Historia sencilla de la música - José Luis Comellas García-Lera - E-Book
SONDERANGEBOT

Historia sencilla de la música E-Book

José Luis Comellas García-Lera

0,0
13,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 13,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La música constituye una actividad antiquísima en la vida y en la historia del hombre. Este libro es una sintética y a la vez muy completa historia de la música, que abarca desde sus orígenes más remotos hasta los últimos movimientos y corrientes de nuestro tiempo. Va dirigido a todo tipo de lectores: a entendidos y (preferentemente) a no entendidos. Además de un didáctico recorrido por la historia de los acontecimientos musicales, sus compositores y sus obras más señaladas, el autor ofrece su experiencia para iniciar al lector en la afición por la buena música, o para consolidarle en ella.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Historia sencilla de la Música

© 2010 byJosé Luis Comellas

©  2010 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

By Ediciones RIALP, S.A., 2012

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

ISBN eBook: 978-84-321-3760-0

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

Índice

Introducción

La música en los tiempos antiguos

Épocas prehistóricas

Las primeras civilizaciones

Los chinos

La India

Mesopotamia

Egipto

Los judíos

Grecia

En Roma

La música en la Edad Media

Las raíces de la música medieval

El canto gregoriano

Los comienzos de la polifonía

Los orígenes de la notación musical

La música popular

Ars Nova

La época renacentista

Las formas y los instrumentos

Los grandes maestros

Los españoles

Reforma y Contrarreforma

Palestrina

Tomás Luis de Victoria

El milagro del barroco

Innovaciones

Los orígenes de la ópera

Claudio Monteverdi (1567-1643)

Alessandro Scarlatti y Pergolesi

Henry Purcell

Pompa en la corte del Rey Sol

Los grandes maestros del barroco

Los luminosos italianos

Antonio Vivaldi (1670-1745)

Los alemanes

Bach, o la armonía de las esferas

Una vida normal al servicio de la música

El órgano de Bach

La música instrumental

La obra coral de Bach

Grandeza y solemnidad en Haendel

Alemania, Italia, Inglaterra

Las óperas

Los oratorios

La música instrumental

La música «clásica»

Caracteres, formas y medios

Los grandes géneros

Las voces de la orquesta

Los deliciosos «pequeños maestros»

Joseph Haydn, el padre de la sinfonía

En Einsestadt

Las sinfonías

Otras obras

Siempre Mozart

La música de Mozart

Las obras de Mozart

El «efecto Mozart»

La delicia de la ópera italiana: Rossini

Vida y obra

La música de Rossini

La época y la figura de Beethoven

Del Antiguo al Nuevo Régimen

Los años de Bonn

La conquista de Viena

Las primeras obras de Viena

De la tragedia a la victoria

Las grandes sinfonías

El hombre y su música

La despedida de Beethoven

Los inicios del romanticismo

La música, la orquesta y el público

Schubert, la inspiración

Las obras de Schubert

Weber y la ópera romántica alemana

Berlioz el Fantástico

La música de Berlioz

Chopin: el piano

Una vida romántica

El piano y la música de Chopin

El corazón del romanticismo

Félix Mendelssohn, romanticismo feliz

La música de Mendelssohn

Schumann: lucha, triunfo y locura

La obra de Schumann

Franz Liszt: del piano al poema sinfónico

Los poemas sinfónicos

La ópera romántica italiana

Donizetti y Bellini

El corazón de la ópera italiana: Verdi

Epígonos del romanticismo

Brahms, la plenitud

Otras obras de Brahms

El drama musical en Wagner

La «obra de arte total»

Los grandes dramas musicales

La música de Wagner

Las inmensas sinfonías: Bruckner y Mahler

Anton Bruckner (1824-1897)

Gustav Mahler

La música fuera de Alemania

Los checos

Los rusos

Un ruso distinto: Tchaikowski

Los escandinavos

Algo sobre los españoles

Y algo sobre los franceses

El verismo italiano

La revolución del siglo xx

Aspectos de la música del siglo xx

La «otra música»

El impresionismo y formas análogas

El matiz de Debussy

Modestia y exhibición en Ravel

Otros autores

La esencia de lo español en Falla

Formas de expresionismo

Expresionismo clasicista: Richard Strauss

Expresionismo surrealista: «Los Seis»

Un genio distinto y en evolución: Stravinsky

Una nueva gramática musical: el dodecafonismo

Schönberg, Berg, Webern

Nuevos lenguajes sonoros

La música electrónica

La música concreta

Aspectos de la música instrumental contemporánea

La música soviética

Música aleatoria

Un maestro indiscutible: Olivier Messiaen

Españoles

Algunos nombres

¿A dónde va la música?

Índice onomástico

Introducción

Por alguna razón misteriosa, pero de la que nadie puede evadirse, el hombre no puede vivir sin hacer música. Canta hasta inconscientemente, cuando trabaja, cuando ha de hacer el tiempo para esperar, cuando está alegre, y a veces también cuando se siente triste y necesita evadirse o expresar su sentimiento de alguna manera; cuando pasea por el campo en una hermosa mañana o cuando necesita dar rienda suelta a su estado de ánimo. También es cierto que confiere a sus propias palabras, a la hora de expresarse, una cierta cadencia musical; y es el mismo tono de su voz, con absoluta independencia de lo que quieren significar sus palabras, lo que nos revela si el hombre está alegre o triste, lleno de ánimo o de malhumor. Y, con independencia de nuestra propia actividad, recurrimos con mucha frecuencia a la música oída para solazar nuestro afán estético, para distraernos, para divertirnos, para sentirnos más alegres con un grupo de amigos, o con motivo de una fiesta. Los sociólogos afirman que la música une y relaciona más que las palabras. La verdad es que el hombre o la mujer viven la música mucho más frecuentemente de lo que a primera vista pudiera imaginarse.

Por otra parte, hoy es bien conocido que la música constituye una actividad antiquísima en la vida y en la historia del hombre: considerada o no expresamente como arte, existió desde tiempos anteriores a toda experiencia, al punto de que muchos entendidos la consideran anterior al lenguaje articulado. O más exactamente, el lenguaje articulado pudo haber nacido de sonidos que fueron respondiendo a la necesidad de cada ser humano de comunicarse con los demás de acuerdo con un código común a todos ellos. Conforme el lenguaje se fue perfeccionando, se separaron la emisión de sonidos ­expresivos y la de sonidos con un significado concreto, di­gamos palabras; pero no por la aparición de formas de ex­presión articuladas desapareció el gusto del hombre por emitir sonidos en diversos tonos, y en diversos ritmos (aunque no fuera más que al ritmo de sus propios pasos), y combinarlos en forma de una melodía, por sencilla que fuera en un principio. Sencilla, pero buena compañera. La música sigue siendo, quizás hoy más que nunca, una forma de expresión de incalculable trascendencia, lo mismo para dar rienda suelta a nuestros sentimientos, que para sentir ante los sonidos que escuchamos un placer especialísimo, capaz de conmovernos.

Es más, al hombre le ha sido concedida no solo la capacidad de emitir más formas de sonido, en tono, intensidad y timbre, y más posibilidades de desarrollarlos sin repetirse mecanicamente, que a otros seres vivos, sino también la inteligencia y la creatividad necesarias para producir, «construir» sonidos extrahumanos mediante ingenios o aparatos preparados expresamente para producir música: digamos instrumentos. Un instrumento musical es una de las muestras más excelsas de la capacidad humana para dominar la naturaleza y hacerla «hablar» a su propia voluntad. Los instrumentos son capaces de producir sonidos que el hombre no puede articular, ya por razón de su frecuencia —más agudos o más graves que los que la voz humana permite—, sino porque están dotados de un timbre o «colorido musical» que el ser humano no se siente facultado para emitir. Una soprano puede hacer sonar la misma nota que una flauta, pero nunca su voz se confundirá con la de ese instrumento, como un barítono-bajo puede cantar una melodía para fagot, pero nunca su sonido será el propio del fagot. Tampoco un hombre o una mujer pueden emitir seis sonidos a la vez como el piano..., pero pueden tocar el piano. Los instrumentos multiplican así hasta el infinito la maravillosa facultad que posee el ser humano para «hacer música».

