Hitler y la Segunda Guerra Mundial - Enrique Brahm García - E-Book

Hitler y la Segunda Guerra Mundial E-Book

Enrique Brahm García

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Beschreibung

El principal objetivo de este libro, facilitado por un estilo directo y ágil, es entregar al lector común un resumen serio y fundamentado sobre el periodo de Tercer Reich en Alemania, su actuación durante el conflicto bélico de la década del '40 y sus consecuencias posteriores, recogiendo los aportes más recientes de la investigación.

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943.086

B813h Brahm García, Enrique.

Hitler y la Segunda Guerra Mundial / Enrique García

Brahm. – 2a corr. y aum. – Santiago de Chile:

Universitaria, 2012.

224 p.: il.; 15,5 x 23 cm. – (Testimonios)

Incluye notas bibliográficas.

ISBN Impreso: 978-956-11-2392-2ISBN Digital: 978-956-11-2712-8

1. Hitler, Adolf, 1889-1945.

2. Guerra Mundial II, 1939-1945 – Alemania.

3. Alemania – Política y gobierno – 1933-1945.

I. t

 

© ENRIQUE BRAHM GARCÍA.

Inscripción Nº 107.984, Santiago de Chile.

Derechos de edición reservados para todos los países por

© Editorial Universitaria, S.A.

Avda. Bernardo O’Higgins 1050, Santiago de Chile.

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada,

puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por

procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o

electrónicos, incluidas las fotocopias,

sin permiso escrito del editor.

Texto compuesto en tipografía Palatino 11/14

Se terminó de imprimir esta

SEGUNDA EDICIÓN

en los talleres de Alfabeta Artes Gráficas,

Carmen 1985, Santiago de Chile,

en febrero de 2013.

DISEÑO DE PORTADA Y DIAGRAMACIÓN

Yenny Isla Rodríguez

visite nuestro catálogo en

www.universitaria.cl

Diagramación digital: ebooks [email protected]

Índice

Prólogo

1. Locos, demonios y piratas

2. ¿Necesidad histórica? Las raíces europeas y alemanas del nacionalsocialismo

3. El pequeño burgués austriaco. Los años de formación

4. Los bebedores de cerveza: nace el político

5. De tamborilero a canciller

6. ¿Cómo pudo ser?

7. La Gleichschaltung

8.Lebensraum: una doctrina agresiva

9. ¿Quién fue el culpable del desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial?

10. La época del revisionismo agresivo

11.Blitzkrieg

12. El choque de los totalitarismos. Una guerra de dimensiones monstruosas

13. La “solución final” del problema judío

14. La intervención norteamericana: el comienzo del fin

15. ¿Quién ganó la guerra? Hacia la formación de un nuevo orden mundial

Epílogo

Nota bibliográfica

Prólogo

¡Otro libro más sobre Hitler y la Segunda Guerra Mundial! Parece excesivo si se piensa que son éstos los temas históricos sobre los cuales existe una bibliografía más abundante, inabarcable hoy en día hasta para los más renombrados especialistas. De ahí que, con esta obra, no pretendemos aportar cosas nuevas ni menos ser originales. Nuestro objetivo es muy distinto. Dentro de la inconmensurable literatura que circula sobre temas relativos al Tercer Reich y a la Segunda Guerra Mundial predominan dos formas extremas de publicaciones: obras divulgatorias de carácter sensacionalista, poco serias y que, muchas veces sólo contribuyen a falsear o deformar los hechos históricos a los que se refieren y, en el polo opuesto, investigaciones de nivel universitario, escritas por renombrados especialistas y apoyadas en un estudio acucioso de las fuentes, las que resultan, en general, muy extensas y de difícil comprensión para el lector no especializado.

Frente a ambos extremos nuestra pretensión es proporcionar al público general interesado en estos temas un resumen serio y fundamentado, que recoja los aportes más recientes de la investigación sobre el tema y que se lea con facilidad.

Estas palabras que corresponden al prólogo de la primera edición de esta obra siguen siendo plenamente válidas. La bibliografía relativa a la figura de Hitler, el holocausto y la Segunda Guerra Mundial ha seguido aumentando. Por otra parte, las monografías sobre cada uno de esos temas se encuentran en volúmenes que por su extensión atemorizan hasta a los lectores más aplicados. Por ejemplo, la última gran biografía de Adolfo Hitler, escrita por el historiador británico Ian Kershaw, se compone de dos tomos de más de 1.000 páginas cada uno. Su coterráneo Richard Evans acaba de concluir una historia del Tercer Reich, en tres tomos que suman casi 3.000 páginas. Respecto al Holocausto ocurre algo similar. El año 2005 se tradujo al castellano el clásico de Raúl Hilberg, La destrucción de los judíos europeos, obra que tiene 1.455 páginas. El Tercer Reich y los judíos de Saul Friedländer tiene más de 1.700 páginas y la reciente biografía de Heinrich Himmler, máximo dirigente de las S.S., de Peter Longerich, publicada en castellano el 2009, se acerca a las 1.000. En cuanto a la Segunda Guerra Mundial, baste con señalar, que ha llegado a su culminación el trabajo elaborado por el órgano especializado de historia militar del Ejército alemán Das Deutsche Reich und der Zweite Weltkrieg, constituido por 10 volúmenes de más de 1.000 páginas cada uno.

Los avances de la investigación en todas estas materias en los últimos 10 años, impulsados, entre otras razones, por la apertura de los archivos de los países de Europa oriental luego de la caída del Muro de Berlín y del derrumbe del Imperio Soviético, hacen también necesario introducir algunas correcciones en el texto y matizar ciertas afirmaciones.

Esta segunda edición se justifica también por el hecho de que la primera de 1999 se encuentra agotada hace ya muchos años y la demanda por leerla, en colegios, universidades y entre el público en general, ha seguido creciendo.

