Historia de la ciencia en México - Ruy Pérez Tamayo - E-Book

Historia de la ciencia en México E-Book

Ruy Pérez Tamayo

0,0
7,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Revisar la ciencia en nuestro país, de forma general y para un público no especializado, es el cometido del médico y patólogo Ruy Pérez Tamayo en esta obra. La división histórica del proyecto abarca la Colonia, la Independencia, el porfiriato y, ya en el siglo XX, desde la revolución al año 2000, con especial mención de la profesionalización de la ciencia con la creación de la UNAM..

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 481

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Biblioteca Mexicana

Director: Enrique FlorescanoSERIE HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA

Ciudades mexicanas

HISTORIA DE LA CIENCIA EN MÉXICO

 

RUY PÉREZ TAMAYO(coordinador)

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

Primera edición, 2010 Primera edición electrónica, 2015

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

Coedición: CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES DIRECCIÓN GENERAL DE PUBLICACIONES FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

D. R. © 2010, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes Av. Reforma, 175; 06500 México, D. F.www.conaculta.gob.mx

D. R. © 2010, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected]

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3487-0 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

Prólogo,Ruy Pérez Tamayo

La Colonia (1521-1810),Elías Trabulse

Las ciencias en el México independiente,Carlos Viesca y José Sanfilippo

La ciencia y la política en México (1850-1911),Juan José Saldaña

El siglo XX. I (1910-1950),Ruy Pérez Tamayo

El siglo XX. II (1952-2000), Ruy Pérez Tamayo

Prólogo

RUY PÉREZ TAMAYO

Uno de los elementos que permiten distinguir a los países desarrollados, que proporcionan niveles razonables de calidad de vida a sus ciudadanos, de aquellos que todavía se encuentran en distintas etapas de desarrollo (incluyendo a los países más primitivos), en los que existen grandes desniveles sociales y económicos, es la contribución que hacen la ciencia y la tecnología a los mecanismos de satisfacción de las diferentes necesidades de la sociedad.

En el mundo occidental, a partir de la revolución científica en los siglos XVI y XVII, el pensamiento científico empezó a remplazar a la tradición y al dogma religioso como la forma hegemónica de enfrentarse a la realidad, de definir los problemas y, sobre todo, de plantear y buscar sus correspondientes respuestas. Poco a poco, el estudio directo de los fenómenos naturales sustituyó a la consulta de los libros clásicos y de las Sagradas Escrituras como el método más importante para entender sus causas y predecir sus consecuencias. No sorprende que la revolución científica mencionada se haya iniciado poco tiempo después, no más de un siglo, de la emergencia del Renacimiento, en vista de que los valores del humanismo (el interés en la historia, el estudio de los clásicos, el amor por la belleza, la devoción por la cultura) llevan implícita la libertad del pensamiento, indispensable para el desarrollo de la ciencia. En el ambiente característico de los mil años de la Edad Media en el mundo occidental, la combinación del dogma religioso con la intolerancia hacia formas alternativas del pensamiento y actitudes que se apartaran de la ortodoxia oficial (católica o protestante, cuya manifestación más representativa y famosa fue la Santa Inquisición) se opuso a cualquier forma de independencia intelectual.

En un fenómeno todavía inexplicado, sobre todo por el momento y el sitio de Europa en que ocurrió, en 1543 un joven médico belga de 28 años de edad, Andreas Vesalio, publicó un libro titulado De humani corporis fabrica.

Creo que este episodio puede competir con ventaja por el título de la primera manifestación del mundo moderno, por las siguientes tres razones: 1) el libro rompe con la tradición médica de 14 siglos de seguir siempre los textos de Hipócrates, Avicena y, sobre todo, Galeno, al contradecir en más de 200 puntos los escritos sobre anatomía humana de este último; 2) las contradicciones se basan no en argumentos teóricos o escolásticos, sino en observaciones directas hechas por Vesalio durante la disección personal de cadáveres humanos, algo nunca realizado por Galeno; 3) las 77 láminas de la Fabrica de Vesalio son bellísimas, muchas de ellas no representan cadáveres sino sujetos vivos, con frecuencia situados en ambientes clásicos y en posturas que recuerdan a la estatuaria griega y romana.

La enorme calidad estética de las ilustraciones del libro de Vesalio se explica porque fueron hechas en el taller del Tiziano. Vesalio es anterior a Galileo (muere en 1564, el mismo año en que nace Galileo), a quien generalmente se considera uno de los iniciadores de la revolución científica. Vesalio no sufrió las represalias eclesiásticas anticipadas en su tiempo por su libertad de pensamiento, aunque la leyenda dice que murió al naufragar su barco de regreso de Jerusalén, adonde había ido en peregrinación por mandato de la Iglesia, para lavar su pecado de haber disecado el cuerpo de un noble español cuyo corazón todavía estaba latiendo cuando lo expuso con su bisturí.

Sin embargo, a partir de Vesalio, Galileo y otros científicos, desde el siglo XVI la ciencia empezó a ganar terreno en el mundo occidental en el campo de las explicaciones racionales y objetivas de la realidad, remplazando creencias basadas en dogmas religiosos y sostenidas por argumentos escolásticos. La transformación mencionada no ha sido rápida ni fácil: hoy todavía quedan grandes sectores de la población en países de Occidente (en muchos de ellos son mayoría), que conservan creencias sobrenaturales y privilegian la fe sobre la razón. De todos modos, hasta los grupos religiosos contemporáneos más fanáticos usan teléfonos celulares, conducen automóviles, viajan en avión y son expertos en el manejo de computadoras.

Considerando las diferentes posibilidades de influencia en la estructura de la sociedad mediante factores como la emergencia de las naciones, las guerras, las plagas y las hambrunas; el cambio del sistema feudal y el surgimiento de la burguesía; el aumento progresivo en el nivel de educación de las clases urbanas más favorecidas económicamente, y otras, no hay duda de que uno de los mecanismos que más contribuyeron a la transformación del mundo medieval en el mundo moderno fue el desarrollo de la ciencia y la tecnología.

¿Cuál fue la historia de la ciencia en México? Desde luego, existen varios textos sobre el tema, que tratan de la historia de la ciencia en nuestro país en lapsos específicos, o bien de algunas ciencias en particular, pero ninguno de tipo general y dirigido al público no especialista. Cuando se planteó el primer proyecto para el presente libro se hizo pensando en la conveniencia de establecer una serie de divisiones históricas, usando para ello los principales episodios del desarrollo de nuestro país. El primer periodo se identificó como la Época Precolombina, para la que acudí a mi buen amigo el doctor Alfredo López Austin, quien, respondiendo a mi invitación para contribuir con un capítulo sobre el tema, me dijo (más o menos):

En el mundo mesoamericano precolombino no existía nada que pudiera conocerse como ciencia, tal como la entendemos ahora. Cuando la verdad ya se conoce porque proviene de los Dioses, no hay lugar para las preguntas sobre la naturaleza, que constituyen el inicio de la ciencia. Todo está dicho y preestablecido, y cuando los Dioses no se han pronunciado sobre algún fenómeno natural, como un cometa o un arco iris, lo que corresponde es que los sacerdotes realicen las ceremonias y los sacrificios para propiciar las respuestas de los Dioses. Por eso es que no tiene sentido hablar de ciencia en el mundo mesoamericano precolombino...

