Historia de la comida en España - María José Sevilla - E-Book

Historia de la comida en España E-Book

María José Sevilla

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Una fascinante historia de la alimentación en España desde la Antigüedad hasta nuestros días. La cocina en España es un crisol de culturas, sabores e ingredientes. El clima, la geología y la topografía la han enriquecido y han propiciado una gran variedad de tradiciones gastronómicas y cocinas regionales. A su vez, la compleja historia del país, con pobladores e invasores diversos, y la llegada de nuevos alimentos e ideas procedentes de otras latitudes son también determinantes para entender las peculiaridades y la evolución de la comida. La presente obra, amena y rigurosa, nos muestra cómo ha sido la alimentación en España desde la Antigüedad hasta nuestros días. María José Sevilla entreteje hábilmente la historia culinaria, las circunstancias que afectan a su desarrollo y características, así como la cambiante relación con la comida y la cocina.

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Seitenzahl: 640

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Título original: Delicioso. A History of Food in Spain.

Publicado en inglés por primera vez por Reaktion Books, Londres, en la colección Foods and Nations.

© del texto: María José Sevilla, 2019.

© de la traducción: Borja Folch, 2023.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2023

Avda. Diagonal, 189- 08018Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: noviembre de 2023.

REF.: OBDO254

ISBN: 978-84-1132-520-2

EL TALLER DEL LLIBRE·REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

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Todos los derechos reservados.

Introducción

La historia de la cocina española es un tema que los estudiosos han descuidado en el pasado. La historia está presente en cada rincón de este país tan diverso. Una diversidad difícil de igualar en el resto de Europa abre las puertas al mundo de todo lo español: tierras y gentes, músicas, tradiciones, lenguas y, por supuesto, gastronomías. Desde tiempos remotos, la cocina española se fue enriqueciendo con las distintas culturas que llegaron a la zona, donde ya vivían vascos e íberos, que algunos historiadores consideran que fueron los primeros habitantes de la península. Los cereales y los guisantes que se transportaban hacia el oeste a través del Mediterráneo empezaron a alimentar a los íberos a lo largo de la costa mediterránea y atlántica meridional, así como a los celtas en el norte y noroeste de la península, donde se asentarían para criar animales y cultivar la tierra. Desde el otro lado del Mediterráneo llegaron los fenicios. Buscaban comercio, minerales valiosos y, en particular, sal marina para curar el pescado. Los griegos trajeron el vino a Cataluña, mientras que los romanos buscaban en Hispania aceite de oliva, garum, cereales y oro. Antes de la llegada de los romanos, los judíos ya se habían establecido en Sefarad, nombre que dieron a la península ibérica.

Después, en el siglo V, tribus germánicas cruzaron los Pirineos para ocupar los restos de lo que había sido una provincia romana. Más tarde, bereberes y árabes se asentarían aquí durante casi ocho siglos, convirtiendo la mayor parte de la península en un fértil y hermoso jardín al que llamaron al-Ándalus. Durante los siglos XIII y XIV, antes de que la Reconquista cristiana terminara en Castilla, la expansión de la poderosa federación de Aragón, Cataluña y Valencia en el Mediterráneo añadió otra capa de sabor y tradición a la comida de Iberia, muy influenciada por Italia. A partir del siglo XVI los intercambios de alimentos con América ampliaron la despensa de ingredientes de España y mejoraron el interés y la variedad de su gastronomía. La llegada de los Borbones a principios del siglo XVIII y la consiguiente influencia francesa en la vida y la alimentación españolas provocaron una enérgica reacción negativa por parte de la población.

En el siglo XIX los autores y críticos gastronómicos españoles se habían convertido en defensores de la auténtica cocina de España. Ante la amenaza de perder su identidad, defendieron con ahínco un concepto de «cocina nacional» que en realidad nunca había existido. No obstante, habría sido mejor que se hubieran limitado a defender las cocinas «regionales» de España, amenazadas desde hacía tiempo: las cocinas de las autonomías de España, como deberíamos llamarlas hoy. La pérdida de Cuba y Filipinas en 1898 fue un duro golpe para el orgullo de los españoles y para la economía del país, y los años de hambre y privaciones, a los que siguieron las terribles experiencias de la Guerra Civil en la década de 1930, afectaron gravemente a la agricultura y a las cocinas.

Escribir un libro exhaustivo sobre la historia de la comida española ha sido todo un reto. Soy una escritora gastronómica española que vive en el extranjero, fascinada por mi propio país y mi cultura, y que ha encontrado en la historia social una respuesta a la manera en que cocino y me gusta comer. Durante los últimos treinta años, esta fascinación me ha despertado un apego a la cocina y al vino españoles que, a semejanza de quienes están en el exilio (voluntariamente en mi caso), se ha vuelto más fuerte al vivir lejos de la tierra que me vio nacer. Compartir la cocina y el vino españoles con otras personas, viajar, cocinar y escribir libros sobre el tema me han ayudado a recorrer este camino y me han permitido mantenerme en contacto con mis orígenes en un momento en el que la comida ha cambiado drásticamente en España.

Cuando salí de España en 1971, la dictadura de Franco estaba llegando a su fin y el camino hacia la democracia y unas perspectivas económicas favorables estaban ya en construcción. Solo unos años antes, J. H. Elliott, el prestigioso historiador británico, había escrito las siguientes palabras en una primera edición de su libro La España imperial:

Una tierra seca, baldía y empobrecida: el 10 por ciento de su suelo es rocoso; el 35 por ciento, pobre e improductivo; el 45 por ciento, moderadamente fértil y el 10 por ciento, fértil. Una península separada de la Europa continental por la barrera montañosa de los Pirineos; aislada y remota. Un país dividido en su seno, partido por una alta meseta central que se extiende desde los Pirineos hasta la costa meridional. Sin centro natural, sin rutas fáciles. Fragmentada, dispar, un complejo de razas, lenguas y civilizaciones distintas; así era y así es España.[1]

Aunque las cosas han mejorado mucho desde la década de 1970, algunas de las observaciones de Elliott quizá sigan siendo pertinentes para siempre. Sus palabras no solo describen la fisonomía del país, sino su singularidad y su fuerte y compleja personalidad. Ahora más que nunca es necesario aceptar la pluralidad de España, tratando al mismo tiempo de conseguir el sincretismo, la convergencia y la divergencia en la sociedad, cosa que también contribuirá a la comprensión de la personalidad propia de la cocina del país.

La España actual es, en gran medida, un país moderno en el que las autopistas y los trenes de alta velocidad recorren el espectacular paisaje que tanto admiraron poetas y pintores. Atrás queda, esperemos que para siempre, el atraso crónico de las zonas rurales que tanto afectó al país, un mal que durante siglos hizo imposible la vida del agricultor español y de gran parte de la sociedad.

En 1978, tras la muerte de Franco y la restauración de la democracia, el país se dividió administrativamente en diecisiete comunidades autónomas derivadas principalmente de los reinos medievales: un complejo mosaico de mundos geográficos, climáticos, agrícolas, alimentarios y culinarios diferentes. Las cocinas españolas tienen su origen en la comida del campesinado feudal de aquellos tiempos. Sin embargo, lo que hoy entendemos por cocinas españolas no se fundamenta necesariamente en la sencilla y repetitiva dieta diaria de los pobres. Muchos platos de esa gran parte de la población se preparaban con gran sacrificio económico y con ingredientes de calidad, sobre todo para celebrar santos, fiestas y bodas, de lo que dejó detallada constancia Miguel de Cervantes. A lo largo de los siglos, estos platos se han ido adaptando para incorporar cambios en la agricultura, nuevos productos procedentes de América y algunas influencias de la comida de la nobleza.

