Historias insólitas de los Juegos Olímpicos - Luciano Wernicke - E-Book

Historias insólitas de los Juegos Olímpicos E-Book

Luciano Wernicke

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Beschreibung

Los Juegos Olímpicos son el acontecimiento deportivo por excelencia. Desde su resurrección a finales del siglo XIX, de la mano del barón francés Pierre de Coubertin, las Olimpiadas ofrecen cada cuatro años una catarata de emociones y hazañas que a veces se convierten en mito. Al mismo tiempo, en el backstage de las contiendas, los deportistas muestran su lado más humano. Es lejos de la mirada del público que estos modernos «dioses del Olimpo» se despojan de su estado de semidivina perfección para hacerse comunes mortales que lidian con los reveses de la suerte, sufren percances desde los más esperpénticos hasta los más trágicos, enlazan el deporte con la política, sucumben al poder o a la presión del dinero, venden el honor o sacrifican por ello su carrera. Este libro recoge minuciosamente las más extraordinarias anécdotas deportivas y humanas de los protagonistas de los Juegos Olímpicos modernos, muchas de ellas tan sorprendentes que parecen concebidas por guionistas de Hollywood: un campeón de tiro que perdió la mano diestra en la guerra y educó la zurda para ganar la medalla de oro; un fondista portugués que fue atropellado por un automóvil y, diez días más tarde, ganó la maratón de Los Ángeles; un regatista que abandonó su carrera para rescatar a dos rivales que se ahogaban… Más de cuatrocientos increíbles relatos que componen un poderoso y entretenido cóctel de apasionantes y a menudo increíbles aventuras. «Nadie sabe cómo ha hecho Luciano para entrar en las Olimpiadas desde tiempos muy lejanos, cuando él ni siquiera había nacido, y nadie sabe cómo pudo escuchar todo lo que se contaba en voz bajita o no se contaba nunca, y sobrevivir a tanta indiscreción. Los lectores, agradecidos». EDUARDO GALEANO

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Seitenzahl: 465

Veröffentlichungsjahr: 2024

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A José Luis Cutello, por sus precisos consejos.

A Ignacio Iraola, Giuseppe Grosso

y Alfonso Zuriaga, por el apoyo.

A Eduardo Galeano.

A Nadia, por estar siempre.

 

 

Y aunque el olvido, que todo destruye,

haya matado mi vieja ilusión,

guardo escondida una esperanza humilde

que es toda la fortuna de mi corazón.

 

«Volver»

ALFREDO LE PERA

Prólogo

 

 

 

Un Juego Olímpico es el acontecimiento deportivo por excelencia. Aunque en muchos países el fútbol es la disciplina por antonomasia y su Mundial la cumbre de la pasión, también es cierto que los Juegos despiertan un enorme fervor por su cantidad y variedad de pruebas, porque compiten las mujeres y porque en las dos semanas de duración del megatorneo intervienen todos los países y no solamente treinta y dos, como ocurrió hasta la edición de Catar 2022 de los certámenes organizados por la FIFA. Los detractores de la «Olimpiada» —la Real Academia Española admite este vocablo como «competición deportiva mundial que se celebra cada cuatro años en un lugar previamente determinado», si bien también se lo acepta como «periodo de cuatro años comprendido entre dos celebraciones consecutivas de Juegos Olímpicos»— sostienen además que muchos de sus deportes son poco atractivos o, directamente, desconocidos para el público masivo. Es cierto, pero como contrapartida se puede precisar que en ese mismo menú conviven cientos de competiciones (para París 2024 se programaron 32 deportes divididos en 329 pruebas), entre ellas el fútbol, junto al baloncesto, el tenis, el voleibol, el atletismo y la natación, por nombrar solo las populares. No obstante cada una cuenta con su propio mundial, para la mayoría el cénit se encuentra en la medalla de oro olímpica. De cualquier manera, no hace falta elegir entre Juegos Olímpicos o la Copa Mundial de la FIFA: los dos certámenes conviven perfectamente en el calendario deportivo planetario, ambos cada cuatro años e intercalados de dos en dos para que todos puedan disfrutar de un acontecimiento considerado la «guerra moderna» por tratarse de una lucha sana, positiva y, como afirma una canción, «la única justa de las batallas».

En la antigua Grecia, los Juegos eran sagrados y todo tipo de acción bélica estaba prohibida durante la semana que duraban las competencias. Al resurgir en 1896 y alcanzar en el siglo XX una formidable popularidad en todo el planeta, las Olimpiadas se convirtieron en escenario de contiendas que se extendieron más allá de los límites de una cancha o un estadio. Acciones de propaganda política, serios roces diplomáticos y hasta una masacre —desinencia de un conflicto milenario— contaminaron la pureza del deporte, que solo se detuvo por efecto de las dos guerras mundiales, y se postergó un año a causa de una feroz pandemia. Entre 1948 y 1992, Estados Unidos y la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) descubrieron que los Juegos representaban un terreno perfecto donde extender la Guerra Fría que, de forma paralela, se debatía en otros frentes.

En Múnich 1972, la Olimpiada se desarrolló «normalmente», aunque a mitad de la competencia un grupo terrorista palestino ejecutó a once deportistas israelíes. En ese mismo país, aunque treinta y seis años antes, los Juegos permitieron a Adolf Hitler extender su efectiva propaganda más allá de sus fronteras y, en México 1968, a un grupo de atletas afroamericanos denunciar el maltrato social al que era sometida la población de raza negra en Estados Unidos.

Es importante aclarar que este trabajo repasa solamente las ediciones de los Juegos denominadas «de verano», por considerar que las Olimpiadas de invierno no son «universales» por dos circunstancias: una, porque para realizar deportes invernales se necesita sí o sí nieve o hielo, y apenas la mitad de los países cuentan con este recurso en forma natural, solo por unos meses al año y en localidades con determinadas características geográficas, generalmente de montaña. En la mayor parte de Sudamérica, África, el Caribe, Centroamérica, el sudeste asiático y Oceanía la caída de nieve es extraordinaria o nula, con lo cual es imposible que sus poblaciones tengan un acceso general a las recreaciones en las que hay que deslizarse y no correr o saltar. Ha habido casos de participantes de países tropicales en los Juegos invernales, pero se trató de situaciones atípicas, más cercanas a la curiosidad que a la alta competencia. En Pieonchang 2018, por ejemplo, intervinieron 92 países, cifra récord para esta versión. En los últimos tres Juegos de verano compitieron más de 200. Río de Janeiro 2016 alcanzó a todas las naciones del globo: 206.

Asimismo, la práctica de estas disciplinas invernales trae aparejada necesariamente la utilización de un equipamiento de elevado costo, consistente en trajes térmicos, guantes, gafas y esquíes, además de tablas, patines y trineos. Como se verá más adelante, el corredor Abebe Bikila, de la pobre Etiopía, ganó el maratón de Roma 1960 vestido apenas con una camiseta y un pantaloncito, ya que corrió con sus pies descalzos. En la Antigüedad, los atletas competían desnudos, lo que igualaba las oportunidades de cada contendiente. Actualmente, las posibilidades de un buen equipo de bobsleigh dependen necesariamente de la calidad de su carísimo trineo.

