Huellas del pasado - Catherine George - E-Book

Huellas del pasado E-Book

CATHERINE GEORGE

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Beschreibung

Cuando Portia conoció al magnate Luc Brissac, su pulso se alteró como hacía tiempo que no le succedía. Luc, un hombre de increíble atractivo, quería comprar Turret House, la casa donde Portia había pasado su infancia y escenario de una experiencia tan traumática, que ella la había borrado de su memoria para siempre. Luc quería a Portia y Turret House, y consiguió las dos cosas usando una mezcla irresistible de encanto y pasión. Pero cuando llevó a Portia a Francia, el pasado los persiguió, amenazando la frágil felicidad que Luc había construido con tanto cuidado.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 1999 Catherine George

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Huellas del pasado, n.º 1080 - agosto 2020

Título original: Luc’s Revenge

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-685-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL TELÉFONO sonó el viernes por la noche, cuando todos los demás ya se habían ido a casa. Portia lo oyó al salir y casi dejó que el contestador grabara la llamada, pero con un suspiro de impaciencia se volvió a responderla.

–Agencia Inmobiliaria Whitefriars. Buenas noches.

–Buenas noches. Mañana vuelo desde París a ver una de sus propiedades.

–¿Su nombre, por favor?

La voz era masculina, francesa e imperiosa.

–Señorita Grant –dijo Portia eficiente–. ¿Quiere darme los detalles?

–Antes que nada, debo decirle que la cita tiene que ser mañana por la tarde. A las cinco. Ya quedé con el señor Parrish.

–Nos avisa con poca antelación, Monsieur… –dijo Portia.

–Brissac. Pero lo he avisado con tiempo. El señor Parrish me informó la semana pasada que uno de los socios de la agencia siempre estaba disponible los fines de semana para mostrar las propiedades. Dijo que sólo era cuestión de confirmarlo. ¿Es usted socio? –preguntó en tono peyorativo.

–Sí, Monsieur Brissac –Portia entrecerró los ojos con rabia. Ben Parrish, uno de los socios más antiguos, se acababa de ir a esquiar a Gstaad sin siquiera mencionar a este exigente francés–. Si es tan amable de decirme a qué propiedad se refiere, haré lo posible por organizarlo.

–Deseo inspeccionar Turret House –le informó, y Portia se quedó de piedra.

La propiedad no estaba en Londres, sino en la costa, a tres horas de camino. No sólo eso, sino que además había jurado no pisar nunca más esa casa. Hacía mucho que la tenían en venta y Ben Parrish siempre había llevado a los posibles compradores a verla. Tampoco es que hubiese habido demasiados, y ninguno recientemente. La propiedad era difícil de vender. Pero no podía permitir que sus sentimientos le hicieran perder una venta.

–¿Sigue ahí, mademoiselle?

–Sí, monsieur Brissac. Es con poca antelación, pero trataré de hacer un hueco en mi agenda para acompañarlo.

–Vendrá usted misma, supongo.

–Por supuesto. Mi ayudante me acompañará –dijo Portia, cuyos ojos brillaban peligrosamente. No vio razón para decirle que Biddy estaba en casa con gripe.

–Como a usted le parezca. No tendrá que volver a Londres el mismo día –le informó–. El Hotel Ravenswood queda cerca de allí. He hecho una reserva a nombre de la Agencia Whitefriars. Por favor, disponga de ella.

–No será necesario –respondió enseguida.

–Au contraire. Necesitaré una segunda visita a Turret House a la mañana siguiente temprano.

–Me temo que no será posible.

–Pero eso es lo que acordamos con el señor Parrish, mademoiselle. Quedó claro que alguien me acompañaría a inspeccionar la propiedad.

–Como le dije, cancelaré mis planes particulares y me encontraré con usted en Turret House, Monsieur Brissac –le aseguró Portia–, pero la habitación no es necesaria. Estoy acostumbrada a conducir –aunque Ben Parrish fuese uno de los socios fundadores, se las tendría que ver con ella cuando volviese de esquiar.

–No creo que sea sensato en este caso. Tendrá que estar disponible el domingo por la mañana temprano. Me vuelvo a París esa misma mañana.

–Como usted lo desee, Monsieur Brissac –no tuvo más remedio que acceder, aunque juró vengarse de Ben.

