Hijas del sur - Deb Spera - E-Book
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Hijas del sur E-Book

Deb Spera

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Beschreibung

Una conmovedora novela protagonizada por tres inolvidables mujeres sureñas en los duros años que precedieron a la Gran Depresión. En la Carolina del Sur de 1924, apenas recuperada de una terrible plaga que ha devastado tanto la tierra como la economía, entre pantanos infestados de caimanes y plantaciones de tabaco, tres mujeres muy distintas unirán sus destinos para luchar contra las injusticias cotidianas que atenazan sus vidas. Gertrude, blanca y pobre, tiene que tomar una decisión trascendental y trágica para no morir a manos de su marido maltratador y salvar a sus hijas del hambre y el paludismo. Retta pertenece a la primera generación de descendientes de esclavos negros nacida libre, pero sigue trabajando para la misma familia, los Cole, que hasta hace poco fue propietaria de sus padres. Annie, la matriarca de los Cole, dueños de inmensas plantaciones y de una fábrica textil, tiene que lidiar con la terrible verdad que ha fragmentado a su familia. Contada a través de sus tres voces, Hijas del sur es una audaz novela atemporal sobre el poder de la familia, los secretos ocultos y la fiereza de la maternidad, narrada con una gran fuerza lírica y una hondura emocional que cautivará a los fans de Criadas y señoras, El color púrpura o Tomates verdes fritos. "Con una escritura rica y fascinante, el debut de Deb Spera es una mirada poderosa a las vidas de las mujeres del Sur profundo de principios del siglo xx". Booklist "Deb Spera posee un talento increíble y una poderosa voz femenina. Canaliza a las mujeres en esta apasionante novela, Gertrude, Oretta y Annie, como alguien que ha vivido dentro de ellas. No puedo recomendarlo lo suficiente". Mark Bowden, autor Black Hawk derribado Esta es una novela contundente, robusta, profunda y letal con la pereza del lector. Este relato mezcla el amor salvaje de una madre con la brutalidad de los hombres, con el peligro del entorno y el dolor que te lleva a buscar desesperadamente la felicidad. El hambre que mata, el dolor por estar vivo y los fantasmas, forman una amalgama de la que ningún personaje es capaz de escapar."Hijas del sur" es una de las novelas del año; por su intensidad, por su carga emocional y por contener un universo que nos atrae irremediablemente. Gabriel Ramirez, El Correo

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Hijas del Sur

Título original: Call Your Daughter Home

© 2019 by Deb Spera

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del inglés, Celia Montolío Nicholson 6

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imágenes de cubierta: Getty Images

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-395-5

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Breve introducción

Parte I

1. Gertrude Pardee

2. Annie Coles

3. Oretta Bootles

4. Gertrude

5. Retta

6. Gertrude

7. Retta

Parte II

8. Annie

9. Gertrude

10. Retta

11. Gertrude

12. Annie

13. Retta

14. Gertrude

15. Retta

16. Annie

17. Retta

18. Gertrude

19. Retta

20. Annie

Parte III

21. Retta

22. Gertrude

23. Annie

24. Retta

25. Annie

26. Gertrude

27. Retta

Parte IV

28. Annie

29. Retta

30. Gertrude

31. Annie

32. Retta

Parte V

33. Gertrude

34. Retta

35. Gertrude

36. Retta

37. Gertrude

38. Annie

39. Después

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Mamaw

Breve introducción

 

 

 

 

 

De niña, me fascinaban las historias de las penalidades sufridas por mi familia, y estas historias cobraron aún más protagonismo cuando fui madre y tuve mi propia familia. Esta fascinación acabó colándose en las páginas de este libro. Aunque Hijas del Sur es una obra de ficción, las voces de mi abuela y de mi bisabuela me acompañaron con tanta intensidad mientras la escribía que sentía la presencia de ambas a través de señales y portentos. Escribía en el porche de atrás y durante un mes vino a verme a diario un pajarillo, que incluso entró en casa conmigo en tres ocasiones. Dejaba que le cogiera. Algunas mañanas se quedaba en la puerta de atrás como a la espera del momento oportuno para pasar. Este fue uno de los muchos acontecimientos que me hicieron pensar en el vínculo tan estrecho que tenemos con el mundo natural y con lo que hay más allá.

Pocas veces se menciona el hecho de que el Sur se sumió en una profunda crisis financiera mucho antes del crac de Wall Street de 1929. El algodón era el principal cultivo de la zona antes de que la plaga del gorgojo diezmara su economía desde 1918 hasta mediados de los años 20. Muchas personas murieron de hambre. Mi familia, como tantas otras, padeció el doble impacto de la Gran Depresión que sobrevino poco después.

Cuando era pequeña, solía ir desde Kentucky a Branchville, Carolina del Sur, para ver a mi bisabuela, Mama Lane. Hervía cacahuetes recién cogidos, salía de casa para ir al retrete exterior, desplumaba gallinas y descascarillaba nueces pecanas para el invierno. Mama Lane crio a cinco hijos en Branchville. Vivían en Highway 21 (conocida también como Freedom Road, la Carretera de la Libertad), en una casita de alquiler que no tenía instalación de fontanería. Nada más salir de la cocina había un surtidor rojo que abastecía a la familia de agua para las necesidades cotidianas. Mi bisabuelo murió cuando sus hijos eran pequeños en un accidente del aserradero en el que trabajaba. Después de su muerte, Mama Lane dejó a los niños con distintos parientes para tenerlos alimentados hasta que encontrase un empleo que le permitiese reunir de nuevo a la familia.

Los fines de semana y casi todos los veranos me quedaba con su hija, mi Mamaw, mi abuela, que se pasó la infancia recogiendo algodón y fregando porches por cinco centavos. Eran, decía, tiempos desesperados; en la adolescencia se quedó sin dentadura por culpa de la desnutrición. Fue madre de seis y abuela de ocho, y le aterraba que cualquiera de nosotros pudiera tener lombrices. Estaba convencida de que se debían a la falta de higiene, lo cual tal vez explique por qué nos frotaba tan fuerte a la hora del baño. A Mamaw, la cocina lowcountry se le daba de maravilla. Jamás seguía recetas, y embotaba y congelaba todo lo posible de lo que le daba el huerto. Me pasó su receta del pastel de melocotón tal y como la reproduzco en este libro.

Gertrude, Retta y Annie son fruto de mi imaginación. Las tres son amalgamas de muchas mujeres con las que me he ido tropezando a lo largo de la vida o a las que conozco bien, mujeres que han sufrido debido a sus circunstancias o al color de su piel. Mientras recopilaba datos para escribir este libro, me topé con Clelia McGowan, que interpreta un pequeño cameo en estas páginas. Clelia está enterrada en los libros de Historia de Charleston, pero su vida es un brillante ejemplo de lo que las oportunidades, la educación y la valentía pueden conseguir. Después de que su marido muriera de neumonía, Clelia tuvo que criar sola a tres hijos. Fue presidenta de la Liga del Sufragio Igualitario de Charleston, y una vez que la Decimonovena Enmienda se ratificó en agosto de 1920, el gobernador de Carolina del Sur la nombró para la Junta de Educación del estado. Fue así como McGowan se convirtió en la primera mujer asignada al ejercicio de un cargo público. En 1923, su colega Belizant A. Moorer y ella fueron las dos primeras mujeres de la ciudad de Charleston en ser elegidas concejalas.

