I'll be there for you - Kelsey Miller - E-Book

I'll be there for you E-Book

Kelsey Miller

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Beschreibung

Actualmente se recuerda a Friends como un icono de la comedia de los años noventa, cuando empezaba a despuntar la nueva pasión por la ficción televisiva. Pero en 1994, cuando se estrenó la serie, nadie esperaba que tuviera un éxito tan arrollador. Desde sus fulgurantes inicios, pasando por sus altibajos y por el resurgimiento posterior que ha experimentado, Friends ha mantenido un vínculo insólito con su público, que la ve al mismo tiempo como un reflejo de su propia vida y como una ilusionante vía de escape de la realidad cotidiana. En los años transcurridos desde entonces, la serie ha evolucionado de superéxito televisivo a revival nostálgico y, por último, a clásico indiscutible. Ross, Rachel, Monica, Chandler, Joey y Phoebe forman ya parte del panteón de los grandes personajes de la televisión, y sin embargo sus historias siguen teniendo vigencia hoy en día. La periodista Kelsey Miller, especializada en cultura pop, revive los momentos más relevantes de la serie arrojando luz sobre sus elementos más polémicos y examinando las tendencias mundiales a las que dio lugar, como la cultura contemporánea del café o el corte de pelo a lo Rachel que hizo furor en los años noventa. El relato de Miller no solo nos permite entrever cómo se forjaba Friends, sino que sigue el ascenso de sus actores al estrellato y desvela la compleja relación que establecieron con sus personajes. I'll be there for you es la retrospectiva definitiva sobre Friends, no solo para los fans de la serie, sino para cualquiera que se haya preguntado alguna vez por qué esta comedia televisiva tuvo un impacto tan duradero. "¿Se puede escribir con el cariño de un fan acerca de por qué una serie es al mismo tiempo intemporal y obsoleta? ¿Acerca de por qué merece la pena volver a verla y por qué a veces lo lamentas? El libro de Kelsey Miller sugiere que sí". Linda Holmes, presentadora del programa radiofónico Pop culture happy hour "Muy bien documentado y rebosante de anécdotas jugosas, el relato de Kelsey Miller sobre el fenómeno Friends es un viaje nostálgico, emocionante y un tanto agridulce que permite vislumbrar al lector los entresijos de una serie de ficción que plasmaba esa fase de nuestras vidas en que los amigos ocupan el lugar de la familia". Erin Carlson, autora de I'll have what she's having: how Nora Ephron's three iconic films saved the romantic comedy "Miller no se limita a analizar las inusuales circunstancias que dieron origen a una serie de televisión tan influyente, sino que responde a una pregunta que me ha intrigado durante años: ¿por qué Friends tiene aún tantos seguidores?". Anne Helen Petersen, periodista cultural en BuzzFeed

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Seitenzahl: 494

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

I’ll Be There for You

Título original: I’ll Be There for You

© 2018, Kelsey Miller

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© Traductora del inglés, Victoria Horrillo Ledesma

Publicada originalmente por Hanover Square Press, Ontario, Canadá.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-342-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Introducción

Primera parte

1. El que casi no fue

2. El de los seis amigos y la fuente

Segunda parte

3. El de Marcel y George Clooney

4. El de las dos mujeres que se casan

5. En el que todas nos cortamos el pelo

6. El de después de El de después de la Superbowl

7. En el que llegan a Londres (y al resto del mundo)

Tercera parte

8. En el que todo cambió

9. En el que no moría nadie

10. En el que acabó dos veces

11. El regreso

Agradecimientos

Entrevistas

Fuentes

 

 

 

 

 

 

Para mis amigos

Introducción

 

El momento dulce

 

 

 

 

 

Hace unos meses entré en el gimnasio, me subí a mi máquina de costumbre y pulsé el desgastado botoncito del monitor para sintonizar el canal 46. Era media tarde: una hora mágica en el gimnasio. Aunque la sala estaba abarrotada, reinaba un extraño silencio, roto únicamente por el chirrido de las ruedas de las bicis estáticas y el golpeteo rítmico de las deportivas en la cinta de correr. En Nueva York los gimnasios tienen fama de ser un pelín imponentes: sitios donde la gente va a exhibirse y donde abundan los prodigios atléticos y los portentos de la naturaleza que, sin sudar una sola gota, se miran de reojo mientras levantan quinientos kilos o hacen piruetas delante del espejo. En conjunto, esta imagen se ajusta bastante a la realidad. Pero no a las cinco y media de la tarde. A esa hora impera la calma, nadie te juzga con la mirada y los neoyorquinos se relajan haciendo cardio mientras ven reposiciones de series en algún canal por cable. Ese día, al entrar, vi las caras de siempre alineadas sobre los sofisticados aparatos del gimnasio: algunos veían Anatomía de Grey, otros preferían Ley y orden, y alguno que otro hasta se atrevía con Padre de familia, así, sin ningún sonrojo. Porque a las cinco y media de la tarde nadie te mira mal. Yo, por mi parte, sintonizaba siempre el canal 46, donde todas las tardes la TBS emitía Friends.

Había adoptado esa costumbre un par de años antes, más o menos en la misma época en que empecé a hacer ejercicio con regularidad. Tenía entonces veintitantos años y hasta ese momento el ejercicio había sido para mí una de esas cosas que o bien hacía compulsivamente o bien abandonaba por completo. Como la mayoría de las chicas jóvenes (por lo menos de las que yo conocía), hasta entonces había tenido el convencimiento de que el ejercicio servía únicamente para mejorar tu físico o para «eliminar» esa ración de pizza de un dólar que te habías comido en la calle con tus amigos después de beberte cinco copas de un vino asqueroso. En aquel momento, sin embargo, había entrado en una nueva fase de madurez. Pedía buenas pizzas y me las comía en casa con mi pareja estable, no muy cerca de la hora de acostarnos para no tener que tomarnos también un antiácido. Hacía ejercicio por motivos de salud, como una auténtica adulta. Era aburrido y coherente, y la verdad es que me gustaba. Había otras cosas que no me gustaban de hacerme mayor (como acordarse de tener siempre antiácido en casa), pero el gimnasio no era una de ellas. Porque allí, cada tarde, podía poner Friends y viajar al pasado durante un rato.

El canal 46 se había convertido en una escapada nostálgica al final de mi jornada de trabajo adulta. Podía pedalear y pedalear en la elíptica mientras veía el episodio en el que Monica salía accidentalmente con un adolescente, o ese en el que Chandler se quedaba encerrado en el hall del cajero automático con Jill Goodacre. En realidad yo ni siquiera tenía muy claro quién era Jill Goodacre. Solo sabía que era una modelo de Victoria’s Secret de los años noventa, y volver a ver el episodio era como regresar a una época en la que tanto ella como Victoria’s Secret eran referencias constantes dentro de la cultura popular.

Nunca me había considerado una seguidora acérrima de Friends, aunque había visto la serie, claro. Yo tenía diez años cuando se estrenó, en 1994, y estaba en la universidad cuando acabó de emitirse. Fue una de las series de televisión más vistas —o, mejor dicho, uno de los mayores fenómenos culturales— de esos años, y su enorme impacto quedó impreso en mi ADN como la huella de una radiación. Me hice el corte de pelo de Rachel cuando estaba en el instituto, vi el último episodio con un grupo de amigas llorosas y, si me esforzaba un poco, creo que hasta podía recordar la letra completa de Gato apestoso. Pero ese era un conocimiento muy básico de Friends, datos que era muy difícil no tener porque la serie estaba siempre presente, de una manera o de otra. Me la encontraba de madrugada en la televisión de las habitaciones de hotel, o escuchaba su sintonía en un supermercado y ya no podía quitármela de la cabeza durante días. Friends se convirtió en un punto de referencia común en las conversaciones. («Ya sabes, Adam Goldberg, el de Jóvenes desorientados, ese que hacía de compañero de piso de Chandler, el friki que tenía un pez… Sí, ese»). Nunca me había comprado los DVD, pero siempre los tenía a mano: o bien se los había dejado en casa una antigua compañera de piso, o bien los traía una nueva. Cuando la serie empezó a emitirse en Netflix, el día de Año Nuevo de 2015 (después de varios meses de intensa campaña publicitaria), me puse a verla para pasar la resaca. Lo mismo hicieron todos mis compañeros de trabajo, como descubrí al día siguiente. Los verdaderos fans ni siquiera esperaron a que se hiciera de día: empezaron a verla poco después de medianoche y no pararon hasta el amanecer. A mí me gustaba volver a ver un episodio de vez en cuando, pero daba por sentado que era una fan corriente de Friends, como lo era, más o menos, todo el mundo.