Los restantes 500 años de existencia de México como país se dividieron en cinco periodos históricos, de duración desigual pero cada uno de ellos con carácter más o menos homogéneo, a saber: 1) la Colonia (1521-1810); 2) el México independiente (1810-1857); 3) el porfiriato (1857-1910); 4) el siglo XX-I (1910-1950); 5) el siglo XX-II (1950-2000). Para presentar la historia de la ciencia en México en cada uno de estos periodos invité a colegas historiadores especializados en ellos. A continuación me refiero con más detalle a los resultados de mis invitaciones, pero adelanto que todas fueron generosamente aceptadas.

Para el capítulo 1 invité al doctor Elías Trabulse, autor de la majestuosa Historia de la ciencia en México,1 editada en cuatro tomos, uno para cada siglo —del XVI al XIX—, que es una valiosa antología de los textos científicos más sobresalientes publicados en nuestro país en esas cuatro centurias. La obra contiene extensos comentarios del doctor Trabulse y sus colaboradores, lo que la hace todavía más atractiva. Otras muchas publicaciones2 de Trabulse sobre la historia de la ciencia en México lo han confirmado como una de las principales autoridades en el campo.

Para el capítulo 2 invité al doctor Carlos Viesca Treviño, quien con su colaborador, el doctor José Sanfilippo, lo tituló “Las ciencias en el México independiente”. Como miembros del Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina de la Facultad de Medicina de la UNAM, y como expertos en ese lapso histórico, escribieron su texto basados en la consulta de fuentes primarias que forman parte de la rica biblioteca del departamento mencionado. Además, el doctor Viesca Treviño es autor de varias otras obras sobre la historia de la medicina en México.3

El capítulo 3 fue solicitado al doctor Juan José Saldaña, quien lo denominó “La ciencia y la política en México. 1850-1911”, destacando así la importancia que tuvieron los intensos movimientos políticos de esa época en el desarrollo de la ciencia en nuestro país. Como profesor titular de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, fundador y director del Seminario de Historia de la Ciencia y la Tecnología en el Posgrado de Historia de esa facultad, y gran promotor de la historia de la ciencia en México y en América Latina, Saldaña ha dirigido numerosas publicaciones sobre el tema.4

La historia de la ciencia en México en el siglo XX la dividí en dos partes: cada una corresponde a una historia diferente, determinada en la primera mitad sobre todo por acontecimientos políticos ligados a la revolución de 1910-1929 y años posteriores, y en la segunda por la emergencia de la ciencia profesional a partir de la fundación de la Ciudad Universitaria de la UNAM. Estos dos capítulos se basan en mi libro reciente Historia general de la ciencia en México en el siglo XX.5

Después de leer con cuidado las contribuciones de Viesca y Sanfilippo, por un lado, y de Saldaña, por el otro, me felicito de que no se hayan limitado a las fechas específicas que les fueron asignadas en el proyecto original del volumen. No hay duda de que el siglo XIX en México posee una unidad histórica, en la que los diversos episodios se encuentran íntimamente vinculados y se enriquecen cuando se contemplan desde distintos puntos de vista. Saldaña ha puesto especial interés en su análisis de la política y su influencia en el desarrollo científico, mientras Viesca y Sanfilippo exploran sobre todo las transformaciones de la ciencia en ese siglo. Sus páginas se complementan y permiten una mejor visión global de la ciencia en México en esa turbulenta época.

La Colonia (1521-1810)

ELÍAS TRABULSEAcademia Mexicana de la Historiay Academia Mexicana de la Lengua

Desde mediados del siglo XV, con los viajes de navegantes portugueses y españoles, quedó por primera vez abierta la posibilidad de que el hombre explorase todos los aspectos físicos y naturales del planeta que habitaba. La aparición de América, según la conocida frase de Alejandro de Humboldt, duplicó súbitamente para los habitantes de Europa el cosmos que habitaban, lo que abrió un amplio campo de investigación a los hombres de ciencia del Viejo Mundo, quienes vieron cuestionadas hasta sus cimientos las tradicionales teorías científicas aceptadas por la Antigüedad y el Medioevo. Los fenómenos físicos que resultaban novedosos se presentaron en gran cantidad y con evidente singularidad a la observación de los europeos llegados a América. Dichos fenómenos rompían con su sola presencia los esquemas geográficos y cosmográficos clásicos. Una serie de nuevas disciplinas científicas —como geología, oceanografía, meterología y climatología— surgió, si bien en forma rudimentaria, mediante la simple comparación de las características físicas del Viejo con el Nuevo Mundo. El siglo XVI inició el estudio sistemático de los vientos y las corrientes marítimas, de la acción de las cadenas volcánicas sobre los terremotos y de la gradación de las especies vegetales y animales en un cosmos que a los ojos del sabio resultaba armónico y equilibrado.

De esta manera, pocos decenios después de que Colón tocara tierras de Indias, ya había sido puesta en marcha la revolución científica, que lograría su más acabada expresión durante el siglo XVII, época en la que adoptan su forma definitiva los paradigmas de la ciencia moderna erigidos sobre las ruinas del cosmos medieval. El papel que desempeñó el Nuevo Mundo en la elaboración y estructuración de dichos paradigmas no puede ser subestimado, ya que la masa de datos empíricos recogidos por los europeos en estas tierras fue un fecundo y activo fermento en el cuestionamiento de los esquemas de la ciencia clásica y en la transformación de la concepción de la naturaleza. Por otra parte, resulta evidente que la confrontación con las realidades americanas planteó a los descubridores y conquistadores una serie de problemas técnicos que no hallaban solución en las obras de los autores antiguos y que, por tanto, hubieron de ser abordados en forma hasta entonces desconocida. Este hecho no dejó de ser puesto en relieve por los técnicos, naturalistas y cronistas del Nuevo Mundo que en reiteradas ocasiones señalaron la insuficiencia de muchos de los recursos técnicos tradicionales en la empresa de Indias; hecho que, por otra parte, al señalar la superioridad de las tecnologías modernas respecto de las antiguas, abría la posibilidad de caracterizar la historia de la ciencia y de la técnica como una marcha progresiva y ascendente, estrechamente vinculada con la evolución de la humanidad.

Es lógico pensar que la Nueva España no podía quedar al margen de esta eclosión del pensamiento científico y de su correlativa revolución tecnológica. Al recorrer las obras originales de los primeros historiadores de la Conquista de México nos percatamos de que desde los inicios de la dominación española este país recibió las innovaciones técnicas europeas y fue pródiga veta de la observación científica, la cual, aunque en germen, ya planteaba problemas relevantes acerca de la naturaleza de las nuevas tierras que aun en nuestros días son sujetos de estudio e investigación. Es de esos años tempranos de la Colonia que podemos hacer partir la tradición científica mexicana que sin solución de continuidad ha llegado hasta nosotros. Su estudio puede enfocarse desde dos ángulos diferentes pero complementarios. El primero se refiere al aspecto que hemos denominado externo de esta historia y atiende a las periodizaciones de la ciencia y de la técnica y a los factores sociales de su desenvolvimiento. El segundo, al que llamamos interno, estudia esta misma historia pero desde la perspectiva de las ideas científicas y técnicas vistas en sí mismas y de los hombres de ciencia que las sustentaron.

Empecemos por los aspectos externos.

