Historia breve del mundo contemporáneo - José Luis Comellas García-Lera - E-Book

Historia breve del mundo contemporáneo E-Book

José Luis Comellas García-Lera

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La emancipación de los Estados Unidos, la Revolución Francesa y la Revolución Industrial dejan atrás el Antiguo Régimen y, con él, una época de nuestra historia. Es lo que se ha denominado Historia contemporánea. El período posterior, más cercano a la actualidad y por razones metodológicas, suele recibir el nombre de Historia del mundo actual. Comellas logra narrar de modo comprensible la historia de nuestros dos últimos siglos, que han configurado el mundo en el que vivimos: Napoleón y la Restauración, el romanticismo y los nacionalismos, la unidad italiana y alemana, etc., hasta las grandes guerras mundiales del siglo XX.

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JOSÉ LUIS COMELLAS

Historia breve del mundo contemporáneo

(1776 1945)

Séptima edición

EDICIONES RIALP

MADRID

© 1998 by JOSÉ LUIS COMELLAS

© 2021 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Fotocomposición: M. T. S. L.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5375-4

ISBN (versión digital): 978-84-321-5376-1

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

El Antiguo Régimen y las raíces de la Revolución

La época de las revoluciones

I. EL PERÍODO REVOLUCIONARIO (1776-1814)

1. LA EMANCIPACIÓNDE LOS ESTADOS UNIDOS

Las Trece Colonias

Los orígenes del movimiento emancipador

La guerra de independencia

La organización de un régimen naciente

2. LA REVOLUCIÓN FRANCESA

La prerrevolución

Los Estados Generales

La revolución en París

Las revueltas campesinas

La obra de la Constituyente

La sobrerrevolución

La Convención y el Terror

El Directorio

3. LA ÉPOCA NAPOLEÓNICA (1799-1815)

La personalidad de Napoleón

El Consulado

La guerra y la paz

Del Consulado al Imperio

El sistema continental

La hora de Inglaterra

Los errores y la caída de Napoleón

4. LA EMANCIPACIÓN DE HISPANOAMÉRICA

La época de las Juntas

La época de los libertadores

La separación de Brasil

II. LIBERALISMO, ROMANTICISMO, REVOLUCIÓN INDUSTRIAL (1815-1848)

5. LA RESTAURACIÓN

Los principios y los Congresos

El Congreso de Viena

El ciclo revolucionario de 1820

El «cierre de la frontera» y la crisis económica

6. LAS REVOLUCIONES DE 1830 Y EL LIBERALISMO HISTÓRICO

La revolución en Francia

Los cambios en el resto de Europa

El liberalismo

7. EL ROMANTICISMO

Algunos caracteres

Todo es romántico

8. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

El impulso demográfico

En Gran Bretaña

En el Continente

Las comunicaciones

Los artífices

9. LOS CONFLICTOS SOCIALES

Los aspirantes a redentores

III. LOS NACIONALISMOS Y EL NUEVO PANORAMA MUNDIAL (1848-1870)

10. EL CICLO REVOLUCIONARIO DE 1848

Las causas y los caracteres

La revolución en Francia

En el mundo germánico

En el mundo eslavo

En Italia

En España

11. LA ÉPOCA DE NAPOLEÓN III

Napoleón III en Francia

Gran Bretaña y su política mundial

La cuestión de Oriente

12. LA UNIDAD ITALIANA

La primera fase

Segunda fase

Tercera fase

El imperio latino

13. EL PROCESO DE LA UNIDAD ALEMANA

La guerra de los Ducados

La guerra austroprusiana

La guerra francoprusiana

14. LAS NUEVAS POTENCIAS EXTRAEUROPEAS

La transformación de los Estados Unidos

La guerra de Secesión

La revolución Meiji en Japón

IV. LA ERA DEL REALISMO Y LA PAZ ARMADA (1870-1914)

15. LA ACTITUD POSITIVISTA

El progreso científico

Los ataques a la Iglesia

Los avances tecnológicos

16. LAS GRANDES POTENCIAS

La Inglaterra victoriana

La III República en Francia

La Alemania de Bismarck

Austria y Rusia

Los Estados Unidos

La intervención en el resto del continente

Japón

17. IMPERIALISMO Y COLONIALISMO

El conocimiento del mundo

La filosofía del colonialismo

El imperio colonial británico

Otros imperios coloniales

18. LA PAZ ARMADA

El internacionalismo

El juego de las alianzas

Los focos de tensión

V. LA CRISIS DEL SIGLO XX Y LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL (1900-1918)

19. LA NUEVA CIENCIA

La ciencia del hombre

20. EL PENSAMIENTO

La crisis del arte y la literatura

Del realismo al impresionismo

La filosofía del «no»

21. LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

Los orígenes del conflicto

La guerra de movimientos

El fracaso de la guerra

La decisión de la guerra

VI. EL PERIODO DE ENTREGUERRAS (1918-1939)

22. LA ORGANIZACIÓN DE LA PAZ

Los catorce puntos de Wilson

La paz de Versalles

Otras paces

La Sociedad de Naciones

23. LA REVOLUCIÓN SOVIÉTICA

Las tres revoluciones

24. LAS DEMOCRACIAS OCCIDENTALES

Estados Unidos

Panorama iberoamericano

La Gran Bretaña

Francia

25. LAS NUEVAS REPÚBLICAS

Alemania

La Unión Soviética

La república turca

La nueva China

26. LOS FELICES AÑOS VEINTE

El «espíritu de Locarno»

La prosperidad material

La crisis del pensamiento

La crisis de los valores estéticos

El ritmo de vida

27. LA GRAN DEPRESIÓN Y LOS TOTALITARISMOS

La depresión y sus mecanismos

El papel del Estado

La tendencia a los sistemas autoritarios

Los totalitarismos

El fascismo italiano

El nacionalsocialismo alemán

Otros movimientos

VII. LA ÉPOCA DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL (1939-1945)

28. LOS CAMINOS DE LA GUERRA

Los conflictos previos

El rearme alemán

La guerra de Etiopía

La guerra de España

La espiral de la expansión alemana

El «Anschluss»

Los sudetes y Checoslovaquia

El corredor polaco

29. LAS GRANDES OFENSIVAS ALEMANAS

La conquista de Polonia

El episodio de Noruega

La campaña del oeste

La batalla de Inglaterra

El Mediterráneo y África

Yugoslavia y Grecia

La invasión de Rusia

Japón ataca en el Pacífico

30. LA VICTORIA DE LOS ALIADOS

Stalingrado

El Alamein y África del Norte

La invasión de Italia

El desembarco en Normandía

La caída de Alemania

La caída de Japón

VIII. LA NUEVA REALIDAD DEL MUNDO (1945...)

31. LA ORGANIZACIÓN DE LA PAZ

Las reuniones previas

Los acuerdos de paz

La ONU

32. FACTORES DE LOS NUEVOS PLANTEAMIENTOS

De los cinco Grandes a los dos Grandes

De Este-Oeste a Norte-Sur

La crisis de las ideas

CRONOLOGÍA (1776-1945)

COLECCIÓN HISTORIA

AUTOR

INTRODUCCIÓN

De acuerdo con un principio generalmente aceptado, por lo menos en los países latinos, la Edad Contemporánea comprende los dos últimos siglos vividos por la humanidad (el XIX y el XX), con la necesidad de retrotraerse en algunos casos a fines del siglo XVIII para analizar el arranque de los fenómenos revolucionarios que originan el tránsito a esta nueva edad histórica. Hoy, por razones metodológicas más que por otro motivo se admite ya, en España y en otras partes, una etapa incluso posterior a la contemporánea, la «historia del mundo actual» —o «historia de la España actual»— cuyo comienzo se sitúa en 1945, al término de la segunda guerra mundial, y cuya denominación encierra, más aun que la «contemporánea», una cierta contradicción en los términos, de suerte que podría denominarse más bien «historia de los tiempos recientes» (recientes al menos para nosotros).

