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Hijos del salar es la historia de cuatro amigos de la comarca andina que comienzan a indagar sobre la existencia de vidas pasadas. Así, establecen contacto con Rogelio, un hombre que se encuentra en la etapa terminal de una enfermedad y quien les asegura haber revivido fragmentos de sus vidas anteriores a través de la hipnosis. Todo lo que parecía un juego se convierte en una obsesión cuando Rogelio, luego de fallecer, deja un mensaje a cada uno para que descifren mediante técnicas de regresión. Y, además, un tesoro. Mientras intentaban dar sentido al legado de Rogelio en sucesivas sesiones de hipnosis, uno de los jóvenes, Lautaro, recibió la noticia de la desaparición de su hermana en Jujuy, tras ser detenida en una manifestación en contra de las mineras de litio que pretendían instalarse en la región. Detalles de momentos históricos reales se entreveran con eventos que pertenecen al presente de los personajes, en una trama que deja al desnudo el perjuicio que el extractivismo ejerce sobre las comunidades originarias y toda su cultura en el norte argentino. Esta obra nos invita a escuchar, a observar, a sentir y a resistir en defensa de todos los elementos que conforman el paisaje en América Latina y que significan el sentido de vida de quienes la habitan desde hace miles de años.
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Seitenzahl: 151
Veröffentlichungsjahr: 2024
Producción editorial: Tinta Libre Ediciones
Córdoba, Argentina
Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo
Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.
Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.
Rodríguez, Patricia Isabel
Hijos del salar : es hora de que empieces a creer / Patricia Isabel Rodríguez. - 1a ed - Córdoba : Tinta Libre, 2024.
186 p. ; 21 x 15 cm.
ISBN 978-631-306-162-4
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Históricas. I. Título.
CDD A863
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Impreso en Argentina - Printed in Argentina
© 2024.
© 2024. Tinta Libre Ediciones
Agradezco a mi familia, a Ulises, a Viviana y a Marta.
Dedico esta novela a todas las comunidades originarias del norte argentino.
Y a ella, nuestra Pachamama.
Capítulo 1
Lucien
El otoño se había adueñado del paisaje.
Lucien esperaba a su amigo sentada junto a la ventana. Desde allí podía verse imponente el cerro que cambiaba de tonalidad con la sombra mientras las nubes, sigilosamente, iban franqueando las alturas. La calma dominaba el lugar, un paraíso increíble repleto de energía en la comarca andina, Los Repollos.
Los álamos se habían tornado amarillos y miles de hojas caídas del mismo color, junto a otras, rojas, naranjas, marrones, habían formado una especie de alfombra que se movía ondulante con las ráfagas de viento.
Su caballo, Mahatma, permanecía erguido con la mirada hacia el horizonte. Hacía ya cinco años que había llegado al campo con otro nombre, pero ella lo había rebautizado llamándolo como a Gandhi, líder del pueblo indio, debido a su desobediencia no violenta. Ese animal era su única familia y compañía.
En la pequeña casa que habitaba, un cuarto sencillo con la cama rústica, una diminuta cocina y el baño afuera contrastaban con el poderoso patio de atrás, como ella lo denominaba. Un terreno inmenso atravesado por un río cristalino lleno de magia y donde envejecía un manzano… el manzano.
Lo vio acercarse caminando lento y salió a su encuentro:
—¡Lautaro!, ¿te acordaste?
—Eh... Buen día, primero, ¿no?
—Buen día, buen día… —contestó ella sonriendo.
—Sí, me acordé. Te traje un kilo. Mañana compro más y también frutillas, que se habían acabado. Esta noche reciben —continuó el joven mientras le entregaba una caja de cerezas.
—Gracias —agregó, a la vez que se disponía a lavar la fruta.
—¿Pensás festejar tu cumple este año? Veintiséis, ¿no? —preguntó guiñando un ojo.
—¡Veinticinco!, ja. No, no creo que haga nada. No tengo un peso.
Lucien daba clases de yoga y sus ingresos no siempre eran suficientes. Muchas veces había tenido que cocinar y preparar viandas para vender a los negocios locales y poder así cubrir sus gastos.
—Vayamos de campamento un par de días, antes de que venga más frío, festejemos… —propuso Lautaro.
—Podría ser…
—Este finde tengo libre. ¡Busco la carpa!
—Dale, me encanta la idea. Hago empanadas, llevamos un vino…
—Y la ollita. Yo compro tomates, cebollas y ajo para hacer una salsa. Hervimos fideos.
