Historia de Chile - José Del Pozo Artigas - E-Book

Historia de Chile E-Book

José Del Pozo Artigas

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Beschreibung

Este libro es una síntesis de la evolución histórica de Chile, desde su poblamiento por los pueblos originarios hasta la actualidad, teniendo a la desigualdad como eje articulador.

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© LOM Ediciones Primera edición, abril 2023 Impreso en 1000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560016553 ISBN Digital: 9789560017062 RPI: 2022-a-9609 Fotografía de portada: © Patricio Guzmán Campos Mapas: Leila Ghaffari Edición y maquetación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalSantiago de Chile

Índice

IntroducciónCapítulo 1 Los primeros habitantes: una trayectoria truncadaCapítulo 2 ¿Conquista o derrota?: el Chile de la guerra, desde 1536 hasta mediados del siglo XVIICapítulo 3 El Chile colonial: las bases de la sociedad desigualCapítulo 4 La independencia: del sistema monárquico colonial a la república conservadoraCapítulo 5 La época oligárquicaCapítulo 6 La era de la «cuestión social» y el derrumbe del sistema político oligárquicoCapítulo 7 De los años 1930 a los 1960: ¿Estado bienestar, sociedad meritocrática? Capítulo 8 De la reforma a la tentativa de revolución. Dos proyectos de cambio diferentes, 1964-1973 Capítulo 9 La dictadura Capítulo 10 La postdictadura: ¿hacia dónde va Chile?ConclusiónCronologíaBibliografía utilizada

Introducción

¿Por qué escribir una nueva historia de Chile?

La trayectoria de nuestro país ha sido relatada en múltiples ocasiones, desde los clásicos del siglo XIX (Claudio Gay, Barros Arana, los Amunátegui), continuando con Encina, Eyzaguirre, y en tiempos más actuales, historiadores tan conocidos como Vitale, Villalobos, Silva, De Ramón, Vial, Salazar, Julio Pinto y Sagredo. Deben considerarse también aquellos estudios que si bien no abarcan el conjunto de la historia chilena, analizan el siglo XX y a veces parte de la centuria anterior, como los estudios de Gazmuri, Correa, Jocelyn-Holt y otros. Y sin olvidar los autores extranjeros, uno de los cuales ha analizado la historia desde sus comienzos, como Brian Loveman, o al menos desde la independencia, como Collier y Sater. Podría pensarse que ya todo está dicho, o casi. Por lo demás, en la presente obra, cuya vocación es una síntesis, no es fácil añadir elementos distintos a los ya empleados anteriormente. Y sin embargo, creo que esa empresa es posible.

Como toda historia parte siempre del presente, he tomado como punto de partida ciertos aspectos que caracterizan el Chile actual y que plantean al historiador la tarea de encontrar elementos para comprenderlos. El más obvio y el que constituye un tema ineludible es el de la desigualdad social. Es cierto que este rasgo se encuentra en todos los países, en mayor o menor medida. Pero lo que choca, en el caso chileno, es que no solamente es uno de los países más desiguales del mundo en cuanto al nivel de vida de sus habitantes, ocupando el puesto número 21 en un total de 159, según datos recientes del Banco Mundial. Lo que impacta es que esa situación se da en un marco de cierto progreso macroeconómico, que coloca a Chile en el primer rango de los países latinoamericanos y en el número 35 a escala mundial, tomando en cuenta su ingreso per cápita, cercano a algunos países europeos. Esta desigualdad se manifiesta en nuestras mentalidades, a través del clasismo y el racismo que impregna nuestras relaciones sociales, pese a que, según muchos sociólogos e historiadores, afirman que Chile es un país relativamente homogéneo desde el punto de vista étnico, «mestizo-blanco». Pero esto no hace que los chilenos nos sintamos cercanos social y culturalmente. En marzo de 2014, la cantante Anita Tijoux fue apostrofada por ciertos auditores durante uno de sus recitales, quienes la calificaron de «cara de nana», en una demostración evidente de que para un sector de la población –¿muchos, varios?– esa mentalidad está muy presente. Y la gran protesta social iniciada el 18 de octubre de 2019 constituyó una clara prueba de que una gran parte del país reconoce y rechaza esa desigualdad, obligando al gobierno que terminaba su mandato a hacer concesiones impensadas, como el abrir la puerta al proceso de elaboración de una nueva constitución, lo que equivalía a reconocer que el país requiere nuevas orientaciones, y a tomar medidas inmediatas, como la mejora del sistema de pensiones.

El segundo rasgo que he considerado es la posible existencia de un régimen democrático a nivel político. Comparado con los otros países latinoamericanos, desde su independencia Chile ha tenido una trayectoria menos marcada por los golpes de Estado y las dictaduras, lo que no equivale a un régimen democrático, como se verá más adelante. Y la durísima experiencia de 1973-1990 fue un cuestionamiento demasiado fuerte a la supuesta tradición democrática del país. Desde marzo de 1990 los chilenos han vuelto a confiar en el sistema institucional, donde operan varios de los mismos partidos políticos de épocas anteriores. Pero la aplicación de la reforma electoral hace pocos años, que hizo del voto una opción y no una obligación, demostró durante su implementación que apenas la mitad de los chilenos considera importante ejercer sus derechos ciudadanos. Hay aquí entonces otra problemática que se debe explorar históricamente.

Un tercer ángulo de análisis es el de la relación de Chile con su región y con el mundo. Sin caer en los determinismos, es claro que muchos de los hechos y los procesos ocurridos en el país han sido el resultado de tendencias, presiones e intervenciones venidas desde afuera, tanto a nivel político como económico y cultural. Y esta relación incluye las migraciones, tanto las que aportaron nuevos contingentes al país desde el siglo XIX, como los flujos de chilenos hacia el exterior, movimiento evidente desde 1973, pero que había existido anteriormente.

La comprensión de todo proceso histórico que ocurre dentro de un país se facilita mucho cuando el análisis incluye pinceladas de comparación con los sucesos acaecidos en otros lugares, tanto cerca como lejos de Chile. Es cierto que no se debe abusar de este método, ya que no es posible comparar todo ni con todos, sino en la medida en que hay una cierta semejanza en lo que se pretende comparar. El lector encontrará entonces referencias a las experiencias de otros países, a fin de dar perspectiva al relato.

A nivel de su contenido, este libro cubre todos los períodos de la historia del territorio que pasó a llamarse Chile, incluyendo el anterior a la llegada de los españoles. Me parece que este enfoque se impone, por respeto a los habitantes cuyos lejanos antepasados comenzaron a poblar el territorio antes de la llegada de los europeos. Y porque además me parece imposible comprender plenamente los temas evocados al comienzo sin disponer de una información, por mínima que sea, del pasado lejano. En fin, porque la relación actual entre los pueblos originarios y el Estado chileno constituye uno de los problemas más candentes de nuestro tiempo, y una de las manifestaciones más claras del problema de la desigualdad social.

