar a las otras –le digo, y vuelvo rápido a la puerta del huerto.

Reúno a mis hermanas en silencio y nos escabullimos al camino amontonadas, mezclándonos con las sombras como ladrones en la noche. Nos juntamos alrededor del carro y, cuando levanto la vista para medir la reacción de Herr Koppe, veo que su cara generalmente calma está mostrando señales de preocupación.

–¿Y bien? –dice abruptamente Margarita, impaciente, asimilando la expresión aturdida de él–. Ahora es demasiado tarde para lamentarlo.

–¿Dónde nos quiere?

–¿Qué quiere que hagamos? –repite Elsa.

Herr Koppe nos mira fijo por un largo momento, y después murmura:

–Traje barriles de pescado.

–¿Barriles de pescado? –pregunta Verónica–. ¿Para qué?

–Pensé... –él se mueve y se masajea la nuca–. Pensé que podrían viajar adentro de ellos.

–¿Viajar en barriles de pescado? –repite Eva, mirándolo como si él se hubiera vuelto loco–. ¿Qué tan grandes son?

Él nos hace señales de que vayamos a la parte de atrás del carro y miremos. Y lo seguimos. Una ola suave de indignación pasa entre nosotras.

–¿Barriles de pescado?

–¿Se volvió loco?

–¿Quizá sean más grandes de lo que pensamos?

–Mmm... lo dudo.

–Shhh... –silba Margarita.

Entonces intervengo, tratando de aplacar a todos.

–El hombre fue lo suficiente bueno para arriesgar la vida y encontrar una manera de ocultarnos. Lo menos que podemos hacer es mostrar algo de gratitud.

–Veamos cuán agradecida estás cuando tengas que sentarte adentro de un barril apestoso de pescado, Cati von Bora –­murmura Verónica.

Suspiro, sabiendo que tiene razón.

Los barriles son receptáculos bajos de madera con bandas de hierro que los envuelven por la mitad, donde se abultan.

–Aquí están –dice Herr Koppe, con mirada avergonzada.

Levanto mi falda con una mano, engancho el pie en los rayos de las ruedas y me apretujo torpemente entre dos barriles y sobre la caja del carro. Me asomo con cautela a un barril. A la luz de la luna veo los restos de entrañas de pescado que recubren el fondo y siento el hedor de pescado podrido. Levanto la espalda arrugando la nariz.

–¿Qué pasa? –susurra Margarita, y me doy vuelta y veo que está subiendo al carro detrás de mí.

Ella se asoma a un barril y veo que su rostro palidece. Intercambiamos una mirada y después damos un vistazo a Herr Koppe, cuya cara recuperó su expresión plácida. Me doy vuelta hacia el barril otra vez y paso la pierna sobre el borde, luchando un poco para meterme adentro.

Enseguida las doce estamos embutidas en los horribles barriles de pescado, con las rodillas atascadas contra el pecho y el hedor del pescado podrido que se nos filtra en la piel. Los restos de entrañas de pescado que están debajo de mí son húmedos y fríos. De solo pensarlo me pasa un escalofrío por el cuerpo.

–Aunque me bañe mil años, este hedor nunca saldrá de mi piel –escucho que Elsa susurra con voz ronca desde el barril de al lado.

Cuando estamos listas, Herr Koppe toma las riendas y empezamos el viaje. El camino es accidentado y desparejo, y el carro da saltos fuertes. Pronto todo mi cuerpo está traqueteando y aprieto la mandíbula hasta que me duele. Pienso: Dos días así. Dos días de traqueteo y sacudidas en este brebaje apestoso de pescado. Cierro los ojos y me recuerdo por qué estamos haciendo esto, cómo comenzó y por qué vale la pena.

Verano de 15191

Mi lugar favorito de todo el convento es la biblioteca. Me encanta el olor a moho de los libros y el olor de la tinta y las toscas mesas puestas en hilera en la habitación de piedra. Estoy leyendo un libro sobre derecho canónico, con el ceño fruncido mientras absorbo el concepto de extra ecclesiam nulla salus –no hay salvación fuera de la iglesia–, cuando un sonido detrás de mí me hace levantar la mirada. Es Verónica, con los ojos bien abiertos, con un montoncito de papeles encuadernados que aferra con la mano.

–¿Qué sucede? –le pregunto mientras cierro el pesado libro–­. ¿Qué pasó?

