Historia general de la ciencia en México en el siglo XX - Ruy Pérez Tamayo - E-Book

Historia general de la ciencia en México en el siglo XX E-Book

Ruy Pérez Tamayo

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Beschreibung

Este libro describe y documenta hechos sobresalientes de la historia general de la ciencia en México a partir de 1912; en especial aquellos que ilustran mejor las tres grandes transformaciones ocurridas en ese lapso en la ciencia mexicana: primero su profesionalización, crecimiento y diversificación, luego su ingreso al discurso oficial y a las decisiones oficiales y, finalmente, su matrimonio con la tecnología. De esa forma, el autor busca dar con las principales razones históricas, sociales, económicas y políticas que explican el subdesarrollo actual de la ciencia mexicana para señalar las ideas que hay que cambiar y los obstáculos que se deben superar.

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Historia general de la ciencia en México en el siglo XX

Ruy Pérez Tamayo

Primera edición, 2005 Primera edición electrónica, 2010

D. R. © 2005, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-0476-7

Hecho en México - Made in Mexico

Ruy Pérez Tamayo nació en la ciudad de Tampico, Tamaulipas, en 1924. Estudió Medicina en la UNAM y se especializó en Patología con el doctor Isaac Costero, en México, y con los doctores Gustave Dammin y Lauren V. Ackerman, en los EUA. Realizó el doctorado en Inmunología en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del IPN. Fundó y dirigió durante 15 años la Unidad de Patología de la Facultad de Medicina de la UNAM en el Hospital General de México; fue jefe del Departamento de Biología Celular en el Instituto de Investigaciones Biomédicas. Durante 10 años dirigió el Departamento de Patología del Instituto Nacional de la Nutrición “Dr. Salvador Zubirán” y desde 1984 es Jefe del Departamento de Medicina Experimental de la Facultad de Medicina de la UNAM.

Desde 1953 es Profesor Titular en la Facultad de Medicina de la UNAM. Ha sido Profesor Visitante en las Universidades de Harvard, Yale, Johns Hopkins, Minnesota y Galveston, así como en Costa Rica, San Salvador, Panamá, Venezuela, Colombia, Chile, Argentina y en Madrid, Tel Aviv y Lisboa.

Pertenece a 43 Sociedades Científicas y es Miembro Honorario en 12. Fue becario de la Fundación Kellogg y de la Fundación Guggenheim (EUA) Ha publicado más de 150 artículos científicos en revistas especializadas, tanto nacionales como extranjeras; ha escrito 50 libros: 16 textos científicos y 34 de divulgación. Ha realizado contribuciones en 57 libros científicos y en 70 libros de divulgación. También ha publicado más de 1 000 artículos de divulgación en revistas y diarios, mexicanos y extranjeros. Y ha dictado, hasta la fecha, más de 800 conferencias.

Perteneció a la Junta de Gobierno de la UNAM por 10 años (1983-1993). Fue Consejero de la Comisión Nacional de Arbitraje Médico (2000-2004). Es miembro de El Colegio Nacional desde 1980. Ingresó en 1987 a la Academia Mexicana de la Lengua, de la que actualmente es Director Adjunto. Forma parte del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia, del Consejo Académico de la Universidad de las Américas, del Consejo de Salud de la Universidad Panamericana. Director del Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos de la UNAM, Fundador y Presidente del Colegio de Bioética, A. C., entre otros.

Recibió el Premio Nacional de Ciencias en 1974, en 1979 recibió los Premios “Luis Elizondo” y “Miguel Otero”, el Premio “Aída Weiss” en 1986, el Premio “Rohrer” en 1977, el Premio Nacional de Historia y Filosofía de la Medicina en 1995. En el año 2000 recibió el Premio a la Excelencia Médica de la SSA.

En 2003 el Sistema Nacional de Investigadores lo nombró investigador Nacional de Excelencia. También en 2003, el Gobierno del Estado de México le otorgó la Presea “José María Luis Mora”; en 2004 recibió la medalla al Mérito Universitario por la Universidad Veracruzana, y en 2005 el Consejo de Salubridad General le entregó la Condecoración “Eduardo Liceaga”.

Es doctor Honoris Causa de las Universidades Autónomas de Yucatán (1980), de Puebla (1993) y Colima (1994) y Profesor Emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México desde 1994.

A mi hijo Ruy, que es científicoA mi hijo Ricardo, que es historiadorA mi hija Isabel, que es encantadora

En grandísima parte escribir historia es bello deporte de conjeturas. Lanzada alguna al campo de las opiniones, a veces alcanza la meta, donde, tornándose en grave verdad, define el perfil de hombres y épocas “tal y como verdaderamente fueron” y son … para nosotros. No hay que renunciar nunca a la aspiración de fabricar verdades. Edmundo O’Gorman, 1949

 

Prólogo

He escrito este libro porque una búsqueda personal y varias consultas con amigos historiadores de la ciencia en nuestro país no lograron identificar algún texto publicado sobre el tema: Historia general de la ciencia en México en el siglo XX. La majestuosa obra de Elías Trabulse, Historia de la ciencia en México,[1] que consta de cuatro gruesos volúmenes, termina en el siglo XIX, aunque el epílogo incluye datos someros del I Congreso Científico Mexicano, realizado en 1912. Los textos previos de Eli de Gortari,[2] y de José Bravo Ugarte,[3] que pretenden cubrir a la ciencia a lo largo de toda la historia de México, apenas si hacen breve referencia a la primera mitad del siglo XX, y además no están libres de sesgos ideológicos. Las publicaciones de Enrique Beltrán[4],[5] que se refieren sobre todo a la historia de la biología en nuestro país en ese mismo lapso, aunque también hacen breve referencia a otras disciplinas[6] son valiosas aunque de carácter más limitado y personal. Deben mencionarse en especial los dos libros de la Biblioteca Mexicana, Las ciencias naturales en México, coordinado por Hugo Aréchiga y Carlos Beyer,[7]y Un siglo de ciencias de la salud en México, coordinado por Hugo Aréchiga y Luis Benítez Bribiesca,[8] que reúnen distintos textos muy valiosos pero también limitados a las disciplinas mencionadas en sus respectivos títulos. El texto de Héctor Cruz Manjarrez, La evolución de la ciencia en México[9] realmente se refiere sobre todo a la física y, en la segunda parte, en especial a la Facultad de Ciencias de la UNAM. Existen otros muchos estudios monográficos sobre distintos aspectos específicos de distintas ciencias en nuestro país en el siglo pasado, que en gran parte han servido para documentar estas páginas, pero ninguno que contenga un examen crítico general de toda la ciencia en México en el siglo XX, de sus condiciones iniciales, de sus transformaciones, de su estado actual y de su futuro próximo. El objetivo de este libro es intentar llenar ese vacío.

El repaso de mis credenciales como autor de un texto de historia de la ciencia en México en el siglo pasado da resultados ambivalentes: desde hace 60 años (1943) soy un investigador científico activo[10] pero en cambio no soy historiador profesional (aunque sí antiguo aficionado a la historia;[11] trabajo en una de las ciencias "inexactas" (biomedicina),[12] y mis conocimientos de las ciencias "exactas", por un lado, y de las "humanísticas", por el otro, son los de un observador interesado aunque no participante; tengo una postura filosófica definida (pero no dogmática) sobre la ciencia, sus alcances, sus limitaciones y sus funciones culturales y sociales,[13] pero no soy ni filósofo ni sociólogo (aunque, otra vez, soy antiguo aficionado a esas disciplinas). Finalmente, aunque en distintas ocasiones he tenido el privilegio de colaborar con organismos oficiales, como la SEP, la SS y el Conacyt, en diversas comisiones científicas siempre estrictamente académicas y ad honorem, nunca fui (ni aspiré a ser) funcionario en ninguna de esas dependencias, lo que espero disminuya la posible sospecha de alguna parcialidad o sesgo en mis apreciaciones, por lo menos de carácter oficial.