Dudé mucho sobre si debía incluir o no la «N-word»[1] en esta novela. Es una palabra que desprecio profundamente, pero me pareció que evitarla sería falsear la época y el lugar en los que se desarrolla la trama. Históricamente, la «N-word» se ha utilizado como herramienta para degradar y deshumanizar a toda una raza. Pasar por alto su existencia equivale a pasar por alto las tribulaciones sufridas por la comunidad afroamericana a manos de la mayoría blanca. He utilizado la palabra con moderación en estas páginas para dejar patente el bajo nivel moral de una sociedad poco dispuesta a asumir la responsabilidad por el dolor y el sufrimiento infligidos a una gran parte de la población.

Muchos de los escenarios que aparecen en este libro siguen existiendo en la actualidad. Shake Rag es un pequeño barrio negro de Branchville. Aunque no figura en ningún mapa, cualquier persona con la que te cruces por la calle sabrá indicarte dónde está. En Branchville (o, en su origen, «the Branch», el ramal) hubo tres campamentos de nativos americanos. El nombre procede de un ramal de un camino que se bifurcaba justo al pie de un viejo roble en el que se reunían los comerciantes a intercambiar mercancías. El ramal estaba tan bien situado que la vía férrea de Branchville, construida en 1828, recorre la misma ruta.

El campamento de la novela se basa en el de Indian Fields, que lleva existiendo en la localidad de St. George desde 1838. Este campamento metodista de revitalización religiosa consiste en noventa y nueve cabañas (las llamadas «carpas») y un templo al aire libre («tabernáculo») con cabida para mil personas sentadas. Las carpas se transfieren a los miembros de la misma familia de generación en generación y están situadas alrededor del templo en forma de círculo, símbolo de la experiencia religiosa compartida. El campamento se sigue celebrando todos los años la primera semana de octubre, la fecha que tradicionalmente señala el final de la recolección. Aunque en años recientes se ha instalado la electricidad, sigue siendo bastante primitivo. Los aseos son retretes exteriores, uno por carpa y con su mismo número. Sigue habiendo una competencia tácita entre las carpas en torno a cuál tiene la mejor cocinera. La morcilla de pulmón de cerdo, en efecto, existe. La he probado. Y no está nada mal.

Cuanto más documentaba esta historia, más me asombraba el espíritu de resistencia de Mama Lane y Mamaw, que, siendo mujeres jóvenes de escasos recursos, se mantuvieron firmes y sobrevivieron durante una gran crisis. La bravura de su maternidad es para mí una lección de humildad y una fuente de inspiración. Mama Lane y Mamaw ya no están con nosotros, pero sigo volviendo a Branchville y a Charleston. Mama Lane murió en 1992 a los noventa y dos años, justo una semana antes de que naciera mi hija. Mamaw murió en 1995, once meses después de que su hijo, mi tío Boogie, falleciera. Antes de morir, me prometió que me enviaría una señal en cuanto llegase al lugar al que iba, a modo de prueba de que se encontraba bien. «Seguramente —dijo—, a través de un pájaro». Justo antes de que cruzase al otro lado, oyó un coro cantando su nombre. También yo oigo una voz anónima cada vez que viajo a Carolina del Sur. Sin falta, a medida que el avión empieza a descender sobre los vastos estuarios, las voces me llegan suaves pero con toda claridad. Susurran una sola palabra, una y otra vez: hogar.

 

 

[1] Modo eufemístico de referirse a «nigger», término ofensivo que en castellano no tiene una traducción precisa: «negro» o «negrata» se acercarían sin llegar a recoger todas las connotaciones del término. (N. de la T.)

 

 

I.

1. Gertrude Pardee

 

 

 

 

 

Es más fácil matar a un hombre que a un caimán, pero la espera es parecida. Hay que estar al acecho, y cuando se despista se le pega un tiro en la nuca. La caimana a la que estoy vigilando también me vigila a mí. Estoy al final del periodo y huele la sangre, así que está medio dentro, medio fuera del agua, tendida sobre la franja de tierra seca que nos sirve de sendero para cruzar el pantano y salir a la carretera. Estoy apoyada contra un viejo ciprés. Formamos una extraña pareja. El dolor me da náuseas. Estoy agarrotada de tanto esperar, pero no importa. Nada de esto tiene importancia, solo esta franja de tierra extendida como una cuerda entre las dos. La bicharraca está de espaldas al nido que ha encontrado hoy mi pequeña Alma. Es toda una señora madre de tres metros de largo, suficiente para que comamos todo este otoño. En la escopeta tengo dos cartuchos, pero solo una oportunidad para matarla.

 

 

Cuando nos mudamos a Reevesville, tenía la esperanza de meter a Alvin en vereda, pero a este paso me va a volver loca. No hace otra cosa que beber desde hace casi un año, desde que el gorgojo del algodón arrasó la cosecha. Todo lo que teníamos lo dejamos en Branchville, incluidas dos de nuestras cuatro hijas, para venirnos aquí a trabajar en el aserradero de su padre. Confiaba en que con un empleo estable y la barriga llena se enmendaría, pero qué va. Y a saber si lo hará. Ayer a la una cerró el aserradero y no volvió a casa hasta las tantas de la noche. Después encontró la carta en la que mi hermano Berns me decía que había un puesto de trabajo para mí en Branchville. A Berns le odia porque se encarga de las cosas de las que él no puede ocuparse. Me pegó una paliza y me advirtió que me quedase quietecita. Sigue enfadado por la última vez que fui a pedir ayuda a mi hermano. Ahora no puedo abrir el ojo de lo hinchado que está, no veo nada por él y la única carta que me ha llegado en el último mes con noticias de mis dos hijas mayores está carbonizada.

Alvin se ha pasado toda la mañana en la cama hasta que ha venido su padre y ha puesto el grito en el cielo. Ahora se ha ido a trabajar, hecho polvo de tanto beber, y a nosotras nos suenan las tripas. Me he matado a trabajar en este lugar y no ha servido de nada. Soy la señora de la casa, pero no tengo ni casa ni hogar.

El padre de Alvin me echa a mí la culpa. No lo dice, pero lo noto. Ni siquiera me mira cuando Alvin bebe, que es a todas horas. Mi cuerpo es el campo de batalla del infortunio de mi marido. Más de una vez he oído a su padre decirle que debería tener un hijo varón para que alguien le ayude, pero miro a Alvin y pienso que las palabras de su padre no tienen ni pies ni cabeza. Ahora Alvin no se cansa de repetir que, si tuviéramos un chico, podríamos haber salvado lo poco que teníamos en Branchville. Dice que la culpa de que se vea obligado a andar por ahí merodeando la tengo yo.

Tenemos cuatro hijas; dos de ellas están llegando a la edad de merecer. Aunque en principio podría ser buena cosa, no sé quién las iba a querer, porque no tienen dote. Me huele a que se van a meter en líos, y me preocupa. La mayor, Edna, tiene quince años y no le da ningún reparo hablar con el primero que la mira. Como siga así, esta va a acabar como el mismísimo demonio. La segunda, Lily, tiene trece años y cree que tiene agallas, pero qué va. Me sigue durante todo el camino de vuelta a casa sin parar de pegarme, y luego suplica que la deje entrar por la puerta de atrás porque le da miedo la noche. Cuando yo tenía su edad, a mi madre se le había ido la cabeza y le daba por decir disparates, pero de vez en cuando se le pasaban los ataques y se acordaba de cuidarme como una buena madre.