Ella se hunde en la silla que está a mi lado y echa un vistazo alrededor de la habitación. Hay unas pocas hermanas más leyendo en silencio en la biblioteca.

–Verónica –digo mientras sigo su mirada–, ¿qué...?

–Shhh... –pone un dedo sobre sus labios.

–Recién recibí un panfleto –dice con voz tan baja que tengo que agacharme casi hasta su boca para oír lo que dice.

–¿De dónde? –pregunto frunciendo el ceño otra vez.

Desde que este monje, Martín Lutero, empezó su embestida, nos dieron instrucciones de tener mucho cuidado con la clase de literatura que aceptamos.

–De mi tío –dice ella mirando los papeles que están en su mano.

–¿El prior del monasterio de Grimma? –respondí echando los hombros hacia atrás, que caen con alivio.

Si ella tiene un libro de su tío el monje, entonces no tenemos nada de qué preocuparnos.

–Así que, ¿cuál es el problema? –pregunto, olvidándome de susurrar.

–¡Cati! –susurra–. ¡Baja la voz!

–¿Para qué? –le pregunto, aunque le hago caso–. Si tu tío te mandó un libro, no puede ser contrabando.

–Es justamente eso –susurra poniendo los papeles encima de mi libro–. Me mandó un panfleto escrito por Martín Lutero.

–¿Qué? –digo mientras doy un vistazo al panfleto y leo lentamente el título: “Lecciones sobre la Epístola de Pablo a los Romanos”.

Parece ser una colección de sermones. Tomo rápidamente el panfleto y lo meto debajo de mi libro. Mis ojos miran a los saltos por toda la habitación. Las otras hermanas parecen ignorarnos.

–Me mandó una carta –sigue Verónica–. Dice que el hermano Martín estuvo en el priorato de Grimma hace unas semanas y les predicó a los hermanos ahí. Dice que cree cada palabra que predica el hermano Martín, Cati. Nos mandó esta colección de sermones para que podamos estudiar por nuestra cuenta lo que él enseña.

Estoy demasiado conmocionada para hablar. La miro fijamente. Mi boca se abre y se cierra como un pez.

–¿Y bueno? –exige–. ¡Di algo!

–Es herejía –digo atragantada finalmente–. Seguro que tu tío sabe lo peligroso que es esto.

–Él no piensa que sea herejía –dice ella, y yo sacudo la cabeza.

–Entonces él mismo es un hereje.

–¡Cati! ¿Cómo puedes decir que algo es herético antes de haber dedicado tiempo a estudiarlo?

–Porque la abadesa me dijo que cualquier cosa que viene de la boca de Martín Lutero es herejía –contesto.

–¿Y eso es suficiente para ti? –me desafía.

–¿No es suficiente para ti? –respondo con ardor.

–¿Descartarías todo lo que él dice solamente porque la abadesa lo dice? Nunca pensé que serías tan... –hace una pausa para buscar la palabra correcta.

–¿Tan qué? –digo lacónicamente, y después la corto con un ademán despectivo de la mano–. No trates de manipularme, Verónica. No me gusta buscar problemas.

–¿Y si el problema vale la pena buscarlo? –responde levantando las cejas.

Suspiro con exasperación.

–Entonces, ¿qué harás con esto? –pregunto, haciendo un movimiento hacia el panfleto que todavía está en mi regazo.

–Lo estudiaremos –dice ella.

–¿Quiénes? –pregunto.

– Margarita von Staupitz, Eva von Schonfeld, Elsa y yo. Planeamos reunirnos en mi cuarto esta noche después de que apaguen las luces. Por favor, Cati, di que vendrás.

–Verónica, esto es una locura. ¿Quién sabe qué nos pasará si nos atrapan? Oí que Martín Lutero debatió con el Dr. Eck en Leipzig el mes pasado. Toda la iglesia está escandalizada por esto.

Me inclino más cerca y le susurro al oído:

–Hasta quizá lo quemen por hereje. Y entonces ¿dónde quedaríamos? ¿Qué nos harán si nos atrapan leyendo su obra?

–Está usando la nueva traducción de Erasmo del Nuevo Testamento, ¿sabes? –responde finalmente, como si no hubiera escuchado nada de lo que dije.

–¿Qué?

–Erasmo de Róterdam . Tú sabes quién es, Cati.

–Sí –respondo–. Sé quién es Erasmo, pero ¿y qué? Erasmo le dedicó su nueva traducción al Papa. No puedo ver cómo podría propagar herejías.

