La primera vuelta al mundo - José Luis Comellas García-Lera - E-Book

La primera vuelta al mundo E-Book

José Luis Comellas García-Lera

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Beschreibung

El viaje de Magallanes-Elcano, hace ya quinientos años, es una de las más emocionantes aventuras de la historia. Sus protagonistas viven al límite, dispuestos a superar dificultades sin precedentes con tal de culminar su hazaña: dar la vuelta al mundo. Para enriquecer el relato, el autor utiliza sus conocimientos de navegación, oceanografía, astronomía, meteorología y climatología para exponer las asombrosas circunstancias de uno de los viajes más difíciles de la historia: una "aventura histórica", porque todo lo que se narra corresponde a hechos reales y sobrepasa a cualquier relato de ficción.

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POR QUÉ Y PARA QUÉ

Debo una explicación sobre la causa por la que he decidido comenzar un libro que jamás había pensado escribir. El motivo es tan anecdótico como impensado: la portada de la Feria de Sevilla. Me topé con ella de improviso un día de finales de abril de 2011. La enorme obra de arquitectura efímera que cambia de tema cada año, pero refleja siempre un motivo sevillano, representaba esta vez una serie de figuras referentes a la navegación de otros tiempos, una brújula, un cuadrante, una esfera armilar, un mapamundi, una nao navegando a toda vela. Nada que recordara un monumento histórico lleno de simbolismo o de actualidad, como es costumbre todas las primaveras. Hasta que reconocí las fechas que campeaban en la base del plinto, 1519-1522. Todo quedó claro de pronto: la portada conmemoraba la primera vuelta al mundo, que comenzó en Sevilla y terminó tres años más treinta días después en Sevilla. El motivo quedó claro de manera fulgurante: la aventura que convirtió a la ciudad en el broche del primer abrazo que recibió el planeta. El único punto que no comprendí del todo, y sigo sin comprender porque nadie me lo ha explicado, es por qué ganó el concurso de 2011 un símbolo que hubiera resultado apropiado como ninguno ocho años más tarde.

Esta extrañeza carece en absoluto de importancia, y no me esforcé en averiguar la causa de tal monumento, ni su posible relación con una exposición celebrada unos meses antes, o una fundación dedicada a preparar el evento. Sin embargo, aquella portada me sugirió la idea de dedicar a la historia de la vuelta al mundo la misma técnica que apliqué en 1991 a la historia del descubrimiento de América y que cuajó en un libro todavía vivo y demandado, El Cielo de Colón. Un método consistente en añadir a lo ya conocido por los historiadores aquello que puede aportarnos el estudio de la astronomía, la cartografía, la oceanografía, la meteorología, el régimen de vientos y de corrientes, el flujo de la convergencia intertropical y su oscilación anual, las técnicas de navegación y de la determinación de rumbos válidas en la época, el cálculo de posiciones, los riesgos, a veces mortales, provocados por la conjunción de los elementos naturales, y hasta la intervención de un factor por mucho tiempo desconocido, el fenómeno de «El Niño» (ENSO), que según los estudios de los paleoclimatólogos tuvo una de sus incidencias en los años 1519-1520: y precisamente ésta fue particularmente notable. Sin su concurso, el viaje de Magallanes-Elcano hubiera tenido altas probabilidades de fracasar en la travesía del Pacífico, o cuando menos se hubiera desarrollado en condiciones muy distintas, de suerte que la historia hubiera sido otra.

Asociando este conjunto de conocimientos a aquellos de que ya disponemos a través de las fuentes históricas, la aventura adquiere nuevas dimensiones y se explica con mayor claridad. Conserva, por supuesto, sus misterios, que la historia, como todas las ciencias del mundo, siempre los esconde, pero una visión conjunta de lo entonces acontecido y sus circunstancias permite vivir esa aventura en todo su fragante sabor. Y así la he vivido, tratando de sentir el tremendo dramatismo de aquellos 1125 días (contando desde la salida de Sevilla hasta la llegada a Sevilla: precisemos, para los viajeros uno menos), con sus incertidumbres, sus tempestades, sus océanos interminables, sus luchas con peligros desconocidos, jalonados una y otra vez con la muerte, las pasiones humanas y los contactos con otros seres de culturas hasta entonces inimaginables. La aventura de Cristóbal Colón tuvo el encanto de la navegación hacia lo que no se sabía si existía o no, para terminar en el descubrimiento de un mundo nuevo que ni el almirante ni sus hombres esperaban, ya que era otro su supuesto destino. Pero la aventura de Colón fue relativamente breve, solo treinta y tres días en alta mar, y fue por otra parte, desde un punto de vista técnico, relativamente fácil, surcando un solo océano, siempre por la misma ruta, y empujadas las naves por un mismo viento, el alisio.

La otra aventura, aquella que ahora me dispongo a revivir, es mucho más larga y compleja. Abarca tres años, recorre los tres grandes océanos del mundo, y toca o contornea todos los grandes continentes: atraviesa cuatro veces el ecuador, y con el cambio de hemisferios siente o sufre todos los climas, desde los calores atosigantes hasta los fríos que atieren los cuerpos; vive los episodios más variados y desconcertantes. Une a los peligros de la naturaleza los peligros de los hombres, conoce guerras y enemistades, motines y deserciones que están a punto de malograr la expedición, incluida la muerte en combate de su director indiscutible. Deja al descubierto las virtudes y el esfuerzo de unos seres humanos, también las cobardías y las envidias de otros, pone de manifiesto las más contrapuestas pasiones de los protagonistas como pocas aventuras de la historia; y está sacudida una y otra vez por el azote continuo de la muerte. De los doscientos treinta y cinco embarcados, —o doscientos cincuenta, no lo sabemos bien— solo dieciocho supervivientes lograron coronar la hazaña de regresar al punto de partida, habiendo vivido, por cierto, y por primera vez en la historia, un día menos que el resto de la humanidad. La aventura de Magallanes-Elcano posee tal vez menos encanto auroral que la de Colón y los suyos; pero es incomparablemente más dramática, y no menos decisiva en la historia del mundo. Maximiliano de Transilvania, secretario de Carlos V, que la admiró con datos frescos y de primera mano, ve en la hazaña «la navegación más admirable realizada jamás en tiempo alguno, ni siquiera intentada por nadie». Y Stefan Zweig, en una biografía de Magallanes que ha tenido quizá más aceptación que acierto, pero de cuyo estilo literario y de cuya altura intelectual no cabe dudar, la considera, sin que parezca que puedan caber dudas sobre ello, «la más grande proeza de la exploración de la Tierra que haya sido realizada jamás». Y añade que aquella proeza posee el supremo atractivo de constituir «la realización de lo que cabe suponer imposible». Es esta continua «situación al límite», vivida casi sin interrupción durante tres años, el factor que hace la aventura más atrayente, más emocionante de cuanto en principio quiera o se pueda imaginar.

