Historia sencilla de la Ciencia - José Luis Comellas García-Lera  - E-Book

Historia sencilla de la Ciencia E-Book

José Luis Comellas García-Lera

0,0
10,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El hombre siempre busca realidades no exploradas, horizontes desconocidos; y a esa búsqueda ha dedicado sus esfuerzos y su ingenio. Sin este afán, no hubiera progresado. La historia de la ciencia es en gran parte la historia del avance de la humanidad. Por eso, es preciso conocerla en sus líneas básicas, y no permanecer al margen. Ciertamente, no resulta fácil escribir una Historia sencilla de la ciencia. La ciencia es maravillosa, pero no es sencilla. Y, sin embargo, muchas personas tienen interés y curiosidad por saber cómo se ha desarrollado hasta alcanzar los niveles actuales. Esa lucha, llena de esfuerzos y de emoción, es una gran aventura. Este libro trata de recordarla en toda su grandeza, y pensando en un número grande de lectores que no tienen por qué ser científicos. Busquemos en sus páginas la mejor explicación con la máxima sencillez.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Historia sencilla de la ciencia

© 2009 byJosé Luis Comellas

© 2009 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

By Ediciones RIALP, S.A., 2012

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

ISBN eBook: 978-84-321-3759-4

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. El editor está a disposición de los titulares de derechos de autor con los que no haya podido ponerse en contacto.

ÍNDICE

INDICE

INTRODUCCIÓN

Algo sobre la ciencia primitiva

La revolución neolítica

El sorprendente hombre de Stonehenge

El hombre aprende a contar

La ciencia de los grandes imperios orientales

La ciencia mesopotámica

Los egipcios

La ciencia de los antiguos chinos

Los tiempos clásicos

El genio de los griegos

La gran síntesis alejandrina

La ciencia de los romanos

La ciencia en los tiempos medievales

Las «oscuras sombras»

La ciencia árabe

Las matemáticas

La astronomía

La geografía

La medicina

Lo que transmitieron los árabes

España, puente entre culturas

Los traductores de Toledo

La Baja Edad Media

Las universidades

Algunos nombres y teorías

La medicina

La aventura de la navegación

La brújula

Astrolabio y cuadrante

Los mapas

Empieza la exploración del mundo

Algo sobre la ciencia maya

La ciencia del renacimiento

La imprenta

El descubrimiento del mundo

La revolución copernicana

La reforma del calendario

Otros científicos del Renacimiento

La Revolución del siglo XVII

Descartes: el método y el análisis

Kepler y el triunfo insospechado de la elipsis

Galileo, genio y polémico

Los logaritmos

Algo sobre Torricelli y Huygens

Leibniz y el cálculo infinitesimal

Newton y la ley del universo

La ciencia en el periodo de la ilustración

Las matemáticas

La astronomía

La medida y el conocimiento del mundo

La física y los aparatos

La revolución de la química

El triunfo de las ciencias naturales

La medicina

La época de la revolución industrial

El triunfo de la máquina de vapor

El barco de vapor

El triunfo arrollador del ferrocarril

Los avances de la electricidad

Los prodigios de la luz

La química puede formularse

Los avances en la medicina

La actitud postivista y la gloria de la ciencia

Augusto comte y la divinización de la ciencia

La nueva imagen del Universo

El conocimiento del mundo

La antigüedad de la Tierra

El evolucionismo y el origen del hombre

El imperio de la termodinámica

El orgullo y desconcierto del «no es más que»

El hada electricidad

La química: el átomo y más allá

De la química orgánica a la biología

Mendel y los orígenes de la genética

Claude Bernard y la medicina experimental

La era de los inventos

El inventor

El carrusel de los inventos

La transformación del mundo

La promesa del siglo XX

La Gran Crisis del siglo XX

Mach y la inseguridad

Einstein y la Relatividad

Planck y la incertidumbre

Freud y la primacía del instinto

La «angustia de la ciencia»

Aspectos de la ciencia de hoy

El deslumbrante panorama del Cosmos

El mundo planetario

El mundo estelar

La galaxia y las galaxias

La expansión del Universo y el «Big Bang»

El universo de lo ínfimamente pequeño

La desintegración nuclear

Algo sobre la energía nuclear

Una central nuclear

La fusión termonuclear

La propulsión por reacción y la conquista del espacio

La medicina del siglo XX

Los antibióticos

Los trasplantes

Los misterios de la genética, desvelados

El imperio de la electrónica

La química del silicio. Transistores y chips

La televisión

El asombroso mundo de la informática

A modo de conclusión

Índice onomástico

INTRODUCCIÓN

Escribía Cristóbal Colón en una carta a los Reyes Católicos, a raíz de su tercer viaje, que «aquello que mueve al hombre a descubrir es su deseo de conocer los secretos de este mundo». No cabe duda de que tanto Colón como los demás grandes descubridores fueron movidos por otros muchos alicientes: desde el logro de la fama hasta el ansia de riquezas, pero en ningún caso puede negarse una cualidad afín a la naturaleza humana: queremos saber, y una vez que sabemos, queremos saber más. El doctor Fausto, como paradigma de esta ansia humana por aumentar sus conocimientos hasta los últimos extremos, se lamentaba, siempre que recapacitaba sobre sus prodigiosos estudios, de no poder llegar nunca a los límites del saber.

Y es esta curiosidad la que nos ha permitido progresar, desde los tiempos primitivos, hasta ahora mismo, de una forma tal vez no continuada, ni triunfal en todos los frentes posibles, pero sí espectacular y en el fondo imparable. El hombre es un ser curioso, que siempre busca realidades nuevas, aspectos hasta ahora no explorados, horizontes desconocidos capaces de abrirle nuevas puertas al conocimiento de lo que es; y en esta aventura maravillosa ha empleado sus esfuerzos y su ingenio para avanzar y seguir avanzando. Sin este afán, qué duda cabe, no hubiera progresado. Puede ser cierta o no del todo aquella curiosa afirmación de Linton: «el índice de progreso de los pueblos se mide por su capacidad de aburrimiento». Lo que quería decir Linton es que el pueblo que no se aburre no progresa. Bien sabemos que hay personas o miembros de determinadas culturas poco desarrolladas que son capaces de «estar» sin necesidad de hacer (ni de pensar, que puede ser una forma de hacer, y francamente útil). No se aburren, o se aburren muy poco cuando se limitan a dejar pasar el tiempo, o simplemente vegetar. Pero diríase que la actitud humana por excelencia, cuando menos aquella que ha permitido cualquier forma de progreso, es muy distinta. El hombre quiere conocer, actuar, llegar, alcanzar, cambiar. Y cuando realiza una de estas operaciones progresa de alguna manera. De aquí que, aun cuando no siempre hayamos sabido progresar en la dirección más conveniente, hoy hayamos alcanzado unos estadios de cultura, de civilización, de conocimientos, de dominio sobre el mundo que habitamos y sus recursos, que no pudo soñar el hombre primitivo. La historia de la ciencia y de sus aplicaciones es en gran parte la historia del progreso de la humanidad. De aquí que no podamos comprender enteramente nuestra historia ni sus logros de hoy sin conocer, cuando menos en sus líneas básicas, la historia de la ciencia.

