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Un joven obsesionado con los números abandona el ejército en búsqueda de una vida monótona, alejada de la complejidad oculta en cada aspecto que no puede controlar. Comenzaba a creer que su vida se hacía cada vez más simple hasta que una bomba terrorista le destroza el rostro. Dado su historial de excelente observador, es reclutado para un trabajo donde sólo personas como él son aceptadas. Un trabajo en El Hospital de la Sierra. Su trabajo es observar sin intervenir, pero su naturaleza obsesiva le obliga a involucrarse hasta entender su realidad.
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Seitenzahl: 115
Veröffentlichungsjahr: 2021
JORGE SANABRIA
Editorial Autores de Argentina
Sanabria, Jorge
Horrores de la Sierra : oscuridad / Jorge Sanabria. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-1779-1
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.
CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
www.autoresdeargentina.com
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
A veces tenemos que tomar distancia de los hechos para entender las preguntas y elaborar las respuestas.
Los recuerdos son un rompecabezas difícil de armar. El reloj sigue corriendo mientras elegimos el camino. Todos los caminos existen de igual manera hasta que tomamos la decisión. No elegir es algo que destruye el universo.
Yo elegí recordar aquello que comenzó en el invierno del 42.
Casi sin poder moverme, observé la habitación donde conocería al cirujano. Él se posaba frente a fotos de mujeres hermosas y ancianas arrugadas que habían visitado este lugar. Contemplaba cada una mientras bebía de una botella de ron o caña, mostrando una leve sensación de sosiego y repulsión por momentos.
Yo no podía hablar. Sentía la mandíbula adolorida, como si la atravesaran clavos por todas partes. El cirujano volteó, se acercó y cerró la cortina despidiéndose, como si mi imagen arruinara su exhibición de arte fotográfica personal.
—Ya falta poco —le oí decir.
La mañana siguiente y la siguiente y la siguiente, escuché palabras difusas y vi una luz tenue desde atrás de la tela que cubría mis ojos. El dolor estaba desapareciendo y una mañana ya no sentí los clavos en la boca.
La mañana siguiente, desperté.
El sonido del reloj se detuvo cuando vi ese rostro, el rostro de una mujer joven, hermosa y de mirada complaciente, maternal o incluso más maternal que aquello que los hombres llamamos maternal. Un ángel de la guarda que había esperado cada día junto a la cama, asegurando mi bienestar.
—¿En dónde estoy? —pregunté mientras me sentaba en la cama.
—Está en la clínica… ¿sabe lo que le pasó?
Lo pensé uno o dos minutos. Mencioné la primera palabra que se me apareció en la cabeza.
—Números.
—¿Cómo dice?
—Estoy acá por los números.
La mujer no me entendía. Quizá esperaba encontrarse con las palabras propias de una persona que despierta de un trauma, pero oír de números era un sinsentido que no había escuchado con anterioridad.
—¿Podría explicarme?—dijo fingiendo interés.
—Claro.
Palpé la venda en mi cara hundiendo los dedos donde ya no había piel. Comencé a relatar mi historia como si eso no importara o como si eso fuera parte de la misma historia que comenzaba a contar.
—Hacía más de seis meses que terminaba el servicio militar. A pesar de todo lo que pasé ahí dentro, o cuando estaba afuera, los números en mi cabeza no dejaban de perseguirme. Siempre haciendo cálculos: ¿qué es eso? ¿A qué distancia se encuentra? ¿Cuántas personas hay en este lugar? ¿Cuántos de ellos son un enemigo potencial? ¿A cuántos tendré que matar? Y otras tantas preguntas asociadas a números de todo tipo. Tantos que no puedo describir.
Tomé un respiro y continué:
—A algunos les aterran las sombras en la noche. A mí me aterra perder el control de los números. Ese tiempo en el ejército se me hizo interminable y para colmo incluso me había quedado más años de lo necesario. Era demasiado. Ya no quería saber nada sobre esos números. Decidí que mi vida debía ser tranquila y monótona, lejos de la complejidad que acechaba en cada aspecto que no pudiera controlar.
Noté a la mujer cambiar su mirada, como si la confundieran mis palabras.
—¿La estoy aburriendo?
—Quiero saber sobre usted. ¿Por qué los números lo trajeron hasta acá si se alejó de ellos?