Y es que, en efecto, y a lo que que se nos alcanza, parece ser que la música es el arte más antiguo que practicó el hombre. Tenemos noticias de instrumentos primitivos, capaces de emitir sonidos variados, de una antigüedad del orden de los 50.000 años, muy anteriores a las pinturas rupestres o a las esculturas simbólicas más antiguas que conocemos. Y el hecho no es de extrañar, si fueron la altura del sonido o el ritmo las formas más elementales de expresión del hombre primitivo. Que la música es un don connatural al hombre resulta un hecho indiscutible. No por eso se debe pretender, como muchos han pensado con frecuencia, que la música es un arte más «excelente» que los demás. La discusión sobre este punto sería enojosa e inútil. De todas formas, nada nos impide recordar tres hechos que pudieran estar relacionados con esa supuesta excelencia del arte musical: en primer lugar, si todas las artes nos elevan, enriquecen de alguna manera nuestro espíritu, nos hacen más felices, la música suele provocar en muchas personas un grado más alto de emoción, o, como decían los románticos, «nos transporta a otras esferas». Parece como si poseyéramos una sensibilidad especial hacia la música, que es posiblemente la forma artística que ha sido capaz de provocar más lágrimas, siquiera de emoción. Himnos o cánticos religiosos pudieron influir en los comportamientos durante siglos. En segundo lugar, la música es un bien compartible. Es posible cantar juntos, como no lo es pintar o moldear juntos. La percepción de una obra de arte cuya excelencia penetra por nuestros ojos puede impresionarnos, pero resulta difícil asegurar que esa impresión crece si somos muchos los que la contemplamos a la vez. «Hacer música» juntos une de una manera especialísima. Con frecuencia he recordado el maravilloso entrañamiento entre los intérpretes que alcanzó, apenas terminada la segunda guerra mundial, la versión del Concierto en Re para violín y orquesta de Beethoven de que fueron artífices el director Wilhelm Furtwängler, no nazi, pero amigo personal de Hitler, una orquesta inglesa, la Philarmonia de Londres, y un violinista judío, Jehudi Menuhin. Personas tan distintas, tan incompatibles en principio, se identificaron entre sí, en algo parecido a un milagro, como pocas veces lo lograron seres humanos: la vivencia común, hasta el fondo, de la música, estaba muy por encima de todas las diferencias. Y esa vivencia emocionante ha quedado grabada en disco para las generaciones futuras. Cantar juntos nos une, nos permite compartir la alegría o el sentimiento, asociar nuestro ser y nuestro querer al de todos los demás. Bien lo sabían los autores de himnos, salmos y canciones que han unido a los pueblos o han contribuido a forjar sus culturas.

La capacidad unitiva de la música ha sido comprobada de diversas maneras. No deja de llamar la atención un hecho reciente: durante un curso de «musicología prehistórica» desarrollado durante el año 2004 en la Facultad de Arqueología de la Universidad de Reading, un grupo de asistentes fueron dotados de flautas primitivas, lo más parecidas a las que, a juzgar por los restos conservados, pudo manejar el hombre hace miles de años: y se pidió a cada uno que entonara las notas que dictara su propia inspiración; en un principio, como era de esperar, no resultó sino un caos sonoro; sin embargo, y en el plazo de pocos minutos, ante el asombro de todos, se fueron uniendo unas voces a otras, hasta llegar a interpretar conjuntamente una melodía única y agradable. El hecho, sorprendente en verdad, fue interpretado en el sentido de que la música tiende a unir, a coordinar, a convertirse en un lenguaje común, y por tanto en un elemento esencial de asociación entre un grupo de seres humanos. «Cantando juntos —escribió Blas Matamoro— los hombres aprenden a vivir en sociedad, es decir, a vivir en común». La vida en común, eso no hace falta decirlo, es una tendencia natural del ser humano; pero así como la palabra une o separa según los casos, o, predispone en algunos de ellos a la discusión, la música entonada en grupo requiere el intento deliberado de cada uno por cantar lo que cantan los demás: y cuanta mayor solidaridad exista entre las voces, más bello, más grato y reconfortante para todos será el resultado.

La música tiene una especial cualidad para «penetrar». Es curioso pensarlo: estamos dispuestos a admitir que el sentido más noble es el de la vista, o, por lo menos es verdad que la mayoría de nosotros (¡excepto, por supuesto, los músicos!) preferimos quedarnos sordos antes que quedarnos ciegos. Sin embargo, diríase, al menos en un sentido figurado, que las artes perceptibles por la vista son «penetradas» por nosotros, en cuanto que realizamos un esfuerzo positivo, como protagonistas del acto de contemplar y analizar, un cuadro que tenemos antes nuestros ojos (pero fuera de ellos), de ver y estudiar desde sus distintos ángulos una escultura, de admirar, e ir siguiendo detalle por detalle, la fachada y las torres de una majestuosa catedral. Por el contrario, la música nos penetra, nos envuelve, nos rodea por todas partes, se hace realidad en nosotros mismos, y, efectivamente, nos «transporta». El influjo de la música en las reacciones anímicas y en los comportamientos es muy visible, y en casos bien conocidos y estudiados, llega a ser espectacular. Hoy no llegamos a compartir las afirmaciones de los clásicos grecolatinos sobre la capacidad de la música para influir en las conductas humanas (vid. pág. 39), pero seguimos admitiendo la fuerza de esta penetración, no ya en las salas de conciertos en que se interpreta música de calidad, sino en determinados festivales de juventud en que predominan formas de expresión caracterizadas por la estridencia y el ritmo.

La música nos «envuelve» de tal manera, que Pitágoras, matemático y geómetra, pero también creador del sistema tonal que seguimos empleando en la música occidental, creía que estamos rodeados de una suerte de música que llena de armonía el universo entero: la relación entre las esferas o figuras perfectas, el movimiento maravillosamente preciso de los astros, la proporción bien medida entre las partes, el deseo de que las cosas «casen» unas con otras en una relación grata y razonable, es el resultado de la que Pitágoras llamaba «armonía universal». Más tarde, Aristóteles explicó por qué no oímos esta música maravillosa: nacemos con ella, es anterior a nuestra primera experiencia, y estamos tan acostumbrados a algo que nos envuelve desde siempre, que no somos conscientes de su presencia. La música se relaciona así, en el pensamiento de los filósofos antiguos, con la consonancia, la bella armonía entre las partes, la grataproporción de unas cosas con otras; y es al mismo tiempo un algo invisible que nos trasciende, que influye en nuestros comportamientos. Las viejas teorías, apenas es preciso decirlo, no se corresponden plenamente con la realidad; pero si estas teorías pudieron desarrollarse un día, obedece sin duda a dos cualidades de la música: la armoniosa proporción, y su capacidad para penetrar en nosotros. No existe la «armonía universal» de Aristóteles, ni siquiera la «armonía preestablecida» de Leibniz (que responde a un principio distinto, no específicamente musical); pero hemos de reconocer que la música es muchas veces, y en circunstancias muy diferentes de la vida, una maravillosa compañera, una forma de sentir que nos contagia; en ocasiones es una auténtica necesidad.