–Es una clase diferente de traducción, Cati. Todos dicen que es... es tan refrescante.

–Pero seguramente el Santo Padre habría encontrado cualquier incongruencia –digo.

–Quizás el Santo Padre no la leyó –sugiere Verónica, y se muerde el labio.

–¡Verónica! –digo con un grito ahogado.

–Bueno, escuché que dicen –responde con el mentón levantado tercamente– que el Santo Padre dijo que el evangelio es una fábula provechosa.

Ella se inclina hacia atrás y me observa.

–Eso es una tontería –digo despectivamente.

–¿Ah sí? Nos debemos a nosotras mismas el ver si hay algo de verdad en lo que el hermano Martín está diciendo. ¡Vamos, Cati! Hay una copia de la Biblia de Erasmo aquí, en la biblioteca. Podemos usarla para comprobar cada referencia que el hermano Martín hace en su panfleto. No hay nada que perder, ¿no? Si es herejía como todos dicen, entonces podemos verlo por nuestra cuenta, y listo; pero si es verdad, como mi tío dice que es, ¿cómo podemos dejarla pasar?

Suspiro y sacudo la cabeza. Verónica tiene razón.

–De acuerdo –digo de mala gana–. Voy a ir.

Su cara se convierte en una sonrisa enorme.

–No lo vas a lamentar, Cati. ¡Te prometo que no lo vas a lamentar!

Esa noche nos reunimos en la habitación de Verónica, amontonadas alrededor de su dura cama, a la luz parpadeante de una sola vela de sebo sobre un taburete de madera.

Hay un aire de entusiasmo en la habitación, sumado a la tensión. Leemos el panfleto del hermano Martín, abrimos la pesada traducción del Nuevo Testamento de Erasmo y comparamos con las conclusiones del hermano Martín. Nos quedamos hasta que oímos el sonido grave de las campanas que nos llaman a los laudes, la hora de la misa justo antes del amanecer.

Levanto la vista de la Biblia. Me pican los ojos del esfuerzo de leer a la luz tenue de la vela.

–Tenemos que ir a los laudes o van a preguntar dónde estamos.

Las demás asienten.

–Voy a devolver la Biblia a la biblioteca después –dice Verónica.

Ninguna durmió ni un poquito, pero dudo de que pudiéramos si hubiéramos querido.

La adrenalina corre por mis venas y estoy completamente despierta cuando entramos en la capilla y hago los laudes mecánicamente. Mi mente vuelve al libro que estaba leyendo cuando Verónica vino a mí, y al dogma de que no hay salvación fuera de la iglesia. Mis ojos se entrecerraron sobre el ostensorio (la pieza ornamentada que custodia la hostia consagrada), sobre el altar frente a nosotros, el gran crucifijo en la pared, y un pensamiento me golpea como una roca enorme y destruye cientos de ideas que atesoré por tanto tiempo. Si el hermano Martín tiene razón, entonces la salvación se la puede encontrar fuera de la iglesia, pero no fuera de Cristo.

Cuanto más estudiamos, más nos convencemos de que el hermano Martín tiene razón. Arrasamos el libro de Romanos, aferrándonos a cada palabra de San Pablo. La salvación fuera de la iglesia, pero no fuera de Cristo. Salvación solo en Cristo. Cuando llegamos al primer versículo del capítulo 5 de Romanos, oigo que el andamiaje de un sistema entero de creencia empieza a derrumbarse en mi mente.

Verónica lee en voz baja: “Así, habiendo sido justificados por la fe, estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”. Ella levanta la vista de la página y nos mira a todas. Justificados por la fe. No por los sacramentos ni las indulgencias, sino porla fe. Es una idea imposible de concebir. Demasiado ancha y alta y profunda para comprender. Salvación por la fe.

–Si esto es herejía, entonces me alegrará que me digan ­hereje –dice Eva.

Es una reforma de ideas, de creencias, de pensamientos. Una reforma del corazón. Y una vez que se encendió el fuego, parece que nada puede apagar las llamas. Estudiamos cada noche hasta que estamos exhaustas y la abadesa, mi tía, hace un comentario al respecto. Entonces tenemos más cuidado, estudiamos en privado durante nuestro tiempo libre en la biblioteca, solo nos reunimos una vez por semana para debatir lo que aprendimos juntas. Soy una mujer que está como posesa. La Palabra de Dios consume cada pensamiento mientras estoy despierta, y no quiero nada más.