Debemos insistir en el hecho de que, como ocurre normalmente con las obras históricas, y más todavía con aquellas que adoptan la forma ensayística de la nuestra, su contenido corresponde a una visión personal de los acontecimientos narrados, que es el resultado de estudios sobre el tema que se iniciaron cuando el autor trabajó en la elaboración de su tesis doctoral en la Universidad de Frankfurt/M., en los que ha profundizado revisando la más reciente bibliografía y sobre los cuales ha impartido numerosos cursos y conferencias ante públicos muy diversos: alumnos del colegio Tabancura, profesionales de diversas áreas en múltiples seminarios y en cursos en la Academia de Guerra del Ejército, y estudiantes universitarios de Derecho, Periodismo e Historia en la Universidad de los Andes.

Esa experiencia y el estilo de alguna manera coloquial de esos cursos y conferencias es el que hemos querido preservar, hasta donde ello ha resultado posible, en el trabajo que hoy reeditamos de forma corregida y aumentada.

1. Locos, demonios y piratas

Muchos recordarán las tradicionales películas de piratas que eran tan comunes hace algunas décadas. Sus características esenciales se repetían siempre: un ágil e intrépido navegante –casi siempre de nacionalidad inglesa– que aprovechando su habilidad y destreza tanto en el arte de navegar como en la esgrima, sin olvidar por supuesto sus dotes de don Juan, sale a la caza de un pesado galeón español, cuyo capitán es la antítesis del héroe; de tal manera que el previsible final era siempre el despojo de tan insulso personaje, el que perdía el oro, la plata y hasta el amor de la belleza andaluza que lo acompañaba.

Tan simplista manera de presentar las cosas se explicaba, naturalmente, porque dichos films eran producidos en general en países anglosajones, los que a través de un medio tan influyente contribuían a deformar la verdad histórica en su beneficio. Pero una exageración tal terminaba por hacer la historia de la conquista de América totalmente incomprensible. ¿Cómo se podía explicar que un pueblo de tan limitadas cualidades como el español retratado por los cineastas norteamericanos, hubiera llegado a conquistar y mantener durante más de tres siglos un imperio de las dimensiones de aquel unido bajo la corona castellana?

Una situación similar, quizá todavía más evidente y conocida, es la que se ha dado con películas y series televisivas relativas a la Segunda Guerra Mundial. En efecto, lo común es que en ellas los alemanes y, en particular, los nazis, sean representados como seres crueles y limitados intelectualmente, presa fácil para los héroes ingleses o americanos.

Este menosprecio del antiguo rival alcanza quizá su cota máxima cuando los cineastas han centrado su atención en la figura de Adolfo Hitler. Desde el clásico El Gran Dictador de Charles Chaplin se ha tendido a imponer por los medios de comunicación social una imagen ridícula del Führer del Tercer Reich, que lo representa como una figura de opereta que sólo puede ser objeto de burla. Se resaltan aquellos rasgos del personaje que más chocantes resultan desde nuestra actual perspectiva –el histrionismo de su forma de ser, manifestado, por ejemplo, en los momentos más álgidos de sus discursos, en los cuales la gesticulación y el volumen y timbre de la voz alcanzan cotas extremas, o su pequeño bigote y esa chasquilla que cruzaba su frente en diagonal y que lo hace hasta hoy reconocible por cualquiera –hasta que termina por desaparecer en él cualquier elemento de “normalidad”. Hitler acaba siendo para muchos una figura de chiste.

Y otra vez así, como en el caso de los piratas y corsarios, se termina sin entender nada. ¿Cómo un personaje tan limitado y ridículo pudo llegar al poder en uno de los países más cultos del mundo, conquistar un inmenso imperio, pudiendo ser reducido sólo a través de una guerra de dimensiones gigantescas por la intervención de las más grandes potencias mundiales actuando en forma coligada?

La verdad es que ya en su época, uno de los mayores errores que se cometió con respecto a Hitler fue el menospreciarlo, mirarlo en menos. En una sociedad como la alemana, en que las estructuras aristocráticas seguían muy vivas, resultaba chocante una figura proveniente de un submundo cultural y dotada de unas formas y maneras histriónicas, hasta el momento ajenas a la tradición de las formas políticas vigentes.

También en su tiempo muchos no le creyeron ni lo tomaron en serio... No le creyeron los “barones” y políticos conservadores, acompañado de los cuales llegó al poder en 1933, que quisieron servirse de él y de las huestes nazis para conservar su posición; ni menos sus rivales comunistas que no le obstaculizaron su llegada a la cancillería con la certeza de que, una vez en el poder, el nacionalsocialismo se desinflaría con la rapidez de un globo que se pincha. No le creyeron los primeros, y la marioneta que se suponía era Hitler los desplazó casi de inmediato para asir de forma férrea la totalidad del poder en lo que se daría en llamar la Gleichschaltung; ni menos los segundos, discípulos de Marx y Lenin, que, antes de que pudieran reaccionar, ya estaban proscritos, fuera de la ley, en campos de concentración o en el exilio. Por ejemplo, el jefe de la facción parlamentaria socialdemócrata en el Reichstag, Rudolf Breitscheid, quien terminaría en el campo de concentración de Buchenwald, aplaudía entusiasmado el día 30 de enero de 1933, cuando se conoció la noticia de que Hitler había sido nombrado Canciller; por fin, afirmaba, ya no sería necesario luchar contra un fantasma lleno de promesas vacías; dentro de un par de meses demostraría su incompetencia y tendría que renunciar.

Hitler resultaría ser una figura más hábil, fuerte y despiadada de lo que muchos habían imaginado. Y sin su personalidad el nacionalsocialismo resulta incomprensible. Como señaló alguna vez el historiador británico Hugh R. Trevor-Roper: “Emigrados, teóricos marxistas y reaccionarios desesperados, supusieron o se engañaron a sí mismos pensando que Hitler habría sido sólo una pieza de ajedrez dentro de un juego que él no jugaba, sino algunos políticos o ciertas fuerzas cósmicas. Éste es un error fundamental. Sean cuales fueren las fuerzas independientes que él utilizó o los apoyos casuales que haya conseguido, Hitler fue hasta el final el único señor y maestro del movimiento que él mismo había fundado y al cual terminaría por aniquilar. Ni el Ejército ni los Junker, ni la alta finanza ni los grandes industriales pudieron tener nunca en su poder a ese genio demoníaco y devastador, aunque en ciertos momentos le hayan servido de apoyo”.