En realidad, toda parcelación de la Historia es artificiosa, y el concepto de «contemporáneo» lo es de una manera muy especial. Con todo, y esto es lo que nos interesa, la realidad de lo que llamamos contemporáneo sigue teniendo, al menos hasta mediados del siglo XX, una cierta homogeneidad y también una cierta relación con lo actual. Lo que se consagra tras las revoluciones sigue vigente, en sus líneas generales, aún en nuestros días: en lo ideológico (la libertad, la valoración positiva de la tolerancia, el pluralismo); en lo político (las Constituciones, el sistema parlamentario y electivo, los partidos); en lo institucional (la racionalización y regularización de las administraciones); en lo social (la coexistencia de clases, derivadas más de la capacidad económica, la cultura o el talento que de la prosapia), y en lo económico (economía de mercado, libertad de movimientos).

En suma, la época de las Revoluciones que conducen del Antiguo al Nuevo Régimen plantea una problemática que en muchos aspectos no ha terminado de resolverse aún en nuestros días, y resulta por tanto «actual». Del mismo modo, nos encontramos con que los puntos que se debatían en las asambleas constituyentes de fines del siglo XVIII o principios del XIX son con sorprendente frecuencia los mismos que seguimos debatiendo hoy. En ese sentido, no solo parece acertado admitir la existencia de una «Edad Contemporánea», sino que, hasta ahora mismo por lo menos, parece también aceptable su mismo nombre. Si comparamos los hechos, las estructuras, los ritmos históricos, las mentalidades y hasta la forma de ver las cosas en esta «Edad Contemporánea» con lo que conocemos de edades anteriores, caeremos muy pronto en la cuenta de la distancia que nos separa de otras épocas y de la notable coherencia que, a pesar de todo, tiene desde su comienzo la edad en que aún nos sentimos integrados.

Cierto que la consideración de la Edad Contemporánea como un todo, ya desde sus inicios, plantea innumerables problemas, y nos hace ver que resulta peligroso simplificar las cosas. Por de pronto ocurre que, si identificamos la Edad Contemporánea con todos los caracteres que antes hemos señalado —la libertad, el constitucionalismo, los derechos humanos, el liberalismo económico, el clasismo, etc.—, aún existen países que no parecen haber entrado en los «tiempos contemporáneos», y si nos situamos, por ejemplo, en 1830, comprobaremos que solo una pequeña parte (en líneas generales, los de América y la Europa Atlántica) cumplen esas condiciones.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la era de las Revoluciones pone las bases para llegar a las formas propias de la contemporaneidad incluso en aquellos países en que persiste el Antiguo Régimen; basta que en unas partes del mundo se haya impuesto lo contemporáneo, para que el resto del mundo civilizado, y en cierto modo también el no civilizado, esté sometido a una vivencia histórica nueva. No es posible cerrar los ojos al hecho de la contemporaneidad aunque los poderes políticos o las leyes pretendan ignorarlo. La Revolución Industrial se opera en Alemania antes de que llegue el liberalismo. Liberales y perfectamente «contemporáneos» son Goethe, Beethoven, Hegel, Leopardi y hasta Dostoyewski, a pesar de que vivieron bajo régimenes teóricamente autocráticos. Liberales son las universidades, las corrientes artísticas y los periódicos de cualquier país occidental, con independencia del régimen político en él imperante.

Por otra parte, la Edad Contemporánea presencia el prevalecimiento de un tipo de hombre, el que llamará Spengler «hombre fáustico», capaz de alcanzar todas las fronteras de trascendencia posibles. El hombre contemporáneo conquista, coloniza, civiliza, explora los confines más apartados del globo y lleva a todas partes el sello de su cultura y su civilización. Antes, existían en el mundo una serie de historias prácticamente independientes, sin apenas relación recíproca. Solo en la Edad Contemporánea, cada vez de forma más categórica, se impone en el planeta una auténtica Historia Universal.

Y no es esto todo: el hombre de la Edad Contemporánea, descontento siempre de lo que ha alcanzado, avanza en los terrenos de la organización humana, de la ciencia, de la tecnología, de la medicina y sanidad, de los medios de transporte y comunicación, de la utilización de la energía; en el campo de la información o de los procedimientos de trabajo hasta extremos impensables para el hombre del Antiguo Régimen. No solo ha conquistado el mundo entero, sino que últimamente se ha lanzado a la conquista de otros mundos, inaugurando, simbólicamente al menos, una nueva forma de entender la historia «universal». En otros campos, el pensamiento, los valores del espíritu, la literatura, el arte, el hombre contemporáneo, con su tendencia de ruptura con «lo anterior», ha buscado también nuevos horizontes, aunque en alguno de ellos por lo menos no es en absoluto seguro que su búsqueda haya significado un avance real. En definitiva, la Edad Contemporánea significa un nuevo ritmo de vida, una nueva inquietud, un desasosiego que impulsa a pretender lo nuevo, lo nunca alcanzado, que caracteriza una manera de ser muy especial, en contraste con el talante más sosegado —más asentado también— del hombre del Antiguo Régimen.

El Antiguo Régimen y las raíces de la Revolución

Suele confundirse el Antiguo Régimen con el sistema político, social y organizativo reinante en los países de Occidente en el siglo XVIII. Ni todo el Antiguo Régimen se exprime en el siglo XVIII ni todos los caracteres del siglo XVIII definen inequívocamente lo que es el Antiguo Régimen. Lo que ocurre es que aquella centuria es la última en que se encuentra vigente semejante sistema, aquel con que choca de forma frontal la Revolución.

También existen lugares comunes sobre la realidad del Antiguo Régimen, que solo en los últimos tiempos se han comenzado a revisar. El concepto de «monarquía absoluta», si damos a la palabra absoluto el sentido conceptual que le confirió Hegel ya en plena Edad Contemporánea, resulta sorprendentemente inadecuado si lo aplicamos a los reales poderes monárquicos o estatales anteriores a la Revolución. Por otra parte, la disparidad entre la teoría y la práctica llega a extremos que es preciso comprender para asumir la realidad vital del Antiguo Régimen. Afirmaciones como la de que «la voluntad del rey es la ley» —que no se formularon en todas partes o en todo momento, pero que en determinados casos se formularon— no fueron efectivas porque el rey no quiso, y, más aún, no pudo, llevarlas a la práctica. Los medios del Antiguo Régimen son, por paradójico que parezca en un principio, incomparablemente más limitados que los del Nuevo. En el Antiguo Régimen era fácil eludir el servicio militar, o el pago de los impuestos, desobedecer un real decreto, atravesar una frontera prohibida, comerciar con un país enemigo, escapar a la justicia o cambiar de nombre. Faltaban información y órganos de vigilancia. Faltaban también —y esto es un rasgo negativo— organismos lo suficientemente eficaces para evitar la comisión de abusos por parte de los gobernantes, cuando estos se producían.

En el Antiguo Régimen se daban formas de intolerancia que hoy consideraríamos indignantes; pero este hecho no parece que dependiera, o al menos que dependiera exclusivamente, de la voluntad de los más responsables; sino que obedece en su forma más visible a una actitud que se encontraba entonces muy impresa en las mentalidades colectivas. El hombre del Antiguo Régimen estaba completamente seguro de una serie de verdades eternas, y casi igualmente seguro de una serie de otras verdades que hoy nos parecerían discutibles —o en casos falsas—, pero en torno a las cuales se había consagrado una especie de consenso universal, o, como se decía entonces, de «sentido común».

Lo religioso impregnaba profundamente las conciencias y las costumbres colectivas, aunque no siempre los comportamientos individuales. Significaba para las sociedades occidentales —y para otras sociedades también— el acatamiento a un principio superior a toda discusión o a toda contestación, que hacía sentirse al hombre, por orgulloso o prepotente que fuera, por debajo de una instancia suprema a la que estaba reservado el último juicio. Los principios morales se basaban en una perfecta conjunción de la Ley Natural con la Ley Divina, que venía a confirmarla o explicitarla. Las conductas debían ajustarse a esa ley, que se presentaba tan clara a los ojos de los hombres, que no tenía siquiera sentido discutirla.