Enero de 1521

–Lo excomulgaron.

Me doy vuelta para mirar a Margarita von Staupitz.

–¿A quién? –pregunto.

Estoy en el gran salón poniendo troncos en el fuego crepitante.

–¿A quién más? –sisea ella, me toma del brazo y me empuja a un pequeño hueco en la galería que está más allá.

–¿Al Dr. Lutero? –pregunto, y ella asiente.

–Mi hermano me escribió –continúa–. Dice que el hermano Martín tomó la bula papal de excomunión y la quemó a la vista de todos en la puerta Elster de Wittenberg.

La miro boquiabierta por la conmoción.

–¡Seguramente no desafiaría al Santo Padre de esa manera! –susurro escandalizada.

Los ojos de Margarita brillan con una mezcla de emoción y de temor.

–Lo hizo. Se proscribieron todos sus libros. Se deben quemar, y a cualquiera que se lo encuentre leyéndolos se lo debe condenar como hereje.

Con esto, siento que un escalofrío recorre mi espalda. Estuvimos recibiendo sus panfletos regularmente por medio del tío de Verónica.

–¿Deberíamos quemar lo que tenemos? –pregunto a Margarita–. ¿Hablaste con las demás?

–No, no hablé con las demás, pero pienso que sería prudente quemar lo que tenemos. Si nos atrapan con eso, no sé qué podría pasar.

–Sabes que el hermano Martín tiene en gran estima a mi hermano Juan –dice ella, y yo asiento.

El hermano de Margarita es el Dr. Juan von Staupitz, y ella nos dijo que tiene gran influencia en el hermano Martín.

–Juan teme que pronto llamen al hermano Martín a comparecer ante el emperador.

–¿Lo quemarán? –pregunto, y Margarita asiente.

–Lo harán, si pueden encontrar suficientes razones.

–Entonces, debemos tener cuidado –le digo a Margarita–. Quizá deberíamos dejar de estudiar y… y solo volver.

–¿Volver? –me interrumpe incrédula–. ¿Volver a qué? ¿A creer en indulgencias y reliquias? ¿De verdad harías eso, Cati?

–Él está causando un revuelo, y… no estoy segura de querer quedar atrapada en todo esto.

–Nunca te había considerado una cobarde, Cati von Bora –­dice Margarita.

La miro con furia y levanto el mentón un poco; mis ojos lanzan llamaradas.

–No soy ninguna cobarde, Margarita von Staupitz –muerdo en respuesta–. Pero tampoco soy tonta. Si el mismo Santo Padre lo excomulgó y lo proscribió por hereje, entonces haríamos bien en tener cuidado con sus enseñanzas. ¿De verdad estás lista para darle la espalda al Santo Padre y a la iglesia? ¿Estás lista para unirte a un hombre tan salvaje e inestable como el hermano Martín Lutero? Tú misma me dijiste que a menudo lo asaltan ataques de melancolía. ¿Cómo sabemos que está cuerdo?

Margarita resopla de una manera muy poco propia de una dama y sacude la mano despectivamente.

–No pretendo saber el estado de la mente del hermano Martín, pero sí sé esto: dice la verdad. Lo vi con mis propios ojos, y no solo de sus escritos sino también de la Biblia. Tiene razón cuando habla de Sola scriptura y Sola fide y Solus Christus. ¿Lo niegas?

Se me hunden los hombros con el peso de sus palabras y desvío la mirada, estudiando las baldosas a mis pies. No puedo negarlo. Cada partícula de verdad que extraje de la prédica de Lutero ha sido dulce como la miel en mi boca.

–Hay que pagar un precio muy alto, Margarita –digo a cambio–. Esto es todo lo que siempre conocí. Mi padre me entregó al convento a los cinco años. Crecí a la sombra de un claustro toda mi vida. ¿Adónde iría si abrazara abiertamente esta nueva doctrina? ¿Qué sería de mí? No sabría cómo vivir ahí afuera. ¿Me casaría? Porque ninguna mujer puede permanecer sin casarse, en la sociedad. Una mujer que no está protegida por la iglesia necesita la protección de un hombre.

Sacudo la cabeza.

–Ni siquiera puedo empezar a entender cómo sería la vida afuera de estos muros.

La mirada de Margarita se ablanda, y pone una mano amable en mi brazo.

–Dios te guiará, Cati. Un paso a la vez. Pero depende de ti decidir cuál camino elegirás.