Varios son los periodos en que podemos dividir el desarrollo de la ciencia y la tecnología coloniales. Ciertamente se trata de cortes metodológicos arbitrarios y aproximados cuyas acotaciones señalan el momento de un cambio de paradigmas en el campo de las ciencias o el de la adopción de nuevas técnicas. Dichas acotaciones están siempre determinadas por factores inherentes al desenvolvimiento de las ciencias o de las técnicas, y su encadenamiento se percibe al analizar unos y otros, es decir, en el primer caso a través de los textos científicos, sean impresos o manuscritos, que proponían nuevas teorías explicativas, y en el segundo, de las innovaciones técnicas realizadas en áreas tales como la minería, la agricultura, la producción artesanal o las obras públicas. Así, para caracterizar los periodos de la ciencia mexicana hemos fijado nuestra atención en los momentos en que toman carta de naturalización las tesis heliocentristas, la anatomía vesaliana, la teoría de la circulación de la sangre, las nuevas taxonomías botánicas y zoológicas, las nuevas interpretaciones químicas de los procesos metalúrgicos, las técnicas de análisis hidrológico, los modernos métodos de medición astronómica con fines geodésicos o cartográficos, la anatomía patológica, la fisiología moderna y la nomenclatura química; y para determinar los periodos de la evolución tecnológica hemos procurado precisar los años en que se empezaron a utilizar los nuevos métodos de producción en renglones básicos de la economía virreinal como la amalgamación en la metalurgia de la plata, cuando fueron adoptados aparatos de cierta complejidad como las bombas aspirantes o la máquina de vapor en el desagüe de las minas, o cuando empezaron a ser utilizados los modernos instrumentos de precisión como el cuadrante en agrimensura, el barómetro, el termómetro y el higrómetro en meteorología, el telescopio y el cronómetro en astronomía, y el microscopio en botánica, entomología y microbiología.

Portada de la obra médica de Agustín Farfán Tractado brebe de medicina.

El análisis de este tipo de información nos ha permitido señalar las varias etapas que configuran el desarrollo científico de la Nueva España. Así, entre 1521 y 1570 se aclimata la ciencia europea, cabe decir el conjunto de paradigmas de la ciencia antigua y medieval que prevalecían todavía en esos años, como el geocentrismo tolemaico, la física aristotélica y la anatomía galénica. Se asimila la ciencia indígena sobre todo en el campo de la botánica y la farmacopea, y se producen valiosos trabajos en estas dos ramas de la ciencia, así como en zoología, geografía y cartografía, medicina, etnografía y metalurgia. Entre 1570 y 1630 se producen los primeros textos científicos elaborados en México, que abarcan áreas como la medicina y la astronomía, las cuales empiezan a adoptar tímidamente algunas nuevas hipótesis científicas, aunque siempre dentro de los lineamientos prescritos por la ortodoxia religiosa. De 1630 a 1680 estos lineamientos se ven abiertamente desbordados y aun enfrentados por la aparición de los primeros textos de ciencia moderna redactados en México, básicamente en terrenos de la matemática y la astronomía, los cuales aceptan, si bien en forma velada, las tesis heliocentristas. Los 70 años que corren de 1680 a 1750 forman uno de los periodos oscuros de la ciencia mexicana. En ese lapso se preparó la lenta difusión de las revolucionarias teorías astronómicas, de la fisiología moderna y de las nuevas hipótesis químicas; la ciencia del periodo ilustrado que corre desde ese último año hasta la consumación de la Independencia se caracteriza por la adopción de las nuevas teorías taxonómicas en botánica y zoología, empleo de la moderna nomenclatura química, novedosas interpretaciones acerca de la naturaleza de las reacciones que se llevaban a cabo en el proceso de amalgamación de la plata, así como por la gran cantidad de estudios geodésicos, astronómicos, meteorológicos, geográficos y estadísticos que produjo. La ciencia de los primeros decenios nacionales vivirá de este vigoroso impulso de la ciencia ilustrada colonial.

En cuanto a la periodización del desarrollo tecnológico solamente podemos fijar dos etapas claramente diferenciadas. La primera corre de 1521 a 1750 y se caracteriza por la adopción y utilización de las técnicas europeas, tradicionales o modernas, prácticamente en todos los aspectos del obrar humano; es decir, en agricultura, agrimensura, minería, metalurgia, náutica, urbanismo, ingeniería civil e hidráulica, acuñación, farmacoterapia, cartografía y artes industriales. Desde 1750 hasta el ocaso de los tiempos coloniales percibimos las primeras corrientes renovadoras que intentaron introducir modificaciones en las técnicas de la metalurgia de la plata, en los métodos de extracción de los minerales y en el desagüe de las minas, así como en los procesos de producción artesanal sobre todo en la industria textil.

Pese a que desde el siglo XVI empezó a borrarse la escisión entre ciencia y tecnología, característica del mundo antiguo y medieval, es evidente respecto a la Nueva España que no siempre es fácil determinar las correlaciones existentes entre los periodos de la ciencia y los de la tecnología; es decir, las influencias que las ciencias puras pudieron haber tenido sobre las ciencias aplicadas o viceversa. Ciertamente algunos nexos obvios pueden ser establecidos, como entre el desarrollo de la matemática y la astronomía con los avances en los campos de la náutica, cartografía, geodesia, ingeniería civil y militar y agrimensura, o bien del que aparece entre los estudios botánicos y la farmacoterapia o de la química con la metalurgia. Pero estos son casos de excepción, ya que en la práctica las ciencias abstractas casi siempre actuaron en forma independiente de las diversas técnicas, pues es patente que sólo tras muchas tentativas resultaba posible pasar de la práctica de gabinete o de laboratorio a la aplicación en gran escala. Buena parte de la historia de la ciencia y la tecnología mexicanas se singulariza por esta desvinculación entre ambas.

Las periodizaciones de la ciencia y la tecnología novohispanas ponen de manifiesto una realidad social en permanente cambio. Esta realidad social la configuran diversas comunidades de hombres de ciencia y de técnicos que se suceden a lo largo de los tres siglos coloniales. Como en toda comunidad de este tipo, se trata de pequeños grupos que comparten uno o varios paradigmas científicos y, por su cohesión ideológica, determinan el carácter de una época o periodo. En su seno se gestaron los cambios de mentalidad que dan la tónica de un momento de esa historia, por la aceptación o el rechazo de una o varias de las nuevas teorías que despuntaban en el horizonte científico. Dichas comunidades no sólo se sucedieron sin interrupción en el tiempo; además cubrieron buena parte del territorio del virreinato desempeñando actividades científicas y técnicas. La ciudad de México, Puebla, Guanajuato, Querétaro, Mérida, Guadalajara, Valladolid, Oaxaca, Campeche contaron desde el siglo XVI con reducidos núcleos de hombres de ciencia y de técnicos. Muchos de ellos hicieron valiosos aportes en el campo de la enseñanza y en la divulgación del saber científico, y hacia el último tercio del siglo XVIII colaboraron en publicaciones periódicas con trabajos de diversa índole, aparte de que a veces generaron interesantes polémicas científicas, algunas de las cuales han llegado hasta nosotros. Esto nos pone de manifiesto que eran núcleos vivos, activos y dinámicos en los cuales el cambio de objetivos de estudio e investigación refleja sin duda la situación social y económica de la Nueva España en cada uno de los periodos anteriormente acotados y que se hace evidente sobre todo con los cultivadores de las ciencias aplicadas. Gracias a la labor de estos últimos penetraron buena parte de las teorías mecanicistas de la ciencia moderna que insuflaron nueva vida — desde fecha tan temprana como el segundo tercio del siglo XVII— a los estudios científicos novohispanos, en gran medida todavía comprometidos con la filosofía natural propia de la decadente escolástica basada sólo en la especulación y ajena a la comprobación empírica. Además, debido al empeño de estos técnicos también empezaron a difundirse en la sociedad los temas científicos de aplicación práctica, escritos en un castellano fácilmente comprensible. Desde la primera Gaceta General que data de 1666 hasta el Diario de México, advertimos un constante incremento en la preocupación por divulgar los conocimientos científicos que hallarán su más completa manifestación en los periódicos de Bartolache, Alzate, Guadalajara Tello, Barquera y Barreda, autores todos ellos de la brillante comunidad científica de la Ilustración novohispana, preocupada más que ninguna otra en transformar su realidad por medio de las ciencias.