En el plano político, el Rey aparecía como la encarnación de uno de esos principios naturales; así como corresponde al orden de la naturaleza que el padre sea el cabeza de familia, también el monarca, padre de sus súbditos, personifica una institución natural que asegura el buen orden de la sociedad. La devoción monárquica de los hombres del Antiguo Régimen, difícilmente concebible hoy, no significaba el acatamiento a la tiranía o la arbitrariedad, puesto que el rey estaba moralmente más obligado que nadie a ser justo y benefactor; pero conllevaba por lo general un respeto que no era una simple formalidad, sino la admisión de una autoridad de orden natural que se imponía por sí sola. La condición «paternal» del monarca hacía que en el sentimiento común se le considerase bondadoso. Todas las revueltas operadas en el Antiguo Régimen —por lo general limitadas, excepto en el caso de Inglaterra— enarbolaban como lema más común el de «viva el rey, muera el mal gobierno».

También el Antiguo Régimen considera de orden natural la división de la sociedad en «estados» o estamentos, de suerte que en ella unos enseñan, otros defienden y otros trabajan (clero, nobleza y estado llano). En principio, cada orden ayuda a los demás en su ámbito y es ayudado por los demás en sus carencias. Es una división teoricamente funcional, basada directa o indirectamente en la República de Platón, pero que, por degenerar con rapidez en situaciones de privilegio, fue la primera estructura que resultó criticada. Con todo, no existe en el Antiguo Régimen una clara conciencia de la lucha o rivalidad de clases: por el contrario, la lucha de clases ha sido específica, al menos durante los siglos XIX y XX, del Nuevo Régimen.

La economía no dejaba de tener sus reglas, basadas en principios éticos o de solidaridad social, aunque casi nunca tomados con excesiva rigidez. Una tasa de interés o un margen de beneficios superior al 10 por 100 se consideraba un abuso o incluso un pecado. Las formas corporativas de trabajo (gremios, hansas, guildas) trataban de evitar enriquecimientos especulativos y de lograr un mejor reparto de beneficios. Las corporaciones económicas, sometidas a severos reglamentos, impedían por lo general que sus individuos se enriquecieran en exceso, o bien que se murieran de hambre. Bajo las formas del Antiguo Régimen era difícil imaginar una revolución industrial, que solo empezó a insinuarse conforme aquellas normas fueron decayendo.

Con todo, el Antiguo Régimen no se caracteriza por el equilibrio socioeconómico. En una época en que el sector agrario predominaba con gran diferencia sobre los demás, la posesión de la tierra era a la vez signo de distinción social y de riqueza. De ahí la concentración de la propiedad, no de una manera absoluta, pero sí considerable, en manos de las clases privilegiadas.

En el Antiguo Régimen había —como hubo luego en el Nuevo— grandes diferencias entre ricos y pobres; sí existía un cierto sentido de solidaridad que se manifestaba en instituciones asistenciales —escuelas, hospicios, hospitales, asilos, comedores gratuitos— sostenidas generalmente por la Iglesia; pero también por otras instituciones: nobleza, municipios, gremios, fundaciones. No por eso, ni por el hecho de que no hubiese conflictos propiamente dichos, hay motivos para hablar de un orden social justo. Con todo, la propagada revolucionaria, convertida muchas veces en un tópico hasta fines del siglo XX, nos ha pintado un Antiguo Régimen ominoso, opresor, tiránico o arbitrario. Muchos de estos tópicos han comenzado a ser matizados o reducidos a sus justos términos, sobre todo a partir de 1989.

La época de las revoluciones

Entre 1789, año en que estalla la Revolución francesa y se proclama la Constitución de los Estados Unidos, y 1825, en que, después de la batalla de Ayacucho toda América se hace independiente, se opera la Gran Revolución, esto es, el paso del Antiguo al Nuevo Régimen. En unos casos, como el americano, se trata de un movimiento de emancipación respecto de la antigua metrópoli; en otros, como el francés, de un hecho subversivo, violento y sangriento; hay casos de una revolución pacífica, al menos inicialmente, como la española; y hasta puede registrarse una simple evolución sin traumas graves, como ocurre en Inglaterra. En todo caso, se trata del paso a un Nuevo Régimen, caracterizado

a) en lo ideológico, por el pluralismo. La libertad de pensar, ya sin principios absolutos indiscutibles, da lugar a formas de pensamiento muy distintas entre sí, que han de coexistir mediante la virtud de la tolerancia;

b) en lo político, el liberalismo —más tarde la democracia—, caracterizados por la división de poderes, la residencia del legislativo en una asamblea elegida por el pueblo o parte de él, una constitución, unos derechos de los ciudadanos oficialmente reconocidos, un mayor grado de libertad formal, y, de hecho, la existencia de distintos partidos políticos;

c) en lo institucional, la racionalización y por lo general la unificación o centralización de las instituciones y de la administración, en contraste con la variopinta realidad del Antiguo Régimen;

d) en lo social, la desaparición del estado de órdenes o estamentos, de suerte que en adelante todos los ciudadanos serán iguales ante la ley, poseerán los mismos derechos y estarán obligados a los mismos deberes. Sin embargo, el uso de la propia libertad, sobre todo en el campo económico, pero no solo en él, hará que unos ciudadanos destaquen más que otros, o lleguen más lejos que otros, estableciéndose un sistema de clases sociales, o clasismo, un fenómeno tal vez no deseado por los primeros revolucionarios, pero evidente por lo menos durante los doscientos años que siguen a la revolución;

e) y en lo económico, el liberalismo o librecambismo, como empezó a llamársele (hoy esta expresión se utiliza solamente para el comercio exterior), caracterizado por la total libertad para producir, vender, comprar (lo que implica también libertad de precios), transportar, introducir, y contratar. Y gracias a la ley de bronce de la oferta y la demanda, «dejar que la libertad corrija a la misma libertad», es decir, que el equilibrio se alcance por sí solo, sin intervención del poder. Del liberalismo económico derivará un fenómeno que ya se estaba insinuando a finales del Antiguo Régimen: el gran capitalismo, y con él, la Revolución Industrial, tan operativa en la historia como la propia revolución política.

Los principios del Nuevo Régimen no surgieron de la nada, y se fueron generalizando en la conciencia de muchas personas cultas a lo largo del siglo XVIII, y especialmente de su segunda mitad. Pueden tener raíces socioeconómicas —el convencimiento de la inutilidad e injusticia del orden estamental, el deseo de igualdad de oportunidades, o, como entonces se decía, de «la fortuna abierta a los talentos»; el deseo de un orden económico más libre—; aunque hoy por lo general se estima que el factor más importante fue el ideológico. El racionalismo, un movimiento que comenzó a desarrollarse ya a fines del siglo XVII, consagra en el XVIII (o «siglo de las luces») el prevalecimiento de la razón humana sobre el dogma, la normativa rígida o la costumbre consagrada.

Son los «filósofos» de la Ilustración los que difunden las ideas de libertad política, regularización administrativa, supresión de las barreras sociales o económicas, con un cuerpo de doctrina que aparece ya sumamente elaborado, al punto de que la Revolución propiamente dicha no necesitó improvisar ningún principio fundamental nuevo. Montesquieu enunció la teoría de la separación de poderes, Rousseau el dogma de la soberanía popular, Sieyès la teoría de la disolución de los estamentos y la jerarquización de la escala social según el mérito, Adam Smith el principio del liberalismo económico. Los continuos contactos entre los pensadores o ensayistas dieciochescos —por ejemplo, en la empresa colectiva de la Enciclopedia, que nació con un expreso fin ideológico, o con la continua correspondencia entre intelectuales europeos e incluso americanos—, permitió esa República de las letras que según Th. Molnar fue decisiva para la consagración de un cuerpo de doctrina coherente. Las mismas o muy parecidas ideas circulaban por Francia, España, Alemania, Italia, Rusia, también en los ambientes más cultos de América. Que en unas zonas del mundo occidental triunfase o no la Revolución depende del grado de difusión de estas ideas, de la estructura social, de la fortaleza de las instituciones del Antiguo Régimen y de la mayor o menor participación de los grupos populares en los intentos revolucionarios.