Verano de 1521

Nos enteramos de lo que pasó en la Dieta de Worms por el hermano de Margarita, el Dr. Von Staupitz, y por otros. Parece que cada vendedor ambulante que pasa por el convento tiene una versión diferente de la misma historia. Dicen que multitudes devotas lo reciben en cada ciudad o aldea por la que pasó. Dicen que el Dr. Lutero superó al Emperador y al Papa, y a todos los eruditos de la cristiandad. Dicen que el Dr. Lutero los liberará de las indulgencias y de los impuestos papales, y que ahora los campesinos podrían levantar cabeza aunque sea un poco.

Quedamos estupefactas y conmocionadas. No podemos creer que haya tenido el descaro de pararse frente al Emperador y declarar que no escuchará a papas o concilios, porque se contradicen a menudo. No podemos creer que les dijo que su conciencia solo es cautiva de la Palabra de Dios. Casi esperamos que el Emperador lo despellejara vivo mientras todavía estaba en Worms; pero en vez de eso, el Emperador respetó el salvoconducto del Dr. Lutero y le permitió regresar a Wittenberg. Pero, apenas se fue, el emperador promulgó el Edicto de Worms, condenando a Martín Lutero por hereje y pidiendo su detención inmediata.

Nos obliga a todas a tener en cuenta las consecuencias. Por ahora, el hermano Martín no es más un monje que desvaría, de capacidad mental cuestionable. Es un hombre al que lo buscan para matarlo, un hombre que predica contra el Santo Padre y la iglesia, y todo hombre o mujer que sea tan insensato como para seguirlo será perseguido y vilipendidado como él.

Estoy reacia a asistir a nuestros estudios regulares de la Biblia. El miedo me mantiene lejos. Noche tras noche voy a la capillita del convento y me arrodillo sobre las piedras, rogando a Dios guía, ayuda. No creo que haya orado así antes, pero ahora descubro que no tengo a quién más recurrir. La Palabra de Dios se ha vuelto preciosa para mí; sin embargo, también es como una gran espada que tajea las cuerdas que me aferran a la única ancla que conocí toda mi vida: la Santa Iglesia Romana. Si me liberara, ¿qué sería de mí? Quedaría a la deriva en un vasto océano sin límites, y ¿quién sería mi ancla?

Un día estoy trabajando en el huerto, sacando las malezas. Mi mente está agitada por la situación en la que me encuentro. Cuando hago una pausa del trabajo, y miro mi ropa, veo que los abrojos espinosos de las malezas se prenden de mi falda. Los saco mientras medito en un pasaje de la Escritura que leí el día anterior.

Es un solo versículo del capítulo 15 de San Juan donde nuestro Señor habla de la vid y sus pámpanos. En el versículo 5, él dice: “Yo soy la vid, ustedes los pámpanos. El que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto. Porque separados de mí, nada pueden hacer”. Reflexiono en este versículo, desmenuzándolo en silencio en mi mente como estuve desmenuzando los terrones de tierra rica a mis pies.

Pienso en los abrojos que todavía están prendidos de mi falda, y los comparo con un pámpano y cómo se prende a la vid, extrayendo alimento y fuerza de ella. Un pámpano no es nada sin la vid, porque la vid es su fuente de vida. Y entonces, tranquilamente, como el amanecer que se levanta sigilosamente sobre la tierra dormida, la verdad se fija en mí. Veo la elección ante mí como realmente es. Había pensado que estaba luchando por aceptar las palabras del hermano Martín y los peligros inherentes a esa elección, pero la verdad es que estoy luchando por aceptar las palabras de Cristo.

Sí, el camino que el hermano Martín está forjando delante de nosotros está lleno de peligro y sacrificio. Me costará algo abrazar estas enseñanzas nuevas. Tendré que dejar la seguridad del convento y enfrentar un mundo que es hostil y extraño, no solo para mis creencias sino también para mi género. Tendré que aprender en el mundo exterior. Me doy cuenta de que aceptar estas enseñanzas nuevas será renunciar a la seguridad: la seguridad de un techo sobre la cabeza, alimento en el estómago, una posición respetable en la vida. Porque, si salgo de este convento, no sería más que una mujer sin techo, indefensa, desprotegida y vulnerable, en un mundo para el que no soy de utilidad aparte de como madre y esposa; y no tengo experiencia en esas cosas. No sé qué significa ser esposa o madre, porque viví con monjas toda la vida. Suspiro, me levanto y sacudo el polvo de mi falda, y tomo un abrojo con la mano. Me doy cuenta de que, al igual que este abrojito, tengo que elegir a qué me voy a enganchar. ¿Será a Cristo? ¿O será a la seguridad del convento? Porque sé que no puede ser a los dos.