Aunque este libro se titula Historia general de la ciencia en México en el siglo XX, en realidad es menos que eso, no como consecuencia de un intento fallido de producir un voluminoso y exhaustivo dinosaurio, sino como resultado de un proyecto inicial de menor envergadura, cuyo objetivo específico se enunció desde el principio como sigue: describir y documentar algunos hechos sobresalientes de la historia general de la ciencia en nuestro país en el siglo XX (a partir de 1912), en especial aquellos que ilustren mejor las tres grandes transformaciones ocurridas en ese lapso en la ciencia mexicana, que son: 1) su profesionalización, crecimiento y diversificación, 2) su ingreso, primero al discurso oficial y más recientemente a las acciones oficiales, y 3) su matrimonio con la tecnología. Desde luego que estas tres transformaciones no agotan la espectacular riqueza del desarrollo científico mexicano en la segunda mitad el siglo XX, que además es reflejo del ocurrido al mismo tiempo con la ciencia en el mundo occidental, pero en mi opinión son las que contienen las principales razones históricas, sociales, económicas y políticas que explican las características propias del subdesarrollo actual de la ciencia mexicana y las que señalan con mayor precisión las ideas que hay que cambiar y los obstáculos que deben superarse para que nuestra ciencia deje de ser mera gesticulación que México hace para aparentar ser un país moderno y la ciencia se convierta en lo que puede y debe ser: el instrumento más poderoso y más positivo para el desarrollo integral de la sociedad mexicana de hoy y del futuro.[14]

Para cumplir con el objetivo enunciado en el párrafo anterior he contado con mi experiencia personal y con muchas lecturas, entrevistas y consultas con científicos mexicanos de distintas edades y de diferentes especialidades. En cambio, hay tres cosas que no he hecho ni intentado hacer: 1) el estudio completo y exhaustivo de toda la historia de todas las ciencias en México en el siglo XX (preferí dejarle esa tarea a un espíritu más obsesivo y perfeccionista que yo); 2) la defensa de una postura ideológica determinada: de derecha, de izquierda, del centro, o todo lo contrario; 3) la inclusión de listas más o menos largas de nombres citados con la peregrina e inútil ambición de no olvidar a nadie para no ofender a nadie. Mi interés central ha sido describir la evolución de la ciencia en general en México en el siglo XX, no la de todos mis colegas científicos en ese mismo lapso, aunque sí hago referencia específica a algunos maestros y líderes que, en mi humilde y personal opinión, contribuyeron de manera significativa al desarrollo de la ciencia mexicana en el siglo XX. Conviene subrayar que la ciencia es un producto exclusivo de la actividad humana, por lo que resulta artificial y forzado (además de injusto) intentar un relato de tipo totalmente impersonal.

Este libro está dirigido a todos los mexicanos, porque estoy convencido de que a todos nos interesa o debería interesarnos, en vista de que se refiere a la fuerza que contribuyó más a transformar al mundo de medieval en moderno, que mayor influencia tiene en la actualidad para establecer las diferencias entre los países ricos y desarrollados, y los países pobres y subdesarrollados, y que seguirá explicando esas diferencias en el futuro. No es que nuestra ciencia esté subdesarrollada porque México es un país subdesarrollado, sino exactamente lo contrario: México es un país subdesarrollado porque su ciencia está subdesarrollada. ¿A qué se debe este fenómeno? Para la ciencia mexicana en los siglos XVI, XVII y XVIII, Trabulse señala lo siguiente: "Durante los tres siglos coloniales el desarrollo del saber científico se vio entorpecido por la superstición, la persecución, la censura y por el dominio eclesiástico de la educación. Ciertamente, a partir del siglo XVIII estos obstáculos se debilitan y nuevas corrientes de apertura relajan el hierro de la censura y permiten una mayor libertad de expresión, siempre dentro de la ortodoxia religiosa, lo que no quiere decir que la disidencia oculta, lindante a veces con la herejía, no se diera."[15]

La hegemonía eclesiástica ya no impera en el estado laico establecido a partir de las Leyes de Reforma (aunque en los últimos años la Iglesia ha estado recuperando buena parte de su antigua influencia, sobre todo en la educación) pero en el siglo XX la ciencia mexicana siguió estando subdesarrollada. ¿Cuáles fueron las causas de este fenómeno en los últimos 100 años? ¿Qué podemos hacer para combatirlas y lograr un crecimiento tal de la ciencia que le permita contribuir a mejorar la calidad de vida (cultural, social y hasta económica) de los mexicanos, como ya lo ha hecho y lo sigue haciendo en otros países? Las respuestas a estas preguntas no pueden ser simples, porque se trata de problemas humanos y sociales en los que influyen múltiples factores, y desde luego deben incluir a la historia para que la información sea completa, la perspectiva sea correcta y las propuestas sean viables. De hecho, como veremos en estas páginas, la parte medular de las respuestas mencionadas es histórica, tiene raíces profundas en el pasado, tanto remoto como inmediato, aunque nuestro interés primario se refiere al siglo XX.

 

[1] Elías Trabulse: Historia de la Ciencia en México. Conacyt/Fondo de Cultura Económica, México, 1983-1985, 4 vols. Ésta es la referencia princeps del tema, de consulta obligada por la riqueza de información original que contiene, así como por su análisis crítico. La Introducción de la obra (tomo I, pp. 15-201) es un resumen magistral de la historia de la ciencia en México en los siglos XVI a XIX, que en cada página (y en muchas de sus 777 eruditas notas al pie de página) revela la maestría y los profundos conocimientos del autor y de sus colaboradores.

[2] Eli de Gortari: La ciencia en la historia de México. Fondo de Cultura Económica, México, 1963.

Texto ambicioso en su concepción (trazar completa la evolución de todas las ciencias a lo largo de la historia de México, desde las épocas precolombinas hasta mediados del siglo XX) y felizmente realizado, gracias a la pasmosa cultura del autor. El libro contiene mucha información histórica, pero siempre interpretada a través de un filtro marxista, lo que le da un carácter más ideológico que racional, tanto a su discusión como a sus conclusiones.

[3] Juan B. Ugarte: La ciencia en México. Editorial Jus, México, 1967. Este pequeño volumen es un ejemplo de lo que puede generar la combinación de la ignorancia con la ideología: el autor desconoce por completo lo que es la ciencia (es un párroco) pero describe su “historia” y su “estado actual” como si estuviera predicando una homilía en su recinto sagrado.

[4] Enrique Beltrán: “La historia de la ciencia en México en los últimos cinco lustros (1963-1988)”. Mem. I. Cong. Mex. Hist. Cien. Tecnol. 1: 79-100, 1989. Resumen de la evolución de varias disciplinas científicas en el lapso señalado, con especial atención a las ciencias biológicas.

[5] Enrique Beltrán: “Fuentes mexicanas de historia de la ciencia”. An. Soc. Mex. Hist. Cien. Tecnol. 2: 57-112, 1970. Análisis bibliográfico de algunos textos sobre la ciencia en México, empezando desde la Colonia, con énfasis en la primera mitad del siglo XX.

[6] Enrique Beltrán: Medio siglo de ciencia mexicana. 1900-1950. SEP, México, 1952.

Colección de artículos periodísticos sobre distintas ciencias en México, publicados por el autor entre 1950 y 1951, que por su naturaleza son breves y no se acompañan de documentación bibliográfica, pero que son la visión de un testigo presencial de la ciencia en nuestro país en la primera mitad del siglo XX.

[7] Hugo Aréchiga y Carlos Beyer (coords.): Las Ciencias naturales en México. Biblioteca Mexicana. Fondo de Cultura Económica, México, 1999.