No le creyeron ni lo tomaron en serio sus rivales en el ámbito de la política exterior cuando empieza a desafiarlos y provocarlos en los años que siguen a la toma del poder. No le creyeron y luego o sucumbieron o tuvieron que enfrentarlo en una dura guerra para poder subsistir. Negociaron con Hitler como si fuera un político “normal”, y no tomaron en serio su doctrina racista y expansiva, pese a que estaba clara y públicamente documentada en Mi Lucha y otros textos que estaban al alcance de cualquiera que quisiera leerlos. Se tendió a pensar que el nacionalsocialismo buscaba tan sólo devolver a Alemania el status de que había disfrutado hasta antes de su derrota en la Primera Guerra Mundial, bajo un régimen autoritario y algo violento, que no se aceptaba como el ideal para las grandes democracias de occidente, pero que parecía un sistema adecuado para los más brutos alemanes.

Hitler ha resultado ser, desde siempre, y pese a su popularidad –en el sentido de que hasta el más ignorante tiene en la cabeza una imagen del mismo– un personaje al que ni sus mismos contemporáneos lograron captar en toda su malignidad. Después de tener una audiencia con Hitler en febrero del año 1936, el gran filósofo de la historia británico Arnold Toynbee, mente brillante y en esos momentos parte del gobierno inglés en su calidad de Director del Instituto Real de Asuntos Extranjeros, escribía con un convencimiento pleno: “Relacioné de inmediato la persona de Hitler con la de Gandhi porque ambos me parecieron, en su vida privada, ejemplares indistinguibles del mismo tipo de extranjeros: no fumadores, contrarios al alcohol, vegetarianos, no andaban a caballo y eran opuestos a la caza”. ¡Quien empujaría al mundo a la Segunda Guerra Mundial, en medio de la cual tendría lugar el holocausto de los judíos europeos, y el gran político pacifista de la India, eran puestos en el mismo saco por un muy agudo observador!

Nadie le creyó, todos se burlaron de él y terminó burlándose de todos.

Resulta de toda evidencia que la caricatura del personaje que se ha impuesto sólo se queda en la superficie y hace la historia ininteligible.

Pero tampoco se puede entender la historia del siglo XX si se concibe a Adolfo Hitler como alguna forma de demonio, casi sin parentesco ni relación con los humanos; algo así como un extraterrestre que se precipita sorpresivamente sobre Alemania y Europa en un cierto momento histórico, apareciendo como una especie de paréntesis dentro de la evolución de Occidente. Muchos se esfuerzan por hacer creer que Hitler no era un hombre “normal”. Si no era un extraterrestre o un demonio, por lo menos debió haber estado afectado de una enfermedad mental grave: ¡estaba loco! Lo que ocurre en el fondo es que se tiende a negar que el líder nazi haya podido ser un hombre común y corriente como cualquiera de nosotros: ¡la naturaleza humana no puede generar criminales de esa envergadura! Pero la verdad es que con la supuesta locura o enfermedad mental no se explica nada. Si bien es cierto que Hitler y muchos miembros de su camarilla más cercana como Röhm, Himmler o Goering, por señalar algunos de los principales, parecen casos dignos del siquiatra, cooperaron con ellos, voluntariamente y con entusiasmo, millones de alemanes, muchos de ellos de altísima categoría intelectual, que anhelaban un Führer, una personalidad fuerte que los librara de las miserias de la República de Weimar y devolviera a Alemania su dignidad y grandeza.

Haciendo de Hitler un monstruo se hace imposible comprender los motivos y razones que lo llevaron a conquistar aquellas gigantescas mayorías que gritaban jubilosas y enfervorizadas, con el brazo levantado y los rostros radiantes de alegría ¡Sieg Heil!, y que ponían en su persona todas sus esperanzas.

Y, frente a las jóvenes generaciones que no vivieron ese periodo una tal interpretación parece dejarlas enfrentadas a sólo dos posibles salidas igualmente improductivas y peligrosas: la simple condena moral de esa generación, o si no, a partir del hecho de comprobar que en Hitler no todo fue terrible y demoníaco, concluir inmediatamente que todo fue una mentira, incluyendo Auschwitz.

Es evidente también que, si se miran las cosas con perspectiva histórica, Hitler y el nacionalsocialismo no aparecen como un acontecimiento excepcional y único, sin parangón en la historia universal. Se le pueden encontrar paralelos. Piénsese, por ejemplo, en los millones de muertos de la Rusia comunista bajo Lenin y Stalin. Las técnicas genocidas no eran un original invento hitleriano.

Todo esto nos lleva a concluir que Adolfo Hitler y el Tercer Reich pueden explicarse históricamente, y eso es lo que trataremos de hacer en este trabajo.

Conviene también, antes de entrar en materia y para comprender en su real dimensión el fenómeno nazi, sobre todo en su génesis, hacer otra consideración: hasta 1939 Hitler todavía no era lo que sería después y que nosotros conocemos. Los grandes genocidios contra la población judía, polacos, rusos, y otros grupos humanos, que hoy se relacionan inmediatamente con el nazismo, sólo tendrían lugar en el curso de la guerra, por lo que evidentemente no era algo que pudieran tener presente las masas que votaron por Hitler en los años veinte y treinta, durante el periodo de crecimiento del partido y de la conquista del poder. Desde 1933 y hasta 1939 el régimen había eliminado a algunos centenares de enemigos políticos y llevado a algunos miles a campos de concentración, pero estaba lejos de los extremos a los que se llegaría después de esa fecha y muy por debajo de lo que desde 1917 se estilaba en la Rusia soviética. Dicho de otra manera, los nazis no llegaron al poder con la promesa de eliminar a la población judía de Europa y de desencadenar la Segunda Guerra Mundial. Al contrario, elementos tan centrales de su ideología como la búsqueda de Lebensraum en el este y el antisemitismo no jugaron un rol importante en los años –comienzos de la década de 1930– en que se produjo la gran afluencia de electores al partido nazi.