Verano de 1522

Margarita es la que finalmente toma una decisión. O por lo menos actúa.

Somos doce, y todas decidimos que no podemos darles la espalda a las verdades que aprendimos. Leí el libro de Romanos una y otra vez, y descubro que no puedo negar la belleza pura de la justificación por la fe; no puedo. Ese libro, por encima de todos los demás, me enseñó que debo apegarme a Cristo como ese abrojito se pegó a mí. No hay otro lugar seguro donde yo pueda estar, ni siquiera dentro de los muros de este convento que ha sido mi hogar por tanto tiempo. Mi única seguridad está en Cristo, y debo aferrarme a él siempre.

Pero eso nos deja con muy pocas opciones. Todas les escribimos a nuestras familias, preguntando titubeantes si nos recibirán de vuelta, si podemos ir a casa. Mi padre ni siquiera responde, y su silencio es elocuente. La mayoría de las otras hermanas descubren que sus familias tampoco las recibirán. Albergar a una monja fugitiva es un escándalo, sin mencionar que es un peligro, especialmente en épocas como en las que vivimos. Nadie quiere que lo llamen hereje y terminar quemado.

Entonces, Margarita decide por su cuenta escribirle a Martín Lutero.

–Pero ¿qué le dirás? –pregunta Verónica con los ojos abiertos de incredulidad.

–Le preguntaré si puede ofrecer una solución a nuestro dilema actual –dice Margarita despreocupadamente; aunque me pregunto si ella está tan segura como parece.

–¿Qué clase de solución podría siquiera ofrecernos? –Eva sacude la cabeza.

–Bueno, nos vamos a enterar pronto –sonríe Margarita.

Y así es, porque el hermano Martín le responde a Margarita y empiezan a hacer un plan.

Wittenberg, Sacro Imperio Romano Germánico 15 de abril de 1523

Apiñada en un barril de pescado en la parte trasera de un carro que anda a los empujones, me recuerdo a mí misma que esto es lo que quería: salir, ser libre. Pero, con el hedor del pescado podrido que llena mi nariz, no puedo evitar preguntarme si pudiera haber habido una forma mejor de sacarnos del convento. Al mirar al cielo que está arriba de mí, veo que está a rayas con el rosado pálido del amanecer. Pienso: Por lo menos no tengo frío.

Estoy dormitando, cuando el carro se detiene. Me despierto de un salto y me quedo sentada escuchando. Oigo pasos que crujen en la grava y después un crujido cuando alguien sube a la plataforma del carro. Aparece una cara sobre mi barril y bloquea el sol. Suspiro cuando me doy cuenta de que es Herr Koppe.

–Estamos en Torgau –dice–. ¿Quiere bajarse acá o quiere seguir hasta Wittenberg?

–Hasta Wittenberg –gruño con los labios partidos.

Él asiente. Después va a los otros barriles y oigo que les pregunta lo mismo a las demás: ¿Torgau o Wittenberg? Tres de las hermanas deciden salir. Esa noche paramos en un granero abandonado junto al camino, donde nos acostamos en el heno lleno de ácaros, y dormimos intermitentemente unas pocas horas. Después, justo antes del amanecer, partimos otra vez.

Tarde al día siguiente, llegamos a Wittenberg. El carro traquetea sobre las calles adoquinadas, y puedo oír el ruido del mercado y la gente que se ocupa de sus cosas. Cuando el carro por fin se detiene, oigo gritos y pasos, y después un crujido conocido antes de que aparezca la cara de Herr Koppe sobre mí.

–Llegamos, Fraulein Catalina –dice.

Sujeto el borde del barril y me levanto. Miro alrededor mientras emergen las demás. Casi se me doblan las piernas cuando me paro y me agarro de los barriles para sostenerme mientras me dirijo a la parte de atrás del carro.

Veo un grupito de hombres parados justo detrás del carro que nos miran a mis hermanas y a mí con curiosidad. Si el olor a pescado los atacó, no lo demuestran. Voy a bajar del carro, y tropiezo y casi caigo al piso de tan entumecidos y acalambrados que tengo los pies. Uno de los hombres da un salto y me sostiene con un brazo alrededor de mi cintura.