Este libro no se propone en absoluto explicar qué es la música, sino ayudar al lector a sentirla y a disfrutar con ella. Hay historias de la música muy pormenorizadas que son, ante todo, una biografía de los principales autores y un catálogo de sus obras. Ayudan a conocer mejor la vida de los músicos que su música. No pretendemos caer en esta desviación del objeto central de lo que debe ser una historia de la música, sin dejar de atender, como es lógico, a la vida, a la personalidad de cada autor, y al ambiente histórico, social e ideológico en que se desenvolvió, porque el conocimiento de la identidad humana de un artista nos ayuda a comprender su obra. Tampoco pretende ser un tratado de historia del arte musical concebido en términos teóricos, y con empleo de palabras técnicas, muy frecuentes en el argot musicológico, palabras que a veces parecen inevitables, pero que trataremos de evitar todo lo posible, precisamente porque esta «Historia sencilla de la Música» quiere llegar a todo el mundo, a entendidos y no entendidos (quizá, con preferencia a no entendidos), puesto que el arte musical posee una capacidad de trascedencia admirable, que puede hacer sentir, emocionar, a personas que no saben leer una página de papel pautado, pero que pueden sentir la música, embelesarse con ella, ser enormemente felices solo por el hecho de escucharla con amor y atención. Y tal es el sencillo y a la vez primordial objeto de este pequeño libro: el de que quienes lo lean sean capaces de sentirse maravillosamente felices con la Música.

La música en los tiempos antiguos

Se sabe que la música es un arte antiquísimo, pero resulta absolutamente imposible precisar cuándo comenzó. En este sentido, todas las discusiones resultan un tanto fútiles y no nos conducen a ninguna conclusión cierta. Evidentemente, «hacer música» se puede entender de dos maneras; a) emitir sonidos mediante la propia garganta, digamos cantar, aunque las primeras formas de canto nos parecerían sin duda muy primitivas; pero todo parece indicar que fueron anteriores a la otra manera de «hacer música»: b) tocar, digamos instrumentos, por primitivos que también queramos considerarlos.

Por lo que se refiere al canto, hay teorías que pretenden que el hombre fue inspirado por el sonido de los pájaros, y quiso, a su modo, hacer lo mismo. Cierto que la voz humana tiene sin duda menos agilidad para la emisión de sonidos que ciertas aves, pero su tesitura, es decir, su capacidad para emitir voces de distinta altura, graves o agudas, es mucho más amplia. Si algún ser humano pretendió imitar a los pájaros, pronto pudo descubrir que poseía facultades de expresión mucho más extensas y variadas. Otros animales pueden emitir sonidos graves, pero no más graves que el ser humano; sin embargo estos animales no son capaces de alcanzar sonidos agudos. Las cuerdas vocales del hombre, aunque sin duda alguna han sido modificadas y perfeccionadas por el uso a lo largo de los tiempos, están dotadas de una mayor amplitud que la de cualquier animal. Hoy el bajo-barítono puede emitir sonidos que representan 32 vibraciones por segundo, mientras que la soprano puede llegar a 3.600: hay nada menos que una proporción de 120 a 1 entre el sonido más agudo y el más grave. Ningún animal puede alcanzar ni por asomo semejante amplitud, es decir, semejante posibilidad de entonar tantas notas distintas. De modo que todo lo que se dice sobre el origen de la música como nacido del deseo de imitar a otros seres vivos no deja de ser una lucubración; el hombre puede emitir sonidos por sí mismo —lo hace desde el momento mismo de nacer—, y no parece que necesite proceder por imitación, por más que la belleza de algunos sonidos (y los de los pájaros son más variados que los de los bóvidos o los proboscídeos) pudo servir en casos de elemento de imitación, no de creación.

Épocas prehistóricas

Queda claro que los seres humanos emitieron sonidos desde el momento mismo en que comenzaron a existir, y fueron esos sonidos sin duda, junto con los gestos y las formas de comportamiento, los primeros elementos que les permitieron comunicarse. La comunicación a distancia se expresa siempre mediante gritos. Y muchas de estas formas de gritos tienen un cierto sentido musical, quizá precisamente para diferenciarse de los sonidos naturales. Los largos trémolos de los tiroleses, que saltan de una nota grave a otra aguda, u otros como el «irrintzi» de los vascos o el «aturuxo» de los gallegos sirvieron para hacerse señas sonoras en el bosque o en paisajes abruptos, donde los interlocutores no podían verse fácilmente; hoy, todas estas formas de señas de identificación o comunicación han pasado a la música folklórica. Los antropólogos pretenden que estas formas de expresión tan elementales fueron utilizadas ya por el hombre prehistórico, para dar cuenta de su presencia o para identificarse. Qué duda cabe de que intentarían también imitar el sonido de ciertos animales en las partidas de caza. Estas expresiones son, sin duda, más pragmáticas que propiamente musicales, pero por imitación o por costumbre, acabarían convirtiéndose en música a la hora de cantar, ya con fines recreativos, ya por actos rituales. A su tiempo vendrían sonidos más extensos y melodiosos, y el deseo de emitirlos conjuntamente. Los coros, por simples que nos parezcan, existen en los pueblos más primitivos —generalmente animados por un instrumento o unos instrumentos de percusión, que sirven para mantener el ritmo—, y hay motivos para suponer que existieron también en la antigüedad, ya como signo de identificación de unos individuos con otros, ya con fines rituales o incluso guerreros. La música colectiva posee, como queda dicho, una capacidad unitiva, una función de inspirar sentimientos o actitudes comunes, que pudo cumplir una función social de importancia, quizás antes de que existiese un mecanismo completo de lenguaje. También se ha hablado de la necesidad de coordinarse varios hombres para realizar un esfuerzo —por ejemplo, arrastrar un objeto pesado en una serie de empujes simultáneos— y la emisión de sonidos por uno de los trabajadores, digamos el «capataz», para obtener esa ­simultaneidad. El hecho puede y debe ser cierto, pues encontramos curiosas formas de coordinar esfuerzos en pueblos primitivos mediante «cantos» a veces muy curiosos, ­estudiados por Karl Bücher, y más tarde por Leopold Stokowski; pero no cabe derivar de ahí el origen de la música, ya que ésta parece ser muy anterior a las formas de trabajo organizado.

Como es lógico, no podemos conservar restos arqueológicos de voces humanas, ni informaciones de cómo fueron los cantos primitivos. Conservamos, en cambio, instrumentos, que nos indican que la otra forma de «hacer música», el tocar, existió también en tiempos muy antiguos, aunque parece lógico suponer que el tocar es posterior al cantar. En este sentido, sí que existen numerosas leyendas sobre los orígenes de la música, entiéndase la música interpretada por instrumentos. Una bella leyenda javanesa pretende que un hombre escuchó el sonido de una caña de bambú tronchada por el viento. La arrancó, y trató de reproducir con su soplo un sonido parecido. También se habla de hombres que —en el paleolítico superior— inventaron el arco y las flechas, y se dieron cuenta de que el arco, al ser destensado, vibra y emite un sonido. De aquí que se las ingeniaran para conseguir sonidos con instrumentos de una o de varias cuerdas. Estas dos formas, los «vientos» y las «cuerdas», que siguen designando hoy las partes más importantes de nuestras orquestas, debieron ser los medios más primitivos de que se valió el hombre, no ya para emitir sonidos diferentes de los de su garganta, sino para valerse de su dominio sobre la naturaleza, y conseguir que determinados objetos emitieran música por su cuenta, pero siempre manejados por el hombre, obedientes a la voluntad del hombre. Una flauta tallada en un hueso de oso, encontrada en Eslovenia, cuya antigüedad se cifra en 43.000 años, es muy probablemente el instrumento musical más antiguo de que se tiene noticia cierta. Se conservan otros fragmentos de flautas obtenidos de fémures o tibias. En los países en que crece el bambú, la fabricación de flautas a base de cañas resultó más fácil. Hay instrumentos muy primitivos que emplean determinados nativos de Indonesia que permiten suponer que no son muy distintos a los que obtenían sus antepasados. Naturalmente, ningún útil de madera se conserva por miles de años. También se sabe de «silbatos» australianos. Un instrumento muy ingenioso encontrado también en Australia es la «romba», una tabla ovalada y dotada de variosagujeros; atada a un cordel —que puede ser una raíz—, yvolteada por un hombre, produce un sonido que resulta tanto más agudo cuanto más rápido se hace girar a aquel instrumento. En ese caso, la «romba» es un instrumento de viento distinto de los demás: no se hace vibrar el aire a través de un tubo, sino a través de unos agujeros, y se obtienen distintos sonidos de acuerdo con el movimiento que se imprime a tan primitivo pero curioso aparato. Observemos que la «romba» no produce una escala desonidos diferenciados unos de otros, como una flauta en la quetapamos uno u otro agujero, sino un «glissando» o rampa continua de un nivel más grave a otro más agudo —como el que puede producir una sirena—. Y es que aún no habían nacido las «notas», tal como hoy las entendemos. Es posible que los primeros cantos sonaran en «glissando», digamos ululando, hasta la fijación de una escala musical, que tuvo que venir mucho después. La mayor parte de los instrumentos de que se tiene noticia cierta coinciden de forma sensible con la aparición de la especie «homo sapiens-sapiens», y el hecho no es probablemente una casualidad.