—Gertie —me dijo una vez—, cuando te cases y estés encinta, te deseo toda la felicidad del mundo, pero espero que conozcas y comprendas los deberes de una esposa, porque en manos de la mujer está que el hombre prospere o que se malogre. Aunque sea cosa de dos, un hogar feliz es sobre todo responsabilidad de la mujer.

Alvin vino a por mí a lomos de un caballo. Hasta entonces ni siquiera le había puesto la vista encima; fue mi padre el que concertó el matrimonio. Alvin es un hombretón. Fue brusco desde el principio, pero iba a la iglesia y papá decía que era muy trabajador. El día que me fui de casa, a solo dos semanas de cumplir los catorce, mamá estaba sentada a la mesa retorciéndose las manos y murmurando no sé qué acerca de un huracán. Aquel día no había más que nubes de lluvia, pero no había modo de sacárselo de la cabeza. Cuando una chica se va de casa necesita a su madre, pero la mía ya no era capaz de verme. Metí en un morral todo lo que cabía: un vestido de repuesto y un camisón, dos delantales y ropa interior. Una vez lleno cogí una colcha que habíamos hecho entre mamá y yo (sobre todo yo, porque había semillas de algodón en los cuadraditos, mientras que en las colchas de mamá no había ni una semilla), y en el centro puse una sartencita de hierro fundido, unos cacharros y ropa blanca que había ido guardando para el día de mi boda. Me até la colcha al cuello y me eché el morral al hombro. Cogí la vieja muñeca de trapo que estaba colgada de un gancho en la pared del cuarto en el que dormíamos Berns y yo y se la puse a mamá entre los brazos.

—Cuida al bebé —le dije. Era la única manera de que dejase de hablar de la tormenta. Estuvo un buen rato dándole besos y acunándola. Yo pensaba que ojalá ese bebé fuera yo.

Las cigarras llevan toda la mañana chillando como si estuviesen avisando de algo, pero ya sé yo el calor que hace sin necesidad de que me lo digan ellas. El mes de agosto no da tregua: no son ni las siete y ya tengo el vestido empapado de sudor. Es tan viejo y está tan dado de sí que no se pega a nada, solo al sudor. Llevo los dos últimos paños limpios remetidos en lo que me queda de las bragas, por el periodo. Mis dos hijas pequeñas tienen diez y seis años. Para sobrevivir no les queda más remedio que irse a Branchville. Mary, la pequeña, está enferma. Lleva dos días sin probar bocado y me aterra lo que pueda pasar hoy. Les doy un poco de rapé para mantener el hambre a raya y las limpio como puedo con agua del surtidor de fuera. Las dos están en los huesos, salta a la vista. El hambre nos ha debilitado a todos y no veo que vayan a volverse las tornas antes de que pierda a una de ellas, o a las dos.

Me he propuesto ver a mi hermano para hablar de lo que dice en la carta. Además, a lo mejor Mary y Alma podrían quedarse una temporadita con su mujer y él mientras arreglo las cosas. Tengo que intentarlo. Mary sabe coser un poco, y también limpiar, y come como un pajarito. Y Alma sabe disparar y destripar gorrinos. Y también se sabe las tablas de multiplicar. La enseñé yo, aunque, total, en los tiempos que corren no hay nada que contar y la aritmética no sirve para nada. Cero es cero, no hay más vueltas que darle, pero eso no quita para que sea muy buena cosa que una chiquilla de diez años se las sepa.

Voy a por la escopeta para el viaje que vamos a hacer, pero no recojo el vómito y los excrementos que ha dejado Alvin esta noche. Por la mosquitera rota se cuelan bichos voladores que cubren la porquería. Fuera, la cosa no mejora. El pantano de Polk no tiene piedad. A mis niñas les he arrancado unas sanguijuelas grandes como crías de culebra, y les salieron llagas en los pies por culpa de la humedad. El pantano es un lugar brutal. Pulula de todo, bichos que mejor no saber qué son.

Esta escopeta era de mi madre, una Fox Sterlingworth de dos cañones paralelos. Se la dio su padre, y luego, al morir el mío, Berns me la trajo cuando Alvin me prohibió salir de casa para ir al funeral. Berns se encargó de que el carro fúnebre bajara por el camino de tierra que hay enfrente de la casa en la que vivíamos para que pudiera presentar mis últimos respetos desde el otro lado de la puerta mosquitera. Después del entierro, volvió y Alvin le dejó pasar al ver que llevaba la escopeta. Berns la dejó sobre la mesa y me dijo que, como era de la familia de mi madre, lo suyo era que se la quedase la hija. Gracias a la escopeta nos hemos llenado el buche. Pienso llevármela hoy para la caminata. Corren malos tiempos, por cinco centavos cualquier chalado estaría dispuesto a matarte en la carretera. Así son las cosas.

Nos pusimos en marcha antes de que el reloj diera la media y nos metimos por el pantano para que los árboles nos protegieran del calor. Me conozco el camino a Branchville. Por el pantano se tarda más que siguiendo las vías del tren, pero nos tenemos que defender del calor del día. Las moscas negras se ceban con nosotras como si fuera la hora del almuerzo. ¡Qué no daría yo por comer así! Alma no quita ojo al borde del camino, por si ve serpientes o cualquier otra cosa que pueda cazar.

—Mamá, mira —me dice, volviéndose. Miro hacia donde señala y veo el nido de caimán más grande que he visto en mi vida. Busco inmediatamente a la madre, pero no está por ningún lado. A juzgar por el tamaño del nido, tiene que ser grande.

—Dios santo, Alma, menudo cacho de nido, ¿eh?

Sonríe, orgullosa de haberlo visto. Mary le da un tironcito y pregunta:

—¿Qué es? Quiero verlo.

Alma la acerca y señala hasta que la niña ve lo que ha encontrado su hermana y se vuelve hacia mí asustada, pero yo sigo andando.

—Los caimanes no salen a cazar hasta que se hace de noche, estamos a salvo —le digo, y dejamos atrás la franja de tierra y pasamos entre las lianas las tres juntas.

Alma sale corriendo para demostrar que se sabe el camino. Es rápida. La he visto trincar una ardilla por el rabo y troncharle el cuello antes de que pudiera darse la vuelta y morderla. Siempre ha sido ágil, pero de tanto pasar necesidades está perdiendo reflejos. Ya ni sé cuántas veces habrá escapado de las manos crueles de su padre. Tengo miedo de que algún día Alvin coja la escopeta y le descerraje un tiro. Como nos mate, la culpa será mía. Estas dos niñas se irán al infierno por los pecados de su madre, porque aún no las he bautizado.