–¿Está bien, Fraulein...? –pregunta con una sonrisa amistosa–. Soy Espalatino, secretario del príncipe Federico de Sajonia.

–Catalina –devuelvo la sonrisa, mientras las piernas todavía me tiemblan–. Catalina von Bora.

Las otras hermanas salen de sus barriles y las presento rápidamente.

Entonces, aparece otro hombre.

–Nicolás von Amsdorf –dice sonriendo–. Soy uno de los amigos del Dr. Lutero. Envía sus disculpas por no poder estar aquí, pero dio instrucciones de que las lleve a su alojamiento y que se pongan cómodas.

Todas vamos detrás de él. El hedor a pescado sale a nuestro alrededor como una nube. Los buenos ciudadanos de Wittenberg se detienen y susurran entre sí mientras pasamos. Dejamos nuestros hábitos de monja en Nimbschen y tenemos los vestidos manchados con suciedad. Tenemos el pelo corto, los labios secos y la cara pálida de agotamiento. Después me enteré de que cuando Espalatino le habló a Martín Lutero de nosotras, describiéndonos, nos llamó “un espectáculo deprimente”.

Nicolás nos lleva a nuestro alojamiento y pregunta:

–Damas, ¿qué les gustaría hacer primero? ¿Comer algo, quizá?

Nos miramos y, levantando las cejas con diversión, le pido amablemente:

–Un baño, Dr. Von Amsdorf. ¿Cuán rápido piensa que podría arreglar que todas nos bañemos?

Cuando el Dr. Lutero viene a vernos esa noche, estamos bañadas y olemos menos a pescado; aunque me estoy empezando a preguntar si lo que dijo Elsa es cierto, que podríamos bañarnos por mil años y nunca nos sacaríamos ese olor.

El Dr. Lutero es afable pero un poco serio, y nos saluda formalmente. Nos informa que se hará responsable financieramente de nosotras hasta que podamos establecernos por nuestra cuenta, aunque no sabemos cómo vamos a lograrlo.

–¿Con el matrimonio, tal vez? –sugiere, y todas lo miramos en silencio.

Por supuesto, eso es lo que debemos hacer, pero somos monjas que hemos vivido en un convento la mayor parte de la vida, y no tenemos ni idea de cómo se manejan esas cosas.

–¿Cómo vamos a ocuparnos de eso? –pregunta Verónica al final–. ¿Tendremos que salir y arreglar los matrimonios nosotras mismas?

Entonces los labios del Dr. Lutero se levantan con una sonrisita.

–La ayudaré, Fraulein Von Zeschau –dice–. Las ayudaré a todas.

Primavera de 1525

Estoy al borde de la desesperación, y no puedo soportarlo más ,cuando pido una reunión con Nicolás von Amsdorf. Trato de mantener la calma, pero estoy echando humo para cuando entra en la habitación y se inclina amablemente.

–Buenos días para usted, Fraulein Catalina –dice agradablemente.

Se sienta frente a mí. Inclino la cabeza amablemente, pero después descubro que estoy demasiado impaciente para seguir con ceremonias.

–¡No puedo aguantarlo más, Nicolás! –exclamo, y me mira sorprendido.

Es claro que no tiene idea de mis frustraciones. Pero entonces veo que ablanda su expresión e inclina la cabeza.

–¿Está preocupada por el joven Baumgartner? –pregunta apaciblemente.

Siento que me sonrojo y me saltan lágrimas de los ojos. Quiero negar que siento algo por Jerónimo Baumgartner, pero no puedo mentir, así que, suspiro miserablemente y bajo la cabeza.

–¿Hizo él alguna promesa? –pregunta Nicolás con calma.

No puedo hablar; así que, asiento una vez con la cabeza.

–¿No supo más nada de él desde entonces?

Carraspeo y levanto la cabeza, levanto el mentón como señal de bravura, aunque siento que el corazón se me cae a los pies.

–Le escribió al Dr. Lutero –digo, y cada palabra no tiene el mínimo rastro de emoción.

Nicolás me observa un momento antes de volver a sentarse.

–¿Qué dice?

–Dice que su familia no toma a bien pensar que se casará con una monja fugitiva –no puedo ocultar la amargura que irrumpe en voz.

Nicolás suspira y sacude la cabeza.