 

 

Al principio, los episodios que veía en el gimnasio eran solo un aliciente más, bastante entretenido pero sin importancia, de mi rutina de ejercicio. La diversión consistía en parte en ver la serie «a la antigua»: en una tele de verdad. Me gustaba la incomodidad que eso suponía (incluidos los anuncios) y no poder elegir qué episodio iba a ver. Un día pusieron El de la tarta, y pensé algo que hacía años que no se me pasaba por la cabeza: «Buah, este lo vi hace poco». Hasta esa pequeña pega me gustaba.

Al poco tiempo empecé a ajustar mi horario de entrenamiento al horario de los episodios. Me sabía al dedillo la programación de la TBS, la distancia entre el trabajo y el gimnasio y a qué hora exactamente tenía que salir de la oficina para llegar a tiempo de ver la serie. Unos años después, cuando ya trabajaba por mi cuenta desde casa, la cosa se volvió aún más sencilla. Lo único que tenía que hacer era madrugar para terminar de trabajar alrededor de las cinco de la tarde y llegar al gimnasio justo a tiempo de ver, por ejemplo, El del sándwich de Ross. A esas alturas ya podía confesar que las cinco y media se habían convertido en mi nuevo prime time, y que Friends era de nuevo mi serie de televisión imprescindible.

 

 

Que conste que también hacía otras cosas. Tenía una vida. Era escritora y vivía en Nueva York, en un piso bastante bonito (aunque no tanto como el de Monica, claro que eso es imposible), con un novio estupendo con el que iba a casarme. Tenía mis malos ratos, como todo el mundo, pero en general me iba bastante bien. No habría querido volver a tener veinte años ni por todo el oro del mundo; sobre todo, no habría querido volver a esa época en que me emborrachaba y comía pizza por la calle. Así que ¿por qué, si estaba frisando ya la treintena, me aferraba de pronto a una serie de hacía dos décadas que giraba en torno a un grupo de veinteañeros?

No descubrí la respuesta hasta ese día, hace unos meses, cuando entré en el gimnasio, quise poner Friends… y no la encontré. Había ocurrido algo. En el canal 46 ya no estaba la TBS, sino un horrible canal de deportes. Fui cambiando de canal frenéticamente al tiempo que redactaba de cabeza un e-mail dirigido al gimnasio quejándome del terrible error que habían cometido al cambiar de proveedor de televisión por cable. Miré a mi alrededor esperando ver entre mis compañeros caras de indignación, pero no vi ninguna. Quizá estaba equivocada respecto a la gente de las cinco y media y el vínculo —un tanto bochornoso— que nos unía. ¿Era yo la rarita del gimnasio? Pasaron diez minutos largos mientras permanecía parada en la máquina, pulsando distraídamente las teclas, con los ojos como platos y la mirada perdida. (Efectivamente, yo era la rarita).

En ese momento pensé en todas las veces que había recurrido a Friends: los días en que estaba enferma, las noches de insomnio en habitaciones de hotel desconocidas, el día en que me rechazó tal empresa o tal chico que me gustaba… Era un bálsamo reparador cuando tenía un mal día, eso ya lo sabía. Pero también había recurrido a Friends en momentos de profunda tristeza y ansiedad: mientras lloraba la muerte de mis abuelos o esperaba saber el resultado de una biopsia. En días así, Friends no era una simple forma de evasión: era un consuelo, cálido y reconfortante. Me gustaban sus chistes, aunque me los supiera de memoria, y su sinceridad sin complejos. Y no era la única. Durante las semanas posteriores a mi pequeña crisis nerviosa en la máquina del gimnasio, hablé con otras personas y todas me dijeron lo mismo. Normalmente, empezaban por confesar, un tanto avergonzadas: «¡O sea, que resulta que dependo emocionalmente de una telecomedia! ¿Y tú qué tal?».

Mucha gente de mi edad me contó anécdotas de las distintas fases por las que había atravesado con Friends. Algunos recordaban haber visto la serie después del 11-S. Muchos hablaban de las elecciones de 2016 o del tiroteo de Las Vegas en 2017. Ponían Friends cuando las noticias de los informativos se les hacían insoportables. Para quienes crecieron viendo la serie, era una forma de recordar una época más sencilla, menos conflictiva, no del mundo en general, sino de sus propias vidas. Muchos veían la serie durante épocas de intensa depresión o de estrés: rupturas de pareja, desempleo, los primeros meses de insomnio después de tener un bebé… «Pero ¿por qué Friends?», me preguntaba yo. ¿Porque la serie tocaba todos esos temas con un punto de optimismo? ¿Era ese eco emocional lo que buscaban al verla? «No, qué va», me decían. «Es que es divertida, nada más».

Muchas de esas personas la calificaban de «reconfortante». Hablaban de su ligereza, de su distanciamiento de la realidad. La veían porque no podían identificarse con ella. ¡Es absurdo! ¿Seis personas adultas con el pelo siempre perfecto que quedan para tomar algo en una cafetería en pleno día? ¿Quién paga esos cafés de tamaño gigante? Friends, para esas personas, era puro escapismo.

Para otros, en cambio, era algo completamente distinto. Cuando empecé a escribir este libro, hablé con gente de todo Estados Unidos y de otros lugares del mundo acerca de su relación con Friends. Y todo el mundo parecía tener algún tipo de relación con la serie, aunque no la siguiera, aunque no hubiera visto nunca un episodio completo. Mi amiga Chrissy, que se crio entre Estados Unidos y Suiza, pertenece a este último grupo. Me confirmó que Friends era igual de famosa en ambos países, a pesar de sus diferencias culturales. «Para los europeos que nunca habían cruzado el charco, Friends equivalía a Estados Unidos», me decía Chrissy. Yo pensaba que se refería a cosas como los pantalones de chándal, a no poder pagarse la atención sanitaria y a otras facetas de la vida estadounidense que no padecen en Europa. Pero de nuevo me equivocaba. «Es por la simpatía», me aclaró Chrissy. «Los estadounidenses sonríen en cuanto te los presentan. Te hablan como si os conocierais de toda la vida». Según me contaba, para los suizos, los turistas estadounidenses eran como alienígenas de una simpatía sospechosa. Friends, con su humor desenfadado y sus personajes entrañables, les ayudó a entender ese rasgo peculiar de los americanos: quizá los estadounidenses fuesen, simplemente, personas en general muy cordiales. O quizá solo lo fuesen los neoyorquinos.