—De diez.
***
Salieron el sábado temprano en sus bicicletas. El silencio al andar se combinó con el canto de las bandurrias y algunos chimangos.
Recorrieron un tramo de ruta y luego un sendero larguísimo y angosto. Un lugar que solo conocían los lugareños y que guardaban en secreto para evitar que se replete de turistas.
—Acá me gusta —dijo Lautaro eligiendo donde acampar—. Pero si te animás a cruzar el río, el otro lado es bellísimo. Está más protegido y podremos ver la luna reflejada en el agua a la noche.
Ella asintió con la cabeza. Dejaron detrás de un árbol las bicicletas y caminaron hacia la otra orilla con el agua hasta casi la cintura, sosteniendo las pertenencias en lo alto.
Se instalaron entonces y disfrutaron nadando hasta el anochecer, a pesar de la temperatura que ya había comenzado a descender. Luego, el chico dispuso varias ramas secas cerca del agua y encendió una fogata.
No había nada que decir. Cruzaron sus miradas y se sentaron uno pegado al otro. Ella apoyó la cabeza en el hombro de su amigo y él la aproximó aún más, rodeándola con su brazo.
Se querían como nadie más en el mundo. Sin haberlo mencionado jamás, se habían prometido amparo y amor incondicionales.
Cenaron y, mientras preparaban las colchonetas y bolsas para acostarse, vieron la luz de una linterna al otro lado del río. Pudieron observar que se trataba de tres chicas intentando armar una carpa.
—¿Necesitan ayuda? —preguntó Lautaro.
—La verdad, sí. Si podés darnos una mano con esto… —respondió una de ellas.
—¡Cruzo! Aunque… este lado es mejor.
—¿No es profundo acá? —indagó otra.
—Para nada.
Las jóvenes cruzaron el río y en pocos minutos todos se presentaron y saludaron amablemente.
Lautaro armó la carpa dándole instrucciones de cómo hacerlo a una chica que le prestaba especial atención. A Lucien esto le generó un poco de celos, pero disimuló. Después de todo, ellos no eran novios.
—¿Comieron? —preguntó Lucien.
—Sí, bueno, podemos decir que picamos todo el día, gracias.
—Nosotros ya nos acostábamos… —aclaró él.
—¿Qué tal una tirada de cartas? —propuso una de las jóvenes.
—¿Tarot?
—Exacto. Llevo años barajando historias.
—Bueno —agregó Lucien—, yo en realidad no creo en eso, pero dale, nos podemos divertir.
La tarotista se sentó en la tierra cruzando las piernas y con un gesto le indicó a la incrédula que hiciera lo mismo. Sonriendo, comenzó a preparar el juego y hacer movimientos con las cartas con mucha destreza. Abruptamente, su rostro se tornó muy serio. Miró a Lucien directo a los ojos y le dijo:
—Es hora de que empieces a creer...
Estas palabras impactaron directamente en la calma de la joven, que se puso tiesa, y una sensación rarísima se adueñó de ella. Como si alguien más le hubiese hablado utilizando la garganta de la chica de los naipes.
Por un instante tuvo miedo y la noche se volvió repentinamente más oscura. Muy oscura.
Capítulo 2
Tarot
Todos querían escuchar y se dispusieron en ronda con ganas de pasar un grato momento. Lucien, que estaba frente a Leila, la encargada de leer las cartas, se encontraba tensa.
—Muy bien, Lucien, te pido que te concentres —dijo mientras mezclaba con gran habilidad los naipes. Luego los colocó en el piso y continuó—: Ahora, con tu mano izquierda, cortá dos veces, de modo que el mazo quede dividido en tres partes.
La joven, nerviosa, suspiró y cortó.
La tarotista tomó, entonces, el tercio del medio. Separó de este la primera y la última carta, y se lo presentó al resto, abriéndolo como un abanico.
El ambiente se sintió denso. Solo podía escucharse el sonido de las llamas ardiendo.
—Elegí dos cartas —prosiguió.
—¿Las doy vuelta?
—Aún no. Solo dámelas.
Sin dudar, Lucien, tomó las cartas al azar y se las entregó.
Al recibirlas, la chica observó detenidamente los naipes que Lucien le había dado, además de los dos que ella misma había separado y, después de unos minutos, levantó la mirada.
