Historias para no dormir - Oscar Enrique Falcão - E-Book

Historias para no dormir E-Book

Oscar Enrique Falcão

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Beschreibung

Su respiración rasposa, como el asma de un viejo bandoneón, se detuvo al abrir el enigmático libro. Al principio parecía un juego porque murmuraba historias, pero enseguida fue un laberinto que gritaba misterios. Sus hojas en blanco lo confundieron con sus visiones. Su magia avanzaba, frenética, creando lugares que despierto jamás encontraría. El muchacho habló, pero su voz no provenía de su garganta. Eran sueños arcaicos, fantasías que le permitían vislumbrar un mundo vertiginoso que a cada instante ponían a prueba su vigilia y su cordura.

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Seitenzahl: 166

Veröffentlichungsjahr: 2023

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OSCAR ENRIQUE FALCÃO

Historias para no dormir

Falcão, Oscar Enrique Historias para no dormir / Oscar Enrique Falcão. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3064-6

1. Relatos. 2. Narrativa Argentina. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

Martes 13

Una llave

Había un secreto entre los dos

La Providencia

Demasiado tarde

Morir junto a ti

Y El Milagro ocurrió…

El maestro

Respuestas en el agua

El Espíritu del bar

La foto

La taza vacía

Federico

Vivir de viaje

El arriero

Lunes otra vez

Asesino

Historias para no dormir

Epílogo

Para mi señora, como mi primera lectora,y para Bety, como mi correctora incansable y desinteresada, que han contribuido con la concreción de este libro.No puedo dejar agradecer, también, a todos mis afectos incondicionales que soñaron conmigoaún sin percibir el sueño.

Prólogo

Maximiliano Méndez balbuceaba una y otra vez: historias para no dormir. Era un rumor arisco y persistente que interrumpió los resoplidos de Laura Lombardi. La muchacha se despertó víctima de un acceso de pánico y mientras se horrorizaba, un alud de pensamientos se derramaba sobre ella. En ese momento abandonó la almohada con sus sentidos en alerta, por decirlo de alguna manera, e irguió su cabeza con asombro escudriñando dentro de la reverberación de las palabras. No, no era posible que estuvieran soñando el mismo sueño.

El susurro, que Laura distinguía entre los ruidos monótonos y estridentes que abarrotaban su cabeza, sonaba como una marcha militar que aturdía su razón. Eran compases insistentes que acompasaban la caravana de figuras formadas por cuadros a medio terminar, arabescos surrealistas por doquier, y fotos sepias… salvo una, que mostraba una barca encallada, desarmada y abandonada. La escena era bastante utópica, o más bien tétrica por la paleta de color usada, todo era blanco, azul y un oscuro violeta que oficiaba de negro. Se concentró en las siluetas tridimensionales. Las imaginó como a dos sobrevivientes que no pudieron concretar su travesía. Eran muñecos sin rostro que no se movían... Tal vez anunciaban la caducidad de su existencia terrenal, pero eso no importaba porque un repicar de agudas trompetas la torturaba. Y entre todo ese cambalache, la frase: historias para no dormir se repetía rebotando en su cabeza.

El repiqueteo dentro de su cráneo era claro. Sí, no había dudas, la voz era suya. Era una secuencia de vocablos que decía cosas indiscutibles, pero a la vez eternas y contradictorias. Ese barullo clamaba dentro de su cerebro, deformándolo, carcomiéndolo. Sin embargo, lo mantuvo oculto en su interior. Claro, debía silenciar ese coloquio discordante. No iba a preocupar a su novio. No, de ninguna manera. Al día siguiente salían de viaje hacia el sur y el conductor nunca debe tener miedo de lo que vendrá.

Respiró como pudo hasta que por fin se esfumó la parálisis de sus emociones. Entonces se sintió serena. Bueno, poco importaba la pesadilla porque el alba ya estaba presente. Se levantó compungida por lo sucedido y sin chistar preparó el desayuno, café, leche, tostadas, manteca… Apuraban la partida, de modo que yendo y viniendo, aceleraron el trámite, gesticulando, mientras apretujaban los bolsos dentro del auto. Él casi no se percató, cuando ella guardó en el asiento trasero, sobre el bolso celeste de los cosméticos, un enigmático libro azul.