Por supuesto: hemos de poseer de antemano una idea suficientemente clara acerca de qué es la ciencia: una palabra que posee distintos sentidos, y cuyo uso se presta por tanto a inevitables confusiones. «Ciencia» viene de scientia, saber, conocimiento. Toda forma de conocimiento implica por tanto una ciencia que puede estudiarse y ser conocida. La carrera de piano no puede ser ejercida sin un estudio, un método, una disciplina y una práctica, aunque la mayoría de los pianistas opinarán, probablemente, que su profesión no es exactamente una ciencia, sino un arte. He aquí que desde el primer momento empezamos a tener dificultades. Una definición clásica que aún hoy mantienen los diccionarios —incluido el Diccionario de la Lengua— precisa que «ciencia es el conocimiento cierto de las cosas por sus causas». Definición que nos convence en un principio, hasta que reparamos que pueden ser objeto de conocimiento científico cosas cuya causa se nos escapa. No es fácil del todo explicar por qué dos y dos son cuatro. Es un hecho que no nos ofrece dudas de ninguna clase (excepto tal vez a algunos matemáticos muy conceptuales), un hecho que podemos constatar una y otra vez y que siempre resulta ser verdad, pero que solo podemos explicar diciendo que dos y dos son cuatro porque dos y dos son cuatro; del mismo modo que a veces afirmamos que las cosas son así porque las cosas son así. Hay verdades tan evidentes que no necesitan demostración. Las llamamos axiomas. Y sin axiomas, el edificio de la ciencia se nos derrumbaría. Se atribuye a Newton esta frase, entre humilde y muy enraizada en una concepción positivista: «conozco las leyes de la Gravitación, mas si se me pregunta qué es la Gravitación, no sé qué responder». A los sabios les basta que las cosas sean como son, y poder constatar de modo seguro e inapelable que son como son, o por lo menos poder determinarlas, medirlas, contarlas, enunciarlas. Quizás un día descubramos el gravitón, una partícula sobre la que se teoriza sin saber con seguridad que existe; pero el hecho es que podemos operar con pleno éxito sobre las leyes de la gravedad, sin saber exactamente qué es la gravedad y qué es lo que la produce.

Hoy tiende a precisarse mejor la definición de la ciencia como un «conocimiento riguroso», o «sometido a un método riguroso». El rigor parece un atributo necesario de lo científico. Exigimos que un conocimiento sea riguroso, no podemos exigir que sea inapelablemente cierto, porque la historia de la ciencia es hasta cierto punto (¡afortunadamente solo hasta cierto punto!) la historia de las equivocaciones de la humanidad. La complicadísima y perfectísima maquinaria celeste descrita por Ptolomeo en un trabajo de perfección admirable cuya validez fue aceptada sin discusión por espacio de mil trescientos años, se ha comprobado ser falsa, porque se basa en la idea aparentemente indiscutible, pero equivocada, de que los astros se mueven alrededor de laTierra; y hoy sabemos que no es verdad; como no es verdad la teoría del flogisto para explicar la combustión, teoría que se mantuvo hasta comienzos del siglo XIX, como hasta comienzos del XX se mantuvo la del éter para explicar la continuidad del espacio allí donde no hay materia. ¿Cuántas teorías sostenidas hoy como ciertas no se resquebrajarán en el futuro? La ciencia es prudente, y tiende, cuando no está segura de un hecho, a sustituir la tesis por la hipótesis. Precisamente por eso trabaja con rigor, no se le puede acusar de frívola; y es indudable que sin hipótesis previas no hubiéramos llegado hoy a conocer hechos que se pueden defender como tesis. Lo importante es el rigor, la seriedad que debe presidir nuestra búsqueda de la verdad, hasta constatarla, si es posible, definitivamente.

Ahora bien: existen disciplinas que exigen un notable esfuerzo mental y un gran rigor en su tratamiento que no suelen incluirse entre las «ciencias». Ahí está la filosofía, que para sus enunciados más originales y profundos ha requerido y sigue requiriendo cerebros excepcionales, y sin embargo a pocas personas se les ocurre decir que la filosofía es una «ciencia». Algo por el estilo puede decirse de otras disciplinas de carácter humanístico, o las referidas al arte. Pitágoras operó como un científico cuando descubrió la relación de la longitud de las cuerdas de una cítara con el sonido que cada una de ellas emitía; y sin embargo, la música de la época de los griegos dista mucho de alcanzar la portentosa complejidad que hoy apreciamos en una gran sinfonía: no cabe duda de que el arte musical se ha desarrollado a lo largo de los siglos en un progreso espléndido: y sin embargo, pese al estudio y a la técnica que su composición y su ejecución necesitan, tendemos a considerarla, repitámoslo, más como un arte que como una ciencia.

Todo ello nos obliga a una última precisión, que nos permitirá acotar mejor el espacio reservado a lo que consideramos usualmente como «ciencia». Hay actividades que exigen un trabajo riguroso o una investigación realizada con métodos impecables que solemos encuadrar en el campo de las «humanidades» o de las «artes». Otras, más relacionadas con el estudio de la naturaleza y de sus fenómenos, son encuadradas en el campo de las «ciencias». Ello no quiere significar que las disciplinas del primer grupo sean menos «rigurosas» que las del segundo, ni que merezcan menos crédito. Tal vez, insinuémoslo siquiera, existe un cierto prejuicio según el cual solo las disciplinas relacionadas con los fenómenos de la naturaleza —¡incluso las que estudian la naturaleza humana!— disfrutan de la calificación de «científicas»,en tanto las demás no gozan de ese privilegio. Desde el sigloXIX, especialmente desde el prevalecimiento de la mentalidad positivista, las «verdades científicas», lo «cientificamente comprobado», en el campo de los conocimientos experimentales, goza de un prestigio inmenso. Todos sabemos muy bien que existen disciplinas en las cuales no resulta humanamente posible llegar a una certeza absoluta. Y, sin embargo, no podemos negar que los esfuerzos que realizamos en el campo de los conocimientos filosóficos, humanísticos o artísticos también nos enriquecen, nos son útiles, y con mucha frecuencia nos hacen felices. Necesitamos tanto los valores «humanísticos» como los «científicos». En tiempos antiguos, incluso hasta el siglo XVIII, era frecuente que unos y otros tuviesen una misma consideración, y fuesen practicados por una misma persona. Aristóteles escribió una Física y después una Metafísica. Leonardo fue artista y científico al mismo tiempo. Tanto Descartes como Leibniz o Pascal pueden considerarse como filósofos-científicos. No podemos considerar a Einstein como un físico violinista, porque sus notables habilidades con el violín no tenían que ver con su capacidad para deducir las más asombrosas ecuaciones (¿o sí la tenían?; pero esta pregunta no parece «científica»). El hecho es que el progreso del conocimiento humano ha obligado cada vez más a la especialización y al desglose de unas actividades y unas potencialidades de la mente respecto de otras. Las «ciencias» se han separado cada vez más de las «letras», porque un ser humano no es capaz de contener todos los conocimientos a la vez. Hoy parece inevitable que una historia de la ciencia se limite a aquellas actividades de la mente humana que se basan en el estudio riguroso de la naturaleza y de sus fenómenos; sin que esa limitación nos impida tener en cuenta la cultura y las manifestaciones históricas que más caracterizan a un pueblo o a una sociedad y al momento en que se produjeron.