Vale la pena volver a vivir aquella odisea supuestamente imposible. Confieso también que sentir la aventura tan lejana, pero al mismo tiempo tan nuestra por humana y por apasionante, me ha hecho disfrutar como historiador desde aquel día en la Feria de Sevilla, a no muchos metros del lugar justo donde la aventura comenzó y se coronó. Al relatarla quisiera transmitir al lector amigo la misma reviviscencia y la misma emoción del historiador. Bien entendido, por si hiciera falta recordarlo, que una aventura histórica es historia, no ficción. Es lo más contrario a una novela histórica que se puede imaginar. Jamás se me ha ocurrido escribir una novela histórica, no solo porque me faltan sin remedio condiciones de novelista, sino precisamente porque soy historiador. Una novela histórica puede permitirse con toda honestidad el lujo de la ficción. Puede inventar situaciones que nunca se dieron, hechos que no existieron pero que pudieron darse o pudieron existir. Puede construir una trama arquitectónicamente bien trabada. Pero no es historia en el sentido de que esas situaciones y sus hechos, aunque pudieron darse, no se dieron realmente. Nos sirve, sobre todo si está bien ambientada por el conocimiento; puede ser una obra de arte, y hasta puede enseñar aspectos válidos del pasado. Pero es un tópico redomadamente repetido que hay sucedidos históricos tan apasionantes como la mejor novela.

Con indiferencia del tópico, sí es cierto que existen hechos que realmente apasionan y que son, tal como ocurrieron, o tal como sabemos por criterios objetivos que ocurrieron, correctamente relatables. La única condición, cuando se cuenta la historia, es que un relato apasionante en modo alguno debe ser apasionado. Tal vez pueda advertirse un vestigio de pasión en algunos de los libros escritos sobre el viaje de Magallanes-Elcano. Una aventura, vivida por sus protagonistas con una dosis muy grande de pasión, puede apasionar a quien la relata. Cuando menos muchos de esos libros pueden parecer interesados en resaltar virtudes o defectos porque son biografías. Y ocurre que por lo menos el ochenta por ciento de esos libros están dedicados a estudiar la vida y los hechos de los dos grandes protagonistas de la primera vuelta al mundo, Hernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano, dos héroes de la historia, ambos de fuerte carácter, y, por si algo faltara, nada afines entre sí, como que llegaron a aborrecerse. Al biógrafo se le perdonan, por razón de oficio, los ditirambos y los florilegios, por más que los sucesos que relata sean rigurosamente históricos Al historiador que no pretende ser biógrafo, sino narrador objetivo, dentro de lo posible, de situaciones y de hechos, cabe exigirle más. El rigor, el respeto a lo que se ha podido averiguar y constatar ha de ser compatible con el interés que puede despertar lo acontecido. Cómo quisiera, en la medida de lo posible, que en este diálogo con el lector que ahora mismo se inicia se conjugaran la fidelidad a la realidad viva y auténtica de los hechos con el dramatismo humano y natural que de su reconstrucción puede derivarse.

También debo advertir que por pura afición metodológica no pretendo en absoluto un relato circunstanciado, atiborrado de datos concretos, de nombres que no hacen al caso o de hechos que no modifican sustancialmente la verdad viva y esencial de lo ocurrido, y que por razón del fárrago —necesario muchas veces al profesional y en sí enriquecedores— pudieran resultar abstrusos o incómodos para el lector. Desearía que nada se perdiera con su omisión. Y, por encima de todo, desearía compartir lo que he sentido cuando he tratado de revivir la aventura ocurrida hace ahora quinientos años. He disfrutado muchísimo reconstruyendo esa aventura, y solo me queda desear de corazón que el lector pueda disfrutar con ella tanto como yo.

EL MOMENTO DEL VIAJE

No pretendo tampoco criticar a los autores que relatan circunstanciadamente la biografía previa de Magallanes o Elcano, los antecedentes de su iniciativa o los complicadísimos entresijos de los preparativos de la expedición. Son puntos dignos de ser conocidos, y sobre los cuales —diría que casi por desgracia— conocemos más detalles que sobre el viaje mismo. No solo admito el estudio de su complejo desarrollo, sino que, en sus puntos esenciales, me dispongo a exponerlos en este capítulo previo. Sin necesidad de descender a detalles ni centrarse en ocurrencias ajenas a la aventura en sí, está perfectamente claro que resultan absolutamente necesarios para la puesta en escena de lo que después ocurrió. Hacer historia partiendo de un punto fijo como si ese punto fuese el comienzo de la historia misma es como partir de cero en medio de una realidad continua, y eso nos impide comprender el cómo y el por qué de las cosas que en un momento acontecen. Discúlpese por tanto este capítulo previo que no tiene otro objeto que la necesaria reconstrucción del escenario histórico en que se desarrolla el episodio que pocas páginas más adelante se empezará a relatar.

Un nuevo y deslumbrante mapa del mundo

Una de las eras más gratificantes de la historia es la de los grandes descubrimientos geográficos, cuyos jalones más importantes se sitúan —observa Sánchez Sorondo— en un tiempo desconcertantemente corto, como que entre el primer viaje de Colón, en 1492 y el de Magallanes-Elcano, en 1519-1522, no transcurren más de treinta años. En medio queda el de Vasco de Gama, que en 1497-98 dobló el sur de África por el cabo de Buena Esperanza y abrió una ruta de Europa hacia el Oriente. Otros viajes descubrieron casi toda la costa americana, de Canadá al estuario del Plata, y desde Panamá se vio un nuevo y asombroso océano más allá del Nuevo Mundo. Antes del viaje de Magallanes-Elcano, los portugueses habían llegado a Malaca y mantenían comercio por terceras manos con los chinos o los indonesios. De pronto, el mundo entero abrió su faz a los hombres de nuestra civilización, y, de paso, a las demás civilizaciones de la Tierra.