Su novio no tenía secretos con ella, pero las sucesivas premoniciones nocturnas la enviaron hacia ese cabo suelto. No fue su imaginación, porque cuando fue a la vieja casa de Maximiliano, y rescató la llave de la pieza del fondo, encontró a ese viejo mamotreto mágico en el último estante, en donde nadie podría encontrarlo…

Sí, era un compendio antiguo del cual ignoraba su existencia, y del que supo la ubicación por los reiterados sueños. Los pormenores surgieron noche tras noche como los capítulos de una novela. El mandato era claro: llevarlo en el viaje. La precisión pasmosa de sus delirios nocturnos y la duda la condicionaron para tomarlo, aunque no sabía por qué debería acarrearlo…

Enero llegó. Un viaje, un inicio soñado, aunque el itinerario hasta Junín de los Andes en un solo tramo, más que ambicioso era peligroso. Interminables horas para llegar a la zona cordillerana, pero era un pasaje de ida que valía la aventura. Empezaron a moverse muy temprano por un pavimento deteriorado, en el que había que tener más cuidado con las banquinas destruidas que con las densas zonas de niebla. Sí, eso fue al principio. Pero con la ceguera blanca, totalmente blanca, llegó el pánico.

En un santiamén la muralla fosforescente los asaltó, y con su densa textura transformó su sensación de seguridad en un estadode alucinada lucidez. Fue un suplicio inesperado, un martirio que duró más de lo pensado, aunque se diluyó en forma repentina. A cada lado, la ruta afloraba en una inmensidad de llanuras rectas que fundían su verdor en el horizonte. Por encima de esa pasmosa prolijidad, los animales pastaban junto a fardos redondos esparcidos en forma simétrica como peones en un tablero de ajedrez.

Maximiliano se frotó los ojos al divisar a lo lejos encima de una lomada un rebaño silvestre de guanacos. Recordó el episodio cerca de la Cueva de las Manos y reconoció a la muerte en esos seres de expresiones ingenuas. La actitud inquieta y curiosa de las bestias amarronadas, invulnerables al tiempo y al desastre no los engañaba. Para ellos eran más que exóticos pobladores de esos parajes, eran también el recuerdo de lo que casi fue. No, no podía verlos sin sentir miedo…

Volvieron de su pánico cuando contemplaron a los camélidos silvestres en fuga. Sus elegantes huesos huían de ellos como si la muerte los acompañara en su automóvil.

El reloj se movía al compás de las nubes, y ya pasado el temor inicial, Maximiliano necesitaba algo que lo despertara. Hizo rezongar la bombilla a modo de juego. Sí, igualito a un niño pequeño. Lo mates dulces y la música ochentosa ya no surtían efecto en mantener abiertos sus párpados inestables.

—Amor, mirá lo que encontré en la pieza del fondo —dijo Laura a su novio para iniciar el interrogatorio.

Maximiliano al principio se asustó, pero como pasa con los muertos, con el tiempo se vuelven buenos. Claro, el transcurrir de los meses había mitigado su rechazo por el misterioso libro azul. Sí, el mismo que escondió en la vieja pieza de su abuela… Aunque pensándolo bien en ese interminable viaje al sur podría necesitar de sus historias. Aquella vez había visto cómo funcionaba, y aunque pareciera un compendio de hojas sin contenido lo escondió por miedo a sus revelaciones. Pero ¿cómo llegó a manos de su novia? Ah, esa es otra historia…

—Lo encontré en lo más alto de la estantería, no sé cómo llegó ahí —prosiguió la chica con un tono sarcástico que dejó a Maximiliano con la boca abierta. Y con respuestas sin aclarar, ambos se hicieron los distraídos en medio de un silencio cómplice. Laura tomó el toro por los cuernos y se decidió a hablar.

—Sí, me vas a decir que las hojas están en blanco, pero en la tapa dice con claridad: Historias para no dormir y eso es lo que necesitás ahora.

La aparición del texto fue inesperada. Y ante la sorpresa del muchacho su novia abrió la tapa texturada, dura y barroca, y por un instante se quedó muda. Maximiliano atento a la ruta, se impacientaba al no escucharla, y cuando la relojeó, se asustó por sus facciones petrificadas. Su blancura, nívea como el papel, la diagnosticaba a priori muerta, pero un movimiento la resucitó.