I. EL PERÍODO REVOLUCIONARIO (1776-1814)

1. LA EMANCIPACIÓNDE LOS ESTADOS UNIDOS

El proceso revolucionario comenzó en América y culminó en América. El hecho puede parecer sorprendente, porque tanto las estructuras sociopolíticas vigentes como el desarrollo del pensamiento teórico hacen suponer como más lógico el inicio de su desencadenamiento en Europa. Pero es preciso tener en cuenta que en las colonias británicas que hoy son los Estados Unidos faltaban los elementos de resistencia: la realeza, la nobleza, o el propio ejército real comandado por nobles. Aparte de que los hechos, por obra de unas circunstancias inesperadas, se precipitaron en América del Norte, y tiene todo el valor de un símbolo que el país que iba a convertirse por muchos motivos en el más representativo —y también el más poderoso— de la «Edad Contemporánea» fuese el primero en penetrar en esa Edad.

El adelantamiento norteamericano fue uno de los hechos que inspiraron por los años 60 del siglo XX a R. Palmer y J. Godechot su teoría de la «Revolución Atlántica». Esta teoría, combatida durante un tiempo, especialmente por la escuela marxista, no ha sido nunca rebatida del todo, y viene cuando menos confirmada por un hecho: los primeros países en que triunfó el Nuevo Régimen fueron países bañados por el Atlántico: Estados Unidos, Francia, Bélgica, España, Portugal, Brasil, Hispanoamérica. También tiene la revolución norteamericana un cierto sentido de revolución internacional. En ella participaron simbólicamente, y no por casualidad, héroes de los más diversos países europeos: Lafayette, Kosciusko, Steuben, Mazzei: que lucharon en territorio americano, más que por la independencia de los Estados Unidos en sí, por la causa de la libertad.

Por eso parece que es ociosa la discusión entre quienes pretenden que lo ocurrido en Estados Unidos entre 1774 y 1784 fue un movimiento de emancipación y los que defienden que fue una revolución política: las dos teorías no son incompatibles, y la guerra de liberación americana tuvo rasgos de ambas cosas a la vez. No fue una revolución en el sentido de que no se levantó contra un Antiguo Régimen propiamente dicho imperante en aquel territorio, y sobre todo en el de que no supuso ninguna transformación social (abolición de privilegios, etc.); pero cuando los Estados Unidos se proclaman como una colectividad independiente, adoptan todas las formas propias del Nuevo Régimen.

Las Trece Colonias

El territorio que se levantó en 1776 contra la dominación británica estaba formado por trece colonias distintas, New Hampshire, Massachusetts, Conneticutt, Rhode Island, New York, New Jersey, Pensilvania, Maryland, Delaware, Virginia, Carolina Norte y Sur, y Georgia. Iban desde las fronteras de Canadá, que había sido francés, y nunca fue incorporado a la misma administración que las colonias, a la de Florida, un territorio que desde el siglo XVIII se disputaban ingleses, franceses y españoles. Su población apenas pasaba entonces de los cuatro millones de habitantes.

A su vez, las colonias tenían administración bastante diferente entre sí, de acuerdo con su origen o con los derechos alcanzados ante la metrópoli. Dependientes de la corona británica, y cada cual dirigida por un gobernador nombrado o aceptado según los casos por el monarca, disponían de organismos semiautónomos, como los consejos y asambleas de colonos. Durante mucho tiempo gozaron de la que se llamó «negligencia saludable», por parte de los británicos, más interesados en comerciar con aquellas dependencias que de establecer en ellas un estricto control administrativo.

Es preciso matizar el tópico de que «todas las colonias eran iguales», así como el de que «todos los colonos eran iguales». Formadas en épocas históricas muy distintas, cada región tenía su propia personalidad. Cabe distinguir tres grupos: las colonias el Norte —lo que en general se llamó y llama Nueva Inglaterra— estaban habitadas por puritanos, austeros y tradicionales, dedicados a la pequeña agricultura o pequeñas industrias; las del centro, encabezadas por Nueva York y Filadelfia, habían sido pobladas por cuáqueros, y poseían un carácter eminentemente comercial; mientras al Sur, las Carolinas y Georgia eran tierra de grandes propietarios, y de cultivos extensivos, facilitados por la abundante mano de obra negra.

Por tanto, puede hablarse de los primitivos estadounidenses como de un pueblo sencillo, un tanto patriarcal, sin grandes contrastes sociales e incluso económicos —excepto en lo que respecta a los esclavos agrícolas—, en marcado contraste con las complejas estructuras sociales de Europa. Los historiadores norteamericanos gustan de decir de sus predecesores que «eran gentes sencillas, naturales, como usted o como yo»: lo cual puede significar ya un exceso de generalización.

Las Trece Colonias poseían una administración independiente entre sí; pero aun a pesar de sus diferencias —o precisamente gracias a ellas— los contactos mutuos eran muy frecuentes, en cuanto que sus economías resultaban complementarias. Sin embargo, solo poco a poco se fue formando una conciencia común, «norteamericana», conciencia que estuvo muy lejos de consagrarse hasta que sobrevino el movimiento de protesta contra la metrópoli. Tanto como esta conciencia común jugó el papel de las nuevas ideas venidas de Europa. También en Norteamérica hubo «ilustrados», tertulias intelectuales y logias masónicas, que cumplieron un papel nada despreciable. Tales ideas pudieron ser patrimonio de una minoría —Crane Brinton estima que los independentistas militantes no pasaban del l0 por 100 de la población—; pero quienes las profesaban eran por lo general las personas más prestigiosas e influyentes.

Los orígenes del movimiento emancipador

Todos los autores están de acuerdo en que la primera causa precipitante de la rebelión norteamericana está en la guerra de los Siete Años (1756-63), que no sólo afectó con sus gastos y molestias al territorio, sino que significó un recrudecimiento del régimen colonial. Los británicos afianzaron su autoridad y disgustaron a los colonos con decisiones como el Acta de Quebec, que confería un régimen especial a los canadienses, sin posibilidad de que los norteamericanos se expandiesen hacia el Norte; y cedían Florida a los españoles, lo que les frenaba toda posibilidad de expansión por el Sur. Al mismo tiempo, se acentuaba el «pacto colonial», que obligaba al comercio exclusivo con la metrópoli, y a los nuevos impuestos como consecuencia de la penuria del erario británico después de la guerra.

Los colonos, a través de sus asambleas, formadas en gran parte por intelectuales y gentes bien situadas, protestaron primero (1765) contra la Stamp Act, luego contra las «cinco actas intolerables» de 1767, y finalmente ante los nuevos impuestos. En 1770, los ingleses abolieron estos impuestos excepto el que gravaba el té, producto que sería monopolizado por la británica Compañía de las Indias. Fue justamente la un tanto banal cuestión del té la que abrió la serie de violencias, cuando el 2 de octubre de 1773 un grupo de colonos arrojó al mar los cargamentos de té que tres navíos británicos traían al puerto de Boston (la famosa Boston Tea Party). Los británicos enviaron tropas a la ciudad, mientras los norteamericanos endurecieron sus protestas. De momento, fue una acción policiaca, para resolver una cuestión de orden y de obediencia. Parece que por entonces, los colonos no proyectaban hacerse independientes, sino hacer valer sus derechos. Pero la indignación iba creciendo, y se establecieron «comités de correspondencia» entre las distintas colonias, en los que figuraban ya personas como Jefferson, Adams, Washington, o Patrick Henry.

A la idea de los derechos de los colonos se fue uniendo, por obra de los intelectuales, la de los «derechos del hombre»; es decir, una filosofía que implicaba una cuestión de régimen y en definitiva de soberanía, actitud que acabaría conduciendo a un intento de independencia de las Colonias respecto de la Gran Bretaña. El independentismo por tanto, —excepto, tal vez, en algunas mentes— fue una idea tardía, y no se generalizó hasta después de que hubo estallado la guerra.