–Gracias, mademoiselle. ¿Me repite su nombre, por favor?

–Grant.

–A demain, señorita Grant.

Hasta mañana. Un mañana que amenazaba ser muy distinto a los planes que había hecho. Portia colgó, se aseguró que la oficina estuviese cerrada y se fue a casa.

 

 

Su casa era un piso en un edificio en Chiswick, con una fabulosa vista del Támesis y una hipoteca igual de fabulosa. El apartamento, una reciente adquisición con grandes habitaciones que todavía no había acabado de amueblar, tenía una vista panorámica. Portia lo adoraba. Toda su vida, de alguna forma u otra, había vivido con gente. Pero en cuanto se mudó al piso vacío, Portia experimentó una sensación de libertad tan fantástica, que no le molestaba ni un minuto pasado o futuro de los años de duro trabajo que hacían posible disfrutar de su caro refugio.

A pesar de sus protestas al exigente Monsieur Brissac, Portia no tenía nada que cancelar. Sus planes eran alquilarse unos vídeos, pedir su comida favorita y no hacer nada en todo el fin de semana. Sola. Algo que los hombres de la oficina consideraban extremadamente excéntrico.

–Una mujer como tú –le había informado Ben Parrish una vez–, tendría que estar alegrándole la vida a algún tipo con suerte.

Una opinión que Portia consideraba típicamente machista. Le gustaba su vida tal como era y la parte social generalmente era bastante activa. Pero, como Ben Parrish sabía perfectamente, le tocaba estar de guardia ese fin de semana por si a algún cliente rico se le ocurría ver una de las caras propiedades que Whitefriars vendía. Lo único que le molestaba era que la propiedad en cuestión fuese Turret House.

–Eres rara –se había quejado su amiga Marianne una vez. Trabajaba para una revista de modas, salía con unos y con otros y recurría a Portia para llorar en su hombro cada vez que alguno le rompía el corazón–. Lo único que te importa es tu trabajo y este piso. Sólo te falta un gato para convertirte en una solterona empedernida.

–No me gustan los gatos. Y la palabra «solterona», señorita Taylor, no se considera políticamente correcta.

–¡Tampoco es aplicable a ti, querida, pero podría serlo si no tienes cuidado!

Portia se fue a casa, tomó un baño, comió algo y luego abrió su portafolio y, a desgana se sentó a leer el folleto sobre Turret House. Los últimos dueños la habían renovado totalmente, pero le sorprendía que el francés tuviese interés en ella. Turret House estaba en perfectas condiciones, según Ben Parrish, pero era grande, cara, mal situada y tampoco era un edificio atractivo, a menos que a uno le gustase el gótico. La habían construido para la suegra del dueño de Ravenswood y su arquitectura era típicamente victoriana. Ravenswood se había convertido en un elegante hotel y Turret House en una propiedad separada, demasiado grande para una familia. Portia miró el folleto con una opresión en el pecho. El día siguiente sería una penosa prueba para ella y además una perfecta pérdida de tiempo. El hombre echaría una mirada a la casa, se encogería de hombros al estilo francés y saldría corriendo a tomar el avión a París al día siguiente. Se alegró al pensarlo, porque así ella podría despedirse de Turret House para siempre y seguir con su fin de semana tal como lo había planeado.

 

 

Era una soleada tarde de febrero cuando tomó la autopista al día siguiente para dirigirse al oeste. Hizo una buena media y llegó al cruce que llevaba a Ravenswood y Turret House con tiempo para la cita. Al tomar la curva hacia Turret House, que conocía tan bien, Portia se sintió peor aún. Pero cuando bajó la velocidad para entrar en la avenida de la casa, controló su aprensión. Su ojo profesional notó el renovado esplendor de los portones y el aspecto cuidado de los jardines mientras conducía por el empinado camino lleno de curvas. Por fin, aunque quería retrasar el encuentro, se encontró cara a cara con la casa.

Portia apagó el motor, pero se quedó en el coche un rato. Tenía tiempo hasta que llegase el cliente e intentó olvidarse de sus sentimientos y mirar con ojos de comprador a la casa, cuyas ventanas ojivales relucían con los últimos rayos del sol poniente, que también encendía en fuego el rojo ladrillo. Era un típico edificio de la época, reflejando el mal gusto del rico industrial que compró el elegante palacio de Ravenswood para su aristocrática mujer y rápidamente hizo construir Turret House a tres millas de distancia para quitarse a su suegra del medio.