Como la presente obra tiene una vocación divulgadora y de síntesis, hice lo posible por considerar todos los niveles del devenir histórico, tanto en lo político –tradicionalmente el más conocido– como en lo social, económico, cultural, las relaciones de género, las migraciones y las relaciones internacionales. A nivel del estilo, inspirado en parte por el historiador francés Gérard Noiriel, autor de una Histoire populaire de la France, he empleado una forma narrativa, tratando de que el texto esté lo más posible al alcance del público en general, con alusiones a hechos de la vida cotidiana y citando canciones, himnos, poemas y otras obras literarias, tratando de hacer más vivo el relato. He intentado además subrayar el ir y venir entre el pasado y el presente, haciendo referencias a la proyección que ciertos hechos que analizo en cada capítulo han tenido en las épocas posteriores. A fin de aligerar el texto he dejado de lado las tradicionales notas de pie de páginas donde se mencionan las obras consultadas, haciendo en cambio un cierto número de notas explicativas, que aclaran más algunos de los temas analizados. En cambio, dentro del texto he hecho a menudo referencias a las ideas claves de los principales historiadores, tanto chilenos como de otras latitudes, explicando mis convergencias y mis diferencias con ellos, método que, me parece, permitirá comprender mejor el sentido que he querido dar a estas páginas

Alejado del país desde hace ya cerca de medio siglo, pero siempre interesado en seguir conociéndolo y estudiándolo, agradezco a Lom ediciones la oportunidad que me ha dado de redactar esta obra, para la cual he podido contar con el valioso aporte de los evaluadores de la editorial, que leyeron el conjunto del texto. Mi reconocimiento también a los conocidos historiadores Lautaro Núñez, por sus comentarios acerca del primer capítulo, y Rafael Sagredo, por sus indicaciones acerca de las estadísticas y la geografía del Chile del siglo XIX.

Longueuil, 15 de julio de 2019 – 19 de abril de 2021 – 20 de octubre de 2022

 

A todos aquellos que, tanto en el interior como fuera de su territorio,tratan de hacer de Chile un país menos desigual y más tolerante.

A Miriam, por su apoyo constante, desde siempre.

A mi madre, Teresa Artigas, que pese a su centenaria vidano alcanzó a leer este libro.

Capítulo 1Los primeros habitantes: una trayectoria truncada

Según el censo de 2017, las personas que declaran pertenecer a alguno de los pueblos originarios de Chile suman cerca de dos millones, lo que representa el 12,8% del total de la población del país. De ellos, la inmensa mayoría (casi el 80%) se identifican con el pueblo mapuche1, mientras que los otros declararon pertenecer a otros ocho grupos: aymara (7,2%), quechua (1,6%), lickanantay o atacameño (1,4%), colla (0,9%), diaguita (4,1%), pascuense (0,4%), yagán o yánama, kawésqar o alacalufes y los changos, que fueron reconocidos legalmente en 2020. Estos tres últimos representan porcentajes mínimos, el 0,1% del total, y son muy pocos los que hablan sus lenguas de origen2. Ese año fueron reconocidos también los afrodescendientes. Otras etnias mencionadas hasta algunas décadas en los relatos de viajeros y de escritores: los onas o selk'nam, que habitaron la Tierra del Fuego, los chonos de Aysén y los tehuelches del interior de esta misma región y de Magallanes, parecen haberse extinguido. Debemos concluir que lo que sobrevive hoy en día es tan sólo una pequeña parte de los habitantes que poblaban el territorio antes de la llegada de los europeos. Además, varios de los pueblos que actualmente subsisten fueron precedidos por otros, en épocas muy lejanas, de los cuales se ignora su idioma, y que son designados habitualmente por los lugares geográficos donde se han encontrado sus restos, como el caso de los atacameños.

Se calcula que, en total la población indígena en Chile alcanzaba unas 800.000 personas a comienzos del siglo XVI. Su distribución territorial se puede visualizar en el mapa 1. A causa de la conquista, esta cifra comenzó a disminuir muy rápidamente, en parte por la mortalidad causada por los encuentros militares, por la destrucción de sus sembrados y viviendas, los maltratos, la esclavitud y los trabajos forzosos, y sobre todo por los efectos mortíferos de la transmisión de enfermedades desconocidas en el país, que los indígenas no podían combatir por falta de anticuerpos. Como veremos más adelante, recién a fines del período colonial, hacia 1800, Chile volvería a alcanzar la población que tenía antes de la llegada de los europeos, aunque en ese entonces los habitantes del país eran una masa diversa, compuesta mayoritariamente por mestizos, y seguida por blancos, negros e indígenas, los que habían sobrevivido. La catástrofe demográfica y cultural que significó la llegada de los españoles para los llamados pueblos originarios es algo que debe ser tomado muy en cuenta para dar comienzo a este relato, ya que esos pueblos vivieron una historia truncada e involuntaria.

La llegada de los primeros habitantes

Los primeros habitantes de Chile llegaron probablemente, como los otros pueblos de América, desde Asia, tras atravesar el estrecho de Behring y avanzar a pie hacia el sur del continente. Otras teorías, que apuntan a habitantes venidos navegando desde islas del Pacífico cercanas a Asia, o de Australia, nunca han sido del todo comprobadas. Llegaron en una época en la que el clima y la vegetación eran distintos a los de hoy. El clima era más húmedo, con mayores precipitaciones, y había una vegetación más espesa en el norte y el centro, lo que permitía la existencia de animales hoy desaparecidos, como los grandes mastodontes, que existieron hasta aproximadamente 8.000 AC. El clima comenzó a cambiar y a parecerse al actual hacia 13.000 AC.

Hasta los años 1970, los sitios de poblamiento más antiguos en Chile eran el de Tagua-Tagua, ubicado al interior de San Fernando, fechado en 11.000 AC, la cueva de Fell, al norte del estrecho de Magallanes, y Quereo, al sur de Los Vilos, que datan de la misma época. Este período, denominado «Paleoindio», corresponde a la presencia de cazadores recolectores del fin del Pleistoceno. Sus habitantes vivían esencialmente de la caza, incluyendo la de los mastodontes. En Atacama, posteriormente a 10.000 AC, grupos de cazadores iniciaron la domesticación de camélidos salvajes, dando lugar a la primera ganadería.

Estos hallazgos concordaban con la cronología establecida a partir de los restos humanos más antiguos en el continente, que se ubicaron primero en Clovis, un sitio en el oeste de Estados Unidos, a los que se les dio una antigüedad de 14.000 años AC. Sin embargo, en 1979, un grupo de arqueólogos dirigidos por Tom Dillehay, encontró restos humanos en Monteverde, cerca de Puerto Montt, cuya fecha de origen fue fijada en 14.500 años AC. Este hecho provocó un cuestionamiento total de esta cronología, ya que si todo el poblamiento americano se hizo desde Behring, y mediante un avance terrestre hacia el sur, era imposible que el Chile austral estuviese poblado antes que Norteamérica. El hallazgo del sitio de Meadowscroft, en Pensilvania, al noreste de Estados Unidos, por James Adonisio, parece haber restablecido la cronología, ya que las herramientas encontradas allí datan de entre 16.000 y 19.000 años. La antigüedad de ambos descubrimientos no ha sido aceptada por todos los arqueólogos, manteniéndose la duda sobre la fecha de la llegada de los seres humanos a América.

El poblamiento de Chile se efectuó a lo largo de todo su territorio, tanto al interior como en sus costas. Tal como ocurrió en los otros países de América, a la llegada de los españoles, las etnias que se encontraban en el país habían alcanzado diversos grados de desarrollo. Las del extremo sur seguían viviendo de la caza, la pesca y la recolección. En el norte, el centro y en una parte del sur, la mayoría de ellas había desarrollado la agricultura, establecido aldeas, y algunas habían creado estructuras políticas complejas. Sin embargo, ninguna había alcanzado la fase de creación de ciudades, y su arquitectura tenía proporciones limitadas si se la compara a la de los pueblos del imperio inca o a las culturas de México y América Central.

De los distintos pueblos originarios poseemos informaciones muy desiguales. La ausencia de escritura, como en la casi totalidad de los habitantes del Nuevo Mundo, constituye una limitación importante. En muchos casos, nuestras fuentes se basan únicamente en los hallazgos arqueológicos, iniciados a comienzos del siglo XX por Ricardo Latcham y el alemán Max Uhle, aunque este último, autor de muchas investigaciones en Perú, vivió pocos años en Chile. La austríaca Grete Mostny, llegada a Chile en 1939, fue otra de las personalidades pioneras en el estudio de nuestros antepasados.