—Veo, en tu existencia, mucha independencia —expresó—, una potente energía e inusual iniciativa. No te asusta nada. Hay en vos una gran capacidad para concretar varios proyectos a la vez, con responsabilidad y empatía. Claramente, puedo observar que amás el lugar donde vivís y que poseés un enorme sentido de justicia...
Al escuchar esto, Lucien se fue relajando. Y la adivina continuó:
—Pero, decime, Lucien, ¿por qué estás tan triste?
La pregunta apuñaló el alma de la joven. No pudo contestar. El fuego de la fogata se avivó en ese preciso instante y luego de unos largos e incómodos minutos, Lautaro, temiendo que su amiga estuviera por demás afectada por la interpelación, se puso de pie e interrumpió:
—Terminemos acá, es tarde.
Tras la reacción del chico, todos se levantaron y, cambiando de tema, se fueron a las carpas.
Lucien, que había quedado sin hablar, se acomodó al lado de su amigo.
—Es una boludez —dijo él—. Debe decirles lo mismo a todos. Lo de la tristeza, ¿quién no está triste en algún momento? Olvidate. Es un juego, nada más.
—Yo no lo sentí un juego.
—¡Con más razón!
***
En la mañana siguiente, las chicas fueron a caminar. Lautaro se quedó solo, nadó un rato y al mediodía preparó el almuerzo.
Lucien marchó al lado de Leila.
—Espero no haberte importunado ayer —dijo esta.
—No. Solo me sentía aturdida. Yo no creo en esas cosas.
—¿Y a qué te dedicás?
—Doy clases de yoga, en Los Repollos. Ahí vivo. ¿Vos?
—Trabajo en una escuela en El Bolsón. Soy maestra de música. Voy ahí en las mañanas y por las tardes, a veces enseño guitarra en casa, a veces tiro las cartas.
—Te gusta, ¿eh?
—¿Qué cosa?
—Tirar las cartas…
—No tanto. Pero necesito la plata.
—¿Y quién te enseñó?
—Mi mamá. Y a ella, una amiga. Tuvo que hacer cualquier cosa para poder mantenernos a mí y a mi hermana. Mi viejo murió en un accidente doméstico.
—Terrible. Lo lamento…
—Y vos das clases de yoga, ¡me gusta! ¡Y qué tal si trabajamos juntas! —exclamó con entusiasmo—. No me hagas caso, es solo una expresión de deseo. En casa no hay espacio, en realidad —concluyó.
Ambas continuaron camino, pensativas, hasta que llegaron de regreso al campamento. El aroma de la salsa que había preparado Lautaro podía percibirse a la distancia.
Compartieron lo que habían llevado y, al terminar, agendaron sus contactos. Después, Lucien y Lautaro fueron por sus bicicletas.
Todos se saludaron desde cada lado del río y Leila, mirando a Lucien, gesticuló con su dedo índice, acercándolo y retirándolo de su cabeza, y moviendo exageradamente sus labios, le dijo:
—Pensalo…
Capítulo 3
Indira
Era un día nublado y ventoso. Lucien horneaba tartas de frutos rojos para vender. Alguien llamó a su puerta.
—Hola —se presentó una mujer—. Soy Indira. Me dijeron que acá dan clases de yoga.
—Hola, sí, yo. Pero no acá, las doy en el salón del club —y señalando a lo lejos, continuó—, yendo por la ruta hasta la estación de servicio, unas seis cuadras para adentro —le indicó.
—Ah, bueno. ¿Y para anotarme?
—Podés ir directamente mañana, a las nueve. Probás, y si te gusta, arreglamos.
—Genial. Voy mañana.
***
Al siguiente día, Lucien llegó temprano al club. Sobre unas sillas del salón, la comisión directiva le había dejado una nota, poniéndola en conocimiento del incremento del costo del alquiler. La noticia fue motivo de una gran preocupación que no pudo disimular.
A las nueve en punto se presentó Indira a tomar su primera clase de yoga y, al terminar, comentó estar encantada y sus deseos de continuar.
Pero Lucien, consternada, comunicó al grupo que abandonaría la actividad porque la renta de ese sitio estaba muy por encima de su presupuesto.
—¿Y por qué no das yoga en tu campo? —se atrevió a preguntar Indira.
—Imposible. El terreno es grande, pero mi casa diminuta. El baño ni siquiera está adentro.
—Pero ese paisaje es ideal.
—No puedo dar yoga a la intemperie, con este clima.
—Se puede poner un domo transparente.
—Sería hermoso. Pero me pasaría la vida trabajando para pagarlo.