España ya no necesita demostrar la existencia de una «cocina nacional», como pensaban los críticos del siglo XIX cuando buscaban la identidad nacional española. La existencia e individualidad de las cocinas de España ha sido plenamente aceptada. En cuanto a la «comida internacional» del siglo XIX y principios del XX, tan temida por los críticos gastronómicos españoles de la época, ha sido sustituida por una alta cocina española creativa e innovadora (la versión española de la haute cuisine), justamente admirada, que se prepara en muchos restaurantes en constante evolución en los que ahora se sirve comida tan excepcional como original.

España es la cuarta economía de la eurozona, con unProducto Interior Bruto de 1,3 billones de dólares y una población de 46,4 millones de habitantes. Coincidiendo con los avances industriales y económicos de España, en los últimos cuarenta años la creatividad y la innovación en la cocina profesional —empezando por el País Vasco y siguiendo por Cataluña y el resto del país— han situado a la cocina española entre las mejores del panorama internacional. Como consecuencia, muchos jóvenes cocineros nacidos en Sevilla, Madrid, Barcelona o Bilbao, tras haber alcanzado el reconocimiento siguiendo los pasos de los maestros españoles de vanguardia de las últimas décadas, ahora regresan a la cocina tradicional, mejorando y reforzando su carácter. Esos chefs están adoptando la modernidad y adaptándola cuando es necesario, pero ahora también se aseguran de mantener intactos los principios e ingredientes que mantienen el carácter local. Lo que también ha ocurrido es que los cocineros, que trabajan individualmente pero también en colaboración, han establecido vínculos entre las distintas tradiciones alimentarias que, basándose en la calidad, garantizan una buena comida en todo el país. Estos vínculos son tan fuertes que ni siquiera quienes se consideran políticamente independientes serían capaces de negar su existencia.

En cuanto al aislamiento y la lejanía que existieron en el pasado, hoy millones de turistas, los nuevos invasores temporales, deciden viajar cada año a esa tierra mayoritariamente seca, pero definitivamente no tan yerma, donde van a buscar vinos de Rioja, queso manchego, jamón ibérico y arroz de Calasparra. Desgraciadamente, también demandan comida rápida, bollería industrial y las bebidas azucaradas de las que también disfrutan los jóvenes españoles.

Lejos quedan los tiempos en que España solo atraía a viajeros y escritores extranjeros en busca de historias efectistas y pintorescas que contar cuando regresaban a sus países de origen, no siempre justas ni generosas, pero siempre atractivas. En cuanto a la auténtica comida española, hasta no hace mucho ignorada, descartada o simplemente comparada desfavorablemente con la francesa o la italiana, los cambios de opinión de la crítica nacional e internacional han sido notables. Admirada ya en todo el mundo, la cocina de España, tradicional o vanguardista, escribe continuamente nuevos capítulos que se añaden a su larga historia. La belleza y la diversidad de España siguen siendo inigualables y un buen plato de comida está garantizado en casi todas partes.

1

Una tierra al borde de lo desconocido

La historia de la alimentación empezó pronto en la península ibérica. A propósito de Atapuerca, el profesor José María Bermúdez de Castro, del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, afirmó que era un buen lugar para vivir. Estaba en alto, por lo que era un buen punto de observación para los cazadores, y también había un río cerca. El profesor Bermúdez se refería a la Sierra de Atapuerca, situada en la región de Castilla y León, un yacimiento paleolítico en el que decenas de arqueólogos de todo el mundo realizan excavaciones, buscando vestigios de los antiguos españoles que vivieron allí hace 800.000 años e incluso antes. Los expertos han ido descubriendo cómo vivía y cazaba la gente, qué comía, qué herramientas utilizaba, cómo moría y cómo era enterrada. En una de las cuevas de Atapuerca, conocida como la Gran Dolina, los arqueólogos han encontrado herramientas de piedra que se utilizaban para descuartizar animales y, lo que es más importante, claros indicios de que cocinaban los alimentos. También han descubierto las pruebas más antiguas de canibalismo humano. Aún más emocionante que la Gran Dolina, si cabe, es el yacimiento de Orce (Granada), donde se han encontrado herramientas fabricadas por homínidos hace 1,5 millones de años. Los hallazgos españoles están arrojando dudas razonables sobre la opinión dominante, según la cual las primeras etapas de la evolución humana tuvieron lugar exclusivamente en África.[1]

Avanzando rápidamente por la prehistoria, los expertos tratan de llenar el vacío existente entre los hallazgos de Orce y de Atapuerca y el reciente descubrimiento en Capellades (Barcelona), que podría remontarse a unos 80.000 años antes de Cristo. Capellades está acercando mucho más a los investigadores alimentarios a la dieta de los primeros ocupantes de la península ibérica. En este yacimiento se han encontrado hornos utilizados para cocinar y fabricar enseres, junto con una importante colección de herramientas de piedra y hueso y utensilios de madera.

Los arqueólogos han establecido que la dieta de los primeros habitantes se componía de la carne de los animales que conseguían cazar. Parece ser que también comían insectos y gusanos, raíces, frutos secos y frutas silvestres que encontraban cuando se desplazaban de un sitio a otro, a través de montañas y valles cubiertos de espesos bosques. Como a menudo vivían cerca del mar, recolectaban marisco y otras especies marinas. Las ostras, las lapas y los caracoles de mar se consumían en abundancia, tanto crudos como cocidos en sus conchas sobre fogones de piedra. ¿Quién sabe si las tradicionales sopas de pescado y marisco que tanto gustan a los vascos fueron en su día una especialidad preparada en las cuevas de la zona? Barandiarán, sacerdote católico y figura clave de la arqueología vasca, creía que así era.[2] Al escribir sobre la excavación de la cueva de Santimamiñe, cerca de Guernica (Vizcaya), refirió el descubrimiento de carbón vegetal y cenizas, algunas conchas de ostras y lapas, y un hogar de 115 centímetros de diámetro formado por grandes piedras. El conde de la Vega de Sella, otro conocido arqueólogo español, señaló a Barandiarán que las conchas que habían encontrado no habían sido abiertas por la fuerza ni habían sido puestas directamente sobre el fuego. Creía que habían sido hervidas en algún tipo de utensilio natural.

En 1820, en las magníficas cuevas de Altamira, en Cantabria, se encontraron obras de arte de hace 14.000-18.500 años. Los artistas utilizaban carbón vegetal y piedra hematites para representar bisontes, caballos, ciervos y jabalíes, tanto en negro como en intensos colores anaranjados. También representaban a hombres cazando para alimentarse y bailando por placer, mientras que su otra actividad principal era recolectar frutos y hojas silvestres. También en Cantabria, la cueva de El Juyo (13.350-11.900a.C.) es uno de los yacimientos magdalenienses más ricos que se conocen en la península ibérica. El Juyo documenta la organización social de diversas actividades, así como la economía de la vida cotidiana en la época magdaleniense. En esta cueva se han encontrado más de 22.000 huesos identificables, pertenecientes a ciervos, cabras, leones, caballos, jabalíes y zorros. Por la cantidad de conchas encontradas en el yacimiento, está claro que los cántabros prehistóricos disfrutaban comiendo los mismos erizos de mar que los asturianos siguen teniendo en tan alta estima hoy en día.