Al lado de la ciencia, ocupa un lugar privilegiado la técnica. Hay quien habla de ciencia teórica y de ciencia práctica, pero esta división no siempre es definitiva. El magnetismo dejó de ser un simple campo de curiosos experimentos cuando se descubrió la brújula, y más tarde cuando, conocida su relación con la electricidad, aparecieron el electroimán, la dinamo y el motor. La física nuclear o física de partículas pareció una rama de la ciencia sin posible sentido práctico hasta que se descubrieron sus insospechadas y en ocasiones terroríficas aplicaciones. Una ciencia teórica puede convertirse en práctica en cualquier momento. Quizá sea preferible hablar de ciencia y de técnica, o tecnología. En el fondo, la técnica no es más que la aplicación de la ciencia a un fin práctico. Ambas actividades están muy relacionadas y muchas veces necesitan tenerse en cuenta entre sí. Sin su interés por el estudio de las tormentas, Franklin no hubiera descubierto el pararrayos, o si Ericsson no se hubiera preocupado por la geometría tal vez no nos hubiera proporcionado la hélice propulsora (de barcos, más tarde de aviones). Es cierto que en un principio la técnica puede desarrollarse sin ciencia: Edison no estudió ninguna carrera universitaria, empezó como un mecánico hábil, y a lo largo de su vida llegó a patentar más de mil inventos; o puede parecer extraordinario que los hermanos Wright, inventores de la aviación, fuesen ¡dueños de un taller de bicicletas! Pero a la larga, incluso para permitir el desarrollo de los inventos de aquellos hombres ingeniosos y hábiles, la colaboración con la ciencia fue indispensable. Hoy las dos actividades están inseparablemente relacionadas. De aquí que una historia de la ciencia no tenga sentido sin una alusión a los «inventos» o «descubrimientos» que tan espectacularmente han contribuido al progreso humano.

Una ciencia permanece fiel a los métodos deductivos tan caros a la filosofía, y sin embargo, todos estamos de acuerdo en admitirla entre las disciplinas «científicas»: es la matemática. Un matemático necesita de un orden mental parecido al de un filósofo, no precisa por lo general de un laboratorio o de experimentos con complicados aparatos. Sin embargo, la matemática es un instrumento indispensable para el científico, que ha de manejar una y otra vez fórmulas y expresiones numéricas y geométricas, y sabe muy bien que toda ley de la naturaleza ha de poder ser expresada matemáticamente. Sin matemáticas, las ciencias de la naturaleza, de Arquímedes a Einstein, no hubieran podido llegar a sus espectaculares resultados. No podemos olvidar la historia de las matemáticas en una historia de la ciencia, ya desde sus primeros y emocionantes balbuceos.

En este sentido, algunos historiadores de la ciencia afirman que no existe un espíritu científico propiamente dicho hasta el Renacimiento, o hasta los tiempos de Newton, o hasta los grandes descubrimientos del siglo XIX. Todo depende, por supuesto, de lo que entendamos por espíritu científico; pero si los babilonios podían extraer raíces cuadradas, si Pitágoras supo formular un teorema que sigue siendo fundamental en la geometría, o Arquímedes descubrió un principio del que los físicos no pueden todavía prescindir, si Kepler descubrió las leyes que rigen el movimiento de los planetas, al mismo tiempo que se dedicaba a vender horóscopos (de lo contrario no hubiera podido subsistir), no parece lícito despreciarlos solo porque no hayan tenido lo que en el siglo XXI se entiende por espíritu científico o metodología científica. La ciencia, el conocimiento de las cosas a través de su comportamiento y de las leyes que lo rigen, comenzó a desarrollarse en épocas asombrosamente tempranas de la historia de la humanidad, y continúa desarrollándose ahora mismo, hasta extremos impredecibles, a veces basándose en principios y postulados descubiertos hace muchísimo tiempo. Y el historiador no puede permitirse el lujo de escamotear aquellos remotos esfuerzos.

La ciencia requiere —a veces por hábito, otras por estricta necesidad— un lenguaje muy especial, que se caracteriza por palabras técnicas o expresiones muy sofisticadas, poco comprensibles al común de los mortales, o emplea fórmulas más o menos complicadas, que lo dicen todo con unos cuantos signos, más precisos que las palabras, con una concisión y una exactitud inigualables, pero que no siempre una persona que no está versada en disciplinas científicas puede interpretar correctamente, o no lee con gusto, porque se le exige la incomodidad de un esfuerzo suplementario. Hay historias de la ciencia sumamente útiles para un científico, pero incómodas para un número grande de lectores, tal vez cultos, tal vez curiosos, pero que no dominan ni tienen por qué dominar las expresiones y la terminología de la ciencia. Algunas de ellas, por el prestigio de sus autores, han llegado a difundirse ampliamente, pero muchos lectores realmente interesados, no han podido pasar de sus primeras páginas, a causa del esfuerzo que exige su texto, o de los conocimientos que requiere seguirlas de principio a fin.

En este sentido, no resulta fácil escribir una historia sencilla de la ciencia. La ciencia, en sí, es maravillosa, pero no es sencilla. Y sin embargo, muchas personas sienten curiosidad por saber cómo se ha desarrollado la ciencia hasta alcanzar los niveles propios de nuestros días. Esa historia nos trasciende, informa una buena parte de nuestra cultura, ha modelado nuestra concepción del mundo y buena parte de nuestras mentalidades, y es digna de conocerse, porque en el fondo nos permite conocernos mejor a nosotros mismos. La lucha por alcanzar cada vez un grado más amplio y más profundo del saber es una cualidad sustancial de la naturaleza humana, y no podemos permanecer al margen de esa lucha llena de esfuerzos y de emoción. Es una gran aventura. Y como tal, este libro va a procurar recordarla en toda su grandeza, sin introducirse en intrincaduras de difícil interpretación para un número grande de lectores, que no tienen —ni falta que hace en este sentido— por qué ser científicos. Un aforismo de la ciencia pretende que la solución más verdadera de un problema es casi siempre la más sencilla. Busquemos en las páginas que van a seguir, la mejor explicación con la máxima sencillez.

Algo sobre la ciencia primitiva

Es absolutamente imposible precisar cuándo nació la ciencia, sobre todo si el concepto de la ciencia se nos aparece sumamente resbaladizo. Partimos de la idea de que la ciencia, que no tiene por qué ser solamente lo que hoy entendemos como tal, no apareció en los tiempos modernos, como pretenden algunos historiadores demasiado exigentes, sino mucho antes. Y no tenemos inconveniente en admitir que la ciencia, en cuanto conocimiento y aprovechamiento de las cosas y de sus particularidades, es tan antigua como el hombre, ese ser capaz de saber y de progresar en lo que sabe. Quizá valga recordar aquella reflexión de Ortega que observaba que un tigre de hoy es, en cuanto a sus recursos, intercambiable por un tigre de hace miles de años, mientras que un hombre de hoy no lo es: el hombre progresa.

Los seres humanos siempre se las ingeniaron de alguna manera para subsistir, para defenderse, para alimentarse, para viajar y transportar, para protegerse de las inclemencias naturales, y en su capacidad de ingenio siempre avanzaron. Trataron de conocer mejor la naturaleza, de valerse de sus recursos, de explorar nuevos horizontes, en busca de un ambiente en que pudieran desenvolverse mejor, probaron alimentos hasta dar con los más convenientes, sintieron desde los tiempos más primitivos asombro ante los más fascinantes espectáculos de la naturaleza, y al mismo tiempo, el afán de dominarla o controlarla en su propio provecho. Utilizaron al principio técnicas primitivas de caza con piedras, lanzadas a distancia o manejadas a mano (cada vez mejor preparadas), o con azagayas puntiagudas; el conocimiento de los animales y de sus costumbres, para el mayor éxito de sus partidas de caza, y de las condiciones de comestibilidad de cada uno... fueron otros tantos frutos del ingenio del ser humano para sobrevivir y para vivir cada vez en mejores condiciones.