Otro punto clave en la historia olímpica está relacionado con el amateurismo. Desde la resurrección de los Juegos en 1896, el barón francés Pierre de Coubertin impuso que solo participaran atletas que no actuaran en ningún deporte como profesionales, incluidas las disciplinas no olímpicas. El estadounidense James «Jim» Thorpe, un aborigen pottawatomie modelo de deportista todoterreno, ganó por amplísimo margen el pentatlón y el decatlón de la edición de Estocolmo 1912, pero luego fue descalificado al conocerse que había jugado al béisbol a sueldo en una liga de su país. El brillante atleta, que también se destacó en fútbol americano, reclamó hasta el último de sus días la devolución de sus medallas doradas.

La injusta postura de Coubertin —que el COI mantuvo con firmeza hasta la década de los 80 y abolió finalmente en 1992— era clasista y contradictoria. Clasista, porque reservaba la gloria olímpica a hijos de familias ricas que podían prepararse para la alta competencia sin ocupar su tiempo en trabajar para mantenerse y costearse viajes y estadías a los Juegos. Muchos participantes tuvieron profesiones no relacionadas con el deporte y han ganado medallas, mas fueron casi excepciones. El hecho de que algunos atletas tuvieran que ocupar la mayor parte del día en oficios alejados del desarrollo físico para obtener su sustento y otros pudieran entrenarse a placer todos los días, por haber nacido en el seno de buenas familias, implica que el concepto «amateurismo» era sinónimo de desigualdades monstruosas. El olivo de los primeros Juegos estuvo reservado casi exclusivamente para nobles y millonarios. En los Juegos de invierno de Grenoble 1968, el presidente del COI, el estadounidense Avery Brundage, se negó a colocarle las medallas al francés Jean-Claude Killy (ganador de tres oros en slalom, slalom gigante y descenso) y a la canadiense Nancy Greene (oro en slalom gigante) porque ambos habían posado para los reporteros gráficos con sus esquíes en la mano para exhibir la marca de los productos, que los patrocinaban. Pero sí galardonó a Peggy Fleming, oro en patinaje artístico. Fleming no necesitaba dinero de sponsors: su padre, multimillonario, le había construido una pista de hielo para su uso exclusivo en su propia casa.

El amateurismo era conjuntamente indigno porque permitió el profesionalismo encubierto. Durante la segunda mitad del siglo XX, los representantes de la desaparecida Unión Soviética y sus países satélites (Alemania Oriental, Checoslovaquia, Rumanía, Hungría, Polonia, etcétera) figuraban mayoritariamente como oficiales de policía o del ejército de su país. Sin embargo, esto era una burda mascarada, pues se dedicaban por completo al entrenamiento y raramente cumplían las tareas que decían realizar. Nunca quedó claro por qué desde el Comité Olímpico Internacional se permitió el apoyo estatal pero no el privado.

No hay muchos antecedentes de trabajos que repasen la historia de los Juegos producidos por periodistas latinoamericanos. Aun así, atento a la prolífica y diversa bibliografía europea y norteamericana, las estadísticas registradas en la página oficial del COI y el infinito mundo de internet, preferí abordar la crónica desde otro sector. Sin abandonar las notables hazañas deportivas, héroes y destacados récords, Historias insólitas de los Juegos Olímpicos pone el acento en las curiosidades y anécdotas más sorprendentes que, al mismo tiempo, divierten y plantean un perfil más humano de los protagonistas. Muchas de las narraciones parten de situaciones generadas por la política, la economía o los complejos reglamentos deportivos. Otras, de un sinnúmero de eventualidades. Como cualquier otra persona «normal», los deportistas de élite, modernos «dioses del Olimpo», sufren lesiones y enfermedades, robos, pérdidas de equipaje en los aeropuertos, se emborrachan, golpean a rivales o a los árbitros, se enamoran, se casan y divorcian, tienen hijos, se quedan dormidos o pierden algún componente esencial de su equipo de competición. Unos sucumben al poder del dinero, otros prefieren no vender su honor.

Los atletas también viven peripecias que parecen diseñadas por guionistas de Hollywood: un campeón de tiro al blanco que perdió la mano diestra en la guerra educó la zurda para ganar la medalla de oro; un agotado maratonista debió correr velozmente en sentido contrario y desviarse más de un kilómetro al ser perseguido por un brutal perro; un fondista portugués fue atropellado por un automóvil, y diez días más tarde ganó el maratón de Los Ángeles, con récord incluido; un regatista abandonó su carrera para rescatar a dos rivales que se ahogaban. Un atleta con dos penes, un tirador expulsado del equipo olímpico por sus ruidosos pedos y una gemela que se hizo pasar por su hermana protagonizan algunos de los más de cuatrocientos relatos que nutren este poderoso cóctel de aventuras olímpicas.

 

LUCIANO WERNICKE

Buenos Aires, mayo de 2023

Antigüedad y renacimiento

 

 

 

Una carrera de solo 192,28 metros de extensión. Así de humilde, así de simple, así de breve fue el inicio de los Juegos Olímpicos. Una prueba modesta, que tuvo un ganador modesto: un cocinero de la región de Élide llamado Coroebo (o Koroibos o Choroebus, según las diferentes traducciones). En el año 776 antes de Cristo, corrió más rápido que ninguno la distancia de «un estadio» y volvió a su ciudad coronado de olivo. ¿Fue el cocinero el primer campeón en la primera Olimpiada? Muchos historiadores sostienen que Coroebo no se consagró como el vencedor inaugural, sino que su nombre fue el primero en quedar grabado en la piedra a la cabeza de una larga serie de héroes, también registrada en poemas de autores como Homero o Píndaro. La carrera a pie formaba parte de una variedad de ritos religiosos y culturales que se desarrollaba cada cuatro años, a lo largo de seis días, en una planicie situada junto al santuario de la ciudad de Olimpia, famosa por su templo dedicado a Zeus, una de las siete maravillas de la Antigüedad. Se estima que la prueba pedestre habría comenzado a disputarse al menos ciento cincuenta años antes de Coroebo, aunque solo son conjeturas. Una leyenda asegura que la primera competición fue organizada por Atleo, rey de Élide —la región donde se encontraba Olimpia—, entre sus hijos, para determinar a su sucesor. La palabra «atleta» deriva, justamente, de Atleo.

Más allá de su origen, después de la victoria del cocinero, los Juegos se consolidaron y, a través de las sucesivas ediciones, crecieron en cantidad de participantes, que llegaban primero desde todos los rincones del mundo heleno y, más tarde, desde las distintas provincias del Imperio romano. Asimismo, a la sencilla carrera de 192,28 metros se agregaron otras pruebas: dos estadios (llamada diaulio, de 385 metros), cuatro (769 metros), ocho (1538 metros) y hasta veinticuatro estadios (conocida como dólico, de 4614 metros). Luego, aparecieron el pentatlón (una competencia que combinaba cinco disciplinas: carrera, lanzamiento de disco y jabalina, salto de longitud y lucha), la hoplitodromía (carrera vistiendo armadura y cargando lanza y escudo), el pugilato y las cuadrigas tiradas por caballos. El boxeo comenzó sin diferencia de categorías por peso ni protección de ningún tipo en manos ni cabeza. Los duelos no tenían límite de asaltos y terminaban por nocaut o abandono de uno de los combatientes. Con los años, se incorporaron tiras de cuero para proteger las manos y hacer más contundentes los golpes. Algunos púgiles agregaban a las correas pequeñas piedras, fragmentos de plomo o astillas de madera para causar más daño a sus rivales. Las peleas generaron tanta pasión entre el público que se agregó un nuevo tipo de contienda, diseñada especialmente para los que disfrutaban con la sangre: el pancracio, una suerte de «todo vale», incluidos mordiscos, asfixia, patadas en los testículos y hasta hundir los dedos en los ojos del rival. El agregado de nuevas disciplinas deportivas extendió, al mismo tiempo, el calendario olímpico, que llegó a los siete días.