La guerra de independencia

El descubrimiento de un alijo de armas que los colonos habían escondido, condujo a la intervención abierta de las tropas británicas, y a la respuesta armada de los colonos. Estos no disponían de un verdadero ejército, y su armamento era precario, hasta que franceses y españoles empezaron a proporcionárselo; pero contaban con un gran entusiasmo y con un jefe de categoría cuando un hacendado de Virginia, George Washington, se reveló como un excelente militar.

Los ingleses no disponían de grandes efectivos en Norteamérica, pero hubieran podido enviar refuerzos y poseían cuando menos superioridad técnica sobre los colonos. Estos, posiblemente, hubieran tenido que ceder sin la intervención de Francia y España, que declararon la guerra a Gran Bretaña, más que por simpatía hacia los americanos, por desquitarse de las derrotas de años atrás. La contienda con otras potencias distrajo a los británicos y dificultó las comunicaciones marítimas, con lo que las tropas metropolitanas en América se vieron en apuros. La lucha tuvo, y eso conviene no olvidarlo, algo de guerra civil, en parte por razones ideológicas, en parte por la fidelidad de muchos colonos a la Corona. Al finalizar la contienda, más de 70.000 de estos colonos hubieron de exiliarse, por haberse puesto militantemente en contra de la independencia de su propio país; mientras que en Londres se dividieron tories y whigs, estos últimos partidarios de la concesión de la autonomía e incluso de la independencia a los norteamericanos. En 1776, causó escándalo en Inglaterra la publicación por Thomas Payne de un alegato (The Common Sense), defendiendo la causa de los americanos. El conflicto, que había comenzado por razón de intereses, acabó tomando un carácter eminentemente ideológico.

En 1774, se reunió en Filadelfia el primer Congreso Continental, formado ya por representantes de las Trece Colonias, aunque todavía no se veía en él un indiscutible programa independentista. El segundo Congreso, en 1775, acordó la guerra contra las tropas reales, pero sin decidirse todavía por una ruptura total con la metrópoli. Solo cuando en 1776 R. L. Lee, diputado por Virginia, pidió la formación de una Federación Americana Independiente, se constituyó un comité presidido por Thomas Jefferson, quien redactó una Declaración de Independencia, y al mismo tiempo, para añadir un ingrediente ideológico, la Declaración de Derechos. Emancipación y entrada en el Nuevo Régimen fueron así, en en los nacientes Estados Unidos, la misma cosa. Al mismo tiempo, Washington, al frente de tropas cada vez mejor organizadas, obtenía sobre los ingleses las victorias decisivas de Yorktown y Saratoga.

La organización de un régimen naciente

Los Estados Unidos, como país formado por una sociedad joven, poco lastrada por el peso del pasado, y sin diferencias demasiado fuertes entre sus miembros, pudieron autoconstituirse con más facilidad que cualquiera de los países europeos. Por de pronto, no necesitaban realizar ninguna reforma social ni abolir seculares estatutos o privilegios. Cuatro millones de hombres que nunca habían visto un rey, no tuvieron inconveniente en proclamar una República.

De todas formas, las diferencias entre los Estados eran más grandes de lo que pretende el tópico, y hubieron de mediar largas y a veces difíciles negociaciones para erigir un status común. Entre la proclamación de la Independencia y la de la Constitución mediaron 13 años, y el hecho ya puede ser significativo. Entretanto, varios Estados habían elaborado ya su propia Constitución. Pero los norteamericanos fueron desde el primer momento un pueblo realista, en el que cada parte supo ceder un poco de sus aspiraciones. Ni federación de Estados, ni poder unitario, sino un intermedio entre las dos concepciones. Ni democracia pura ni voto de los mejores, sino un sistema de sufragio amplio, pero no universal.

La Constitución de 4 de marzo de 1789, precisa en lo esencial, flexible en lo accesorio, proclamaba un régimen federal dirigido por un Presidente elegido cada cuatro años, no por los electores, sino por los compromisarios previamente votados por éstos. El poder legislativo recaía en una Cámara de Representantes —luego Congreso—, cuyo número de miembros era proporcional a la población de cada Estado, y un Senado al que cada Estado proporcionaría dos representantes. El poder judicial sería independiente, con un Tribunal Supremo con capacidad para sentar jurisprudencia.

George Washington fue un Presidente moderado y autoritario al mismo tiempo. Se rodeó de un boato casi monárquico, pero respetó los derechos y las libertades individuales. Aunque teóricamente representante de la voluntad del pueblo, el poder de los Estados Unidos quedó vinculado desde el primer momento a los grandes comerciantes o grandes propietarios, pero provisto de una mentalidad abierta, opuesta a abusos de cualquier género.

El carácter inicial de los Estados Unidos es muy difícil de definir, libre y tradicional a un tiempo. Las condiciones especiales en que se desarrolló el nuevo país evitaron toda clase de innovaciones traumáticas o de revanchismos. El influjo que el ejemplo norteamericano pudo ejercer en el mundo occidental es muy discutido. Para los revolucionarios franceses, fue una especie de mito, aunque muy pocos llegaron a conocerlo bien. G. Gunsdorf pretende que los americanos buscaron erigir una forma de convivencia más justa y al mismo tiempo más tradicional que la de la propia metrópoli; los franceses, en cambio, iban contra esas tradiciones. Las condiciones fueron muy diversas; las ideas, en muchos casos, parecidas; el influjo, más virtual e idealizado que efectivo.

2. LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Siempre se ha concedido a la Revolución francesa una importancia incomparablemente mayor que a la Revolución americana. No solo porque Francia era el corazón del Antiguo Continente, que entonces asumía un protagonismo fundamental en el mundo; sino, porque, como después afirmó Tocqueville, «desbordó su propio espacio», es decir, no fue una revolución nacional, sino de vocación mundial: unió y separó a los hombres con indiferencia de su patria, un fenómeno que hasta entonces solo habían logrado las religiones. Desde entonces, ya no fue posible la neutralidad: o se estaba con la Revolución o contra ella.

Por otra parte, la revolución francesa, contrariamente a la americana, transformó las estructuras sociales y económicas, dio lugar a nuevos planteamientos generales de la organización y las formas de convivencia. Francia era, por otra parte, con sus 27 millones de habitantes, un país rico, poderoso, culto e influyente, tal vez el más influyente en el mundo occidental a fines del siglo XVIII, y todo lo que ocurriera en él tenía por fuerza que trascender.

Con todo, hay muchas corrientes historiográficas que, sin restar un ápice de importancia a los hechos, tienden a matizar un tanto el «mito revolucionario». Ni el Antiguo Régimen era, concretamente en Francia, tan ominoso y opresor como se ha dicho, ni existía ya por entonces un sistema feudal, ni la justicia se aplicaba arbitrariamente; ni tampoco la Revolución vino a traer por de pronto un sistema de libertades generalizadas, ni cambió las estructuras socioeconómicas de la noche a la mañana. El proceso de cambios había comenzado antes y se consagraría más tarde; lo que significa la Revolución es un «impulso acelerado» en ese proceso.

Ello no le resta en absoluto dramatismo. La Revolución francesa, por su desarrollo y su ejemplo al mundo —que la contempló entre horrorizado y esperanzado— fue uno de los hechos más tremendos y fascinantes de los tiempos modernos. Este dramatismo viene determinado en gran parte por un proceso de desarrollo en cadena, o «efecto de bola de nieve», que lleva a consecuencias espectaculares e inesperadas. Ocurre que la Revolución, al romper con un orden sagrado, rodeado hasta entonces de enorme respeto, hizo «perder el respeto» a lo existente, esto es, permitió nuevas revoluciones dentro de la revolución, o, como otros quieren, provocó un «deslizamiento» que sobrepasó las intenciones iniciales y desbordó inmensas energías potenciales con las que en un principio no se contaba, pero que quedaron desde aquel momento desatadas de hecho; y tras este encadenamiento dramático de sucedidos, las cosas, ni en Francia ni en el resto del mundo civilizado podrían volver a ser las de antes.

