Huellas en el manantial - Jose Heriberto Varela - E-Book

Huellas en el manantial E-Book

Jose Heriberto Varela

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Beschreibung

Un libro diferente, que lleva directo al fondo del corazón, donde reside la niñez. Desde la mirada de un niño del interior catamarqueño, las historias, las personas, los juegos y las simples actividades cotidianas adquieren una dimensión especial. Es una narración de hechos volcados en versos con rimas, con humor en parte, con dolor en otras, como en la vida misma. Son acontecimientos reales, contados de forma simple y con sentimientos. Con un estilo muy particular de un hombre que bebió la poesía de la naturaleza misma y de la vida cotidiana.

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Seitenzahl: 142

Veröffentlichungsjahr: 2022

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JOSE HERIBERTO VARELA

Huellas en el manantial

Varela, José Heriberto Huellas en el manantial : memorias de un colpeño / José Heriberto Varela. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3252-7

1. Autobiografías. I. Título. CDD 808.8035

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice de contenidos

Prólogo

Dedicatoria

I- Huellas: COLPES

Caminante de mi pueblo

Mi pueblo en la montaña

El estanque

El canal

Al almacén

El Marín

El club General Lavalle

Cuadreras en Colpes

De película

Yendo a la escuela

La estación

Mi tristeza en bicicleta

Mis primos

Mi caballito

Día de fiebre

La salvaje

La bodega

Fuga al arroyo

El corral de los Antonio

Día de lluvia en Colpes

Cementerio de Colpes

II- Huellas: PERSONAJES DE COLPES

El Trueno de don Bambicha

El viejo Bambicha y los caramelos

Don Primitivo Pihuala

Don Rufino

Doña Audelina

Dónde andarán

El amigo Alfredo

Portero y revistero

Nuestras mascotas

Mi querido Guacho

Los chagueros*

III- Huellas: MI CASA, MI INFANCIA

Limpiando el aljibe

Gozo y tortura

Al fin volando

A ver quién viene

Buscando huellas

Volver a ser niño

La viña de arriba

Sabor a miel

Arroz con leche

Pasaba el colectivo

Mis refugios

La piletita

Fiesta en la escuela

Fiestas patrias

IV- Huellas: DESDE LA NOSTALGIA

Nocha, mi vieja

Hace tiempo, Colpes

Siesta, soledad y atardecer

Mi balance

Mi tío Rino

El gesto de mi abuela

La foto de Colpes

Qué pasa, tío Augusto

Telaritos

Extrañándote, Colpes

Si vieras en Colpes

Gracias, memoria

Glosario

Prólogo

Miramoselmundounasolavez,enlainfancia, el resto es memoria.

Louise Elisabeth Gluck

Te propongo despertar al niño que llevas dentro y re- cordar tus vivencias, en especial si tu niñez transcurrió en un pequeño pueblo como el nuestro. Quizá tus experiencias se asemejen a éstas.

Mis hermanas y yo tuvimos la bendición de nacer y criarnos en el pequeño y amado pueblo de Colpes, departamento Pomán, en mi bella provincia de Catamarca, donde mi vieja ejerciera como maestra por más de cua- renta años. Los hechos son reales, aunque con la fantasía de un niño; transcurrieron desde que nací, en 1960, hasta aproximadamente 1979, que nos mudamos a la ciudad de Catamarca debido a que necesitábamos cursar estudios terciarios, lo cual no se podía en mi pueblo. Mi madre siguió allí hasta jubilarse y luego se mudó con nosotros definitivamente. Continuamos regresando intermitentemente, porque allí quedó parte de la familia, nuestras raíces, nuestro acervo.

Colpes, un pueblo como miles en el mundo, para nosotros el mejor de todos, enmarcado entre el imponente cordón montañoso del Ambato y el majestuoso salar de Pipanaco, en el oeste catamarqueño, junto a un puñado de pueblos dispersos a lo largo de la ruta N° 46, que trepan la montaña o descansan al pie, entre ellos Colpes, y su hermosa gente.

Según el arqueólogo e historiador Samuel Lafone Quevedo, el nombre proviene de la lengua cacán o cacana, y significa “manantial de aguas claras”. En ese manantial dejamos nuestras huellas, y éste, a su vez, dejó las suyas aún más profundas en nosotros, que jamás se borrarán.

De allí el título de este libro sobre nuestra niñez, que quiero compartir con ustedes. Para que transiten conmigo en esas Huellas...