A pesar de estas valiosas tentativas, es evidente que la Nueva España careció de instituciones científicas propiamente dichas hasta bien entrado el siglo XVIII. Anteriormente, los centros donde pudo desarrollarse cierto tipo de actividad científica o tecnológica fueron la Universidad —poseía algunos puestos docentes de contenido científico—, los hospitales, ciertos establecimientos pedagógicos de órdenes religiosas, reales mineros, casas de acuñación de moneda y ferrerías. A fines del siglo XVIII aparecieron instituciones de corte puramente científico fundadas por la corona española. Hasta estas fechas, las ciencias, puras o aplicadas, germinaron de modo disperso entre estudiosos y profesionistas, muchos de ellos autodidactos, cuyas actividades los ponían en contacto con ese tipo de temas. Cabe añadir que los inventarios de bibliotecas y librerías coloniales que han llegado hasta nosotros revelan que estos hombres de ciencia no carecieron por lo general de las obras de sus colegas europeos por heterodoxos que éstos fueran en su credo o en sus descubrimientos. La censura inquisitorial, a pesar de su evidente energía, no siempre pudo evitar que este tipo de libros se difundieran en la Nueva España durante todo el periodo de la dominación española. A esto debemos añadir la llegada, desde el siglo XVI, de técnicos e ingenieros extranjeros, sobre todo flamencos y alemanes, cuya influencia en campos como la metalurgia, la ingeniería, la hidráulica —en particular en obras como el desagüe de la ciudad de México— o la cartografía fue de gran valor para el desarrollo y difusión de las ciencias en estas tierras.

A pesar de todo esto es obvio que resulta difícil definir la posición social del hombre de ciencia novohispano. Las comunidades científicas estaban compuestas por lo general de individuos procedentes de estratos urbanos medios, particularmente criollos, y muchos buscaron en los claustros de alguna orden religiosa o del clero secular la seguridad y el refugio necesario para su labor. Entre ellos se cultivaban de modo preferente las ciencias exactas, particularmente astronomía y matemáticas. El científico laico consagrado a estas disciplinas no aparecerá hasta la segunda mitad del siglo XVIII. En cambio, laicos fueron en su mayoría y desde el siglo XVI los titulares de la profesión médica y otras ocupaciones sanitarias, así como los técnicos e ingenieros de cualquier especialidad.

Todas las características hasta aquí apuntadas, a saber, periodos en que se dividen, continuidad y elementos que constituyen a las diversas comunidades de hombres de ciencia, configuran someramente los desarrollos científico y tecnológico de la Nueva España en lo que son sus elementos externos. Ahora bien, para captar el ritmo interno de ese mismo desenvolvimiento, al menos en sus líneas generales, debemos volvernos hacia cada una de las ciencias en particular y hacia quienes, a nuestros ojos, fueron sus más distinguidos representantes. Para ello empezaremos por las denominadas ciencias biológicas; después veremos las conocidas como ciencias físicas, donde quedan agrupadas también las diversas técnicas derivadas de ellas.

Al repasar las grandes crónicas del siglo XVI encontramos a menudo detalladas descripciones de prácticas médicas y terapéuticas de los antiguos mexicanos. Una de las mejores compilaciones de esta ciencia prehispánica nos la da el famoso Herbario de la Cruz-Badiano elaborado en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, donde se impartió en fecha temprana una cátedra de medicina teórica indígena expuesta por maestros indios versados en la materia. Esta obra es tanto un tratado de farmacología como de botánica indígenas. Estudia los posibles remedios vegetales para diversas enfermedades, clasifica sus síntomas y los agrupa en cuadros clínicos específicos que facilitan la identificación del padecimiento. Sin embargo, hemos de decir que muchas curaciones que propone se basan en hechicerías y encantamientos cuya secuela podemos seguir a lo largo del periodo colonial y hasta nuestros días en algunos aspectos de la medicina popular.

Pero la difusión en Europa durante el siglo XVI de este tipo de medicina, debida en su totalidad a la inventiva de los indios, no fue motivada por el Herbario Cruz-Badiano ni por la célebre obra de Sahagún que también abordaba ampliamente estos temas, ya que ambas permanecieron inéditas hasta después de consumada la Independencia: se debió a la obra del facultativo sevillano Nicolás Monardes, quien apoyado en noticias llegadas de estas tierras elaboró un enjundioso tratado de farmacopea indígena para uso de los médicos europeos. Su obra demostraba que para cierto tipo de padecimientos los remedios nahuas eran superiores a los empleados en el Viejo Mundo.

Portada de la obra de historia natural de México y de América, de Juan de Cárdenas, De los problemas, y secretos maravillosos de las Indias.

Aunque la práctica hospitalaria novohispana data de los primeros años coloniales, la medicina académica inició oficialmente sus funciones en 1580, cuando fue instituida la cátedra de Prima de Medicina en la Real y Pontificia Universidad de México. Durante siglo y medio los médicos egresados de ella siguieron puntualmente las prescripciones aristotélico-galénicas en los campos de la anatomía, la fisiología, la patología, la teoría de la medicina, la terapéutica, la medicina clínica y la cirugía. Los conceptos vitalistas y teleologistas de las doctrinas de Aristóteles pervivieron en la enseñanza hasta muy entrado el siglo XVIII, poniendo de manifiesto lo refractaria a las novedades que resultaba la profesión médica. Las teorías anatómicas y fisiológicas que se exponían seguían puntualmente los escritos galénicos tanto en su aspecto puramente descriptivo como en sus interpretaciones acerca del funcionamiento del corazón, del contenido sanguíneo de las arterias, del mecanismo de la respiración y de la función de los nervios. En las obras de Bravo, Farfán, López de Hinojosos, Benavides, Barrios y Osorio y Peralta que aparecieron entre el último tercio del siglo XVI y finales del XVII encontramos ampliamente expuestas y comentadas estas teorías. Sin embargo, en los primeros decenios del siglo siguiente aires renovadores se empiezan a dejar sentir en esta noble profesión. Se introducen el microscopio y el termómetro, se empiezan a practicar análisis químicos de aguas consideradas medicinales, se llevan a cabo autopsias y operaciones de litotomía y, sobre todo, los textos médicos aceptan la nueva anatomía vesaliana, dan pruebas de conocer la teoría de la circulación de la sangre propuesta por Harvey, así como las nuevas teorías sobre la higiene, la anatomía patológica, la química de la digestión y los nuevos métodos de diagnóstico. En esta época, específicamente en 1727, se publica el primer tratado de fisiología impreso en América, que lleva por título Cursus Medicus Mexicanus debido a Marcos José Salgado, quien aunque apoyado en gran medida en las arcaicas tesis de la medicina galénica da indicios de conocer algunas de las novedosas teorías antes mencionadas.