Este volumen revisa la historia de las ciencias naturales en México desde épocas precolombinas (Luis Alberto Vargas), en la Colonia (Alberto Saladino García), en el México Independiente (Ana Cecilia Rodríguez de Romo), y repasa la evolución de la biología experimental (Hugo Aréchiga y Horacio Merchant), la botánica (Teófilo Herrera y Armando Butanda), la zoología (Eucario López Ochoterena y José Ramírez Pulido), la biología molecular (Raúl Ondarza), las ciencias del mar (Antonio Peña), y las agrociencias (Alfonso Larqué Saavedra y Rubén San Miguel Chávez). El último capítulo es un resumen magistral de las perspectivas de las ciencias biológicas en nuestro país (Hugo Aréchiga y Carlos Beyer).

[8] Hugo Aréchiga y Luis Benítez Bribiesca (coords.): Un siglo de ciencias de la salud en México. Biblioteca Mexicana. Fondo de Cultura Económica, México, 2000.

El contenido de este excelente volumen rebasa con mucho su título, pues aunque se refiere a las ciencias de la salud, se inicia con un capítulo sobre la medicina prehispánica (Xavier Lozoya L.), sigue con un valioso y extenso texto de medicina novohispana (Carlos Viesca T.), y continúa con la medicina científica en México en el siglo XIX (Fernando Martínez Cortés).

El resto del libro sí se restringe al siglo XX, aunque el capítulo de medicina institucional (Roberto Kretschmer) empieza en Pérgamo, varios siglos a. C. y la enseñanza de la medicina (Héctor U. Aguilar), se repasa desde el siglo XVI hasta la fecha. Los demás capítulos se refieren a la biomedicina (Hugo Aréchiga), la investigación clínica (Jesús Kumate), la cirugía (Fernando Quijano Pitman), la salud pública (Jaime Sepúlveda Amor y Malaquías López Cervantes), la globalización (Manuel Quijano Narezo), y los determinantes de la salud (Luis Benítez Bribiesca y Hugo Aréchiga).

[9] Héctor Cruz Manjarrez: La evolución de la ciencia en México. Anaya Editores, México, 2003. Este texto se divide en dos partes: la primera (pp. 15-175) es un útil resumen de la historia de la física en México desde la Colonia hasta principios del siglo XX, en el que se subraya la valiosa contribución de los jesuitas; la segunda (pp. 177-280) relata el desarrollo de la Ciudad Universitaria y de la Facultad de Ciencias hasta el movimiento de 1968.

[10] Ruy Pérez Tamayo: La segunda vuelta. El Colegio Nacional, México, 1983. Relato de las peripecias de un investigador científico universitario (biomédico) en México, entre 1946 y 1973.

[11] Ruy Pérez Tamayo: El concepto de enfermedad. Su evolución a través de la historia. UNAM/ Conacyt/Fondo de Cultura Económica, México, 1988, 2 vols.

Véase también Ruy Pérez Tamayo : Historia de diez gigantes. El Colegio Nacional, México, 1991; Ruy Pérez Tamayo: La profesión de Burke y Hare, y otras historias. El Colegio Nacional/Fondo de Cultura Económica, México, 1996; Ruy Pérez Tamayo: Enfermedades viejas y enfermedades nuevas. Siglo XXI Editores, México, 3a. ed., 1998. Estos cuatro textos se citan para documentar que mi interés en la historia de la ciencia no es ni reciente ni casual.

[12] Ruy Pérez Tamayo: En busca de la morfostasis. Ensayo de una autobiografía científica. El Colegio Nacional, México, 2001. Resumen de las ideas y los trabajos científicos publicados por el autor sobre un solo tema durante más de 50 años dedicados a la investigación científica y a la educación de los jóvenes que podrían elegir una carrera en la ciencia.

[13] Ruy Pérez Tamayo: Serendipia. Ensayos sobre ciencia, medicina y otros sueños. Siglo XXI Editores, 5a. ed., 2000. Véase también Ruy Pérez Tamayo: Ciencia, ética y sociedad. El Colegio Nacional, México, 1991; Ruy Pérez Tamayo: Ciencia, paciencia y conciencia. Siglo XXI Editores, México, 1991; Ruy Pérez Tamayo: ¿Existe el método científico? Historia y realidad. El Colegio Nacional/Fondo de Cultura Económica, 2a. ed. 1998. Estos cuatro textos presentan ideas y conclusiones sobre aspectos generales de sociología y filosofía de la ciencia.

[14] Marcelino Cereijido: Ciencia sin seso, locura doble. Siglo XXI Editores, México, 1994. Análisis magistral de diversos aspectos de la ciencia, con énfasis en los países subdesarrollados. Del mismo autor, véase también Por qué no tenemos ciencia. Siglo XXI Editores, México, 1997.

Cereijido es uno de los investigadores científicos de mayor prestigio en México (formado en Argentina y en los EEUU, y nacionalizado mexicano) y además uno de los que escribe más y mejor sobre la realidad de la ciencia en nuestro país.

[15] Trabulse, op. cit. (1), p. 24.

 
Agradecimientos

La mayor parte de las ilustraciones de este libro me fue proporcionada por mi hijo, el doctor Ricardo Pérez Montfort. La preparación final del material fotográfico fue realizada con su tradicional eficiencia por mi antiguo colaborador y buen amigo, el señor Eusebio Tello. El departamento editorial de El Colegio Nacional, encabezado por don Fausto Vega, Secretario Administrativo de la institución, y sus colaboradores María Elena y Gerardo Márquez, atendieron como siempre todas mis solicitudes para armar el libro e hicieron muchas y valiosas sugestiones, sin perder nunca ni la sonrisa ni la paciencia. La señora Maricarmen Farías, del Fondo de Cultura Económica, contribuyó con su experiencia y su gentileza a llevarlo a su estado actual. Finalmente (en este texto, pero antes que nadie en mi gratitud), mi esposa Irmgard, como con todos mi libros anteriores, protegió el tiempo invertido en la biblioteca y en la computadora y me apoyó con su buena memoria y sus sabios consejos. A todos ellos los eximo de los defectos que seguramente persisten en este texto, y les doy las más sentidas gracias.

San Jerónimo, 2004
 
Introducción

Los seis capítulos que integran este libro examinan algunos aspectos de la historia de la ciencia en general en México durante el siglo XX, a partir de 1912. Los capítulos 2 y 3 se detienen en 1952 debido a que, a partir de ese año, con la inauguración de la Ciudad Universitaria, el desarrollo de las distintas ciencias se aceleró de tal manera que resulta inadecuado seguirlas considerando en conjunto. En otro volumen en preparación se describe la evolución de diferentes disciplinas científicas por separado, con énfasis en la segunda mitad del siglo XX.

En lugar de seguir un orden más o menos cronológico, como se había pensado al hacer los primeros esquemas del libro, la lectura de los textos relevantes y la consulta de distintos documentos me convenció de que era preferible reunir el material en función de acontecimientos históricos sobresalientes, como la Revolución mexicana y la llegada de los científicos “transterrados”, y de instituciones como la UNAM y el Estado, debido a que su influencia, positiva o negativa, ha sido determinante en la evolución y el estado de la ciencia a lo largo y al final del siglo en estudio. Por lo tanto, en el capítulo 1 se intenta un bosquejo del estado de la ciencia en el país a principios del siglo XX, en el capítulo 2 se examina el impacto de la Revolución en las instituciones y el desarrollo científico, en el capítulo 3 se repasa la influencia de la Universidad desde su fundación, en 1910, hasta la apertura de la Ciudad Universitaria, en 1952; el capítulo 4 se dedica al papel sobresaliente de los científicos “transterrados” en la educación y el cultivo de la ciencia en México, el capítulo 5 se refiere a las relaciones entre el Estado mexicano a partir de 1970, fecha en que se iniciaron las acciones oficiales en relación con la ciencia, y el capítulo 6 resume la creación y el desarrollo de dos instituciones sui generis en la vida científica del país en el siglo revisado, la Academia de la Investigación Científica-Academia Mexicana de Ciencias, y el Cinvestav.

He agregado un epílogo que intenta resumir el contenido de los seis capítulos señalados y examinar tres posibles futuros de la ciencia en México.

