Identidad, exclusión y justicia social - José Luis Ávila - E-Book

Identidad, exclusión y justicia social E-Book

José Luis Ávila

0,0

Beschreibung

En este texto, planteamos que para abordar hoy la relación de la identidad con la justicia, es necesario superar la visión del Estado y sus ciudadanos homogéneos, y, en cambio, poner énfasis en la diversidad de personas y grupos así como en el contexto global que caracteriza nuestro presente (a pesar de las diversas crisis y consecuente exacerbación de distintos tipos de nacionalismos). Nuestro mundo globalizado tiene como uno de sus principales desafíos las grandes desigualdades y exclusiones que en diversos niveles, ámbitos e intensidades sufren millones de personas y que una reflexión sobre la justicia debe afrontar.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 318

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

IDENTIDAD, EXCLUSIÓN Y JUSTICIA GLOBAL

 

José Luis Ávila Martínez

Elisabetta Di Castro

(Coordinadores)

 

 

ÍNDICE

 

INTRODUCCIÓN

José Luis Ávila y Elisabetta Di Castro

 

DIVERSIDAD Y JUSTICIA GLOBAL

Elisabetta Di Castro

 

DIVERSIDAD CULTURAL, EQUIDAD EPISTÉMICA, RACIONALIDAD Y JUSTICIA

Ambrosio Velasco Gómez

 

LA EXCLUSIÓN HACIA LAS PERSONAS INDÍGENAS EN MÉXICO

AlejandroSahu

 

IDENTIDAD Y LENGUA. ADSCRIPCIÓN Y AUTOCONCIENCIA INDÍGENA EN MÉXICO

Francisco Pamplona

 

LOS USOS DE LA IDENTIDAD Y LA CULTURA EN LA MIGRACIÓN DE PASO POR MÉXICO; HABLANDO SE ENTIENDE (Y CONFRONTA) LA GENTE… DE LA PERIFERIA INSTITUCIONAL

Rodolfo Casillas R.

 

MEXICANOS EN ESTADOS UNIDOS: EXCLUSIÓN E IDENTIDADES FRAGMENTADAS

José Luis Ávila

 

SEMBLANZAS

 

AVISO LEGAL

 

INTRODUCCIÓN

 

José Luis Ávila1

Elisabetta Di Castro2

 

La globalización es un proceso multifacético que ha transformado la vida de las naciones. Ninguna puede sustraerse a ese movimiento integrador que las vincula en su diversidad cultural, que no les ofrece certezas ni seguridades y sí las desafía con las densas redes que vinculan los asuntos locales con los globales, esto con la llamada glocalización. Si bien la globalización crea oportunidades para el crecimiento económico con el impetuoso desarrollo de la ciencia, la tecnología y la innovación, también construye una estructura de riesgos y jerarquiza espacios a partir de las cuotas de poder diferenciadas de las zonas o regiones del sistema mundial, fruto de las coaliciones que han debido entablar los estados-nación, cediendo así soberanía y autodeterminación.

La globalización reparte muy mal los frutos del desarrollo. Los ciudadanos de algunas naciones avanzadas cuentan con mayores oportunidades para la elaboración de planes de vida y la consecución de sus fines, pero en su interior, numerosos grupos no tienen acceso a esos beneficios y permanecen en los márgenes. Quienes viven en los países de la periferia, por su parte, enfrentan limitaciones aún mayores y ello amplía las brechas entre las naciones. Así que la exclusión de la globalización ha dejado de ser estigma de un solo grupo de naciones.

Zygmunt Bauman3 sostiene que la globalización ha creado un mundo inestable e inseguro. Incluso en algo tan relevante e íntimo como las identidades, que llegaron a pensarse únicas e inmutables, no están talladas en roca ni tienen garantía de por vida, son eminentemente negociables y revocables. Otro tanto ocurre con la posición o jerarquía social en que consiguen posicionarse las personas; las que están integradas carecen de contrato que asegure su lugar: una falla puede arrojarlos a la exclusión, a sabiendas de que los retornos cada vez son más difíciles. La desigualdad de hoy, amasijo de viejas y nuevas causas, deshilacha el tejido social, construye verdaderas zanjas entre las personas, sus comunidades y naciones.

Pertrechadas en la forma estatal, las naciones están perdiendo capacidad de control y regulación de los intensos movimientos de personas, mercancías y capitales que traspasan sus fronteras una y otra vez, con o sin permiso, generando nuevas oportunidades para todos, pero también nuevos riesgos. Los migrantes y refugiados, los flujos del capital financiero y del conocimiento, o amenazas como los contaminantes letales que se diseminan por doquier, tienen impactos contundentes en los espacios locales —como ha subrayado Ulrich Beck— que deben afrontarse con un enfoque cosmopolita y desde la justicia global.4

La movilidad permanente, conectada por internet, construye nuevas relaciones, interdependencias e identidades que cuestionan la homogeneidad cultural y empujan a las sociedades hacia el reconocimiento de la diversidad, que se ejerce en medio de una profunda asimetría del poder de las naciones, sus organizaciones y ciudadanos. Se plantean entonces numerosas interrogantes acerca de la pertinencia de una gobernabilidad desde instancias supranacionales que puedan conducirnos a la justicia global, según el poder y la agencia de los actores, sus ideologías y fines.