Con el establecimiento en 1768 de la Real Escuela de Cirugía, y en 1790 de las sociedades médicas fundadas por Daniel O’Sullivan y poco después por José Luis Montaña, hallan amplia cabida los postulados de la medicina moderna. El estudio de las enfermedades, en particular de las epidémicas, es abordado por autores como Alzate, Bartolache y Rodríguez Argüelles desde la perspectiva de la física y de la química, con lo que se introducen las nuevas técnicas de investigación en la patogenia de las enfermedades. Médicos insignes como Bartolache realizan análisis fisicoquímicos del pulque, así como diversos estudios etiológicos y de obstetricia. Autores como Mociño traducen a Brown y colaboran en el renacimiento hipocrático que llegará hasta el célebre Establecimiento de las Ciencias Médicas, ya en el periodo nacional.

La botánica está íntimamente ligada a las ciencias médicas. Los notables avances de los indios en este campo se reflejan en obras como las de Motolinía, Sahagún o en el Herbario Cruz-Badiano. Sin embargo, a lo largo de los siglos XVI y XVII percibimos en las obras de los naturalistas, cronistas e historiadores el deseo de catalogar no sólo las especies vegetales sino también las minerales y las animales que poblaban este Nuevo Mundo y que superaban a todas luces los esquemas clásicos. En dos de las más importantes obras sobre estos temas, las debidas al oidor Tomás López Medel y al protomédico Francisco Hernández, percibimos este deseo de detallar en forma acuciosa las nuevas especies, iniciando de esta manera el tránsito de la historia natural puramente descriptiva de Plinio, Teofrasto o Dioscórides, a la botánica, la zoología y la geología modernas que se caracterizan por el estudio comparativo de las especies y de los estratos rocosos y, en el caso específico de la Nueva España, del problema de los orígenes tanto de las especies vegetales y animales como del hombre. Sin embargo, el inmenso cúmulo de información pronto impidió cualquier intento sistematizador, lo que condujo a que el ingente trabajo de los naturalistas se perdiera en interminables listas de plantas, animales y minerales; es decir, en herbarios, bestiarios y lapidarios, cuya clasificación lógica parecía una tarea de proporciones desmesuradas. Estas prolijas enumeraciones de los siglos XVI y XVII fueron utilizadas ampliamente por Linneo y por Buffon en sus sistemas taxonómicos. Pero las compilaciones descriptivas perduraron durante gran parte del siglo XVIII, sobre todo en las obras de historiadores y viajeros, entre las que podemos mencionar las de los jesuitas Venegas, Clavijero y Barco entre los primeros y, entre los segundos, a Ulloa, Alonso O’Crouley y el obispo Tamarón: algunos, a pesar de conocer la taxonomía linneana, optaron por seguir, en lo tocante a estructura y distribución de los temas, el esquema clásico de Plinio.

La aceptación de las nuevas teorías y sistemas europeos dio una nueva dimensión a los estudios mexicanos de historia natural del último tercio del siglo XVIII. La difusión de la nomenclatura binaria y del sistema taxonómico de Linneo modificó paulatinamente el enfoque tradicional, aunque no sin la oposición de autores tan relevantes como Alzate. En particular, los estudios de la flora novohispana resultaron beneficiados con este proceso, ya que poco a poco se abrió la posibilidad de que fueran analizadas características fisiológicas de las plantas, como respiración, nutrición, función de la savia, de las raíces y de las hojas, reproducción e hibridización. Con la apertura del Jardín Botánico en 1788, fue impartida por Vicente Cervantes la primera cátedra de botánica moderna. Al mismo tiempo se adoptaba plenamente el sistema taxonómico moderno en la magna obra de clasificación de las plantas de México, que por esas fechas emprendían Sessé y Mociño en sus dilatados viajes por el virreinato. Fruto de esta ingente labor, que abarcó desde California hasta Guatemala, fue la clasificación de cuatro mil especímenes acompañados de más de 1400 dibujos. Digno colofón de tan ardua empresa fueron las obras Flora mexicana y Plantas de la Nueva España, notables antecedentes del justamente célebre Ensayo sobre la geografía de las plantas del barón de Humboldt, obra en la cual su autor se propuso realizar no sólo una clasificación sistemática de la flora de México tal como lo habían hecho sus antecesores, sino mostrar la evolución que habían sufrido las especies vegetales hasta alcanzar su forma actual, lo que lo sitúa como uno de los precursores más relevantes de las tesis evolucionistas que surgirían en el siglo XIX.

Si de las ciencias de la vida nos volvemos hacia las ciencias físicas y hacia algunas de las técnicas derivadas de ellas, nos encontramos también con un panorama tan rico en personajes como en acontecimientos. Aquí ocupa un lugar relevante la metalurgia de los metales preciosos y las técnicas mineras conexas. Apenas habían transcurrido pocos años desde la caída de Tenochtitlan cuando comenzaron a explotarse los yacimientos metalíferos que los españoles habían descubierto por sí mismos o mediante informes proporcionados por los sojuzgados indígenas. En un principio se emplearon métodos de explotación utilizados por los indios, quienes habían alcanzado un grado avanzado de tecnología. Las operaciones se basaban en la solubilidad de la plata en el plomo fundido y en la progresiva eliminación de este último metal por oxidación al entrar en contacto con el aire. Toda esta labor se llevaba a cabo en pequeños hornos perforados y calentados con leña o carbón vegetal. Posteriormente fue adoptado el viejo método de molienda y fundición, cuyos rendimientos no eran altos y requerían, además, de volúmenes considerables de combustible.

Muy diferente hubiese sido la historia de la explotación argentífera en México de haberse circunscrito las técnicas de explotación a estos rudimentarios y vetustos métodos. Sin embargo, gracias a uno de los más afortunados descubrimientos en la historia de la tecnología, fue introducido y adoptado en México, en 1556, el método llamado de amalgamación, descubierto por el sevillano Bartolomé de Medina. Su invento no sólo permitía beneficiar con buenos rendimientos el metal puro de plata sino también las combinaciones de esta última. Consistía fundamentalmente en mezclar la mena molida y húmeda con sal y mercurio, en presencia de piritas de cobre calcinadas que actuaban como catalizador, con lo que se obtenía una amalgama de plata que se disociaba por calentamiento. El ahorro en combustible era notorio.

Las ventajas del método explican su rápida difusión en México y otras regiones mineras de la América española. Su eficacia como técnica químico-metalúrgica, que revela en su descubridor un profundo sentido de la experiencia y de la observación científicas, le permitió pervivir hasta mediados del siglo XIX, cuando empezó a ser paulatinamente desplazado por el procedimiento de cianuración.