En su momento prácticamente nadie, ni en Alemania ni fuera de ella, tuvo plena conciencia de lo que se avecinaba cuando Hitler fue nombrado Canciller en enero de 1933. Los nazis siempre habían amenazado con la violencia y recurrido a importantes dosis de violencia desde sus orígenes muniqueses y la creación de las S.A., pero ese tipo de violencia no era algo tan extraño en esa época en ningún lugar del mundo. Algún miedo y recelo se les tenía, pero nadie era capaz de imaginarse los extremos a los que se llegaría sólo en el lapso de unos pocos años. Quienes votaron a los nacionalsocialistas entre los años 1930 y 1933 no soñaban con espectaculares conquistas territoriales por parte de Alemania, las que se extenderían hasta los Urales, ni con una especie de neo-feudalismo que los haría señores de inmensas posesiones en Ucrania o en el Cáucaso, sometiendo y poniendo a su servicio a la población eslava, luego de la eliminación de sus capas dirigentes. Lo que los atraía y la esperanza que los animaba era que los nazis y su Führer pudieran liberarlos de la crisis constante en la que habían vivido desde el fin de la Gran Guerra: terminar con la cesantía, restablecer el principio de autoridad que parecía haber desaparecido en los años de Weimar, recuperar el prestigio de Alemania a nivel mundial, conseguir mayores grados de justicia social sin caer en la revolución comunista. En el fondo, se confiaba en que Hitler quizá podía conseguir el cambio que venían esperando los alemanes desde 1919 y que los políticos democráticos de Weimar no habían sido capaces de concretar.

2. ¿Necesidad histórica? Las raíces europeas y alemanas del nacionalsocialismo

Hay quienes quieren ver un desarrollo necesario e inevitable que lleva desde Lutero a través de Bismarck hasta Hitler. Alemania seguiría, en esa interpretación, un camino histórico propio y especial que debía fatalmente desembocar en el Nacionalsocialismo. Creemos, en cambio, que la historia es el ámbito de la libertad y, por tanto, no caben en ella los fatalismos. Pero tampoco las cosas se dan por casualidad ni brotan de la nada.

Hemos dicho, y lo repetimos, que a Adolfo Hitler y al Nacionalsocialismo sólo se los puede entender desde una perspectiva histórica. Sólo un análisis propiamente histórico, cuyos hitos decisivos son la Primera Guerra Mundial y el Tratado de Versalles, la Revolución Rusa, la crisis inflacionaria alemana de 1923 y la Gran Depresión de 1929, ligadas íntimamente a la biografía de Hitler, permite recién llegar a una explicación satisfactoria. Esto sobre el fondo constituido por algunas especiales características del desarrollo histórico europeo y particularmente alemán, del periodo inmediatamente anterior.

La Europa de entreguerras estuvo caracterizada por el predominio que alcanzaron desde los Balcanes a la península ibérica –y con manifestaciones aun en las más sólidas democracias del viejo continente como Gran Bretaña y Francia– los movimientos de estilo fascista.

Esto se explica por la presencia de una serie de problemas, comunes a casi todos los países europeos y que son consecuencia de un similar desarrollo histórico. Similitud que no es identidad. De ahí que, naturalmente, algunas de las características generales del desarrollo europeo que pasaremos a reseñar se dan en Alemania de una manera más acentuada o con rasgos peculiares. Valga esto de advertencia en el sentido de que si bien hubo movimientos de estilo fascista en toda europa, y el nacionalsocialismo es uno de ellos, éste tuvo caracteres absolutamente excepcionales y distintivos que lo hacen pertenecer a una categoría diferente. Fue, por lejos, el más extremo de todos ellos y el más radicalmente revolucionario. Con la comparación no se lo quiere relativizar sino sólo entender mejor.

Como siempre termina por ocurrir cuando se quiere explicar alguna cuestión de historia contemporánea, hay que remontarse por lo menos hasta la Ilustración y la Revolución Francesa. En ese periodo se incuba una nueva visión de la sociedad y del Estado que resultará determinante tanto para el desarrollo de la democracia como de los contramovimientos que se le enfrentarán en los siglos XIX y XX. En forma esquemática, y sin entrar en profundidades, podemos reconocer entre sus elementos distintivos y más significativos los siguientes: la politización de todos los ciudadanos; el predominio de las mayorías y la movilización de la población a través de elecciones y de propaganda ideológica; el reforzamiento de la conciencia estatal a través del nuevo principio del nacionalismo militante y excluyente; la militarización de la vida con la difusión del servicio militar obligatorio y el armamento del pueblo a través de los ejércitos de masas; y derivado de todo ello y como culminación, las ambiciones imperialistas que brotan sobre todo en el paso del siglo XIX al siglo XX –consecuencia de un sentimiento de misión que surge entre los europeos de la época, la “misión civilizadora del hombre blanco”– tal cual se entroniza en la mayor parte de los países europeos.

Los movimientos de estilo fascista, puede decirse, extremando algo las cosas, son hijos de la época democrática; o, por lo menos, son inconcebibles sin ella.