CAPÍTULO 1

EL I CONGRESO CIENTÍFICO MEXICANO (1912)

 
El I Congreso Científico Mexicano (1912)

El I congreso científico mexicano se llevó a cabo en la ciudad de México del 9 al 14 de diciembre de 1912, aunque el día 15 del mismo mes todavía se realizó un banquete de clausura, en el restaurante Ville de Roses, en San Ángel. Para el estudio de la historia de la ciencia en México en el siglo XX, la celebración del I Congreso Científico Mexicano ofrece un mejor punto de partida que la fecha formal de inicio de esa centuria, porque marca con mayor precisión el final de una época histórica bien definida, los 30 años del porfiriato, y el principio de otra, la Revolución mexicana, que intentó transformar en forma radical a buena parte de la sociedad, sin lograrlo realmente. La agitada campaña anti-reeleccionista, iniciada por los hermanos Flores Magón desde antes de principios de siglo; los trágicos episodios de Río Blanco y Cananea, en 1906 y 1907; el surgimiento de Madero en el escenario político, en 1909, con su texto La sucesión presidencial en 1910; el inicio de la revolución maderista, en 1910; la caída del antiguo régimen, en 1911; el interinato de León de la Barra, la elección presidencial de Madero y el movimiento orozquista, en 1912, la sublevación de Bernardo Reyes y Félix Díaz; que finalmente llevó a la Decena Trágica, a principios de 1913, con la traición de Huerta, los asesinatos de Madero, de su hermano y de Pino Suárez, y la usurpación de la presidencia del país por el general traidor, fueron los principales acontecimientos políticos que precipitaron el gran movimiento revolucionario. Fue en este marco de grave y profunda inquietud y confusión social en que se convocó y se llevó a cabo el I Congreso Científico Mexicano.

1. El ambiente cultural, político y social en México a principios del siglo XX

La reorganización de la educación en México que llevó a cabo el presidente Juárez al promulgar la Ley Orgánica de Instrucción Pública, el 2 de diciembre de 1867, incluyó la creación de la Escuela Nacional Preparatoria diseñada de acuerdo con las ideas del doctor Gabino Barreda, uno de los educadores más importantes en toda la historia de nuestro país. Barreda nació en la ciudad de Puebla en 1818 y murió en la ciudad de México en 1881. Aunque primero estudió leyes y después (en Francia) terminó la carrera de medicina, que ejerció durante unos años en Guanajuato, su ocupación principal a partir de 1867 y hasta su muerte fue la educación media y superior. Barreda había peleado contra la invasión norteamericana en 1847 y poco tiempo después viajó a París, en donde permaneció cuatro años. En la capital francesa no sólo se hizo médico sino que conoció a Augusto Comte y asistió a su famoso Cours de Philosophie Positive, que le impresionó profundamente.[1] Según Zea,[2] el presidente Juárez leyó un discurso que Barreda había pronunciado en Guanajuato el 16 de septiembre de 1867 (la famosa Oración cívica) y: “… como sagaz hombre de estado, adivinó en la doctrina positiva el instrumento que necesitaba para cimentar la obra de la revolución reformista. En la reforma educativa propuesta por Barreda, vio Juárez el instrumento que era menester para terminar con la era de desorden y la anarquía en que había caído la nación mexicana.”[3]

Figura 1.1. Gabino Barreda (1818-1881), introductor del positivismo en México y creador de la Escuela Nacional Preparatoria en 1867.

El positivismo de Barreda era abiertamente anticlerical, lo que resultó atractivo a los liberales, que se habían enfrentado al clero católico en múltiples ocasiones. La última de ellas había sido la intervención francesa con el Imperio de Maximiliano, que Juárez y el partido liberal acababan de derrotar, sellando el 19 de junio de ese mismo año de 1867, en el Cerro de las Campanas, el destino trágico de los conservadores. El gobierno legítimo de Juárez volvía a dirigir el país, pero México estaba en ruinas y sumergido en el más profundo desorden. El clero había perdido sus bienes y su fuerza política, pero seguía ejerciendo el control de la conciencia y del espíritu de la mayoría de los mexicanos. Por su parte, los militares liberales que habían peleado y vencido a los conservadores reclamaban todo tipo de privilegios individuales y de clase, sin la menor conciencia social del país. El positivismo de Barreda, implantado como filosofía de la educación media nacional, podía servir como base para enfrentarse a los dos grandes enemigos de la Reforma juarista: por un lado, inculcando la necesidad del orden civil en los asuntos de la nación, indispensable para el progreso de la economía y el desarrollo de la sociedad, y por otro lado, combatiendo a la Iglesia católica, no como religión sino como un grupo interesado en recuperar los privilegios políticos y económicos de que gozaban desde los tiempos de la Colonia, que habían perdido con las Leyes de Reforma y que no habían recuperado durante el Imperio de Maximiliano, gracias a la postura liberal del desafortunado noble austriaco.

De acuerdo con Comte,[4] la evolución natural de la sociedad humana reconoce tres etapas: la teológica, la metafísica y la positiva. En la primera etapa las explicaciones de los fenómenos naturales se dan en términos sobrenaturales, invocando poderes divinos y ocultos a los que sólo se tiene acceso por la fe, mientras que en la segunda etapa los dioses se abandonan pero se sustituyen por toda clase de entidades metafísicas e imaginarias que tampoco son susceptibles de confirmación objetiva. En cambio, en la tercera etapa se elimina todo lo que no puede documentarse directamente por nuestros sentidos en el estudio de la realidad. El positivismo de Comte es una forma extrema, radical e inflexible, del empirismo, con el que comparte varios de sus principios centrales pero del que se aleja al descalificar las importantes contribuciones de la filosofía, de la historia y de la sociología en la teoría del conocimiento.[5] Barreda era quizá más comtiano que el mismo Comte, lo que se refleja en el carácter rigurosamente laico y “científico” que le imprimió al programa de estudios de la nueva Escuela Nacional Preparatoria que organizó por mandato del presidente Juárez. Junto con la teología desaparecieron la filosofía escolástica, la metafísica y el derecho canónico, y en su lugar se reforzaron las matemáticas, la lógica, la geología y otras ciencias naturales. Por primera vez en la historia de la educación en México las ciencias triunfaban sobre las humanidades y de esa manera surgían al primer plano de la educación, que durante toda la Colonia habían ocupado las disciplinas teológicas y “espirituales”. Sin embargo, este triunfo duró poco tiempo, apenas hasta la primera década del siglo XX, como se verá más adelante.

La Escuela Nacional Preparatoria de Barreda se localizaba, como ahora, al final del primer ciclo de enseñanzas generales y antes del ingreso a las distintas profesiones, pero su objetivo primario no era “preparar” a los alumnos para continuar con sus estudios en las escuelas superiores (aunque también servía para eso) sino más bien “preparar” ciudadanos adultos capaces de escoger su vocación, cualquiera que ésta fuera, y enfrentarse a ella y a la vida en general con los conocimientos y la filosofía más útiles y convenientes para salir adelante.[6] Barreda se rodeó de algunos de los profesores más prestigiados de su tiempo, como Porfirio Parra, de lógica; Francisco Díaz Covarrubias y Manuel Fernández Leal, de matemáticas; Ladislao de la Pascua, de física; Leopoldo Río de la Loza, de química; Alfonso L. Herrera (quien más tarde sería el sucesor inmediato de Barreda) de historia natural; Miguel Schultz, de geografía; y otros más de diferentes especialidades, no necesariamente positivistas, como Manuel M. Flores, Agustín Aragón, Horacio Barreda, Justo Sierra, Ezequiel A. Chávez, Rafael Ángel de la Peña, Francisco Rivas, Ignacio Ramírez, Manuel Payno, Ignacio Altamirano, etc.[7] A pesar de los disturbios sociales que siguieron al triunfo del partido liberal y, después de la muerte de Juárez, a la caída de Lerdo de Tejada, a la rebelión de Tuxtepec y al advenimiento de Porfirio Díaz, la Escuela Nacional Preparatoria siguió funcionando de acuerdo con el programa diseñado inicialmente por Barreda desde 1867, con diversas pero ligeras modificaciones, durante cerca de 50 años.