También hablé con la editora de moda Elana Fishman, que se crio en el sur de Florida y ahora vive en Manhattan. Fishman —que sí es una fan acérrima de Friends— también se formó una primera idea de la vida en Nueva York a través de la serie. Pasó sus años de instituto viendo los DVD con su hermana cada tarde, y aunque sabía que Friends era una fantasía, siempre había algo en la serie que tenía tintes de realidad. «Hasta cierto punto me decía a mí misma “Vale, esto no es para nada realista, pero ¿y si pudiera serlo?”», me contó. Fishman soñaba con estudiar en Nueva York y luego trabajar allí como periodista. Friends la emocionaba y la llenaba de ilusiones. No era una vía de escape de la realidad, sino una forma de vislumbrar un posible futuro. Sabía que su vida no sería exactamente como Friends, pero quizá sí pudiera ser parecida. «A lo mejor», pensaba, «me mudo a Nueva York y me hago superamiga de una chica que tenga un piso alquilado en Greenwich Village, y viviremos allí, juntas. ¡Sería fantástico! ¡Y nos haríamos amigas de los chicos de enfrente, y seríamos una pandilla!». Esas cosas podían ocurrir. Sería muy raro que pasaran todas a la vez, pero no imposible. «Así que ver Friends era estimulante por partida doble. Me iría a vivir a Nueva York y además encontraría ese grupo de amigos», concluía Fishman riendo. «Es muy triste, ya lo sé.»

 

 

Yo no creo que sea triste. Creo que da de lleno en el clavo. Y que por eso Friends sigue siendo una de las series de televisión más vistas en la actualidad. Se calcula que, semanalmente, unos dieciséis millones de estadounidenses ven sus reposiciones. Es decir, una audiencia igual o superior a la que tuvieron algunos episodios de la serie al emitirse por primera vez. Y esa cifra incluye únicamente a los espectadores que la ven en televisión. Netflix tiene los derechos de streaming desde 2015, y desde su exitoso debut en Estados Unidos la empresa ha hecho llegar la serie a 118 millones de suscriptores (y subiendo) en todo el mundo. También en esos mercados, Friends sigue teniendo una enorme cantidad de seguidores, una cantidad que no disminuye y que en ciertos países incluso va en aumento. En 2016, su índice de audiencia rondaba el 10 % en el Reino Unido, donde sus episodios se emiten en Comedy Central, un canal cuyo público tiene una edad media de entre 16 y 34 años. Adolescentes que todavía no habían nacido cuando se estrenó Friends se tumban en el sofá a verla después de clase. Jóvenes que vuelven a sus pisos compartidos a las tantas de la noche (atiborrados, quizá, de pizza callejera) se llevan el portátil a la cama y se quedan dormidos viendo un episodio. Y adultos no tan jóvenes, como yo, ven las reposiciones mientras hacen ejercicio en el gimnasio.

Friends ha logrado trascender barreras culturales, de edad y de nacionalidad, e incluso ha podido superar sus defectos intrínsecos, esas cosas ya obsoletas o con las que es imposible identificarse. Porque, al margen de todo eso, es una serie acerca de algo universal: la amistad; una serie que trata del periodo de transición de la primera madurez, cuando tus coetáneos y tú carecéis de ataduras familiares y de pareja, y os sentís al mismo tiempo ilusionados con el futuro y desorientados. Lo único seguro que tenéis es vuestra pandilla de amigos.

La crítica cultural Martha Bayles llama a esa época de la vida «el momento dulce»: un periodo fugaz de enorme libertad y responsabilidad creciente, en el que los amigos se agrupan en familias de su propia creación. «En muchos países, los jóvenes carecen tanto de recursos como de la aprobación de sus mayores para vivir ese momento», apunta en su libro Through a screen darkly. Sin embargo, Friends es igual de popular en esos países porque brinda, escribe Bayles, «la posibilidad de vivir indirectamente ese momento dulce». En efecto, incluso para quienes pudimos disfrutar de él, ese momento nunca fue tan dulce como lo era en Friends. Nuestros problemas nunca se resolvían tan limpiamente; nunca íbamos tan bien peinados y, como decía antes, nadie tenía un piso así de bonito. La verdad es que ni siquiera nuestras amistades eran así de perfectas. Algunos nos sentíamos muy solos en esos años, y en algunos casos nuestras familias de amigos eran disfuncionales. Para otros, el verdadero momento dulce llegó después. Sin embargo, todos somos capaces de reconocer —y en eso Friends acertó de lleno— ese afecto inconfundible y transformador que solo puede existir entre los amigos de verdad: esa red que te recoge cuando la familia te decepciona o se deshace; ese cable al que te agarras cuando el amor te falla. Los amigos son esas personas que te acompañan de la mano, con paso firme, cuando atraviesas un bache. Y entonces, un buen día, aflojas la mano, el trecho de camino que os separa se agranda y de pronto miras a tu alrededor y te das cuenta de que vas caminando solo, de que has dejado atrás ese momento dulce y tienes ante ti el resto de tu vida.

 

 

De eso fue de lo que me di cuenta aquel día en el gimnasio. Tenía treinta y tres años y una pareja estable; no estaba muy segura respecto al futuro, pero tampoco estaba totalmente perdida. Esa fase de mi vida llevaba un tiempo tocando a su fin. Desde hacía unos años, mis amigos más íntimos se habían mudado por trabajo o se habían casado. Tenían hijos, hipotecas y metas profesionales que alcanzar. ¡Dios mío, si hasta yo me había hecho socia de un gimnasio al que iba regularmente! Nada de eso era malo. Aquella nueva fase era muy emocionante, a su manera. Pero entrar en ella equivalía a dejar atrás la anterior, junto con las relaciones que la acompañaban. Los amigos siempre estarían ahí, claro, pero nuestra relación sería distinta. No podíamos seguir teniendo veintitantos años, igual que no podíamos volver al instituto o al campamento de verano (y, además, ¿a quién le apetecía?). Así que no tenía nada de raro que hubiera vuelto a algo que para mí era tan familiar. Friends era una forma de revisitar una época de mi vida que se estaba desvaneciendo; que iba convirtiéndose, poco a poco pero inexorablemente, en un recuerdo lejano.

Cierto, no era más que una telecomedia un poco antigua, y en muchos sentidos no se parecía en nada a mi propia experiencia vital. Pero en lo fundamental sí se parecía. Era una serie acerca de la amistad. Una serie que, como los viejos amigos, nunca te abandonaba del todo.

1

 

El que casi no fue

 

 

 

 

 

El 22 de septiembre de 1994, la NBC emitió el episodio piloto de una telecomedia de media hora de duración titulada Friends. Su planteamiento inicial era tan sencillo como hacía sospechar el título: empezaba con cinco jóvenes de veintitantos años tomando algo en una cafetería mientras charlaban de esto y aquello. Durante los primeros tres minutos ni siquiera tenían nombre. Luego Rachel Green entraba en el Central Perk vestida de novia, hecha una sopa y con el pelo completamente anodino. Se presentaba a la pandilla y la pandilla, a su vez, se presentaba al público. Y así empezaba la historia.

No era un comienzo muy prometedor. Como es habitual en televisión, el episodio piloto no es ni mucho menos tan bueno como los que vendrían después. Se titula En el que Monica tiene una compañera y trata básicamente de eso: Rachel se presenta en Nueva York después de dejar plantado a su novio en el altar y se va en busca de su amiga del instituto, Monica, a la que hace muchísimo tiempo que no ve. ¿Por qué razón? Eso no importa. Monica, que casualmente tiene un piso enorme en pleno Manhattan, con una habitación libre, la invita a vivir con ella. Tampoco hay que dar demasiada importancia a esos detalles. Sobre el papel, el episodio piloto de Friends exigía al espectador que pasara por alto un montón de lagunas e incongruencias, pero eso era lo normal en las comedias de situación de aquella época. Visto en pantalla el guion resulta algo menos burdo, pero solo un poco. Las actuaciones son desiguales, y los chistes no merecen tal estruendo de risas enlatadas. Al ver ahora el episodio, se distingue en él el germen de esa comedia ingeniosa y chispeante que fue después. Pero también se intuye claramente que podría haberse quedado en nada.