Los instrumentos de cuerda pudieron nacer más tarde que los de viento, y cabe suponer que el descubrimiento del arco lanzador de flechas tiene que ver con ello. Las leyendas antiguas repiten una y otra vez que los hombres, o los dioses, fabricaron los primeros instrumentos de cuerda atando fibras a los extremos de una concha o un caparazón, por ejemplo de tortuga, y pulsándolos. Con el tiempo se descubrió que estas cuerdas que vibran pueden producir distintos sonidos si se tienden cuerdas de distinta longitud, o si se cambia la tensión de la cuerda, haciéndola más o menos tirante. Lo mismo ocurre, por supuesto, con las flautas, en que tapando los agujeros con los dedos, se obtienen columnas de aire en vibración de diferente longitud. No deja de ser admirable que hombres tan primitivos tuvieran la suficiente intuición y el suficiente ingenio para agenciarse sus primeros instrumentos de música. No solo recurrieron a instrumentos de viento o de cuerda, sino que también, y desde el primer momento, aparecen los de percusión, tal vez los más antiguos por su naturaleza elemental. Valen dos piedras, dos conchas, una madera golpeada, o, quizá más tarde, una piel de animal sujeta a tensión. Posiblemente el primer instrumento de percusión es la propia palma de la mano. En algunas pinturas rupestres se representan toscamente, pero sin lugar a dudas, individuos que cantan, y una mujer que bate palmas, sin duda para marcar el ritmo, mientras otro personaje golpea una especie de pandero.

Es muy poco, ciertamente, lo que se conoce de la música prehistórica. Lo único seguro, y eso nos basta, es que el hombre aprendió cantar, y a cantar conjuntamente, esto es, en coros, y a ingeniarse instrumentos, toscos si se quiere, pero suficientes para emitir sonidos particulares, independientes de los humanos, pero obedientes a su voluntad, como símbolo no solo de su inteligencia, sino de esa maravillosa cualidad del hombre que es su capacidad para dominar la naturaleza y servirse de ella.

Las primeras civilizaciones

La Revolución Neolítica supuso el sedentarismo, lapropiedad, la organización y las formas del poder, el comercio de intercambio de los productos propios por los que era imposible obtener en la comunidad, la articulación de la sociedad, las ceremonias religiosas complejas, y también el desarrollo de las artes, entre ellas la música. En varias regiones, especialmente en Asia, se desarrollaron pronto grandes civilizaciones que abarcaron territorios inmensos bajo una misma forma de autoridad y dotadas de convenciones culturales muy específicas. Estas grandes civilizaciones se consagran en determinadas zonas, mientras el resto del mundo vive aún en la prehistoria. Tal es el caso de China, la India, Mesopotamia, Persia, Egipto, donde se llegó a un grado notable de desarrollo y organización entre los años 3000 y 2000 a-J.C. No puede decirse que la música naciera en el seno de estas grandes civilizaciones, puesto que ya existía entre los pueblos prehistóricos, pero es en ellas donde alcanzó un grado muy alto de desarrollo, en muchos casos apenas superado en esos mismos pueblos a lo largo de miles de años. Así como en Occidente la música se desarrolló más tarde, pero evolucionó de forma espectacular a lo largo de los siglos, en las civilizaciones orientales se mantuvieron por mucho tiempo las tradiciones musicales, y resulta posible reconstruir, siquiera de un modo aproximado, muchas formas de cantar o tocar uno o muchos instrumentos, a través de lo que nos ha llegado por medio de la tradición, o los restos que se conservan.

En la mayoría de los pueblos antiguos predomina una escala pentatónica, es decir, formada por cinco notas. Es más simple que la que empleamos en Occidente, nada desagradable, y cuando la escuchamos, nos produce una suave sensación exótica, delicada y con frecuencia un poco sentimental. Es más o menos la misma sensación que experimentamos al tocar las notas negras de un piano (que se repiten también de cinco en cinco). La escala pentatónica es la más generalizada en el mundo, y la encontramos lo mismo en Indonesia que entre los quechuas de Perú: todos hemos oído alguna vez el gamelang o el sonido agudo pero dulce de la quena. La distribución de la escala musical en series de cinco sonidos tiene un origen muy sencillo: contamos con cinco dedos en cada mano. Las primeras flautas tienen cinco agujeros, y las primeras arpas o liras tienen cinco cuerdas. Y empleamos los dedos de una mano para tocar, mientras que con la otra mano sostenemos el instrumento. La escala que usamos en Occidente es heptatónica; con los sonidos intermedios que enseguida se han creado, dodecatónica; y esta distribución se basa en relaciones matemáticas, a las que en su lugar aludiremos. Por estas relaciones y por otros motivos también, la música occidental ha evolucionado de modo increíble desde los tiempos de los griegos hasta la actualidad, en tanto otras culturas han permanecido mucho más fieles a sus tradiciones, o han sido, si se quiere, mucho más conservadoras por lo que se refiere al arte de hacer música. Es éste un detalle importantísimo del que ya no podremos prescindir. Entre otras razones, porque la única música que cuenta, en sentido estricto, con una verdadera y rica «historia» es la occidental. Más tarde comprenderemos estos extremos.

Los chinos

En China las formas musicales adquirieron un alto grado de desarrollo desde tiempos muy antiguos. Pretenden las leyendas que las reglas musicales fueron fijadas por un emperador ya en el año 2697 antes de Cristo. Probablemente esta leyenda, como otras tantas conservadas por los chinos, exagera. La noticias más fidedignas sobre la consagración de reglas musicales datan de la dinastía Shang (entre los años 1700 y 1100 antes de Cristo), lo que no quiere decir que no existiesen desde mucho antes formas ya relativamente consagradas. La música china, en general, se diferencia de la que a nosotros es familiar por su delicadeza, por una cierta indefinición tonal, por el gusto hacia determinados timbres que suenan «cálidos», «dulces», «acariciadores» «amenazadores», y por un ritmo desigual distinto del nuestro. Esa música nos suena «diferente», más pobre en posibilidades de expresión, aunque en absoluto ingrata. Los oyentes de una música china la escuchan con agrado, aunque suele ser frecuente que abandonen la sala antes de tiempo, porque la continuidad indefinida les resulta monótona.