Se han aducido muchas causas para explicar lo sucedido en Francia de 1787 en adelante: ideológicas, políticas, institucionales, sociales y económicas. Aunque unas pudieron ser más importantes que otras, probablemente sería un error no tenerlas a todas en consideración. Las estructuras del Antiguo Régimen comenzaban a resquebrajarse, el Estado, aunque nutrido por una frondosa burocracia era —precisamente por eso mismo— una maquinaria cada vez más lenta e ineficaz; muchas funciones que en teoría debían estar desempeñadas por la nobleza de sangre estaban de hecho en manos de funcionarios o dignatarios de las clases medias, que dudaban entre ennoblecerse o acabar con la nobleza (una vez desarrollado el proceso revolucionario optaron por lo segundo); la economía se encontraba en un bache, por culpa de un infortunado tratado comercial con los ingleses, que llevó a muchos trabajadores industriales y artesanos al paro, y por efecto de una serie de malas cosechas que comportaron una fuerte inflación (Labrousse hace ver que el precio del pan en París alcanzó el máximo del siglo justo en julio de 1789). En suma, el momento no era bueno, sin que hubiera motivos para considerarlo desastroso. Y quizá más decisivo fue el hundimiento de la Hacienda estatal, incapaz de hacer frente a sus obligaciones: este problema sería —casualmente o no— el disparador de los hechos. Y cabe suponer que todo hubiera quedado en una serie de conmociones, tal vez graves, pero episódicas, sin capacidad para transformar las estructuras existentes, sino se tiene en cuenta la previa elaboración de un acervo doctrinal (por Montesquieu, Diderot, D’Alembert, Rousseau, Sieyès, Mably, Condorcet, y tantos otros) que ya en plena vigencia del Antiguo Régimen elaboraron y difundieron por doquier las líneas maestras de lo que iba a ser el Nuevo. Hasta el punto —lo hemos adelantado ya— de que se puede asegurar que los revolucionarios, cuando pusieron manos a la obra, ya no tuvieron que inventar absolutamente nada.

La prerrevolución

El conjunto de hechos ocurridos en 1787-89, que antes se denominaba «revuelta de los privilegiados», recibe ahora el nombre de «prerrevolución», porque la realidad es más compleja de lo que la primera denominación daba a entender.

El desencadenamiento procede del proyecto, formulado ya desde 1786, de cobrar una subvención territorial, que obligase a pagar impuestos por la propiedad, incluso —y en mayor grado— a las clases privilegiadas. La clave de todo lo que vino después estriba en que los que no pagaban impuestos se opusieron al rey, y los que los pagaban se unieron a la protesta, no para defender a los privilegiados, sino para atacar la soberanía real. Fue una alianza táctica de intereses muy contrapuestos, pero que dio resultado.

El ministro Necker intentó, como último recurso, no subir los impuestos y recurrir al crédito, pero su política no consiguió otra cosa que entrampar todavía más al Estado. Luis XVI nombró un nuevo ministro, Calonne, que reunió en 1787 una Asamblea de Notables, representantes de las clases privilegiadas, para negociar con ellos la creación de la subvención territorial. Después de muchos tiras y aflojas, Calonne dimitió, y Luis XVI lo sustituyó por uno de los Notables que se había mostrado más flexible, Lomenie de Brienne. Brienne trató de llevar la negociación a los parlamentos territoriales, asambleas judiciales, pero dotadas también de otras funciones, con las que siempre había que contar. Era trasladar la disputa del ámbito de la nobleza al de las clases medias influyentes —juristas, altos intelectuales, propietarios no nobles, comerciantes—. Un poder hábil hubiera utilizado la táctica de oponer privilegiados a no privilegiados; pero ocurrió todo lo contrario cuando ambas partes se asociaron para solicitar la reunión de unos Estados Generales, una asamblea elegida por los franceses, capaz de alterar las leyes. Los Estados Generales no se reunían en Francia desde 1614. La idea, aunque constitucionalmente legal y prevista por el ordenamiento del Antiguo Régimen, tenía en aquellos momentos, según todos intuyeron, mucho de revolucionaria.

Entretanto, menudeaban los desórdenes, provocados por el paro y la inflación. En Francia tendía a reinar, por contagio, por propaganda o por coyuntura, un clima de especial efervescencia. La revuelta de los privilegiados fue ocasión para todo lo demás; pero en otras circunstancias, tanto ideológicas como económicas, es posible que hubiera sido dominada tanto por el poder real como por los que deseaban que los privilegiados pagasen impuestos, que eran todos los no privilegiados.

Los Estados Generales

Luis XVI no era el personaje del Antiguo Régimen más indicado para defender sus supuestos. No solo tenía un carácter débil y concesivo, sino que era él mismo un ilustrado y participaba de muchas de las ideas de quienes querían disminuir su poder. Una y otra vez dudó entre resistir y transigir. En julio de 1788 convocó los Estados Generales para mayo de 1789. Si esperaba que el Estado Llano obligara a los estamentos privilegiados a ceder, en beneficio del poder real, se equivocaba.

Las elecciones para reunir los Estados Generales se realizaron en medio de una gran efervescencia. Los ánimos estaban ya extrañamente agitados por esa crispación que se echa de ver desde entonces en todo el decurso de la Revolución francesa. Hubo desórdenes, proclamas, reclamaciones y abundante propaganda. Los cahiers de doléances, o cuadernos de reclamaciones que se redactaron para los diputados electos, pretendían cosas muy diversas. Es de saber que los más exigentes fueron los redactados por la nobleza.

Puede decirse que las elecciones fueron muy democráticas para aquellos tiempos. Podían votar los cabezas de familia que pagasen impuestos, y entonces pagaba impuestos la mayor parte de las familias. Sin embargo, y siguiendo una pauta que extrañamente iba a generalizarse durante todo el transcurso de la Revolución, en una elecciones tan rodeadas de expectación hubo un alto grado de abstencionismo, como que los participantes no llegaron al 25 por 100 del censo. Necker, de nuevo primer ministro, concedió que el Estado Llano tuviese el doble número de representantes que los otros estamentos. De hecho, compusieron la asamblea 1196 diputados, de ellos 290 de la nobleza, 308 del clero, y 598 del Estado Llano. Pero no se fijó si esta superioridad de los «llanos» iba a traducirse en una mayor capacidad de decisión, ya que tradicionalmente cada estamento votaba por separado.

Las sesiones fueron abiertas por un discurso del rey, que fue aplaudido por todos en general. Solo cuando se planteó la cuestión del valor del voto vinieron los problemas. Los «llanos» pidieron un voto conjunto, y parte de los privilegiados se adhirieron a esta moción. N. Hampson da esta fórmula: el Estado Llano más 1/6 de la nobleza, más 1/2 del clero se pusieron contra el resto de la nobleza y el clero. Fue un comportamiento difícil de explicar si no se hubiese obrado más que por intereses; debieron jugar también las ideas dominantes, y tal vez, en algún caso aislado, las ambiciones personales.

El hecho es que la protesta se agudizó, y un día apareció cerrado el salón de sesiones. Una gran parte de los diputados se reunieron en el cercano local del Juego de Pelota, y se constituyeron en Asamblea Nacional. Eran todavía algunos privilegiados progresistas, como Mirabeau y Sieyès, los que llevaban la voz cantante. Cuando unos soldados pretendieron desalojar el local, Mirabeau respondió que solo saldrían de allí por la fuerza de las bayonetas. Era justamente lo que los soldados podían hacer, pero no hicieron. La Revolución triunfó porque el Antiguo Régimen no ofreció resistencia. Luis XVI, tras varios días de indecisión, acabó transigiendo. La Asamblea Nacional se proclamó entonces Asamblea Constituyente. Ya no iba a tratar la cuestión de los impuestos, sino la implantación de un «Nuevo Régimen» en Francia. Era el 9 de julio de 1789.