Son un grupo de chicos y chicas de veintitantos años que quedan para salir, un poco atolondrados y locos, y que a veces hasta tienen gracia, informaba el New York Times en su primera crítica de la serie, bastante tibia por cierto. Pero ¿le apetece a uno acompañarlos en sus peripecias? Como ocurre con todas las series sobre pandillas, depende de cómo se desarrollen los personajes individuales. En todo caso —concluía la reseña de cuatro frases—, la serie gira en torno a un segmento de poblaciónmuy concreto.

Uf. No era una bienvenida muy entusiasta a la programación de otoño, pero tampoco era del todo mala. La serie, efectivamente, trataba acerca de un grupo muy concreto de población. Tenía por protagonistas a seis neoyorquinos de Manhattan pertenecientes a la Generación X, un grupo demográfico con el que no podía identificarse la mayoría de los estadounidenses. Por esa razón, entre otras muchas, Friends podría haber fracasado con toda facilidad. La serie ha tenido una influencia tan extensa y duradera que hoy en día es imposible imaginar un panorama televisivo en el queno hubiera triunfado. Pero para que ese episodio piloto, no del todo bueno, llegara a emitirse tuvieron que pasar muchas cosas. Hizo falta una mezcla fortuita de suerte, oportunidad y decisiones imprevistas, así como una buena dosis de tejemanejes por parte de los peces gordos no solo de la NBC, sino también de la Fox y la CBS. Y, por último, fue necesario que pasara algún tiempo para que la serie demostrase ser algo más que un Seinfeld un pocomás rubio y dicharachero.

Al final, el New York Times acertó, aunque fuera de chiripa. Friends no era una serie acerca de las tribulaciones de ese puñado de personajes tan específicos. Era todo lo contrario. Trataba un tema tan amplio e indefinido que casi carecía de tema central. Como afirmaban sus creadores, iba acerca de «esa época de la vida en la que tus amigos son tu familia». O al menos, así sería más adelante.

 

 

Una lluviosa tarde de miércoles de 1985, Marta Kauffman estaba esperando el autobús en una parada de la parta baja de Manhattan. Estaba empapada, agobiada y tenía que tomar una decisión. «Me decía a mí misma “necesito una señal, porque no sé qué hacer”», contaría décadas después. Pasaron veinte minutos y el autobús no llegaba. Típico. Entonces paró un taxi justo delante de ella (lo cual no es nada típico en un día de lluvia en Nueva York) y Marta no se lo pensó dos veces: subió al taxi, le dio la dirección al conductor y se recostó en su asiento. Y de pronto lo vio: la señal. Se incorporó y allí estaba, justo delante de sus narices. Ya sabía lo que tenía que hacer.

 

 

Marta Kauffman y David Crane se conocieron en 1975 en la Universidad de Brandeis. En 2010 fueron entrevistados por la Television Academy Foundation, en cuyos archivos se preservaría su historia para futuras generaciones de creativos e historiadores de la cultura. En aquel momento hacía ya tiempo que los creadores de Friends habían puesto fin a su serie más señera, así como a su relación profesional. Pero su compenetración y su sincronía legendarias seguían intactas. Formaban un dúo conocido desde sus inicios en Hollywood por su química casi sobrenatural: terminaban uno las frases del otro y presentaban sus proyectos con una energía y una facilidad pasmosas. En aquella entrevista de 2010, cuando les pidieron que contasen cómo se conocieron, contestaron a la par, sin perder comba en ningún momento. «David era un golfillo callejero», comenzó Kauffman. A lo que Crane añadió: «Y Marta una puta».

En el escenario, claro está. Los dos estudiaban interpretación en aquella época y habían sido seleccionados para actuar en una producción de Camino Real, la obra teatral de Tennessee Williams. Resulta tentador imaginar ese primer encuentro como una señal del destino, fantasear con que aquellos dos jóvenes se reconocieron de inmediato como almas gemelas. La verdad, sin embargo, tiene mucha menos magia. Se parece, de hecho, a las anécdotas que pueda contar cualquiera que haya hecho teatro en la universidad: coincidieron en una representación y después no volvieron a verse.

Pasaron dos años. Kauffman se fue a estudiar un año al extranjero y, cuando volvió a la universidad, tenía decidido que quería trabajar entre bambalinas. Se matriculó en un curso de dirección teatral y allí volvió a coincidir con Crane, que había llegado recientemente a la conclusión de que como actor «no valía gran cosa». Kauffman, que aún no estaba al corriente de su decisión, le pidió que actuara en una producción de Godspell cuya puesta en escena le habían encargado. «Y me dijo: “No, pero podemos dirigirla juntos”».

Dos directores pueden ser demasiados para una sola función, sobre todo si se trata de dos jóvenes y ambiciosos estudiantes de teatro. El enfrentamiento de egos y de planteamientos creativos puede hacer zozobrar la producción y convertir en enemigos mortales a sus codirectores. Pero, al menos tal y como lo recuerdan ellos, en la primera colaboración de Kauffman y Crane ocurrió justo lo contrario. Fue muy fácil, «una pasada». Aunque hasta entonces eran casi unos desconocidos, su compenetración fue instantánea. Enseguida empezaron a acabar uno las frases del otro y a trabajar en sincronía, como si fueran compañeros de toda la vida. «Fue una de esas relaciones en las que enseguida te dices: “Esto mola”», aseguraba Kauffman.

En efecto, se divirtieron tanto codirigiendo Godspell que decidieron hacer otra obra, y luego otra. No hubo acuerdo formal, pero ambos eran conscientes de que disfrutaban dirigiendo teatro, quizá incluso más que interpretándolo, y que el disfrute era aún mayor cuando trabajaban juntos.

«Ni siquiera sé cuál de los dos lo propuso», recordaba Crane. Pero, dejándose llevar por un impulso, uno de ellos sugirió que escribieran algo juntos. Tal y como lo cuenta Crane, da la impresión de que tomaron la decisión de convertirse en dramaturgos exclamando sencillamente: «¡Claro que sí, escribamos algo juntos! ¡Un musical!». En la entrevista, Kauffman se encogía de hombros y asentía con la cabeza. «Y así se montó el tinglado», concluía.

Ninguno de los dos había escrito nunca una obra de teatro, y mucho menos un musical. Así que hicieron lo que se supone que hay que hacer en la universidad: experimentar. Alquilaron una sala de teatro y pidieron a sus compañeros de clase Seth Friedman y Billy Dreskin[1] que les echaran una mano.

Aquella fue la primera obra original de Kauffman y Crane. Se titulaba Waiting for the feeling y era, según Kauffman, «una “comedia” estudiantil un poco angustiosa acerca de lo duro que es ser estudiante universitario». Aun así, la experiencia les confirmó lo que ya habían advertido mientras dirigían Godspell: que congeniaban a la perfección. Eran buenos escritores aunque les faltase experiencia, se entendían bien y se complementaban. Crane era más analítico y se centraba más en el texto escrito; a Kauffman se le daban mejor las emociones y disfrutaba trasladando la historia del papel al escenario y, más tarde, a la pantalla. Posteriormente, cuando la producción de Friends ya estaba en marcha, Crane prefería quedarse en la sala de guionistas afinando chistes e hilos argumentales mientras Kauffman se volcaba en el trabajo de producción: supervisaba el vestuario, la colocación de las cámaras y comentaba las escenas con los actores.

Lo que hacía de ellos un equipo tan sólido era el hecho de que podían unir fuerzas para crear algo y luego separarse para llevar a cabo lo que habían proyectado asumiendo papeles ligeramente distintos. Tenían talento, dinamismo y una capacidad de trabajo extraordinaria, pero además confiaban el uno en el otro. Sobre esa base, forjaron una amistad de por vida y una colaboración creativa que duró veintisiete años y que cambiaría para siempre el rumbo tanto de la televisión en abierto como de la televisión por cable. La suya era una simbiosis cómoda y natural. Juntos funcionaban bien.