El clima extremadamente seco del Norte Grande ha favorecido el conocimiento de las culturas de esa región, ya que ha permitido la preservación de la cultura material, incluso la de épocas lejanas. Las crónicas de los españoles, cuando éstos entraron en contacto con los indígenas, permiten saber lo que era el modo de vida y la organización de las etnias originarias, pero esas fuentes, además de estar marcadas por los prejuicios propios de los occidentales, que no entendían la naturaleza de esas poblaciones tan diferentes, dan escasas luces sobre sus orígenes y su evolución anterior al período de la conquista.

Mapa 1: Distribución geográfica de las etnias originarias

Para la correcta representación del límite internacional, remitirse al esquicio de chileincluido en la página 296

Los habitantes del norte. El período arcaico (preagroalfarero)

Durante miles de años, las diferentes regiones de Chile fueron pobladas por habitantes que vivieron de la caza, la pesca y la recolección, sin conocer la agricultura ni la alfarería. Vivían organizados en bandas o grupos pequeños, de algunas docenas de personas, llevando una existencia nómade. No conocían la crianza de animales, cazaban camélidos salvajes, guanacos y vicuñas, llegando a domesticarlos y dando lugar a la primera ganadería de llamas en las tierras altas. También cazaban los últimos caballos de fines del Pleistoceno en la circumpuna atacameña3, y buscaban animales como vizcachas y chinchillas, aproximadamente hacia 11.000 años AC. Tenían campamentos abiertos para grupos densos y refugios menores bajo cuevas y abrigos rocosos, donde disponían de recursos de agua y donde hacían algunas herramientas. Por ello se les conoce en gran medida por los instrumentos de piedra y de hueso, de distintas formas y estilos, que han dejado en los sitios estudiados por los arqueólogos. Nada sabemos de las lenguas habladas por estos pueblos ni tampoco de su origen. Se presume que vinieron desde el Perú, pero no hay certeza de ello.

La caza era una actividad masculina, mientras que las mujeres practicaban la recolección de vegetales silvestres que crecían en esa región, en valles altos y en la altiplanicie, que permitían variar la dieta, y eran empleadas como colorantes. Estos grupos realizaban intercambios con los habitantes de la costa, lo que se demuestra con la presencia de conchas. Es notable su adaptación a las duras condiciones de vida, a veces a 4.000 metros sobre el nivel del mar, y a los cambios climáticos, ya que hacia 6.000 AC hubo un período de extrema aridez, superior al actual. Entre las huellas de su presencia figuran los instrumentos de piedra hallados en sitios como los de Tuina, Tambilo, Tulan, Punta Negra, San Martín, San Lorenzo, que remontan hacia los años 11.000 a 7.000 AC.

En aquellos tiempos, las quebradas que se dirigen hacia el mar contenían más agua que actualmente, lo que favorecía la implantación humana. A fines del Pleistoceno, cuando habitaron los primeros cazadores, el clima era muy lluvioso. Hay restos de vegetación fósil en el medio de espacios desérticos, lo que demuestra que el clima cambió a otro muy seco. Los lagos de la alta puna atacameña se secaron por los 8.000 a 4.000 años antes de nuestra era, y las comunidades de cazadores debieron buscar otros ambientes más húmedos. Algunos se alejaron y otros se quedaron junto a pequeñas vertientes donde se había concentrado la fauna salvaje y los pocos relictos vegetacionales.

Los más antiguos pobladores de la costa vivían esencialmente de la pesca y de la recolección de mariscos. En la región del sur del Perú y en la de Arica y Pisagua, existió la cultura Chinchorro, llamada así por el nombre de una playa de Arica, donde fueron encontrados los restos más antiguos, que remontan a unos 8.000 años AC. Es mundialmente conocida porque sus habitantes desarrollaron una técnica de preservación de los difuntos, desde el quinto milenio AC, que es anterior a las momias más antiguas de Egipto. Se les extraía sus vísceras y las partes blandas, y se les rellenaba con maderas, fibra vegetal y arcilla, y se les hacía una mascarilla facial, conformando cuerpos extendidos y rígidos. El hallazgo de las momias de Chinchorro sorprendió al mundo científico internacional. Su existencia era conocida desde comienzos del siglo XX, gracias a Uhle, pero su estudio detallado comenzó en los años 1980, con las investigaciones de Bernardo Arriaza y Vivien Standen. Se han encontrado asentamientos donde varios cuerpos de los difuntos convivían con los habitantes, en una clara demostración de la importancia que se atribuía a los antepasados. Las momias, la mayoría de ellas con cuerpos de niños, estaban acompañados por un ajuar mortuorio, compuesto de instrumentos y de piezas de género. Ese minucioso trabajo indica un cierto grado de organización social, cuyos detalles desconocemos. Es posible que entre los 2.000 a 3.000 AC las poblaciones derivadas de los pescadores y cazadores arcaicos Chinchorro hayan comenzado a practicar la agricultura. Además, desarrollaron una producción artesanal textil, con fibra vegetal, obtenida de plantas y de camélidos, de los cuales empleaban también la piel. Eso último hace pensar que existió un temprano intercambio con pueblos andinos. No sabemos cuál era el idioma que hablaban. Las huellas de sus actividades van hasta el primer milenio AC, desapareciendo posteriormente.

A lo largo de la costa del norte semiárido se han encontrado numerosos sitios arqueológicos con las huellas de sus primeros habitantes. Uno de ellos es el de Huentelauquén, en la desembocadura del río Choapa, cuya cultura se desarrolló entre 12.000 y 7.000 AC, y que se extendió hasta Antofagasta. En 2010 se descubrió una explotación minera en la quebrada de San Ramón, al norte de Taltal, donde los pobladores de Huentelauquén extraían óxido de hierro para realizar pinturas con fines ceremoniales, que sería una de las más antiguas de su género en las Américas. En esta cultura se han encontrado también sepulturas donde los muertos están acompañados de ofrendas, pero los cuerpos no están momificados.

Se conoce algo más sobre algunos aspectos de la vida de los pescadores que habitaron la costa entre Arica y Coquimbo, a los cuales se denominan changos, durante el contacto con los españoles. Ese nombre, aparecido en el siglo XVII, no corresponde sin embargo al de una etnia autoasignada, ya que es más bien un vocablo aplicado para designar un conjunto de habitantes de esa región, uno de los cuales se denominaba camanchacas. Los changos eran pescadores nómades que practicaban la recolección de mariscos y la caza de lobos marinos, de cuyas actividades se tienen muestras arqueológicas, formadas por inmensas acumulaciones de conchas, los conchales, de unos 8.000 años de antigüedad. Hay indicios de intercambios con pueblos del interior, a los cuales suministraban pescados, recibiendo a cambio cobre, con el que fabricaban arpones empleados para la caza y la pesca. Navegaban en balsas hechas con piel de lobo marino, manteniéndose cerca de la costa. A la llegada de los españoles, Gerónimo de Vivar, que acompañaba a Valdivia, dejó una descripción de la confección de estas balsas, describiendo la caza de los lobos marinos hecha con arpones por ciertos indígenas, mientras que otros se dedicaban a la pesca y a la recolección de mariscos. El cronista afirmó que esas balsas navegaban entre Arica y Coquimbo, confirmando el carácter nómade de las actividades de los llamados changos. No es fácil calcular su número, aunque posiblemente no eran más que algunos centenares, y tampoco dejaron huellas del idioma que hablaban.