Para 1910, Año del Centenario, Alfonso Reyes (entonces un joven estudiante de jurisprudencia de 21 años de edad, aunque ya miembro fundador del Ateneo de la Juventud), en su Pasado inmediato de 1939,[8] recuerda a la Escuela Nacional Preparatoria como sigue:

“La herencia de Barreda se fue secando en los mecanismos del método. Hicieron de la matemática la Summa del saber humano. Al lenguaje de los algoritmos sacrificaron poco a poco la historia natural y cuanto Rickert llamaría la ciencia cultural, y en fin las verdaderas humanidades. No hay nada más pobre que la historia natural, la historia humana o la literatura que se estudiaba en aquella Escuela por los días del Centenario. No alcanzamos ya la vieja guardia, los maestros eminentes de que todavía disfrutó la generación inmediata, o sólo los alcanzamos en sus postrimerías seniles, fati gados y algo automáticos … Se oxidaba el instrumental científico. A nuestro anteojo ecuatorial le faltaban nada menos que el mecanismo de relojería y las lentes, de suerte que valía lo que vale un tubo de hojalata … Aunque los laboratorios no seguían desarrollándose en grado suficiente, mejor libradas salían la Física y la Química … pero tendían ya a convertirse en ciencias de encerado, sin la constante corroboración experimental que las mentes jóvenes necesitan … Porfirio Parra, discípulo directo de Barreda, memoria respetable en muchos sentidos, ya no era más que un repetidor de su tratado de Lógica, donde por desgracia se demuestra que, con excepción de los positivistas, todos los filósofos llevan en la frente el estigma oscuro del sofisma … El incomparable Justo Sierra, el mejor y mayor de todos, se había retirado ya de la cátedra para consagrarse a la dirección de la enseñanza. Lo acompañaba en esta labor don Ezequiel A. Chávez, a quien por aquellos días no tuve la suerte de encontrar en el aula de Psicología, que antes y después ha honrado con su ciencia y su consagración ejemplar. Miguel Schultz, geógrafo generoso, comenzaba a pagar tributo a los años, aunque aún conservaba su amenidad. Ya la tierra reclamaba los huesos de Rafael Ángel de la Peña —paladín del relativo “que”— sobre cuya tumba pronto recitaría Manuel José Othón aquellos tercetos ardientes que son nuestros Funerales del Gramático. El Latín y el Griego, por exigencias del programa, desaparecían entre un cubileteo de raíces elementales, en las cátedras de Díaz de León y de aquel cordialísimo Francisco Rivas … especie de rabino florido cuya sala era, porque así lo deseaba él mismo, el recinto de todos los juegos y alegres ruidos de la muchachada …En su encantadora decadencia, el viejo y amado maestro Sánchez Mármol —prosista que pasa la antorcha de Ignacio Ramírez a Justo Sierra— era la comprensión y la tolerancia mismas, pero no creía ya en la enseñanza y había alcanzado aquella cima de la última sabiduría cuyos secretos, como los de la mística, son incomunicables. La Literatura iba en descenso, porque la Retórica y la Poética, entendidas a la manera tradicional, no soportaban ya el aire de la vida, y porque no se concebía aún el aprendizaje histórico —otros dicen “científico”— de las Literaturas, lo que vino a ser precisamente una de las campañas de los jóvenes del Centenario…

Quien quisiera alcanzar algo de Humanidades tenía que conquistarlas a solas, sin ninguna ayuda efectiva de la Escuela.”

En ese medio siglo ciertos positivistas se fueron convirtiendo poco a poco en “los científicos”, un colegio político restringido a ministros de Estado, a poderosos empresarios y a sus abogados, a consejeros de bancos, a comer ciantes acaudalados, a ricos inversionistas y a hacendados, que contaban con la amistad personal y el apoyo del presidente Díaz y que controlaban casi todo en el país, incluyendo la educación superior. Este grupo, que en sus mejores momentos fue encabezado por el ministro de Hacienda José Ives Limantour, no tenía absolutamente nada de “científico” más que el nombre, que se popularizó porque los medios y el vulgo lo identificaron con los antiguos positivistas, en cuya Escuela Nacional Preparatoria algunos de ellos habían estudiado (aparte de recibir instrucción religiosa privada). Sin embargo, el desprestigio político en el que cayeron “los científicos” al final del régimen porfiriano y en los inicios de la Revolución fue tan estrepitoso que indudablemente influyó en la reserva con que los primeros gobiernos surgidos de nuestro máximo movimiento social del siglo XX vieron a todo lo relacionado con la verdadera ciencia.[9]

Figura 1.2. Alfonso Reyes (1889-1959), fundador del Ateneo de la Juventud, a fines de 1909, cuando tenía 21 años de edad.

El movimiento anticientífico que precedió al estallido de la Revolución tuvo otra fuente, menos popular pero mucho más profunda y de mayor proyección que la mencionada, que fue la protagonizada por el Ateneo de la Juventud, en contra no sólo de la Escuela Nacional Preparatoria sino también (y principalmente) de la Escuela de Altos Estudios de la nueva Universidad, fundada por Justo Sierra precisamente en 1910. El Ateneo de la Juventud se fundó a fines de 1909 y funcionó como tal durante tres años, hasta el 12 de diciembre de 1912, en que se transformó en la Universidad Popular.[10,11] Sus principales miembros fueron Antonio Caso, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Julio Torri, Martín Luis Guzmán y Mariano Silva y Aceves; también los “hermanos mayores”, Enrique González Martínez y Luis G. Urbina, y al final Alberto J. Pani, Alfonso Pruneda y otros más, que Reyes denomina “los caballeros del Sturm-und-Drang mexicano.”[12] El Ateneo de la Juventud sintió que el positivismo dejaba fuera todo lo que era más valioso en la cultura, no sólo nacional sino universal, y se dedicó no a asaltar los puestos educativos sino a renovar las ideas. En las palabras de Henríquez Ureña:[13]

Figura 1.3. Antonio Caso (1893-1946), miembro prominente del Ateneo de la Juventud. Retrato propiedad de El Colegio Nacional.
Figura 1.4. Pedro Henríquez Ureña (1844-1946), guía espiritual del Ateneo de la Juventud.

“Entonces nos lanzamos a leer a todos los filósofos a quienes el positivismo condenaba como inútiles, desde Platón que fue nuestro mayor maestro, hasta Kant y Schopenhauer. Tomamos en serio (¡Oh, blasfemia!) a Nietzsche. Descubrimos a Bergson, a Boutroux, a James, a Croce. Y en la literatura no nos confinamos dentro de la Francia moderna. Leíamos a los griegos, que fueron nuestra pasión. Ensayamos la literatura inglesa. Volvimos, pero a nuestro modo, contrariando toda receta, a la literatura española…”.

Reyes enlista 10 iniciativas que tomó el Ateneo (algunas aun antes de establecerse formalmente) dirigidas a promover y cultivar el estudio de las humanidades en la sociedad mexicana, entre las que se cuentan la fundación de la Sociedad de Conferencias en 1907, cuyo primer ciclo se dio en el Casino de Santa María entre el 29 de mayo y el 7 de agosto de ese mismo año, y el segundo, en el Conservatorio Nacional, del 18 de marzo al 22 de abril del año siguiente; un homenaje a la memoria de Gabino Barreda que culminó con “la expresión de un nuevo sentimiento político” y que posteriormente Reyes consideró como el amanecer teórico de la Revolución; un famoso curso de Antonio Caso en la Escuela Nacional Preparatoria sobre filosofía positivista, en el que definió la postura crítica de los jóvenes frente a la doctrina oficial; y una serie de conferencias en la Escuela de Derecho sobre temas latinoamericanos.[14] Pero el gran triunfo del Ateneo de la Juventud fue la transformación que finalmente logró de la Escuela de Altos Estudios de la recién fundada Universidad Nacional, de una institución diseñada para perfeccionar la instrucción recibida por los jóvenes en las escuelas profesionales (o sea, de postgrado), para llevar a cabo investigación científica y para preparar profesores para niveles desde secundaria hasta profesional, en una verdadera Escuela de Humanidades.