Pero esto es sólo parte de la verdad. Entramos así a la primera de una serie de antinomias que son de la esencia –y que constituyeron en buena medida el gran atractivo– de los movimientos de estilo fascista y, muy en particular, del nacionalsocialismo. Porque, al mismo tiempo, estos movimientos se presentan a sí mismos como los grandes enemigos de la Revolución Francesa y de todas sus derivaciones: archienemigos del liberalismo y de la democracia, de la civilización occidental y del socialismo internacional. Se acercan así a corrientes conservadoras reaccionarias en cuanto coinciden en su enemistad hacia el liberalismo individualista. El 1 de abril de 1933 decía, por ejemplo, el Ministro de Propaganda del gobierno de Hitler, Joseph Goebbels, en un discurso radial, que con la toma del poder por el nacionalsocialismo “el año 1789 ha sido borrado de la historia”. Pero, al mismo tiempo, es evidente, como más adelante tendremos oportunidad de ver, que Hitler se ubica en la tradición de la Revolución Francesa como iniciadora que ella fue de la modernidad, de la destrucción de ataduras tradicionales y religiosas.

Así se explica por qué los fundamentos últimos de los movimientos de estilo fascista están determinados tanto por elementos revolucionarios como reaccionarios, lo que constituye una de las claves para explicar el inmenso atractivo que ejercieron sobre las masas.

Dentro de los elementos reaccionarios destacan la forma extrema e imperialista que adquiere el nacionalismo; el endiosamiento del todopoderoso Estado, con una especial forma de socialismo de base nacionalista y estatista en que se unían ciertas visiones políticas románticas y el socialismo de estado; y, finalmente, frente a los igualmente destructivos extremos del individualismo y de la lucha de clases, una ideología comunitaria –Gemeinschaftsideologie fundada en elementos populares– völkisch– y racistas que alcanzaría su forma extrema con el antisemitismo radical de base biológica, nucleo de la cosmovisión nacionalsocialista.

Frente a la lucha de clases marxista se plantea como alternativa la idea de un socialismo nacional. Frente a la revolución internacional –el “proletarios del mundo, uníos”, del comunismo– toma forma la idea nacional-revolucionaria de una comunidad popular –Volksgemeinschaft–omnicomprensiva. No lucha de clases sino unidad interior debe ser el ideal del Estado, base de la fuerza que posibilitará la movilización hacia el exterior que reemplazará al internacionalismo.

El moderno antisemitismo también aparece en este contexto. Casi en toda Europa el racismo fue parte del nacionalismo. Decisivo en este sentido fue el cambio que se produjo en la segunda mitad del siglo XIX cuando el tradicional odio de base religiosa al judío se transformó en uno políticosocial y sobre todo biológico.

Es la época del “darwinismo social”, caracterizado por la aplicación de categorías biológicas al ámbito de las ciencias humanas. También las relaciones entre los hombres y entre las naciones estarían determinadas por conceptos como el de “lucha por la existencia”, “sobrevivencia de los más fuertes”, y otros similares, que terminaban por transformar al hombre en objeto casi de la zoología o la veterinaria una vez que las ideas racistas se vulgarizan. Si hoy día el mero uso del término raza resulta chocante, ello se debe sólo a que ya se conoce en detalle a lo que condujo el racismo extremo de los nazis. Pero, en su momento, en el paso del siglo XIX al siglo XX y cuando las grandes potencias europeas habían dado forma a gigantescos imperios coloniales, manteniendo bajo su dominio a millones de hombres de color, culturalmente inferiores, las cuestiones de higiene racial y eugenesia, las políticas dirigidas a conseguir el mejoramiento de la raza y, en general, el lenguaje biologicista usado para referirse a los seres humanos, estaba de moda no sólo en Alemania sino en todo el mundo. Por ejemplo, dando inicio al Segundo Congreso Internacional de Eugenesia en el año 1921, señalaba el representante del Museo Norteamericano de Historia Natural: “Dudo que en algún momento de la historia del mundo haya tenido mayor importancia que hoy la realización de una conferencia internacional sobre el carácter racial y la mejora de la raza. Tras el sacrificio patriótico de ambos bandos en la guerra mundial, Europa ha perdido mucho de su centenaria herencia de civilización y nunca la recuperará. En ciertas regiones de Europa han ascendido los peores elementos de la sociedad y amenazan con exterminar a los mejores”.

El mismo colonialismo había contribuido a popularizar el racismo científico y las ideas de superioridad y jerarquía racial. El año 1908 un experto colonial británico defendía la nueva ciencia de la antropología con el argumento de que ella ayudaría a las autoridades imperiales a decidir qué razas debían conservarse, cuáles estaban destinadas a desaparecer y aquellas que debían mezclarse. En Europa y Estados Unidos se temía, por otra parte, el peligro que representaban los enfermos mentales. Incluso hubo algunos estados norteamericanos y países europeos –Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia, entre otros– que autorizaron la esterilización de ciertas categorías de enfermos.

Basta recordar, por ejemplo, cómo estas ideas incluso llegan con fuerza a Chile. En efecto, dentro de la literatura crítica que surge en nuestro país en torno a la época del centenario de la independencia, una de las obras más importantes fue Raza Chilena, de Nicolás Palacios. Palacios, médico en la zona de las salitreras, sufre con el maltrato que se da al obrero del salitre. A él llegan los trabajadores con el cuerpo destruido por lo duro y violento de las faenas, todo para conseguir un sueldo miserable que ni siquiera se les paga en dinero. Y Palacios, persona muy sensible, decide salir en defensa de este “roto chileno” tan maltratado, recurriendo para ello a las teorías racistas en boga. El “roto” –sostiene– sería el resultado de la mezcla de dos “razas superiores” o “patriarcales”: la del araucano con los “godos” que habrían emigrado de la península. El español llegado a Chile o América no sería cualquiera sino el heredero directo de los visigodos invasores de la península ibérica a partir del siglo v, y que habrían subsistido luego de la derrota ante los musulmanes en el año 711. Esta raza superior habría sido la que mejor respondió al desafío de la conquista. Pedro de Valdivia y compañía habrían sido rubios y de ojos azules. Todo fundamentado con la cita de autores que también se pueden rastrear en el itinerario ideológico de un Hitler y otros racistas europeos: Ammon, Vacher de Lapouge, Madison Grant, Glumplowics, etc.