Es lógico pensar que buena parte del desarrollo de las ciencias químicas en el México colonial esté vinculado a la evolución de la metalurgia de la plata. Desde fecha temprana, los tratados consagrados a explicar la técnica de la amalgamación destinaban algunas secciones a explicar teóricamente los procesos y las reacciones químicas. Influidos durante los siglos XVI y XVII por las doctrinas herméticas y las teorías de Paracelso, estas obras poseen un fuerte sabor alquimista y participan de la oscuridad de lenguaje y la confusión de conceptos que caracterizan a ese tipo de obras. Los escritos de Juan de Oñate, Luis Berrio de Montalvo, Juan Correa y Jerónimo Bezerra, que pretendían dilucidar funciones, virtudes y cualidades del mercurio, están inmersos en las doctrinas alquimistas prevalecientes en Europa durante esos dos siglos. Sólo la profunda revolución que comenzó a experimentarse a mediados del siglo XVIII en el seno de los estudios químicos condujo a apreciaciones cada vez más exactas sobre la naturaleza del proceso de amalgamación, incluidas las variantes que había sufrido desde su invención. En esta labor no poco mérito les cabe a los peritos metalúrgicos alemanes y peninsulares llegados hacia fines de siglo; destacan Sonneschmidt, Elhuyar y Del Río, quienes, al igual que el barón de Humboldt, hubieron de reconocer la superioridad del método de Medina, para el caso específico de la Nueva España, sobre cualquier otro método entonces utilizado en Europa.

A pesar de todo esto, en la segunda mitad del siglo XVIII varios caminos condujeron a nuestros científicos hacia la química moderna, además de los estudios puramente metalúrgicos. Una de las más fecundas vías de acceso la constituyeron los estudios hidrológicos realizados en un país abundante en aguas termales y sulfurosas y donde las doctrinas iatroquímicas hallaban amplio campo de experimentación. En estos laboratorios naturales los químicos novohispanos emprendieron las primeras marchas analíticas sistemáticas y lograron clasificar multitud de sustancias minerales que la química moderna posteriormente identificó y clasificó con facilidad. Otro camino fue el de los estudios mineralógicos derivados de los tratados de metalurgia. En estas investigaciones tiene lugar preponderante la Metalogía o Physica de los metales de Alexo de Orrio, quien analizó detenidamente los aspectos geológicos de la minería y la teoría de la formación de vetas; luego estudió la naturaleza de las combinaciones químicas, el efecto catalítico del calor en reacciones y fenómenos de dilatación y contracción de los metales. Siguiendo a Boyle, analizó la noción de “elemento” y se adhirió al sistema de “afinidades químicas” establecido por Geoffroy. Tanto Orrio como los científicos criollos de ese periodo permanecieron, no obstante, adheridos a la errónea y perniciosa teoría del flogisto, vieja variante de las tesis iatroquímicas, seriamente impugnada hasta el último decenio del siglo XVIII, cuando en los cursos del Jardín Botánico y del Real Seminario de Minería fueron expuestas las teorías de Lavoisier. La primera traducción al español de la obra capital de este gran sabio fue realizada en México e impresa en 1797. Este hecho por sí solo marca la fecha de aceptación en la Nueva España del revolucionario paradigma de la química moderna, que encontró en estas latitudes terreno fértil para germinar, pues había sido copiosamente abonado por la tradición químico-metalúrgica novohispana, entonces dos veces secular.

Portada del innovador Ensayo de metalurgia, de Francisco Xavier de Sarria.

Las investigaciones de física moderna también tuvieron, como la química, un origen eminentemente práctico. Sin embargo, es evidente que los estudios teóricos de esta disciplina se vieron sujetos, durante buena parte de los tres siglos coloniales, a la gravosa influencia de las doctrinas escolásticas y al influjo de los textos aristotélicos. La lucha emprendida desde el siglo XVII contra este pernicioso predominio peripatético es uno de los capítulos más agitados de la ciencia colonial. Desde ese siglo y gracias sobre todo a la labor práctica de los ingenieros y constructores del desagüe de la capital virreinal, penetraron en México algunas de las novedosas tesis mecanicistas. Por otra parte, el agudo problema del desagüe de las minas dio lugar a que se estudiara la naturaleza de las bombas aspirantes, lo que llevaba consigo la inevitable y consecuente interpretación de las nociones de “vacío” y de “presión atmosférica”. Esta actitud empírica de los técnicos tuvo evidentes repercusiones en las investigaciones sobre física que empezaron a desligarse de sus lazos con la escolástica a lo largo de ese periodo que corre de 1680 a 1750. En estos años toman carta de naturalización en la Nueva España el barómetro, el termómetro, la bomba neumática, el anemómetro, el higrómetro y el microscopio. Al mismo tiempo las escuelas jesuitas abordan con ciertas restricciones algunos aspectos de la física moderna, cabe decir de la física newtoniana, lo que implicaba el paulatino abandono de los métodos lógico-deductivos propios de la escolástica. Al arranque de la segunda mitad del siglo XVIII los estudios de física experimental empiezan a ser cosa común en mecánica, óptica, acústica, termometría, electricidad, magnetismo, cronometría, meteorología y técnicas instrumentales. Por sus citas sabemos que los estudiosos de la física en Nueva España estaban al tanto de los avances europeos. Obras como Elementa de Díaz de Gamarra resultan verdaderos epítomes de la física de su momento. Autores como Alzate, Bartolache, Zúñiga y Ontiveros o Barquera disertaron sobre múltiples asuntos relativos a esos temas, y sabios como Diego de Guadalajara se acercaron con amplios conocimientos matemáticos a los problemas de la cronometría, al mismo tiempo que se suscitaban ardientes polémicas en torno a la naturaleza de los rayos o sobre las auroras boreales. La creación del Seminario de Minería aparejó la formación de sendos laboratorios de física y química dotados de excelente equipo experimental que nos dan la pauta para evaluar la modernidad de los cursos de física impartidos por Francisco Antonio Bataller. Ahí se exponían ampliamente, entre muchos otros temas, problemas de estática, cinética y dinámica de sólidos; leyes del movimiento, de la atracción, hidrodinámica, hidráulica e hidrostática, teoría de los gases y leyes de la óptica.

Junto a este vigoroso desarrollo experimental podemos contemplar cómo, desde mediados del siglo XVI, empieza a desarrollarse esa rama del saber que resulta instrumento indispensable de toda ciencia; me refiero a la matemática. El selecto grupo de sabios dedicados a su estudio forma uno de los núcleos más brillantes y distinguidos de la ciencia colonial. Sus inicios son ciertamente modestos, pero modestos fueron también los orígenes de la mayoría de las ciencias en la Nueva España ya que atendían a fines prácticos. Así, el primer texto científico impreso en el Nuevo Mundo, que data de 1556, es un sencillo tratado de tablas y reducciones útiles en la minería y el comercio de metales preciosos. Su título es Sumario compendioso de las qüentas de plata y oro y su autor fue el “aritmético” Juan Díez. Ahí aparece, con fines de divulgación, la solución de ecuaciones cuadráticas y de otros problemas algebraicos elementales. Esta obra marca el inicio de una larga serie de publicaciones de “matemáticas aplicadas” que aparecen a lo largo de la época colonial, abarcando una dilatada gama temática que va desde las simples tablas de conversión calculadas por mineros y rescatadores —muchos de ellos desconocidos para los registros de la historia— hasta los complejos cálculos geodésicos de finales del siglo XVIII debidos al sabio Velázquez de León. Dentro de este amplio espectro hallan cabida los escritos náuticos y militares de Diego García de Palacio, los tratados de medidas de tierras, aguas y minas debidos a Gabriel López de Bonilla, José Sáenz de Escobar o Domingo Lasso de la Vega, y los múltiples trabajos estadísticos y demográficos que incluyen desde los padrones y relaciones ordenados por la corona a finales del siglo XVI hasta las compilaciones estadísticas del siglo XVIII y principios del XIX, fruto de las reformas administrativas emprendidas por los Borbones entre 1740 y 1821.