Desde su inicio, los Juegos fueron concebidos como un periodo de recogimiento espiritual y religioso. Poco después, se los invistió con un halo nacionalista. En el siglo IX a. C., los reyes Ifitos de Élide, Cleóstenes de Pisa y Licurgo de Esparta instituyeron lo que se conoce como «tregua olímpica», que suspendía todo tipo de acciones bélicas entre las ciudades-estado griegas durante la semana de los Juegos. Asimismo, establecieron la prohibición de ingresar armado a Olimpia, «un lugar sagrado. Quien ose penetrar en él con armas será considerado sacrílego».

¿Quiénes podían intervenir como competidores? En una primera etapa, solo los varones griegos considerados «hombres libres», hijos legítimos con plena posesión de todos los derechos civiles, que no hubieran cometido sacrilegios ni crímenes. Después, por razones políticas, fueron aceptados concursantes de otras naciones, en algún caso por imposición, como sucedió con el emperador romano Nerón. Las reglas y códigos de competencia estaban grabadas en tablas de bronce que se encontraban en uno de los templos de Olimpia. Los concursantes debían arribar a la ciudad al menos cuatro semanas antes del inicio de los Juegos, para someterse a una especie de «concentración» que alternaba entrenamientos con el estudio de las reglas de la competición y un juramento de respeto sobre las decisiones de los jueces y «la lucha leal». En el siglo V, durante la final del torneo de boxeo, un participante llamado Cleómedes mató a su oponente. Aquel fue descalificado por considerarse que había actuado con alevosía y se consagró campeón post mortem a su rival.

Los vencedores solo recibían como premio una corona confeccionada con hojas y ramitas de olivo. No obstante, sus hazañas adquirían tanta importancia entre sus compatriotas de las distintas ciudades-estado que los campeones obtenían beneficios que poco distaban del actual profesionalismo: exenciones impositivas, pensiones vitalicias, viviendas, alimentos y otros bienes permitían a los héroes disfrutar de una vida distendida y lujosa.

¿Cuál era el papel de la mujer en los Juegos? En primer lugar, no había en el calendario olímpico competencias reservadas para ellas. Solo actuaban en un festival deportivo y artístico en honor a la diosa Hera, que se realizaba en otra época del año. Además, solo se permitía concurrir a Olimpia como espectadoras a las solteras y las niñas, y se amenazaba con la condena a muerte a las casadas que se atrevieran a presenciar las distintas pruebas. El único caso conocido de violación de estas normas correspondió a Callipatria, una mujer que se disfrazó de hombre para ver a su hijo Pisidoro en la competencia de pugilato. Cuando el joven se impuso en el último combate, Callipatria se olvidó de las duras reglas y, obnubilada por la emoción, se abalanzó sobre Pisidoro para abrazarlo, sin advertir que se le caía un lienzo que le había permitido ocultar su rostro y sus cabellos. Los jueces y espectadores descubrieron el engaño, pero la mujer fue perdonada por ser hija, hermana y madre de campeones.

Los Juegos de la Antigüedad se extendieron hasta el año 394 d. C., cuando fueron abolidos por el emperador romano Teodosio el Grande a petición de san Ambrosio, obispo de Milán, que los consideraba inmorales y promotores del ateísmo. El decreto no solo prohibía las competencias sino que establecía la pena de muerte para quienes intentaran reeditarlas. Medio siglo más tarde, otro monarca, Teodosio II, ordenó la destrucción de todos los templos de Olimpia. A la brutal disposición romana se sumó una serie de terremotos que terminaron por sepultar los restos, que permanecieron ocultos por doce siglos. A mediados del siglo XIX, un grupo de arqueólogos europeos descubrió las viejas ruinas y la luz volvió a iluminar la gloria olímpica. Unas décadas más tarde, a un noble francés, Pierre de Frédy, barón de Coubertin, se le ocurrió la loca idea de devolverles la vida y la grandeza a los majestuosos Juegos Olímpicos. Bueno, no tan loca. Ya no estaban los «Teodosios» para hacer cumplir sus absurdos mandatos.

 

Nerón, el campeón

 

Muchos monarcas y emperadores de pueblos antiguos decidieron participar en los Juegos para demostrar sus aptitudes en el deporte. Filipo II, rey de Macedonia y padre de Alejandro Magno, ganó en carreras de caballos y cuadrigas en el año 356 a. C. Otro concursante fue el romano Nerón. Los libros de historia y la película Quo Vadis exponen al emperador como un psicópata vanidoso y asesino. Además de ordenar sanguinarias campañas, liquidar a sus rivales y hasta a su madre, un hermano y a sus dos primeras esposas (a la segunda, Popea, la liquidó de una salvaje patada al estómago que le provocó un aborto y la muerte por desangrado), el déspota impulsó el desarrollo de las artes y mandó a construir numerosos teatros y escuelas. Nerón se creía descendiente de Apolo y dueño de un talento sin igual para la música y la poesía. Sin embargo, los únicos que aplaudían y vitoreaban sus obras e interpretaciones eran los miembros de una ridícula claque que cobraba generosos salarios para halagar los oídos del monarca. En el año 67, el emperador se encaprichó con los Juegos Olímpicos y se propuso ganar una corona de olivo a cualquier costo. El tirano se inscribió en la carrera de cuadrigas y sobornó a sus rivales para que, a medida que se extendiera la competición, fueran desertando. Nerón terminó la prueba corriendo solo, y ganó a pesar de haberse caído torpemente en una curva. Los griegos miraron al cielo para cuestionar a sus dioses. Poco les hubiera costado romperle el cuello al dictador.

 

Desnudez

 

Los antropólogos otorgan diferentes genealogías a la tradición de que los atletas olímpicos de la Antigüedad compitieran desnudos. De hecho, varios investigadores descreen de esta tradición —señalan que hubiera sido imposible para los deportes ecuestres, por ejemplo—, a pesar de que la mayoría de las vasijas con motivos olímpicos representan a los deportistas sin ropa alguna. Algunos aseveran que, con la desnudez, se impedía que intervinieran las mujeres. Otros señalan que brindaba una situación de igualdad social a los participantes. Si bien en un principio todos debían ser griegos y hombres libres, la competencia sin vestimentas uniformaba a nobles con plebeyos, a ricos con pobres. Otra versión —presumiblemente más cerca de la fábula que de la realidad— sostiene que Orsippus, un corredor de Megara, antigua ciudad griega de la prefectura de Ática, ganó fama en sus tiempos por correr desnudo en la carrera del estadio de la decimoquinta edición, en el año 720 a. C. Según el relato, al velocista se le desprendió el taparrabo —o especie de pantaloncito que utilizaba— en medio de la prueba y, en una rápida maniobra, se lo quitó y continuó como Dios lo trajo al mundo. Su victoria, se dice, marcó un ejemplo a seguir que pronto se convirtió en tradición.