 

Mi padre me enseñó a cazar. Lo fundamental es saber esperar. Así que aquí estoy, en cuclillas, esperando. Los ojos de esta caimana no se han apartado ni un segundo de los míos. Papá cazaba caimanes y me enseñó cómo construyen los nidos. La caimana deposita los huevos en la orilla y los tapa con palos, hojas y cosas por el estilo. Después, se queda rondando por los alrededores para cazar y comer, esperando a que las crías la llamen. Papá me dijo una vez que cuando la cría está lista dentro del huevo, chilla hasta que viene la madre y rompe el cascarón para que salga. Después se las lleva una a una al agua y se queda con ellas casi seis meses. Ningún otro reptil hace nada semejante. Pasados los seis meses, si las crías no se van a otras aguas, las mata para no tener que competir por la comida. He visto nidos grandes, pero este lo menos tiene setenta y cinco huevos, lo mismo cien. No me gusta comer caimán. Se te forma una bola cada vez más grande en la boca, sin darte tiempo a masticarlo lo suficiente para tragártelo. Y aunque lo hemos cenado muchas noches, el caimán no es una presa fácil.

 

Al llegar a la ciudad me cruzo con personas más viejas que Matusalén. Algunas se dirigen a pie a la estación de ferrocarril con las maletas de cartón a cuestas. Seguro que piensan que las cosas están mejor en el norte, y puede que tengan razón. Si tuviera dinero y no tuviera bocas que alimentar, lo intentaría. Las cosas hay que intentarlas. No quiero encontrarme con ningún conocido, así que nos quedamos en las afueras y atravesamos el bosque para ir a casa de mi hermano. Mejor que nadie vea esta maldición que llevo en la cara. En Branchville son muy amigos del cotorreo, y lo que les faltaba a mis dos hijas mayores, que viven aquí con mi hermano, es que las lenguas viperinas de todos esos que se consideran elegidos por el dedo del Señor para juzgar a los demás ensucien más su nombre.

La fiebre ha dejado a Mary sin fuerzas, pero continuamos. La llevo en brazos, Alma se encarga de la escopeta y les canto la canción que me cantaba mi madre: «Ve y dile a la tía Rhodie, dile a la tía, dile a la tía que ha muerto la vieja gansa gris».

Mary es una canija. No pesará más que una niña de cuatro años. Apoya la cabeza en mi hombro y duerme mientras canto: «La que guardaba, la que guardaba, la que guardaba para hacer un colchón de plumas».

Alma se agarra a mi vestido mientras avanzamos entre la maleza.

«Los ansarinos lloran, lloran y lloran porque ha muerto su mamá».

El dolor del ojo palpita al compás de mi corazón y me recorre la cabeza y los hombros como una especie de fuego salvaje. Me temo que Alvin me ha roto un hueso porque no veo nada por este ojo. Al cabo de tantos años le tengo ya muy calado, pero esta vez estaba de espaldas a mí; así que no vi su puño cuando se giró y me tiró al suelo de un puñetazo. Se me quedó mirando, tambaleándose, y después cogió una cerilla, quemó la carta, vomitó por todo el suelo y se cayó en la cama.

No se ha portado siempre tan mal. Alvin de adversidades sabía mucho, como todos nosotros, pero la plaga de gorgojos de 1921 pudo con él. Arrasaron con todo. El mundo desapareció a nuestro alrededor bajo una negra neblina. Cada noche me acostaba y cada mañana me levantaba con el ruido de los gorgojos comiéndose todo lo que teníamos. Llegaban como una ola del mar, ponían los huevos y volvían para exterminar la siguiente cosecha. Tan mal se puso la cosa que se metieron en la harina y teníamos que comer galletas con gorgojos, porque era eso o nada.

Al principio, Alvin ganaba lo suficiente para que no nos faltase de comer, pero luego empezó a beber y la cosa cambió. Primero fue una botellita de vez en cuando, pero antes de que me diera tiempo a reaccionar, si no le quitaba dinero del bolsillo, se lo gastaba todo en bebida. El alcohol le hacía sentirse más importante, y no se daba cuenta de que lo único que hacía era amonarle. Durante una época hice trueque con mis vecinos: un frasco de tomates, un paño de cocina o un delantal hecho de trapos viejos, cualquier cosa que se me ocurriera que pudiera servirle a alguien. Pero de repente un día, en la iglesia, un tipo dijo: «Pobre Alvin, menuda papeleta tiene con esa mujer que no sabe cuál es su lugar. Pobre desgraciado».

Fue entonces cuando empezó a tomarla conmigo. La cosa se puso tan fea que ya nadie quería saber nada de mis trueques, como si fuera una leprosa o qué se yo. Dejamos de ir a la iglesia y aprendí a clavar la mirada en el suelo. Al final hice lo que había que hacer. Me fui andando ni más ni menos que a St. George, donde vive el padre de Alvin, y le dije que su chico estaba enfermo por culpa del alcohol y que tenía cuatro criaturas hambrientas. Le conté cómo estaban las cosas. Ahora, el padre de Alvin no me mira a la cara porque tuvo que ser precisamente una mujer la que le abriera los ojos. Y eso no hay hombre que lo aguante.

Cuando cruzo el bosque veo a mi hermano y a mis niñas recogiendo el algodón que queda de esta cosecha. Bajo un sol abrasador, se extiende un campo muy grande cubierto de pelusillas blancas rodeadas de espinas negras. Llevan sacos de arpillera colgados al hombro, y veo las chepas y las manos ensangrentadas mucho antes de que alcen la vista.

Berns está encorvado, faenando. Berns Caison Tercero: así le llamábamos. Nunca fue el tercero de nada, pero le llamábamos así porque le gustaba la escuela y se le daban bien las palabras. Mi hija la mayor, Edna, se estira igual que cuando se despierta por la mañana. Y entonces me ve. Se le ilumina la cara y veo la niña que todavía es. «¡Mamá!», chilla, y viene corriendo hacia mí desde la otra punta del campo. Mi Lily se queda mirando sin moverse del sitio con las manos en jarras, como buscando pelea. Berns se protege los ojos con la mano y los entorna, igualito que hacía papá. Por un instante me parece haber visto un fantasma. Es un hombre enjuto pero tiene agallas, y eso que no abulta mucho más que una mujer. Me mira fijamente, ve que estoy sola con las dos pequeñas y se pone tieso. Sabe a qué he venido.

 

Solo hay una manera buena de matar a un caimán con una escopeta. Para que sea rápido hay que darle en la nuca, un circulito justo encima de donde se une la parte ancha de la espalda con la cabeza. Tienes que acercarte por detrás sin que se entere. Y no es nada fácil. Papá dice que una vez vio a un caimán comerse a un ciervo al que había estado siguiendo por la orilla del río Edisto. Que el caimán saltó fuera del agua, enganchó al ciervo del cuello y le dio un revolcón mortal. Ahora sé que es mentira…, a papá le encantaba inventarse historias. Pero también aprendí de él que un caimán jamás malgastaría sus fuerzas con un alimento tan asustadizo como un ciervo. No. Un caimán se lanza a por un cerdo, un mapache, incluso puede que un lince, pero los ciervos son demasiado nerviosos, demasiado saltarines. Si un caimán te trinca, es porque eres vago o imbécil. Yo no soy ni lo uno ni lo otro.

 

 

Berns les da pan con mantequilla a las niñas, las manda a sentarse debajo del sauce del patio para que podamos hablar y me sirve una taza del café que ha sobrado de la mañana. Vuelve a dejar la cafetera en el fogón, se sienta conmigo a la mesa de la cocina y me pasa el azucarero, pero le digo que no con la cabeza. El dulce no me va.