Los arqueólogos coinciden en que, antes de que se fabricara cerámica en Iberia, en las faldas de los Pirineos, se usaban utensilios de madera llamados kaikus para cocinar. El kaiku, tallado en un tronco macizo, permitía a los primeros habitantes de la península hervir agua metiendo brasas calientes dentro del utensilio, un método de cocción que reblandecía mariscos y raíces. Mucho más tarde, siguiendo el mismo método, pero utilizando leche en lugar de agua y cuajo animal, los mismos kaikus se emplearon para preparar ricas cuajadas, llamadas mamias o gaztamberas.[3]

En Iberia, la agricultura se desarrolló unos doscientos años más tarde que en otras partes del mundo. La diversidad geográfica y climática de la región habría determinado los cultivos, sobre todo en el norte del país, donde el clima húmedo del Atlántico dificulta el cultivo de cereales como el trigo y la cebada.

En 2015, Mattias Jakobsson y su equipo de la Universidad de Uppsala (Suecia) analizaron el material genético de ocho lotes de restos humanos hallados en Atapuerca y datados entre 5500 y 3500 a. C. Llegaron a la conclusión de que los vascos actuales son descendientes de los íberos que vivieron en la península tras la transición a la agricultura. Después de mezclarse con los cazadores-recolectores del norte, quedaron aislados durante milenios. Este grupo de científicos no solo aportó información sobre la caza, la recolección y la agricultura en la España primitiva, sino que contribuyó a comprender los orígenes de los vascos, uno de los pueblos más enigmáticos de Europa. Este asunto ha desconcertado a los historiadores durante siglos, y no solo en España. «Nuestros resultados demuestran que la ascendencia de los vascos se remonta a los primeros grupos agricultores de Iberia, lo que contradice las opiniones anteriores de que son una población remanente cuya ascendencia se remonta a los grupos de cazadores-recolectores del Mesolítico», afirma el profesor Jakobsson. Una vez establecidos en su preciada y difícil zona de cultivo y siendo capaces de conquistar regiones más al norte, se pusieron a salvo de quienes intentaban invadir su territorio y acabaron por marcharse.[4]

Al este del País Vasco, las cosas eran muy diferentes. Las investigaciones llevadas a cabo en los Pirineos apuntan al cultivo de trigo, cebada y guisantes hacia 6000-5400 a. C. En otras zonas del país, especialmente en Cataluña y Valencia, el éxito temprano de la agricultura mediterránea también está bien documentado.

Aunque el desarrollo de la agricultura en Iberia fue tardío, se produjo rápidamente y resultó ser uno de los más variados de Europa. Sin embargo, las razones de este fenómeno siguen siendo objeto de debate. ¿Se cultivaban diferentes especies juntas en un mismo campo para reducir el riesgo de malas cosechas? ¿Los primeros agricultores experimentaban con distintos cultivos? ¿La selección de los cultivos venía determinada por su uso final como alimento humano o animal como, por ejemplo, la elaboración de masa de pan o la calidad de la paja? Fuera cual fuera el motivo, en el Neolítico ibérico, la lista de cultivos disponibles en una u otra región era asombrosa. Había trigo descascarillado, trigo para hacer harina y pan primitivo, cebada, guisantes y otras legumbres como las lentejas, así como lino y amapolas. La cría de animales, otra parte fundamental de la agricultura, también ocupaba un lugar importante en la vida de los primeros pueblos de Iberia. Criaban cabras, cerdos y bóvidos en función de las características climáticas y geográficas de la zona y de la disponibilidad de pastos frescos, en general escasos, excepto en el norte y el noroeste de la península.

LOS PRIMEROS POBLADORES Y LOS QUE LLEGARON DESPUÉS

Los pobladores de España se componían de diversas tribus. Fuentes antiguas describieron a los habitantes de la lejana tierra del fin del mundo tildándolos de raros. Celebraban rituales sangrientos, luchaban contra otras tribus, bebían cerveza y bailaban durante las largas noches de invierno. También criaban ganado vacuno, porcino y ovino y cultivaban la tierra. Eran los íberos, probablemente el pueblo más antiguo conocido de una península que llevaría su nombre para siempre.

El origen de los íberos es muy controvertido. Algunos expertos creen que podrían haber sido bereberes norteafricanos, mientras que otros opinan que llegaron de Asia Menor en torno al 6000a.C. Reconocidos por griegos y romanos, los íberos ocuparon extensas zonas del este y del sureste de España, así como algunas partes de Andalucía. Cultivaban trigo, cebada, centeno y avena, y comían el rudimentario pan de torta, hecho con granos de cereal molidos y con agua, y cocido directamente sobre brasas calientes. También trajeron consigo el mijo y la col. Aumentó el consumo de carne (ovejas, cabras, bueyes y, sobre todo, cerdos). Los avances de los íberos en la agricultura y en la minería en el sur de España atrajeron a poderosos comerciantes de las costas del Mediterráneo oriental. Los íberos habían descubierto el valor de la sal, los minerales y los metales preciosos, e interactuaban con otras culturas procedentes de Europa y África.

Las tribus celtas de origen indoeuropeo habían empezado a cruzar los Pirineos ya en el año 900 a. C. No se trató de una invasión clásica, sino de un prolongado proceso de inmigración que duró más de seiscientos años. Amaban la naturaleza tanto como la guerra; eso quedaría demostrado cuando los romanos intentaran someterlos siglos más tarde. En el fondo, los celtas eran un pueblo de pastores. Les encantaban la mantequilla y la carne de cabra, así como los jamones que curaban en las altas montañas del norte, donde construían sus características casas circulares con tejados cónicos de paja. Más al este, en el litoral y en las faldas de los Pirineos, los vascos cultivaban la tierra y pescaban cerca de la costa. Los celtíberos eran un grupo de celtas que, durante los siglos anteriores a Cristo, ocupaban la parte central y oriental de la península. Fueron ellos quienes lucharon a muerte contra los romanos mientras sus líderes se mostraron decididos a quedarse definitivamente en la península.

A TODOS LES GUSTABA EL PAN

En su Geografía, el escritor griego de la Antigüedad Estrabón dedicó el tercer libro a Iberia, y en el primer capítulo del Libro III habla de los panes sencillos que preparaban las tribus celtas que vivían en el noroeste de la península ibérica, hoy el norte de Portugal y Galicia. Hacer pan con harina de bellota era fácil. Durante los meses de invierno, se recogían bellotas maduras de los árboles. Si su concentración de taninos era elevada, las bellotas primero se tostaban o hervían. Una vez secas, se molían hasta obtener una harina gruesa con rudimentarias piedras de moler; después se añadía un poco de agua y la masa estaba lista para cocerse.