La otra vertiente de los estudios matemáticos se refiere a aspectos puramente teóricos de esta disciplina, la cual tuvo también valiosos cultivadores desde el siglo XVI. En el último tercio de esta centuria floreció en Nueva España el primer matemático teórico, abogado con afición a las ciencias exactas llamado Juan de Porres Osorio, quien en su obra Nuevas proposiciones geométricas abordó temas que entonces preocupaban a matemáticos europeos, como la división de la circunferencia o la cuadratura del círculo, lo que nos indica que todavía se hallaba anclado en la matemática antigua y del temprano Renacimiento. Había que esperar hasta mediados del siglo XVII para que las matemáticas modernas penetraran en México gracias a la ingente labor de uno de los más preclaros hombres de ciencia de la época colonial: el fraile mercedario Diego Rodríguez. Con él se amplió notablemente la perspectiva de las ciencias exactas en México hasta el punto de que, por su obra y la de sus discípulos, Nueva España pudo penetrar, por vez primera, en los dilatados espacios de la ciencia moderna. Su vasta obra, en su mayor parte manuscrita, comprende los más variados temas: desde la aritmética elemental hasta la solución de ecuaciones bicuadráticas y el uso de logaritmos. Consagrado a la astronomía, incluyó en sus obras variadas disertaciones en torno a los trabajos de Copérnico, Tycho Brahe, Kepler y Galileo, o sea el cuadro mayor de la heterodoxia científica de su época. Primer catedrático de matemáticas en la Real y Pontificia Universidad desde 1637, su fecunda labor docente cubrió 30 años cruciales de la Nueva España científica, que contemplaron la difusión de paradigmas de la nueva era y presenciaron las primeras cuarteaduras abiertas en la aparentemente inexpugnable ciudadela de la ciencia medieval. La obra del padre Rodríguez abrió la brecha que sus sucesores, en particular el sabio Sigüenza y Góngora, habrían de penetrar. Cuanto de desafío heterodoxo se halla en la obra de este distinguido hombre de ciencia se encuentra ya en las obras astronómicas de fray Diego Rodríguez.

El largo proceso de desarrollo científico de la Nueva España, que no conoce rupturas violentas, enlaza este auge matemático y astronómico del siglo XVII con el del siglo XVIII, por medio de una ininterrumpida serie de científicos consagrados a dichas disciplinas. Entre ellos destacan Mateo Calabro y Antonio de Alcalá. Este último fue un prolífico matemático poblano que floreció en la primera mitad del siglo XVIII, autor de obras sobre náutica, cronometría y de un tratado de matemáticas puras en el que disertaba acerca de los tres problemas aún no resueltos de la geometría clásica, a saber: la trisección de un ángulo, la duplicación del cubo y la cuadratura del círculo, temas del gusto de la época y cuya supervivencia se percibe en la segunda mitad de la centuria ilustrada y en los dos primeros decenios de la siguiente en los eruditos y brillantes ensayos geométricos de Antonio de León y Gama y de José María Mancilla. Más novedosos fueron los estudios de Agustín de la Rotea y de José Ignacio Bartolache. El primero desarrolló un sistema geométrico original fuera de los postulados euclideanos y el segundo disertó more cartesiano acerca de la naturaleza, método y objetivos del conocimiento matemático. Sin embargo, la difusión de las matemáticas modernas, que incluían el cálculo infinitesimal, data de las postrimerías del siglo con los cursos impartidos en el Real Seminario de Minería, el cual contó con distinguidos maestros y no menos destacados estudiantes de estas abstrusas y nobles disciplinas.

Vinculada estrechamente a ellas está la ciencia de los cielos y sus fenómenos: la astronomía, cultivada en México con notable rigor desde la época prehispánica. Después de la Conquista, las mediciones astronómicas fueron de inestimable ayuda en la determinación de latitudes y longitudes geográficas, imprescindibles para la confección de las primeras cartas, mapas y planos del virreinato y los cálculos náuticos que permitiesen fijar la posición de los navíos en alta mar. La larga secuela de viajes de exploración de los litorales del país —tanto del océano Pacífico como del Golfo—, que comprenden desde las primeras tentativas de reconocimiento efectuadas por Álvarez de Pineda en 1519 y Vázquez de Ayllón en 1520, hasta las brillantes expediciones científicas del siglo XVIII a las costas del noreste, entre las que cabe mencionar las de Juan Pérez, Bodega y Quadra y sobre todo la de Alejandro Malaspina, hizo acopio poco a poco de multitud de datos astronómicos, vertidos por cartógrafos criollos y peninsulares en mapas generales o locales atesorados actualmente en archivos, bibliotecas y mapotecas de México y del extranjero. Todos ellos son un lúcido testimonio de la labor astronómica de científicos, navegantes y exploradores que perfilaron con sus mediciones los contornos del extenso virreinato.

Portada de la obra geográfica y de historia natural, del jesuita Miguel Venegas, titulada Noticia de la California.

Junto a ellos aparecen los cultivadores teóricos de la astronomía empeñados también en realizar observaciones y ejecutar cálculos, pero cuyo objetivo iba más allá de los fines puramente prácticos. En efecto, el gran debate sobre el sistema del mundo que sacudió la conciencia cristiana desde la aparición del revolucionario libro de Copérnico, no podía dejar de repercutir, tarde o temprano, en esta colonia ultramarina de España, más vulnerable de lo que se ha pensado a las novedades científicas. Ciertamente, durante más de un siglo los sabios de Nueva España adoptaron en sus obras la tesis geocentrista de Tolomeo, sancionada por la Iglesia y el sentido común. Autores como fray Alonso de la Veracruz, José de Acosta, Diego García de Palacio, Enrico Martínez o Diego Basalenque se adhirieron a esta teoría que caía dentro de los lineamientos de la ortodoxia y no contradecía a la simple observación. Sin embargo, era obvio para los astrónomos prácticos que esa vieja hipótesis cosmológica no explicaba satisfactoriamente el cúmulo de observaciones que habían realizado. A la postre debía producirse una escisión entre teoría y realidad cuyas consecuencias para el credo religioso no eran difíciles de conjeturar. Pocos años habían transcurrido desde la fecha en que la Sagrada Congregación del Índice había colocado entre los libros prohibidos el Revolutionibus copernicano, cuando en Nueva España el padre Diego Rodríguez abrazó en forma velada la tesis heliocentrista. Sus manuscritos astronómicos nos revelan que, como resultado de sus acuciosas observaciones de los cielos (había calculado la longitud geográfica de la ciudad de México con precisión no alcanzada ni por Humboldt 160 años más tarde), su credo astronómico había virado de dirección y se había situado en el centro de la heterodoxia. Aunque algunos de sus seguidores inmediatos tampoco hicieron ostensible manifestación de haberse adherido a esa teoría, fue evidente que, en la célebre polémica en torno al peregrino tema de la naturaleza maléfica de los cometas —desarrollada en 1681 entre Sigüenza y Góngora y el jesuita Eusebio Francisco Kino—, estaban en juego más cosas que las planteadas inicialmente por los contendientes. Ahí el europeo Kino encarnaba la tradición aristotélica y el criollo Sigüenza la modernidad científica derivada de la obra y la enseñanza de fray Diego Rodríguez, de tal manera que la Libra astronómica y filosófica es en muchos sentidos el epítome de la modernidad científica que había penetrado en México unas cuantas décadas antes. En dicha obra Sigüenza disertó, con argumentos rayanos en la heterodoxia, sobre el argumento de autoridad, para lo cual rebatió los principios de la física aristotélica y apeló a la experiencia como único tribunal de las ciencias. Con rigor matemático calculó la posición del cometa en las mismas fechas en que Newton en Inglaterra realizaba sus propias observaciones para probar, más allá de toda duda, las leyes de la gravitación universal. Los resultados de Sigüenza, semejantes a los de Newton, le permitieron demostrar el carácter ultralunar de los cometas, con lo que el cosmos medieval de las esferas cristalinas se quebraba en forma irrevocable.