Se habla del descubrimiento del fuego como el primer gran paso de la humanidad. Realmente, no sabemos cuándo ni cómo exactamente el hombre llegó a «descubrir» el fuego. Se ha relacionado siempre este «descubrimiento» con la llama divina que arde en el pensamiento del hombre, y muchas mitologías lo consideran como un don de los dioses. No nos detendremos en este punto, que se ha prestado siempre a muchas elucubraciones sin suficiente fundamento. Es evidente que ese ser inteligente que es el hombre no «inventó» el fuego en el sentido de que no lo produjo por primera vez como resultado de su inteligencia o de su esfuerzo. Se lo encontró cuando un rayo incendió los bosques, o cuando en una zona volcánica la lava ardiente prendió en los matorrales más cercanos. Y huiría del fuego como los demás seres vivientes. Pero tal vez muy pronto aprendería a utilizar el fuego como ningún otro animal fue capaz de hacer. Sin duda en tres fases: a) el manejo del fuego ya existente, prendiendo ramas u otros cuerpos combustibles, para valerse de él en su propio provecho; b) la conservación del fuego, en su hogar o campamento, o en el lugar escogido de antemano, prendiendo nuevos combustibles en los que ya ardían, y manteniendo el fuego encendido de una forma permanente o al menos durante mucho tiempo; c) la producción del fuego por propia iniciativa. Este último logro, producto insigne del ingenio humano, debió ser posterior, tal vez muy posterior, a los otros dos; aunque todas las culturas conocidas sabían obtener fuego, por cierto mucho más hábilmente que nosotros, mediante la fricción de trozos de madera o percutiendo materiales duros capaces de producir chispas. El hecho es que en los yacimientos prehistóricos, por antiguos que sean, se encuentran señales de la utilización del fuego.

Naturalmente que el hombre paleolítico no sabía que la combustión es producto de una violenta combinación química en que el oxígeno y por lo general el carbono quedan implicados: sabía, ¡y eso le era suficiente!, que el fuego es útil. Lo empleó para calentarse durante la estación fría, en las cuevas o abrigos que había elegido para vivir; para iluminarse de noche; para asar —más tarde cocer— los alimentos y hacerlos más digestivos; y lo empleó también para ahuyentar a las fieras. El hombre aprendió a utilizar el fuego y perdió el miedo instintivo que sentía hacia él: no era la víctima, sino el dueño, y esta capacidad de dominio fue decisiva. En cambio, los animales siguieron y siguen temiendo el fuego, porque no son capaces de controlarlo ni de manejarlo a su servicio.

El hombre descubrió inmediatamente que el sol sale todas las mañanas por una región determinada del horizonte y al cabo de un tiempo se oculta por la opuesta; después de un lapso similar de oscuridad, el sol vuelve a surgir aproximadamente por el mismo lugar que el día anterior, y se repite un ciclo día-noche alternativa e ininterrumpidamente. Pronto cobró también conciencia de las fases de la luna y su repetición indefinida, una circunstancia que le permitió una medida aproximada del tiempo y, por supuesto, del ciclo de las estaciones con sus alternancias térmicas y su reflejo en la vegetación o en el comportamiento de los animales; estas sucesiones le ayudaron a contar, pero no es nada seguro que se hubiese agenciado un calendario hasta el neolítico.

El paleolítico superior representa un avance singular en el progreso humano. Dos novedades sensacionales nos dan cuenta de la capacidad de aquellos seres primitivos. Por un lado, la aparición del arco y las flechas, un ingenio que permite lanzar armas penetrantes a gran distancia, y, además, afinar hasta un grado muy notable la puntería. Las puntas de flecha del paleolítico superior son verdaderas obras de arte y de paciencia: qué duda cabe de que sus autores procuraban recuperarlas para introducirlas en el extremo de otra flecha cada vez que podían. La técnica es ya incomparablemente superior a la de las hachas de piedra toscamente tallada, y su eficacia hubo de ser también mucho mayor. El otro logro es el arte. Poco importa que las pinturas o las tallas del hombre paleolítico tuvieran un origen ritual, o estuvieran destinadas a lograr un mayor éxito en la caza: de hecho, fomentaron su creatividad y le sirvieron como un medio maravilloso de expresión. No hemos de olvidar, aunque el hecho no guarde tal vez relación alguna con el conocimiento del mundo, que es entonces cuando el hombre comienza a enterrar de forma ritual a sus muertos, un recurso que se relaciona tanto con el respeto a los suyos y al misterio de la muerte como con la creencia de un más allá.

La revolución neolítica

Hace unos seis o siete mil años, con motivo al parecer de un cambio climático, que hizo la Tierra más habitable, y más fácil la vida, el progreso del hombre se aceleró de forma espectacular. Hoy es frecuente hablar de la «revolución neolítica». Por de pronto, los asentamientos humanos se hacen permanentes y termina la vida nómada. Ello supone la aparición del poblado, con sus viviendas habituales, el trabajo de la tierra, que sustituye la simple recolección por el cultivo y la caza por la ganadería, y por tanto la domesticación de animales. La utilización de los animales, no solo como reserva alimenticia, sino como medio de transporte da lugar a uno de los inventos más insignes del neolítico: la rueda. Como resultado de las nuevas prácticas, se consagran la propiedad, con todas sus consecuencias; la organización que requiere una forma, siquiera primaria, de poder; la defensa o protección del propio ámbito frente a peligros o amenazas exteriores; la confirmación de la familia como célula primaria de la sociedad, y el principio hereditario; la práctica habitual del trabajo, y el intercambio de productos entre familias o grupos. Como consecuencia de todos estos cambios, que suponen un inicio de la «civilización», la humanidad, hasta entonces estable en cuanto al número de miembros, o en lento progreso, se dispara hasta multiplicarse por treinta, según creen algunos, en menos de un milenio.

En el neolítico, el ingenio del hombre se aguza hasta por necesidad. La administración de lo propio y de su intercambio originan la economía (etimológicamente economía es «la ley de la casa») y la necesidad de contar, por ejemplo las cabezas del rebaño, para comprobar si están todas; y así aparecen los sistemas generalizados de numeración. Se hace necesario medir el tamaño de las parcelas asignadas a cada uno o a la propia comunidad, de suerte que aparecen las unidades de medida y su manejo sobre el terreno o geometría (geometría, «medida de la tierra»). Es preciso conocer de un modo seguro las estaciones, y con ello saber cuándo llega la época de la siembra o de la recogida, o cuándo se aproxima la estación de las lluvias o de los fríos, para estar prevenidos o guardar la cantidad necesaria de leña o provisiones. De esta suerte, surge el calendario. Más todavía: la organización y el ejercicio del poder requieren el concurso de los más sabios. Surge una casta de sacerdotes que cultivan los conocimientos y al mismo tiempo, quizá por superstición o por mantener sus secretos, los apoyan en ritos mágicos y en fórmulas no asequibles a la mayoría de los miembros de la comunidad. La religión se complica y se mezcla muchas veces con la práctica de la hechicería; pero aquellos «magos», que generalmente pertenecen a una casta superior, poseen también conocimientos científicos, estudian el movimiento de los astros, predicen fenómenos, manejan ábacos o cuerdas con nudos que les permiten contar y realizar cálculos cada vez más complejos, y conocen el comportamiento de las leyes de la naturaleza, aunque con frecuencia engañan a los demás, fingiendo que poseen las fórmulas capaces de conjurar o modificar los fenómenos naturales. En determinadas zonas del mundo, como el Extremo y Medio Oriente, o en determinadas culturas americanas, el paso del Neolítico o la Edad de los Metales a los primitivos grandes imperios es más un fenómeno cuantitativo o de acumulación de organización y poder que propiamente cualitativo. Las grandes civilizaciones estaban en marcha.

El sorprendente hombre de Stonehenge

Uno de los monumentos más apasionantes de la prehistoria es el cromlech de Stonehenge, que se encuentra en una meseta cerca de Salisbury, en el sur de Inglaterra. Se trata de un círculo de menhires de gran tamaño, de más de 40 metros de diámetro, en cuyo interior se levantan otras piedras. Fuera del círculo hay un dolmen trilito, llamado Heel Stone. Todo el conjunto fue edificado por una cultura, luego desaparecida, que habitó en aquellas tierras hace 5.000 años. Stonehenge no se diferencia en su disposición de otros monumentos megalíticos del mismo tipo, pero ya en el siglo XVIII los estudiosos descubrieron que, observando desde Heel Stone, el principal de los menhires coincide con el punto de salida del sol en el momento del solsticio de verano (para nosotros el 21 de junio). Luego se descubrieron otras alineaciones: todas coinciden con puntos que señalan la salida o puesta del sol o de la luna en sus distintos ciclos. El cromlech parecía ser un auténtico calendario a cielo abierto, que permitía conocer la llegada de las estaciones y las fases de la luna.