—¿Te ha llegado mi carta? —pregunta.

—Alvin la quemó antes de que acabase de leerla, pero vi lo del trabajo en el Círculo de Costura.

—La señora Walker se murió, así que el puesto está vacante y su casa se alquila. Diez dólares al mes.

—No tengo diez dólares, Berns.

—Los tendrías si aceptaras el trabajo.

—Ya tengo bastantes preocupaciones con Alvin.

Berns se mira las manos, los nudillos, que están casi reducidos a huesos.

—No veo que Alvin se preocupe ni pizca por ti ni por las niñas.

No tengo nada que decir a eso, así que no digo nada. Me tomo el café y me quedo mirando a mis hijas por la ventana. Mary, mi pobre niña enferma, está tumbada con la cabeza apoyada en las rodillas de Alma. Edna está moviendo la sinhueso; mira que habla, aburre a las ovejas. Lily está un poco apartada; en eso ha salido a su padre.

—¿Y esta vez por qué ha sido?

Berns se centra en mí.

—Estaba borracho.

—Está bebiendo mucho, ¿no?

—Como si le hubieran condenado a cadena perpetua. Quiere que Lily se vaya a vivir con su abuelo. Para que tenga una esclava cuando nazca el bebé. Dice que no le puede decir que no a su padre, así que ya me encargué yo de decirlo.

Berns se levanta a lavar la taza en la pila. Es un buen marido. Él y Marie forman un buen matrimonio. Marie tuvo el mal del pantano hace dos años y, aunque sobrevivió, se quedó coja y necesita un bastón para caminar. Eso no impide que todos los días se levante antes de que salga el sol y recorra los diez kilómetros que la separan del Círculo de Costura, en las afueras de la ciudad, donde cosen sacos de arpillera para las semillas. No tienen hijos, pero a Berns no le importa. Seguramente, parir la mataría. Berns no es como los demás hombres, lo cual no le gana las simpatías de nadie.

—Marie dice que la señora Coles podría reservarte el puesto si se lo pides.

Me quedo mirando a mi hermano.

—No puedo ir a casa de los Coles con estas pintas.

—Gert, casi no tenemos ni para comer y no podemos criar a las niñas. Yo no sé nada de niñas y Marie no tiene energías. Lily se está viendo con el chaval de los Barker. Es un zángano, pero, si se lo digo, me dice que no soy su padre y que no tiene por qué escucharme.

—Ya hablaré yo con ella.

—Si no es eso, Gertrude. Tiene razón, no soy su padre, y Marie no es su madre. Estas chicas te necesitan a ti.

Bajo la cabeza, quiero estar tranquila unos segundos. Berns suspira ruidosamente, arrastra la silla y se levanta.

—Que se quede Alma. No puedo hacer más. No puedo cuidar de una niña enferma, Gert. ¡Si casi ni puedo encargarme de las sanas! Esto tienes que arreglarlo con Alvin.

Antes de irse a terminar la faena de la jornada me dice que lleve a Mary al médico y cierra la puerta. El cuarto queda en silencio. Mamá, sentada en el sofá, me dejaba apoyar la cabeza en su regazo y me pasaba la mano por el pelo hasta que cerraba los ojos y me quedaba dormida. Siempre me daba miedo lo que pudiera traer la noche. Si cierro los ojos y me quedo quieta oigo su voz dentro de mi cabeza, cantándome temblorosa la misma canción que les canto a mis hijas: «El viejo ganso llora, llora, llora porque se ha muerto su esposa».

Cuando levanto la cabeza, que me duele, veo los dos dólares que me ha dejado Berns sobre la mesa.

Debajo del sauce del camino les doy la noticia a mis hijas. Mary se echa a llorar por sus hermanas, hasta que las separo y les digo a Alma y a Edna que vuelvan al campo. Me dan un beso y obedecen. Lily empieza a seguirlas, pero la agarro del pelo y le digo que como se le ocurra chistarles a sus tíos la muelo a palos. Le doy una bofetada para que me mire y le digo:

—Lily Louise, como vuelva a oír hablar de ese tal Harlan Barker, le digo a tu padre que se encargue él. ¿Sabes lo que eso significa?

Me mira sin parpadear.

—Sí.

—Dilo.

Quiero estar segura de que me ha entendido.

—Mamá, por favor, no voy a verle más.

—Si viene a rondarte, ¿qué le vas a decir?

—Que mi padre le matará.

—Si viene, le dices que tu padre le va a cortar el cuello. Tú dile eso.

Se ha puesto a llorar, y me alegro.

—Haz caso a tus tíos. Hala, vete.

Le doy un empujoncito para que se vaya al campo, donde Alma, reanimada por el pan con mantequilla que se acaba de comer, casi ha terminado de cosechar una hilera de algodón.

Cojo a Mary con un brazo y la escopeta, con el hueco del codo. Seguro que vamos dando la nota por Main Street, si es que a alguien le da por fijarse en nosotras, pero llevo la cabeza gacha para rehuir las miradas. La familia Coles es dueña del Círculo de Costura y de casi todas las tierras de Branchville. Hasta puede que de la ciudad entera. De eso ya no estoy tan segura. Mi padre trabajó para ellos, y, antes que él, su padre. Trabajábamos la tierra que arrendábamos a los Coles, pero eso fue antes de que los gorgojos nos desplumasen. Después, a los Coles les dio por obligar a los arrendatarios a criar gallinas. Papá trabajó esas tierras toda su vida, y al principio, cuando las cosas iban bien, la familia Coles nos daba todas las navidades un pastel de frutas comprado en la tienda, bañado en ron y envuelto en celofán rojo. Eran tiempos de abundancia.

Una vez, cuando el presidente Taft vino a la ciudad a soltar un discurso en la estación de ferrocarril, dieron el día libre a todo el mundo. Pudimos ir a oírle, tanto los blancos como la gente de color. Vino público de muchos kilómetros a la redonda. Yo tenía ocho años, y mamá y papá nos llevaron a Berns y a mí de la mano hasta la ciudad. Al entrar en la estación, el tren parecía un animal: venía lanzando chorros de agua y vomitando columnas de humo negro. Una chica negra que venía de no sé qué lugar lejano jamás había visto un tren. Chilló: «¡Es el diablo, veo el fuego y el azufre! ¡Que Dios nos ampare!», y a continuación se desmayó, convencida de que lo que se nos venía encima era el mismísimo infierno. Le pregunté a papá si era verdad lo que decía, pero se rio y dijo: «No, son pamplinas de negros, nada más», y me subió a hombros para que pudiera oír al presidente.

Lo único que sé del infierno es lo que dicen las Sagradas Escrituras. Mamá creía que si hablabas del infierno se te podía castigar condenándote a él, así que puso un árbol de botellas en el patio de casa para impedir la entrada a los demonios. Durante muchos años, no tuve más problemas que los que la imaginación de una niña era capaz de conjurar: fantasmas y monstruos, nada que tuviera que ver con la vida real.