—Yo te puedo ayudar.
—¿Y cómo?
—Yo lo consigo.
—No, está bien, gracias —contestó la chica, desconfiando.
—Yo puedo conseguir el domo, tranquila, no va a costarte nada. Puedo pagarlo. Y necesito estas clases. A mí no me las cobrarías y ese sería nuestro acuerdo. ¿Qué te parece?
—Una locura, gracias. Estaría siempre en deuda.
—No lo tomes como un favor que yo te hago, tomalo como uno que vos me hacés a mí. Realmente lo necesito. No voy a pedirte otra cosa a cambio. Y si un día decidís sacarlo, lo sacás y punto.
Lucien estaba repleta de dudas, y ni bien pudo, le contó de la oferta a Lautaro.
—¡Y aprovechá! —exclamó él.
—No sé ni quién es…
—¿Y qué te puede pasar? Más miedo tendría que tener ella…
***
Indira era una mujer solitaria, de mediana edad. Tenía cabellera corta, lacia, color marrón oscuro, al igual que sus ojos. Su estatura, baja. Era psicóloga, pero no ejercía. Sus dos hijos varones vivían hacía ya unos años en el extranjero. Ella los solía visitar para Navidad.
Su esposo, un empresario adinerado, mantenía una relación paralela con otra mujer. Indira lo sabía, pero poco le importaba. Tantas mentiras repetidas habían ocasionado que ella lo dejara de querer.
Buscaba construir algo distinto en los años que le quedaban de vida, y había comenzado por enfocarse en sí misma. Allí, en la Patagonia, su corazón se sentía en paz.
Eligió un domo y lo compró.
En algunos días llegó al campo de Lucien una semiesfera muy sofisticada, enorme, totalmente transparente. No dejaba pasar el frío. Tenía un sistema muy eficiente que aseguraba permanentemente una temperatura agradable.
—Increíble —pensó Lautaro, mientras lo observaba en compañía de las mujeres, que llevaban una expresión de alegría inmensurable en sus rostros al verlo colocado en el patio de atrás.
—Podremos hacer tantas cosas acá… —dijo Lucien proyectando e imaginando posibilidades—. No me va a alcanzar la vida para agradecerte, Indira.
—Quizás lo hagas en otra… —contestó la psicóloga, comentario que resonó profundamente en todos.
—Hay alguien, una joven que conocí hace poco… Leila, ella lee las cartas y toca la guitarra. Podría ofrecerle trabajar conmigo acá, si no te molesta. Y también usarlo para meditaciones guiadas, yo hice varios cursos…
—Es todo tuyo. No tenés que pedirme permiso. Solamente dejarme participar en tus clases de yoga.
—¡Dalo por hecho! Mil gracias de nuevo.
Capítulo 4
El domo
Llegó la primera noche y también la idea de dormir allí, dentro de la semiesfera.
Lucien, completamente sola, llevó una de sus colchonetas y un par de mantas. El cielo ennegreció rápidamente y las estrellas comenzaron a aparecer hasta colmarlo. Desde ahí no podía escuchar los sonidos del exterior, pero pudo imaginar el chillido del viento al ver los álamos moverse.
Se recostó y se quedó inmóvil. Observando cada fragmento del espacio que se presentaba frente a sus ojos.
A su mente volvió aquella pregunta que la había hecho enmudecer: “¿Por qué estás tan triste?”.
Un intenso pesar la penetraba hasta las entrañas cada día. No lo podía evitar. Un tremendo dolor la azotaba sin aviso ni justificación. La pena, el llanto, volvían sigilosamente para ocupar gran parte de sus horas. Solo ella y Mahatma sabían cuántas.
De repente, alguien entró para hacerle silenciosa compañía. Era ella, la mujer que le había obsequiado el domo. Se ubicó a su lado sin decir nada y ambas quedaron con la vista al infinito, en un alucinar continuo, hasta el amanecer.
La luz de la mañana entró en la cápsula.
—Impresionante —dijo Lucien.
—Necesitaba esto —contestó Indira—. Siento un alivio inmenso.
Al rato llegó Lautaro.
—¿Durmieron acá? —preguntó.
—Sí —contestó Lucien—, fue increíble. Hoy mismo voy a llamar a Leila para trabajar juntas. Siento que todo se va a acomodar.
El optimismo y el entusiasmo ganaban terreno. Lucien llamó a la chica de El Bolsón y juntas comenzaron a organizar las actividades.