 

Estrellas antiguas

 

Leónidas de Rodas fue probablemente el más grande atleta de la Antigüedad. Los registros hallados por los arqueólogos le otorgan doce victorias en cuatro ediciones consecutivas de los Juegos, tanto en carreras de velocidad como de fondo. Se impuso en las pruebas del estadio, diaulos y dólicos entre los años 164 y 152 a. C.

El luchador Milón de Crotona (ciudad situada en el taco de la bota itálica) ganó el título en el 540 a. C. y lo defendió con éxito cuatro veces seguidas hasta perder en la final del año 512 con su compatriota Timasitheos. El secreto de su fortaleza —aseguran los textos de entonces— se basaba en comer nueve kilos de carne y nueve de pan por día, bien regados por nueve litros de vino.

Otro atleta, Diágoras de Rodas, fue uno de los grandes boxeadores del siglo V a. C., pero además el primero de un árbol genealógico repleto de gloria: Él se impuso en la 79ª edición de los Juegos y sus tres hijos y dos de sus nietos también fueron campeones olímpicos. En otra edición, la 83ª, su primogénito Damagetos venció en pancracio y el segundo, Akousilaos, en boxeo. Al retornar a Rodas, los muchachos ingresaron a la ciudad llevando en hombros a su padre mientras una multitud los recibía enloquecida. Años después, el más pequeño de los hermanos, Dorieo, ganó el pancracio en tres juegos consecutivos.

Se asegura que Melankomas de Caria (una ciudad-estado del Asia Menor, actual Turquía) ganó la prueba de boxeo de la 207ª Olimpiada sin dar un solo golpe. Melankomas —un hombre muy ágil y de una velocidad de movimientos asombrosa— solo se dedicó a esquivar los golpes de sus oponentes hasta lograr que abandonasen por agotamiento. Su resistencia física se basaba en un riguroso entrenamiento. Se dice que en una ocasión mantuvo los brazos extendidos dos días completos, sin bajarlos ni descansar un solo segundo.

 

Jerjes, el perdedor

 

Durante la segunda de las guerras Médicas, cuando comenzaba el ataque persa a Grecia, un grupo de soldados invasores capturó a dos guerreros atenienses. Los griegos fueron llevados ante el rey Jerjes, quien los interrogó sobre las características de su ejército y los sistemas defensivos de la ciudad. Cuando les preguntó qué estaban haciendo los atenienses en ese momento, los prisioneros explicaron que toda la ciudad se preparaba para participar en los Juegos Olímpicos, y a continuación brindaron detalles relacionados con el acontecimiento y sus diferentes competencias deportivas. Jerjes quiso saber qué recibía un campeón olímpico. «Una rama de olivo», respondieron los cautivos. El monarca se quedó asombrado. «Qué gran error he cometido —razonó—: he venido a luchar con hombres que no pelean por dinero, sino por gloria». En efecto, Jerjes y su cuerpo de mercenarios fueron derrotados y expulsados de Grecia por los bravos ejércitos helenos, en especial los atenienses y espartanos, que unieron sus fuerzas para combatir al enemigo común.

 

Sobornos

 

En el año 338 a. C. se descubrió que un boxeador, Eupolus de Tesalia, había sobornado a tres rivales para que se dejaran doblegar. El tramposo Eupolus fue castigado con una fuerte multa en dinero, que se utilizó para financiar la erección de seis estatuas de atletas con inscripciones de tono moral, como «en Olimpia se gana con la velocidad de los pies y la fuerza del cuerpo, nunca con dinero». Un precepto que debió haber sido tallado también en latín, para que lo entendiera el vanidoso Nerón.

 

Coubertin y la resurrección

 

«Alemania había exhumado lo que quedaba de Olimpia. ¿Por qué no iba Francia a conseguir el renacimiento de su esplendor? De ahí al proyecto, menos brillante pero más rápido y fecundo, de restablecer los Juegos Olímpicos, no había más que un paso; sobre todo, porque había sonado la hora en que el deporte parecía llamado a representar de nuevo su papel en el mundo». Así explicó el noble francés Pierre de Frédy, barón de Coubertin, simplemente conocido como Pierre de Coubertin, su entusiasmo para desenterrar de las ruinas de una ciudad griega el esplendor olímpico. Con gran habilidad y pragmatismo, en junio de 1894 Coubertin reunió en París a representantes de movimientos deportivos de doce países (Argentina, Bélgica, Austria-Bohemia, Estados Unidos, Grecia, Gran Bretaña, Hungría, Italia, Nueva Zelanda, Rusia, Suecia y, por supuesto, Francia) para crear el Comité Olímpico Internacional (COI) y decretar la primera edición de los Juegos Olímpicos modernos. «Su restablecimiento fue decidido por unanimidad. Propusimos inaugurarlos en 1900, pero se prefirió adelantar la fecha. Se decidió la de 1896 y, a propuesta del señor [Demetrius] Bikelas, se designó Atenas como lugar donde los Juegos se celebrarían por vez primera», relató el barón. Coubertin demostró contar con una buena muñeca para llevar las riendas del flamante Movimiento Olímpico. Por su historia, los Juegos debían comenzar en Grecia, de modo que propuso que Bikelas fuera también el primer presidente del COI, hasta la finalización de la competencia inaugural. Luego Coubertin lo sucedería y ocuparía el alto cargo casi treinta años.

Según Coubertin, los fundadores del flamante COI coincidieron de forma unánime en «colocar los concursos [deportivos] bajo el único patronazgo que pudiera darles una aureola de grandeza y gloria, el de la Antigüedad clásica. Hacer esto era restablecer los Juegos Olímpicos. El nombre se imponía y no era posible, además, encontrar otro». El 24 de junio de 1894 se concretó, de esta forma, el viejo anhelo de Coubertin: «La restitución de una idea de dos mil años de antigüedad, que tanto hoy como entonces conmueve el corazón de los hombres y satisface uno de sus instintos más vitales y —aunque se haya dicho lo contrario— también más nobles. El atletismo saldrá engrandecido y más noble, y la juventud internacional encontrará el amor y la paz y el respeto a la vida».

Atenas 1896

 

 

 