Dedicatoria

Dedicado a la gente de mi pueblo, a Catamarca, principalmente a mis contemporáneos, a toda mi familia, en especial a mi madre y hermanas, y muy particularmente a esa bellísima tucumana, de Pampa Mayo, Simoca, con quien compartí 34 años de mi vida, quien partió recientemente para esperarme en algún lugar, Yolanda Alicia Salas, “La Gringa”, o Yoli.

Sin ellos, este libro no existiría.

Un agradecimiento a Toto Nieva, de Saujil, por las fotografías para esta edición.

I- Huellas

COLPES

Caminante de mi pueblo

Caminante, si pasas algún día por mí pueblo,

observa bien esa casa, allí vivían mis abuelos.

Queda en Colpes de Pomán, camino al cementerio,

provincia de Catamarca, donde viví de pequeño.

Te cuento que ahora son sólo un montón de recuerdos

y de experiencias hermosas, vividas como en un cuento.

Aunque sólo veas paredes que de a poco van cayendo,

en un tiempo atrás la vida bailaba su danza a pleno.

Caminante, no era así todo eso que estás viendo,

las paredes derrumbadas, el parrón casi en el suelo.

Ese patio era feliz con cuatro niños corriendo,

con mi madre, con mi abuela, con mis tíos y mi perro.

Sobre los fuertes horcones, viñas que vino prometen

formaban tupido techo, en ese espacio donde crecen

y ese filtro de las hojas lo volvían un lugar fresco

donde se tomaba mate y se servían los almuerzos.

Esos audaces jazmines, que querían llegar al cielo,

se mezclaban con las viñas, hasta cubrir todo el techo.

A ciertas horas del día, caricias del aire fresco

arrastraban el perfume, que se percibía de lejos.

Y por no quedarse atrás, la muy federal estrella

tomó la forma de un árbol, y pasaba sobre de éstas

con sus flores coloradas, como coloradas huellas,

resaltaba sobre el blanco, expresando su presencia.

Caminante, junto al patio, corría la acequia de riego,

humedecía los geranios y otras plantas que crecieron

y gran cantidad de menta, su perfume despidiendo

movidas por la corriente, o en el mate, en agua hirviendo.

Al costado, en una horqueta, su majestad la tinaja,

cubierta de musgo verde, por la humedad que largaba,

en ese tiempo heladeras ni siquiera se nombraban

pero el agua estaba fresca, que daba gusto tomarla.

Caminante, si tú observas, aunque sea por un momento,

donde ves viejas higueras, había un horno junto al cerco.

Era el espacio obligado, cuando se hacía pan casero,

y en un lugar en el suelo, en paila, dulces hirviendo.

Si ves la planta de palta, que creció fuerte y esbelta,

ahí descansa nuestro perro, “El Guacho” de los Varela.

Esa planta está tan linda, nuestro perro le da fuerzas;

en ese mismo lugar, él descansaba en las siestas.

Como fieles vigilantes, dos jacarandás añejos

nos regalaban, entonces, copitos color de cielo

y cuando se desprendían, sacudidos por el viento,

formaban alfombra celeste, nuestra vereda cubriendo.

Observa allí, caminante, justo frente de la casa

con sólo cruzar la calle, estaba el jardín con magia.

La finca de los naranjos cedía sus primeros metros

al gran jardín que mi abuela cuidaba con tanto esmero.

La enredadera, en el frente, formaba un paredón verde,

ahí colgaban embuditos de colores diferentes;

detrás, estaban rosales, conejillos, y claveles

y un montón de flores más, azules, rojas, celestes.

En el patio del parrón, se apreciaban los colores

de las macetas colgadas, o prendida a los horcones,

en ollitas de tres patas o en esas planchas de hierro,

(cuando estaban en desuso eran parte de mis juegos).

En los tiempos de visitas, amigos o tíos que vuelven,

servían en los mesones y en nuestra mesita verde,

se lucían cubiertos nuevos y también nuevos manteles,

indicando la alegría, chicos y grandes se divierten.

Caminante, escucha un poco eso que murmulla el viento,

las voces de mis hermanas y el ladrido de mi perro;

también la voz de mi vieja, cuando ya estaba el almuerzo,

y el olor de esas comidas con las verduras del huerto.

La vida me debe cosas, y espero que me dé tiempo

de encontrarme con mi gente, que reside en ese suelo.

Poder visitar tranquilo el lugar de tíos y abuelos

y sentir mil emociones que recorren por mi cuerpo.

Dialogar con los colpeños y recordar a los viejos,

todos aquellos amigos que conocí de pequeño.

¡Qué cosa con la nostalgia! Se me aúnan sentimientos,

me dan ganas de llorar y reír al mismo tiempo.

Caminante, no estés triste con la imagen que estás vien- do

y presta mucha atención a todo esto que te cuento:

aquí fuimos muy felices y, aunque ya pasó algún tiempo,

siempre estará la energía de aquellos que lo vivieron.