Pictograbado del alero de Taira, río Loa, representando rebaños de camélidos domesticados, asociados a las comunidades agropastorales del norte, 2800 a 2400 AC. Foto gentileza de Lautaro Núñez.

Las comunidades agrarias y agropastoralistas del desierto de Atacama

Aunque hay algunos indicios relativamente antiguos de la práctica de la agricultura, que datarían de alrededor 2.000 años AC, en localidades de los valles de Tarapacá, las primeras huellas bien identificadas de esta actividad datan del primer milenio anterior a nuestra era, con el descubrimiento del sitio arqueológico de Alto Ramírez, en el valle de Azapa y en la quebrada de Tarapacá. Allí se han encontrado muestras de diversos cultivos, donde se destaca el maíz y el ají, lo que se dio probablemente por contactos con pueblos del altiplano hoy boliviano.

La difusión de la agricultura, como en otras partes del mundo, significó un cambio fundamental en la vida de los primeros habitantes de Chile, llevándolos a una paulatina sedentarización, aunque a la llegada de los españoles este proceso no estaba presente en todo el territorio actual del país. Hay huellas claras de una vida aldeana basada en cultivos en los valles y oasis tarapaqueños y ariqueños, donde había una agricultura consolidada con el maíz, a lo que se agregaba la recolección de frutos de árboles como el algarrobo. Paralelamente se desarrolló la alfarería, la otra actividad fundamental en esta nueva etapa, gracias a la cual los alimentos eran servidos y almacenados. Casi todos los pueblos del norte de Chile adoptaron estos cambios, lo que los llevó a la construcción de aldeas, a una intensificación de los contactos de intercambios y, en cierta medida, a una diferenciación social y cultural anterior a la influencia inca, constituyendo las culturas Arica, Pica y Tarapacá.

En el siglo XVI, al llegar el tiempo hispánico, dos pueblos principales dedicados a actividades agrícolas y comerciales que estaban en la fase aldeana, habitaban el actual norte de Chile: los aymaras y los atacamas o lickanantay. Sus ancestros de la cultura Arica y Pica-Tarapacá habían recibido la influencia de la civilización de Tiawanaku, originaria de Bolivia actual, entre 500 y 1000 DC, cultura muy avanzada y que se expandió hacia el noroeste de Argentina y el sur del Perú, amén del norte de Chile, dejando huellas culturales y religiosas. Posteriormente se hizo sentir la influencia inca, que se ejerció a través de una dominación política y económica. Buena parte de lo que se sabe acerca de ellos proviene de las investigaciones del sacerdote belga Gustave Le Paige, quien exploró toda la región entre los años 1950 y 1980, descubriendo muchos objetos y momias.

Los aymaras han dejado una gran influencia, imponiendo su idioma, que hasta hoy se habla en la región. Entre sus rasgos culturales figura el cultivo y el uso de la coca, tanto para controlar la fatiga física como para sus fiestas y rituales.

Los lickanantayoatacamas, término empleado por los españoles, eran los habitantes de la región del valle del Loa, alcanzando toda la circumpuna atacameña. Son los pueblos que hoy derivan de unos 12.000 años de asentamientos arcaicos y luego agrarios y ganaderos, que ocuparon ese espacio durante la prehistoria y la colonia. Hablaban el kunza, idioma que hoy ya no se habla4, aunque dejó sus huellas en la toponimia de la región, con nombres como Calama y Chiu-Chiu, Camar y otros. Fueron ellos los que poblaron los oasis de San Pedro de Atacama y de los otros pueblos limítrofes. Conocían técnicas avanzadas de regadío, empleando las terrazas y embalses, y sabían captar el agua de la camanchaca, la niebla matutina. Cultivaban el maíz, calabazas, zapallos, porotos, quinoa y camotes, recolectaban los frutos del algarrobo, chañar y el uso de llamas. En la ganadería, hubo una intensa actividad de pastoreo de camélidos, lo que ha quedado reflejado en las pictografías que se encuentran hoy en numerosos sitios. Estas actividades se realizaban en las tierras altas de Tarapacá y de Antofagasta, a veces en forma de ganadería transhumante, es decir, sin que estuviera siempre ligada a la agricultura para obtener pastos para los animales. Hay indicios de un intenso intercambio con la costa, con el noroeste argentino y con el sur de Bolivia, como lo muestra la presencia, en los sitios funerarios de San Pedro de Atacama, de plumas de aves tropicales, obsidiana y conchas marinas.

La minería fue una actividad importante. Surgieron especialistas en la explotación del cobre y de las turquesas, que fabricaban adornos de valor ritualístico y que se empleaban en sus prácticas de intercambio. Los mineros atacameños alcanzaron hasta las vetas de turquesa del Salvador cerca de Copiapó. Al respecto, el cronista Vivar, refiriéndose a los habitantes del valle de Copiapó, afirma que en ese lugar había una gran cantidad de plata, cobre, mucho estaño y plomo, y gran cantidad de sal transparente. Por ello, conocían la metalurgia, fabricando diversos objetos con esos metales, alcanzando un virtuosismo reflejado en la producción de bienes de lujo, como textiles, vasos, objetos de oro, y los implementos cúlticos para inhalar alucinógenos. En la época de la llegada de Almagro, su población puede haber sido de unas 3.500 personas. Como en la región de más al norte, existía una estructura dual de poder, de tierras altas y tierras bajas.

Estos pueblos tuvieron una vida espiritual y artística avanzada. En general, tenían creencias relacionadas con la naturaleza, haciendo rituales en lugares con características singulares, como una roca, una vertiente o un cerro. El chamán jugaba un papel importante en estas actividades, interpretando los mensajes y los símbolos, a veces con ayuda de alucinógenos obtenidos por intercambios con las selvas orientales. El arte se manifestó en piezas de representaciones simbólicas en cerámica, textiles, madera, y en las obras rupestres: los geoglifos, en cerros y terrazas; los petroglifos, en murales rocosos situados en quebradas, y las pictografias en cavernas. Muchas de estas obras muestran escenas de la vida cotidiana, el tráfico de llamas, los animales y las actividades ritualísticas. Los atacamas poseían técnicas de momificación de los muertos, que eran enterrados con regalos y alimentos, ofrendas funerarias que son también objetos de arte.

En los pueblos de la región atacameña había signos de diferenciación social y política. En cada caserío había kurakas, o autoridades, que habitaban en una casa más grande que la del común de los habitantes, y tenían varias esposas, proceso del cual hay huellas desde los años 300 de nuestra era. La existencia de pucarás preincaicos hace pensar que había conflictos entre diversos grupos, ya que se trataba de construcciones con fines militares.

Las comunidades del norte semiárido

Más allá de los oasis atacameños, al llegar al valle de Copiapó, donde termina el desierto extremo, hubo una secuencia de asentamientos prehistóricos que entraron en contacto con los incas a través de grandes obras de minería y fundiciones. De ellos sobrevivieron aquellos que los cronistas llamaron Copayapos que permanecían en alianza con los atacameños, incluso durante los enfrentamientos contra los primeros españoles.