Nunca se supuso que el hombre del Neolítico fuese capaz de semejantes precisiones, pero la sensación llegó al máximo cuando J. Aubrey descubrió alrededor del monumento los restos de 56 agujeros que luego fueron rellenados por otras culturas posteriores, que tal vez desconocían su función. Los 56 agujeros —el Círculo Aubrey— sorprenden por su relación con el «número Saros», o ciclo de años en que los eclipses se repiten en el mismo orden. Norman Lockyer fue el primero en suponer que las piedras eran un sofisticado instrumento para predecir eclipses. Luego Gerald Hawkins aplicó programas de ordenador al problema y obtuvo resultados sorprendentes. Más tarde, Fred Hoyle y Alexander Thon llegaban a nuevas y sensacionales conclusiones. La tesis de Hoyle es la más ingeniosa, y supone que los hombres del Neolítico empleaban tres piedras, que iban cambiando periodicamente de agujero. La piedra blanca, representativa del sol, se movía en dirección contraria a las agujas de un reloj y daba una vuelta completa al círculo en un año, es decir, cambiaba de agujero cada 6,5 días (una vez seis, otra siete, y así sucesivamente). La piedra gris —la luna— se movía mucho más deprisa: saltaba los agujeros de dos en dos cada día. A cada plenilunio se ajustaba su posición, si era preciso. Y la piedra negra iba mucho más despacio: se movía hacia la derecha, y cambiaba de agujero tres veces al año. Cada vez que las tres piedras coincidían en el mismo agujero, se producía un eclipse.

Las discusiones a la hipótesis de Hoyle no se basan en sus cálculos, que son irreprochables, sino en la duda de que el hombre prehistórico fuera capaz de utilizar un instrumento tan sofisticado. Si hace falta una perspicacia muy singular para representar los movimientos del sol y de la luna por medio del cambio de agujeros que sufrían la piedra blanca y la piedra gris (el color es una mera suposición, pero en todo caso el sistema resulta válido), más asombroso resulta el movimiento de la piedra negra. Porque la piedra negra —una realidad invisible— representa los nodos, es decir, los puntos de la eclíptica donde se intersectan las trayectorias aparentes del sol y la luna, y donde por tanto puede producirse un eclipse. Si esto fue así —y la coincidencia de los datos no puede ser negada— hemos de descubrirnos ante la genialidad del hombre prehistórico: hombre con todas sus consecuencias al fin y al cabo. ¿Qué chispa de su ingenio le permitió trazar sus alineaciones y sus juegos de piedras y agujeros? ¿La experiencia? ¿La intuición? ¿La tenacidad de siglos? Stonehenge, aún con sus misterios no del todo revelados, puede ser un estremecedor ejemplo de hasta dónde llega la capacidad del hombre para observar los astros y obtener de ellos datos válidos en orden a su propia organización.

El hombre aprende a contar

En tiempos muy antiguos, no sabemos cuándo, el hombre aprendió a medir y a contar. Las formas de vida, la organización, la propiedad, que nacen desde el Neolítico, obligaron a emplear valores numéricos y de medida, tal vez muy sencillos y elementales, pero necesarios para la existencia ordinaria. Por ejemplo, el contar los días, o conocer el número de cabezas de un rebaño. O medir el terreno que pertenece a cada uno, o cuántos cazos de grano necesita una plantación, o cuántas piedras o piezas de adobe son necesarias para edificar una vivienda. Los conocimientos fueron aumentando conforme se generalizó el intercambio de bienes o la necesidad de hacer viajes regulares.

Algunas formas de cultura primitiva que han llegado hasta nosotros (o a los antropólogos del siglo XX) apenas disponían de palabras para mencionar los primeros cinco números: casi siempre cinco, por el hecho de que tenemos cinco dedos. Los andamaneses del sur no sabían mencionar valores superiores a cinco, pero seguramente podían decir «cinco y tres», y para ello se aseguraban con los dedos de la otra mano. Las culturas más desarrolladas idearon sistemas de numeración mucho más complejos. Hoy estamos acostumbrados a emplear el sistema decimal, no nos cuesta trabajo mencionar valores francamente altos, y nos parece que siempre ha podido operarse así. Pero no nos damos cuenta de las dificultades que presenta establecer un sistema de numeración.

Probablemente el más antiguo es el de base cinco, muy fácil de emplear contando los dedos de una mano con la otra mano. Es más fácil recordar cinco nombres que diez. Y, cuando se aprende un sistema de notación, es más fácil recordar cinco signos que diez. Para comprender sin dificultad el sistema, vamos a suponer que se emplea el valor cero para designar la carencia de unidades o el paso a un orden superior (dos cifras, tres cifras...).

Escribiríamos: 0 1 2 3 4. Se nos han acabado los nombres y los signos, porque solo conocemos cinco. Tenemos que pasar al orden superior: 10 11 12 13 14. Los números siguientes serían 20, 21, 22, 23, 24 ... Después del 44, puesto que no disponemos del dígito 5, tendremos que escribir 100, etc. El sistema nos sirve, es muy sencillo en su base, pero nos obliga a emplear muy pronto varias cifras. Para valores bajos, es más fácil de recordar, pero incómodo para los «grandes números». El matemático Yakov Perelman pone este ejemplo en labios de un hombre que emplea el sistema quinario: «Terminé mis estudios cuando tenía solo 44 años; un año después, siendo un joven de 100 años, me casé con una muchacha de 43. Al cabo de muy pocos años teníamos una familia de 10 niños...». La frase no encierra ningún disparate. Basta tener en cuenta que este hombre, tan inteligente como nosotros, no emplea más de cinco guarismos distintos. Es fácil traducir: «Terminé mis estudios cuando tenía solo 24 años; un año después, cuando tenía 25, me casé con una muchacha de 23. Al cabo de pocos años, teníamos una familia de 5niños...». Podríamos emplear tranquilamente el sistema quinario, pero la mayoría de las culturas, entre ellas la nuestra, emplean el sistema decimal, por la sencilla razón de que tenemos diez dedos, contando las dos manos. Fijémonos en la numeración romana: procede de un sistema quinario que se transformó al fin en sistema decimal. Para el primer orden representaban signos verticales: I, II, II, IIII1. Para el 5 se valían del signo V (la mano abierta, omitiendo por comodidad los dedos intermedios).Para el 10 dibujaban las dos manos: X. Para el 50 empleaban L,para el 100, C; para el 500 escribían D. Como se ve, para el 5 por 10 o por 100, usaban signos especiales. En tiempos antiguos debieron valerse alternativamente de los dedos de una mano o los de las dos. El sistema de numeración romana, que a veces aún empleamos nosotros cuando nos ponemos solemnes, es perfectamenteválido para expresar valores. Así, nuestra numeraciónarábiga necesita para representar el año en que se comienza este libro, cuatro cifras: 2006; la numeración romana no necesita más: MMVI. Lo malo del caso es que para operaciones complejas, los romanos no conocían la utilidad del cero, y tenían que valerse de un ábaco, o contador de bolas que se corrían de un lado a otro: es el primer precedente de nuestra calculadora, pero su empleo resulta incómodo.