—No se puede escapar de los números… Había vivido un tiempo de prestado hasta conseguir trabajo como empleado de mantenimiento en el palacio Bernasconi. Los números se redujeron, pero siempre estuvieron ahí. Cuatro paredes, una cama, diez cuadras de distancia, a veces unos metros de suelo que reparar, otras unos metros de desagüe que limpiar. Sentía que tenía el control de mi entorno, que mi mundo era predecible, determinista. Pero a plena luz del día, antes del receso invernal se apareció un hombre que no encajaba en esa matemática. Portaba una caja y un saco. Caminaba de manera sospechosa, como si no quisiese ser visto. No era una de esas personas que veías por ahí. No era alguien que debía estar ahí. Dejó la caja y alzó la mano llamando a unos escolares. Ellos se acercaron y él se fue corriendo.
—¿Entonces se dio cuenta de que era una bomba?
—No podía saberlo. Me quedé viendo la caja por 5 segundos. No sé a ciencia cierta qué había en esa caja, si era pólvora, o algún combustible. Prácticamente se puede armar un explosivo con una pila y una bombilla de esas que usan las cámaras de fotos. Eso forma el detonador. No es pesado, pero puede hacer mucho daño. No sé qué tipo de bomba había ahí dentro. Sin embargo, en mi mente, escuché un reloj. El reloj corría, los chicos se acercaban y el tiempo se agotaba… Ahora podía elegir entre ver qué había en esa caja, o dejar que los estudiantes lo averiguaran. Durante el servicio, había procurado no volverme uno de esos héroes anónimos que nadie recuerda. Todos los cálculos que hice se apuntaron a ese único motivo. ¡Qué desperdicio…!
—Dijeron que se usó como escudo humano. Se aventó así como si nada.
—No fue como si nada. Fue un error de cálculo. Yo debía morir para salvar a otros. Pero la cuenta me falló. La bomba explotó. Mi cara absorbió gran parte del impacto. No morí. No me volví un héroe anónimo. Me volví un desfigurado. Alguien que espanta con la mirada, incluso a sus familiares. Alguien que debe ser apartado de la sociedad y alguien que debe asumir que para él la sociedad ya no existe. Eso no estaba en mis cálculos, pero sí estaba en los números. Los mismos números que me acompañan a mí y a usted. Los mismos números que aparecen de la nada y no se pueden controlar, ¿usted no ve esos números? No creo que pueda verlos a pesar de tenerlos enfrente. No creo que nadie más pueda ver esos números. ¿Quién mierda ve números en cualquier lugar? ¿A quién mierda se le ocurre que los números pueden matar?
Me recosté sobre la cama. Sentía un nudo en la garganta y ya no tenía ganas de hablar. La mujer levantó un espejo y se posó frente a mí.
—Es necesario… es necesario que usted vea su rostro.
—Ya sé que estoy desfigurado. Conocí pibes en la colimba que pasaron por lo mismo. Sus caras ahora son un remiendo de piel y hueso.
—Lo ayudará verlo.
—No ahora… le prometo que lo haré más tarde.
—Está bien —dijo dejando el espejo—… Usted es muy elocuente. ¿Se lo han dicho?... Se parece al cirujano… Él es así cuando no está tomando. Él vendrá a verlo cuando usted esté listo.
—¿Qué queda de mí para ver?
—Su inteligencia… a él le interesa su inteligencia.
La mujer abandonó la sala. Me quedé mirando el techo esperando a que hubiera más claridad. Fingí no tener miedo a lo que podía ver en el espejo y esperé a que hubiera más luz para ver mi rostro y evitar confundirlo con el de un monstruo.
El reloj volvió a sonar y dejé que la ira invadiera mi mente, hasta dormirme y volver a despertar.
Este era el inicio. El comienzo del porvenir. La primera pieza del rompecabezas presentándose frente a mí, justo antes de los Horrores de la sierra.
Los sonidos del pasillo me despertaron. Supuse que era tiempo de levantarme.
Comencé a quitar las vendas de mi cara. No era algo que requiriera presencia de un médico, supuse. No sentía ningún dolor. No había manchas de sangre en esos trapos. Puse las vendas a un lado del espejo y levanté el espejo para ver mi rostro.
Ese ya no era mi rostro. Ya no había cejas. La nariz aplastada vista de frente parecía la trompa de un elefante cosida a una cara. Había cicatrices arriba de cada pómulo, el surco sobre el labio superior había desaparecido, la boca estirada hacia abajo mostraba una eterna expresión de tristeza en un rostro hinchado, más hinchado del lado izquierdo que del derecho, las marcas de los clavos seguían en mi mentón, pero los clavos no estaban ahí.