Una particularidad de la música china es el empleo de instrumentos de percusión que vibran durante largo tiempo, y producen una impresión muy característica; es lo que hoy ocurre con el «gong», que no es más que una versión actual de otros instrumentos chinos de naturaleza similar. Ya hace más de cuatro mil años, los chinos empleaban campanas, generalmente grandes y de tono cálido. También se conservan series de campanas de bronce de distinto tamaño, con las cuales se podían componer melodías, o piezas metálicas colgadas de una misma cuerda, con las cuales se podían obtener sonidos muy distintos. Casi de la misma antigüedad son las distintas formas de flauta. En China abunda el bambú, y nada más fácil que obtener instrumentos de estas cañas relativamente gruesas y fuertes, a las que pueden practicarse varios agujeros. Las primeras flautas no tenían más que un agujero…, pero se ataban paralelas, y cada una tenía una longitud diferente: es decir, eran lo que los griegos llamarían «flauta de Pan», y lo que ahora es más o menos un xilofón. No hace falta tañerlas, sino soplar por una o por otra para obtener sonidos distintos. Es posible pasarlas muy rápidamente por delante de los labios para obtener un «arpegio» o sucesión muy rápida de notas, que resulta de gran efecto, siempre que no se repita demasiado la «sorpresa», que acaba resultando reiterativa. Este tipo de flauta de Pan apareció realmente en China, y más tarde iría extendiéndose a otros países del mundo.

Luego aparecieron instrumentos de viento de otros materiales, como la arcilla. La flauta de arcilla, o ya yuang, producía sonidos melancólicos. Y se construyeron también grandes instrumentos de viento, poderosos y solemnes, como el yu y el sheng, a veces con varios tubos, para obtener distintos sonidos del mismo instrumento. Probablemente en las escenas en que convenía destacar la majestad del Emperador se empleaban estos aparatos, capaces de emitir sonidos entre los hoy conocidos de la trompa y los de la trompeta. Pero también China fue uno de los grandes productores mundiales de seda, que se hilaba con una pulcritud exquisita, y con el tiempo llegaría a ser famosa en todo el mundo. De seda eran las cuerdas del kin, o, arpa china, probablemente el instrumento de este tipo más antiguo que se conoce. Más tarde se hicieron «violines chinos», provistos ya de una caja de resonancia. En suma, el Celeste Imperio llegó a poseer un conjunto impresionante de instrumentos, que sonaban, ya en conjuntos, ya separados, emitiendo una cantidad muy variada de sonidos. Muchos de estos instrumentos no se conservan, aunque recientes hallazgos arqueológicos están descubriendo sus restos, que en muchos casos pueden datarse. Pero por fortuna, conservamos pinturas que representan estos instrumentos, y a veces, sorprendentemente, verdaderas orquestas. Los frescos de Dunhuang nos dan a conocer con buena precisión hasta 44 tipos de instrumentos distintos, que son interpretados a veces por grupos numerosos.

No podemos conocer cómo sonaba la música china sino por las descripciones que se nos hacen y por el sonido de instrumentos bastante bien mantenidos por la tradición. Sin embargo, se sabe que hacia el año 500 antes de Cristo, Sih Yuan, cuando escuchaba una hermosa pieza de música, la anotaba para conservarla: y esto significa, ¡oh sorpresa!, que los chinos disponían de un sistema de notación musical. Por desgracia, no se conserva ningún documento de este tipo. Tal vez Sih Yuan trazaba anotaciones muy esquemáticas, que no se generalizaron. Nada podemos concretar a este respecto. Sí sabemos que los chinos concedían gran importancia a la música, y un significado específico, por lo general positivo y reconfortante. Confucio afirma que la música «hace bueno al pueblo y mejora las costumbres». La idea de que la música influye en los comportamientos es común en muchos pueblos, incluido, pronto lo veremos, el griego. Pero los chinos no solo imaginaban una «música buena», sino también otra «mala», capaz de producir malos sentimientos, lascivia, o incluso provocadora de desgracias. Lo único común en el arte musical es que «la música nace del corazón y va dirigida al corazón». No podía concebir Beethoven cuando escribió una frase similar en su Misa en Re, que ya la habían expresado los chinos tres mil años antes.

La India

Los pueblos hindúes, aunque divididos en varias culturas, cultivaron muy pronto la música. En los Uppanisades se cuenta que el dios Brahma meditó durante cien mil años: como resultado de esa meditación, nació la música; luego vino todo lo demás. La música ante todo, símbolo de la armonía del universo. En los textos védicos se contienen himnos destinados a ser cantados. A diferencia de China, parece que en la India se prefirió la voz humana entonada para dirigirse a la divinidad. Hay noticias de una escala de siete notas, parecida a la occidental; las notas se llamaban sa, ri, na, ga, ma, dha, ni: podían por tanto mencionarse, y aunque no existiera un sistema de notación, era posible una referencia concreta a los distintos sonidos. En otras partes de la India se empleaban, en cambio, escalas pentatónicas, como en la mayor parte de las culturas antiguas. Sin embargo, el complejo y alambicado espíritu hindú, sin renegar de las notas fundamentales, dio en idear una escala de 22 notas o srutis. Los intervalos entre nota y nota son por tanto muy pequeños, de suerte que cada nota es muy parecida a la que le precede y a la que le sigue: nosotros, acostumbrados a nuestra escala heptatónica, nos confundimos fácilmente, y seríamos incapaces de entonarlas con precisión. La música india es así misteriosa, evanescente, produce una sensación de vaguedad, de sutileza y de misterio —un «misterio oriental»— que es al mismo tiempo penetrante y nos deja casi tan perplejos como dicen que se quedan las serpientes ante las flautas de los faquires.

Marius Schneider ha estudiado la simbología de la música india y ha encontrado una relación simbólica de las distintas notas con otros tantos animales. El símbolo, la relación si se quiere alógica o paradójica entre un hecho y otro que se asocia ritualmente con él, es característico de las culturas orientales y más concretamente de la hindú. Las formas o «modos» de relacionar tantas notas han dado lugar a un número muy grande de sistemas musicales, o ragas. Teóricamente, pueden existir hasta 16.000 ragas, aunque parece que los hindúes no llegaron a emplear, en el mejor de los casos, más de 2.000, que es ya una cifra apabullante. También se tocaban o bailaban las notas a ritmos muy variados, unas veces a dos tiempos, otras a tres, a cuatro, a siete, a nueve. Sabemos que cuando Alejandro Magno conquistó la India, quedó asombrado ante «un sistema musical tan refinado y complicado». No cabe duda de que si era difícil tocar o cantar aquella música, tan difícil o más era bailarla…: máxime que el ritmo solía variar de una medida a otra. No cabe duda: era preciso tener para ello un espíritu muy especial. Los hindúes emplea­ban instrumentos de cuerda, provistos de un mástil como nuestros violines o nuestras guitarras. Se tañían con los dedos de una mano, mientras con los de la otra, que sujetaba el instrumento, se acortaba o alargaba la longitud de la cuerda. Ahora bien, nuestros violinistas poseen —después de muchísima experiencia— un sentido muy exacto de cómo va a sonar cada nota según la posición de los dedos sobre el mástil. La guitarra, que tiene más cuerdas, y que sabe tocar más gente, posee en el mástil unos «trastes» que sirven de guía y evitan que nos equivoquemos (además de escoger la longitud exacta de la parte de cuerda que ha de vibrar). Los hindúes tocaban instrumentos, por lo general de pocas cuerdas —al principio solo dos—, pero, aunque desconocían los «trastes», marcaban sobre el mástil unas medidas muy precisas para acertar con el sonido adecuado.