Hubo también pueblos que emplearon el sistema vigesimal o de base 20: se conoce que contaban con todos los dedos, de las manos y de los pies. Había que recordar veinte nombres y emplear (cuando se empleaban) veinte signos distintos. No era necesario usar tantos órdenes de cifras, pero había que tener más memoria. Los mayas, que eran buenos matemáticos, empleaban el sistema vigesimal. En algunos pueblos —los escandinavos, los escoceses, los franceses, los vascos— conservan restos del orden vigesimal. Todavía queda un sistema empleado por muchas culturas de Oriente Medio, el duodecimal, que los babilonios convirtieron nada menos que en sexagesimal. Todavía hoy contamos los huevos por docenas, o los relojes marcan doce horas. No se conoce bien el motivo de esta base, ya que los dedos no nos sirven. Quizá, aducen algunos, porque la luna completa doce ciclos en un año. El hecho es que el sistema duodecimal parece el más adecuado porque el 12 tiene cuatro divisores, el 2, el 3, el 4 y el 6,mientras que el 10 solo puede dividirse por 2 y por 5. Lagrange, a fines del siglo XVIII, proponía seguir un sistema duodecimal, con el cual las operaciones serían mucho más fáciles. Pero la costumbre de emplear el decimal estaba ya demasiado establecida, y resultaba incómodo cambiarla. Al fin y al cabo, tenemos diez dedos.

1 Los romanos representaban el 4 como IIII. La forma IV aparece en el Renacimiento.

La ciencia de los grandes imperios orientales

Los avances del hombre del Neolítico y luego de los de la Edad de los Metales originaron una serie de condiciones para la creación de grandes civilizaciones. Civilización es, en sentido etimológico «aquella forma de cultura que se desarrolla en la ciudad». La ciudad fue una consecuencia del asentamiento permanente de las comunidades humanas en un lugar determinado. El asentamiento exige, por de pronto, una organización y un poder que la mantenga y garantice. Conforme las ciudades se fueron haciendo más grandes, aumentó la necesidad de afianzar y multiplicar los distintos servicios. Las formas de gobierno se afirmaron, y se aseguró la dominación de los territorios necesarios para el mantenimiento de la comunidad, se distribuyó la propiedad de las tierras y se hizo necesario no solo acotarlas, sino acotar también la zona geográfica de influencia de la comunidad, lo que significó el establecimiento de unas fronteras, que se procuró llevar cada vez lo más lejos posible, y,por supuesto, defenderlas. La creación de unas normas, la administración del territorio, la justicia, en su caso la guerra, aumentaron las formas de poder. Con el tiempo, unas ciudades prevalecieron sobre otras, o el dominio de varias de ellas semancomunó. Así se pasó del asentamiento en un poblado a las primeras formas de territorialidad organizada. Y fue esta necesidad la queobligó a aprender y a aplicar el aprendizaje a comunidades que ya no podían llevar una vida espontánea, y habían de atenerse a unas normas. El calendario, la medida de las tierras, la arquitectura, el comercio, el juego de los intereses obligaban al cálculo y a la medida. El hombre adquirió conocimientos porpura necesidad, y algunos individuos, que comenzaron a sobresalir por encima de otros, ganaron la reputación de «sabios», y gozaron de un estatus especial. La ciencia nació así por razones obvias, aunque nada nos impide suponer que fue impulsada también por esa cualidad tan afín a la naturaleza que esla curiosidad.

La ciencia mesopotámica

Dos grandes y caudalosos ríos, el Éufrates y el Tigris, nacen en las montañas nevadas de la región oriental de Turquía, y son capaces de atravesar el desierto en un curso sensiblemente paralelo de casi dos mil kilómetros, dejando entre ellos una llanura bien regada y fácil para el cultivo, la Mesopotamia, o «tierra entre ríos». Allí floreció una de las culturas más duraderas del mundo antiguo, entre los años 3000 y 500 a.J.C. El contraste entre el desierto y la fertilidad de la estrecha zona regada provocó una extraordinaria concentración de población en poco espacio. Entre las enormes ciudades que allí crecieron figuran Babilonia, a orillas del Éufrates (al sur de la actual Bagdad), y Nínive, a orillas del Tigris (muy cerca de la actual Mosul). Pero en cualquier región de Mesopotamia es fácil encontrar restos de infinitas poblaciones de sorprendente antigüedad. Todo parece indicar que se trataba de una región muy poblada y muy apetecida por diferentes comunidades humanas, que se disputaron aquel pasillo verde y feraz, rodeado por el ardiente desierto a un lado y otro.

Quizá en ninguna otra parte del mundo sea posible encontrar una superposición tan asombrosa de restos del Neolítico, de la Edad de los Metales, de los sumerios, de los acadios, de los babilonios, de los asirios, de los neobabilonios, hasta que la región fue invadida por los persas hacia el año 500 a.J.C. Uruk, Babilonia, Nínive, fueron capitales de grandes imperios dominados por hombres de pueblos muy diversos, y monarcas tan famosos como Sargón, Naran Sin, Hammurabi, Asurbanipal, Nabucodonosor: unos vencieron a otros, se sucedieron reinos y razas, pero la cultura, en general, se mantuvo. Con frecuencia los conquistados, pacíficos, se la transmitieron a los conquistadores, guerreros; y el periodo neobabilonio fue como el epígono de todos los avances científicos anteriores. Se estima que los pueblos mesopotámicos fueron los primeros que inventaron la rueda (ya desde los tiempos neolíticos), y de ella obtuvieron una ventaja inmensa en orden a la locomoción y el transporte. Luego, aquel invento iría difundiéndose por todo el mundo antiguo. También de origen mesopotámico es el torno de alfarero, fundamental en la fabricación de vasijas y otros utensilios; así como el ladrillo, hecho de barro cocido en hornos. Las tierras arcillosas entre los dos ríos permitieron la fabricación de todo tipo de útiles, y también han transmitido hasta nosotros la primera forma de escritura conocida: la cuneiforme. Ya muchos pueblos neolíticos trazaban insculturas en la piedra que tenían que significar algo; pero los primeros que inventaron un alfabeto con signos uniformes y característicos fueron los caldeos de Mesopotamia. Las tablillas de barro grabado y posteriormente endurecido se mantienen indefinidamente, y gracias a eso conservamos testimonios directos procedentes de hombres de hace casi cinco mil años.

Algunos signos no representaban palabras, sino números. Los caldeos comenzaron con un sistema de numeración decimal. Una cuña con la punta más aguda hacia abajo representa la unidad; tres cuñas, el tres; una cuña con la punta hacia la izquierda, el diez; una con la punta a la izquierda y cuatro con la punta hacia abajo, el catorce..., y así sucesivamente. Con este sistema consiguieron consignar valores y realizar cálculos cada vez más complicados. Hacia el año 2000 a. J.C. comenzaron a emplear un signo parecido a la A al revés: representa el 60. Idearon así el sistema sexagesimal. Para números pequeños es preferible el decimal, similar al nuestro; pero para valores muy grandes prefirieron la base 60, que permite trazar menos signos: y no olvidemos que para los mesopotámicos escribir significaba tener que practicar incisiones en el barro. El número 60 es, de todos los de dos cifras, el más divisible: lo es por 1, por 2, por 3, por 4, por 5, por 6, por 10, por 12, por 15, por 30. ¡De ningún otro número de dos cifras puede decirse nada parecido! No sabemos cómo los pueblos mesopotámicos llegaron a concebir las excelencias de un número relativamente elevado para contarlo con los dedos. Cierto que dieron también importancia a los divisores, especialmente el 12.