Caminante, ahora te invito a compartir mis recuerdos.

Si querés conocer más, hoy podés ser parte de esto,

sólo lee con atención lo que en este libro cuento.

Prometo hacerte sentir lo que viví de pequeño.

Mi pueblo en la montaña

Pueblo de pie de montañas, donde el sol en las mañanas

trepa asomando a la cima y, cuesta abajo, se derrama.

Le da brillo a las salinas, mientras por campos avanza

y cerca de media mañana, va llegando a nuestras casas.

Él nace del otro lado, tarda en subir cuando avanza.

No vemos amanecer, pero una vez que el día pasa

dejará esa gran imagen, en momentos que se marcha:

rojo y gigante se esconde, despidiéndose a sus anchas.

Mi pueblo tiene sus años. La gente que lo poblaba

eran indios de esa zona, del oeste de Catamarca.

Creo que allí se instalaron para aprovechar el agua

que emana de las vertientes y baja de la montaña.

Todavía puede encontrarse, escarbando bien la tierra,

parte de los utensilios que en esos tiempos usaban,

cosas de barro pintadas, con dibujos adornadas,

imágenes donde cuentan lo que entonces les pasaba.

Mi pueblo aún tiene cosas, tradiciones conservadas,

comidas y hasta festejos de esas épocas pasadas.

Muchos de los pobladores que en mi niñez lo habitaban

conservaban en sus rostros la imagen de nuestra raza.

En tiempos de carnavales, se realizan topamientos.

Se dividen en dos bandos los habitantes del pueblo,

para después enfrentarse, simulando un cruel encuentro

-la lucha entre el bien y el mal se debate de hace tiempo-.

Después celebran con bailes, y acude el departamento.

La cuestión es divertirse -son tres días de festejos-

hasta el día en que termina, último baile en mi pueblo

y allí se quema el Pujllay*, y al carnaval se da entierro.

Aún se come mazamorra, humitas, tamales caseros,

y de campo adentro traen, patay y mashacos* muy bue- nos.

Aunque sé que algunas cosas de a poco se van perdiendo

(ya no cocinan chanfaina*, que yo comía de pequeño).

Mi pueblo se llama Colpes, Pomán el departamento.

Son nombres de los caciques que habitaron hace tiempo.

Pueblo de pie de montaña, de ese lugar yo provengo.

Me siento muy orgulloso de evocar a mis ancestros.

El estanque

Es ese espejo de agua el lugar más deseado.

El estanque de Colpes se adueña del verano,

concebido y creado para acopiar el agua

que bajaba con fuerza del pie de la montaña.

Prolija construcción de piedras con cemento,

esto evita que el agua se insuma en el suelo.

De grandes dimensiones y con sus trazos rectos,

da un hermoso paisaje cuando está todo lleno.

Sale de las vertientes que se ubican arriba,

el agua cristalina que a nuestro pueblo llega

por canales de piedra mejor aprovechada

para que no se pierda en la tierra tan árida.

El agua transparente que veloz se desliza,

bajando la pendiente por donde ésta circula,

llega hasta ese descanso a donde se depura,

ahí deja la arena y otras cosas que empuja.

De allí cae al estanque adonde se acumula

para ser repartida en forma equilibrada,

para nutrir las plantas, en la tierra sembrada,

para llenar aljibes y luego ser tomada.

Pero en Colpes faltaba lugar de esparcimiento.

Si bien había canchas en el club de mi pueblo,

pero el sol impiadoso de veranos intensos

demandaban a gritos un lugar de refresco.

Al llegar el silencio, solo duendes despiertos,

el instinto que llama a refrescarse a pleno.

Allí se volvía un rey el estanque del pueblo,

cuando juntaba el agua y mejor aún repleto.

Me escabullo a la siesta, y cruzo como un chelco*

(justo ese sobrenombre el que tenía mi viejo),

caminando los senderos, finca de mis abuelos,

saboreando una pera, duraznos o ciruelos.

Cruzar por El Marín que es el lugar más fresco,

siempre junto al canal en las siestas de fuego,

recogiendo mistoles que cubren todo el suelo,

mojándolos un poco, y saborearlos luego.

Nuestro barrio se halla cerca del cementerio.

Existe una buena distancia para llegar al predio.

A los gritos y risas los escucho de lejos,

apuro un poco el paso, casi me desespero.

Cruzo frente a la casa de amigos del colegio,

voy llegando al lugar de tártagos cubiertos.

Subo por un costado, por donde va el sendero,

y me encuentro de frente con el hermoso espejo.