En poco tiempo, el lugar se había vuelto reconocido y lo visitaban personas de distintas localidades.
***
Un viernes, Leila se quedó hasta tarde. Extenuada, se recostó junto a Lucien sobre las colchonetas. Lautaro asaba un poco de cordero en el fondo del terreno.
—¿Te animás ahora? —preguntó Leila.
—¿A qué? —respondió la chica, sabiendo en realidad muy bien a qué se refería.
—Dale, te tiro las cartas.
Lucien tardó en contestar, pero finalmente aceptó.
Sin testigos esta vez. La tarotista mezcló los naipes, Lucien cortó y, de nuevo, cuatro cartas fueron separadas.
—Ok —dijo Leila—. Ahora, preguntame lo que quieras.
—¿Cómo qué?
—Lo que quieras. No hace falta que me lo digas.
Lucien pensó que le gustaría saber si Lautaro estaba enamorado de ella. Si la acompañaría hasta el final de su vida. Si sería el padre de sus hijos. Y si dejaría de atormentarla alguna vez la tristeza.
—Listo —dijo entonces.
Leila observó las cartas un buen rato y de a poco fue borrándose su sonrisa. No decía nada y esto inquietó a Lucien.
—¿Pasa algo? —preguntó entonces la joven.
La tarotista continuaba callada y luego respondió:
—Puedo ver, en tus cartas, dolor. Mucho dolor, y … —no continuó.
—¿Dolor y qué?
—Muerte. Hay cartas que representan dolor y muerte.
—¿Muerte? Yo había preguntado por Lautaro…
—Entiendo. Dejémoslo acá, mejor lo hacemos otro día. No me puedo concentrar hoy.
—¿Será que le va a pasar algo a Lautaro? —preguntó Lucien preocupada.
—¡Pero nooo! A él ni lo vi.
—¿A mí?
—Olvidate, por favor… no significa nada.
Leila no siguió. Dejó a un lado las cartas y ambas se dirigieron sin hablar hacia donde se encontraba el joven.
—¿Y? —preguntó él—. Vi que estaban de nuevo con las cartas. ¿Algún dato interesante?, ¿seremos ricos alguna vez?
—Por ahora parece que no —respondió Leila, sonriendo, aunque se encontraba abrumada.
—Pero… ¿Cómo muerte?, ¿de quién? —insistió Lucien, que había quedado bastante impresionada.
Lautaro las observaba atento.
—No lo sé —siguió la tarotista.
—Eso dijiste: dolor y muerte…
—Ok, ok. Basta de asustarse de nuevo. Es un juego —opinó el chico.
—Pero algún significado tendrá…
—No tengo idea. Estoy exhausta, perdón… —dijo Leila arrepentida de haberle mencionado tal asunto.
—Sí, ¡basta! —exclamó el chico.
***
Lucien no se quedó tranquila, y luego de que se retiró la tarotista de la casa, en intimidad con Lautaro, continuó mencionando el tema.
—Siento que me oculta algo —le dijo.
—No creo. ¿Por qué lo haría?
—No sé. Sonaba a tragedia… Algo malo que va a ocurrir.
—O que ya pasó y no te acordás…
—No creo. Habló de muerte y yo había preguntado por nosotros. Y bien vivos estamos. Salvo que sea de otra vida —insinuó riendo.
—¿Y si lo es? —indagó Lautaro.
—No, yo no creo en eso. ¿Vos sí? ¿Creés en la reencarnación?
—Nah, te estoy jodiendo. No te olvides, Lucien, que buscaste a esa chica porque a ambas les convenía el negocio. Pero no está bueno que te obsesiones tanto con ese bolazo de las cartas.
—Sí, tenés razón.
***
La joven no demoró demasiado en contarle lo ocurrido con el tarot, y todas sus sensaciones, a Indira.
—Ya sé que es una pavada —le dijo—, pero no sabés lo mal que me pone…
—Tengo un amigo, Rogelio. Es un hombre mayor, bah, no tanto, pero está enfermo. Vive por acá. Él fue quien me ayudó a tomar la decisión de instalarme en este lugar. Lo conocí en Buenos Aires. Yo estaba haciéndome chequeos médicos y nos pusimos a charlar en la sala de espera —comenzó a relatar Indira—. Él estaba en tratamiento por un cáncer y había resuelto, ese mismo día, abandonarlo.
—¿Al tratamiento?, ¿lo abandonó? ¿Cáncer de qué?
—