Cuando la gente se pregunta por esa magia inefable que convirtió Friends en un éxito arrollador, gran parte del mérito (si no todo) suele atribuirse al reparto. Pero Kauffman y Crane fueron el ingrediente principal, sin duda alguna. No solo por la solidez de su relación profesional, sino por la intimidad y la confianza de su amistad personal. Ellos fueron los friends originales.

 

 

Al acabar sus estudios, Kauffman y Crane se trasladaron a Nueva York con intención de continuar la carrera teatral que habían iniciado en Brandeis. Escribieron junto a su excompañero de clase Seth Friedman su siguiente obra, Personals, una revista musical acerca de personas que publicaban anuncios clasificados en los periódicos. Los encargados de ponerle letra y música fueron nada menos que Alan Menken y Stephen Schwartz, dos grandes estrellas del musical que estaban a punto de convertirse en leyenda y que durante los años noventa firmarían la banda sonora de prácticamente todas las películas de animación de Disney. Personals pasó por el circuito de festivales universitarios y hasta hizo una gira para la USO, la agencia gubernamental que se encarga de organizar espectáculos para el ejército estadounidense, antes de estrenarse en las salas alternativas de Nueva York en 1985, donde tuvo como protagonista a Jason Alexander, que por entonces contaba veintiséis años. La producción rebosaba talento, y sin embargo las críticas fueron tan dispares que casi resultaban cómicas. El New York Post la calificó de «entretenida e ingeniosa», mientras que el Times la describió como «infaliblemente tristona».

Con todo, Kauffman y Crane habían sentado las bases de lo que esperaban fuera una larga carrera en el mundo del teatro. Con menos de treinta años, ya habían escrito y dirigido un puñado de obras y musicales del circuito alternativo, colaborando en ocasiones con el flamante marido de Kauffman, el compositor Michael Skolff. Sus funciones tuvieron, en general, una excelente acogida y, aunque aún no habían cosechado un éxito definitivo, iban camino de conseguirlo y no tenían previsto cambiar de rumbo.

Fue entonces cuando, una noche, la agente televisiva Nancy Josephson fue a ver Personals. Josephson era también relativamente novata en aquella época, pero estaba a punto de conseguir un éxito colosal, gran parte del cual surgiría de su decisión de contactar con Kauffman y Crane, a los que terminaría representando. Esa noche, tras ver la función, Josephson habló con los autores. ¿Alguna vez habían pensado en escribir para televisión? No, la verdad. ¿Les apetecía intentarlo? Sí, ¿por qué no?

Josephson les encargó redactar diez propuestas para televisión que ella se encargaría de hacer circular entre las productoras. Crane es el primero en reconocer que algunas de esas ideas eran, en una palabra, «disparatadas». Otras eran simplemente malas. Pero Kauffman y Crane no se arredraron, quizá porque, hallándose tan alejados de Hollywood, no tenían una noción clara de la competencia a la que se enfrentaban. En aquel momento ambos seguían volcados en el teatro, y la televisión era para ellos, como mucho, un trabajo circunstancial. De vez en cuando iban a Los Ángeles para asistir a alguna reunión, pero por lo demás permanecían firmemente anclados en Nueva York. Y entonces, de repente, alguien compró uno de sus guiones.

«Ya se sabe que el primer trabajo de uno no suele ser el mejor», comentaba Crane meneando la cabeza. «Se titulaba Just a guy e iba de un tipo corriente… No sé, era sosísima». Pero aquel proyecto marcó un hito, un auténtico punto de inflexión en sus carreras. «Nos subimos al coche gritando como locos», recordaba Kauffman. Just a guy no llegó a producirse, pero ya podían decir que habían vendido un guion. «Y luego vendimos algunos más que tampoco llegaron a ver la luz», añadía Crane. Por un lado, llevaban varios años escribiendo guiones para series que no terminaban produciéndose, sin cobrar y volando de un extremo a otro del país, y aquel era su momento de gloria: cinco minutos dando gritos de alegría en un coche alquilado y un sueldo que, tras pagar comisiones, seguramente no daría ni para cubrir el alquiler de uno solo de sus apartamentos, y mucho menos de los dos. Pero, por otro lado, ahora ya eran oficialmente guionistas de televisión. Habían vendido un guion, aunque fuera malísimo, y eso les daba ventaja sobre los miles de guionistas que aspiraban a hacer lo mismo.

Ese fue el último de tres hechos decisivos en su temprana relación profesional, el que les decidió a hacer las maletas y a abandonar Nueva York para volcarse de lleno en su carrera como guionistas. El primero fue conocer a Josephson y aceptar su propuesta de escribir para televisión. (Cuando más adelante le preguntaron qué papel había desempeñado en la carrera de Kauffman y Crane, la agente no se atribuyó más mérito del debido: «Vi la función y pensé que deberían trabajar para televisión. Y por lo visto acerté»).

El segundo hecho decisivo ocurrió después de que Josephson los animara a formalizar su colaboración profesional. Para entonces, Kauffman y Crane trabajaban a veces a dos bandas, y a veces a tres con su amigo Seth Friedman, coautor de Personals. Josephson les planteó escribir un guion para una película. Fue otro de esos proyectos que nunca llegaron a ver la luz, pero pese a todo constituyó otra piedra de toque en sus carreras. Al finalizar la reunión, Josephson les dijo que tenían que decidir si querían hacer aquel trabajo con Friedman o ellos dos solos. Si eran socios, iba siendo hora de que formalizaran legalmente ese vínculo profesional. Tenían veinticuatro horas para decidirse.

Esa noche, mientras volvía a casa en un taxi, bajo un intenso aguacero, Kauffman pidió para sus adentros una señal. «Y al incorporarme en el asiento, vi la licencia del taxista. Se llamaba David Yu». Con eso bastó. A partir de entonces, serían David y Marta, socios. Poco después, se marcharon definitivamente a Los Ángeles.

«La reunión que crees que no va a dar ningún resultado es la que te cambia la vida». Eso es lo que contestó David Crane cuando le pidieron que diera algún consejo a aspirantes a guionistas de televisión. «Es posible que estés destinado a triunfar, pero de lo que no tienes ni idea es de cómo va a suceder». Kauffman y él entraron en el mundo de la televisión gracias a su enorme creatividad y a su capacidad para tejer historias. Luego pasaron años ideando guiones, presentando propuestas y vendiéndolas a veces, sin que nunca llegaran a la fase de producción, y entonces volvían a empezar de cero confiando en tener más suerte la próxima vez. Dicho de otra manera, siguieron el camino tradicional hacia el éxito (sin dejar de cruzar los dedos), pero al final el éxito les salió al paso en un desvío inesperado del camino. Su gran oportunidad no se les presentó en una de esas múltiples reuniones en las que presentaban sus propuestas. Surgió porque Universal Studios tenía un montón de material en blanco y negro guardado en un cajón y estaba buscando la manera de sacarle partido.