—Veo, sí, imágenes difusas, trazos que se empiezan a corporizar ¡esto es maravilloso! contiene un mundo de sabiduría, el índice tiene infinitos cuentos de infinitos temas —dijo la muchacha con su sonrisa iluminada.

—¿En serio?, contame una historia. Sí, alguna anécdota del Banco —dijo Maximiliano, desafiándola a que contara algo del trabajo, aún sin creer que pudiera manejar el oráculo literario. Nunca dejó de observar el oscuro trazado vial, pero la imagen surrealista se metió en su cabeza. Laura, el libro y él habían formado una red neuronal. Trazos virtuales que se corporizaron en sus mentes rarezas sin color, similares a una desintegración celular.

Desintegración celularÓleo sobre papel. 2007.

Martes 13

Adalberto Núñez Mañay, el guardián del archivo fue seguramente el primer empleado del Banco Provincia. Dicen que desde tiempos inmemoriales trabajaba entre los ficheros del último piso de la sucursal San Martín. Sí, allá, cerca del cielo…

Su guardapolvo gris oscuro siempre andaba entre los papeles amarillentos y entre los interminables biblioratos desvencijados, aunque nadie lo veía con frecuencia. Era como un santo, porque cuando alguien no encontraba algún documento gritaban desde abajo para implorar su ayuda. Todos le pedían a él, con las manos en alto, como si desde allá arriba supiera dónde estaban todos los papeles perdidos.

Demóstenes Cardozo empezó un 13 de marzo en su nuevo trabajo. Sí, justo llegó un martes 13, peinado a la gomina, con su corbata nueva, y con los zapatos tan lustrados que resplandecían como charol. Era un hombre de piel apagada y seca que parecía no tener sangre. Sin embargo, las cejas desentonaban con la blancura de su rostro haciendo juego con la oscuridad de su corbata.

La inmensa fachada de la institución bancaria lo intimidaba, por eso caminó con cautela hacia sus compañeros. Atravesó el hall central, como si el mármol le lastimara los pies, y cuando se enfrentó a ellos se presentó con palabras formales y concisas.

Pero con solo decir que lo habían asignado al archivo, un silencio tácito se insinuó en el grupo, una inmensa quietud que no tenía que ver con un silencio físico se esparció. Fue una fracción instantánea que destruyó el tiempo, seccionándolo, desintegrándolo, y sin que nadie le explique el por qué brotaron las sonrisas cuando todos se iban alejando.

Y desde el primer día en que empezó a trabajar en esa sucursal, Francisco, un empleado de bajo rango, le aseguró que no había conocido a nadie como él. Salvo a Adalberto Núñez Mañay. Sí, sí, escuchó a uno tras otro afirmar. La decisión fue unánime, aunque nunca preguntó por qué…

Demóstenes Cardozo era muy poco curioso, es más, a veces pasaba por insensible, pero asumió que lo dijeron en forma sarcástica al ver su contextura rechoncha. Lo cierto era que el tic nervioso que se amplificaba en su mejilla derecha, ese que le hacía guiñar el ojo como marcando el as de bastos en un partido de truco, era idéntico al de Mañay... Sí, movimientos igualitos a los del viejo. Eran como dos almas gemelas, como dos gotas de agua, y casualmente ambos desechaban las ofensas. En verdadnunca se ofendían por nada.

Ah, ¡qué premio! Lo mandaron a ese lugar lúgubre e inaccesible. Y sí, no se veía ni relucía como un premio, porque llegar allá arriba era como realizar un viaje hasta el fin del mundo. Uf, las escaleras de mármol se hacían interminables y, cuando empezó el ascenso, se convenció de que esa era la razón por la que nadie quería subir allá arriba.

No obstante, era cabeza dura, y por eso sin perder ni un instante se encaramó a los escalones gastados por los años, y ayudándose con la reja metálica de protección dio el primer paso. Sus compañeros lo vigilaron con sorpresa, observando su comportamiento como si se tratase de un insecto dentro de un frasco de vidrio. Primero se aferró de los retoños de metal estéticamente retorcidos en la baranda y luego subió paso a paso la empinada escalera. De peldaño en peldaño fue sintiendo menos miedo, como si el peligro y la burla se fueran quedando abajo.