Quince siglos después de la abolición ordenada por el emperador romano Teodosio I, los Juegos renacieron en Atenas gracias al impulso de Pierre de Coubertin y el compromiso de toda la nación griega para desempolvar las gloriosas Olimpiadas. A lo largo de dos semanas, del 6 al 13 de abril de 1896, corredores, lanzadores, tiradores, luchadores, levantadores de peso, tenistas, nadadores, esgrimistas y ciclistas dieron brillo a cada una de las actividades que abrieron una nueva era para el deporte. Tal vez resulte inevitable comparar esta primera experiencia «moderna» con la penúltima edición, Río de Janeiro, separadas por ciento veinte años. En Atenas 1896 se presentaron apenas 176 atletas de doce naciones, que actuaron en nueve deportes y 43 disciplinas. El evento de Brasil reunió a 11.551 deportistas de 206 países, que terciaron en 28 competiciones divididas en 306 eventos. Si bien el contraste de las cifras abruma, es fundamental analizar el contexto histórico, cultural y hasta tecnológico en el que se desarrollaron las Olimpiadas en Grecia. A fines del siglo XIX, sin aviones que acortaran los tiempos y las distancias, sin compañías auspiciantes que colaboraran con los fondos necesarios para las obras, sin televisión ni radio, sin publicidad ni promoción, Atenas fue un gran logro como primera sede de un Juego Olímpico. Toda gran empresa nace en una pequeña iniciativa, y si Río de Janeiro 2016 se constituyó en el más grande éxito deportivo de la historia, con la participación de todos los países del planeta, sin dudas se debió a la sólida base de mármol cincelada por ese primer paso que fue Atenas. Un primer y pequeño paso, tal vez no muy firme —se objeta que no intervinieron mujeres ni naciones de Asia y África—, aunque fundamental para iniciar un largo y próspero camino. Los griegos se esforzaron al máximo para esta innovadora competencia: el bellísimo estadio Panathinaikó —se restauraron las ruinas del antiguo coliseo construido en el año 350 a. C., gracias al aporte monetario del rico empresario local Georgios Averoff— deslumbró revestido en exquisito mármol blanco del monte Pentélico. Además del aporte de Averoff, el comité organizador, presidido por el príncipe Constantino, tuvo que hacer verdaderos malabares para recaudar el dinero necesario con el objetivo de preparar todos los escenarios. Se llegó inclusive a emitir doce sellos postales especiales, los primeros en la historia dedicados al deporte. Se lanzaron solamente 16.000 series, que hoy tienen un valor incalculable entre los coleccionistas. Para esta edición se decidió premiar al ganador de cada prueba con una corona confeccionada con ramitas de olivo y una medalla de plata. Al segundo se le reservó una presea de bronce, y un diploma para el tercero. La tradición de entregar medallas olímpicas de oro, plata y bronce comenzó recién en la tercera edición de los Juegos, en la ciudad estadounidense de San Luis. En la tabla estadística elaborada con el parámetro actual, Grecia fue el país que sumó más medallas, con 47 (10 doradas, 18 de plata y 19 de bronce). No obstante, Estados Unidos reunió más oros: once.

El 6 de abril de 1896, ante cincuenta mil espectadores emocionados por el reverdecer de las Olimpiadas —tanto entusiasmo despertaron los Juegos que hasta hubo reventa de entradas—, el rey Jorge I de Grecia decretó el retorno a la vida de las competencias atléticas destinadas a promover la paz y la armonía entre los pueblos. Minutos después de la inauguración oficial, el estadio Panathinaikó fue escenario de las primeras pruebas. El estadounidense James Connolly se consagró como el primer campeón olímpico de los Juegos modernos al ganar fácilmente la competencia de salto triple que culminó ese mismo día. Connolly alcanzó un registro de 13,71 metros, un metro más que el del segundo clasificado, el francés Alexandre Tuffèri. El gimnasta alemán Hermann Weingärtner fue el atleta que obtuvo la mayor cantidad de medallas, con seis: tres oros, dos platas y un bronce. Su compatriota Carl Schuhmann sumó cuatro éxitos dorados, tres en gimnasia y uno en lucha grecorromana. En el campo atlético, hubo notables dobletes de los estadounidenses Thomas Burke (100 y 400 metros lisos), Ellery Clark (salto de altura y de longitud) y Bob Garrett (lanzamiento de peso y de disco); y del australiano Teddy Flack (800 y 1500 metros en pista). No obstante, el gran héroe de los primeros Juegos fue un desconocido corredor local, Spiridon Louis, quien solo ganó una prueba. Claro que esta fue el maratón, el gran acontecimiento de la Olimpiada.

 

El maratón

 

Para este torneo que devolvía la vida a los Juegos, Coubertin quiso incorporar al programa deportivo una competición atlética nueva que se constituyera en la prueba culminante de cada Olimpiada. Tras analizar distintas sugerencias, el barón aceptó una carrera ideada por su amigo e investigador Michel Bréal. Bréal repasó atentamente la historia clásica helena y se le ocurrió recrear la epopeya del soldado Filípides, héroe del primero de los tres enfrentamientos bélicos entre algunas ciudades-estado griegas y el Imperio persa durante el siglo V a. C., conocidos como las guerras Médicas (así denominadas porque los atenienses llamaban «medos» a los asiáticos). Según el relato del historiador Heródoto, al finalizar la batalla de Maratón, que definió el primer triunfo heleno, un hoplita llamado Filípides fue convocado por su general, Milcíades, para correr hasta Atenas e informar de la victoria sobre los persas. El muchacho, ya desgastado por la dura lucha, se despojó de su armadura y partió al trote hasta la ciudad-estado, que se encontraba a unos 40 kilómetros de la llanura que había sido escenario del combate. Filípides corrió sin cesar y, al llegar, apenas logró anunciar el triunfo: murió instantes después a causa del enorme esfuerzo. Una versión asegura que el soldado falleció por una herida recibida durante la batalla y no por el agotamiento, pues estaba acostumbrado a llevar mensajes de Atenas a Esparta, separadas por unos 160 kilómetros. Otro relato sostiene que Filípides no unió Maratón con Atenas, sino con Esparta, a través de unos 200 kilómetros, para solicitar refuerzos. Más allá de estas discrepancias, Bréal propuso a Coubertin que los atletas siguieran la ruta entre Maratón y Atenas, a través de 42 kilómetros. La idea gustó mucho al noble francés, y maravilló a los griegos, felices con una prueba bautizada con el nombre de una de sus localidades que, además, rendía homenaje a uno de sus héroes. No obstante, lo que en los papeles parecía estupendo, debía verificarse como potable en la práctica, teniendo en cuenta el negro desenlace de la carrera «original». Primero, dos meses antes del comienzo de los Juegos, se pidió a dos atletas que corrieran desde la llanura de Maratón hacia la capital griega para evaluar su desempeño. Uno de los voluntarios abandonó a la mitad de la prueba, pero su compañero logró llegar sano y salvo unas cuatro horas después de la salida. Superado el examen, el segundo paso fue convocar a una carrera, para analizar su desarrollo: según el periodista británico Geoff Tibballs, el 10 de marzo de 1896 —casi un mes antes del inicio de la Olimpiada— se realizó el primer maratón, con doce participantes, ganada por el griego Charilaos Vasilakos con un tiempo de 3 horas y 18 minutos. Dos semanas más tarde se repitió la competencia: Ioannis Lavrentis se impuso con un nuevo récord mundial de 3 horas, 11 minutos y 27 segundos. Otro corredor local llamado Spiridon Louis arribó siete minutos después, en el quinto puesto. Su tiempo de gloria llegaría el 10 de abril, cuando la novedosa carrera se convirtió, de la mañana a la noche, en una contienda célebre destinada a inmortalizar a su ganador y colocarlo en el panteón de los héroes olímpicos, al lado de Filípides.

 

Primer boicot

 

No toda ausencia de un país a una edición de los Juegos puede considerarse un boicot. Como tal, se entiende de manera exclusiva el acto de presión de parte de uno o varios Estados —como se verá a lo largo de la historia olímpica, no siempre sobre la nación anfitriona de la competencia— para tratar de impedir o entorpecer la realización del torneo deportivo, como medio de coerción para hacer oír un reclamo o conseguir que se satisfaga una demanda. La palabra «boicot» proviene del apellido de un productor agrario irlandés, Charles Cunningham Boycott, quien representaba los intereses de un noble inglés, lord John Crichton, dueño de la mayor parte de las tierras del condado de Enre, en el oeste de Irlanda. A raíz de las duras condiciones laborales que trató de imponer Boycott a sus peones rurales, estos se negaron a levantar su cosecha. El terrateniente intentó convencer, inclusive mediante el soborno, a algunos vecinos para que rompieran la huelga y trabajaran en los campos, pero también se opusieron y denunciaron la maniobra a los demás pobladores de la localidad, que decidieron organizar un boicot contra Boycott: la gente no hablaba con él, los comerciantes rehusaban venderle sus productos, el cantinero no le servía bebidas en su pub, sus empleados no atendían su casa y hasta el cartero se oponía a entregar su correspondencia. Boycott consiguió finalmente campesinos de otros distritos y la protección de un cuerpo de policías para salvar su producción, pero al terminar la cosecha se marchó a Inglaterra.