Al sur de Copiapó hubo otra secuencia de asentamientos formativos y aldeanos más tardíos que culminaron con la presencia de los diaguitas, nombre con el que se designa a los habitantes establecidos entre el noroeste de Argentina y el norte semiárido de Chile5, entre el sur de Copiapó y Aconcagua, que surgieron hacia el año 1000 de nuestra era. Fueron precedidos por los habitantes de la llamada cultura Molle y Las Ánimas, que practicaban la alfarería con virtuosismo, entre el siglo II AC y el año 600 de nuestra era. Los diaguitas practicaban también la agricultura, la ganadería y la metalurgia, especialmente del cobre y del bronce. El clima, más húmedo, ya que desde el valle de Copiapó hasta Aconcagua hay una cierta cantidad de precipitaciones anuales, facilitó los cultivos. Los diaguitas habían aprendido a emplear fertilizantes, como el guano de los pájaros de la costa y de los excrementos de llamas, al igual que sus congéneres de más al norte. También recolectaban los frutos de los árboles de la región, como el algarrobo y el chañar, de los cuales hacían harina, la que les permitía producir pan. Alcanzaron un grado bastante avanzado de maestría en su cerámica, que tiene múltiples formas y colores, donde predominaban el blanco, el rojo y el negro. Los «jarros patos», ornitoformes, son una de sus piezas distintivas.

Hasta antes de la conquista inca, los diaguitas parecen haber vivido en una estructura de tipo tribal, en asociaciones de grupos locales o caseríos autónomos, donde la propiedad era compartida. No había un poder centralizado, como en los señoríos o cacicazgos existentes en el Caribe a la llegada de Colón. Las crónicas españolas indican, sin embargo, la existencia de una organización política basada en el doble poder, que se ejercía en cada una de las quebradas y los valles transversales de la región, en la cual el jefe de la costa y el del interior mantenían una relación marcada por la rivalidad y a veces la cooperación. Pero no es claro si esa organización fue una imposición de los incas y tampoco se sabe si trascendía a los diversos niveles de la vida social. No parece haber existido una jerarquía militar, y si hubo batallas, deben haber sido más bien rituales.

A comienzos del siglo XVI, la población diaguita puede haber sido de unos 35.000 habitantes. Han dejado huellas de su cultura hasta Chile central. Su lengua de origen, el kakán, comenzaba a declinar, por la imposición del quechua, y posteriormente se ha extinguido, aunque sus huellas se preservan en la toponimia y también en algunos apellidos característicos de esa región, los que terminan en ay, como Sulantay y Millaray.

Más hacia el centro de Chile, se han estudiado culturas agroalfareras entre Illapel y Colchagua, denominadas Llolleo, aproximadamente entre 300 y 800 DC., descubiertas por los arqueólogos, en la década de 1970. La cultura Aconcagua, que ha dejado huellas de asentamientos hortícolas y cuyos habitantes cazaban el guanaco, floreció poco después, entre el río de ese nombre y el Cachapoal, en lo que es hoy la Región Metropolitana de Santiago. Han dejado túmulos funerarios, llamados ancuviñas, donde se han hallado alfarerías muy refinadas, y también instrumentos musicales. No hay indicios, en cambio, de haber alcanzado un sistema social jerarquizado.

La dominación inca: un sistema distinto al de los españoles

Todos los pueblos del norte, y en parte los del centro, fueron sometidos a la dominación inca desde mediados del siglo XV. El llamado imperio del Tawantinsuyu, de formación reciente, ya que había comenzado a estructurarse a fines del siglo XIV alrededor de Cuzco, su capital, lanzó una ofensiva militar en 1470, enviando una fuerza de 50.000 hombres hacia el noroeste argentino y el norte de Chile, según Garcilaso, cifra difícil de admitir. Cierto o no, es un hecho que los incas penetraron profundamente en el territorio chileno, desde el norte hasta más allá de Santiago, llegando a Curicó. Hay informaciones fragmentarias sobre la resistencia que encontraron entre Atacama y el Maule. A orillas de este río, en una fecha indeterminada, los incas habrían sido vencidos en una batalla que habría durado varios días, por una coalición entre los promaucaes de Santiago y los mapuches, lo que marcó el fin de la expansión inca6.

El norte y el centro de Chile pasaron a ser parte del Collasuyu, la región sur del imperio. Esta dominación no fue muy prolongada, ya que duró alrededor de 70 años en el norte y no más de 30 o 40 en el centro. Sin embargo, los incas dejaron huellas claras de su presencia en Chile, como se observa en los 113 sitios arqueológicos detectados hasta ahora. Esto se manifiesta, por ejemplo, en la arquitectura de la localidad de Turi, Catarpe, Peine y otros, como Caspana, ubicada bien al interior de Antofagasta, cerca de la frontera actual con Argentina. Cerca de este lugar se han encontrado edificaciones destinadas a usos ceremoniales o a veces militares, de estilo netamente inca. Estas construcciones exigían el uso de una mano de obra local, de los pueblos atacamas, a través del sistema de la minga, que existía antes de la conquista inca. En el valle de Azapa se ha encontrado un quipu de 586 cuerdas, que debe haber servido para hacer el censo de la población y organizar el trabajo exigido a la población local. En la región del Loa y de San Pedro de Atacama hay restos de asentamientos y de edificios públicos de estilo incaico, las collcas o bodegas, kallancas (galpones), edificios administrativos. Los incas explotaron además varias minas operadas en escalas mayores, y construyeron terrazas y canales. Al sur de Santiago, cerca de Calera de Tango, se ha identificado el pukará de Cerro Chena, que puede haber sido una fortaleza militar o también un observatorio astronómico, cuya forma recuerda la de un felino, marcando una directa influencia inca.

La huella inca se observa también en la cerámica diaguita, donde aparecen formas antropomorfas, antes inexistentes. En la región diaguita se han encontrado pacchas, vasijas ceremoniales que los incas regalaban a los jefes locales, para sellar la relación con ellos. El tributo era enviado hacia Cuzco por los caminos del inca, otra de las obras de los invasores del norte, aunque varios de los cuales existían antes de su llegada, obra de los pueblos ya establecidos. Los incas crearon también el sistema de tambos o albergues para el tráfico y el envío de correos. Estas vías de comunicaciónfueron usadas posteriormente por las huestes españolas en su empresa de conquista.

No puede dejar de compararse el comportamiento de los incas como conquis-tadores con el de los españoles algunas décadas más tarde. Tal como procedieron con la dominación de otras etnias en Perú, los incas respetaron el sistema de autoridades locales, incluso en el caso de caciques que los habían enfrentado militarmente, como Michimalongo, en la región de Santiago. A cambio de eso, exigieron la entrega de un tributo, consistente en metales preciosos y otros bienes, y el empleo de una cierta cantidad de mano de obra para la construcción y mantención de los senderos necesarios al camino del Inca, y para obras productivas. En la región de Marga-Marga, donde había extracción de oro, este último proceso implicó sin duda un número considerable de trabajadores. Los indígenas del valle de Copiapó debían enviar un tributo de lapislázuli a Cuzco. Para reforzar su dominio, los incas enviaron mitimaes, grupos de colonos de diversas etnias peruanas, que llegaron a establecerse en el centro de Chile y les aseguraban un mayor control de las poblaciones sometidas. Una de estas colonias fue la de Limache, nombre geográfico que puede ser de origen quechua («gente de Lima»). Uno de los jefes traídos del Perú fue Vitacura, quien actuó como cacique durante largo tiempo en la región de Santiago, encargado de organizar el envío de oro hacia Cuzco. Pero si bien hubo al comienzo resistencia a la conquista inca, es difícil encontrar huellas claras de violencia en los años de sometimiento al nuevo poder, que parece haber sido aceptado entre el norte y Santiago.

Al parecer, y esto sería una diferencia importante con la conquista española, los incas no intentaron aculturar a los pueblos al sur de su imperio, respetando sus creencias y costumbres. Solo se difundió el culto al sol, así como el empleo de la lengua quechua, y la construcción de santuarios en la alta cordillera, destinados al capacocha o sacrificio de seres de corta edad. Se han encontrado dos de ellos, uno en el cerro Las Tórtolas, en la provincia de Coquimbo, y en el cerro El Plomo, cerca de Santiago. En esta última se encontró el cuerpo momificado de un niño, seguramente inmolado para la ceremonia religiosa.