Con la mejor de las intenciones –defensa del obrero chileno que sufría los rigores característicos de los inicios de la industrialización– y sin proponer soluciones extremas, sino sólo el que se prohibiera la entrada al país de “razas inferiores” como españoles, italianos o árabes –Palacios, y algunos que en parte lo siguieron, como el mismo Francisco Antonio Encina en el primer tomo de su Historia de Chile– ejemplifica de manera muy clara la mentalidad dominante en amplios sectores del mundo a comienzos de siglo. El racismo no era una curiosidad alemana.

Por lo demás, y pese a los crímenes horrendos con que culminó el racismo, hoy en día, con los desarrollos de la ingeniería genética y la legalización masiva del aborto y de la eutanasia en muchos países, no se está tampoco muy lejos de esas formas de pensar dominantes a comienzos del siglo XIX. Por poner un solo ejemplo, el año 2002 un tribunal alemán, en un fallo como ya se ha dado más de alguna vez, dio lugar a la demanda de una pareja que se querelló contra el médico que no diagnosticó a tiempo que su hijo venía con malformaciones. De haberlo hecho, reclamaban los progenitores, se hubiera podido abortar la criatura aunque la madre se encontrara en el último mes de embarazo. La ginecóloga fue condenada a responder por los “daños” ocasionados con el nacimiento del niño y a pagar 20.000 marcos a su paciente como indemnización por el daño moral sufrido: la depresión causada por tener que recibir un hijo enfermo.

Pero hay también algunos antecedentes de la historia alemana que ayudan a explicar el por qué precisamente en ese país llegó a tomar forma un tipo de fascismo tan extremo. Los que señalaremos son sólo particularidades del desarrollo de los países de habla alemana, que en parte distinguen a éstos del resto de los países de Europa occidental, pero que no necesariamente debían terminar en un Hitler: siempre y hasta el final fue posible otra salida.

Solemos olvidar que Alemania es un país muy joven. Mientras España, Francia o Inglaterra se habían constituido como Estados nacionales desde los comienzos de la época moderna, de Alemania sólo se podía hablar en plural. En efecto, y sin remontarnos más en el tiempo, la Paz de Westfalia de 1648 consagraba la existencia de 350 estados alemanes que recién tras el Congreso de Viena de 1815 quedarían reducidos a 39: todavía muy lejos de la unidad.

Frente a la Revolución Francesa de cuño racionalista, en los Estados de habla alemana toma particular fuerza el “romanticismo político”, lo que se traducirá en la formación de una conciencia colectiva que se identifica con la idea de que a Alemania correspondería una misión distinta a la del occidente liberal y racionalista. Alemania tendría un camino propio. Proyectado en el tiempo, esto se traduciría en el particular desarrollo que tendría la filosofía alemana, la que deriva hacia formas de irracionalismo que son menos comunes en el resto de Europa, hasta confluir en la corriente de la llamada “Revolución conservadora”, que forma de alguna manera el ambiente dentro del cual, aunque de manera pervertida, se desarrollarán las ideas hitlerianas.

En este resumido itinerario histórico que estamos trazando, corresponde dar una particular importancia al fracaso liberal de 1848. Ese año, y dentro de la oleada revolucionaria que afectó a la mayor parte de los estados europeos, el liberalismo alemán pretendió alcanzar la tan anhelada unidad bajo sus principios, fracasando estrepitosamente en el intento. Por el contrario, el año 1871, la Realpolitik bismarckiana, apoyada en la monarquía tradicional y en el Ejército, terminaba por dar forma al Imperio alemán. El poder y la fuerza se imponían por sobre el derecho y la libertad. El resultado es que el liberalismo quede muy debilitado en el nuevo Estado –de hecho muchos liberales se identifican y adhieren absolutamente a la obra de Bismarck–, y, en cambio, alcanzan un máximo de prestigio el Ejército y las soluciones autoritarias.

De alguna forma se introduce en la sociedad alemana un cierto culto al poder y lo que algunos han llamado espíritu de sumisión. Según el escritor Thomas Mann, el ideal del burgués alemán pasaría a ser el General Dr. von Staat.

A partir de este momento el desarrollo político de Alemania no guardó relación con el del resto de Europa. Alemania pasó a ser una nación políticamente atrasada, una Verspätete Nation. La estructura social fue sometida a un proceso de cambios acelarado por la pujanza que alcanzó la Revolución Industrial desde mediados de siglo, lo que no fue acompañado por un consecuente avance en el campo político.

Por otra parte, luego de la caída del canciller Otto von Bismarck, el que tras la unificación había desarrollado una política exterior conservadora, Alemania, encabezada por su nuevo monarca Guillermo II, se lanza a recuperar el atraso que la afectaría en materia de política colonial. Un Estado como el nuevo y pujante Imperio alemán debía alcanzar rápidamente una proyección imperial como la que poseían Inglaterra, Francia y las demás potencias europeas desde hacía muchos años. Alemania reclama, en el periodo que antecede a la Primera Guerra Mundial, tener “un lugar bajo el sol”, comenzando a desarrollar una política exterior agresiva, con roces constantes con sus rivales europeos, sirviendo de alimento al desarrollo de un nacionalismo de carácter pangermánico. Alemania debía pasar a ser, según la mentalidad dominante en la época guillermina, una potencia mundial con base en centro-europa y proyección al mundo.

Finalmente, y ya coincidiendo con la aparición histórica de Adolfo Hitler, el carácter excepcional de la historia de Alemania alcanza su clímax con la –para los alemanes– inesperada derrota en la Primera Guerra Mundial. Este fracaso provocó una inmensa desilusión, explicable fácilmente sobre el trasfondo del nacionalismo exacerbado y optimista que se vivía en los inicios del conflicto. Y el golpe de gracia sería el Tratado de Versalles. Las duras condiciones que se impusieron por los vencedores a la Alemania derrotada y que incluían pérdidas territoriales, la exigencia de pago de cuantiosas indemnizaciones de guerra y la casi desaparición de sus fuerzas armadas, justificadas en la cláusula sobre culpabilidad de guerra, nunca fueron aceptadas por la población y originaron un resentimiento gigantesco. El tratado nunca sería aceptado por los alemanes, siendo un caldo de cultivo para el nacionalismo extremo.