A finales de los años ochenta, el director y productor John Landis tenía un bungaló en los terrenos de Universal. Hacía un par de años que no se anotaba un éxito y el jefe del estudio, Sid Scheinberg, le encomendó la tarea de crear una serie de televisión utilizando el ingente material televisivo de mediados del siglo XX que Universal tenía en sus archivos. Según cuenta Kauffman, recurrieron a «miles» de guionistas con el encargo de idear nuevas propuestas partiendo de ese material. Programas concurso, seriales al estilo de Misterio en el espacio… Nada parecía funcionar. Según Kauffman, cuando contactaron con ellos «ya casi no tenían dónde rascar, por eso recurrieron a dos escritores de musicales». Kauffman y Crane estaban en Los Ángeles, a punto de volver a Nueva York tras otra reunión infructuosa, cuando Josephson les llamó para preguntarles si les daba tiempo a asistir a otra reunión antes de irse al aeropuerto. «Fuimos», contaba Crane, «y después de enseñarnos seis minutos de vídeos en blanco y negro nos preguntaron: “¿Qué haríais vosotros con esto?”. Y dijimos: “No tenemos ni idea”». Otro chasco. En fin, qué se le iba a hacer. Les consolaba pensar que todos los guionistas de Los Ángeles habían fracasado en el intento, y de todos modos aquella reunión no era más que una parada antes de irse al aeropuerto. Subieron al avión, despegaron y entonces fue cuando se les ocurrió. «Cuando nos bajamos del avión, teníamos una idea», contaba Crane. No era ni siquiera una propuesta, sino un concepto vago acerca de un tipo que había crecido viendo viejos programas de televisión cuyas imágenes surgían dentro de su cabeza como burbujitas. O algo así. Llegaron a casa, soltaron el equipaje y llamaron al estudio. «Y nos dijeron: “Volved”».

Aquella idea que tuvieron en el avión se convirtió en Sigue soñando, una telecomedia de culto de HBO acerca de un padre divorciado que, como tantos de su generación, se había criado delante del televisor. En cada episodio, sus fantasías y pensamientos aparecían literalmente en pantalla a través de fragmentos de los programas de televisión favoritos de su infancia y su juventud. La serie, que se emitió entre 1990 y 1996, era una estrafalaria mezcla de humor y nostalgia. Pero sobre todo era, como decían los críticos, una serie «adulta».

Sigue soñando fue una de las primeras incursiones de la HBO en la producción de series televisivas y se estrenó en una época en la que la televisión por cable se hallaba en una fase de peligroso estancamiento. El principal atractivo de esos canales era la posibilidad de ver películas en casa sin interrupciones publicitarias. Desde su lanzamiento en 1972, HBO había crecido exponencialmente. Pero luego —en palabras de Los Angeles Times—«estalló la burbuja». Los reproductores de vídeo domésticos, el pago por visionado y los nuevos canales temáticos especializados en cine, como TNT y AMC, hicieron que muchos espectadores anularan sus suscripciones a los canales premium, mucho más caros. En 1990 la cartera de clientes de HBO creció solo un 1,8 %, al tiempo que mensualmente se cancelaban un 4,5 % de las suscripciones. Al embarcarse en la creación de programas propios, la cadena no podía limitarse a estrenar una serie mediocre. Si quería sobrevivir, tenía que ofrecer a los espectadores algo que no pudieran encontrar en la televisión en abierto. Dos cosas, en realidad: sexo y palabrotas. Kauffman y Crane entregaron su primer borrador al productor ejecutivo John Landis, que se lo devolvió con dos anotaciones: Tiene que ser más divertido, [y] tiene que ser más procaz.

Aparte de eso, Kauffman y Crane tenían la sartén por el mango. Aunque prácticamente carecían de experiencia, disfrutaban de total libertad creativa. Estaban al mismo tiempo entusiasmados y aterrados, y con razón. Poco antes de empezar la producción, recordaba Crane, «estuvimos hablando con unos amigos guionistas y les dijimos: “Vale, entonces contratas a unos guionistas y ¿te sientas a hablar de cómo pueden ser los episodios? ¿Y entonces va alguien y los escribe? ¿O se escriben en grupo?”». La respuesta general de sus amigos podría resumirse en «¡Qué asco dais!».

Así pues, Kauffman y Crane improvisaron. Con un equipo de tres guionistas y un local en North Hollywood, idearon una serie que a ellos les parecía divertida, y que confiaban en que al público también se lo pareciera. Al final, no se metieron en el bolsillo a todo el mundo, pero casi. Sigue soñando fue el primer éxito indiscutible de HBO, así como de Kauffman y Crane, aunque hoy en día la serie haya caído en el olvido. Al verla ahora, parece una reliquia de aquella época: mitad historia convencional acerca de un padre divorciado que vive con altibajos su madurez, y mitad serie adulta y atrevida en la que los protagonistas sueltan tacos a diestro y siniestro y andan por ahí enseñando los pezones. Pero, al margen de su tono procaz, triunfó sin apenas levantar revuelo.

Sigue soñando cosechó críticas dispares. La queja más repetida era que su lenguaje y su componente sexual parecían en exceso premeditados, lo cual, por supuesto, era cierto. Aun así, fue un éxito rotundo y supuso un punto de inflexión tanto para la televisión por cable como para la cadena HBO. Le siguieron varias series que también rompían el molde de los formatos televisivos tradicionales, lo que hizo posible un tipo de comedia sofisticada y excéntrica, argumentos dramáticos más matizados y controvertidos, e historias que, en general, antes no se vendían porque nadie sabía si interesarían al público. Sigue soñando demostró que, para tener éxito, la televisión no tenía por qué ser para todos los públicos. Una serie podía ser al mismo tiempo inteligente, explícita y vendible.

A menudo se cita a Sigue soñando junto a otras series míticas de aquella época, como The Larry Sanders Show, Oz, Los Soprano o Sexo en Nueva York, que situaron a la cadena HBO como líder indiscutible en la creación de programas de entretenimiento innovadores y de gran calidad. En realidad, no debería figurar en esa lista, pero no hay duda de que sirvió de trampolín a todas esas series, cuyo enorme éxito ha sepultado en parte su recuerdo. Era un artefacto propio de una época en la que todavía resultaba muy arriesgado decir un taco en pantalla o mostrar los dos glúteos desnudos en el mismo plano. Pero sin ella, no habrían existido Sexo en Nueva York, y casi con toda seguridad tampoco Friends.

Con Sigue soñando, Kauffman y Crane se anotaron un éxito: fueron nominados a un premio Emmy[2], adquirieron experiencia en la producción de una serie y, lo que es aún más importante, conocieron a Kevin S. Bright. «Cuando empezamos a trabajar juntos no éramos, técnicamente, socios. Yo era su jefe», explicaría después Bright al ser entrevistado por la Television Academy Foundation. Bright era, junto con John Ladis, el productor ejecutivo de Sigue soñando, pero muy pronto se hizo evidente que era, además, un colaborador nato —y necesario— del dúo formado por Kauffman y Crane. «Es un hacha en un montón de cosas que a) a nosotros no se nos dan muy bien, y b) nos traen sin cuidado», explicaba Crane. Bright sabía cómo organizar un gran equipo y conocía al dedillo el proceso tanto de producción como de posproducción. «[Sigue soñando] era una serie que se creaba básicamente en la sala de montaje», contaba Crane, y ese era el dominio absoluto de Bright. Además, congeniaban. «Nos entendíamos a la perfección», explicaba Bright con un encogimiento de hombros. «Éramos tres exneoyorquinos».

Cuando llevaban dos años trabajando en Sigue soñando, montaron Bright/Kauffman/Crane Productions, la productora que posteriormente crearía Friends, Los secretos de Veronica, Jesse y, por último, Joey. Poco después llegó el momento de renovar su contrato con Universal, y aunque Sigue soñando seguía cosechando un éxito sorprendente, el estudio no parecía muy dispuesto a hacerles una oferta; ni siquiera a reunirse con ellos. «Fue una de esas cosas que pasan en televisión, cuando la productora para la que trabajas se cree que estás en deuda con ella», explicaba Bright, «en lugar de ellos contigo por haberles puesto en bandeja un éxito». Otros estudios, en cambio, estaban muy interesados y, tras reunirse con Les Moonves (el presidente de Lorimar Television, empresa que poco después se fundiría con la Warner Brothers), firmaron un contrato de colaboración y dejaron Sigue soñando.