Ya que no podía retrasarlo más, Portia se bajó del coche temblando más de aprehensión que de frío. Se ajustó el cinturón del largo abrigo blanco y se caló el gorro de cosaco sobre los ojos antes de agarrar el portafolio y cruzar la terraza hacia la puerta de entrada. Hizo una profunda inspiración, abrió la puerta con la llave y dio la luz, aunque la sorpresa la detuvo en el umbral. Había visto las fotos, pero le resultó extraño que faltase la vieja alfombra roja y que las baldosas blancas y negras luciesen toda su austera belleza. También la escalera había recuperado su antiguo esplendor, ya que la madera, despojada de la oscura capa de pintura, mostraba su artística talla en la cálida luz que se filtraba por la ventana del rellano. El vestíbulo resultaba mucho más pequeño de lo que ella recordaba. Pero, lo más importante era que estaba vacío. No había fantasmas.

Casi borracha de alivio, Portia recorrió el resto de las habitaciones, encendiendo luces y apreciando la calidad de las alfombras y los cortinajes. Era una pena que no estuviese amueblada, ya que así hubiese sido más fácil de vender. En la planta superior todo era tan distinto que parecía otra casa. Habían convertido las habitaciones más pequeñas en cuartos de baño conectados a las estancias más grandes y una luminosa pintura había reemplazado la lúgubre oscuridad anterior. Portia miró la hora antes de bajar. El cliente se había retrasado una hora. Y no le gustaba la idea de quedarse sola en Turret House una vez anochecido.

Tampoco podía mirar sola las habitaciones de la torre. Sólo pensarlo le dio un escalofrío. Se dirigió a la alegre cocina. Ojalá que Monsieur Brissac trajese a su mujer. La hermosa habitación completamente amueblada, que parecía sacada de una revista de decoración, sería un buen gancho para una mujer. Una moderna cocina de gas había reemplazado a la anterior. Antes había una a carbón, con el esmalte claro rayado por el uso. Portia se quedó mirándola muy quieta. Había sido un trabajo ímprobo cargarla y limpiarla.

Una voz la sacó de su ensoñación. Salió de la cocina para encontrarse a un hombre en el vestíbulo mirando hacia arriba, irradiando impaciencia.

–¿Monsieur Brissac?

Se giró de golpe, y la impaciencia desapareció al verla. Se inclinó levemente.

–Pardon. La puerta estaba abierta, así es que entré. Se retrasó mi avión. Lamento haberla hecho esperar.

–Mucho gusto –dijo Portia con corrección.

Él no habló durante unos momentos mientras la miraba de arriba abajo.

–¿Es usted la señorita Grant, de la agencia Whitefriars?

–Sí. Mi ayudante está con catarro y no ha podido venir –dijo y le devolvió la mirada con interés. Vestía traje y un elegante abrigo oscuro por encima, y era más joven de lo que ella esperaba, con pelo negro, piel cetrina y nariz recta. Pero su boca tenía una sensual curva que contrastaba con la firme mandíbula.

Y había algo en él que le hizo sentir la misma incomodidad que su voz le causó al hablar con él por teléfono.

–Esperaba alguien mayor, mademoiselle –dijo finalmente.

Portia también. «Pero esto es lo que hay», pensó. Su cuerpo se envaró al darse cuenta de que le había adivinado el pensamiento. Pero como su misión era vender la casa, hizo todo lo posible por resultar amable, mostrándole la planta baja y alabando las cualidades de espacio y magníficas vistas al mar durante el día.

–Es una pena que haya venido tan tarde –dijo amablemente–, la vista es uno de los mayores atractivos de Turret House.

–Es lo que me han dicho –arqueó una ceja–. ¿Es tan buena que compensa la arquitectura? Debe usted admitir que el exterior es poco atractivo.

–Es verdad. Pero es una casa construida para durar –respondió, llevándolo arriba y mostrándole las bondades de la exquisita decoración, la calefacción, las alfombras y las cortinas incluidas en el precio. Bajaron a la cocina, donde señaló las virtudes prácticas y estéticas, y finalmente sólo quedó la torre por ver. Portia precedió a su cliente hacia el vestíbulo con el corazón latiéndole y las manos húmedas al tocar un botón en la pared bajo el hueco de la escalera. Una puerta corrediza se abrió, mostrando un ascensor–. Está en la misma torre. Lleva al dormitorio y luego sigue hasta la última habitación de la torre.