Hitler iniciaría su carrera política presentándose como el máximo exponente del movimiento anti-Versalles, aprovechando para ello también el hecho de que la República naciente, tremendamente débil y poco querida, viviría en una perpetua crisis económica, política y social, campo muy adecuado para el crecimiento de sus enemigos totalitarios.

No debe olvidarse que, tras la Revolución Bolchevique de 1917, el comunismo era una amenaza real, viendo sus líderes en Alemania el país más maduro para la extensión de la revolución, lo que generaba en la burguesía alemana los temores consiguientes. El resultado sería que ésta se hiciera más susceptible para escuchar discursos extremos como el que le plantearía el nacionalsocialismo.

Como ha señalado Ian Kershaw, “la Primera Guerra Mundial es lo que hizo recién posible a Hitler. Sin la experiencia de la guerra, la humillación de la derrota y el desorden de la revolución, no habría podido el artista fracasado dar el paso que lo llevó a la arena política descubriendo en sí mismo al gran agitador y demagogo. Y sin el trauma de la guerra, de la derrota y de la revolución, sin la radicalización de la sociedad alemana no habría podido el demagogo transmitir su mensaje lleno de odio. La guerra perdida hizo que se cruzaran los destinos de Hitler y de Alemania. Sin la guerra resulta imposible pensar a Hitler sentado en el sillón que un día ocupó Bismarck”.

Si bien en el esquema histórico que hemos tratado de mostrar la línea fundamental ha sido la de la historia prusiana, no debe olvidarse que el nacionalsocialismo no se explica sin la concepción völkisch austriaca. Precisamente es la unión de las dos tradiciones, la del Estado prusiano conformada en torno a lo militar y el populismo austriaco, lo que termina por dar su impronta característica al nacionalsocialismo. No es casualidad que los antecedentes más directos de esta ideología se encuentren hacia comienzos de siglo en Austria y Bohemia, donde un nacionalismo völkisch antieslavo y antisemita era particularmente fuerte, y que de esos territorios fuera originario Adolfo Hitler.

3.- El pequeño burgués austriaco. Los años de formación

En definitiva, y más allá de lo que hemos señalado en las páginas anteriores, el surgimiento del nacionalsocialismo no se explica para nada sin la figura de Adolfo Hitler. Su biografía prácticamente se corresponde con la historia de la Alemania de entreguerras. Esto es, a los factores objetivos que hemos venido describiendo para tratar de explicar la aparición del nacionalsocialismo debe agregarse la difícilmente comprensible correspondencia que se dio entre Hitler y su época. Volviendo a lo que señalábamos en el capítulo inicial, su ascenso no se explica por sus supuestas dotes demoníacas y sobrehumanas, sino por su extrema “normalidad”. Hitler es el más arquetípico representante de la época en que le tocó vivir.

Adolfo Hitler nació en Braunau am Inn, una pequeña ciudad de la Austria alemana, el día 20 de abril de 1889. Era éste un momento muy particular de la historia del multinacional Imperio Austro-Húngaro, pues se encontraban en plena ebullición las fuerzas centrífugas que terminarían por disolverlo. Quizá si la consecuencia más característica de esa situación, y la más significativa en orden a los temas que nos interesan, es el temor que asaltaba a la minoría alemana que temía verse absorbida por el resto de las nacionalidades austriacas no germanas. Se desarrolló así en estas zonas limítrofes entre el mundo germano y el eslavo un complejo defensivo pangermano y antieslavo, que se exteriorizaba en forma cada vez más aguda en el antisemitismo. Ése fue el ambiente en el cual Hitler vivió los primeros años de su vida. Ya en la adolescencia, sus años escolares los pasaría en Linz. En la Realschule a la que asistía la atmósfera era muy movida. Se enfrentaban allí, por una parte, “clericales” fieles a los Habsburgo con los librepensadores alemanes nacionales; por la otra, germanos contra eslavos. De inmediato Hitler se identificará con los nacionalistas alemanes que quieren la integración de Austria a Alemania, saludan con el Heil y cantan el Deutschland über alles.

El año 1907 trajo un vuelco muy importante en la vida del joven Hitler. Dejó la provincia y se trasladó a Viena, la capital del Imperio. Ha decidido ser artista y para eso debe rendir un examen de admisión en la Academia de Pintura vienesa. El resultado no pudo ser más negativo: reprueba en los dos intentos que hace. Los venerables profesores que lo examinaron no se imaginaban los efectos que tendría la decisión que estaban tomando. El artista frustrado terminaría por encontrar su cauce en la política y en una de proporciones monstruosas. ¡Más les valdría haberlo aceptado como alumno! El mundo habría tenido uno más entre muchos artistas mediocres, pero se habría ahorrado la Guerra Mundial y el Holocausto, como también éste y otros muchos libros. Hitler ha pasado a ser un fracasado; se queda sin objetivo de vida y va a vivir en el submundo vienés. Su hogar sería un asilo para hombres y su hábitat un ambiente en el cual dominaba un pánico tremendamente sentido ante la posibilidad de la proletarización; a ser desplazado, por el fracaso profesional y económico consiguiente –de hecho vivirá primero a costa de una pensión que le envía su madre y luego vendiendo postales pintadas por él y que algunos de sus amigos pondrán en el mercado–, a una clase inferior, la de los obreros. Ahí también se encuentra la raíz de su oposición al marxismo, la que sería luego una de las ideas fuerza del nacionalsocialismo.