La casa de los Coles es de un blanco inmaculado y majestuosa como la entrada del paraíso. A ambos lados del sendero del jardín hay unos viejos robles que llegan hasta un porche, y en el porche unas mecedoras que están esperando a que venga a descansar un cuerpo con el fresco de la tarde. A medida que avanzas entre los árboles y subes los imponentes escalones, te sientes como si fueras de camino hacia la gloria. Las columnas sostienen dos plantas de una casa digna de un rey, y la enorme puerta es de un azul que solo he visto en los huevos de los petirrojos. Dejo a Mary detrás de un roble y le digo que se quede ahí mientras resuelvo unos asuntos. La aldaba de latón pesa tanto que me da miedo levantarla, pero el sol está muy alto y no puedo perder el tiempo. Tengo que volver a casa antes que Alvin. Llamo dos veces y me aparto para que se vea que soy respetuosa.

Retta la Negra sale a abrir con su uniforme de criada, almidonado y blanco. Tiene más años que la tana y lleva trabajando con los Coles desde pequeña. Su madre pertenecía a los Coles, así que no tiene motivos para darse aires, pero me echa un vistazo y masculla: «Si quieres algo, a la puerta de atrás. Esta es para la gente decente».

La miro a los ojos y le digo alto y claro:

—He venido a ver a la señora.

—Si buscas algo, por atrás.

A punto está de darme con la puerta en las narices cuando oigo preguntar a la señora Coles desde el majestuoso vestíbulo:

—Retta, ¿quién es?

Grito para que me oiga:

—Soy yo, Gertrude Caison, señora. He venido a tratar de un asunto.

—Bájate del porche, no eres digna de estar ahí —susurra Retta. La voz almibarada la reserva para cuando pueden oírla el señor y la señora.

Hago lo que me dice y bajo del porche al sendero de piedra. Dejo la escopeta en el suelo y me aparto el pelo de la cara. Retta sujeta la puerta para que la señora Coles pueda salir al porche a echarme una ojeada. Es una anciana muy distinguida. Tiene el pelo emperifollado y lleva un vestido verde con botones blancos de perla en el cuello. Sé algunas cosas sobre ella. Sé que su casa tiene electricidad. Que se ha registrado para votar y ha criado a cinco niños, pero uno se ahorcó en el pajar cuando todavía era un muchacho. Sé que su padre era de Nueva York y que es la dueña del Círculo de Costura. No tiene nietos, y he oído decir que el señor y la señora cenan siempre con vajilla de porcelana y se ponen servilletas de hilo en las rodillas a pesar de que solo están ellos dos.

La señora Coles sale, me mira y pregunta:

—¿Gertrude Caison?

—Sí, señora. Ahora, Pardee, pero antes de casarme me llamaba Caison.

—¿Eres la hija de Lillian Caison?

—Sí, señora.

—Era una buena mujer.

—Sí, señora, sí que lo era.

—¿Qué te ha pasado en la cara, Gertrude?

—Me caí, señora.

Me observa detenidamente y luego dice:

—Dime a qué has venido.

—He venido por lo del trabajo del Círculo de Costura y el alquiler de la casa de la señora Walker.

—¿Sabes coser?

—Sí, señora, desde luego. Se me da muy bien. Me enseñó mi madre.

—Tu madre era capaz de coser lo que fuera.

Veo las venas azules de sus manos, cómo se las agarra por debajo del pecho cuando habla, igual que hacía mamá. Retta sale al porche y se pone detrás de la señora.

—Sí, señora. Tengo dos dólares para la fianza de la casa, y si tiene a bien darme ese empleo del Círculo de Costura me encargaré de estar aquí a mediados de la semana que viene como muy tarde.

—Vaya. ¿Y si resulta que necesitamos que empieces mañana mismo, Gertrude?

—Señora, mañana no puedo. Tengo que organizar las cosas con mi marido y trasladar a mis cuatro hijas. Pero puedo empezar a trabajar el miércoles.

Subo un peldaño y le enseño los dos dólares. Mira el dinero y me vuelve a preguntar:

—¿Qué te ha pasado en la cara, Gertrude?

—Me han pegado, señora.

—¿Esa de ahí es tu hija?

Me doy la vuelta y veo que Mary se escabulle por detrás del árbol.

—Una de ellas —le digo—. Mary, se llama.

—Ven aquí, Mary, déjame verte.

Pero Mary hace lo que le he dicho y se queda detrás del árbol.

—Lo siento, señora. Es vergonzosa con los desconocidos.

La señora Coles deja caer las manos y mira las copas de los robles.

—Los cardenales llevan todo el día volando por la explanada —dice—. A Retta no le gusta nada, ¿verdad, Retta?

Retta dice que no con la cabeza.

—No, señora, nada.

—No creo que a nadie le guste —digo.

Todo el mundo sabe que la presencia de cardenales en la entrada de una casa significa que alguien va a morir.

—No sé —dice la señora, refiriéndose a mi asunto.

—Trabajaré duro, señora. No tendrá motivo de queja.

—En la casa de Walker no hay agua corriente. ¿Cómo vas a lavar a tus hijas?

—Las lavaré los sábados en la cocina. Herviremos agua en el fogón. Las tendré limpias.

Parece que la señora se queda contenta porque al final me coge el dinero y me dice que me guardará el puesto y la casa de la señora Walker, pero que el alquiler del primer mes saldrá de mi sueldo, cosa que me parece bien. Me van a pagar doce dólares a la semana. Con semejante cantidad nos da para salir adelante. Al llegar a la puerta se vuelve y me dice:

—Como vuelvas a presentarte en mi puerta con esas pintas te pongo de patitas en la calle, ¿me has oído bien?

Digo «sí, señora», y espero a que se vaya antes de coger la escopeta y llevarme a Mary a un lado de la casa para que no pueda vernos ninguna persona respetable. La cojo en brazos y le doy un acuchón antes de emprender el camino de vuelta, pero de repente oigo que se abre de golpe una puerta mosquitera y que alguien llama: «Pssss. Pssss».

Al girarme veo a Retta que viene hacia mí con el bolso colgando del brazo y un paquete envuelto en un trapo.

—¡Gertrude Pardee!

Se enfada conmigo porque no le hago caso, pero me da lo mismo, y justo cuando se lo voy a decir me obliga a coger el paquete.

—Van unas alubias secas y unas galletas. Y también un poco de carne.

No es una mujer que dé nada a cambio de nada, pero la necesidad me pesa más que el buen juicio y acepto lo que me da.

—Ven aquí, niña —le ordena a Mary.

Lo que le ha negado a la señora, a Retta no se lo niega. Obedece. Sin soltarme la falda, da un paso al frente.

La vieja la mira y dice:

—A ver esa lengua.

Mary saca la lengua y Retta se la mira de cerca. Le mira las orejas por dentro y le da la vuelta para inspeccionarle los brazos, las piernas y los pies. Mary hunde la cabeza en mi costado y tiembla.

—Esta niña tiene lombrices y está ardiendo de fiebre.

Habla como si me tomara por tonta. Noto que me voy sulfurando por momentos.

—La tiene que ver un médico —me dice, como si yo no lo supiera.

—No hay dinero.

Retta echa un vistazo a la casa de los Coles y me doy la vuelta antes de que se vaya a intentar convencer a la señora para que cambie de opinión.

—Si te viera tu madre, Gertrude, se le partiría el corazón. Eras lo que más quería en este mundo.

—Ya lo sé.

—Con esa facha que llevas, nadie lo diría.