Parecen renacuajos algunos de pequeños,

se trepan en un árbol, y de ahí saltan, riendo.

Se zambullen profundos y aparecen más lejos,

con sus lomos curtidos por los rayos de febo.

Desde el agua, un amigo que ha llegado primero

con la mano hace señas. Me sumerjo corriendo.

Aquí empieza lo lindo, las carreras, los juegos.

La magia del estanque ya me atrapó de nuevo.

Algunas otras veces con mis hermanas vengo.

Como dos son más chicas, debo estar más atento.

La pasamos muy lindo, aunque somos pequeños,

siempre un vecino mayor lo que sucede está viendo.

Aunque todos lo saben en mi pequeño pueblo,

bañarse está prohibido, el estanque es de riego.

Nadie puede quitarnos tan hermosos momentos,

aquellos que vivimos en ese espacio tan bello.

El canal

Los grandes, para descansar, dormían un rato la siesta

Nosotros, cuatros salvajes, al canal que nos espera.

Vamos por el callejón, hasta el corral de doña Sera,

luego, a la par del canal, los cuatro por una huella.

De pasada pellizcamos toda fruta que está cerca,

pueden ser racimos de uvas, duraznos o algunas peras,

éstas tomamos del suelo, la planta está que se arquea,

la lavamos en el canal, donde el agua viene fresca.

Comemos y conversamos, el Guacho nos sigue cerca,

está siempre con nosotros, mientras ladra y juguetea,

por ratos desaparece, se pierde entre la maleza,

y regresa siempre jadeando y le transpira la lengua.

Algunos yuyos se acercan al canal que los refresca,

se mecen de un lado al otro, cuando el agua los golpea.

Las gotitas que salpican parecen pequeñas estrellas,

tienen miles de colores, la luz del sol los refleja.

Por ratos, nos detenemos a esperar a quien se queda,

alguna de mis hermanas, perdida entre la maleza,

todavía somos pequeños, la mayor a diez no llega,

mientras la más chiquitita, los seis apenas supera.

Llegamos hasta el lugar, ahí cerca de aquella higuera,

estamos muy exaltados, la aventura aquí comienza,

elegimos ese sitio donde el agua un poco se frena,

después viene cuesta abajo y tiene mucha más fuerza.

Y todos nos preparamos, la acción y el peligro acechan,

primero me meto yo, los codos trabo en las piedras,

si puedo frenar el agua, entonces entrarán ellas,

adelante mis hermanas, de grande a la más pequeña.

Cuando todas se acomodan, entonces hacen la seña

y como puedo destrabo los codos de entre las piedras.

El agua que se acumula ahí nos provoca con fuerza,

con los pies nos empujamos, uno a uno y en cadena.

Así comienza el descenso, a los gritos entre las piedras,

el cuerpo bien estirado, que no rocen las cabezas,

sino quedamos sin pelos, y si se parte, no habrá quejas,

el cuerpo lo más finito, o los codos se nos pelan.

El juego es tan vertiginoso y dura minutos apenas,

o no estaríamos aquí, donde el agua a mil nos lleva,

tan potente es el caudal, nadie entraría si lo piensa,

se agita aquí el corazón, quiere saltar para fuera.

A medida que avanzamos, es más veloz la carrera.

Más fuertes serán los gritos y también mayor la histeria.

El Guacho, que ladra fuerte mientras viene a la carrera,

presiente, aunque es divertido, que el peligro nos rodea.

Acá llega la gran curva, por suerte un poco se frena,

el agua que nos empuja salpica afuera, con fuerza.

Un caballo intenta tomar un poco del agua fresca,

nos ve y escucha los gritos, sale huyendo a la carrera.

El Guacho sigue su instinto, lo persigue hasta que se aleja,

después regresa corriendo, no quiere perderse la fiesta.

Solo se ve para arriba, encajonado en las piedras,

el cielo, plantas y yuyos, pasan veloz en la escena.

Dura muy poco la tregua, viene bajada y en recta.

Esta es la parte más brava, abandonar uno quisiera,

no se puede ni intentarlo, si lo hace, huesos se quiebran.

Ya nadie abandona el barco, llantos, risas, lo que venga.

Las grandes hojas de tártagos en la cara se nos pegan,

las pusimos como asiento, ahora andan por donde sea.

El traste siente el impacto, cuando roza alguna piedra.

Para colmo, cruzan frutas que llevan alguna abeja.

Esto se pone picante, a estirarnos lo que se pueda.

Viene el tronco atravesado donde cruza doña Sera,

si nos toca un poco apenas, nos partirá la cabeza,

si da la nuca en la piedra, San Pedro que nos espera.