Sin embargo, los primeros instrumentos empleados en la India parecen haber sido los de viento. Se conservan diversos tipos de silbatos que pueden tener una antigüedad de 6.000 años. Con un silbato no es posible tocar más que una nota, pero existían silbatos de distintos tamaños, que podían ser utilizados alternativamente. Luego vendrían los distintos tipos de flautas, que se fueron sucediendo hasta la actualidad. De todas formas, los instrumentos más frecuentes eran los de cuerda desde los primitivos y muy largos de solo una, dos o tres cuerdas, hasta la vina, especie de cítara de siete cuerdas. Luego derivó hacia el sitar (un nombre que tiene que ver con el de cítara o con el de guitarra), instrumento que ha ido derivando hacia los que emplean los hindúes hasta hoy día. La costumbre del baile exigía instrumentos de percusión, entre los que destacó la tabla, una especie de pequeño tambor de caja abombada. No pensemos que era mucho más fácil tocar la tabla que los largos instrumentos de cuerda o de viento, porque el tambor era el encargado de dirigir el ritmo, y el ritmo, como hemos visto, cambiaba continuamente…

Mesopotamia

Las culturas mesopotámicas representan otro de los focos más antiguos de la civilización. En ellas, por ejemplo, nació la rueda, tan fundamental en el desarrollo de los pueblos euroasiáticos, y el sistema de numeración sexagesimal, que todavía empleamos en la medida de las horas, los minutos y los segundos, o de los ángulos. Los sumerios, acadios, caldeos, luego los babilonios, nos han dejado un sistema de escritura difícil de interpretar, en signos cuneiformes grabados sobre arcilla, que hoy día constituyen inestimables testimonios sobre su vida, sus costumbres y sus leyes. Así como los aspectos culturales de otros pueblos han de ser reconstruidos, para los tiempos más antiguos, por tradiciones al parecer bastante bien conservadas, pero al fin y al cabo tradiciones, por lo que se refiere a los pueblos mesopotámicos poseemos testimonios escritos desde hace cuando menos cuatro mil años. Grandes calculistas y astrónomos —como los chinos— fueron también grandes innovadores en el arte de la música: siempre, y no tan por casualidad como pudiera parecer a un profano, las matemáticas y la música estuvieron intimamente relacionadas. Se sabe de himnos religiosos. A diferencia de los chinos, la voz humana parece haber sido la preferida para dirigirse a los dioses. También, quizá un poco después, se desarrolló la idea de que los sonidos dulces eran los preferidos por la divinidad, y así se arbitraron unas flautas de voz muy agradable para los actos de culto. En las estelas aparecen representadas flautas largas y finas. Parece que para la música profana y el baile se prefería más bien el uso de los instrumentos, de viento y sobre todo de cuerda. Se conservan muchas arpas de forma arqueada, provistas de varias cuerdas. Tal vez, como en otros casos, esa arma de caza o de guerra que fue el arco capaz de disparar flechas, se invirtió: la parte curva, hecha de madera, era el soporte, y las piezas rectas, tiras de tripa estirada o tejidos resistentes, eran las cuerdas que sonaban. Más tarde aparecieron arpas de base angular, en que las cuerdas eran los tirantes, cada uno de diferente longitud, capaz, por tanto de emitir una gama de sonidos muy distintos, cuanto más largas o más cortas fuesen. Algunas de estas piezas, realmente preciosas, pueden admirarse —¡por supuesto, no tocarse!— en el Museo Británico.

Hay representaciones de unas arpas enormes, provistas de un pie que descansa en el suelo, con un mástil vertical rematado por una cabeza de toro, tan grandes que habrían de tañerse por dos intérpretes, situados a un lado y otro. Más tarde apareció el laúd, dotado de una gran caja de resonancia y un mástil capaz de aumentar la longitud de las cuerdas; a través de los árabes, que perfeccionaron el laúd —al hud— pasaría este instrumento a Europa. Aparte de todo esto, ¿conocían los caldeos un sistema de notación musical? Existe un documento cuneiforme, que según C. Sachs no puede interpretarse más que como un acompañamiento de arpa para coros; pero no se conserva ningún otro testimonio de este tipo. Existen también representaciones que nos muestran cantores (un grupo de mujeres y otro de niños), acompañados de arpas y flautas dobles. Un personaje parece estar marcando el compás. No vamos a llamarle director, porque la impresión que produce es la de un simple acentuador del ritmo mediante la percusión o el uso de sus manos; pero no cabe duda de que también los pueblos mesopotámicos concedían importancia al ritmo, y procuraban, si tal puede decirse, «llevar el compás».

Lo que sí sabemos, y es sin duda lo más interesante, es que los babilonios empleaban un sistema de notas basado en la longitud de las cuerdas sonoras: las dividían en intervalos de 1 (la cuerda completa), 1/2, 1/3, 1/4, es decir en proporciones numéricas, y de aquí derivaría un sistema de sonidos basado en razones matemáticas, por muy sencillas que fueran: es el testimonio más antiguo de una división que no obedece a motivos simbólicos, ni tampoco a la equidistancia de agujeros en una flauta debida al hecho de que tenemos cinco dedos en la mano. Los babilonios habrían sido así los descubridores de la relación matemática entre la longitud de las cuerdas y el sonido, que permitía encontrar notas que sonasen armónicamente unas con otras (o unas después de otras). Pitágoras, a quien se atribuye la creación de una música basada en las matemáticas y la geometría (que ha perdurado en el mundo actual durante veinticinco siglos) parece haber conocido bien este hallazgo de la música oriental, y habría llevado el sistema a su perfección, pero no habría sido estrictamente su inventor. Está todavía por evaluar lo que debe la música universal a las aportaciones de los pueblos de Mesopotamia.

Egipto

La civilización egipcia es también una de las más antiguas del mundo, y el hecho más asombroso es que su historia se haya mantenido sin interrupciones sensibles durante más de tres mil años bajo el régimen de los faraones, que llegó a registrar veintitrés dinastías. Solo la cultura china recuerda algo por el estilo. Naturalmente, a lo largo de tantos siglos cambiaron muchas concepciones, y la música también, aunque está claro que los egipcios fueron un pueblo muy aficionado a la música, que supieron interpretar con maestría. Las más antiguas referencias en torno a las reglas bajo las que se debe ejecutar el arte musical datan nada menos que del año 3100 a-J.C.: un dato que es muy probablemente el más antiguo del mundo al respecto. En un principio, la música parece haber tenido un carácter eminentemente religioso, y era entonada por coros, ya que se juzgaba que los instrumentos no eran el medio más conveniente para dirigirse a los dioses. Más tarde, se añadirían a estos cantos flautas dulces: como en otras partes, se identificaba a la dulzura como una manifestación de espíritu religioso.

Sin embargo, los egipcios inventaron muy pronto toda clase de instrumentos, y los tocaban, lo mismo para amenizar la vida y especialmente las comidas del faraón, que para toda clase de fiestas y bailes. Pocas culturas nos reflejan en pinturas tanta interpretación musical con alguna finalidad festiva. Usaban arpas cuyas cuerdas estaban formadas por tripas de gato (el gato, procedente de Nubia, llegó a ser el principal animal doméstico en Egipto); en un principio, estas arpas tenían de seis a ocho cuerdas; más tarde, y sobre todo en el Imperio Nuevo, llegarían a dieciocho, e incluso a veintidós, un número que nos da idea de la complejidad de la música que tocaban. Pero también eran frecuentes los instrumentos de viento, con muchos agujeros. En algunas pinturas aparecen flautas muy largas, de hasta un metro de longitud; otras eran más cortas y gruesas. Pero quizá el rasgo original consiste en la aparición de instrumentos de lengüeta, una lámina que vibra en la embocadura del instrumento al soplar, y que produce un sonido dulce y placentero, que podría recordarnos al de nuestro clarinete, otro instrumento de lengüeta. Tampoco faltaban instrumentos de viento muy voluminosos y potentes, tipo trompeta, que al parecer se utilizaban en actos solemnes para ensalzar al faraón, o con finalidad militar. En la tumba de Tutankamon se encontraron algunas de estas trompetas. No tenemos noticias de que Carter y los suyos las hayan utilizado, pero sí se sabe que en 1823 se encontraron en Tebas trompetas que sonaron de forma sorprendente después de miles de años de silencio. Sobre todo, en el Imperio Nuevo, entre –1600 y –1100, la música adquirió un gran desarrollo y llegó a su máximo esplendor: en parte por los progresos realizados en la técnica de emitir sonidos y por el gusto de las personas importantes y del mismo público por escucharlos; pero también por una influencia creciente de las culturas orientales, que llegaron a Egipto, y enriquecieron su estilo musical.