Para los sabios del siglo XVIII el camino había quedado suficientemente trillado, de modo que en astrónomos de la talla de León y Gama o Velázquez de León, o en pensadores como Gamarra, el heliocentrismo ya constituía una realidad física y no una simple hipótesis, aunque acaso ellos no supieran que para lograr esta conquista habían dado lo mejor de su saber algunos hombres de ciencia novohispanos dedicados un siglo antes al cultivo de las disciplinas astronómicas. La continuidad en los estudios de esta ciencia se percibe claramente en la primera mitad del Siglo de las Luces. Los acontecimientos celestes más espectaculares, en particular cometas y eclipses, fueron motivo de acuciosas observaciones desde el alba de la centuria. Los cálculos de Luis González Solano, Juan Antonio de Mendoza y González, Pedro de Alarcón, José Antonio de Villaseñor y Sánchez, Francisca Gonzaga Castillo, entre muchos otros, nos revelan una comunidad de astrónomos deseosa y capaz de realizar observaciones precisas con fines concretos; hábil y diestra en el manejo de aparatos y en la confección de cartas celestes. Entre todos ellos cobraron especial relevancia los astrónomos poblanos, agudos observadores y matemáticos precisos enfrascados a veces en ásperas polémicas, pero cuyo legado en este campo del saber no es desdeñable.

Secuela lógica de toda esta labor fueron las significativas aportaciones realizadas por astrónomos mexicanos durante la segunda mitad del siglo y hasta la Independencia. Los logros de estos siete decenios integran uno de los capítulos más brillantes de toda la ciencia del México colonial, por la precisión de los métodos utilizados, el volumen de datos reunidos y la calidad de los mismos. Ahí destacaron los Zúñiga y Ontiveros, padre e hijo, Ignacio Vargas, Alzate y sobre todo León y Gama y Velázquez de León. Pocas cosas resultan tan atrayentes para un estudioso de las ciencias exactas como la lectura de las obras originales de estos hombres de ciencia. En particular dos de sus trabajos merecen que demos noticia de ellos ya que se trata de dos verdaderas contribuciones a la astronomía de observación.

El 3 de junio de 1769 tuvo lugar un fenómeno largamente esperado por astrónomos de todo el mundo: el paso de Venus por el disco del Sol. Este raro fenómeno celeste propició la formación de una expedición hispano-francesa que bajo la dirección del abate Jean Chappe d’Auteroche se dirigió a Nueva España y la península de California para realizar mediciones, encontrándose en este último sitio con el sabio Velázquez, quien les comunicó sus observaciones preliminares. El resultado de esta empresa de carácter internacional fue la publicación en París de una erudita y bella monografía científica, en la cual figuraba Nueva España a través de las obras de algunos de sus científicos. Nueve años más tarde, en 1778, otro espectacular fenómeno astronómico, esta vez un eclipse de sol, permitió a los observadores novohispanos, y en particular al erudito León y Gama, fijar la posición geográfica de la ciudad de México con gran precisión. Su Descripción orthografica universal bien puede ser considerada el epítome astronómico de tres centurias y uno de los legados más significativos de la ciencia ilustrada al siglo XIX.

Diagramas de física y astronomía de los Elementa Recentoris Philosophiae, de Juan Benito Díaz de Gamarra.

Hemos intentado acercarnos, mediante este breve recorrido histórico, al desarrollo científico y técnico del México colonial, cuya incorporación a la ciencia europea se dio desde el alba de la dominación española. Fue un punto de partida —sin dejar de lado los valiosos aportes de la ciencia indígena, al contrario, asimilándolos en lo más valioso que tenían—, el comienzo de una tradición histórica que representa uno de los elementos constitutivos de nuestro pasado.

Sin embargo, cabe mencionar que los problemas de esta empresa no fueron pocos. Colonia ultramarina de un país que desde el siglo XVII pasó a ser un protagonista secundario de la revolución científica, Nueva España hubo de caminar largo tiempo unida al carro de la declinante metrópoli con visible riesgo de ser obstaculizada en su desenvolvimiento científico natural; peligro tanto más grave cuanto que la Colonia se hallaba en la periferia geográfica del movimiento que había de modificar tan radicalmente nuestra visión del hombre y del cosmos. Si Nueva España pudo sortear en parte estos escollos, se debió en gran medida a unos cuantos hombres de ciencia que se atrevieron, desde mediados del siglo XVII, a dar un paso adelante, mostrando que la ciencia no tiene país de origen ni está necesariamente sujeta a los avatares políticos de un imperio. Su causa era, como todas las causas científicas, cosmopolita y universal, y aunque sólo sea por esto sus protagonistas merecerían ocupar un lugar en el desarrollo general de la ciencia, si sus producciones no les granjearan por sí mismas honor. De este modo, es indudable que la evolución científica y tecnológica del México colonial abrigó en su seno un poderoso y eficaz fermento motriz que ha llegado, con los altibajos de una historia preñada de cambios, pero sin solución de continuidad, hasta nosotros.

BIBLIOGRAFÍA

LECTURAS RECOMENDADAS

Aceves Pastrana, Patricia, Química, botánica y farmacia en la Nueva España a finales del siglo XVIII, México, UAM-Xochimilco, 1993.

Díaz y de Ovando, Clementina, Los veneros de la ciencia mexicana. Crónica del Real Seminario de Minería (1792-1892), 3 vols., México, Facultad de Ingeniería, UNAM, 1998.

Labastida, Jaime, Humboldt, ciudadano universal, México, SEP / Siglo XXI, 1999.

Mendoza Vargas, Héctor, Lecturas geográficas mexicanas. Siglo XIX, México, UNAM, 1999.

Moncada Maya, José Omar, El ingeniero Miguel Constanzó. Un militar ilustrado en la Nueva España del siglo XVIII, México, UNAM, 1994.

Moreno, Roberto, Joaquín Velázquez de León y sus trabajos científicos sobre el Valle de México, 1773-1775, México, UNAM, 1977.

Sánchez Flores, Ramón, Historia de la tecnología y la invención en México, México, Fomento Cultural Banamex, 1980.

Trabulse, Elías, Historia de la ciencia en México, versión abreviada, México, Conacyt / FCE, 1994.

___,El círculo roto. Estudios históricos sobre la ciencia en México, México, SEP / FCE, 1984.

___,Los orígenes de la ciencia moderna en México (1630-1680), México, FCE, 1994.