Hasta qué punto el dominio inca transformó las sociedades que dominaron es materia de controversia. Barros Arana había afirmado, a fines del siglo XIX, que el Chile pre-inca se encontraba en un nivel de desarrollo muy bajo, tildando a sus habitantes de «bárbaros, tribus groseras», y afirmando que los incas habían aportado grandes progresos. Pero esta tesis ha sido posteriormente combatida por la investigación del siglo XX y la nueva centuria, la cual ha demostrado que los logros aldeanos, agrícolas, ganaderos, mineros, circulación de bienes, producción especializada, como la cerámica, y otros, ya existían mucho antes de los incas, y que el período de dominación de éstos fue demasiado breve como para provocar un cambio profundo.

Los mapuches 

Los mapuches («gente de la tierra») constituían la etnia más numerosa de todas las que poblaban el territorio chileno en el siglo XVI, condición que han perpetuado hasta hoy. Son además el pueblo que está más integrado al imaginario del país, por sus épicas luchas contra los españoles y más tarde contra el Estado chileno.

Se conoce muy poco de los habitantes que los precedieron en el sur del país. La arqueología indica huellas de la presencia de cazadores nómades a través de puntas de piedra, halladas en la precordillera cerca de Pucón, hacia 6.000 AC. Más tarde, se han encontrado elementos más elaborados en la llamada cultura de El Vergel, cerca de Angol, indicando cultivos de maíz y alfarería, entre 900 y 1200 de nuestra era. En él se han encontrado restos de trariwe, falda hecha con lana de llama, pieza de vestir que los mapuches han seguido empleando, lo que marca una continuidad entre ambas culturas. En el complejo de Pitrén, situado al interior de Valdivia, se han encontrado muchas piezas de alfarería, las más antiguas de las cuales datan de 350 DC.

Encina y Latcham postularon en los años 1930 que eran una etnia originaria de la cuenca amazónica, que vivieron un tiempo en las pampas argentinas, para luego llegar a Chile en una fecha indeterminada. Esta tesis fue combatida por Tomás Guevara, y hoy ha sido abandonada. Como los otros pueblos originarios, son seguramente el fruto de evoluciones seculares, obra de diversos grupos humanos establecidos desde los comienzos de la Prehistoria y no de la llegada directa de contingentes foráneos, lo que se dio solo en forma excepcional.

La designación de mapuche, que significa, en lengua mapudungun «gente de la tierra», se presta para equívocos. A veces, se aplica solamente a los indígenas que habitaban entre el Maule y el Bío-Bío, diferenciándolos de los picunches, que vivían entre la región al norte de Santiago y el Itata, y de los huilliches, ubicados al sur del Bío-Bío, alcanzando hasta la isla de Chiloé. Pero según ciertos especialistas, el vocablo incluye a todos los habitantes desde Aconcagua hasta Chiloé, y hablar de picunches, mapuches y huilliches sólo tiene un sentido geográfico; todos hablaban el mapudungun. La designación de araucanos también es controvertida, ya que a veces se emplea como sinónimo, y en otras, para designar a los que vivían entre el río Itata y el Toltén. Se trata de un vocablo creado por los españoles, que los mapuches rechazan, y algunos piensan que debería hablarse de ellos como los reche.

Una cierta diferenciación entre los diversos grupos mapuches surgió a partir de la conquista inca del siglo XV, que sometió a los de la zona de Santiago, influyéndolos culturalmente y en el plano tecnológico. Así, los picunches progresaron en la práctica de la agricultura, cultivando maíz, porotos, calabazas y quinoa. Su alimentación incluía la carne de cuy, llamas y guanacos. Su proceso de sedentarización había avanzado, ya que existían caseríos de unas 300 personas, dirigidas por un cacique, que tenía varias esposas. Se puede estimar que su población sobrepasaba un tanto las cien mil personas. Aceptaron el principio de pagar un tributo al nuevo poder, lo cual en cierto modo facilitó la conquista española. Tal no fue el caso de los mapuches del sur, que detuvieron militarmente a los incas, manteniendo sus estructuras y costumbres ancestrales. Un sector de la población picunche, al sur de Santiago, resistió también a los incas, siendo designados por éstos promaucaes, «gente alzada» y «poco aplicada al trabajo» según los cronistas españoles.

Los mapuches se hallaban en una fase de semisedentarización en el siglo XVI. Comenzaban a desarrollar la agricultura, aunque en forma primitiva, mediante la técnica del «roce», abriendo claros en los bosques mediante la quema de la maleza y los árboles. Cultivaban la papa, el maíz, la quinoa y otros alimentos. Con el jugo de frutas elaboraban la chicha, cuyo consumo en ocasiones de fiesta, observado más tarde por los cronistas, les dio fama de borrachos, pese a que esa bebida tenía una baja tasa de alcohol. La caza de animales como los pájaros, los pumas, guanacos, zorros y huemules, la pesca y la recolección, eran actividades importantes. Esta última estaba centrada en el piñón, fruto obtenido de la araucaria, que les permitía hacer harina. Por ello, no tenían establecimientos fijos durante largo tiempo.

Todos los testimonios de los españoles indican su sorpresa ante la elevada cantidad de indígenas que encontraron al sur del Maule, muy superior a la del centro y norte del país. Se puede estimar que el total, antes de la terrible mortalidad causada por los españoles, era de medio millón de personas. Ello fue posible, sin duda, por las condiciones ecológicas, la abundancia de recursos de agua, de animales y de grandes bosques, que eran fuente segura de alimentos.

A nivel tecnológico, los mapuches conocían la cerámica, aunque su producción era de factura pobre si se la compara con los pueblos del norte, y tenían conocimientos de metalurgia, ya que construían algunos adornos de oro y plata y puntas de armas de cobre, metales obtenidos sin duda de la región picunche. En la agricultura, empleaban herramientas de madera, muy simples, como el chuzo, para abrir la tierra.

Los mapuches vivían en la forma de tribu, fase superior a la de la banda, ya que sus concentraciones eran más numerosas y tenían una cierta organización, pero ignoraban el principio de entregar un tributo a la autoridad, como era el caso de ciertas sociedades del norte. Las agrupaciones, que no constituían aldeas, estaban compuestas de varias rukas o casas grandes, donde habitaban varias familias. Dentro de ellas, la mujer, una vez casada, estaba claramente sometida al hombre, lo que se expresaba simbólicamente en el «rapto» que el novio y sus amigos efectuaban de la futura esposa, a la cual mantenían oculta durante varios días. Había además una clara división de tareas entre hombres y mujeres, estando la caza y la guerra reservada para los primeros y los cultivos y la preparación de alimentos, la más rutinaria y de todos los días, para las segundas. La mujer soltera, en cambio, tenía libertad sexual y no se daba importancia a la virginidad. La homosexualidad no llamaba la atención, según los cronistas, rasgo observado también en otros pueblos americanos, como los de Brasil.

El nivel más avanzado de organización social era el levo o rehue, cuyos integrantes se atribuían un antepasado común y ocupaban un territorio determinado. Eran dirigidos por un lonko (que los españoles llamaron caciques, término del Caribe), cargo hereditario. Pero su autoridad no era muy grande y tampoco había un orden jerárquico entre ellos.