Poco sabemos acerca de cómo sonaba la música egipcia; es evidente que el número de instrumentos y de cantores era grande. Hay noticias de un sistema de cinco sonidos (pentatónico), y más tarde de otro de siete, tal vez por influencia babilónica. Parece ser que algunos textos jeroglíficos representan sonidos musicales, y por supuesto, no pueden entenderse de ninguna otra manera; por desgracia, no tenemos nada parecido a una Piedra de Roseta capaz de desentrañarnos esta otra forma de representación, y es una pena. Eso sí, sabemos por los griegos que la música egipcia era delicada y sumamente expresiva; aunque una audición larga les parecía excesivamente monótona.

Un caso digno de tenerse en cuenta: hubo músicos famosos, y su nombre pasó a la posteridad. Entre ellos tenemos, por ejemplo, a Neferhotep (hacia –1850), arpista de gran mérito, que fue enterrado junto con su propio laúd. Se nos dice que era muy aficionado a la buena comida, y algunas pinturas nos los representan muy grueso. Satisfaría mucho más nuestra curiosidad saber cómo sonaban las notas de su arpa; por desgracia, nos quedaremos sin saberlo. Harmose (hacia –1450) era un cantor de extraordinaria voz, y sabemos que sabía tocar también varios instrumentos; sin duda se acompañaba de ellos mientras cantaba. Del tiempo de Ramsés II (por –1250), sabemos de Raja, director de coros del faraón, al que se representa ciego, quizá porque perdió la vista al final de su vida, o tal vez por algún motivo simbólico (la música no se ve, no necesita la vista); y de Hesi, que tocaba con brillantez la trompeta ante el faraón y que fue recompensado por éste. De una época algo más tardía es una mujer, Hennittaineb, que cantaba y tocaba en el templo de Amón en Karnak.

Para terminar: los egipcios debieron ser felices con la música. Por lo menos, las palabras «alegría», «satisfacción» y «música» se representan con el mismo signo jeroglífico.

Los judíos

El pueblo judío nunca constituyó un gran imperio. En ningún momento fue numeroso, y, salvo etapas como la de los destierros a Egipto o Babilonia, vivió recluido en un espacio reducido, en torno a lo que hoy es Israel-Palestina. No por eso su cultura dejó de ser influyente en los escenarios del mundo antiguo, porque siempre hubo judíos emigrantes dispersos por el Próximo Oriente y por el espacio mediterráneo. No tuvieron gran poder, pero sí una cultura muy peculiar, informada por una bien definida religión monoteísta, que poseía un sentido muy profundo de la vida y en la vida. De aquí que casi todas las referencias que poseemos sobre la música de los antiguos judíos se refieran a expresiones religiosas. Esta música parece haber llegado a su mayor esplendor en los tiempos de David (que era músico) y de su hijo Salomón. En las ceremonias cantaban coros, al parecer numerosos, e instrumentos de todo tipo, de cuerda y de viento. En los salmos se habla de trompetas, cítaras, liras, salterios, arpas y «címbalos resonantes». El salterio era un instrumento de cuerdas verticales que se tocaban con un macillo o una púa, para acompañar los cantos o los recitados. El címbalo, equivalente a nuestros actuales platillos, era por lo general más grande y tenía un sonido impresionante que se empleaba para acentuar alguna frase especialmente intensa de la dicción musical. También tenemos noticias de laúdes de largo mástil, que permitían el uso de cuerdas de gran longitud, y la interpretación de notas rápidas; del chalil, una especie de oboe, y una suerte de flauta travesera, parecida a las nuestras, que se tocaba no por un extremo, sino por cualquiera de sus agujeros. Las trompetas eran grandes y solemnes: denotaban majestad («desciende el Señor al son de trompetas»), o bien estaban destinadas a impresionar: tal era, al parecer, el papel del schofar, hecho de un cuerno de carnero, trompeta de uso militar, o propia de actos solemnes, que, por lo que sabemos, poseía un sonido áspero y fuerte. Es todo un símbolo de esta potencia sonora el que las murallas de Jericó se derrumbaran ante el sonido de las trompetas.

Hay noticias de que en los esplendores del reinado de Salomón, había hasta 4.000 músicos, en su mayor parte integrantes de los coros, pero también instrumentistas variados. Quizá el detalle más interesante de la música judía era la costumbre de usar dos coros distintos, que se alternaban en el canto de una pieza, o para contrastar sus diversas partes, por ejemplo, en una sucesión de preguntas y respuestas. Esta técnica pasaría al cristianismo (canto antifonal), y estaba destinada a tener una gran importancia histórica. Hubo momentos en que los dos coros —entendamos: ya en la época cristiana—, sin llegar a perder cada uno su identidad, podían cantar a la vez, y quién sabe si de esta simultaneidad de sonidos derivó la más gloriosa de las conquistas de la música cristiana occidental: la emisión concordante de voces o armonía.

Grecia

Los griegos alcanzaron una cultura eminentemente racional. La razón, la lógica, la armoniosa proporción entre las partes lo mismo en el desarrollo del pensamiento que del arte, tuvieron una influencia inmensa en la forma de ser y de pensar propia de los pueblos de Occidente. El genio griego se reflejó en las concepciones y las formas de la música occidental desde entonces hasta ahora mismo, y de aquí su inmensa importancia. Pretende la leyenda que el dios Apolo regaló al héroe Orfeo un instrumento, la lira, que fue considerado por los griegos como un objeto casi sagrado, y símbolo elemental de la música (¡hoy seguimos empleando el símbolo de la lira!). Con aquel instrumento, en realidad tan simple, Orfeo era capaz de interpretar una música que encantaba a los hombres (y a las mujeres, puesto que todas se enamoraban de él, aunque el héroe las rechazó a todas menos a su fidelísima Eurídice); con aquella música amansaba a las fieras, calmaba las tempestades, animaba a las rocas y a los árboles, detenía el curso de los ríos, ansiosos de escucharle, imprimía vida y belleza en todas las cosas. La leyenda puede ser el símbolo del amor a la música que profesaban los griegos y de las propiedades maravillosas que le supondrían.