Los celtas que se habían asentado en la península eran más sofisticados que las tribus celtas de la Galia; sabían hacer panes más sofisticados añadiendo fermentos a la masa. El resultado era un pan más ligero y apetitoso que solían utilizar para absorber los jugos del cabrito y otras carnes asadas. Conocido también como torta, más al sur y al este de la península, este tipo de pan se elaboraba con mijo o con otros cereales de mayor valor, como el trigo y la cebada. Dado que no tenían hornos, colocaban porciones de masa directamente sobre las brasas, a veces protegidas por grandes hojas de arce, tal como siguen haciéndolo hoy en día los gallegos y asturianos cuando cuecen pan de maíz. A veces cocían sus panes utilizando ollas de cerámica que colocaban en el centro del fuego cubiertas con una tapa invertida, sobre la que se colocaban brasas calientes.

VINIERON DE ORIENTE

La llegada de nuevos colonos procedentes de las lejanas costas orientales del Mediterráneo acercó Oriente Medio a Occidente. Para entonces, en algunas zonas de la península, ya se cultivaba la vid desde hacía cientos de años. Se discute si la vid era originaria del Mediterráneo occidental o si fue traída de Oriente cuando el hombre descubrió la fermentación.[5]La ciudad de Gadir (Cádiz) fue fundada en 1100 a. C., por una confederación de comerciantes marítimos procedentes de Tiro, Biblos y Trípoli: los fenicios. Originalmente pertenecían a una civilización procedente del norte de la antigua Canaán, la zona conocida hoy como Líbano. Eran grandes navegantes y comerciantes, especializados en tejidos, vidrio y cerámica. También comerciaban con cedro, aceite de oliva y vino. Sus barcos se construían para navegar por el Mediterráneo y más allá, bordeando África Occidental, siempre en busca de negocios y beneficios. Fundaron colonias allá donde fueron, en Chipre, Rodas, Creta, Malta, Sicilia, Cerdeña, Marsella, Cartago y Cádiz. Como explicaba el oráculo de su dios Melqart, creían que en los confines del mundo conocido podían encontrar minerales y metales preciosos, que constituían el cargamento más valioso de todos, junto con sal marina para conservar el pescado. El sur de España era rico en plata, oro y cobre, y el atún abundaba tanto como la sal. Durante la época fenicia, Cádiz también se hizo con el control del comercio de estaño procedente del resto de la península y de las Casitérides o «islas del estaño», un misterioso lugar situado más al norte, en el océano Atlántico. Los barcos navegaban hacia el norte a lo largo de la costa portuguesa y gallega hasta ciertos puntos donde comerciaban con mercaderes de aquellas misteriosas islas, que podían estar situadas frente a las costas de Galicia, Bretaña o incluso más al norte, en las islas británicas.

Al principio, los fenicios establecieron varias colonias al este y al oeste de Gibraltar. Se trataba de pequeños asentamientos situados a lo largo de la costa a intervalos cortos que podían servir de puertos. Desde el siglo VIIIa.C. hasta mediados del VI, numerosos inmigrantes fenicios se establecieron en esta región. Los restos de las tumbas que han excavado los arqueólogos indican que pertenecían a familias adineradas que habían vivido en la zona durante sucesivas generaciones. Lo más probable es que se tratara de una inmigración permanente y no de visitas comerciales de carácter temporal. En los asentamientos situados en las desembocaduras de los ríos podían cultivar la tierra y criar ganado vacuno, caprino y ovino. También podían llegar fácilmente al interior del país y, por tanto, buscar minerales y otras materias primas valiosas. El clima benigno y la riqueza de los mares fueron otros factores determinantes. Lugares como Abdera (antigua Adra), Almuñécar (Sexi), Chorreras, Morro de Mezquitilla, Toscanos y Málaga (Malaka) fueron asentamientos fenicios.

Desde el principio, los colonos también desarrollaron una intensa actividad comercial con los indígenas del interior, aunque a una escala mucho menor que en torno a Cádiz y las demás zonas costeras. Traían consigo tejidos, joyas finas y cerámica. También traían vino transportado a buen recaudo en las clásicas ánforas de barro que habían utilizado durante siglos. En el sur de España esta idea se ha visto respaldada por la presencia de innumerables fragmentos de ánforas rotas de esa época. El ánfora era el recipiente perfecto, utilizado no solo para transportar aceite de oliva y vino, sino también grano y muchos otros productos. Más adelante, en época romana, decenas de artesanos locales copiarían el ánfora clásica con ligeras variaciones sobre el diseño original. Recientes hallazgos arqueológicos indican que, en época fenicia, el vino se había convertido en el principal producto de exportación a Iberia. Obviamente, la población nativa desarrolló el gusto por el zumo de uva fermentado procedente de Oriente Medio. Hasta entonces, los indígenas habían disfrutado de la cerveza elaborada tanto por hombres como por mujeres. Los fenicios también crearon fábricas para la conservación del atún y para la producción de sus tejidos teñidos de púrpura. En la ciudad de Cádiz se han encontrado monedas con la imagen de un atún, cosa que indica la importancia que la pesca de esta especie y el pescado en conserva tenían para la economía de la época. Durante estos primeros siglos, los intercambios entre las culturas autóctonas y las foráneas influyeron favorablemente en el desarrollo de la minería, la agricultura, la pesca y el comercio, y lógicamente en los alimentos preparados en las cocinas de la región. Los griegos, grandes benefactores culturales, también viajaban por el Mediterráneo occidental y fundaron colonias comerciales en Cataluña.

TARTESSOS

La costa suroeste de la península intrigó a los geógrafos en la Antigüedad y sigue atrayendo a los arqueólogos en la actualidad. Unos buscan ánforas, utensilios de cocina y semillas antiguas, mientras que otros buscan tesoros como el de El Carambolo, hallado en 1958. Expuesto en el Museo Arqueológico de Sevilla, se trata de una magnífica colección de los mejores tesoros de joyería que confirman la sofisticación de la cultura a la que pertenecieron. Al margen de si fueron manos de joyeros íberos o fenicios las que fabricaron estos tesoros únicos en el siglo VIa.C., su descubrimiento en un yacimiento situado pocos kilómetros al oeste de Sevilla se ha asociado a Tartessos.

Hasta la segunda mitad del siglo XX, Tartessos, envuelta en historias de tesoros y viajes aventureros, se consideraba un lugar mítico. Sin embargo, parece que existió en la parte más suroccidental de España entre los siglos IX y VI a. C. En la actualidad, los arqueólogos creen que Tartessos ocupó en su día el mismo lugar que el Parque Nacional de Doñana, en la provincia de Huelva, en el oeste de Andalucía. Doñana es una reserva natural de gran belleza donde las aves descansan y se alimentan antes de cruzar el Estrecho de Gibraltar durante su viaje anual a África. Según parece, su territorio llegaba hasta la actual Extremadura. Tartessos es el nombre dado por los griegos a la capital y puerto de un rico Estado que, tras desarrollarse política y culturalmente, se convertiría en la primera civilización organizada de Occidente de la que se tiene noticia. También fue la primera en comerciar con las culturas del Mediterráneo oriental, viajando a través del mar.