–¡Ah! –sonrió–. Se guardó el plato fuerte para el final, señorita Grant. ¿Está en buenas condiciones?

–Sí –dijo, rogando porque así lo fuera–. Para mostrársela, podemos inspeccionar los tres pisos de la torre a pie y luego llamar al ascensor para bajar.

Deseando haberse forzado a inspeccionar la torre antes de que él llegase, Portia precedió a su cliente a la habitación de abajo, una estancia llena de luz, con ventanas en las tres paredes exteriores. Y vacía, como el vestíbulo. Se tranquilizó un poco.

–Creo que la dueña de la casa usaba esta habitación durante la mañana cuando se construyó la casa. Esta puerta abre al ascensor y la de al lado esconde una escalera caracol al piso siguiente– con la espalda rígida, Portia lo guió hasta la segunda planta, similar a la anterior, y luego, con el pulso alterado, subió corriendo el último tramo hasta el último piso de la torre. Dio la luz y se quedó junto a la puerta apoyándose contra la pared, porque se sentía mareada del alivio.

–La vista desde aquí es maravillosa durante el día –dijo, casi sin aliento.

–Está usted muy pálida. ¿Se siente mal, mademoiselle?

–No, estoy bien –logró sonreír–. Estoy un poco fuera de forma, tengo que hacer más ejercicio.

No pareció convencerlo.

–Pero ahora no. ¿Es éste el botón del ascensor? Probemos si funciona.

En el claustrofóbico espacio reducido del ascensor, Portia se sintió mareada por la proximidad de su cliente, consciente de que la observaba mientas se deslizaban silenciosamente hacia abajo.

–Muy impresionante –comentó, cuando salieron al vestíbulo.

–Lo instalaron a principio de siglo, cuando pusieron la electricidad –dijo Portia escuetamente, sintiendo que la sangre le comenzaba a circular normalmente por las venas una vez que salieron de la torre–. ¿Ha visto todo lo que deseaba, Monsieur Brissat?

–Por el momento, sí. Mañana, con luz natural, haré una inspección más detallada. ¿Creo que hay un sendero que lleva a la cala privada?

–Pero no está en muy buenas condiciones –asintió Portia–. No sé si es seguro.

–Si el tiempo lo permite, lo averiguaremos mañana –frunció el ceño levemente–. ¿No le ha mostrado Turret House a nadie más?

–Oh, sí. Bastantes –lo contradijo de inmediato–. La propiedad atrae mucho interés.

–Quiero decir usted personalmente, señorita Grant.

–Yo misma, no. Mi colega el señor Parrish tiene una casa de fin de semana en la proximidades y se ocupa él –sonrió amablemente–. ¿Alguna otra pregunta?

–Muchas más, por supuesto. Pero se las haré mañana –miró el reloj–. Pronto será hora de que cenemos. Vayamos al hotel.

–¿Cenemos?

–He invitado a unos clientes a cenar a Ravenswood –le leyó el pensamiento otra vez–. ¿Le gustaría comer con nosotros?

–Muy amable, pero no, gracias. Mañana hay que madrugar, así que prefiero comer algo en mi habitación e irme a la cama pronto.

–Un plan aburrido –comentó él, mientras Portia apagaba las luces.

–Pero muy interesante para mí, después de una semana muy ocupada –le aseguró con una sonrisa amable.

–Entonces, espero que lo disfrute. Alors, vaya usted adelante, así me aseguro que llega a Ravenswood a salvo.

Sin ninguna intención de decirle que conocía la zona como la palma de su mano, Portia lo saludó, se metió en el coche y condujo velozmente por la tortuosa avenida, luego aceleró al llegar al camino, decidida a llegar a Ravenswood antes que él. Una vez que aparcó el coche y sacó el bolso del maletero, su cliente estaba a su lado, dispuesto a llevarle el equipaje y acompañarla al hotel.

–Ésta es la señorita Grant de la Agencia Inmobiliaria Whitefriars –le dijo a la bonita recepcionista. La joven lo saludó calurosamente, consultó el ordenador y le dio a Portia una llave.