El sistema sexagesimal se prestó a cálculos muy complicados. Representaron en tablillas de barro las tablas de multiplicar. Sabían, inversamente, dividir, y hasta multiplicar un número por sí mismo, esto es, potenciar. La tablilla Plimpton, hoy conservada en la universidad de Columbia, parece expresar algo parecido al teorema de Pitágoras. En cálculo matemático, los babilonios no tuvieron rivales; en geometría, en cambio, parece que les superaron los egipcios. El sistema sexagesimal es el único no decimal que ha llegado hasta nosotros. Nuestros relojes tienen doce números; cada hora se divide en sesenta minutos, y el minuto en sesenta segundos. Los ángulos se miden por grados (y estos en minutos, y los minutos en segundos); un triángulo equilátero mide 60º; el rectángulo 90º (60+30), y la circunferencia entera, 360 (60×6). Realmente, algo les faltó a los babilonios para legar a la posteridad la mejor herramienta de cálculo de todas las posibles: ¡el cero! Al fin inventaron el signo – para indicar un nuevo orden; lo empleaban para expresar algo así como 330; pero no se les ocurrió usarlo para expresar 303. Fue una pena. La matemática perdió tal vez dos mil años en su progreso. El cero lo inventaron los hindúes, y lo aprovecharían desde el siglo IX los árabes, que fueron por un tiempo grandes matemáticos.

Los mesopotámicos, y especialmente los babilonios, fueron también reputados astrónomos. En este campo, y a diferencia de las matemáticas, que practicaron como ciencia pura, mezclaron con el estudio creencias mágicas que desvirtuaron en ocasiones la concepción del universo; pero no por eso sus hallazgos dejaron de ser válidos. El cielo habitualmente limpio de su país les permitió realizar observaciones habituales. Desde los zigurats, templos piramidales escalonados —orientados siempre con sus aristas hacia los cuatro puntos cardinales— midieron la altura del sol en cada época del año, y precisaron mejor que ningún otro pueblo la llegada de las estaciones. También observaron durante la noche la luna, los planetas —que identificaron— y las estrellas. Midieron el tiempo en que la luna completa sus cuatro fases, o periodo sinódico, de 29,55 días, y de ahí pudieron derivar la concepción del mes como una útil división del calendario (y la división del año en 12 meses). Algo más descubrieron: la luna se va moviendo a lo largo de su trayectoria aparente entre las estrellas siempre por las mismas constelaciones: Aries, Tauro, Géminis, Cáncer... etc., siguiendo invariablemente el mismo camino. Los babilonios comenzaron a hablar del «camino de la luna», lo que luego se llamaría zodíaco. Se dieron cuenta pronto de que los planetas siguen también ese mismo camino. Y finalmente llegaron a la conclusión de que el sol, al que siempre consideraron como un ser divino, marcha también por esa franja del cielo. Se explicaron mejor la sucesión de las estaciones, y dieron a aquellos signos celestes un significado mágico. La astrología se desarrolló al par de la astronomía. Pero no por eso dejaron de calcular con mucha precisión los movimientos de los astros, y de predecir sus posiciones en el futuro. ¡Esta capacidad de predecir fue un avance extraordinario de la ciencia y al mismo tiempo un argumento para la magia! La mayor parte de los signos del zo­díaco que hoy conocemos (aunque apenas sirvan para otra cosa que la predicción acientífica de los horóscopos) proceden de los babilonios. Pero también sirvieron para establecer efemérides. En el Museo Británico se conserva una tablilla que se interpreta como una regla para la predicción de eclipses. Quizá llega demasiado lejos Stephen Toulmin cuando afirma que «las tablas astronómicas de los babilonios vienen a ser registros muy similares a los de nuestros almanaques náuticos».

Los babilonios también inventaron el reloj de sol, aparte de que empleaban igualmente el reloj de arena. La división del día y de la noche en doce horas es consecuente con su concepción duodecimal. La construcción de grandes edificios les obligó a calcular volúmenes, y por tanto la cantidad de ladrillos que hacen falta para construir cada uno. Poco sabemos de la torre de Babel (que ha querido identificarse con alguno de aquellos enormes templos o edificios), ni de los Jardines Colgantes de Babilonia. Solo sabemos que los pueblos mesopotámicos dominaron como pocos la técnica de la arquitectura. Y la necesidad imperiosa del riego les obligó —que sepamos por primera vez en la historia— a construir canales. Es curioso que el empleo del barro cocido haya convertido sus monumentos, después de miles de años, en enormes colinas artificiales (lo que hoy se llaman tells). En cambio, este material, aunque frecuentemente reducido a pedazos, cuando queda enterrado conserva bastante bien los signos que trazaron para escribir o para calcular. Gracias a ellos podemos hoy reconstruir aspectos de su ciencia, la más antigua que con certidumbre conocemos.

Los egipcios

Heródoto de Halicarnaso, considerado como el padre de la Historia, tuvo alma de reportero, viajó por países del Próximo Oriente, preguntó y anotó, y gracias a él conocemos por testimonio externo algunas peculiaridades de la cultura egipcia. Fue Heródoto quien hizo una afirmación repetida durante dos mil quinientos años: Egipto es un don del Nilo. Sin este otro gran río, Egipto hubiera sido un desierto tan insoportable como Mesopotamia sin el Éufrates y el Tigris. Con la ventaja de que el Nilo se desborda —entonces inexplicablemente— en verano. La crecida del Nilo no solo proporciona abundante agua justo cuando más falta hace, sino que la riada arrastra un limo fértil, procedente del África intertropical, que fecunda los campos y se desparrama por el delta. Heródoto apunta hipótesis muy razonables sobre la crecida del Nilo. Durante muchos siglos se ignoraron los motivos del prodigio. Hoy conocemos muy bien sus dos causas principales. Primera, la fusión de las nieves de las altísimas montañas de Etiopía (Nilo Azul); segunda, la estación de las lluvias en la cordillera Ruwenzori y el lago Victoria (Nilo Blanco). El Nilo es el único gran río del mundo que nace en el hemisferio Sur y desemboca en el hemisferio Norte.

Otra particularidad de Egipto es la persistencia de un mismo pueblo y una misma cultura, durante casi tres mil años, en idéntico escenario. Prácticamente no sufrió invasiones, y sus ciudades, por excepción, no estaban defendidas por murallas. Los egipcios no pasaron, metodológicamente hablando, de la Edad del Bronce. El hierro lo aportaron los «pueblos del mar», y en escasas cantidades. Tanto es así, que en una tumba faraónica se encontró una bola de hierro encerrada en un cofre de oro: se concedía más importancia al contenido que al continente. Pero la escasez de metales duros no impidió a los egipcios alcanzar una elevada cultura y una ciencia privilegiada, que se mantuvo por espacio de milenios merced a una admirable continuidad histórica, a lo largo de treinta y una dinastías consecutivas. Jamás pueblo alguno ha disfrutado de una historia prácticamente no interrumpida durante tantísimo tiempo. Quizás este mismo hecho tuvo en cierto modo un efecto retardatario: los egipcios disfrutaron desde muy pronto de una de las culturas más refinadas del mundo antiguo, pero durante miles de años apenas la desarrollaron. Un hecho digno de mención es, por ejemplo, una escritura ideográfica-pictográfica, que ha podido descifrarse gracias a la Piedra de Roseta, escrita en caracteres egipcios y griegos. Así hemos podido penetrar tres mil años en el misterio de los egipcios. No llegaron a tener nunca una escritura alfabética, como sus casi vecinos los fenicios.