Sin embargo, no parece que en origen pueda atribuirse a los griegos una música específica. Situado su país en el Mediterráneo oriental, entre Europa, Asia y África, parece que la mayoría de sus formas musicales y de los instrumentos que tocaron los recibieron de oriente, quizá en especial de los pueblos del área mesopotámica, cuya influencia se extendió a Asia Menor. Los griegos irían aprovechando estos legados, hasta llevarlos más tarde, con su capacidad discursiva y su genio hasta niveles técnicos y estéticos desconocidos hasta entonces. En la época homérica, y aún más tarde, los poemas eran recitados con ayuda de una lira o de una cítara en periodos monótonos, con una especie de cantinela que se repetía por espacio de muchas estrofas. Era una forma de cantar muy simple, que ayudaba al recitado, lo hacía más atractivo, y hasta permitía memorizarlo mejor. Hay que tener en cuenta que el griego era un idioma muy musical, dotado de vocales y sílabas largas y breves, y de dos tipos de acentos, el intensivo —similar a nuestro acento tónico— y el musical , que suponía una cierta inflexión de la voz. Hoy también, cuando hablamos, cambiamos la altura de los sonidos, pero el acento musical de los griegos era mucho más expresivo, hasta el punto de que no se diferenciaba mucho el declamar del cantar. De aquí que fuese tan fácil entonar poemas con ayuda de un instrumento sencillo. El teatro griego estaba protagonizado por los actores y un coro, que comentaba de vez en cuando lo que había sucedido, o hasta dialogaba con los protagonistas. La relación entre declamación y música se hacía en este caso una parte importante del propio drama. Y que la intervención del coro no era una simple improvisación lo demuestra el hecho de que se practicaban activos ensayos de coros antes de representar la obra. Parece que el más «musical» de los dramaturgos griegos fue Eurípides, un verdadero compositor, además de dramaturgo (o más bien, atendida la íntima relación entre palabra y música, las dos cosas al mismo tiempo).

Los griegos fueron extendiendo progresivamente su repertorio instrumental. A la lira, provista en un principio de solo tres cuerdas, muy útil para acompañar el recitado poético, se añadió más tarde la cítara, dotada de ocho cuerdas y al fin de doce, capaz de interpretar verdaderas melodías. La cítara contaba ya con una caja de resonancia que hacía sus sonidos más fuertes. Y luego, el barbiton, de mayor tamaño, hizo posible que su sonido pudiera ser escuchado por amplios auditorios. Entre los instrumentos de viento, figuraban el «aulos», una flauta generalmente doble, con dos tubos distintos, provista de una doble lengüeta, que emitía un sonido, según se estima, intermedio entre el que hoy producen el oboe y el fagot. La «flauta de Pan» o siringa era un conjunto de flautas paralelas, pegadas entre sí, de distinta longitud y hasta de distinto grosor: con ellas podían emitirse diferentes sonidos, no tapando agujeros, sino soplando por una u otra de sus bocas. La creciente complejidad de los instrumentos griegos fue dando a su música una mayor riqueza. En este sentido debemos distinguir, porque a veces se ha incurrido en lamentables confusiones, entre la música que acompañaba a la declamación, siempre simple y monótona —porque lo fundamental era la palabra— y la música destinada a la interpretación o la danza, que se hizo mucho más rica, y llegó a poseer una capacidad melódica llena de belleza.

¡La belleza! He ahí uno de los ideales del espíritu griego. La música no fue para ellos solo una forma de expresión, o de dirigirse a las divinidades, o a los personajes importantes, sino la búsqueda de sonidos bien relacionados entre sí, un arte en el sentido más pleno de la palabra. Todas las artes estaban regidas por una Musa, pero el hecho de que una de estas artes se llamara precisamente mousiké, el don de las Musas por excelencia, parece revelar la conciencia de que la belleza más excelente radicaba en la armonía sonora. Pero hay algo más: los griegos fueron un pueblo que buscaba la armonía y la buena proporción entre las cosas, y de aquí la naturaleza «clásica» natural y bella a la vez, siempre simétrica y proporcionada, en todas las manifestaciones de su arte. Pero fueron al mismo tiempo un pueblo inquieto, tendente a hacerse preguntas. No solo les interesaba el qué, sino el por qué. La diferencia de actitud ante el misterio explica aquel reproche de un sacerdote egipcio a Herodoto: «Oh, vosotros los griegos sois como los niños: no hacéis más que preguntar». Precisamente porque se hicieron o hicieron preguntas crearon los griegos una forma de conocimiento racional que tendría un influjo decisivo en la cultura de Occidente. Y de la música no solo les interesaba su leyenda, sino su naturaleza, y la forma de hacerla más perfecta mediante el estudio y la experimentación.

Hubo mucho filósofos griegos que trataron de explicar el cómo y el por qué de la música. El primero fue Terpandro, ya en el siglo vii a.-J.C., que enunció los primeros principios musicalesy les dio determinadas reglas. Pero el indiscutible artífice de la teoría musical fue, en el siglo vi, el matemático y geómetra Pitágoras. Una feliz intuición le permitió utilizar el teorema de Tales (si queremos recordar: una serie de rectas paralelas cortadas por dos rectas no paralelas poseen una longitud proporcional a la distancia que media entre ellas) para deducir dos de los más importantes principios de la cultura occidental: el llamado Teorema de Pitágoras, base de toda la geometría… y la escala de notas que después de dos mil quinientos años seguimos utilizando. Imaginemos una cítara, con dos barras divergentes, de las que parten una serie de cuerdas paralelas, cada una de las cuales da una nota distinta. Aquella figura le recordó el teorema de Tales, ¡pero algo más también! Pitágoras sabía perfectamente que cuanto más larga es una cuerda más grave es su sonido, o cuanto más corta, más agudo. Eso, realmente, lo sabía todo el mundo, todas las culturas, desde mucho tiempo antes. Lo que Pitágoras quiso investigar fue la proporción entre la longitud de las cuerdas y el sonido que emiten. Pulsó una cuerda determinada —digamos, por ejemplo, de un palmo— y obtuvo un sonido concreto; cuantas veces pulsaba aquella cuerda, oía el mismo sonido, y lo memorizó. Entonces quiso saber qué ocurre si se pulsa otra cuerda de longitud doble, es decir, de dos palmos. Y encontró que emitía la misma nota pero una octava más baja. No hace falta tener el menor conocimiento de teoría musical para darnos cuenta de lo que es una octava, porque se trata de una ­noción intuitiva. Supongamos que una mujer entona una canción cualquiera. Vamos a poner nombre a las notas: do, mi sol, fa, re, mi do. De pronto se acerca un hombre y se pone a cantar con ella la misma canción. No cabe duda: canta exactamente lo mismo que la mujer. Ahora bien; ¿entona las mismas notas? La respuesta es sí y no. Canta también do, mi sol, fa re, mi do; pero su voz suena una octava más baja. La voz masculina es aproximadamente una octava más baja que la femenina, pero ambas pueden dar las «mismas» notas.

El descubrimiento de Pitágoras fue que una cuerda de longitud doble da una nota que es una octava más baja que la corta; o bien ésta da una octava más aguda que la larga. Ahora bien, y aquí está su mérito: está claro que una cuerda de longitud 2 da la misma nota que la de longitud 1, solo que suena más grave. ¿Pero qué ocurre si pulsamos una cuerda de longitud 3? Ah, sorpresa: la cuerda de longitud 3 no da la misma nota, sino otra completamente distinta, que suena «opuesta» a las dos primeras. Pitágoras, que era muy simbolista, dio al número 3 un carácter sagrado, porque crea algo «nuevo». No podríamos seguir sus experimentos sin unas mínimas nociones de técnica musical, y hemos prometido prescindir de ellas; pero esta diferencia entre la relación 1/2 y la 2/3 le permitió completar una serie de sietenotas basadas en nociones estrictamente matemáticas. A estasnotas las llamamos hoy do, re, mi, fa, sol, la, si. Más tardePitágoras intercalaría, entre las siete notas, otras cinco intermedias,hasta completar una serie de doce. Sin darse cuenta, había creado un sistema musical basado en relaciones matemáticas, que informaría la naturaleza de la música occidental hasta ahora mismo.

Dos siglo más tarde, Aristógenes, gran musicólogo, reafirmaría las reglas de la música, relacionaría los sonidos para obtener gratas melodías, y teorizaría los modos