Los motivos de que esto fuera así, son muy diversos. Por una parte, tenemos el desarrollo de los medios de navegación en la baja edad media, en que empezaron a construirse barcos de excelentes líneas de agua y gran capacidad, arbolados de dos o tres mástiles y muchas velas bien manejables, que podían ceñir frente a casi todos los vientos. Las ágiles carabelas, capaces de enfrentarse a los más grandes océanos y a las más fuertes tempestades, fueron un instrumento especialmente capacitado para la navegación de altura. Luego, ya en los tiempos de Magallanes, les iban sustituyendo las naos, más grandes y resistentes. La quilla y el timón de codaste fueron inventos fundamentales para dirigir el navío en cualquier dirección. Los mapas y portulanos, desarrollados sobre todo entre los pueblos mediterráneos, transplantados en su momento al mundo atlántico, permitieron conocer las distancias y los rumbos sobre los mares, partir de un puerto conocido a otro también conocido, o bien arribar a una costa desconocida y añadirla al mapa. La brújula y la rosa de los vientos permitían una adecuada orientación y de consiguiente deducir el rumbo, con ayuda del mapa. Sin navíos preparados para una gran navegación, sin mapas y sin brújulas hubiera sido imposible descubrir, conocer y describir el mundo. Algo más faltaba para la realización de la navegación de altura, lejos de toda tierra conocida: la facultad de situarse sobre el mapa sin necesidad de una tierra a la vista, de saber dónde se está. También del mundo mediterráneo pasaron al Atlántico, donde eran mucho más necesarios, los medios de orientarse por la brújula, por las estrellas, de guiarse por la Polar, o calcular la latitud por la altura del polo celeste, o bien por la altura del sol a mediodía. Para ello servían el astrolabio o el cuadrante y las tablas ingeniadas por los astrónomos que daban la posición exacta de las estrellas, o la altura del sol cada día del año.

Pero todo este instrumental no hubiera servido más que para navegaciones convencionales si no hubieran existido otros motivos de fondo que condujeron a la realización de la aventura de buscar aquello de lo que aún no se tenía noticia. Uno de esos motivos fue la curiosidad del hombre renacentista, deseoso de llegar «más allá», «plus ultra», de buscar para conocer. El mismo Colón explicaba a los Reyes Católicos que «el afán de conocer el mundo es el que lleva al hombre a descubrir nuevas tierras». Explorar, llegar hasta donde nadie ha llegado: he aquí el ideal de los nuevos tiempos. Y ciertamente que el hombre del Renacimiento —primero portugueses y españoles, pronto franceses, ingleses, holandeses, alemanes e italianos— se dio prisa en conocer el mundo hasta sus últimos confines.

Otro motivo fue operante, al menos en principio: el relato de Marco Polo, aquel veneciano que acompañando a distintas caravanas atravesó Asia hasta llegar a China, después de un viaje de tres años (1271-1274). Marco, que era un joven avispado y despierto, cayó bien al poderoso Kubilai Khan, entonces emperador de aquel vasto territorio. Desempeñó varios cargos, entre ellos el de embajador, condición que le permitió conocer otros países de Oriente. Al fin decidió regresar a su tierra italiana, en un viaje todavía más azaroso que el de ida, esta vez en su mayor parte por mar, que le permitió arribar a Venecia en 1295. No prolonguemos un relato que parece en este punto innecesario, pero sí es preciso tener en cuenta dos circunstancias. El libro de Marco Polo —redactado por él o por su amigo Rusticello, el asunto no tiene ahora por qué interesarnos— está lleno de noticias maravillosas, en parte ciertas, en parte exageradas, algunas inventadas del todo, que causaron sensación en su tiempo, y más en la época renacentista, cuando la imprenta difundió la escritura por doquier. En primer lugar, se generalizó la idea de que el imperio chino era un país riquísimo, exuberante de metales preciosos, perlas, especias refinadas. Llegar al Extremo Oriente con facilidad significaría tener a disposición del hombre occidental el país de las maravillas. Y otro mito que Polo difundió fue el del reino del Preste Juan, un gran monarca cristiano, rodeado de enemigos musulmanes por todas partes, que sin embargo, resistía valerosamente.

Los relatos de Marco Polo crearon así dos mitos capaces de suscitar el afán de aventuras. Uno más bien idealista: llegar al país del Preste Juan, ayudarle frente a sus enemigos y tal vez aliarse con él para una cruzada general, en un momento en que el imperio otomano amenazaba a Europa. Y el otro materialista: alcanzar el riquísimo país del Gran Khan, encontrar metales preciosos, negociar con artículos tan relacionados con el lujo y la riqueza apetecible como las refinadas especias, las perlas, la seda, la porcelana. Llegar al Extremo Oriente representaría un fabuloso negocio. Y comoquiera que el avance del imperio turco por los confines del Oriente Próximo cerraba los caminos de la tierra, era preciso encontrar un camino por el mar. La sed de oro, tan despierta por los tiempos del Renacimiento, tiene una explicación en gran parte independiente de la codicia humana. Había progresado la organización compleja del Estado Moderno, las comunicaciones, la posibilidad de intercambios, la producción de bienes, y la mejora de las técnicas para obtenerlos, el comercio y las grandes ferias periódicas a que concurrían mercaderes de toda Europa, los sistemas de préstamo, de cambio y de giro. Faltaba algo fundamental: el metal precioso, base del sistema de monedas. Abundaban, por decirlo de la forma más sencilla, bienes de todas clases, pero escaseaba el dinero con que adquirirlos. Aquel desequilibrio podía dar al traste con el magnífico despliegue histórico de la Europa moderna. Una famosa familia de banqueros de Augsburgo, los Függer, se lanzaron a la búsqueda de filones de metal precioso, y encontraron las minas de plata de Schwaz, en el Tirol, más tarde otras venas argentíferas en Hungría y en Bohemia. Pero el metal amonedable, sobre todo el amarillo, seguía escaseando angustiosamente. Los grandes descubrimientos geográficos vendrían a resolver el problema para muchos siglos.