El viento barría muchas de las palabras, de los murmullos, y hasta algunos ecos de bromas, sarcasmos e ironías. Pero el escarnio más ácido y más miedoso se arremolinaba y lograba subir, castigando las viejas puertas de madera del tercer piso tras las cuales Adalberto Núñez Mañay, guardaba los legajos en estanterías abarrotadas y polvorientas. Fue un trayecto tortuoso, un periplo cansador, pero al final llegó…

Una vez frente a la añosa madera, acercó el dedo índice en cámara lenta hasta que el timbre sonó. Un chirrido abrió la puerta y de a poco emergieron los pálidos mosaicos. El suelo brillaba de lo bien que estaba lustrado. Un brillo paralelo bajaba por las mejillas de Adalberto. Estaba tan pálido como su camisa. Se hallaba hipnotizado frente a la Remington, que reposaba sobre el escritorio de caoba. El anciano allí sentado, al percibir su presencia, despegó sus dedos de las letras, dejando a la máquina petrificada.

El aura del hombre, cancina e inquietante, se corporizó, como un sol insospechado en aquel lugar deprimente. Su expresión lo resumía todo, lo amalgamaba. Su piel era blanca y fría como el hielo, su cutis se veía lozano, aunque fatigado. Sus ojos vidriosos brillaban como si hubiera bebido mucho, pero al acercarse al mostrador caminó con desenvoltura, revelando un andar sereno. El señor de los biblioratos estaba ahí, camuflado bajo su guardapolvo gris oscuro.

Antes de hablar, inició el ritual, empezó a frotarse las manos como si las tuviera sucias y después acechó al forastero con un gesto adusto, molesto con su intrusión inesperada. Se estudiaron, y luego el visitante habló, porque al fin y al cabo tenía que hablar, y su saludo quedó boyando entre las paredes, yendo y viniendo.

—Soy Demóstenes Cardozo, su nuevo ayudante —dijo presentándose.

Desde el primer momento el anciano ermitaño le leyó la cara, y en sus pupilas sintió la bondad de su alma tibia. No había más que mirarlo para descubrir su ingenuidad, disimulada bajo sus palabras serias. La respuesta fue una petulante negativa, que lo tomó por sorpresa.

—No, no mi amigo. Usted va a ser el jefe de esta área —dijo Adalberto con un tono arcaico, con un léxico extemporáneo, pero acentuando muy bien cada palabra—. Se ve como yo cuando era joven, aunque, usted sabe, esto no cuenta en estos casos. Ahora bien, por una serie de razones que sería largo explicarle, he decidido en este mismo instante que, además, será el único responsable del trato con el personal. Ah, por su bien haga como que no me ve, usted decida. Y con un sutil movimiento se terminó la conversación.

Los nuevos compañeros, al principio, lo trataron de forma burlona y hasta despectiva, pero con el pasar de los meses fue ganando su respeto. A su paso la gente se abría con miedo, como si detrás estuviera secundado por un guardaespaldas invisible. El comportamiento del personal llegó a ser reverencial y tal vez por eso nadie se atrevía a pasar el umbral de la puerta del archivo.

Le traían los expedientes para guardar, para realizar alguna corrección en particular o simplemente para archivar, pero nunca golpeaban la puerta de madera, solo tocaban el timbre, rápido, como con pánico, y escapaban dejando las carpetas desparramadas por el piso, abandonadas a su suerte.

—¿Será que mi presencia les causa miedo? —Se preguntaba un día tras otro Demóstenes Cardozo y, sin respuesta, suspiraba y seguía levantando los legajos del suelo mientras elucubraba nuevas hipótesis—. No entiendo, mi apariencia es más bien risueña. Ah, mi compañero…

Claro, Adalberto era bajo y desdibujado, para colmo su piel traslúcida lo hacía parecer muy enfermo. Sus dientes más que blancos eran fosforescentes, como las teclas de un piano, y por eso los escondía camuflándolos tras las inestables pilas de papeles amarillentos.