Para Atenas, una sola nación pretendió boicotear los Juegos: el Imperio otomano, constituido mayoritariamente por la actual Turquía, enemigo ancestral de los helenos. De hecho, Grecia se había independizado del Estado de Asia Menor unos sesenta años antes, después de permanecer bajo su dominio durante unos tres siglos y medio, a partir de la caída de Constantinopla, en 1453. Al intento de desacreditar la primera edición de los Juegos modernos no se sumó ninguna otra nación, por lo que los turcos fueron los primeros y únicos boicoteadores.

 

Atenas vs. Harvard

 

Además de contar con notables aptitudes atléticas, el joven James Connolly estudiaba Literatura en la prestigiosa Universidad de Harvard, en el Estado de Massachusetts. Al enterarse de la restauración de los Juegos, el muchacho solicitó al decano de su facultad, Nathaniel Shaler, su autorización para ausentarse unos días y participar en el gran evento deportivo. El joven estaba firmemente decidido a viajar a Atenas, al punto de utilizar hasta el último centavo de sus ahorros para costearse la aventura. Sin embargo, Shaler rechazó la petición de Connolly alegando que el muchacho atravesaba un bajo nivel académico, y le aconsejó renunciar a la universidad para, a su regreso, solicitar su incorporación y comenzar «de cero» la carrera. De lo contrario, sería expulsado por prolongada ausencia. Ofendido, el atleta se negó a dimitir, y se marchó dispuesto a no retomar sus estudios. Tras su vuelta a Nueva Inglaterra con el título olímpico bajo el brazo, Connolly comenzó una profusa carrera como periodista y escritor: fue corresponsal de guerra para la prestigiosa revista Collier’s y autor de veinticinco novelas. Cincuenta años después del desaire del decano, Connolly aceptó volver a pisar la célebre institución de la que se había ido indignado, al ser invitado a intervenir en una conferencia. Finalizada su disertación, un grupo de docentes lo postuló para recibir un nombramiento honorífico de Harvard. El campeón, severo, rechazó la iniciativa. El título que realmente le importaba ya lo había ganado en Grecia.

 

Protocolo

 

Poco después de que James Connolly grabara su nombre en el mármol de la historia deportiva, en la pista comenzaron las eliminatorias de los 100 metros lisos. Mientras se preparaba para la segunda serie clasificatoria, el estadounidense Thomas Curtis —quien cuatro días más tarde sería campeón en los 110 metros vallas— se sorprendió al ver que uno de los participantes de la primera serie, el francés Alphonse Grisel, se colocaba guantes blancos para afrontar la competencia. «¿Por qué te los pones?», preguntó Curtis. El francés, tras mirar hacia el palco oficial donde se encontraba Jorge I de Grecia, contestó: «Porque corro delante del rey». Grisel terminó cuarto esa carrera —detrás del estadounidense Francis Lane, el húngaro Alajos Szokolyi y el británico Charles Gmelin— y quedó eliminado. Su particular interpretación del protocolo no favoreció en absoluto su capacidad aerodinámica. Se dice que, al finalizar la carrera, el mismo francés aseguró a Curtis que también terciaría en los 400 metros, lanzamiento de disco, salto en largo, barras paralelas y maratón. Pasmado ante tal variedad de disciplinas tan diferentes entre sí, el estadounidense le preguntó a su colega cómo hacía para entrenarse para carreras de velocidad y de larga distancia al mismo tiempo. «Pues es muy fácil —respondió Grisel—: un día corro un pocos metros muy rápido y al día siguiente corro una distancia mayor muy lentamente». Curtis no se sorprendió cuando, en la ceremonia de entrega de premios, el polifacético francés no recibió ni un apretón de manos. Sin duda, merecía la medalla a la perseverancia.

 

El discóbolo

 

Robert Garrett, estudiante de la Universidad de Princeton, había sido designado para viajar a Atenas y participar en la prueba de lanzamiento de peso, disciplina en la que se destacaba como uno de los mejores de su país. Pero Garrett, un tipo curioso e inquieto como pocos, no podía justificar el larguísimo viaje hasta Grecia para intervenir exclusivamente en una sola competencia. Por ello, solicitó a sus entrenadores que también lo inscribieran en salto de altura, salto de longitud y en un evento desconocido en Estados Unidos: lanzamiento de disco. La propuesta de Garrett fue tomada casi a broma, porque nadie tenía el elemento fundamental para practicar esa disciplina: el disco. No obstante, el empeñoso atleta aseguró que fabricaría uno y llegaría a Atenas bien preparado. Basándose en ilustraciones y grabados de vasijas antiguas, el muchacho de veinte años diseñó el artefacto y le encargó a un amigo herrero que se lo confeccionara en acero. Siguiendo los mismos dibujos helenos, fue ensayando los movimientos apropiados para tirar el instrumento lo más lejos posible. Así, practicó durante una semana y se embarcó hacia Grecia. El 6 de abril, tras la inauguración oficial de los Juegos, el disco fue una de las primeras pruebas. Al mezclarse con los otros competidores, Garrett —el único estadounidense entre tres locales, dos daneses, un británico, un sueco y un francés— descubrió con sorpresa que la pieza era más pequeña y liviana que la que él había concebido: tenía unos veintidós centímetros de diámetro y dos kilos de peso. Asimismo, al ver cómo practicaban sus rivales, se sintió ridículo, pues todos lanzaban a partir de posturas similares a las de la escultura clásica del Discóbolo, de Mirón de Eleuteras. Lejos de amedrentarse ante tantas novedades —incluso debió aprenderse en el último momento las reglas—, el yanqui tomó su turno. Sus dos primeros lanzamientos despertaron carcajadas entre los contendientes y en el público, por sus torpes movimientos y porque el disco salió para cualquier lado. De hecho, casi causa una tragedia porque poco faltó para que cayera entre los espectadores. Sin embargo, en su tercer y último turno, Garrett giró sobre sí mismo al estilo del lanzamiento de martillo y arrojó la pieza a 29 metros y 15 centímetros, marca que, además de superar por veinte centímetros la del contrincante mejor clasificado, el griego Panagiotis Paraskevopoulos, quedó registrada como récord mundial. Al día siguiente de su increíble hazaña, Garrett sumó otro título olímpico en lanzamiento de peso y salió segundo en salto de longitud (cuatro días más tarde repetiría el segundo puesto en salto de altura). Con cuatro medallas, el improvisado discóbolo retornó a casa como el estadounidense más laureado de la primera edición de las Olimpiadas modernas.