En aquel entonces, antes de llegar al océano Atlántico, el río Guadalquivir se dividía en dos desembocaduras para formar una laguna que rodeaba una isla donde algunos expertos creen que se encontraba la capital del reino de Tartessos, aunque recientemente los estudiosos han puesto en duda la existencia de una capital propiamente dicha.[6]

En el segundo capítulo del Libro III de su Geografía, Estrabón menciona la austeridad de las gentes que vivían en el centro y el norte de la península, aunque a él le interesaban más las gentes del sur, especialmente las del valle del Guadalquivir, conocido en la Antigüedad como Turdetania, que el autor creía que era la tierra de Tartessos. Para él, estas personas habían sido más sofisticadas y ricas. Su tierra era más fértil y rica en minerales, metales y sal marina. Extraían plata y oro, estaño y cobre, muy apreciados en todo el Mediterráneo. La descripción de la vida, la riqueza y el color de la tierra que hace Estrabón cobra vida en sus escritos junto con sus relatos sobre el desarrollo, a lo largo de toda la costa mediterránea, de la agricultura, la pesca y la minería. Su admiración por Andalucía era evidente, y en particular por Turdetania, la tierra de Tartessos:

Turdetania es maravillosamente fértil, y abunda en toda suerte de productos. El valor de lo que produce se duplica gracias a la exportación, ya que los excedentes se venden fácilmente entre los numerosos armadores.

Más adelante, en el mismo capítulo, sigue describiendo la misma zona: «De Turdetania se exportan grandes cantidades de maíz y vino, además de mucho aceite, que es de primera calidad, y también cera, miel, brea, grandes cantidades de carmesí y bermellón». La descripción que hace Estrabón de las riquezas del océano Atlántico, al que denomina «mar exterior», es impresionante:

Ostras y toda variedad de crustáceos, notables tanto por su cantidad como por su tamaño, se encuentran a lo largo de todo el mar exterior... Lo mismo ocurre con todo tipo de cetáceos, narvales y ballenas.

Habla del tamaño de los congrios —«bastante monstruosos»—, de las lampreas y de muchos otros peces del mismo tipo. Nada se omite en su lista interminable. Luego aborda el asunto del atún, el más apreciado de todos: «El sabroso atún que cruza el Estrecho, engordado con frutos que crecen en el fondo del mar». También creía que las hermosas tierras de Tartessos debían de ser el lugar donde las Hespérides habían guardado sus huertos de manzanas doradas. Para Estrabón, la relación entre España y la comida había alcanzado el reino de la mitología. Aunque no se detiene en la comida de los tartesios, describe con gran detalle la que preparaban los lusitanos en el valle del Duero, más al norte; su dieta consistía en cabrito asado y pan de torta, siendo pues muy nutritiva.[7]

Con el tiempo, la laguna se secó y la segunda desembocadura del río desapareció por completo. En el siglo V a. C., el título de «cultura más dinámica de la península» pasó de la costa occidental a la oriental, donde los íberos tenían acceso permanente al comercio griego y cartaginés y estaban dejando su impronta. En 1897 se encontró la intrigante Dama de Elche en un yacimiento arqueológico de L’Alcúdia, cerca de Valencia. Se cree que es una pieza de escultura funeraria ibérica que data del siglo V a. C., y representa a una mujer —probablemente una diosa de increíble belleza— ataviada con los más intrincados tocados y collares ceremoniales. La Dama de Elche es el icono ibérico más antiguo de la península.

Con la desaparición de Tartessos, posiblemente debido a divisiones políticas y a los ataques de la poderosa Cartago contra los puestos comerciales y asentamientos fenicios originales, la península inició un nuevo capítulo. Por primera vez, la dominación extranjera impondría un modelo de vida a la población. A partir del momento en que Cartago, a su vez una ciudad-Estado fenicia situada en el golfo de Túnez, se independizó de Tiro, las costas occidentales del Mediterráneo se convirtieron en un escenario bélico en el que griegos y cartagineses primero, y más tarde romanos y cartagineses, lucharían a muerte por el poder y la posesión del territorio. Sicilia, Córcega, Cerdeña y las islas Baleares, así como toda Iberia, serían la mayor de las recompensas.

LA LLAMARON HISPANIA

Al final, Roma se proclamó vencedora. Fue casi por defecto y por pura determinación de acabar de una vez por todas con la presencia de Cartago en el Mediterráneo por lo que los romanos habían decidido no invadir Iberia. Finalmente llegaron en 218 a. C. Los romanos vieron mucho más que un espacio que arrebatar a sus enemigos y lo conquistaron. La empresa fue costosa. Roma tardaría casi doscientos años en someter el espíritu guerrero de los celtíberos. En cuanto a los cántabros y a los vascos, seguirían siendo independientes, pues su espíritu nunca sería sometido.

En Numancia, el último nombre celtíbero asociado a la resistencia y a la valentía durante la época romana, los arqueólogos han descubierto pruebas indiscutibles de la dieta que seguía la población indígena de aquella trágica ciudad. Se ha podido establecer que dos tercios de la dieta se basaban en cereales, frutos secos como las bellotas, verduras y tubérculos. El resto se componía de carne y pescado.

En 143a.C., el Senado romano envió a Escipión Emilio, nieto de Escipión el Africano, a derrotar Numancia. Los romanos sitiaron la ciudad. Sin alimentos, algunos de los habitantes sucumbirían al canibalismo antes de morir de hambre y enfermedad. Al final decidieron suicidarse en masa.

Según relata el historiador griego Apiano en su Historia romana, Escipión ordenó segar grandes campos de trigo aún verde para utilizarlo como pienso, mientras su ejército marchaba hacia Numancia, dejando atrás el río Ebro. Además del preciado trigo duro y la espelta, las tribus celtíberas también plantaban otros cereales, como la cebada y el mijo. Las bellotas descubiertas por los arqueólogos en los molinos harineros de Numancia habían sido igualmente importantes para los antiguos habitantes mientras estuvieron sitiados. Pudieron hacer pan y polenta en sus tradicionales ollas (vasijas de cerámica utilizadas para cocinar y almacenar alimentos), y tal vez algunos platos de verduras preparados con hierbas silvestres y cardos durante los primeros tiempos del asedio.

Roma no pudo apoderarse de la península hasta el reinado de César Augusto. Hispania, nombre que Roma daba a la antigua tierra de los íberos, se convertiría no solo en proveedora de oro, plata, aceite de oliva, grano y esclavos para Roma, sino también en una de las adquisiciones más valiosas tanto de la República como, más tarde, del Imperio, un pilar básico para sostener su crecimiento.

La población indígena no solo pagaba los impuestos que exigía Roma, sino que Hispania se convertiría en su granero, una provincia del Imperio donde el trigo —el más preciado de todos los cereales— se producía en abundancia. Con trigo, levadura, agua y el horno romano, el pan blanco se convertiría para España en símbolo de pureza cristiana y objeto de deseo y riqueza. Hispania se convirtió en una despensa bien surtida que alimentaba tanto a la rica aristocracia romana como a los soldados de las legiones que luchaban en Germania. En cuestión de pocas décadas, el desarrollo económico y la consolidación deun fructífero intercambio de bienes entre Roma y ciertas partes de Hispania permitieron que la nueva provincia se convirtiera en una acaudalada receptora de artículos de lujo romanos, entre los que destacaba la fina cerámica negra vidriada, imprescindible en cualquier hogar distinguido.