La exitosa y larga resistencia que los mapuches presentaron a los españoles, y más tarde al Estado chileno, hizo que en muchas ocasiones se les haya pintado como «pueblo guerrero», como si ésta fuese su única virtud o característica. Barros Arana dio un retrato negativo de ellos, caracterizándolos como «reservados y sombríos»… (sus) «grandes dotes guerreras han hecho olvidar en cierto modo su ignorancia y sus vicios». Es cierto que sus actividades bélicas eran frecuentes, pero esto es una característica común a la mayoría de las etnias que se encontraban en la misma fase de desarrollo. Además, los enfrentamientos no eran largos. Podían estallar por objetivos de venganza entre los levos, a veces por la posesión de mujeres, que tenían un gran valor, por su papel clave en la economía familiar. Otros conflictos surgían contra etnias vecinas, como los pehuenches, lo que daba pie a ataques de corta duración, conocidos como malones, cuyo objetivo era apoderarse de ciertos bienes pertenecientes al grupo adverso. Tampoco tenían como objetivo la conquista o dominación del enemigo, ya que los mapuches carecían de esos conceptos, y los conflictos eran a menudo internos, no necesariamente contra otras etnias. La abundancia de recursos naturales, sobre todo de alimentos, puede explicar que los combates armados fuesen cortos y que primara una convivencia relativamente pacífica. Por ello, en los períodos de guerra, weichan, aparecían los toquis o jefes militares, pero su autoridad era limitada y desaparecía tras el fin del conflicto. Los mapuches no sometían a la esclavitud a los vencidos, o sólo lo hacían de manera ocasional, no como los pueblos de Brasil, para quienes era algo frecuente, y lo que más tarde dio pretexto a los portugueses para justificar esa práctica. La actividad armada tenía para ellos un sentido distinto al que se le daba en los países occidentales o en Asia o África. Lo que primaba, según un estudio reciente, era un sentido identitario, la apropiación del «otro» a través de la ejecución de ciertos prisioneros, la apropiación de ropas o de objetos del vencido y con ceremonias donde se extraía el corazón palpitante de sus cuerpos, que eran enseguida mordidos por los caciques, lo que acontecerá con Pedro de Valdivia.

Los lonkos tenían una cierta autoridad judicial, pero carecían de medios para imponer sus decisiones. Los conflictos se resolvían a menudo por acciones entre individuos, a veces en forma violenta, y en otras aceptando soluciones pacíficas, que implicaban la cesión de bienes como llamas o collares. Esto último indica que los mapuches evolucionaban hacia una economía donde los bienes materiales cobraban importancia creciente.

Hay indicios de que en el siglo XVI surgía una cierta diferenciación social. Los que poseían más tierras, animales y mantas eran llamados úlmenes, «hombres ricos». Pero no parece haber existido la propiedad privada de la tierra o de los animales. Lo cierto es que las diversas familias tenían acceso a la tierra y que muchos trabajos se hacían en forma colectiva, en la llamada minga.

«Machi joven», fotografía de Carlos Brandt, tomada entre 1895 y 1905.Colección: Biblioteca Nacional de Chile.

Los mapuches creían que todos los fenómenos naturales como la lluvia, el viento o el trueno eran atribuidos a seres superiores. Creían también en un dios, Pillán, que otorgaba la vida y la fertilidad. Contrariamente a la visión cristiana, sin embargo, el Pillán no castigaba o recompensaba a los seres humanos. Se celebraban nguillatunes o ceremonias públicas, para pedir buenas cosechas, animales o para obtener la victoria. En ellas se hacían sacrificios, a veces humanos, de prisioneros, lo que ocurrirá con los españoles, o de animales. Contrariamente a las etnias del Caribe, no había canibalismo: la ceremonia de comer o de morder el corazón del vencido era un acto simbólico. Las machis jugaban un papel importante en la vida social y cultural. Podían ser hombres o mujeres, pero en el primer caso, se debía vestir como mujer, lo que indica que el travestismo era una práctica aceptada. Sanaban a los enfermos o deshacían los maleficios, además de interpretar los sueños, a lo que daban mucha importancia.

Algunos lonkos tenían varias mujeres, y a su muerte se les enterraba con ceremonias especiales en ataúdes donde se esparcían semillas de alimentos para acompañarlos en el más allá. Esas personas, junto a las machis, eran sepultadas en kuels, montículos a veces artificiales, de los cuales se han encontrado centenares, diseminados en toda la región del sur.

Se conoce mucho menos la condición de los huilliches, vocablo que significa «gente del sur». Se sabe que su modo de vida era semejante al de los mapuches, formando un pueblo agro-alfarero. Habitaron entre Valdivia y la isla de Chiloé, llegando a este último lugar en el siglo XVI. En Chiloé se mezclaron con los habitantes del lugar, los chonos, aprendiendo de ellos las técnicas de recolección de mariscos. Una parte de los huilliches cruzó la cordillera para establecerse en Argentina, movimiento migratorio habitual en varias otras etnias. Tuvieron menos contacto directo con los españoles, pero también ofrecieron resistencia a la conquista.

Los pueblos nómades del extremo sur

Los primeros cazadores recolectores arcaicos alcanzaron hasta la Patagonia y sus mares desde los 10.000 años AC. De sus descendientes se formaron las etnias observadas y descritas durante el contacto con los primeros europeos del siglo XVI. Su modo de vida era menos evolucionado al de los pueblos analizados anteriormente, ya que permanecían en la fase de la caza, la pesca y la recolección para su sustento. Los más cercanos a los mapuches eran los pehuenches, venidos desde Argentina hacia el siglo XV. Pese a la cercanía geográfica, constituían otra etnia, y su lengua no tenía lazos con el mapudungun. Hasta hoy, pueblan la región precordillerana que va desde Temuco hasta Chiloé continental. Cazaban la llama, el guanaco, el huemul y otros animales, pero su sustento principal venía del piñón, lo que explica su nombre («gente de la araucaria», pehuén+che). Los piñones debían ser recolectados al finalizar el verano, antes de que cayeran al suelo y pudieran ser pasto de los pájaros. Desarrollaron un sistema de conservación de ese alimento, enterrándolos en fosas inundadas llamadas dollinkos, que impedía su fermentación y los hacía durar durante cuatro años. Con él elaboraban el pan. Hay indicios de que cultivaban ciertos cereales en pequeña escala. Es muy difícil evaluar su número en el siglo XVI, pero deben haber sido varios miles. Organizados en clanes, llevaban una vida transhumante, subiendo y bajando de la cordillera en pos de la caza y de los frutos de las araucarias.

Los tehuelches, así llamados por los mapuches, eran un pueblo vecino a los pehuenches, aunque se concentraban más al sur. Habitaban la Patagonia, en el territorio de Argentina de hoy y el de Chile, aventurándose a veces hasta el estrecho de Magallanes. Los españoles los denominaron patagones, al ver huellas de sus pisadas, que eran amplificadas por las pieles con que se cubrían los pies. La creencia muy difundida en ese tiempo sobre la existencia de seres fabulosos los hizo hablar de la presencia de gigantes en esa parte del mundo.

Al sur de Chiloé, el clima cada vez más frío y ventoso, a lo que se agregaban las lluvias y la nieve, no impidió que la región fuera poblada desde temprano, ya que la arqueología ha encontrado huellas humanas muy antiguas, como los de la cueva de Fell, al norte del estrecho de Magallanes, de alrededor de 8.700 años AC. Desconocemos quiénes fueron los primeros habitantes de la región, que vivían en cuevas y campamentos, alimentándose principalmente de la caza.