Vi algo más en ese rostro, escondido en los ojos, ¿de quién eran esos ojos? No parecían los mismos. ¿De quién eran los ojos del hombre sin rostro con sentimientos de remordimiento e impotencia? ¿A quién pertenecían esos sentimientos? ¿Por qué debía ser yo? ¿Realmente me estaba viendo a mí o era alguna clase de truco? ¿Una mentira, o el reflejo de mis pensamientos? La deformidad comenzaba a tomar sentido. Esa cosa en el espejo no era mi rostro y sin embargo me era familiar. Siempre me había preguntado si esa obsesión por los detalles o ese terror al infinito incontrolable tenía forma. Ahora estaba viendo esa forma. La forma de mis pensamientos, de cada deseo, de cada miedo. Ese en el espejo no era un hombre que se convirtió en un desfigurado. Ese en el espejo era un desfigurado que alguna vez creyó tener forma.
Comenzaba a creer que estaba armando un rompecabezas. Pero solo había apartado algunas piezas.
—No fueron los números —dijo el cirujano al entrar—, fue su obsesión.
El cirujano me saludó dándome la mano. Pude notar dos cosas en él: la primera es que tenía las manos agrietadas y huesudas, casi temblorosas, como las manos de un anciano. La segunda es que su rostro era joven y esculpido. Como uno de esos rostros que eligen para las portadas de algunas revistas o como un actor apuesto. Dos cosas que no encajaban.
—Todos tenemos una obsesión —exclamó—, compartimos muchas de ellas… ¿Ve las fotos de las mujeres bonitas y las ancianas feas? Están por toda la clínica. Son mi obsesión. Algunos compartimos obsesiones, otros tomamos esas obsesiones y las redirigimos a lo que realmente importa. Esas fotos nos recuerdan que la vida se agota y la belleza se termina… El hombre es el animal que sabe que va a morir. Algunos tienen una obsesión irracional con la muerte. Otros han tratado de burlarla y fallaron. Mi obsesión no es hacer eterna la vida. Solo alargarla… y devolverle la belleza.
El cirujano hizo una pausa. Tomó aire y siguió:
—¿Sabe qué tienen en común todas esas mujeres? Todas ellas querían plantar un árbol antes de morir —concluyó sonriente.
—¿Quién es usted? —pregunté.
—No puedo decirle mi nombre.
—¿Por qué no?
—Requisitos del oficio… verá… Necesito de usted, tanto como usted de mí. Pero no puedo ganarme su confianza así nada más… tengo influencias… Cuando supe de su historial y de su “accidente” preparé todo para recibirlo. Su mandíbula era un rompecabezas difícil de armar. Muchos creían que ya no hablaría. Pero yo sé lo que hago.
—¿Mantenerme con vida cuando debía haberme dejado morir le hace creer que ganará mi confianza?
—Por supuesto que no… Como dije: tengo influencias.
El cirujano me trasladó a una sala escondida al final de un gran pasillo. Delante de la sala, había un martillo, un cuchillo y unas llaves. Las llaves abrían la puerta. Lo demás tenía otra razón para estar ahí.
—¿Qué hacemos acá? —le pregunté.
—Tiene dos opciones. La primera es retirarse y tratar de vivir su vida como sea. No me interesa de qué forma porque yo ya he cumplido. La segunda es abrir esa puerta y enterarse del resto después. Si abre la puerta, vuelve a tener dos opciones. Puede elegir entre el martillo y el cuchillo. Se enterará del resto después.
—¿Qué hay detrás de la puerta?
—Tendrá que averiguarlo.
—¿Y qué si no quiero elegir?
—No elegir es algo que solo lleva a la desgracia.
—… Quiero abrir la puerta.
—Muy bien. De eso me encargo yo. Ahora elija: el martillo o el cuchillo.
—Elijo el martillo.
—¿Por qué?
—Nada en particular.
—… Muy bien.
El cirujano abrió la puerta. Debo decir que no exageraba cuando dijo tener influencias.
Dentro de la sala había un hombre atado y amordazado. No era uno de esos hombres que ves todo el tiempo. No era un hombre que debería estar ahí. El hombre de la sala era el hombre de la bomba.
El cirujano cerró la puerta y me dejó a solas con él. A solas con el hombre atado y amordazado y con un martillo en la mano. ¿Qué quería el cirujano? Tal vez ganarse mi confianza. De ser así, solo había una forma de averiguarlo.
La puerta se abrió 42 minutos después. El cirujano entró y me ofreció algo de beber. Tomé la botella con ambas manos. Mis manos estaban ensangrentadas. El cirujano alejó el martillo de mí.
—Suelo beber de más —dijo el cirujano—. Creo que te mantiene joven.
Dos hombres con rostros falsos entraron a la sala.
—Limpien esta mierda —ordenó el cirujano.
Y así fue el inicio.