Se tiene poca constancia de la comida que se preparaba en la península ibérica durante la ocupación romana, pero esto se ve compensado por la multitud de estudios agrícolas y de conocimientos procedentes del ámbito de la medicina y la arqueología. Los vestigios encontrados en los mosaicos artísticos que decoran las casas y villas de la España romana, así como los numerosos utensilios y recipientes para comer y cocinar, también permiten a los estudiosos conocer las tradiciones culinarias de la península entre los siglos I y V d. C.[8]

En los museos de Tarragona, Valencia, Zaragoza, Cuenca y Cádiz se conservan ánforas y botellas, morteros, patellas(platos pequeños), patinas (platos amplios y poco profundos), caccabus (cazos de hierro) y ollas de terracota. Se han conservado para que todo el mundo recuerde uno de los periodos más fascinantes de la historia de España.

Desde muy pronto, Roma había identificado las zonas donde se podía perfeccionar la agricultura en la Meseta (altiplano central de España), así como en Valencia, Andalucía y las ricas tierras del valle del Ebro, entre otras. El Ebro atraviesa parte de las actuales regiones de La Rioja, Navarra, Aragón y Cataluña, zonas bien conocidas por los generales romanos y sus ejércitos al inicio de su campaña en la península. Pronto invertirían en sofisticados regadíos que mejorarían la agricultura ibérica y también en silos donde guardar el grano y mantenerlo seco. La palabra «cereal» deriva de Ceres, la diosa romana de la cosecha y la agricultura.

El Panis militaris era un buen ejemplo de la predilección romana por los cereales y, en especial, por el pan caliente recién cocido. En la época romana los soldados llevaban consigo una provisión de grano, algo de sal, un poco de aceite, posca (un tipo de vinagre utilizado para desinfectar el agua y las pequeñas heridas) y salchichas secas para mascar durante las largas marchas. Cada grupo de soldados que vivía en la misma tienda llevaba también un pequeño molinillo para moler harina. Esto permitía a los soldados preparar gachas, pequeñas tortas o galletas y, por supuesto, pan, generalmente un pan moreno tosco e indigesto. El pan blanco se cocía para los oficiales, igual que para las clases altas en Roma; el pan moreno era sinónimo de campesinado. Es curioso que hasta hace muy poco el pan moreno no haya sido apreciado en España. Originalmente se elaboraba con una combinación de granos de calidad inferior, de color casi negro, que aún hoy los ancianos asocian con la guerra civil española y los «años del hambre»; un tipo de pan que mejor no volver a comer nunca más, como dirían ellos.

A Catón el Viejo, escritor, político y soldado romano, famoso por sus austeros escritos y sus exitosas campañas contra los cartagineses, le encantaba el pan. Su manual de agricultura incluye una receta de pan cocido en un clibanus. «Lávate bien las manos y el cuenco —dice—. Pon la harina en el cuenco, añade el agua poco a poco y amasa bien. Cuando la masa esté lista, extiéndela y cuécela en una olla con tapa de barro». La palabra latina clibanus tiene muchas acepciones: horno, caldera e incluso bandeja con tapa cónica similar al tajín norteafricano, que se utilizaba para cocer pan.[9]

En el siglo I, César Augusto aumentó la división original de Hispania de dos a tres provincias: la Bética (Andalucía y sur de Extremadura), la Lusitania (actual Portugal) y la Hispania Citerior, como se conocía el resto de la península. Los valores romanos se consolidaron en Hispania a medida que las ciudades florecían y se integraban plenamente en la órbita de la vida romana. Augusto, que comprendía la importancia de la distribución de alimentos entre todos los sectores de la población y, lo que era más importante, entre las fuerzas armadas, se ocupó personalmente durante su mandato de supervisar la producción y el transporte de víveres procedentes de las provincias. Era a todas luces peligroso dejar un asunto así en manos de hombres ambiciosos en lugares tan valiosos como Hispania o las colonias africanas. Bajo su mandato, la agricultura y el comercio prosperaron todavía más. Además del trigo de la Meseta, a menudo transportado por carretera para abastecer al ejército a lo largo de las fronteras septentrionales del Imperio, el aceite de oliva y el vino se exportaban a Roma en ánforas de cerámica desde la Bética, siguiendo el curso del Guadalquivir y luego por mar. Aunque los medios de producción y transporte de mercancías eran limitados, está claro que el comercio a larga distancia fue establecido por los romanos como política económica, e incluso como medio de control político que se ejercía en todo el Imperio. En este sentido, el aceite de oliva es un buen ejemplo.[10] La Bética producía aceite de oliva en grandes cantidades, que exportaba prácticamente en su totalidad a Roma en un intercambio que beneficiaba a la élite descendiente de los romanos residentes en España.

Muchos de los residentes romanos eran soldados retirados con formación agrícola, como fue el caso del padre del emperador Trajano (53-117 d. C.). Trajano, nacido en un enclave a las afueras de la ciudad de Sevilla, no lejos del río Guadalquivir, es considerado por la historia uno de los «cinco emperadores buenos». Se aseguró de que el transporte de mercancías entre las provincias y Roma se viera facilitado mediante la construcción de importantes vías de comunicación, y muchas de estas carreteras siguen usándose hoy en día. El vino, que en aquella época se consumía caliente y mezclado con resina de pino, hierbas aromáticas, miel y especias, resultó ser otro negocio rentable y parte fundamental de este intercambio. Al principio, los mercaderes romanos de Hispania importaban vino de Italia; pero, a medida que mejoraba la calidad del vino producido en la provincia, la exportación de la producción local se convirtió en el principal objetivo de su negocio. La ciudad de Roma consumía más de 25 millones de litros de aceite y 1 millón de litros de vino al año, de los cuales una gran parte procedía de Hispania, lo que a menudo obligaba a reducir considerablemente los precios en Roma. En esos casos, y para evitar conflictos entre mercados, de vez en cuando hubo que frenar la producción. Como ya se ha dicho, las mercancías se transportaban por mar, como lo preferían los mercaderes, o por río o por tierra si la guerra u otras circunstancias adversas así lo exigían. Con este fin, y en memoria de César, los romanos construyeron la Vía Augusta, de unos 1500 kilómetros de longitud, que unía Cádiz, en la Bética, con la frontera pirenaica y, más allá, con la Vía Domitia, en el Languedoc.

Otra importante fuente de riqueza enviada desde la nueva provincia era el garum de alta calidad, un fuerte condimento elaborado con pescado fermentado que solía mezclarse con aceite, vinagre o agua, que resultaba muy apropiado para el paladar romano. El garum producido en Cartago Nova (Cartagena) se consideraba el más fino y alcanzaba los precios más altos del mercado. Las salazones de atún y esturión, elaboradas con técnicas traídas a la península ibérica por los fenicios, también enriquecieron a muchos mercaderes. La sal marina, un bien preciado, se conseguía en la isla de Ibiza y en la costa de Cartagena, así como en Cádiz. Se trataba de la misma sal que se utilizaba para curar los jamones y paletas de cerdo de raza ibérica, tan a menudo mencionada por los especialistas romanos en alimentación. Aunque Italia era un mercado importante para estos productos, también se vendían a otras partes del Imperio, como Gran Bretaña. Resulta interesante que, independientemente de su asombroso éxito como comerciantes, los romanos valoraran la agricultura más que el comercio y la manufactura como fuente de estatus y riqueza.