Me asusto de lo que tengo en la punta de la lengua, pero aun así pienso soltarlo. Adivino las consecuencias de lo que voy a hacer, las habladurías a las que va a dar pie. El sol ya está en el lado oeste del cielo. Lo único que puede ofrecerle el pantano a mi niña es una muerte cierta.

—Cuídeme a Mary. Vuelvo en cuatro días —digo.

Retta abre la boca y no se molesta en cerrarla.

—¡No, mamá, no! —grita Mary, agarrándose a mis piernas—. ¡Voy a ser buena!

—Calla, niña. Cierra la boca antes de que te la cierre yo. —La zarandeo y deja de berrear, pero no se suelta—. Es buena niña, y no come mucho.

—¿Por qué yo? —pregunta Retta mirándome con desconfianza, como si le fuese a robar las viandas que me ha dado.

—Mamá decía que al que no pide ayuda nadie se la da —me sale de la boca. No estoy segura de habérselo oído nunca a mamá, pero ya está dicho.

Retta se lleva una mano a la cadera y mira primero a Mary y después a mí. Esto sí que no se lo esperaba.

—Es su deber de buena cristiana —le digo.

Al ver que Mary no tiene intención de soltarme, Retta me arranca a la cría y se aleja con paso firme por la calle que atraviesa el centro de la ciudad, donde todos verán que se lleva a casa a una niña blanca con Dios por testigo. Ni siquiera el marido de Retta podrá poner pegas. Clavo la vista en el sol, aunque la luz me retiembla a su paso por el agua del ojo bueno, y me voy para casa.

 

 

El sol proyecta sombras alargadas sobre la tierra. Las criaturas nocturnas han empezado a chillar como si fuera un concurso, y tan alto que no distingo un ruido de otro. Con semejante jaleo es un milagro que una madre pueda oír a sus crías. Aunque su camada estuviera lista para venir al mundo, esta caimana no me daría la espalda.

El nido está extendido al sur del sendero. Sobre él hay todo tipo de plantas, como una tumba cubierta a la carrera. El día, moribundo, se nos echa encima. Antes de que doble la curva, oigo venir a Alvin. Sé cómo suenan sus pisotones cuando se emborracha, reconozco el largo eructo.

La voz de mi madre me calma los nervios. «Los ansarinos lloran, lloran y lloran porque ha muerto su mamá».

Me acerco despacito al árbol, y la caimana avanza hacia mí. Cojo la escopeta. Alvin se topa con ella antes de que lleguen siquiera a verse. Demasiado tarde: la caimana da un cabezazo hacia Alvin, olvidándose de mí. Alvin chilla y da un salto para atrás. Me separo del árbol, salgo al claro de la franja de tierra y apunto con el ojo bueno. Cuando aprieto el gatillo, se oye un chapuzón y la cola de la caimana desaparece entre el musgo verde. Alvin se tambalea, como si se hubiera levantado demasiado deprisa del taburete de un bar, y cae de bruces a la turbia oscuridad del agua.

«La gansa murió en la represa, murió en la represa, murió en la represa; haciendo el pino, se ahogó».

Su cuerpo flota entre los juncos. Presa fácil.

2. Annie Coles

 

 

 

 

 

Me quedo asombrada cada vez que suena el teléfono. Las primeras semanas, «hola» me parecía una palabra demasiado insignificante, aunque tampoco me gustaba la formalidad de anunciar el nombre de la residencia y a continuación el mío. «Residencia de los Coles, Ann Coles al habla» suena ridículo: yo misma anunciándome a mí misma. Un simple «hola» pronunciado en medio del silencio de mi hogar debería bastar. Mi marido tocó todas las teclas posibles para ponerme no solo un teléfono sino dos, uno para la casa y otro para el Círculo de Costura. Branchville entero se ha beneficiado de la previsión de mi marido: aquí estamos, la primera población rural que se conecta al mundo moderno en muchos kilómetros a la redonda.

«Suenan las campanas», dice Edwin cada vez que llaman, y se nos ha pegado a todos. Eso de coger el teléfono, oír la voz de otra persona, de cualquiera, hablándote desde otro lugar —una casa, un comercio— en el que la vida es completamente distinta, no dejará nunca de sorprenderme. De repente, la vida ha crecido de manera exponencial, hasta límites que jamás me habría imaginado. La electricidad, el automóvil y ahora el teléfono han dejado bien claro que las posibilidades que se les brindan a los espíritus emprendedores son infinitas. Puedo suponer cómo se sentirían los navegantes que en plena travesía por una tierra plana descubrieron que era redonda. Pero, para mí, lo más increíble es lo que pasa después de un descubrimiento importante. El «ajá» del asombro se desvanece y en su lugar se instala con pleno derecho un «bueno, ¿y por qué no?». Y piensas, «pues claro». Solo ha pasado un mes y ya es como si las campanas hubieran formado parte de nuestras vidas desde siempre. De golpe, el mes de julio ya es la prehistoria. Lo nuevo ha hecho una entrada triunfal y ha impuesto su presencia. Ahora, en vez de recorrer la casa y salir directamente al automóvil, he de pararme primero a atender una llamada de teléfono.

Cuando suena dos veces significa que llaman a casa, así que me sale de manera natural darme la vuelta en el comedor para ir al salón. Solo una vez he cometido el error de responder cuando no llamaban a casa, y no pude evitar oír cómo el señor Laing, el propietario del comercio de abastos, se enteraba de que había fallecido su padre. Aquello me sirvió de lección. Desde entonces he sido prudente, y, aunque no soy una persona supersticiosa, el artilugio solo ha traído buenas noticias a esta casa. Cada vez que suena salgo corriendo a cogerlo como una chiquilla que persigue a Papá Noel por miedo a quedarse sin regalos; así que, para cuando llego al auricular, estoy casi sin aliento.

—Ma-ma-mamá, tengo no-no-noticias —dice Lonnie. El mero hecho de hablar ya es un reto para mi hijo; que haya llamado por teléfono es testimonio de lo maravilloso que resulta este invento. Este es el niño que se negaba a cumplir cinco años porque le daba miedo ir a la escuela. Voluntad no le falta, pero en lo que respecta al valor sigue en pañales; aun así, mejor tarde que nunca, incluso a sus cuarenta y ocho años. Llevo tanto tiempo repitiéndole esta frase que a lo mejor se lo está empezando a creer.

—Dime.

—Han lla-lla-llamado. —Suspira hondo, frustrado ya por su tartamudeo—. Ber-berlin’s, la tienda de Charleston, se ha interesado por la línea de caba-balleros.

—No me sorprende.

—Sí, pe-pero quieren que nos reunamos el lu-lunes para ver las camisas en persona.

Lonnie se lo ha ganado, aunque solo sea porque ha conseguido todo esto él solo, sin mi ayuda. Fue a él a quien se le ocurrió ampliar el negocio, él quien que se ocupó de informarse sobre los últimos modelos de máquinas de coser eléctricas y calculó cuánto se tardaría en amortizarlas. Diseñó las camisas, eligió la tela y envió las propuestas. Lleva meses recibiendo negativas y ha empezado a perder las esperanzas. Le dije que este derrotismo suyo era absurdo, que lo que es bueno es bueno y lo que está bien está bien. Él es el futuro. Me dice que claro, que qué va a decir una madre, pero no estoy de acuerdo. Lonnie es creativo y tiene un don para los negocios. No es que me ciegue el amor de madre. Conozco el talento de mis hijos de la misma manera que conozco de qué pie cojean.