Altos Estudios se formó originalmente con tres secciones: ciencias exactas (física y biología), humanidades, y ciencias políticas y sociales. Para darle una estructura real (pues al principio sólo existía en el papel) pronto se le incorporaron el Instituto Médico, el Instituto Patológico y el Instituto Bacteriológico, los museos de Historia Natural y de Arqueología, Historia y Etnología, así como la Inspección General de Monumentos Arqueológicos.[15] La intención era que esta nueva dependencia universitaria alcanzara un nivel de educación más elevado que el de las otras escuelas, no sólo por su calidad sino también por su naturaleza, porque no se limitaría a la transmisión de los conocimientos sino además, y en forma primaria, a producirlos, haciendo descubrimientos esenciales y buscando “verdades desconocidas”. Según Sierra,[16] pronto tendría reputación internacional y contaría con “los príncipes de las ciencias y de las letras humanas” y con “las voces mejor prestigiadas en el mundo sabio.” Su primer director fue el doctor Porfirio Parra, antiguo y recalcitrante positivista, que entonces ya se encontraba al final de su carrera.[17] La Escuela de Altos Estudios no tenía un programa específico ni se contemplaba que ofreciera grados académicos de especialidad, maestría o doctorado, sino que más bien daría cursos del más alto nivel en diferentes aspectos del conocimiento humano, a los que sólo podían asistir, previa rigurosa inscripción, los mejores alumnos de las carreras profesionales relevantes que ya hubieran terminado sus estudios. Con un mínimo presupuesto, la Escuela de Altos Estudios sólo alcanzó a contratar a tres profesores de “tiempo completo”, dos norteamericanos (James Mark Baldwin, de psicobiología, y Franz Boas, de antropología) y uno germano-chileno (Carlos Reiche, de botánica), cuyos cursos tuvieron un éxito relativo el primer año y muy escasa inscripción en el segundo año. Además, como la Escuela carecía de edificio, las conferencias se dictaban en diferentes lugares, como la Preparatoria o en Jurisprudencia; de mayor importancia, la Escuela no tenía ni laboratorios ni biblioteca, ni recursos para construirlos y equiparlos, por lo que estaba totalmente incapacitada para realizar investigación científica original.[18]

El primer paso para la conquista y transformación de la Escuela de Altos Estudios lo dio Antonio Caso, poco antes de la muerte del doctor Parra, con un curso libre sobre filosofía dictado en esa sede, con gran éxito de asistencia. Como el sustituto del doctor Parra, nombrado por el presidente Madero, fue el doctor Alfonso Pruneda, y al mismo tiempo Alberto J. Pani ocupaba la Subsecretaría de Instrucción Pública y Antonio Caso la Secretaría de la Universidad Nacional, los miembros del Ateneo vieron la puerta abierta para transformar a la Escuela de Altos Estudios. Al curso de filosofía mencionado siguió otro curso igualmente honorario del matemático Sotero Prieto. Entonces sobrevino la Decena Trágica, después de la cual Huerta sustituyó al doctor Pruneda (que era maderista) en la dirección de la Escuela de Altos Estudios, por el doctor Ezequiel A. Chávez, quien la había diseñado junto con Sierra en 1910, con lo que en teoría se hizo posible la restauración del plan original. Pero en su discurso inaugural Chávez habló en términos defensivos, señalando que los tiempos habían cambiado y que ahora la función principal de Altos Estudios sería formar buenos profesores universitarios, mientras que de la impartición de posgrados y de investigación científica original ya no dijo nada. Altos Estudios rápidamente concluyó su metamorfosis en una Escuela de Humanidades gratuita para el público y para el Estado, en donde por primera vez se escucharon los nombres de las siguientes asignaturas y de sus respectivos profesores: estética por Caso; ciencia de la educación, por Chávez; literatura francesa, por González Martínez; literatura inglesa, por Henríquez Ureña; lengua y literatura españolas, por Reyes. Entre los alumnos que asistieron a esta nueva Escuela de Humanidades se encontraron Antonio Castro Leal, Manuel Toussaint, Alberto Vázquez del Mercado, Xavier Icaza, Manuel Gómez Morín y Vicente Lombardo Toledano, algunos de los cuales años después serían conocidos como “Los Siete Sabios”.[19] De esta manera la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional se convirtió, de una estructura potencialmente capaz de transformarse en un centro de investigación científica, en una dependencia universitaria dedicada a la enseñanza de las humanidades.

Con el nombramiento de Nemesio García Naranjo (otro miembro del Ateneo de la Juventud) como Secretario de Instrucción Pública por Huerta, a fines de 1913, el positivismo recibió su más duro golpe: el Congreso aprobó cambios en la Ley Constitutiva de la Universidad Nacional que modificaron sustancialmente la estructura de la Escuela Nacional Preparatoria. Se alegó que casi después de 50 años de haber sido fundada, la Preparatoria ya era decadente, que su rígido currículo había olvidado la educación moral, y que si cuando inició sus trabajos lo que más necesitaba el país era disciplina y cohesión ideológica, en ese momento se requerían pluralidad y tolerancia. El nuevo plan de estudios de la Preparatoria se aceptó en enero de 1914, con predominio de los nuevos cursos de ética, filosofía y arte, así como mayor peso a los ya existentes de literatura, historia y geografía; además, se suprimieron otros que se consideraron inadecuados. Los viejos profesores positivistas no conocían y no podían dictar las nuevas materias, por lo que ingresaron varios intelectuales jóvenes como Antonio Castro Leal, Julio Torri, Carlos González Peña y Manuel Toussaint, y otros no tan jóvenes como Enrique González Martínez, Francisco de Olaguíbel y Luis G. Urbina, todos ellos humanistas y antipositivistas. Según Garciadiego: “…a principios de febrero, cuando comenzaron los cursos de 1914, la poesía y la filosofía espiritualista habían sustituido al conocimiento científico como principal objetivo de la institución.”[20]

El Ateneo de la Juventud todavía creó otro frente más para divulgar la cultura humanística, esta vez no dentro de las instituciones de la Universidad Nacional sino fuera de ellas y dirigida a un público muy diferente. Reyes lo resume como sigue:

“Un secreto instinto nos dice que pasó la hora del Ateneo. El cambio operado a la caída del régimen nos permitía la acción en otros medios. El 13 de diciembre de 1912 fundamos la Universidad Popular, escuadra volante que iba a buscar el pueblo en sus talleres y en sus centros, para llevar, a quienes no podían costearse estudios superiores ni tenían tiempo de concurrir a las escuelas, aquellos conocimientos ya indispensables que no cabían, sin embargo, en los programas de las primarias. Los periódicos nos ayudaron. Varias empresas nos ofrecieron auxilio. Nos obligamos a no recibir subsidios del Gobierno. Aprovechando en lo posible los descansos del obrero o robando horas a la jornada, donde lo consentían los patrones, la Universidad Popular continuó su obra por diez años: hazaña de la que pueden enorgullecerse quienes la llevaron a término. El escudo de la Universidad Popular tenía por lema una frase de Justo Sierra: La Ciencia Protege a la Patria.”[21]