Con la introducción del horno romano, el pan, alimento básico en España desde el momento en que el hombre mezcló por primera vez agua y harina, mejoró hasta hacerse irreconocible. Se perfeccionó el arte de asar cabrito, cordero y cochinillo. Los romanos preferían la carne de animales jóvenes —bien cocinada, muy tierna y dulce—, como siguen haciendo los españoles. Un animal joven cocinado entero en el asador solía ser un impresionante centro de mesa en las cenas. Se sabe que el arte de trinchar la carne estaba muy perfeccionado durante los primeros tiempos del Imperio. Trinchar era un trabajo que siempre realizaban esclavos, quizá los mismos que limpiaban suelos y muebles mientras la élite romana vomitaba para poder seguir comiendo la exótica comida que se preparaba continuamente en la cocina.

Estrabón, Plinio el Viejo, Platón y Marcial dejaron amplia constancia de la vida en Hispania, mientras que Varrón y Columela, nacido en España, escribieron extensos textos sobre el desarrollo agrícola de la provincia. El De re rustica de Columela influyó en la agricultura española hasta bien entrada la Ilustración. Por si fuera poco, también escribió mucho sobre las villas romanas, las originales casas de campo construidas para las clases altas en Italia y, más tarde, en el resto del Imperio, de las que se pueden encontrar trece bellos ejemplos en España. Desde estas villas se gestionaba la agricultura a gran escala. En ellas se contrataba a cocineros profesionales para preparar recetas recogidas en libros como el de Apicio (De re coquinaria). Los delicados mosaicos que decoraban las estancias principales de las villas representaban a menudo alimentos de la despensa: patos, conejos y cardos, costillas de cerdo frescas e incluso la caza del jabalí para un suculento asado. Las haciendas y cortijos de Andalucía, donde la vida transcurre a un ritmo más lento que en el resto de España, son en esencia las versiones españolas del latifundio romano y la villa rural. A lo largo de los siglos han sido sinónimo del gran número de trabajadores contratados que siguen ocupándose del mantenimiento de inmensas fincas que rara vez habitan sus propietarios. Aunque prácticamente no existen datos concretos sobre los alimentos que se cocinaban en España en época romana, especialmente durante los dos últimos siglos de su ocupación, podemos suponer que la comida que se consumía en Hispania era bastante similar a la de Roma. Algunos historiadores creen que en España los banquetes nunca llegaron a los extremos que alcanzaron en Roma. Las tradiciones culinarias de Roma habían evolucionado y se habían enriquecido a medida que los romanos conquistaban otras tierras y culturas y traían productos de todo el mundo conocido, en un temprano proceso de globalización que mejoró la dieta de los privilegiados y, con el tiempo, también la de los pobres.

Al principio de su éxito y expansión, las cosas habían sido muy diferentes para la mayoría de la población romana, tanto urbana como rural. Su dieta se basaba en el puls o pulmentum. De manera similar a las gachas de avena, el puls se preparaba tostando granos de cereal, generalmente cebada o trigo, que se machacaban y luego se hervían en agua o leche. En la España actual, este plato se llama gachas y también poleadas. En Roma, el pan llegó a estar al alcance no solo de los ricos, sino también de la población en general. Siguiendo una costumbre romana, a menudo se distribuía gratuitamente a quienes no podían permitírselo, complementando su dieta con alubias frescas y secas y verduras como acelgas, cebollas y espárragos, que en aquella época formaban parte de la dieta de las clases bajas. El consumo de carne, que la mayoría de la gente consideraba un lujo, era escaso. Los romanos se deleitaban con el queso, así como con el pescado graso en salazón cuando era posible. La recolección de setas fue otra costumbre que los romanos introdujeron en España.

Los estudiosos difieren a la hora de entender qué cultura extranjera ha contribuido más a forjar la verdadera personalidad de la cultura alimentaria de la península ibérica. Muchos señalan la influencia islámica, pero existe una corriente de pensamiento basada en pruebas fehacientes que sugiere que la mayor influencia procedió de Roma, especialmente durante el último periodo de dominación.[11] Para entonces, el latín se había convertido en la lengua oficial, y sofisticados sistemas de irrigación permitían cultivar cereales, hortalizas y frutas en lugares donde habría sido imposible hacerlo sin agua. Siglos después, los árabes perfeccionaron esos mismos sistemas de riego. La deforestación de la tierra, un tema controvertido que rara vez se incluye en los textos académicos, constituye una mancha en el increíble progreso de la agricultura durante la dominación romana de España. La deforestación, ya iniciada por los fenicios, había pasado a ser una política imperial romana. Se impuso hasta tal punto que la escasez de madera de calidad, tan necesaria para apuntalar las minas de plata, afectó gravemente a la producción de este valioso metal.

El olivo

De niños aprendimos que fue una rama de olivo lo que la paloma llevó de vuelta al Arca, demostrando a Noé que el Diluvio estaba amainando. El olivo, el «rey de los árboles» mencionado en el libro bíblico de los Jueces, acabaría cubriendo grandes extensiones de España, que hoy en día sigue siendo el principal productor de aceitunas y aceite de oliva del mundo.

El aceite de oliva es un producto autóctono de España desde hace miles de años. Los barcos transportaban el aceite de oliva a Roma en ánforas estampadas con los sellos de los exportadores, una buena práctica que, en el caso de la Italia actual y con la ayuda de la normativa de la UE, ha caído, quizá tristemente, en el olvido. Aunque hoy en día se venden en todo el mundo millones de botellas de aceite de oliva español producido y envasado en Andalucía, Castilla, Extremadura, Cataluña, Valencia o Baleares, cada año se transportan a Italia miles de litros de aceite de oliva español a granel en modernos buques cisterna, cosa que no necesariamente es la mejor práctica comercial. A continuación, se vende en latas y botellas de diseño italiano que no llevan ningún sello que indique el origen real del aceite. Aun así, los negocios son los negocios, y hay que recordar que durante siglos Italia ha sido un buen cliente para España, además de un excelente comercializador y productor de aceite de oliva por derecho propio.

El aceite de oliva de hoy en día poco tiene que ver con el que se vendía en la Antigüedad e incluso hace unas pocas décadas, especialmente el aceite de oliva virgen extra, en el que resalta el carácter de cada variedad de aceituna. En la península ibérica hay cientos de variedades de aceitunas. Algunas de ellas se siguen moliendo con piedras cónicas de granito que giran sobre una muela de base, igual que hace 2500 años. Otros utilizan métodos más modernos, pero la principal diferencia radica en el cuidado que se presta al árbol y a la aceituna durante su recolección en los meses de invierno. Entre las variedades de aceitunas destacan la picual, la hojiblanca, la cornicabra, la manzanilla, el picudo, la carrasqueña, la morisca, el empeltre y la arbequina, entre muchas otras. Los árboles actuales, que suelen ser más pequeños, se riegan en sus primeros años de vida. Sus frutos se recogen a mano. De este modo se evitan magulladuras en la fruta y una merma de su calidad, que afectaría al aroma y aumentaría la acidez del aceite, cosa que debe evitarse a toda costa. Estas buenas prácticas también se aplican hoy a los árboles viejos, pero los más grandes obligan al recolector a utilizar métodos tradicionales, como golpear las ramas con largas varas. Las magulladuras se evitan colocando grandes redes debajo para recoger la fruta que cae. Tras transportar cuidadosamente las aceitunas al molino o almazara —otra palabra árabe—, el mejor aceite de oliva, el virgen extra, se extrae al principio del proceso gota a gota, prácticamente sin presión. Otros aceites que se venden simplemente como «aceite de oliva» han sido refinados y suelen utilizarse para guisar y freír.