Solo pusieron dos condiciones irrenunciables en lo tocante a futuros proyectos: en primer lugar, nada de series con un único protagonista. La premisa de partida de Sigue soñando exigía que su actor principal, Brian Benben, apareciera prácticamente en todas las escenas de cada episodio, una exigencia agotadora que a menudo dificultaba el rodaje tanto para el actor como para todo el equipo de producción. Era una condición relativamente fácil de cumplir, dado que muy pocas series televisivas se apoyaban hasta ese extremo en un solo personaje. La segunda condición era más delicada. «Le dijimos [a Moonves] que lo único que no queríamos hacer era una serie que girara en torno a una familia sentada en su cuarto de estar, con cuatro cámaras alrededor». Era 1992, la época dorada de las comedias familiares: Blossom, Roseanne, Padres forzosos, Un chapuzas en casa, Cosas de casa o El príncipe de Bel-Air. Las cadenas de televisión habían encontrado un filón en aquellas telecomedias rodadas con varias cámaras, y eso era prácticamente lo único que les interesaba. O familias en un cuarto de estar, o fútbol.

Así se forjó el siguiente proyecto de Bright/Kauffman/Crane, y su mayor fracaso: Family album, una de las dos series que desarrollaron durante su primer año con la Warner Brothers. La otra fue Couples, una comedia de una sola cámara acerca de tres parejas que vivían en el mismo piso, en Nueva York. Couples era, sin duda alguna, su favorita. La escribieron de un tirón, recordaba Crane: «Terminamos el guion, no sé, ¡en una semana! Nos encanta. Es ingeniosa, utiliza una sola cámara y tiene todo lo que nos gusta». Family album, en cambio, debía rodarse con varias cámaras, giraba en torno a una familia, y el proceso de escritura resultó ser «una pesadez». Pero nadie quería una serie como Couples, por buena que fuese. Querían, como les dijo un directivo de una cadena de televisión, «una Roseanne de clase media».

Confinados, por tanto, en el cuarto de estar, hicieron lo que pudieron. «Pusimos todo nuestro empeño. Nos inspiramos en nuestras propias vivencias. La serie iba acerca de una familia de Filadelfia. Había personajes basados en nuestros padres… y, aun así, sea por lo que sea, el ADN no era el adecuado y nos costó horrores escribirla». Aun así, Couples se quedó en la cuneta[3] y Family album, la elegida, se emitió en la CBS. Duró seis semanas en antena.

Aunque Family album no fuera su proyecto favorito, su cancelación supuso un mazazo para Kauffman, Crane y Bright. «En aquel momento ya no nos sentíamos como los niños prodigio de la televisión por cable», contaba Bright. «Teníamos más bien la impresión de ser un fracaso». Sigue soñando había sido un éxito, pero con un solo éxito (y además tan sorprendente y específico) no se rellena un currículum. «Nos resultó muy interesante la rapidez con que puede cambiar la opinión general que se tiene sobre uno. “Conque niños prodigio, ¿eh? Pues ya estáis un poco pasaditos”».

Ese mismo año se canceló también The powers that be, una serie que Kauffman y Crane habían creado (pero no dirigido) para Norman Lear. Aparte del episodio piloto no habían escrito prácticamente ni una palabra del guion, pero aun así aparecían en los títulos como creadores, y por tanto se anotaron otro fracaso.

Así pues, volvieron al punto de partida: a la pizarra en blanco. Sentados en su despacho de la Warner, los tres exneoyorquinos empezaron a acordarse de los tiempos anteriores a su llegada a Hollywood, cuando acababan de salir de la universidad y estaban un poco perdidos…, pero no solos. Kauffman y Crane pensaron en sus viejos amigos del teatro y en cómo en aquellos años se juntaron para formar una familia improvisada, antes de fundar sus propios hogares y de que sus carreras cobraran forma, cuando la vida adulta era todavía algo amorfo e impreciso. «Pensamos en esa época en la que el futuro era una incógnita, tal vez porque eso era lo que sentíamos en ese momento», explicaba Kauffman. Quizá de ahí pudiera sacarse algo. A fin de cuentas, se dijeron, «todo el mundo conoce esa sensación».

Unas semanas después, aquella primera idea se había concretado. Kauffman y Crane entregaron una propuesta de siete páginas para una serie titulada Insomnia Café [4].

Es una serie acerca de seis personas de veintitantos años que quedan para tomar algo y charlar en una cafetería, escribieron. Trata de sexo, de amor, de relaciones de pareja, y de trabajo. De una época de la vida en la que todo es posible, cosa que es muy emocionante y que al mismo tiempo da mucho miedo.

En las páginas siguientes describían posibles tramas y esbozaban los personajes, todos ellos inspirados en amigos de su círculo de Nueva York y también, hasta cierto punto, en su propia experiencia de esos años. Pero fue, en definitiva, esa sinopsis tan simple la que vendió el proyecto: «Trata de la amistad, porque cuando eres joven y estás solo en la gran ciudad tus amigos son tu familia». Era una premisa de partida clara, sencilla y enternecedora, y en 1994 era justamente lo que andaba buscando la cadena NBC.

«Queríamos llegar a un público joven y urbano, a esos chavales que empezaban a labrarse una vida propia», recordaba Warren Littlefield, expresidente de NBC Entertainment, en su libro de 2012 Top of the rock: inside the rise and fall of must see TV. Una mañana estaba analizando los índices de audiencia y revisando las cifras de los principales mercados (Nueva York, Dallas, Los Ángeles y San Luis) «me descubrí reflexionando acerca de la gente de esas ciudades, y en especial sobre los jóvenes de veintitantos años que están empezando a abrirse camino. Era muy caro vivir en esos sitios, además de que podía ser una experiencia emocional muy dura. Todo resultaba mucho más sencillo si tenías amigos». Desde entonces había estado buscando un proyecto de ese estilo, «pero ninguna propuesta estaba a la altura de nuestras expectativas». Hasta que aparecieron Kauffman y Crane.

La propuesta que presentaron para la temporada piloto de 1994 sigue siendo legendaria. «Era como si dos amigos de toda la vida te estuvieran contando una historia. Los chistes ya estaban ahí», explicaba Karey Burke, directiva de la NBC en aquella época. «Era teatro».

Que Kauffman y Crane supieron presentar muy bien su propuesta lo demuestra el hecho de que se vendiera tan fácilmente. Porque, aparte de la célebre sinopsis y de los esbozos de los seis personajes, no tenían mucho más: ni siquiera un argumento o una directriz muy sólida, según Crane. «Recuerdo que, cuando presentamos el proyecto, dijimos: “Pues básicamente les vemos vivir. Hay seis personajes muy concretos, y entramos y salimos de sus casas y ellos van por ahí haciendo cosas. En eso consiste la serie”».

La NBC compró no solo la propuesta, sino también un episodio piloto. Al menos, aquel no sería otro proyecto que no llegaba a ver la luz. El título de la serie pasó de Insomnia Café a Friends like us[5], y Kauffman y Crane se pusieron a escribir. En apenas tres días tenían el guion acabado. Como ocurrió con Couples, el proceso de escritura fue muy fluido, y dio buen resultado. Pero el episodio piloto de Couples también era estupendo y había fracasado, de modo que escribieron el primer guion teniendo presente que seguramente sería el último. «Cuando te pones a hacer un piloto», explicaba Crane, «no piensas que te vas a pasar los diez años siguientes haciendo lo mismo». En aquel momento a nadie le preocupaba en exceso responder a preguntas como: si Monica es cocinera, ¿cómo es que todas las noches está en casa a la hora de la cena? O ¿por qué nadie cierra la puerta en este edificio de pisos del centro de Manhattan (salvo cuando algún personaje se deja la llave dentro de casa porque lo exige el argumento)? O ¿cómo demonios ha acabado una chiflada como Phoebe, que hasta hace poco estaba en la indigencia, que niega la evolución y cree en la limpieza del aura, formando parte de esa pandilla de clase media? Como señalaba Crane, en aquella fase del proceso esos interrogantes carecían de importancia porque, con toda probabilidad, la serie no sobreviviría el tiempo suficiente para darles respuesta. «No teníamos ni idea de cómo iba a desarrollarse la serie. Para nosotros, no era más que un piloto más. Acababan de cancelarnos una serie. Creíamos que no volveríamos a trabajar, así que íbamos un poco a ciegas. Las sensaciones eran buenas, pero era solo un piloto más. O por lo menos lo fue hasta que Jimmy Burrows aceptó dirigirlo. James Burrows, nada menos.»