–Lo lamento, Cati. Sé que esto es duro.

Su tono amable, compasivo, casi me quiebra, pero me obligo a controlar mis emociones.

–Necesito estar casada, Nicolás –digo con rigidez–. Soy la única de nosotras, digo, la única de las nueve monjas que vinieron a Wittenberg que todavía no encontró un pretendiente. Pensé...

Mi voz se pierde por un momento.

–Pensé que le importaba de verdad a Jerónimo –digo atreviéndome a mirarlo a los ojos.

Él está en silencio, mirándome con tristeza.

–Lo lamento –dice otra vez, y miro a otro lado.

–¿Sabe? –hago una pausa; estoy luchando con lo que debo decir–. Usted sabe lo que significa ser mujer en este mundo. No puedo establecer un hogar por mi cuenta. No tengo forma de tener ingresos decentes ni manera de mantenerme. Necesito un hombre que me cuide, y mi padre no quiere hacerlo y tampoco lo harán mis hermanos.

Me encojo de hombros.

–Así que, ya ve, no tengo ninguna esperanza.

Nicolás asiente.

–Pero usted está trabajando actualmente. ¿En la casa de los Cranach? –dice.

He sido huésped en el hogar de Lucas Cranach, el pintor de la corte del elector de Sajonia, pero no puedo vivir ahí para siempre y se lo digo a Nicolás.

–Necesito una solución –digo, y mi voz suena a desesperación–. No puedo seguir así. Pronto se volverá una mancha en mi reputación.

–¿Qué hay de Gaspar? –dice Nicolás al final.

–¿Gaspar Glatz? ¿El pastor? –pestañeo.

Él asiente observando mi reacción. Sacudo la cabeza.

–¡No, Nicolás! Podría ser mi abuelo. ¿Cómo puede sugerirlo siquiera?

Levanta las manos para tratar de calmarme.

–Solo estoy repasando sus opciones, Cati –dice tratando de aplacarme–. Sé que está en una situación imposible y pensé que Gaspar podría ser un buen candidato. Es un buen hombre y sería bondadoso con usted.

–¡No! –exclamo–. ¡No! ¡No puedo acceder a casarme con... con un hombre tan viejo!

–¿Tiene alguna otra idea? –pregunta sonriendo levemente.

Respiro hondo y lo miro fijo hasta que aparta la vista. Esta es mi oportunidad, para la cual me he preparado durante los últimos días.

–Pienso –digo lentamente– que en este punto solo tiene sentido para mí casarme con usted o con el Dr. Lutero.

Él parpadea, atónito. Entro en pánico por un momento. ¿Cómo se me ocurre proponerle matrimonio a Nicolás o al mismo Martín Lutero?

De repente, salta de la silla como si lo hubieran mordido y me temo que va a salir corriendo por la puerta, pero solo va hasta el hogar dándome la espalda. Cuando se da vuelta, sus ojos se fijan en los míos y escudriña mi cara.

–¿Lo dice en serio? –pregunta al final.

Suspiro y retuerzo las manos sobre mi regazo.

–No bromearía sobre algo así –digo–. Escuche, Nicolás, si pudiera vivir por mi cuenta, lo haría, pero no puedo. No me está permitido. Necesito un tutor masculino que se encargue de mí.

Camina de vuelta a la silla y se sienta. Después pone los codos sobre las rodillas y pasa las manos por su cabello, olvidándose completamente de su gorra. Esta cae al suelo y la levanta, retorciéndola nerviosamente entre sus dedos. Ríe suavemente.

–No puedo casarme con usted, Cati –me mira y sacude la cabeza–. Usted me comería vivo.

Y entonces no puedo evitar reírme.

–No soy tan terrible, Nicolás –digo sonriendo.

Él devuelve la sonrisa y sacude la cabeza otra vez.

–Pienso que sí. Y pienso que el único hombre que de verdad podría manejar estar casado con usted es Martín. Ustedes dos van a discutir acaloradamente y se van a equilibrar mutuamente.

–Entonces, ¿hablará con él? –pregunto.

La esperanza surge en mi corazón.

Nicolás asiente y encaja su gorra de vuelta en su cabeza.

–Sí –dice con los hombros caídos por la resignación–. Sí, hablaré con él.

13 de junio de 1525

Nos casamos en la casa de Martín, el Convento Negro, en una pequeña ceremonia privada. Nos casa Juan Bugehagen, uno de los amigos más cercanos de Martín.