Las navegaciones portuguesas

Comenzó a insinuarlo Henry Pirenne, consagró la idea Armando Cortesâo, y hoy se acepta por todos: los europeos deseaban llegar a Oriente, y para ello marchaban hacia el Este. Cuando la ruta comenzó a entorpecerse, encontraron dificultades. Los primeros a los que se les ocurrió ir por otro camino fueron aquellos a los que apenas había llegado la concepción de la Geografía de Ptolomeo, los pueblos del extremo occidente de Europa, en concreto los de Portugal y Castilla. No fue una casualidad, aunque existieron, por supuesto, otras causas. Los portugueses buscaron el camino por el sur, dando la vuelta a África, si África tenía vuelta, que al fin la tuvo. Y los castellanos, seducidos por Colón, buscaron el camino, paradójica, pero no equivocadamente, por el oeste, y al fin lo encontraron, vuelta al mundo incluida, con Magallanes y Elcano.

Comenzaron la empresa los portugueses. Portugal había terminado su Reconquista con la ocupación del Algarve. Los lusitanos, en un momento de plena vitalidad histórica, hubieron de llevar sus empresas a la vecina África. En 1515 conquistaron Ceuta, pero la resistencia de los naturales les condujo a la expansión por mar. El infante don Enrique, que resistió en Ceuta, pero comprendió la imposibilidad de una aventura terrestre, se decidió por los caminos del océano, y llegaría a ser conocido como don Enrique el Navegante, a pesar de que —porque se mareaba— nunca navegó. Así encontró Portugal su más glorioso destino histórico. ¡Cuántas leyendas hubo que vencer, tanto como los peligros reales de la navegación! Desde los tiempos clásicos se hablaba de la «zona perusta» o abrasada, situada entre los trópicos, inhabitable por su espantoso calor, y en la que hasta las aguas del mar hervían. ¿Sería posible llegar al otro hemisferio, o su camino estaría vedado para siempre a los humanos? Don Enrique se propuso explorar hasta el final. Los navegantes retrocedieron aterrados a la altura del cabo Bojador —en lo que es hoy Sahara Occidental—, donde vieron hervir las aguas. El príncipe portugués estaba convencido de que tan espantoso panorama no era más que una ilusión ficticia. En 1434 envió a uno de sus mejores navegantes, Gil Eanes, a correr la aventura suprema: o superar la barrera o morir. Eanes se asustó como todos cuando presenció el espectáculo de las aguas hirvientes, pero intuyó que la espuma procedía de una restinga de rompientes que prolongaba bajo las aguas el cabo. Se adentró en la mar, rodeó la barrera por el oeste, y siguió navegando gozosamente hacia el sur sobre las aguas azules. Fue el triunfo del valor y de la curiosidad humana sobre la ignorancia y el mito. Una nueva edad había comenzado.

El costeo de África por los portugueses fue una odisea demasiado extensa como para que podamos relatarla aquí pormenorizadamente. Buscaban un camino, pero también encontrar cosas valiosas a lo largo de él. Cada progreso exigía nuevas expediciones, y sortear peligros desconocidos. Al principio, la costa era desértica, sin nada prometedor, y en todo caso los naturales eran hostiles. Se podía rescatar almáciga y algunas pepitas de oro. Don Enrique se enfureció mucho cuando sus hombres trataron de comprar esclavos. A partir de Cabo Verde encontraron pequeños bosquecillos de palmas, y el paisaje empezó a cambiar conforme daban la vuelta a la enorme panza de África. Por 1450, los portugueses habían llegado a Guinea y establecido algunos pequeños fuertes que les permitían repostarse en su largo camino de exploración, y preparar el regreso, contra los vientos alisios y por tanto más largo y laborioso. ¡Pero valía la pena! En Guinea los lusitanos podían encontrar marfil, almáciga, malagueta o falsa pimienta, y otros productos tropicales; y pronto dieron con el oro: o, por mejor decirlo, con indígenas que les proporcionaban tan preciosas pepitas. Nunca se supo de dónde procedían aquellos tesoros que, extraídos de lejanas tierras, habían llegado hasta entonces a la legendaria ciudad de Tombuctú, al sur del Sahara, y de allí a través de interminables caravanas atravesaban el desierto y enriquecían a los pueblos árabes de la orilla sur del Mediterráneo, y a los mismos nazaríes del reino de Granada.

Tampoco los portugueses sabían de dónde venían aquellas doradas pepitas, pero, conforme se adentraban en el golfo de Guinea, los indígenas se las proporcionaban en creciente abundancia. Era más fácil para ellos llevar el oro aguas abajo hasta la costa que alcanzar las inmensidades del desierto para encontrar a los árabes. Los portugueses llamaron Costa de Oro (hoy Ghana) al país donde les proporcionaban aquellas pepitas. Los fragmentos de oro, realmente, se recogían a orillas del Alto Volta y en la región oriental de Senegal: pero esto no se supo hasta el siglo XIX. ¿Tan generosos eran los guineanos que regalaban aquellas bolitas amarillas a los marinos portugueses? No se trata de eso, y hay que comprenderlo. Desde entonces se hizo común la palabra «rescatar», que seguiría utilizándose en tiempos de Magallanes y Elcano cuando hicieron la primera vuelta al mundo. Era un curioso negocio en que ambas partes creían salir ganando. Los europeos ofrecían cascabeles, paños de colores, espejos, a los indígenas africanos, más tarde americanos, filipinos, moluqueños, que los recibían encantados a cambio de aquellas pepitas que no servían para nada. Las cosas valen o no valen según su utilidad o según la cultura que las valora. El oro, que sí se valoraba en Asia y Europa, llegó a verificar la gran revolución del metal precioso, que no solo enriqueció a Occidente, sino que transformó la realidad del mundo.

Don Enrique murió en 1460, pero los portugueses se decidieron a continuar por aquel camino prodigioso. ¿Habían descubierto la ruta de la India? ¿Estaba cerca el fabuloso país del Preste Juan? Cuando Fernando Póo, en otra audaz navegación, comprobó que la costa de África torcía de nuevo al Sur, los portugueses se desanimaron un tanto. La aventura parecía interminable. Pero en 1486 Diego Câo descubrió la desembocadura del río Congo, una corriente de agua como jamás habían visto los europeos, capaz de endulzar el Atlántico cientos de kilómetros alrededor. Y llegó hasta las costas de lo que es hoy Namibia. ¿Terminaba en algún lugar África, o se prolongaba indefinidamente hasta el polo austral? ¿Era posible llegar desde el océano Atlántico hasta el Índico, o se trataba de dos mares separados por una barrera infranqueable? Nadie lo sabía todavía, pero los portugueses estaba decididos a averiguarlo. En 1487, Bartolomeu Dias partió de Lisboa con dos carabelas ligeras, costeó toda África, atravesó el ecuador, llegó a regiones frías desde donde se veían estrellas nuevas, y de pronto el tiempo apacible de las costas de Angola y Namibia fue sustituido por furiosas tempestades del oeste que le lanzaron cientos de millas más allá. No descubrió el Cabo hasta el viaje de regreso. Cuando al fin quiso acercarse a la costa, vio que ésta corría hacia el este, y doblaba cada vez más al norte. Había dado la vuelta a África y se estaba adentrando en el Índico. ¡Estaba abierto el camino! En su entusiasmo, pretendió alcanzar la India, pero las carabelas se encontraban destrozadas y los hombres exhaustos. Se imponía el regreso. Fue a la vuelta cuando descubrió el Cabo simbólico: le llamó, por su mal genio, Cabo de las Tormentas. El rey Juan II hizo luego cambiar el nombre por el de Cabo de Buena Esperanza. Bartolomeu Dias fue recibido en triunfo cuando después de inauditos esfuerzos consiguió llegar a Lisboa en diciembre de 1488.