Escribieron en la piedra de sus templos y sobre todo en hojas de papiro. Con aquella piedra construyeron los imponentes edificios que son las pirámides (la de Keops sigue siendo, después de casi cinco mil años, la edificación maciza más grande del mundo), para cuya construcción precisaban de profundos conocimientos geométricos y arquitectónicos. Y también monumentales templos, como los de Karnak y Luxor. En ellos trazaban sus solemnes textos jeroglíficos, que han llegado casi intactos a nosotros. Pero para textos usuales, se valían del papiro, una planta que se puede cortar en láminas muy finas, que luego se secaban, se golpeaban y se pulían, en un proceso que requería una excelente técnica. Escribían con tinta negra (los grandes epígrafes en tinta roja), y también dibujaban. Sobre el papiro utilizaban caracteres más sencillos (hieráticos o demóticos), que podían escribirse más rapidamente. El papiro escrito se conserva bien en ambientes muy secos. Gracias a esa circunstancia conservamos escritos de contabilidad, de operaciones aritméticas, de historia, hasta un tratado de medicina, que nos permiten conocer —bastante mejor que en el caso de Mesopotamia— la ciencia egipcia.

Los egipcios fueron excelentes geómetras. Y no tenían más remedio que serlo, porque el limo de las crecidas del Nilo cubría la tierra y borraba los límites de las parcelas: tras cada inundación era preciso parcelar de nuevo. Heródoto llama a esta operación geometría, «medida de la tierra», y la palabra ha llegado hasta nosotros. Sabían medir la altura de un edificio por la longitud de su sombra. Podían calcular superficies con facilidad, y áreas de diversas figuras geométricas: estuvieron muy cerca de hallar el valor exacto de «pi», o razón de la circunferencia al radio. También midieron con precisión volúmenes. Un hecho que puede parecernos sorprendente: trazaban con precisión ángulos rectos valiéndose de un sistema muy ingenioso. En una cuerda medían muy exactamente tres varas, y hacían un nudo; luego, cuatro varas, y hacían un segundo nudo; al fin cinco varas, y un nuevo nudo. Cuatro hombres ponían la cuerda tirante, y el último se acercaba al primero, hasta que el comienzo de la cuerda tocaba el tercer nudo. Quedaba formado un triángulo, uno de cuyos lados era necesariamente recto. Efectivamente, 3×3=9, 4×4=16 y 5×5=25. El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos: 25=16+9. ¡Habían descubierto el teorema de Pitágoras! En fin: quizá no exactamente; habían descubierto que con tres trozos de cuerda de longitud 3, 4 y 5, se forma un triángulo rectángulo. La explicación teórica necesitaría del genio griego.

Para sus cálculos geométricos, los egipcios necesitaban un sistema de numeración y unos signos capaces de representar los números. Emplearon el sistema decimal, y unos signos muy sencillos, parecidos a una U invertida. El diez se dibujaba con un doble signo, y el cien con tres. No intuyeron el cero. Podían realizar operaciones sencillas. Para restar decían: del seis al diez, ¿cuánto me falta? Fueron buenos astrónomos, y construyeron las pirámides con las caras hacia los puntos cardinales. La aparición de la estrella Sirio señalaba el comienzo del año. Y tenían bien calculada la posición de 36 estrellas para ajustar el calendario. Contaban tres estaciones (inundación, cosecha, sequía) de cuatro meses de 30 días en cada estación. Al final añadían cinco días epagómenos, para completar los 365.

Fueron mejores médicos que los babilonios. Por primera vez, que sepamos, tenían especialistas: en enfermedades de los ojos y la vista, en afecciones de boca y garganta, en indigestiones o molestias de los huesos. Diagnosticaban muy bien, y describían minuciosamente los síntomas. Y aunque gozaban fama de eficaces (¿lo eran realmente?), sus recetas, de las cuales conservamos hasta 900 en el papiro Ebers, aproximadamente del año 1650 a.J.C., no parecen muy eficaces. Algunas de las hierbas o pociones que describen podían paliar un poco los dolores o mejorar la salud; otras pueden parecer contraproducentes. A pesar de quedominaban maravillosamente la técnica de la momificación —loscuerpos de algunos faraones han llegado francamente bien conservados hasta nosotros— no se atrevieron demasiado con la anatomía. Sí tuvieron felices intuiciones, como reconocer en el corazón el motor de la circulación de la sangre. El hecho es que la fama de los médicos egipcios duró muchos siglos.

Un inconveniente de la ciencia egipcia fue su relación con la magia, con el simbolismo, con los secretos esotéricos y con los números cabalísticos. Solo los sacerdotes y los altos funcionarios sabían leer o calcular, aunque lo hacían muy bien. Hasta había un calendario popular y otro secreto, más ajustado a la realidad, que muy pocos conocían. Parece ser de origen egipcio el mito de la piedra filosofal, un producto obtenido a base de complicadísimas combinaciones químicas, que estaría dotado de poderes maravillosos: entre ellos el de proporcionar la eterna juventud y el de obtener oro de otros metales. La alquimia —que no es otra cosa que la química primitiva, con sus aciertos o sus errores, que eso es distinto— se desvió muchas veces a la búsqueda de este producto prodigioso. Los egipcios, los persas, los griegos, los árabes, los europeos medievales, se desvivieron buscando la piedra filosofal. Todavía en el Renacimiento se hablaba de ella, o de la transmutación de los elementos. Quizá la afición de los egipcios a lo misterioso y a lo oculto retrasó la evolución de su ciencia, que progresó muy poco en 3.000 años.

La ciencia de los antiguos chinos

China fue durante muchos siglos un mundo aparte. Enorme y muy poblada, poco tendente a relacionarse con otros pueblos, tuvo capacidad para vivir una cultura propia, llena de originalidad. Los chinos fueron de los primeros que aprendieron a cultivar la tierra con técnicas adecuadas, de los primeros en inventar la rueda —y con ella un instrumento que parece que no se les puede discutir: la carretilla—, de los primeros en constituir un gran imperio con una compleja legislación, y una cultura muy refinada; y también disfrutan de una fama, casi legendaria, de haber figurado entre los primeros en contar con una ciencia admirable y desarrollada. Un problema con que nos encontramos es la tendencia de las leyendas chinas a exagerar la antigüedad de sus inventos. No conviene incurrir en el tópico que confunde «lo chino» con lo «antiquísimo».

Sí es muy antiguo su sistema de escritura, de carácter pictográfico e ideográfico, con elementos fonéticos; una escritura que emplea signos extraordinariamente complicados, que exigen una enorme memoria y una no menos enorme paciencia: las letras habían de ser pintadas con un pincel; eso sí, no representaban sonidos sueltos, sino ideas o palabras. También podían escribir valores aritméticos, y parece que aprendieron pronto las cuatro reglas y cálculos más complicados. Más tarde llegarían a resolver ecuaciones de segundo grado. Dedicados a la agricultura y al comercio, dominaron bien la contabilidad y la geometría. Hay vestigios de un sistema sexagesimal, pero los documentos que conocemos indican que se empleaba comúnmente el decimal. Con su capacidad de cálculo idearon un calendario lunisolar. Contaban meses por lunaciones, y el año, como en Caldea y Egipto, tenía doce meses. Doce lunaciones suponen 354,5 días. Periódicamente añadían al año un decimotercer mes, para ajustar el calendario a las estaciones.

Fueron excelentes astrónomos. Calcularon las efemérides del sol y de la luna, y llegaron a predecir bien los eclipses. Cuenta la leyenda que a un sabio que no supo prever un eclipse de sol le cortaron la cabeza. Hicieron catálogos de estrellas, y distinguieron constelaciones, la mayoría de ellas de configuración muy distinta de las nuestras. Y, sobre todo, tomaban un registro minucioso de todo lo que observaban. Gracias a eso sabemos de la aparición de cometas, y del estallido de estrellas novas y supernovas, que los chinos llamaban «estrellas invitadas». Los anales chinos son en este sentido muy útiles a la ciencia actual. Eso sí, no se hicieron preguntas acerca de por qué sucedían esos fenómenos.