La satisfacción de Reyes está plenamente justificada, ya que la Universidad Popular programó dos o tres conferencias semanales que no sólo se dieron con gran constancia y por nombres tan ilustres como Alfonso Caso, Erasmo Castellanos Quinto, Antonio Castro Leal, Ezequiel A. Chávez, Carlos González Peña, Pedro Henríquez Ureña y Federico Mariscal, entre muchos otros, sino que algunas tuvieron gran impacto, como las de Mariscal sobre la arquitectura novohispana, pues a partir de ellas se generó la Ley de Conservación de Monumentos Históricos y Arqueológicos. Sin embargo, a juzgar por la lista de los conferencistas y los títulos de sus presentaciones, el lema más apropiado del escudo de la Universidad Popular debería haber sido: “Las Humanidades Protegen a la Patria”, pero esto no fue lo que pensó ni lo que dijo Justo Sierra.[22]

En 1910 México estaba formado por tres clases sociales muy dife rentes entre sí: 1) la aristocracia, residente en la capital y en otras ciudades como Guadalajara y Monterrey, la clase más afluente y educada pero también la menos numerosa, que incluía a los jerarcas de la Iglesia, a los políticos y en espe cial a “los científicos”, además de otros banqueros, hacendados y empresarios mayores; 2) la clase media, principalmente urbana y todavía pequeña pero en rápida expansión, constituida por comerciantes menores, clérigos, militares, empleados, políticos, artistas, obreros, periodistas, estudiantes y profesionistas (ingenieros, médicos, abogados); y 3) el pueblo en general, formado principalmente por la gran masa campesina, analfabeta en su mayoría, con mínima par ticipación en la vida económica y política del país, y casi siempre olvidada por todos. Según el censo de 1910, el país tenía entonces 15 141 684 habitantes, de los que se calcula que aproximadamente dos millones pertenecían a la aristocracia, a la clase media y al ejército, mientras que los restantes 13 millones eran cam pesinos. La estructura de la sociedad no era muy diferente de la que prevaleció en los tres siglos de la Colonia y que persistió a lo largo de todo el siglo XIX, durante las guerras de la independencia y a través de los dos imperios y de las dos invasiones extranjeras, de la Reforma y de la Constitución del 57 y, finalmente, de los 30 años de la Pax porfiriana. Aunque disfrazada con el nombre de República, la nación mexicana seguía conservando una estructura básicamente medieval, en la que los grandes hacendados eran los equivalentes de los barones feudales, dueños de la tierra y de sus pobladores (animales y hombres), y pronto reunidos en alianza con otros barones (hacendados) en favor del rey (o presidente) en turno, siempre apoyados por el clero católico, que predicaba la sumisión de los pobres al régimen, les prometía la vida eterna y les cobraba su respectivo diezmo.

Pero también en 1910 ya se percibían ciertos síntomas de que las cosas no podían continuar así por mucho más tiempo: ésta fue la época en que Madero creyó que México ya estaba listo para instalar la democracia e inició su lucha para lograrlo, la época en que Justo Sierra logró cumplir su antiguo sueño de fundar la Universidad Nacional, la época en que se realizó el I Congreso Nacional de Estudiantes, que al principio se concibió como puramente académico pero acabó siendo político, la época en que se fundó el Ateneo de la Juventud y estalló la revuelta en contra del positivismo. El 23 de septiembre de 1910, mientras se celebraba el gran baile en Palacio Nacional, organizado por don Porfirio y su esposa como culminación de los festejos del Centenario, Madero ya había escapado de su prisión en San Luis Potosí, se había fugado hasta los EEUU, regresaba a México desde San Antonio y se disponía a convocar al movimiento armado en contra de la reelección, que debería estallar el 20 de noviembre de ese mismo año.

Hasta antes de la Decena Trágica, que sacudió violentamente a la capital mexicana y la hizo vivir muchas horas de angustia, la Revolución maderista se había desarrollado en otras ciudades del interior y sus ecos sólo llegaban retrasados con las noticias a la ciudad de México, sin alterar mayormente la vida de los capitalinos. La caída del régimen porfirista, la presidencia interina de León de la Barra y la elección presidencial de Madero ocurrieron sin que la rutina cotidiana del ciudadano promedio de la capital tuviera que modificarse. Incluso después de la usurpación arbitraria y violenta del poder político por Huerta, que duró un par de semanas (la Decena Trágica), la calma regresó a la capital y sólo se vio interrumpida año y medio después, el 15 de agosto de 1914, cuando finalmente llegaron a la ciudad los revolucionarios constitucionalistas con Obregón a la cabeza, pero para entonces Huerta ya había huido del país y no hubo enfrentamientos armados en la capital. Fue hasta que los sonorenses y los villistas entraron de lleno en el conflicto, en el norte, y que los zapatistas aumentaron sus actividades, en el sur, que la Revolución logró afectar profundamente la paz no sólo en el campo sino en todo el país, incluyendo al final a la ciudad de México.

Entre 1914 y 1920 la sociedad mexicana alternó entre el caos político y la violencia, y no pocas veces ambas catástrofes se apoderaron de los mismos sitios y por distintos tiempos. Las instituciones de todos tipos se vieron gravemente afectadas en sus funciones, sobre todo por la falta de garantía en su continuidad, basada en la completa incertidumbre acerca del futuro; la única institución que se vio reforzada en este trágico lapso de la historia de México fue el ejército: entre febrero de 1913 y marzo de 1914, según el informe de Huerta, el número de integrantes del ejército aumentó de 32 594 a 250 000, o sea un incremento del 677%. Esta cifra se redujo posteriormente, pero no mucho.

La Revolución mexicana no fue planeada, no siguió el desarrollo lógico de un proyecto diseñado de antemano por grandes hombres (estadistas y filósofos), sino que se fue haciendo sobre la marcha, se fue inventando cada día, sobre las rodillas, en función de los personajes y las múltiples contingencias determinadas casi exclusivamente por el azar, de modo que pudo haber un número muy grande de otros episodios diferentes de los que sí ocurrieron, y una amplia variedad de finales distintos al que en última instancia la concluyó.

2. Las ciencias en México a principios del siglo XX

En esta sección se presenta un resumen del panorama científico general en nuestro país en 1910. Conviene, sin embargo, especificar desde ahora el significado de lo que se entiende por ciencia en este volumen, en vista de que el término se usa con diferentes sentidos, sobre todo en escritos no científicos, como por ejemplo textos políticos, filosóficos o históricos. En otros sitios[23,24] he propuesto que la ciencia es una actividad humana creativa cuyo objetivo es la comprensión de la naturaleza y cuyo resultado es el conocimiento, obtenido por un método científico deductivo y que aspira al máximo consenso entre los expertos relevantes. El carácter esencial de las ciencias es la búsqueda del conocimiento científico; la frase no es redundante porque el término conocimiento también se usa con otros adjetivos, como intuitivo, absoluto, a priori o filosófico, que lo transforman en entidades diferentes del producto de las ciencias y propias de otras disciplinas. También debe distinguirse a las ciencias de la tecnología, que es una actividad humana transformadora cuyo objetivo es la explotación de la naturaleza y cuyos resultados son bienes de servicio o de consumo. Aunque estas definiciones sugieren campos de acción muy diferentes y con límites claramente definidos, la realidad es que a veces (pocas, por fortuna) no resulta fácil distinguir al conocimiento científico de otras formas de intentar comprender a la realidad o de ciertas manipulaciones tecnológicas de la naturaleza. Sin embargo, aun reconociendo estos problemas, en este texto he seguido la regla de sólo llamar ciencias a las actividades primariamente dirigidas a la generación de nuevos conocimientos científicos. Esto excluye a muchas academias y sociedades, a la mayoría de las instituciones asistenciales y de servicios, así como a las de enseñanza media y superior, y a las dedicadas al desarrollo tecnológico, que no hacen investigación científica. Ejemplos de estas exclusiones son la Academia Nacional de Medicina, las Secretarías de Salud y de Educación, la Escuela Nacional Preparatoria y la Inspección General de Monumentos Arqueológicos. La exclusión de las instituciones en las que sólo se enseña o se usa el contenido de las ciencias puede parecer arbitraria, pero se basa en la siguiente consideración: no es lo mismo enseñar o utilizar el contenido de alguna disciplina científica, sea al nivel de divulgación o con la profundidad y el detalle de los especialistas, a generar nuevos conocimientos científicos; lo primero es hacer pedagogía o tecnología, mientras lo segundo es hacer ciencia. Se puede ser un profundo conocedor de cierta ciencia y un excelente profesor de la materia, un sabio y un maestro consumados, pero si no se trabaja directamente en la producción de nuevos conocimientos en la disciplina no se está haciendo ciencia. Algo semejante ocurre con la tecnología, cuando se limita a aplicar un conocimiento científico dado para mejorar algún proceso productivo: el resultado puede ser espectacular y generar grandes beneficios sociales y económicos, pero no debe llamarse ciencia porque no se ha generado nueva información.