Dos caminos

Quedaba abierto el camino de la India. Pero antes de que Vasco da Gama coronase la hazaña, apareció en Portugal un marino al parecer genovés, entre genial y estrafalario, que decía haber encontrado un camino mejor. Cristóbal Colón debió nacer en Génova por 1451, y llegó a Portugal víctima de un naufragio junto al cabo San Vicente en 1476. Era buen navegante mediterráneo, pero se consagró como conocedor de los peligros del Atlántico en navíos portugueses, con los que llegó a Guinea e Islandia; en los extremos del mundo conocido hasta entonces. En los intervalos vivía en Lisboa con su hermano Bartolomé, con el que confeccionaba buenas cartas náuticas. No nos importan ahora detalles de su vida, sino conocer el origen de su idea. Hombre hábil para la negociación y siempre bien relacionado, se casó con la hija del gobernador de las islas Madeira y tuvo acceso a las altas esferas. Conoció la carta y el mapa que un humanista italiano de segunda fila, astrónomo y cosmógrafo, Paolo del Pozzo Toscanelli, había enviado al rey Juan II de Portugal, proponiendo que el viaje a la India era más corto y directo navegando hacia el oeste que hacia el este. Toscanelli, que confundió las millas árabes con las millas latinas, estaba en un error y creía que la circunferencia de la Tierra era solo de 29.000 kilómetros, en lugar de los 40.000 que tiene en realidad. La Xunta dos Mathematicos que asesoraba al monarca en el momento más brillante de la era de los descubrimientos, estaba más cerca de la verdad que el sabio florentino, y desaconsejó la idea. Pero Colón sintió una especie de revelación cuando conoció la carta de Toscanelli, de la que parece que consiguió una copia. Otros «indicios», no sabemos exactamente cuáles, le confirmaban en la idea de que el camino de Occidente, por el Atlántico, era el mejor para llegar a la India y a las riquísimas tierras del Gran Khan (la dinastía mogol ya no reinaba en China, pero eso Colón no lo sabía).

Rechazado en Portugal, Colón se vino a España. La historia ya nos es sobradamente conocida. Los técnicos rechazaron la idea, lo mismo que habían hecho los portugueses, y, contra lo que pretende un tópico estúpido mil veces repetido, tenían toda la razón del mundo. Lo que no sabía nadie, y Colón el que menos, era que al otro lado del Atlántico existía un continente que por otro error histórico ahora se llama América y no Colombia. La fina intuición de Isabel la Católica tomó conciencia de que aquel hombre extraño tenía algo, y, una vez terminada la guerra de Granada, en 1492, accedió a la idea de una expedición poco costosa hacia el oeste. Comenzaba de manera inesperada y sorprendente la aventura de la expansión española por un nuevo mundo, una revolución geográfica, geopolítica y económica de consecuencias incalculables. El viaje de Colón fue de por sí uno de los hechos más llenos de encanto y de sorpresas de toda la historia. Existen millares de títulos sobre aquel hecho y su significado histórico. Yo mismo le he dedicado dos libros[1] en que trato de desentrañar aspectos técnicos en que hasta ahora no se había reparado, y algunos rasgos de la doble —o triple— personalidad del descubridor.

Desde entonces se planteó el dilema de elegir entre dos caminos, el del este, contorneando África hasta el Índico, y el del oeste, cruzando el Atlántico. ¿Cuál era el mejor? Por de pronto, se inició una competencia entre los dos grandes países descubridores, España y Portugal. Para evitar choques peligrosos y a instancias de los Reyes Católicos, el papa Alejandro VI dividió las zonas de influencia fijando una línea que seguía el meridiano de las islas Azores y Cabo Verde. Al este de ese meridiano tendrían carta blanca los portugueses y al oeste los españoles. Es discutible que un papa tenga competencias para dividir el mundo en dos zonas de influencia o que dos naciones de Europa puedan usufructuarlas en exclusiva, pero este criterio no encontró contestación por el momento. España y Portugal se repartían la misión del descubrimiento del mundo, y, a la larga la conquista del mundo no europeo. Los portugueses intuyeron algo, y pidieron el desplazamiento de la línea divisoria más al oeste. En el tratado de Tordesillas (1494) se decidió colocarla 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde. Ambas partes esperaban salir ganando: España, porque suponía que podría alcanzar la parte oriental de Asia; Portugal, porque confiaba en aprovecharse de parte de las tierras descubiertas por Colón. Hoy sabemos muy bien que el tratado de Tordesillas favorecía extraordinariamente a Portugal: éste tendría derecho a la conquista de Brasil, en tanto España ganaría espacio en la inmensidad casi vacía del Pacífico. Pero eso no se supo hasta treinta o cuarenta años más tarde. Consecuencia todo ello, en gran parte, de la suposición de que la Tierra era más pequeña de lo que realmente es. Quizá convenga deshacer un equívoco en que se ha caído con frecuencia, incluso por personas relativamente cultas. Si se divide el mundo en dos hemisferios es porque se da por supuesto que la Tierra es redonda. Nadie lo dudaba. La tesis ya fue defendida por los griegos y por los sabios medievales, por lo menos desde el siglo XIII. No es un descubrimiento del hombre moderno. Tampoco es cierto, como a veces se ha afirmado, que Colón descubrió la esfericidad de la Tierra. En absoluto. Hizo su viaje, esperando llegar a Asia por la vía del oeste; pero como no llegó, no demostró nada; al contrario, salió de pronto con la disparatada teoría de que la Tierra tiene forma de pera. El que demostró experimentalmente que la Tierra es redonda fue Juan Sebastián Elcano, al darle la vuelta completa; pero tampoco descubrió una realidad que ya era conocida científicamente, sino que la comprobó de hecho. En fin, podía llegarse a «las Indias», es decir, al Extremo Oriente, tanto navegando en una dirección como en otra. Lo único que faltaba por descubrir a este respecto era qué dirección era más corta, o la que representaba una navegación más fácil y con menos riesgo.