UN MUNDO BÁRBARO

Con la desaparición de Roma a principios del siglo V d. C., provocada por su decadencia y los incesantes ataques de las tribus bárbaras en las fronteras septentrionales, la rica mesa mediterránea de Hispania se empobreció tanto como la tierra, que se enfrentaba de nuevo a la destrucción y la miseria.

A principios del siglo V d. C., varias tribus bárbaras cruzaron los Pirineos. A lo largo de su historia habían estado en constante movimiento, con su antigua costumbre nómada de aprovechar siempre su entorno, pero sin aportar nunca nada. Primero, los suevos y los vándalos se vieron obligados por otras tribus bárbaras a desplazarse hacia el sur, sustituyendo a los romanos en España. No solo se destruyeron ciudades y pueblos, sino que todo el país se convirtió en un desolador campo de batalla. Los recién llegados, ajenos por completo al refinamiento y a los excesos de la mesa romana, seguían sus propias costumbres y preferencias alimentarias, mientras que las poblaciones autóctonas, con sus vidas destrozadas y sus cosechas destruidas, luchaban por sobrevivir[12]

Con la llegada de suevos y vándalos, la manteca de cerdo sustituyó al aceite de oliva y la cerveza a los miles de litros de vino que se producían anualmente en España. Lo único que sabemos sobre la alimentación durante los primeros años de la invasión bárbara es que, independientemente de la tribu, se prefería el cerdo al cordero y se asaba a la brasa. A medida que el reino visigodo se extendió por España a partir del año 573, la agricultura y la alimentación mejoraron tanto para los cristianos como para los judíos, aunque para entonces la variedad de cultivos se había reducido considerablemente.

Los visigodos habían evolucionado a partir de grupos godos anteriores, originarios de más allá de las provincias orientales del Imperio; habían estado en contacto con las costumbres y el derecho romanos, y habían sido influenciados por ellos. Con la conversión del rey visigodo Recaredo del arrianismo al catolicismo y la unificación de la península bajo una sola iglesia, se produjeron nuevos avances. Por desgracia, con ella también llegaron nuevos brotes de intolerancia religiosa. Una vez más, la población judía sufriría una feroz persecución durante el reinado de Sisebuto (612-21). Era un hombre culto, capaz de escribir bien, y un religioso decidido a convertir o erradicar otras creencias de la faz de la península. Las leyes que aprobó otro rey visigodo, Recesvinto, fueron aún más estrictas, pues prohibían la celebración de la Pascua judía, así como otras antiguas fiestas y rituales. Fue también durante el reinado de Recesvinto cuando se completó una gran compilación del derecho visigodo, la Lex Visigothorum o Liber Ludiciorum, basado más en el derecho romano que en el germánico.

La lectura del Liber Ludiciorum no permite averiguar nada sobre la alimentación en la época, pero sí hacerse una idea de la composición de la sociedad. La Iglesia cristiana, en particular los escritos de Isidoro de Sevilla, nos proporciona un relato fascinante de todos los aspectos de la vida y la alimentación a lo largo de esos siglos. San Isidoro de Sevilla fue un príncipe de la Iglesia católica y un prestigioso erudito cuya obra en muy diversos campos es citada a menudo por los académicos. Nacido hacia el año 560, fue una figura decisiva en la conversión de la realeza visigoda al catolicismo y en la labor realizada en los Concilios de Toledo y Sevilla en favor del concepto de un gobierno representativo regional. Las aclamadas Etimologías de San Isidoro son una recopilación enciclopédica de todo el saber humano, dividida en veinte libros, dos de los cuales se refieren a cuestiones alimentarias e incluso a artículos para el hogar. En concreto, el Libro XVII trata del mundo rural: agricultura, cultivos de todo tipo, vides y árboles, hierbas y hortalizas. La entrada 68 es especialmente reveladora: «El aceite de oliva (oleum) se obtiene del olivo (olea), pues, como ya he dicho, olea es el árbol del que deriva la palabra oleum». Isidoro llegó a especificar qué tipo de aceite era el más adecuado para el consumo humano en función de la madurez del fruto. El Libro XX, titulado Las provisiones, utensilios domésticos, agrícolas y los mobiliarios, es un estudio detallado de las mesas de comer, los productos alimenticios, las bebidas y sus vasos, los recipientes para el vino, el agua y el aceite, los envases para cocineros y panaderos, las lámparas, las camas, las sillas, los vehículos, los aperos de labranza y jardinería, y el equipo ecuestre.[13] Las Etimologías de Isidoro son tan completas que a veces se oye decir que el Papa quiere nombrarle patrón de Internet.

A partir del rey Recaredo y hasta la invasión musulmana del año 711, la lista de reyes godos y visigodos que reinaron en España durante un periodo de doscientos años es extensa. En la Plaza de Oriente de Madrid, frente al Palacio Real, las estatuas de aquellos reyes y sus nombres se erigen como poderosos vínculos entre las monarquías pasadas y las presentes.

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Moros, judíos y cristianos

En el Amadís de Gaula, un famoso relato de principios del siglo XIV sobre un caballero andante, el protagonista, Amadís, describe España diciendo que es

una tierra fértil y hermosa como Siria, cálida y dulce como Yemen, abundante en aromas y flores como la India, semejante al Huyaz en sus frutos, a Catay en sus ricos metales y a Adén en la fertilidad de sus regiones costeras.[1]

Siglos antes de que se escribiera el Amadís, estos debieron de ser los pensamientos del príncipe inmigrante al desembarcar en Almuñécar, Granada. Para entonces, el islam dominaba casi toda la península ibérica.

TREINTA CRISTIANOS ENCARAMADOS A UNA ROCA

A principios del verano del año 711, un poderoso contingente de 7.000 bereberes liderado por un guerrero musulmán, Tariq ibn Ziyad, desembarcó en la península ibérica. Habían sido convocados por la familia del rey visigodo Witiza, fallecido en 710. La familia reclamaba un derecho que no existía en la España del siglo VIII: heredar el reino de su padre. De acuerdo con el Concilio de Toledo del año 681, los reyes visigodos eran elegidos por una serie de obispos y aristócratas, y fue Rodrigo, un duque o comandante militar que se convertiría en el último rey de los visigodos, y no el hijo de Witiza, quien ostentaría la corona en el trono visigodo de Toledo.[2] Esta petición de ayuda presentaba una excusa perfecta para impulsar la política expansionista del islam, que esperaba su momento en el norte de África. Los visigodos llamaron moros a los invasores, y los moros llamaron al-Ándalus a la tierra que invadían, nombre derivado de «tierra de los vándalos», o del germánico landahlauts (territorio adjudicado). En cuatro años, el último reino de los visigodos, ineficaz desde el punto de vista administrativo, pasaría a la historia. Para cuando los árabes se marcharon, casi ocho siglos después, habían enriquecido aquella tierra de una manera inimaginable, con la literatura, la moda, las matemáticas, la medicina y, lo que es más importante, la agricultura y la alimentación.

No cabe duda de que la crueldad de la guerra y la extrema violencia de la que a veces hicieron gala los invasores, así como