–¿Veintidós? –preguntó extrañado–. ¿Es lo mejor que hay? ¿Qué otras habitaciones libres hay hoy?

–Me temo que ninguna, Monsieur Brissac –lo miró indecisa–. Algunos de los huéspedes no han llegado todavía. ¿Hago algún cambio?

–No, deme a mí la veintidós y a la señorita Grant mi habitación. Le gustan las vistas.

–Todas las habitaciones tienen vistas –sonrió la amable Frances.

–Pero algunas son más hermosas que otras –la contradijo devolviéndole la sonrisa. Frances se ruborizó y le dio otra llave a Portia, que se quedó intrigada por la expresión en sus ojos.

Más tarde, al ver la hermosa habitación con su vista al parque iluminado, se dio cuenta de que la mirada de la recepcionista había sido de envidia. Y con razón. Monsieur Brissac era un hombre increíblemente atractivo, con un encanto al que ella no se consideraba inmune tampoco, aunque le resultaba extrañamente familiar. Sin embargo, estaba segura de que no lo conocía de antes. Su cliente era el tipo de hombre que no se olvida fácilmente.

Portia desempacó su bolso pensativa. Era evidente que la sonriente Frances conocía al señor Brissac muy bien. ¿Sería el gerente del hotel? Quizás era un cliente habitual y suficientemente respetado como para pedir un favor. En tal caso, ¿cuál era el favor exactamente? Quizás su habitación era la contigua y ése era el motivo de la envidia. Portia inspeccionó el cuarto rápidamente, pero no había puerta de comunicación, lo cual la hizo enfadarse consigo misma por sus sospechas. El comportamiento de Monsieur Brissac había sido impecable todo el tiempo. Enseguida se había dado cuenta de su incomodidad en Turret House, lo cual no era sorprendente, ya que su reticencia había sido difícil de disimular cuando entraron en la torre y su alivio al abandonarla demasiado evidente. Una vez superado el mal trago inicial, le resultaría más fácil al día siguiente.

Portia había traído poca ropa. Como no tenía intención de bajar al comedor, no había sido necesario un vestido adecuado. Un par de novelas y el servicio de habitaciones completaban su plan para una agradable velada. La habitación era maravillosa, con lujosos sofás y doradas lámparas de bronce. En una mesita baja había revistas, una bandeja de plata con un botellón de cristal con jerez, copas, frutos secos y diminutos bizcochos. Y una cómoda antigua escondía un refrigerador con gaseosas y varios licores y vinos, incluido champán.

Portia miró el menú y luego pidió por teléfono un té hasta que le trajeran la ensalada de langosta que había pedido para más tarde. Cuando la bandeja con el té llegó, le dio una propina al agradable camarero y echó el cerrojo cuando éste se fue.

Se quitó el sombrero y se soltó el cabello, dejando que sus rizos de bronce se le desparramaran sobre los hombros, como si estuvieran deseando escaparse. Luego se quitó el traje de chaqueta y la camisa de seda y los colgó, se quitó las largas botas de ante y las medias y se puso el albornoz blanco del hotel. Con un suspiro de placer se hundió en el sofá con una taza de té y mordisqueó uno de los bocaditos que venían en la bandeja y miró por la ventana al parque, cuya iluminación estaba tan bien lograda que parecía bañado por la luna. Cuando era joven su sueño dorado era parar en el Ravenswood. Bastante distinto a los hoteles que frecuentaba cuando viajaba por trabajo. Así es que ahora podía retomar sus planes de fin de semana. Podía leer, ver la tele o pedir uno de los vídeos de la lista. La única diferencia era que después de un tranquilo baño se acostaría en una cama de lujo, leería hasta dormirse y por la mañana alguien le traería el desayuno. Maravilloso. Cuando los golpes en la puerta anunciaron la llegada de su cena, puntual al segundo, Portia se ajustó el cinturón d la bata y fue descalza a abrirle la puerta al camarero. Abrió y se encontró cara a cara con Monsieur Bissac.

Se quedaron mirándose sorprendidos por un instante, luego él la miró desde los pies desnudos hasta la revuelta cabellera, que Portia se echó hacia atrás, ruborizándose. Era evidente que el francés se acababa de duchar y afeitar. Vestía un traje distinto, aunque igual de elegante.