Los portugueses llegaron desde el primer momento a tierras más apetecibles que los españoles. Es cierto que el regreso de Colón, anunciando que había descubierto «las Indias» causó entusiasmo, y miles de candidatos se postularon para el segundo viaje, en 1493. Fueron admitidos unos 1500, en una enorme flota de 17 barcos. Colón pretendía que Cuba era una península de Asia, y Haití, «la Española», era Japón. Pero las esperanzas quedaron pronto defraudadas. Las islas carecían de riquezas, los naturales eran salvajes e indolentes, el clima insano y muchos enfermaron, el trigo que llevaron y los árboles que plantaron no crecían en aquella tierra. El desánimo se apoderó de los colonos, y se generalizó la idea de que aquellas tierras nada tenían que ver con «las Indias», pese a la insistencia casi paranoica y contra toda evidencia del descubridor.

En tanto, los portugueses consiguieron llegar a la India de verdad. En julio de 1497, Vasco da Gama partía de Lisboa con cuatro naves, dispuesto a coronar la hazaña. Costeó trabajosamente África, surtiéndose en los enclaves ya establecidos en sesenta años de exploración. Llegó en diciembre al cabo de Buena Esperanza, valiéndose de las favorables condiciones del verano austral. En marzo estaba ya en Mozambique: nadie había llegado hasta entonces tan lejos. Siguió por la costa africana del Índico, hasta Mombasa, en la actual Kenya. ¿Dónde estaba la India? Probablemente hacia el este, pero ningún europeo lo sabía con certeza. Contrató varios pilotos árabes que conocían la travesía, y aprovechó el monzón favorable. El 20 de mayo de 1498 llegaba a Calicut, en la costa suroeste de la India. El sueño de don Enrique el Navegante y de Juan II, el gran rey descubridor, había sido realizado. Portugal había encontrado su destino histórico. El regreso, en agosto, contra el monzón y con mal tiempo, se hizo difícil: la travesía hasta África duró 132 días, contra los solo 23 de la ida. Murieron la mitad de los tripulantes de escorbuto, hambre y otras calamidades. Al fin en África, de nuevo. Vasco da Gama y los suyos sufrieron para cruzar hacia el oeste el cabo de Buena Esperanza, pero al fin lo consiguieron. Regresaron a Lisboa en mayo de 1499, después del viaje más largo de la historia hasta el momento, y solo superado en 1519-22 por el de Magallanes-Elcano. De los cuatro barcos llegaron dos, y de los 250 hombres, solo 55; pero fueron recibidos con indescriptible júbilo, y Vasco da Gama fue ennoblecido. Sigue siendo uno de los más grandes héroes de la historia de Portugal.

Colón «descubrió» América como un mundo distinto a Asia en 1500, dos años antes que Alberico o Americo Vespucci, pero Waldseemüller, el bautista por casualidad del Nuevo Continente, desconocía este detalle. Fue en el curso de su tercer viaje cuando don Cristóbal se adentró entre la costa venezolana y la isla Trinidad. Una sorprendente serie de contracorrientes abonó una sospecha. Hizo recoger un cubo de agua marina, y la probó: ¡era agua dulce! El misterio no tenía explicación si no se suponía la existencia de un enorme río que, como ya se sabía del Congo, endulzaba las aguas en torno a su desembocadura. Era el Orinoco. El descubridor no llegó a ver aquel río tan caudaloso, pero lo tenía claro: «Y tengo para mí que es esta una tierra grandísima, que se extiende latamente hacia el Austro, de la cual jamás se ha tenido noticia». Colón no solo se dio cuenta de la existencia de América del Sur, sino que se jacta —con justicia— de ser su descubridor. «Vuestras Altezas —concluye en su carta a los Reyes Católicos— tienen acá otro mundo. Un Nuevo Mundo». Qué pena que no quisiera explotar la fama de su descubrimiento. Obnubilado por su deseo de llegar a «las Indias» olvidó pronto la idea del gran continente, y se esforzó en encontrar un estrecho que condujera al Oriente asiático. Tal fue el sentido de su cuarto viaje, que se estrelló una y otra vez contra la costa centroamericana. Colón (estoy de acuerdo con un luminoso trabajo de Laura Balletto) se dio cuenta al final de su tremendo error, pero su afán contra toda evidencia de llegar por aquel camino a las Indias le impidió confesarlo.

La verdad es que las tierras descubiertas por Colón no parecían haber mostrado, a comienzos del siglo XVI, grandes posibilidades. Entretanto Vasco da Gama emprendía su segundo viaje en febrero de 1502, con veinte barcos de guerra y una hueste de casi dos mil hombres. Iba a asegurar el dominio portugués en Oriente, con base en la India. Llegó a Calicut el 30 de octubre. Allí, combatiendo unas veces, firmando tratados otras, fundó establecimientos y fortalezas. Los hindúes no eran enemigos en la mar, solo en tierra se oponían a los ocupantes. Pero nunca pasó por la mente de los portugueses ocupar un espacio tan inmenso como la India, que estaba ya entonces densamente poblada, aunque dividida en muchos pequeños señoríos, independientes y hasta rivales entre sí. Los portugueses preferían establecer factorías, al modo «fenicio», de acuerdo con la tradición mediterránea, y desde ellas comerciar, cambiando productos de la zona con los europeos. Los verdaderos rivales eran los árabes (entonces se les llamaba siempre así), principalmente procedentes del sultanato de Egipto, dependiente del imperio turco, que también querían traficar con Oriente. Vasco da Gama obtuvo varias victorias navales (los barcos europeos eran más sólidos y estaban mejor artillados) y supo controlar la zona. Regresó a fines de 1503.