El ambiente multinacional y cosmopolita de la capital imperial, visto desde el subsuelo en que Hitler se encontraba, fue fundamental en la evolución patológica de su ideología. Viena era en esa época el centro de lo que se ha llamado jüdische Moderne, atacada por los nacionalistas por su carácter inmoral e internacional. De hecho, los judíos tenían una participación sobreproporcional en la cultura y ciencia vienesas de fin de siglo. El judaísmo se identificaba en esa época no sólo con una religión sino con una visión del mundo liberal extrema e internacional que rompía completamente con la tradición y cualquier tabú. Estas ideas eran propagadas por los grandes periódicos de Viena, con lo cual resultó fortalecido el prejuicio antisemita de la prensa nacionalista que se le enfrentaba. Mucho del lenguaje y del vocabulario que más adelante utilizaría el líder nazi lo asimilaría de aquí, de estas disputas.

En Viena era además donde más se notaba el carácter multinacional de la dinastía danubiana, porque allí confluían representantes de todo el Imperio. Bastaba asistir a los debates del Parlamento para darse cuenta de lo que eso podía significar: los partidos no sólo representaban distintas tendencias políticas sino también a las distintas minorías nacionales, cuyos representantes hablaban cada uno en su propio idioma. La observación de estos debates llevaría al joven Hitler no sólo a robustecer sus tendencias pangermánicas sino a renegar de toda forma de gobierno parlamentario.

Los años de Viena serían sus años de formación. Esto no significa que se haya dedicado a estudiar en forma profunda y sistemática a los autores con los cuales se pretenderá luego relacionar su pensamiento, un Nietzsche, un Schopenhauer y algún otro. Lo normal será que se acerque a las doctrinas que servirían de fuente a su pensamieto a través de un mercado secundario, el de pasquines y folletos de divulgación de mínima categoría intelectual, donde escriben no los grandes autores sino una serie de divulgadores, pseudo científicos o filósofos, de carácter estrambótico, que eran muy populares en los círculos nacionalistas extremos de la Viena de comienzos de siglo.

Es el caso, por ejemplo, de la revista racista editada por un ex monje que había dejado el claustro y que se hacía llamar Jörg Lanz von Liebenfels, en cuya portada se decía: “¿Es usted rubio? Entonces es usted un creador y un conservador de la cultura. ¿Es usted rubio? Entonces le amenazan peligros. Lea los libros de los rubios y de sus derechos humanos”.

Otro caso tipico es el de Guido von List, quien dividía a la humanidad en dos grupos: los señores arios, destinados al dominio mundial, y los siervos o esclavos. Según él, la tarea del momento era recuperar esa raza aria de señores, terminando con las mezclas, por lo que planteaba la necesidad de prohibir los matrimonios mixtos. En su opinión, los grandes enemigos de la raza aria serían los “internacionales”: la Iglesia católica, los judíos y los masones, los que estarían llevando adelante una guerra de exterminio contra la raza aria. List profetizaba el estallido de una guerra mundial que devolvería a la raza ario-germana su predominio. Toda esta lucha adquiría en List dimensiones cuasi religiosas, cuyo símbolo era la suástica que empezó a hacerse popular en círculos nacionalistas en torno a 1900.

El futuro Führer aprendió de manera no sistemática, sin guía ni profesores, lleno de odio hacia escuelas y universidades a las que no se integró. Dedicaba a la lectura todo el tiempo que le sobraba… que era mucho. Leía de libros que pedía prestados, de folletos baratos que editaban los partidos y grupos políticos, pero sobre todo de periódicos. Tomaba de ahí lo que le interesaba y lo registraba en su memoria en el lugar que a él le parecía, siempre que lo leído confirmara sus opiniones. Luego hablaba repetidamente de ello en las tertulias del submundo donde se desenvolvía y de esa forma lo iba asimilando. Siendo en general muy desordenado, su prodigiosa memoria la mantenía en completo orden: era un verdadero armario de recuerdos. En sus discursos como político se reconocen muy fácilmente sus lecturas vienesas, sobre todo aquellas tomadas de la prensa representativa del nacionalismo pangermánico más radical. Su imagen del mundo fue así el resultado de una cultura pervertida y contrapuesta a la burguesa. Ella proporcionaría una justificación ideológica a su resentimiento.

¿Qué elementos componían en ese momento su cosmovisión o Weltanschauung?

De partida, y como una impronta que lo había marcado desde sus orígenes y que sólo se acentuaría en sus años de Viena, los temores de la acosada minoría nacional alemana ante el avance de los otros pueblos que integraban el multinacional imperio austriaco, los que se hacían más evidentes en la cosmopolita capital imperial.

La enemistad hacia los socialistas, visiblemente presentes en Viena a través de marchas y manifestaciones callejeras, las que impresionaron profundamente al joven Hitler. No es casualidad que más tarde haya elegido el color rojo para los emblemas del partido nazi. Pero la impresión fue sobre todo negativa: el miedo del pequeño burgués decadente ante el avance de las masas proletarias; esto es, Hitler vivió en forma muy personal ese miedo general de su clase a la proletarización.

Pero, al mismo tiempo, la experiencia inmediata de la agitación de inspiración marxista que se disputaba las calles de Viena con fuerzas nacionalistas-populistas, dirigidas ambas por líderes populares de gran carisma como Georg Schönerer y Karl Lueger –alcalde de Viena y modelo de tribuno que apelaba a los instintos y sentimientos de sus oyentes más que a la razón–, son las bases sobre las cuales desarrollará luego su idea de un socialismo nacional y las fórmulas de agitación de la democracia de masas.

Más todavía, según él mismo afirma, en estas circunstancias pudo captar la central significación de la “cuestión social”. Y si no se identificó con la socialdemocracia y el marxismo que parecían enfrentarla, fue porque en ellos veía meros instrumentos del judaísmo. El judaísmo habría utilizado los problemas sociales y económicos de las masas para sus propios fines. De ahí la responsabilidad de la burguesía tradicional alemana que, al negar condiciones adecuadas de trabajo a los obreros los habría empujado en manos del marxismo.