—Relájate y disfruta de tu victoria —le digo—. Ahora mismo salgo para allá. Lo solucionaremos.

Lo primero que pienso es que por fin tengo una razón para ir a Charleston; ya ha pasado demasiado tiempo. Lo segundo es que Lonnie necesita celebrarlo como es debido. Siempre ha estado a la sombra de su hermano mayor, sobre todo en relación con su padre, pero ha madurado y ahora sus esfuerzos se han visto recompensados. Ha de haber algo que conmemore un día tan señalado. Papá siempre decía: «Si no celebramos las pequeñas conquistas, nos olvidamos de ellas».

En el desván hay diez grados más que en el resto de la casa. Hace un calor sofocante, y eso que a mí apenas me afectan las temperaturas altas. Hay un olor insoportable. Debe de haber algún bicho muerto, aunque no hay excrementos a la vista. Intento abrir la ventana para que salga el hedor, pero lleva tanto tiempo cerrada que se atasca; doy un golpe a cada lado y se mueve un poco. Al abrirla, chirría; dejo una rendijita y me digo que he de volver más tarde a cerrarla. Más de un animal se nos ha colado y ha terminado muriendo entre estas cuatro paredes. En este ático hay tantos compartimentos y tantas cosas escondidas que es un milagro que el pasado no se desplome sobre nosotros. En una de las secciones están la bañera de estaño en la que bañaban al propio Edwin, los muebles del dormitorio de sus padres, trastos de los tiempos de Maricastaña y todas las pertenencias de sus difuntos hermanos, dos chicos que murieron de una enfermedad antes de nacer él. En otra sección está el caballo balancín por el que siempre se peleaban nuestras hijas. Sarah todavía tiene la cicatriz del arañazo que le hizo Molly. El caballito está en medio de otros muchos trastos que nos causaron dolor. Después de que muriera mi pequeño Buck, guardé todas sus cosas en cajas y le dije a Edwin que las subiera aquí. Y luego, otra vez, cuando nuestras hijas se marcharon de aquella forma tan brusca y llenas de ira, saqué todo de sus dormitorios y lo traje aquí. No sé qué tendría yo en mente. ¿Quizá intentaba extirpar el dolor de su ausencia sacando los restos de su presencia? Debo acordarme de vaciar este cuarto antes del verano. No quiero que los chicos hereden nuestros fantasmas.

El pasado ha quedado atrás y por doquier germinan las posibilidades. Mi objetivo es seguir avanzando hacia la nueva cosecha. Tener una especie de revelación a mi edad, energías renovadas, es, como diría nuestra criada Retta, una bendición. Aunque Dios, para mí, no tiene más realidad que el conejo de Pascua; prefiero tener fe en la ciencia. De todos modos, estoy dispuesta a conceder que Retta tiene algo de razón y que soplan aires nuevos.

Al fondo del desván me encuentro con el viejo baúl de madera de cerezo que me regaló mi padre cuando era niña. Esto es todo lo que queda de quien yo era antes de conocer a mi marido. Mi padre llenó el baúl con cosas que pensó que me harían falta cuando me casara. Era un hombre práctico y no sabía qué regalarle a una hija sin madre el día más especial de su vida, así que lo llenó con las cosas de mi madre —joyas, cristalería, porcelana, preciosos y delicados encajes y sedas de todas partes del mundo— para que pudiera conservar mi antiguo hogar dentro del nuevo, un trozo de mi pasado para el futuro. Sabía instintivamente qué podía dar paz a mi espíritu inquieto. En aquel entonces no entendía a mi padre, pero ahora sí.

Este viejo baúl contiene lo poco que me queda de él. Es una caja de madera pasada de moda, pero no tengo valor para tirarla; sería como deshacerme de mi propio padre, y no me he vuelto tan desalmada. Levanto la tapa y echo un vistazo. Guardada en la esquina, debajo de mi faldón de bautizo, hay una cajita roja cuadrada, desvencijada por el paso del tiempo y forrada de terciopelo negro. Dentro, como un premio, está el reloj de bolsillo de mi padre, un reloj de oro con dedicatoria que le regaló mi madre el día de su boda. Allá donde fuera, se lo llevaba. Decía que en todos los continentes y en cada momento del día mi madre le hacía acordarse del tiempo y de lo deprisa que pasa. La verdad es que a mi madre no le faltaba razón, y ojalá la hubiera conocido. Por lo que decía papá de ella, debió de ser toda una reina, pero ahora que ya soy vieja lo único que me pregunto es cómo sonaría su voz. Con eso me bastaría.

Abro la tapa del reloj y con la llavecita que hay en la caja le doy cuerda hasta que resucita de golpe, igual que hace más o menos cuarenta y cinco años, cuando le di cuerda por última vez mientras mi padre lo sostenía en la palma de la mano en su lecho de muerte. Las horas siguieron avanzando a trompicones mucho tiempo después de que él dejase de respirar. Si hay algo que Lonnie sabrá apreciar, es este reloj; aunque solo sea porque quizá le haga pensar en el tiempo que desperdicia teniendo miedo del mundo.

Antes de marcharme, me quedo quieta y escucho. De vez en cuando me gusta tener la casa para mí sola. Retta insistió en que no quería reducir su jornada, pero le dije que matándose a trabajar no le hacía ningún favor a nadie, sobre todo a mí. El silencio es completamente distinto cuando se han ido todos. El sonido viaja bien por este viejo caserón; incluso desde aquí arriba se oye el reloj de la entrada, el lejano griterío de los hombres en la finca, la madera que cruje y luego se asienta bajo mis pies. Este lugar tiene una identidad propia. Pocas veces me es dado hacer una pausa y escuchar su voz.

El trayecto en coche hasta el Círculo de Costura es muy agradable; esta semana están cosechando algodón en las otras granjas, y los trabajadores hacen un alto a mi paso y se protegen los ojos del sol con la mano. No tienen costumbre de ver una mujer al volante, y eso que me han visto ya en innumerables ocasiones. Saco la mano enguantada por la ventanilla para saludar a los negros que están en los campos, y ellos me devuelven el saludo. Su presencia me recuerda que esta es la semana de nuestra cosecha de siempre. Nuestro primer año con el tabaco como cultivo principal nos ha descolocado a todos. Exige un cuidado diferente, al que no estoy acostumbrada. Ahora la cosecha no tiene dos fases, sino tres: recolección, curado y venta. El algodón era mucho más sencillo.

Los trabajadores, con las bolsas en bandolera, se perfilan contra los campos punteados de blanco y el sol que cae a plomo. Meciéndose al unísono, van de una planta a otra y cambian de fila. Están cantando viejas canciones de sus ancestros. Acerco la oreja a la ventanilla abierta para que entre la música, pero el viento y el estruendo del motor lo impiden.

El algodón está empezando a volver, pero duele ver los restos de la plaga. El tabaco va a ser el salvador que tanto necesitamos. No hay tabacales al sur de nuestra granja. Todas las miradas están puestas en Branchville y Orangeburg. Si nos va bien cuando lo lancemos al mercado, el año que viene por estas fechas habrá una diversificación. Todos los campos de la parte sur de Orangeburg producirán una cosecha distinta.