La tercera gran aventura la corrió en 1505 Francisco de Almeida, primer virrey de la India, con otra poderosa flota. El viaje resultaba cada vez más fácil, por el conocimiento de las rutas y de los monzones, y por la fundación de establecimientos portugueses en la costa de África (Guinea, Angola, zona de El Cabo, Madagascar, Mozambique). Almeida estableció nuevas colonias en la India y envió a Antonio de Abreu para la conquista de la lejana Malaca, en cuya empresa participó un militar valeroso y de fuerte carácter, llamado Fernando de Magallanes. Almeida derrotó a los musulmanes en la mayor batalla naval registrada en aquellas aguas, frente a Diu. Ya no había enemigos de peligro. El imperio lusitano regido entonces por la figura de don Manuel el Afortunado, se extendía por las costas de África —de Ceuta a Mozambique— y por las del sur de Asia. No era un imperio territorial, sino marítimo y comercial, jalonado de pequeñas colonias y fortalezas que aseguraban el dominio. La hazaña de los navegantes portugueses, que habían llegado más lejos que ningún otro, después de correr las más extraordinarias aventuras, mereció uno de los poemas épicos más sonoros de los tiempos modernos, Os Lusiadas de Luis de Camoens.

La verdad: la India no era el país riquísimo que contaban las leyendas, sin que dejaran de existir riquezas. Los portugueses comerciaban también con los malayos, los annamitas —digamos vietnamitas— e indirectamente con los mismos chinos: China, otro país inmenso, regido entonces por la dinastía Ming, contenía innumerables riquezas, pero había prohibido rigurosamente la entrada a extranjeros. Los portugueses, a través de intermediarios, lograron sin embargo comprar porcelanas, seda, tapices, que se vendían espléndidamente en Europa. Desde Malaca empezaron a tener noticias del origen de otra mercancía de valor fabuloso en aquellos tiempos: las especias —la canela, el clavo, la nuez moscada—, que crecían en unas islas aún no descubiertas, las Molucas, o islas del Maluco, pero que algunos mercaderes transportaban hasta Malaca. Uno de los que soñaban con la conquista de las Molucas era Fernando de Magallanes. Nunca lo conseguiría, pero pasaría a la historia.

Las exploraciones españolas

En 1500 trazó Juan de la Cosa el primer mapa de América. Seis años antes había discutido con Colón sobre la naturaleza de Cuba. Para el descubridor era una península de la costa oriental de Asia, no lejos de China o formando parte de China misma; para Cosa era una isla. Desde entonces ambos hombres no se entendieron. En el precioso mapa se representan las costas de Norteamérica, tal como las había explorado Juan Caboto, y las de Sudamérica, de acuerdo con las descripciones de Alonso Niño, Rodrigo de Bastidas, Vicente Yáñez Pinzón, Cristóbal Guerra y el portugués Cabral. Estaba claro que se trataba de dos grandes continentes, que nada tenían que ver con la India. ¿Y en el centro? Con cierta prudencia, o tal vez con un deje de ironía, Juan de la Cosa dibuja tapando lo que es América Central una estampa de san Cristóbal. No se sabía aún lo que había allí. Colón esperaba encontrar un estrecho; Cosa lo dudaba. En el fondo, al dibujar sobre la zona desconocida una estampa de san Cristóbal, quizá deja la resolución del secreto a «don Cristóbal». Dos años más tarde, el famoso navegante se estrellaría contra las costas de América Central en un intento desesperado y de resultados desastrosos —perdió todos sus barcos— por obra de las tempestades. El estrecho no aparecía por ninguna parte.

América, en los primeros lustros del siglo XVI, aún no había mostrado sus inmensas posibilidades. Era un territorio enorme, pero ya era seguro que no formaba parte de las Indias, aunque por mucho tiempo siguiera llamándose así (y sus aborígenes siguen llamándose «indios»). En 1508, Fernando el Católico reunió la Junta de Burgos para decidir lo que había que hacer. A ella concurrieron los más famosos navegantes que aún continuaban vivos: Vicente Yáñez Pinzón, Américo Vespucci, Juan de la Cosa y Juan Díaz de Solís, junto con Sancho Matienzo, responsable de la Casa de Contratación, y Juan Rodríguez Fonseca, encargado de organizar las expediciones. Era preciso tomar una determinación que podría resultar decisiva en la historia: ¿continuamos la exploración y conquista del Nuevo Mundo, o buscamos un paso a través de él que nos conduzca a las riquísimas tierras del Extremo Oriente para coronar el designo de Colón? La inmensa vitalidad de que entonces se sentían poseídos los españoles les llevó a una conclusión ambiciosa: realizarían las dos empresas a la vez. Y lo que son las paradojas de la historia: la expedición destinada a buscar un paso entre las Américas que permitiese llegar a un nuevo mar acabó desembocando en la primera gran conquista continental del Nuevo Mundo, en tanto que la que pretendía la primera penetración en el continente terminó con el descubrimiento del nuevo mar.

Efectivamente, en 1508 y 1509, Juan Díaz de Solís y Vicente Yáñez Pinzón exploraron la parte que parecía más frágil de América, lo que son ahora Costa Rica, Nicaragua, el gran entrante de Honduras (¿al fin un paso?: no lo había), la península de Yucatán, el cabo Catoche y la entrada al golfo de México. Allí tomaron contacto con lo que quedaba de la cultura maya, y tuvieron noticia de un pueblo muy poderoso que dominaba grandes tierras en el interior. Era el imperio o confederación azteca, que años más tarde se encargaría de conquistar Hernán Cortés. Por su parte, la expedición de Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa, en 1509, a «Tierra Firme», en la comarca llamada Castilla del Oro (Venezuela y la costa atlántica de Colombia) tropezó con dificultades por la fiereza de los indios, que combatían con flechas envenenadas. Al fin se establecerían en la costa de Darién (actual Panamá) y fundarían la ciudad de Nombre de Dios. Allí oirían hablar de un extenso y desconocido mar que se encontraba más allá de las montañas. En 1513, Vasco Núñez de Balboa, después de increíbles hazañas entre tribus hostiles o amigas según las circunstancias, y por difíciles caminos, llegaría a divisar desde lo alto el nuevo mar. Cuando pudo descender y llegar a la orilla, se internó en las aguas y con ellas hasta la cintura y el pendón desplegado, tomó posesión del nuevo océano en nombre de Castilla. Había mar más allá de América. Una nueva aventura era posible en la sorprendente era de los descubrimientos.