La revolución en París

La asamblea celebraba sus sesiones en Versalles. Entretanto, los ánimos comenzaban a agitarse en París, entonces una ciudad ya muy grande para aquellos tiempos (unos 700.000 habitantes). Agentes revolucionarios y una gran cantidad de papeles que circulaban por todas partes propagaban las ideas de libertad e incitaban a la sublevación. Corrieron rumores sobre movimientos de tropas reales que se disponían a atacar a los pacíficos habitantes de la capital. Según algunos, habían comenzado ya las matanzas. Pocas veces los rumores habrán provocado consecuencias de tanto valor histórico. La agitación prendía al mismo tiempo en gentes de la clase media que en artesanos o pequeños comerciantes. Los barrios más pobres de París fueron los menos revolucionarios; pero no es cierto que la revolución fuese obra de «burgueses», si entendemos por burguesía la gente que vive a expensas del trabajo de sus asalariados. La burguesía industrial o comercial apenas intervino. Sí formaban el piso superior de aquellas jornadas personas de la clase media, por lo general, abogados, funcionarios y algunos intelectuales, especialmente de segunda fila. El piso inferior estaba constituido por artesanos o pequeños operarios independientes.

Para hacer frente a las supuestas amenazas, los levantados buscaron armas. Atacaron primero el Arsenal, y más tarde la fortaleza de la Bastilla, que sí ofreció resistencia. La mañana del 14 de julio de 1789 fue sangrienta, hasta que los amotinados lograron entrar en el castillo urbano. El número de muertos fue menor que en el «motín de Reveillon», ocurrido semanas antes con motivo de la carestía y el hambre; pero esta vez el pueblo había expugnado por la fuerza un castillo del rey, y este hecho tenía un valor simbólico inmenso. La Revolución, con todas sus consecuencias, era ya un hecho. En el asalto a la Bastilla participaron de 7000 a 8000 hombres armados, mientras la mayoría de la población se retraía o atemorizaba. Según el diplomático norteamericano Morris, al conocerse la noticia, «todos los ciudadanos corrían despavoridos a refugiarse en sus casas». No sabemos cuántos de ellos podían simpatizar con la Revolución o con sus objetivos, o cuantos la vieron con temor o aborrecimiento.

En París se formó un ayuntamiento «popular» presidido por el sabio Bailly y formado sobre todo por juristas, comerciantes y algún banquero; y para mantener la vigencia del nuevo orden se constituyó la Garde Nationale, dirigida por La Fayette, y constituída fundamentalmente por gentes de clases medias. Fueron elementos de estas clases los que apoyados por personas, más abundantes, del pueblo medio-bajo, habían hecho la Revolución, y se hacían ahora con las riendas del poder. Semanas más tarde, Luis XVI fue obligado a venir a París. Sonriente, saludaba a la multitud que lo aclamaba como «padre»; y se prendió la escarapela tricolor, símbolo del Nuevo Régimen. Fue lo que Brinton llama la «luna de miel», una reconciliación que muchos pudieron pensar definitiva. La Revolución parecía haber terminado.

Las revueltas campesinas

La serie de revoluciones —entonces se las designaba en plural— va encadenada, quizá no porque cada una sea la causa de la otra, pero sí porque, en un clima en que se han roto los diques, cada una da ocasión a la otra. La revuelta campesina, aunque bien conocida en cuanto a los hechos, ofrece ciertos problemas de comprensión por lo que se refiere a sus mecanismos y reacciones psicológicas. Los campesinos se habían armado para defenderse de unas supuestas bandas de malhechores, que al parecer amenazaban el país (otra vez los rumores). «Como los imaginarios bandidos no acababan de materializarse, los defensores... volvieron sus armas contra las mansiones de sus señores» (Godechot). Nunca se ha explicado la razón de este extraño giro; alguien, sin duda, azuzó a los trabajadores del campo a defenderse primero de unos inexistentes salteadores y luego a revolverse contra el viejo orden señorial. Asaltaron y quemaron palacios, o se apoderaron de las tierras. «A menudo fueron dirigidos por personas que aseguraban ser portadoras de órdenes del mismo rey, y es muy posible que los campesinos, al ajustar cuentas con sus «seigneurs», creyeran que estaban realizando los deseos del rey» (Rudé).

La revolución campesina alarmó a la Asamblea Nacional, que hubo de interrumpir la ya comenzada tarea constituyente. Los miembros de las clases medias deseaban la abolición del régimen señorial, pero no la revolución desde abajo, ni los atentados contra la propiedad: muchos de ellos ya eran propietarios, y otros aspiraban a serlo. En una serie de decretos aprobados entre el 4 y el 11 de agosto, se suprimió la división estamental de la sociedad: en adelante, todos serían ciudadanos con los mismos derechos y los mismos deberes. Se abolieron los derechos señoriales y los tributos que los vasallos pagaban a su señor. En cuanto a la propiedad, los campesinos podían acceder al dominio de las tierras mediante pagos a plazo bastante onerosos. Por lo general, aquellas propiedades pasaron más bien a manos de los grupos de las clases medias que habían hecho la revolución. También cambiaron pronto de dueño los bienes de la Iglesia. En general, la tierra en Francia quedó mejor repartida, pero no siempre en beneficio de los campesinos.

La obra de la Constituyente

El Nuevo Régimen se fue conformando por obra de la Asamblea. Aparte de las medidas sociales ya mencionadas, el 27 de agosto se aprobó la Declaración de derechos del Hombre y del Ciudadano. Aunque ya los americanos habían aprobado su Tabla de Derechos, este documento fue más operativo e influyente en la historia del mundo. Tocado de un cierto utopismo teorizante —«todos los hombres nacen libres e iguales»— ha servido de base a cuantas declaraciones de derechos humanos se han hecho después, y contribuyó en muchas épocas de la Edad Contemporánea y en muchos países a resaltar públicamente la dignidad de la naturaleza humana y el carácter inviolable de cada conciencia.

Antes de aprobarse la Constitución se puso en marcha la gran reforma administrativa. Francia fue dividida en 85 departamentos, gobernado cada uno por un prefecto, y dotado de las mismas instituciones y reglamentos. El deseo de igualdad, de supresión de privilegios territoriales, conducía a una homogeneización de la maquinaria administrativa que pudo degenerar en centralismo, o bien en la ignorancia de las peculiaridades de cada región: pero todo ello en nombre de unos criterios que se juzgaban más modernos y por tanto más «progresistas» que los del Antiguo Régimen. La división territorial fue al mismo tiempo un triunfo de la geografía sobre la historia. Los departamentos tomaban como base las comarcas naturales, y recibían nombres, por lo general, de ríos o montañas. Desaparecían las divisiones tradicionales, basadas en siglos de convivencia, en tradiciones culturales o de costumbres. La uniformación significaba por un lado igualdad absoluta entre todas las comunidades; por otra, monotonía y centralismo.

Los problemas económicos habían llegado a extremos angustiosos, y la Asamblea, para solucionarlos, decretó el 2 de noviembre la incautación de los bienes eclesiásticos, que a continuación el Estado vendió como si fueran suyos. Para facilitar la operación a los compradores, se emitió un tipo de papel moneda —los asignados— que provocó una inflación galopante. Casi todo el proceso revolucionario estuvo dominado por esta espiral de emisión de más papel y más inflación. Las bruscas subidas de precios provocaron continuas revueltas, que contribuirían a la posterior radicalización de la Revolución. Individuos de las clases medias o arrendatarios de buen nivel se quedaron con las tierras, en tanto la Iglesia resultó arruinada. Para complementar este giro, se dictó el 20 de julio de 1790 la Constitución Civil del Clero, que reducía el número de diócesis, y convertía tanto a obispos como a párrocos en funcionarios del Estado, dependientes de él y perceptores de un sueldo fijo. Aunque muchos clérigos pudieron con ello mejorar su situación económica, la mayor parte no aceptaron una solución que les hacía depender del poder político y no de Roma: se dividió así el clero francés en juramentados y refractarios, y se sembraba un nuevo campo de discordia.