 

El medallista más joven… conocido

 

Dimitrios Loundras contaba apenas diez años y 218 días cuando intervino en los Juegos como integrante del equipo griego de gimnasia sobre barras paralelas. Miembro del Ethnikos Gymnastikos Syllogos, el niño se destacaba por su habilidad y notable técnica. El 9 de abril, gracias al aporte del pequeño Loundras, su equipo finalizó en tercer lugar, lo que en las estadísticas actuales representa la medalla de bronce. Desde ese día, Dimitrios —quien falleció en 1970— se mantiene como el medallista más joven de los Juegos. En realidad, se trata del más pequeño de los conocidos. En la edición siguiente, París 1900, un chico que participó como timonel en una prueba de remo conquistó la medalla de oro. Empero, su identidad y su verdadera edad —como se verá en el próximo capítulo, se cree que tenía siete u ocho años— continúan desde entonces, por obra del destino, en el más absoluto misterio, lo que permitió al griego conservar su novel título.

 

Sin bandera

 

El australiano Edwin «Teddy» Flack había llegado a Atenas desde Londres, donde trabajaba, junto a varios de sus compañeros del London Athletic Club. Tras una travesía de seis días que le resultó insoportable por sufrir mareos y náuseas, Flack se recuperó rápidamente para protagonizar un intenso calendario deportivo que incluía carreras de pista y partidos de tenis, individual y dobles. El 6 de abril compitió en las eliminatorias en la prueba de 800 metros; el 7, ganó el oro en los 1500 metros; el 8, fue eliminado en la primera ronda del torneo de tenis single; el 9, consiguió su segundo oro, en los 800 metros; ese mismo día, perdió con su compañero inglés George Robertson las semifinales de tenis por parejas, aunque sumó una medalla de bronce, a pesar de haber jugado un único encuentro, por la escasez de contendientes; el 10, ingresó en el maratón, evento en el que debió abandonar, exhausto, cuando faltaban apenas diez kilómetros para llegar al estadio Panathinaikó. Una experiencia tremendamente agotadora aun para un joven de veintidós años. Se cuenta que poco antes de dejar el maratón, agobiado por el calor, la deshidratación y los calambres, Flack comenzó a alucinar. Desquiciado, confundió a un hombre que le acercó un vaso de agua con algún espectro monstruoso y le pegó una trompada en el rostro, tras lo cual se desvaneció. El australiano se despertó poco después, cuando otro espectador le arrojó agua a la cara.

Tres días antes de su bochornoso final en el maratón, cuando conquistó los 1500 metros, los organizadores izaron en su honor la bandera británica, lo que fue celebrado por los representantes del London Athletic Club. Sin embargo, Flack pidió que en los registros oficiales se rectificara su nacionalidad. Dos días más tarde, al ganar la final de los 800 metros, Teddy fue anunciado como australiano, pero volvió a ondear la tricolor Union Jack. Ocurría que, por esos años, Australia no contaba con su propio pabellón, ya que funcionaba como colonia británica. La bandera actual australiana recién se consolidaría en 1901, cuando el Estado de Oceanía pasó a integrar la Mancomunidad Británica de Naciones.

 

Vino que me hiciste mal…

 

Albin Lermusiaux nunca había corrido una distancia tan descomunal como la que proponía el maratón. Pero, agrandado por su tercer puesto en los 1500 metros, el intrépido francés se anotó en la novedosa carrera que el 10 de abril cerró la competencia atlética en Atenas. Lermusiaux se planteó una salida rápida para ponerse en cabeza desde el primer momento, y luego regular las fuerzas para conseguir un esprint final en los últimos metros. Comenzó la prueba y el francés, como había calculado, se colocó a la vanguardia. Lentamente, los kilómetros se fueron sucediendo, siempre con el galo a la cabeza. A solamente ocho kilómetros del estadio, el triunfo de Lermusiaux parecía un hecho. Sin embargo, agobiado por el cansancio y la sed, que habían comenzado a mellar su resistencia, el puntero aceptó un par de vasos de vino que le ofreció un espectador al costado del camino. El francés bebió con fruición y volvió a la carrera, pero de inmediato notó que algo andaba mal: el alcohol, absorbido rápidamente por su estómago vacío, se mezcló con el agotamiento en un cóctel letal que explotó en su cabeza. Lermusiaux cayó desmayado y debió ser auxiliado por algunos de los vecinos que miraban curiosos a los corredores. Aunque pronto volvió en sí, el francés no pudo dar un paso más. Uno de sus asistentes recordó una antigua sentencia del poeta griego Alceo de Mitilene: «En el vino está la verdad; en el agua, la salud».

 

El gran campeón

 

Tras el abandono de Flack y Lermusiaux, la cabecera de la carrera quedó para un atleta local: Spiridon Louis, un joven de veintitrés años nacido en la localidad de Marousi, al norte de Atenas, que se dedicaba a acarrear baldes de agua. El griego también había bebido vino ofrecido por los espectadores para apagar las llamas de la sed, pero con un resultado diametralmente opuesto al del galo: fortalecido por el néctar de las uvas, corrió sin parar hasta el estadio. Unas cincuenta mil personas estallaron en gritos de alegría y ruidosos aplausos al descubrir que ese pequeño atleta que avanzaba solitario en la pista hacia la meta era su compatriota. La algarabía fue tal que los príncipes Constantino y Jorge saltaron del palco oficial para acompañar a Louis, uno a cada lado, hasta la meta —más tarde aseguraron que lo habían hecho para proteger al corredor de algún eventual incidente—. A los pies de Louis cayeron desde las tribunas flores, dinero, joyas y sombreros para recompensar tan notable acción. El vencedor, que cortó la cinta de llegada tras 2 horas, 58 minutos y 50 segundos de intenso trote, se convirtió, como por arte de magia, de un ignoto deportista a héroe nacional. Su victoria lo hizo acreedor a todo tipo de premios, desde pequeñas fortunas reunidas por periódicos, clubes y políticos, hasta cortes de pelo y el suministro de alimentos gratis de por vida. Tal vez la recompensa más suculenta fue la ofrecida por el potentado Georgios Averoff: la mano de su hija en matrimonio, y una dote de un millón de dracmas, la misma cantidad que había costado la refacción del Panathinaikó. Louis agradeció la generosa propuesta del mecenas, pero debió rechazarla, pues ya estaba casado y tenía dos hijos. Su respuesta fue diferente cuando, durante la entrega de premios, el rey Jorge I le preguntó qué le gustaría que le regalara para celebrar su proeza. El campeón, un hombre simple y humilde, no dudó: «Una carreta con dos bueyes, que me ayuden en el acarreo de agua».

 

La primera trampa maratónica

 

Unos seis minutos detrás de Spiridon Louis, llegó al estadio otro corredor griego, Kharilaos Vasilakos, y casi pegadito, otro atleta local, Spiridon Velokas. En el cuarto lugar arribó el primer extranjero: el húngaro Gyula Kellner. Sin embargo, en cuanto recuperó el aliento, el magiar denunció que Velokas había recurrido a una estratagema durante la prueba. Según Kellner, el griego se había subido a un carro tirado por caballos para cubrir una importante porción del trayecto. Los organizadores interrogaron a Velokas, quien arrepentido confesó la estafa. Fue descalificado en el acto. Durante la ceremonia de entrega de premios, el rey Jorge I le regaló al húngaro un reloj de oro como compensación por el mal momento vivido.