Todos estos pueblos del extremo sur eran cazadores-recolectores, la mayoría pescadores y mariscadores canoeros. Ninguno conoció la cerámica ni la metalurgia, y aún menos las prácticas agrarias y pecuarias. En las costas de Chiloé y Aisén, hasta la península de Taitao, vivieron los chonos. Pescaban y mariscaban, además de hacer algunos cultivos de papas, actividad ausente en sus vecinos del sur. Otro pueblo, los kawésqar, navegaban entre el golfo de Penas y el estrecho de Magallanes. Fueron llamados también alacalufes, vocablo considerado peyorativo, que significa «comedor de choros». Vivían en bandas de una veintena de personas. Cuando se detenían en sus desplazamientos en busca de comida, vivían en chozas tapadas por cueros de lobos marinos. La grasa de este mismo animal era un elemento clave para abrigar sus cuerpos. Como en otros pueblos de la región, las mujeres se especializaban en la recolección de mariscos, mientras que la tarea de construir las embarcaciones era una responsabilidad masculina. También recolectaban los huevos de diversas aves marinas. Los idiomas hablados por chonos y kawésqar, que presentan semejanzas, están hoy prácticamente extinguidos, aunque por razones distintas. Los chonos fueron mezclándose con los huilliches y desaparecieron por absorción. Los kawésqar, que según las estimaciones alcanzaron a ser unos 3.000, siendo la etnia más numerosa de la región, declinaron por el contacto con los blancos, al igual que los pueblos más australes, a causa de la transmisión de enfermedades y por los ataques de los europeos.

En la región norte y central de la Tierra del Fuego vivían los selk’nam, también llamados onas por sus vecinos yámanas, vocablo que significa «hombres del norte». Eran bandas pedestres que vivían sobre todo de la caza de guanacos y de zorros, empleando boleadoras. Los diversos grupos tenían territorios de caza delimitados, y a veces estallaban conflictos cuando estos límites no se respetaban. Cuando se establecían por algún tiempo, para protegerse del frío y de los fuertes vientos de la zona, erigían toldos con pieles de guanaco. Eran de estatura más alta que la de todos los otros pueblos de la región, sobrepasando el metro setenta de estatura, mientras que los otros medían entre 1,45 y 1,55 metros.

Los yámanas fueron los habitantes más australes de Chile y del mundo. En un comienzo fueron denominados fueguinos, por haber sido designados así por Hernando de Magallanes, el primer europeo en verlos al atravesar el estrecho que hoy lleva su nombre, al ver las numerosas fogatas encendidas por los nativos a lo largo de toda la costa. Eran un pueblo navegador, que circulaba sin cesar por el estrecho del Beagle, desde el Pacífico hasta el Atlántico, pese a las aguas tormentosas de la región. Cada familia poseía una canoa, de unos cinco metros de largo, hecha de corteza de roble. Los hombres se encargaban de mantener encendido el fuego permanentemente. Mantenían relaciones conflictivas con los selk’nam, que a veces los atacaban para capturar mujeres. Fue este pueblo el que entró en contacto con la expedición de Darwin en 1832. El naturalista dejó de ellos un retrato ambivalente: al bajar a tierra y acercarse a un grupo, alabó su presencia física, describiéndolos como «fuertes, altos y vigorosos» y admirándose de su capacidad de imitar los sonidos y algunas palabras dichas por los marineros. En cambio, refiriéndose a otros indígenas, que avistó en una canoa, bajo una intensa lluvia, y desnudos, como «desgraciados salvajes, con un rostro espantoso, cubierto de una pintura blanca, la piel sucia y grasosa, haciendo gestos violentos. Apenas se puede creer que son criaturas humanas, que viven en el mismo mundo que nosotros». El capitán Fitzroy llevó a cuatro indígenas a vivir a Inglaterra, pero al cabo de pocos años, decidieron volver a su tierra de origen. Sus descendientes no tuvieron la misma suerte. Desde fines del siglo XIX, casi todos ellos serán víctimas de los ganaderos de Tierra del Fuego, para quienes los indígenas eran seres que ponían en peligro el ganado ovino, introducido en la región hacia 1880.

Martín Gusinde, sacerdote salesiano alemán que vivió durante meses con los yámanas, selk’nam y kawésqar entre 1918 y 1924, criticó la imagen de brutos salvajes que se les atribuía, constatando que llevaban una vida familiar de tipo monógama, con mucha preocupación por los niños, educados mediante diversas ceremonias de iniciación, y subrayando que creían en un dios supremo, creador. Además, negó rotundamente que eliminaran a los ancianos, como lo había afirmado Darwin. Pero este retrato, que humanizaba a los habitantes de esas lejanas latitudes, no fue obstáculo para su progresiva desaparición, causada por la incomprensión y el racismo de los blancos.

Los pueblos originarios de Chile no alcanzaron el nivel de desarrollo de los pueblos que habitaron México o Perú. Pero habían logrado avances en su organización social, con aldeas funcionales y economías a escala humana, con logros indiscutibles en la producción de alimentos, de herramientas y de técnicas de sobrevivencia, incluso en medios geográficos muy hostiles. Poseían conocimientos médicos, mineros, artesanales, metalúrgicos, hidráulicos, viales, agrarios, ganaderos, recolecciones especializadas, tráfico de intercambio, silvicultura, ingenios pesqueros, embarcaciones, conservación y bodegaje de alimentos. Tenían una visión del mundo y una intensa vida espiritual. Formaban una población en continuo crecimiento, que va a jugar un papel crucial en la forma y los límites de la conquista europea, y más tarde en la formación de la sociedad chilena, a través del mestizaje. Además, han dejado una huella importante en la cultura y la sociedad chilenas. Esto aparece en la toponimia, en los nombres de numerosas ciudades, pueblos, calles, ríos y lagos, volcanes y cerros, coexistiendo con aquellos nombres impuestos por los españoles y más tarde por la cultura criolla desde la independencia. La encontramos también presente en el conocimiento de las plantas, de los recursos naturales del mar, del bosque, la montaña y el desierto, en nuestro lenguaje cotidiano, salpicado de términos heredados del mapudungun, el quechua, el aymara, e incluso de etnias desaparecidas como los atacamas. En los nombres y apellidos de cientos de miles de nuestras familias y en la estructura étnica y biológica de la población actual, marcada por el mestizaje. Y en la fuerza de trabajo de los miles y miles de indios que debieron servir al nuevo poder, al menos en aquella parte de Chile que fue controlada por los españoles, sin la cual la explotación de minas, campos y costas, que permitió el comienzo de la nueva economía, no hubiera sido posible. Su valoración como pueblos originarios ha sido muy reciente, y sus integrantes aspiran por fin a ser considerados, desde sus idearios propios, herederos de esta larga historia aquí descrita.

1 La denominación de mapuches incluye varios grupos indígenas que a veces son analizados como entidades distintas, pero que pertenecen a un tronco común, como los picunches y huilliches.

2 En el momento de terminar la redacción de este libro, ha fallecido Cristina Calderón, a los 93 años, conocida como la última persona que hablaba la lengua yagán.

3 Se denomina así el área que incluye la puna de Atacama, altiplanicie de unos 80.000 km2, ubicada al interior de Antofagasta, que incluye el salar de Atacama, lugares como Toconao y parte de la cuenca del Loa.

4Se le emplea aún en algunas ceremonias y cantos rituales, o para designar ciertos instrumentos.

5 De hecho, no sabemos si los diaguitas eran una etnia, lo que plantea una vez más el problema de la designación de los pueblos autóctonos, como lo subraya Mostny.

6 Osvaldo Silva discute la proyección de este hecho, afirmando que no es claro que los incas hayan sido derrotados. El autor cree que si los invasores no insistieron fue porque comprobaron que la sociedad mapuche no se prestaba para obtener el tributo que venían a buscar.