Desde entonces, los planteamientos cambiaron. Con independencia de la conquista del Nuevo Mundo, era posible explorar el nuevo océano y conocer las dimensiones exactas del planeta. Balboa había llamado al nuevo océano Mar del Sur: y es que, efectivamente, ese océano se encuentra al sur para un habitante del Panamá. Magallanes lo rebautizaría como Mar Pacífico por la aparente tranquilidad de sus aguas. Dos denominaciones erróneas, por más que la segunda se haya mantenido hasta hoy. Pero he aquí la gran interrogante: ¿ese océano era el Índico, que ya conocían los antiguos y por el que entonces estaban navegando los portugueses? ¿Era un océano nuevo y desconocido? ¿Cómo de grande es el mundo? Tal era el nuevo reto que se ofrecía a la curiosidad —y qué duda cabe, también a la ambición— del hombre de Occidente.

Ya en 1512 Fernando el Católico, fundándose en las distancias exageradas que alegaban los portugueses que había hasta la India, y, más allá, hasta Malaca, intuyó la posibilidad de que parte de aquellas tierras correspondiesen al hemisferio español. De acuerdo con recientes investigaciones, entre las que se cuenta un interesante trabajo de Ricardo Cerezo, el Rey Católico encargó a Díaz de Solís explorar dando la vuelta a África por el Cabo de Buena Esperanza hasta más allá de los territorios explorados por los portugueses. No se trataba de disputar nada a nuestros vecinos, sino de llegar más lejos que lo asignado a ellos, utilizando el mismo camino. ¡Es la primera vez que se hace mención del antimeridiano! Si la Tierra es redonda, hay una línea divisoria por este hemisferio y otra equivalente por el opuesto. Las protestas de Portugal exigiendo que cada cual siguiese por su camino— y el sensacional descubrimiento del Pacífico por Balboa— dieron un nuevo sesgo al problema: había que buscar, una vez más, un paso hacia el nuevo mar por el camino del Oeste, más allá de América.

Una pregunta ingenua: si no parece existir ese paso, ¿por qué no conquistar América y construir barcos en el Pacífico? La empresa no era fácil, y exigía largo tiempo. De hecho, después de 1525, todas las expediciones españolas al Pacífico se realizaron desde las costas occidentales americanas, primero desde México, luego, en la segunda mitad del siglo XVI, desde Perú. De momento, tal empresa era irrealizable, por más que los españoles hicieron la hombrada increíble de transportar un pequeño navío —eso sí, convenientemente despiezado— a hombros desde el Atlántico al Pacífico, a través del istmo de Panamá. Pero el tiempo urgía, y no podía esperarse a la pacificación y control de aquellas remotas costas. En octubre de 1515 salió de Sanlúcar una pequeña flota de tres carabelas ligeras, comandadas por el experto Juan Díaz de Solís, con el propósito de encontrar un paso a través del Nuevo Continente y alcanzar así el mar del Sur. Deberían llegar a «las espaldas de Castilla del Oro», es decir, a las costas ecuatoriales por detrás de América, y de allí navegar todo lo posible hacia el oeste, procurando calcular «la longitud del meridiano», para no introducirse en zonas asignadas por derecho a Portugal, y, una vez avistadas nuevas tierras, dar cuenta de lo encontrado.

¿Qué era lo que los españoles esperaban descubrir en el océano Pacífico, cuando los portugueses habían llegado ya a Malaca? Muy particularmente las islas de la Especiería o del Maluco; y por supuesto, otras tierras que aún no habían sido descubiertas. Las especias habían cobrado un valor enorme en la Europa del Renacimiento, como condimento de supremo lujo en las comidas, y por su capacidad de conservar los alimentos, especialmente la carne, en un tiempo en que no podía ni soñarse en los frigoríficos. Puede parecer demencial que el valor de un kilo de clavo fuese relativamente comparable al de un kilo de oro, e incluso hoy mismo seguimos sin poder explicar racionalmente por qué valía tanto un kilo de clavo, y por qué vale ahora mismo tanto un kilo de oro. Las especias son hoy un producto relativamente abundante y comparativamente mucho más barato, pero entonces constituían un verdadero tesoro. Y si los portugueses habían llegado al final de su hemisferio, las todavía más orientales islas del Maluco podían corresponder al área española, de acuerdo con las zonas de influencia acordadas en Tordesillas. En suma, lo que quiso hacer Díaz de Solís era lo mismo que cuatro años más tarde quiso hacer Magallanes. Con una diferencia: la de Solís era una expedición ligera, destinada solo a descubrir y traer luego la venturosa noticia... si se producía.

La navegación fue efectivamente venturosa y en las últimas semanas del mismo año 1515 costeó Solís América del Sur, hasta llegar, en enero de 1516, a un profundo entrante: ¡podía ser el estrecho que se buscaba! La costa, que dibujaba al principio una amplia bahía de cientos de kilómetros de ancho, se iba estrechando progresivamente. Era, fácil resulta adivinarlo, el estuario del Plata, entre lo que ahora se llaman Argentina y Uruguay. Solís fue el primer europeo que puso su pie sobre aquellos dos países Un indicio no muy prometedor: el agua hasta entonces azul del Atlántico se iba aterrando progresivamente hasta hacerse parduzca, como la de un río de llanura. Y un detalle menos esperanzador todavía: aquella agua se hacía cada vez más dulce, como la que había bebido Colón en el golfo de Paria. Solís la llamó «Mar Dulce». Su esperanza se mantenía, a pesar de todo. Un enorme río sin corriente bien podía comunicar dos mares. Las carabelas ligeras podían navegar por aguas poco profundas. Varias veces desembarcaron Solís y los suyos en aquellas tierras bajas y desconocidas. Habiendo encontrado algunos indicios alentadores, tomaron tierra en la orilla norte, y entonces se produjo la tragedia. El grupo desembarcado se vio sorprendido por un ataque de los indios, hoy se cree que guaraníes, que sorprendieron a Solís y los suyos, los mataron, los despedazaron y se los comieron gustosamente a la vista de los tripulantes de las carabelas que, desarmados y horrorizados, nada pudieron hacer para evitar aquella carnicería. Los supervivientes, sin mandos cualificados, huyeron de semejante horror. Consiguieron llegar a España a fines de 1516. Justo entonces moría Fernando el Católico.

[1] José Luis Comellas,El Cielo de Colón,Tabapress, 1991;El éxito del error, Ariel, 2005.

UN NAVEGANTE PORTUGUÉS Y UNA RUTA ESPAÑOLA