Su aspecto era fantasmal. Sin embargo, detrás y dentro de ese guardapolvo oscuro había una persona servicial, maravillosa y muy trabajadora. Es más, muchas veces le preguntó al viejo Mañay si dormía en la oficina porque siempre estaba cuando llegaba y lo saludaba con una sonrisa cuando se retiraba, pasadas las seis de la tarde. Siempre, con una sonrisa lo dejaba ir y al dejarlo se esfumaba…

Fue fácil hacerse su amigo. La mayoría de los empleados lo evitaba, a pesar de su buena predisposición, de su prestancia señorial al hablar y de su cordialidad pasmosa. Aunque nunca lo admitió, él intuía que lo discriminaban por su físico maltrecho. Sea como fuere, a él nunca le importó. Prefería esconderse para no verlos, y así era feliz viviendo en las sombras…

Por cierto, sus dimensiones corporales eran diminutas, rengueaba de su pierna izquierda, moviéndose lento como un caracol desalineado pero, a pesar de sus limitaciones, para el trabajo era una luz. De hecho, era el único que encontraba los legajos perdidos aun en los recovecos más inexplorados del banco.

Desde que se conocieron se comportó tímido, sumiso y muy introvertido, y nunca quiso llevarse los laureles del trabajo cumplido. Era un tipo sencillo y generoso. Lo ayudó, enseñándole dónde estaban todos los secretos… Su agilidad era increíble, parecía flotar en la altura. Sí, con sus dotes casi mágicas llegaba a alcanzar los papeles apilados hasta en el último estante.

Apenas Demóstenes pasaba el portón de entrada, cada mañana, Adalberto, su compinche, salía de la oscuridad para darle un abrazo de bienvenida, fuerte, como si él fuera su único amigo.

Nadie quería pasar la puerta del archivo, las excusas eran variadas y todas distintas. Veamos, hace mucho frío como en una morgue, la luminosidad de esa tumba me deprime, hay un fuerte olor a pis mezclado con desinfectante de lavanda, y la lista seguía...

Esa tarde la bruma malva del crepúsculo generó un color sepulcral, justo cuando un penetrante… ¡ring! se hizo presente en la puerta, seguido por una voz poco conocida, a la que no le pudo responder porque estaba hablando por teléfono. Entró Francisco el que hacía las veces de portero. Su apellido era Guindado o algo así, pero al no estar seguro solo lo llamaba por su nombre. Era el ordenanza actual, el del guardapolvo azul, el que por su bajo escalafón se encargaba de las tareas básicas además de manejar la puerta.

Primero se acercó al escritorio en forma sigilosa como si se escondiera de un francotirador. Su actitud lo sorprendió, pero más su presencia porque nadie se atrevía a entrar. Luego, se quedó apoyado en el escritorio, tembloroso, dubitativo, esperando que culminara con la comunicación telefónica. Y con el clack, surgió la invitación para tomar asiento, la posterior negativa, y enseguida la excusa que al principio le hizo gracia. Sin poder reaccionar, el teléfono sonó nuevamente. Lo cortó con rabia e imploró que ese aparato endemoniado se quedara mudo, aunque sea por unos segundos. Rogó al cielo por calma, necesitaba una explicación racional sobre esas últimas palabras, palabras que quedaron flotando en el salón como una duda.

Era martes 13 de marzo cuando escuchó el motivo real por el que los empleados no subían al archivo, y lo sintió tan original como descabellado. Fue una justificación que lo descolocó. Francisco lo dijo con una dicción entrecortada, pero con total desparpajo: «Perdón que entré al archivo, solo vine porque quiero ganar una apuesta. Pero si llego a ver al fantasma seguro que me voy a mear encima».

—Mire Francisco, en estos meses que trabajo aquí, ni Adalberto ni yo vimos a ningún fantasma ni nada que se le parezca,—dijo Demóstenes Cardozo con total seguridad y franqueza, mientras fruncía el ceño en señal de enojo.

—Perdón —dijo el ordenanza murmurando las letras de a una—. Yo trabajo en el banco desde que Adalberto Núñez Mañay entró por esta puerta a esta misma sala del archivo hace veinticinco años, y nunca salió. No lo volvieron a ver ni vivo ni muerto. Dicen que todavía vive aquí... —y cuando intentó proseguir la frase, sus palabras se congelaron, cortándose con un filoso silencio como si hubiera visto a un aparecido.

Francisco, al reconocerlo se dio vuelta como espantado, abriendo los ojos tan grandes como el dos de oro, tan grandes como su boca. Sin tomar aire, y al sentir la humedad entre sus piernas, empezó a correr alejándose de las pilas de papeles mientras juraba que nunca volvería a subir…