–¿Le gusta la habitación, señorita Grant? –preguntó, acercándose.

–Sí, gracias –retrocedió Portia instintivamente–. Muy cómoda. Pero estoy esperando la cena, así que, si me disculpa…

–Mis invitados me han dicho que están cansados del viaje y quieren retirarse temprano –la interrumpió suavemente–. Ya que usted no quiere comer con nosotros, quizás quiera reunirse conmigo en el bar después, señorita Grant. Deseo discutir ciertos aspectos de la venta de Turret House antes de que volvamos a verla por la mañana.

Portia pensó rápidamente. Sus socios estaban a punto de sugerirles a los dueños que rebajasen el precio. Si lograba hacer la venta al precio actual, se anotaría un tanto. Al ser una de los socios más jóvenes, y además mujer, sentía que tenía que competir con los hombres en Whitefriars.

–¿Después de cenar en el bar? –propuso, divertido por sus dudas.

–Por supuesto –asintió Portia–. Si cree que será útil hablar antes de ver la casa otra vez. ¿Puede usted llamarme cuando termine? –ni pensaba esperarlo en el bar hasta que terminase de comer.

–Desde luego, señorita Grant. Que disfrute de su cena.

Portia sonrió y cerró la puerta, quedándose un momento de pie hasta que se le calmó un poco el corazón. Aunque fuese el encanto personificado, Monsieur Brissac era sólo un cliente, se dijo con seriedad. Y ella estaba allí únicamente para venderle la casa.

La llegada de la ensalada de langosta la dejó de una pieza. No sólo era una perfecta obra de arte, sino que venía acompañada de media botella de vino borgoña, una cucharada de caviar y un helado para acabar el festín.

–No ha habido ningún error, señorita Grant –dijo la recepcionista cuando llamó para preguntar–, es una atención de Monsieur Brissac.

Portia agradeció a la chica, se encogió de hombros y luego comenzó a servirse el caviar en las delicadas tostadas. Se preguntaba por qué tendría tantos detalles con ella. Al fin y al cabo, era ella la que estaba interesada en el negocio. Había algo en él que la inquietaba, pero como no podía identificar qué era, se terminó el caviar y comenzó a comer la ensalada de langosta, un plato que pocas veces se podía permitir. Era la recompensa por un día que la había turbado mucho. Pero el señor Brissac había mostrado especial interés en invitarla a la comida. Sin embargo, si Ben Parrish hubiese sido quien le mostrara la casa, habría pagado la cuenta del cliente también.

Pero ella era una mujer atractiva, lo sabía. Sus amigas envidiaban el perfecto óvalo de su rostro, su hermosa cabellera y su bonita figura. Hacía un momento, había en los ojos de Monsieur Brissac un brillo inconfundible.

Estaba segura de que era un hombre demasiado mundano y sofisticado como para mezclar los negocios con el placer. Esa noche la había tomado por sorpresa, pero de ahora en adelante, estaría en guardia. Y mientras tanto, no permitiría que nada le arruinase la cena.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CUANDO el teléfono sonó poco después de las diez, Portia decidió que por más que Monsieur Brissac llamase, no acudiría como un perrillo.

–¿Podría esperar unos quince minutos? –preguntó amablemente.

–Por supuesto. Todo el tiempo que desee –le aseguró él.

Portia se había tomado su tiempo en bañarse y arreglarse el pelo. Lamentó haber traído tan poca ropa. Solo contaba con una camiseta de seda limpia para usar con el traje que llevaba más temprano. Se hizo un apretado moño con el pelo recién lavado y lo sujetó en su sitio con horquillas. Se volvió a poner los pendientes de ámbar y tomando la llave y el bolso, bajó a venderle Turret House a Monsieur Brissac.

Cuando llegó al concurrido bar, su cliente se levantó de una pequeña mesa en un rincón.

–Lamento haberlo hecho esperar –dijo, mientras él le sujetaba la silla para que se sentase.

–No es nada. Ha sido puntual –le aseguró su cliente sonriendo–. ¿Le puedo ofrecer un brandy con el café?

De ninguna manera, pensó Portia. Necesitaba estar totalmente alerta ya que a pesar de haberse conocido por negocios, Monsieur Brissac daba claras señas de disfrutar de su compañía femenina.

–No, gracias –le sonrió–. Sólo café.