Hechas estas aclaraciones, no sorprende que la característica sobresaliente del estado general de las ciencias en México en 1910 sea su subdesarrollo, lo que es aparente cuando se compara con la situación de las ciencias en ese mismo tiempo en países del hemisferio norte europeo, como Inglaterra, Dinamarca, Suecia, Alemania o Francia. Este subdesarrollo se expresa principalmente en la casi completa ausencia de tradición científica en nuestro medio, a pesar de que desde sus principios como nación México posee una rica historia científica, rescatada entre otros por el espléndido libro de Elías Trabulse y sus colaboradores, Historia de la Ciencia en México,[25] que en sus cuatro bellos tomos hace un repaso de las distintas disciplinas científicas e ilustra su presencia con textos relevantes de los principales autores en los siglos XVI a XIX. Pero una cosa es la historia y otra la tradición, sobre todo en el desarrollo de las disciplinas creativas que requieren de continuidad ininterrumpida de esfuerzos comunes para establecerse con raíces propias y profundas, y pasar de individuos aislados o grupos pequeños, casi exclusivamente receptores de novedades generadas en otras latitudes, a verdaderas escuelas nacionales productoras de conocimientos originales y de proyección universal, con continuidad de varias generaciones, que contribuyan a mejorar la vida de la sociedad en la que están inmersas.

Figura 1.5. Portada del libro de Elías Trabulse Historia de la Ciencia en México, publicado en 1983.

La ausencia de tradición científica en el México de 1910 seguramente tiene múltiples causas, algunas compartidas con otros muchos países del hemisferio sur, que en ese momento se encontraban en etapas semejantes o hasta previas de subdesarrollo, como gran parte de América Latina, África, la India y muchas naciones del Pacífico.[26] Pero la falta de tradición científica en México también reconoce causas propias, entre las que conviene resumir las dos siguientes:

1) La Colonia Española (Siglos XVI-XVIII). Cuando Hernán Cortés completó la conquista del Imperio Azteca, bautizó al nuevo dominio del emperador Carlos I de España y V de Alemania con un nombre que revelaba el espíritu con que se había realizado la empresa: lo llamó la Nueva España. La idea era transformar a este Mundo Nuevo en una extensión de la Madre Patria, sustituyendo todos y cada uno de los componentes de la cultura indígena nativa por sus equivalentes peninsulares: idioma, religión, estructura social, gobierno, leyes, nombres, usos, costumbres y absolutamente todo lo demás, que en conjunto constituyen la identidad cultural de un pueblo. Pero si la Nueva España iba a ser copia fiel de la Vieja España, también debía adoptar su otra característica del siglo XVI: la postura intransigente y de rechazo de la Madre Patria ante los dos movimientos que estaban cambiando en forma definitiva a Europa, a los que España les había cerrado la puerta en las narices: el Renacimiento y la Reforma. En contra del nuevo interés del hombre renacentista en las culturas clásicas, representadas no sólo por la filosofía, el teatro y la poesía griegas y latinas, sino también por la admiración por la arquitectura y por la belleza del cuerpo humano, manifestada en la maravillosa estatuaria helénica y romana, así como también en contra de la avalancha de la Reforma, que amenazaba la estructura misma del reino y de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, al poner en duda el derecho divino a la autoridad del Rey y del Papa, España se irguió amenazadora y, dispuesta a defender a todo trance su espíritu medieval, se declaró campeona de la Contrarreforma y creó el Tribunal de la Santa Inquisición.[27] Vigiladas de cerca, las humanidades no representaban un peligro para la estabilidad del reino español y de la Iglesia católica, por lo que siguieron creciendo vigorosamente hasta que el genio ibérico alcanzó ese glorioso desarrollo conocido como El Siglo de Oro. Pero en cambio las ciencias no prosperaron, por lo menos no como la literatura y la poesía, porque sus trabajos inspiraban desconfianza en las autoridades eclesiásticas tan pronto como los resultados parecían oponerse a la Verdad revelada en las Sagradas Escrituras.

Éste fue el espíritu que dominó en la Nueva España durante la Colonia. La Real y Pontificia Universidad de México se fundó en 1551 siguiendo a la de Salamanca, pero en realidad empezó a funcionar a partir del lunes 5 de junio de 1553, a las siete de la mañana, con la lectura de la secunda secunde (sic) de santo Tomás de Aquino, en cumplimiento de la cátedra de teología, por el padre fray Pedro de la Peña, prior de Santo Domingo, por instrucción del virrey Velasco. Ese mismo día se inauguraron otras cuatro cátedras, que completaban el currículo: la de cánones, a cargo del licenciado Pedro Morones; la de decreto, confiada al doctor Bartolomé de Melgarejo; la de artes, por el canónigo Juan García, quien empezó leyendo la Lógica de Soto; y la de gramática, al cuidado del Bachiller Blas de Bustamante. El 21 de julio de 1553 se celebró el primer Claustro Universitario, presidido por el rector, doctor Antonio Rodríguez de Quesada, al que asistieron los ya mencionados maestros, así como fray Alonso de la Vera Cruz y don Juan de Negrete, incorporados a la cátedra de teología, y otros profesores más. La cátedra de medicina se fundó el 7 de noviembre de 1582, con don Juan de la Fuente como titular, la de vísperas hasta 1595, a cargo de don Juan de Plascencia, y la de cirugía en 1622, desempeñada por el doctor Cristóbal Hidalgo Bendabal.[28] Se registra que en 222 años de existencia de la institución salieron de sus aulas 29882 bachilleres y 1162 maestros y doctores, y se dice que muchos de ellos fueron después miembros del Consejo de Indias, oidores y hasta arzobispos.[29] Una descripción de los estudios que se seguían en la Real y Pontificia Universidad de México, hecha por el doctor Porfirio Parra en 1900, dice en parte lo siguiente:

“El latín, puerta de bronce del saber en aquellos días, ocupaba el primer tér mino; se estudiaba con el nombre de curso de Gramática. Le seguía la Retórica, que tenía por objeto embellecer el discurso, pero que con la mayor buena fe del mundo lo trocaba en sutil, atildado, conceptuoso, alambicado y estrambótico. Venía en seguida el curso de Artes, en cuyo nombre se designaba lo que llamamos hoy filosofía: comprendía lo que el hombre puede alcanzar por medio de las luces naturales, es decir, sin el auxilio de la revelación; este curso abarcaba todo el saber positivo de aquella época, y se dividía en Filosofía natural y Filosofía moral. En la primera se enseñaban los conocimientos relativos a la naturaleza externa, no los que nos comunica la observación y la experiencia, sino lo que discurrieron Aristóteles en lo tocante a Física, y Plinio en lo relativo a Historia Natural; las Matemáticas quedaban comprendidas en esta parte de Artes, reduciéndose a la geometría de Euclides, que, dicho sea de paso, era el solo material sólido y casi perfecto de aquel colosal y heterogéneo programa.

La Filosofía moral, que comprendía el espíritu del hombre, estaba dividida en lógica o dialéctica; en metafísica, o conocimiento de la substancia, cuyo principal capítulo era la pneumatología, ó ciencia de la substancia espiritual, subdividida en ciencia del alma humana, del alma angélica y del espíritu divino, y en Ética o Moral.”[30]