 

Turista de oro

 

En 1894, el irlandés John Boland convocó a su amigo griego Thrasyvoalos Manaos a disertar en un congreso sobre deportes que se realizó en la Universidad de Oxford. Manaos, integrante de una poderosa familia helena, quedó muy agradecido por el convite y, dos años más tarde, tras ser designado miembro del comité organizador de la Olimpiada, quiso retribuir el gesto de Boland y lo invitó a presenciar los Juegos. Al arribar a la capital griega, el irlandés notó que el calendario olímpico incluía un torneo de tenis, uno de sus deportes favoritos, y decidió anotarse. En su primer partido en el Lawn Tennis de Atenas, Boland venció al alemán Friedrich Traun. Luego, derrotó a los griegos Evangelos Rallis y Konstantinos Paspatis en cuartos y semifinales, respectivamente. El 11 de abril, en la final, el irlandés se impuso al también local Dimitrios Kasdaglis. Pero su hazaña no finalizó allí: el alemán Traun había quedado muy impresionado por la calidad de Boland, y lo invitó a intervenir en el certamen de dobles, debido a que su compañero se había lesionado. El irlandés aceptó y la dupla «mixta» —en esos tiempos se permitían equipos con jugadores de diferente nacionalidad— fue de oro tras imponerse a dos binomios griegos: Aristidis y Konstantinos Akratopoulos, primero, y Demetrios Petrokokkinos y Kasdaglis, en el último juego. Así, el hombre que había llegado a Atenas como turista volvió a su tierra como doble campeón olímpico.

 

La recompensa

 

Los primos Alfred y Gustav Flatow nacieron en Polonia pero se criaron desde pequeños en Berlín, donde sus familias habían decidido radicarse. En la capital alemana, los jóvenes Flatow pronto se destacaron en todo tipo de eventos deportivos: gimnasia, ciclismo, levantamiento de pesas y competiciones atléticas de pista y campo. Al conocerse que en Atenas se realizarían los primeros Juegos Olímpicos modernos, los Flatow viajaron para representar a su país en las distintas modalidades gimnásticas, tanto en pruebas individuales como grupales, integrando la selección nacional germana. Gracias al aporte de los primos, Alemania ganó el título por equipos en barras paralelas y barra horizontal. Alfred obtuvo además un oro y una plata en el concurso individual de las mismas especialidades. Al regresar a Alemania, los Flatow fueron calurosamente felicitados por los éxitos conseguidos para su país. No obstante, en 1933, tras la asunción de Adolf Hitler como jefe de Gobierno, la gloria olímpica conseguida por los primos se evaporó por su condición de judíos. Alfred y Gustav —quienes trabajaron en varios gimnasios y escuelas enseñando distintas disciplinas deportivas— debieron exiliarse en Países Bajos para escapar de la ola de antisemitismo que se había levantado en Alemania. Durante la Segunda Guerra Mundial el ejército germano ocupó los Países Bajos y los Flatow, como otros miles de judíos, quedaron atrapados bajo la bota nazi. Ambos fueron capturados y deportados al campo de concentración de Theresienstadt, en la actual República Checa, donde murieron de hambre junto a 35.000 personas: Alfred tenía 73 años; Gustav, 70. Sin embargo, la gloria olímpica no pudo ser aplastada por el tremendo desenlace: En 1987, la Federación Alemana de Gimnasia instituyó la Medalla Flatow al mérito deportivo en homenaje a Alfred y Gustav Flatow. Una justa y eterna recompensa para dos personas que dedicaron su vida a promover el deporte entre los jóvenes germanos.

 

Nadador, humorista y arquitecto

 

Como en Atenas no había piscinas apropiadas para las pruebas de natación, los organizadores de los Juegos determinaron que las tres carreras —100, 400 y 1200 metros libres— se realizaran a mar abierto en la bahía de Zea, pegada al puerto de Atenas, El Pireo. Esta decisión, claro, planteaba una cuestión que excedía las más prolijas previsiones: nadie podía asegurar que, el día fijado para las competencias, las aguas del Egeo estuvieran tranquilas. Y, precisamente como diría la máxima de Edward Murphy, si algo puede salir mal, saldrá peor. La mañana del domingo 12 de abril, el mar despertó muy revuelto, con altas olas, y el agua, helada. A pesar de las condiciones adversas, los organizadores decidieron seguir adelante, y para la primera carrera seis gallardos participantes fueron llevados en bote hasta una plataforma desde la que se zambulleron y lucharon a brazo partido contra el oleaje para retornar a tierra firme. El ganador fue el húngaro Álfred «Hájos» Guttmann, un estudiante de Arquitectura de dieciocho años que había aprendido a nadar a los trece, después de que su padre se ahogara en el río Danubio. Guttmann completó el recorrido delineado por calabazas huecas que funcionaban como boyas en 1:22.2, apenas seis décimas más rápido que el austríaco Otto Herschmann. Los otros cuatro competidores (un estadounidense y tres griegos) prefirieron regresar a la tarima antes de sucumbir congelados o lanzados por una ola contra el muelle. Para los 400 metros apenas se aventuraron tres contendientes: el austríaco Paul Neumann (vencedor con un tiempo de 8:12.6) y los griegos Antonios Pepanos y Efstathios Chorafas, segundo y tercero respectivamente.

El mar se calmó un poquito para la prueba siguiente, los 1200 metros. Tres barcas trasladaron a los seis concursantes hasta la plataforma. Antes del disparo de comienzo, dos de los botes regresaron a la meta y uno quedó para actuar en caso de alguna contingencia. Guttmann, quien había sufrido la baja temperatura del agua en la primera carrera, se embadurnó el cuerpo con grasa para combatir el frío. Empero, esta protección sirvió de poco y, a mitad de carrera, acosado por un calambre, decidió abandonar. Para su sorpresa, la barca de auxilio estaba todavía más lejos que la meta, de modo que prosiguió nadando para salvar su vida. Su instinto de supervivencia no solo le permitió sortear el peligro, sino ganar la prueba con un tiempo de 18:22.2. «Mi mayor lucha fue contra las olas —llegaron a los cuatro metros de altura esa mañana— y el agua terriblemente fría», comentó luego el campeón, que aventajó por dos minutos y medio al segundo, el griego Joannis Andreou. Esa jornada se realizó también una carrera de 100 metros libres reservada en forma exclusiva para marineros —en la que se impuso Ioannis Malokinis—, evento que nunca volvería a tener lugar en una Olimpiada.

Al día siguiente, el mar se presentó aún más embravecido, lo que obligó a suspender las pruebas de remo. Como el tiempo continuó empeorando, estas competencias nunca se concretaron.

Durante el banquete de honor para los campeones olímpicos, el rey Jorge I de Grecia se acercó respetuoso a Guttmann y le preguntó dónde había aprendido a nadar tan bien: «En el agua», respondió el húngaro haciéndose el gracioso. Poco le duró al engreído joven su irrespetuoso sentido del humor: cuando retornó exultante a sus clases en la Universidad de Budapest, regodeado en que su nombre apareciera destacado en todos los periódicos, Guttmann fue reprendido sin misericordia por el decano de su facultad por haberse ausentado varias semanas sin autorización. «Sus medallas no me interesan. Yo estoy ansioso de escuchar sus respuestas en su próximo examen», lo amedrentó el docente, haciendo caso omiso de su fama deportiva. El nadador se tomó la carrera en serio y en pocos años se graduó con honores.

París 1900