Cualquiera que haya visto asiduamente la televisión desde 1975 habrá visto el nombre de James Burrows miles de veces, aunque quizá no haya reparado en él. Este productor y realizador ha trabajado, entre otras series, en Taxi, Cheers, Dos en el aire, Will & Grace, Frasier, Dharma y Greg, Cosas de marcianos y News Radio. Como afirma Littlefield en su libro, Burrows es el realizador de comedias para televisión con más éxito de la historia. Tras leer el guion del episodio piloto de Kauffman y Crane, Littlefield se puso en contacto con él. «No tenía tiempo, literalmente», contaría más adelante Burrows al New York Times. «Pero leí el guion y me dije: “No puedo dejar que esto lo dirija otro”». De modo que aceptó dirigir el piloto, pero nada más.

Con Burrows en el proyecto, las cosas se pusieron más serias. El director asumió la estructura ambigua e indefinida del episodio y, a la hora de dirigirlo, propuso varias modificaciones que contribuirían decisivamente a que la serie acabara destacando. Pero hasta con un guion formidable y con el mejor realizador de comedias de televisión a bordo, algunos directivos de la cadena seguían teniendo serias dudas acerca del proyecto.

En primer lugar, todos los personajes eran muy jóvenes. ¿Y si añadían alguno un poco mayor? Alguien que apareciera de vez en cuando para dar sabios consejos a aquellos jovenzuelos. Quizá pudiera ser el dueño de la cafetería… ¡o un policía! «¿Conocéis el libro infantil Pat el conejito? Pues nosotros teníamos a Pat el policía», contaba Kauffman. Con el tiempo escribirían un guion incorporando al personaje, pero les pareció tan odioso que llamaron a los responsables de la cadena y les suplicaron que descartaran la idea, prometiendo a cambio dar más protagonismo a los padres o intercalar apariciones de invitados estelares de edad más madura. La cadena accedió. Pero estaba, además, la cuestión de la cafetería. «Hay que tener en cuenta la época», explicaba Kevin Bright. «Starbucks todavía no había despegado». Tampoco se había instaurado aún esa cultura de cafetería que se inició a mediados de los noventa, con sus tazas enormes y su música de guitarra acústica, una cultura que Friends pondría pronto de moda (bueno, Friends y Jewel)[6]. La cadena sugirió que se cambiara la cafetería por un restaurante, siguiendo el ejemplo de otra comedia de la casa. «Vinieron y nos dijeron: “¿Por qué no ponéis un bar restaurante, como en Seinfeld? Todo el mundo sabe cómo es un restaurante”». No sería la última vez que tuvieran que pelear para escapar del molde de Seinfeld, pero Kauffman, Bright y Crane se mantuvieron en sus trece, convencidos de que al público no le costaría ningún trabajo entender cómo era una cafetería de ese tipo. La cadena cedió por fin, a condición de que variaran el color del sofá[7]. Eso estaba hecho.

Se hizo un último ajuste, cambiando el título de Friends like us por Six of one[8], y finalmente se dio luz verde al rodaje del episodio piloto. Y entonces llegó la célebre «encuesta de la golfa».

En el episodio piloto, Monica tiene una cita con Paul (Paul «el tío de los vinos»), un hombre por el que está colada desde hace años. Mientras cenan, él le cuenta que es incapaz de tener sexo con nadie desde que le dejó su esposa. Monica acaba acostándose con él, y al día siguiente descubre que esa historia es un embuste que cuenta Paul para intentar ligar, y eso la deja echa polvo. Tras una primera lectura del guion para ejecutivos de la cadena, Don Ohlmeyer, presidente de la NBC para la Costa Oeste, tomó la palabra. «Al principio no le gustó el argumento porque uno de los personajes principales se acuesta con un tío en la primera cita», recordaba Crane. «[Dijo:] “Pero ¿qué idea nos da eso del personaje? ¿Que es una golfa?”».

En ese momento, aseguraba Kauffman, «empecé a echar fuego por la nariz». Se excusó, indignada, y dejó que fuera Crane quien resolviera la situación. Después de hablarlo un rato, Ohlmeyer dio su brazo a torcer, pero solo porque Monica acaba sintiéndose herida y humillada después de su encuentro sexual. Su presunta transgresión era permisible únicamente porque el personaje recibe un castigo. Como dijo Ohlmeyer (según cuentan Kauffman y Crane), «se lleva su merecido».

Aun así, tras otra lectura del guion y por insistencia de Ohlmeyer, repartieron una encuesta entre los miembros de un grupo de personas seleccionadas para servir como muestra de audiencia. En el test de respuesta múltiple se preguntaba a los encuestados qué opinaban de que Monica, sin estar casada, mantuviera relaciones sexuales ilícitas y escandalosas con un hombre en su primera cita.

Estoy exagerando, pero no mucho, según Kauffman. Tal y como estaba enunciada —recuerda ella—, la pregunta podría haber dicho igualmente: Por acostarse con un hombre en su primera cita, ¿cree que Monica es a) una puta, b) una zorra, c) una cualquiera? Estaba claro que Ohlmeyer quería prescindir de aquella línea argumental y creía que el público le respaldaría (por lo visto los demás directivos no estaban de acuerdo, pero ninguno se opuso)[9]. Al final, sin embargo, le salió el tiro por la culata. El público respondió con un rotundo «¿y qué?». Todo eso les daba igual. Monica les encantaba.

El episodio En el que Monica tiene una compañera[10] se rodó finalmente el 4 de mayo de 1994 en el escenario cinco de los estudios de la Warner Brothers. Al acabar la grabación, con ocho horas de metraje (dos por cada una de las cuatro cámaras), el material se llevó de inmediato a la sala de montaje, donde Bright comenzó a cortar y pegar para convertirlo en un episodio de veintidós minutos. «Kevin estuvo trabajando con el montador unas cuarenta y ocho horas seguidas», explicaba Crane. Era uno de los últimos episodios piloto que se rodaban esa temporada, y no había tiempo para cambios de última hora. Bright mandó el episodio acabado a los directivos, montó en su coche y se fue a casa a dormir un poco. Entonces sonó el teléfono del coche.

Don Ohlmeyer tenía una última exigencia: «Hay que darle más ritmo». El comienzo era demasiado lento. Esa secuencia inicial con retazos de conversaciones en el Central Perk se hacía pesada y no tenía gancho suficiente. Ohlmeyer había llamado a Kauffman y Crane, que le explicaron a la desesperada que las conversaciones iniciales eran solo eso: simple charla. Estaban escritas así desde el principio, y el episodio ya estaba rodado; no había forma de «darle más ritmo» al diálogo, como no fuera acelerando literalmente la pista de sonido. Ohlmeyer contestó con un ultimátum: o aceleraban el principio del episodio o no se emitía. Kauffman y Crane, agobiados, llamaron a Bright, que dio media vuelta y volvió a la sala de montaje.

Así fue como se gestó la primera cabecera de Friends