En septiembre de 1791 se aprobó al fin el texto de la Constitución, principal finalidad de la Asamblea, y símbolo de la entrada de Francia en el Nuevo Régimen. La Constitución de 1791 es monárquica moderada. Proclama la soberanía nacional y divide el poder en los tres preconizados por Montesquieu: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Refrenda los derechos ciudadanos, pero limita el ejercicio del sufragio a los «ciudadanos activos», por lo general de acuerdo con su capacidad económica. Curiosamente, la primera ley electoral del Nuevo Régimen es menos democrática que la última del Antiguo, la decretada por Luis XVI para reunir los Estados Generales. Cuando el monarca juró la nueva Constitución fueron muchas las voces que se alzaron para proclamar que la Revolución se había consumado.

La sobrerrevolución

Sin embargo, no fue así. No es la primera vez que ocurre un caso semejante en la historia. La revolución acaba siendo desbordada en sus impulsos iniciales por un segundo impulso que la lleva mucho más lejos de lo previsto en un principio. Crane Brinton, en su Anatomía de la revolución, habla de un doble poder: el de aquellos revolucionarios que han accedido a la dirigencia de la cosa pública, y el de aquellos, no menos entusiastas que los primeros, que no han podido acceder, porque no caben todos en el puesto de mando. Unos son dueños de los resortes del Estado; los otros son dueños de la calle.

En Francia, y especialmente en París, el poder de la calle estaba ejercido por los clubs, y por las secciones, nombre que se daba a los distritos electorales, en cuya sede se peroraba y se discutía de política. En cuanto a los clubs, la mayoría toman curiosamente el nombre de una orden religiosa, pues se reunían en los antiguos conventos incautados. Así los feuillants o fuldenses eran los más moderados; los jacobinos se convirtieron en una fuerza de choque extremista y bien organizada. Aunque los más radicales eran los cordeliers o franciscanos, llamados también «enragés», rabiosos. Los girondinos no llegaron a ser propiamente un club, pero sí un grupo bien caracterizado, partidario de no llegar tan lejos como los jacobinos en las formas de la revolución, pero sí de extender sus máximas al exterior: como informaba el embajador español, conde de Fernán Núñez, aspiraban a «llevar la Revolución al mundo entero».

De estos clubes salían las consignas, las manifestaciones multitudinarias, los oradores callejeros que hablaban desde tribunas improvisadas. Había algunos, como el ciudadano Barlet, que llevaban su propia tribuna portátil. La radicalización de la Revolución comenzó a operarse cuando en junio de 1791 se descubrió un intento de fuga del rey (la fuga de Varennes), que fue detenido y obligado a regresar a París. Luis XVI seguía siendo necesario, a juicio de muchos revolucionarios, pero desde entonces se le vio con desconfianza. Los monárquicos, como Mirabeau, La Fayette, Barnave, Sieyès, comenzaban a verse desbordados por republicanos, como Robespierre, Danton o Marat.

Fueron los girondinos los que impusieron el criterio de la guerra exterior. Esta podría no solo propagar la revolución, sino dar a los franceses un sentimiento popular-patriótico: por primera vez no iban a defender a su rey, sino a su patria, y la guerra podría unir en un solo haz a tantos grupos dispersos. Las potencias europeas, especialmente Austria, Prusia y Rusia, habían visto la revolución francesa con más satisfacción que recelo, pues parecía debilitar a su más poderoso enemigo, Francia. Se dieron cuenta un poco tarde de su error. El 20 de abril de 1792, Luis XVI, contra su voluntad, declaraba la guerra a Austria.

Sin embargo, a los revolucionarios radicales les convenía que la lucha comenzara con derrotas, para justificar la toma de medidas extremas, que de otra forma no hubiera sido posible adoptar en un supuesto régimen de libertades. Y esto fue, efectivamente, lo que sucedió, cuando los prusianos se adelantaron a los austriacos y comenzaron la invasión de Francia. «Sin la guerra no hubiera habido terror, y sin terror nada de anticipaciones socializantes ni de victoria revolucionaria» (Godechot). Por otra parte, estas derrotas desacreditaron a los girondinos y fueron dando cada vez más influencia a los jacobinos.

En agosto de 1792, uno de los generales del ejército invasor, el duque de Brunswick, redactó un imprudente manifiesto, amenazando pasar a cuchillo a los parisinos si se resistían o maltrataban a su rey. La amenaza era por entonces todavía muy lejana, pero sirvió para crear una conciencia de «gato acorralado» muy útil a los radicales. El 10 de agosto, los grupos más revolucionarios asaltaban el palacio de las Tullerías y tomaban preso a Luis XVI, que sería meses más tarde ejecutado. Se proclamó la República, y la Revolución se vio abocada de pronto a extremos imprevistos en un principio. Al mismo tiempo, la inesperada victoria de Valmy salvaba tanto a Francia como a la Revolución.

La Convención y el Terror

La sobrerrevolución o segunda revolución vino a cambiar las cosas si cabe más que la primera. Hasta entonces, la vida se había desenvuelto en un clima de relativa normalidad, los horarios o las vestimentas eran los de costumbre, y las victorias militares eran celebradas con un Te Deum. Los cafés estaban llenos y vistosos carruajes llevaban a gentes distinguidas al teatro, a las tertulias literarias, a la ópera. Desde el otoño de 1792, todo cambió. Al anochecer, según una carta del abogado Kervesau, París «parecía un desierto»; las gentes se refugiaban en sus casas, presa del temor, y cualquier arbitrariedad por obra de los exaltados resultaba ya posible. Se impuso, por obligación o por miedo, el uso del pantalón largo (el «culotte» o calzones era un símbolo de distinción aristocrática), se ordenó el empleo general del tuteo y el tratamiento de «ciudadano». Las iglesias fueron clausuradas o destruidas. Para acabar con los contrarrevolucionarios, o siquiera contrarios a las ideas revolucionarias, comenzó a funcionar el invento del Dr. Joseph Guillotin, una máquina para matar de manera «higiénica», como entonces se decía con cierto orgullo. Por la guillotina pasaron Luis XVI, su esposa María Antonieta, muchos de los nobles que no habían conseguido huir, personas de temple conservador, y gran cantidad de clérigos (massacres de séptembre). Luego, pasado el tiempo, visitaron la guillotina tantos revolucionarios como antirrevolucionarios, pues nadie había aprendido aún que la libertad conduce al pluralismo, y por entonces toda disidencia era considerada como un peligro mortal para la Revolución.

Se reunió la asamblea republicana, la Convención, compuesta por 750 miembros, elegidos democráticamente, aunque, por razones sociológicas o psicológicas hasta ahora nunca estudiadas, solo participó en los comicios el 15 por 100 del censo. «Una minoría comprometida políticamente votó a la asamblea más audaz de la historia de Francia» (F. Furet). En ella, los girondinos, partidarios de la libertad económica, se opusieron por un tiempo a los jacobinos, que preferían un estricto control estatal.

Fue una época de signos: el Árbol de la Libertad, el Altar de la Patria, la Fuente de la Regeneración, el Nivel de la Igualdad, las alfombras de flores y la suelta de pájaros: aunque aquel clima idílico se veía cada vez más perturbado por las numerosas y muchas veces sumarias ejecuciones, que trataban de presentarse también como una fiesta. Hasta se inventó un nuevo calendario, ideado por Fabre D’Eglantine: el año fue dividido en doce meses de treinta días cada uno, que llevaban los nombres de las manifestaciones de la naturaleza (Germinal, Floreal, Pradial, etc.). El mes se dividía en décadas, cuyo último día era de descanso. También eran de fiesta los cinco últimos días del año, que no pertenecían a ningún mes, y completaban el total de 365.

Pero la Revolución era un hecho demasiado importante como para limitarse a la vida interna de Francia. Pronto se volvió a la guerra. Esta vez fueron las potencias europeas, alarmadas por la ejecución de Luis XVI y la propaganda internacionalista de los girondinos, quienes la declararon. En febrero de 1793, Gran Bretaña, Holanda, Prusia, Austria, España, entraron en territorio francés. Se repetía la alternativa de dos años antes: o la invasión, o un poder omnímodo para salvar la Revolución. Se declaró la lévée en masse