El objetivo principal de este libro es presentar, desde las áreas de las humanidades y las ciencias sociales, y sin pretender ser exhaustivos, algunos aspectos relevantes para la comprensión de los procesos que intervienen en la construcción de las identidades, la exclusión y la justicia global.

Este volumen reúne los resultados de un proyecto colectivo realizado en la Facultad de Filosofía y Letras con el apoyo de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la UNAM (PE402210).

Como una invitación a su lectura, enseguida presentamos, en apretada síntesis, el análisis y las sugerencias de cada uno de los seis textos reunidos en esta obra. En el primer capítulo, “Diversidad y justicia global”, Elisabetta Di Castro postula la necesidad de cuestionar algunos conceptos clave de la teoría tradicional de la justicia y recuperar algunas propuestas que, más allá del Estado-nación y la ciudadanía, apuntan a una visión más compleja para enfrentar las injusticias de nuestro mundo globalizado. Este es el caso, por ejemplo, del planteamiento de Luigi Ferrajoli sobre una justicia ligada a una constitución global, así como la propuesta de Nancy Fraser sobre una teoría tridimensional de la justicia, en la que se integre tanto el problema de la distribución como el del reconocimiento y la participación política. La creación de instituciones, a diversos niveles, se presenta como uno de los principales pendientes que tiene hoy la política para que las legítimas y variadas reivindicaciones de las diferencias se puedan llevar a cabo sin dominación.

En el segundo capítulo, “Diversidad cultural, equidad epistémica, racionalidad y justicia”, Ambrosio Velasco reflexiona sobre la relación entre justicia y racionalidad en diferentes autores del Renacimiento, la Modernidad y la época contemporánea, y propone una noción de racionalidad que sirva de fundamento a un concepto de justicia afín al multiculturalismo. Una condición necesaria para la existencia de una sociedad justa es el reconocimiento de la valía epistémica de diversos tipos de conocimiento, y en general de diversas concepciones del mundo y de la vida. Una concepción abstracta y universal de la racionalidad y de la justicia que no incorpore la relevancia epistémica y política de la diversidad cultural es hoy inaceptable.

En el tercer capítulo, “La exclusión hacia las personas indígenas en México”, Alejandro Sahuí documenta la especial vulnerabilidad de los pueblos indígenas en la medida en que la desigualdad es uno de los indicadores relevantes de la injusticia. Discute las dos principales formas de exclusión que padecen los grupos étnico-culturales en desventaja social según el Informe sobreDesarrollo Humano de los Pueblos Indígenas en México. El reto de la igualdad de oportunidades. El reconocimiento cultural y la representación política son dos aspectos, además de la distribución, que la justicia debería considerar si se quiere atender los modos diversos en que acontece la exclusión de personas y grupos; y sólo una democracia incluyente y sensible al tema indígena podrá no incurrir en nuevas formas de discriminación social.

En el cuarto capítulo, “Identidad y lengua. Adscripción y autoconciencia indígena en México”, Francisco Pamplona presenta la relación de la identidad con la conciencia de saber quién se es y a qué se pertenece, destacando cómo la conciencia y la identidad son formas de pertenecer no sólo a la cultura propia, sino también a la sociedad que excluye. Por ello, la autoconciencia es también conciencia de injusticia y de conflicto. Desde esa perspectiva, plantea que los avances institucionales sólo han transitado, con trabas de todo tipo, por una vía, la de la autonomía cultural y política, en tanto que la otra vía, la del desarrollo, está en permanente regateo y con magros resultados, que el autor valora con un índice de marginación de los municipios ocupados por los pueblos originarios en México.

El quinto y sexto capítulos concentran la atención en algunos fenómenos de la construcción de las identidades en los contextos de exclusión e injusticia del proceso migratorio internacional. En el quinto capítulo, “Los usos de la identidad y la cultura en la transmigración por México; hablando se entiende (y confronta) la gente… de la periferia institucional”, Rodolfo Casillas R. analiza los flujos migratorios internacionales en México y algunos de los supuestos de las políticas gubernamentales, percepciones y actuaciones institucionales, y las respuestas de los transmigrantes centroamericanos, grupos subalternos y excluidos, ante las limitaciones y condicionantes de las leyes migratorias mexicanas. Se apoya en testimonios recabados en campo para examinar cómo la red de redes delictivas llamada Zetas ha recuperado y reconvertido en su lógica particular los elementos identitarios, culturales y de organización de los transmigrantes para el logro de sus propósitos ilegales. El autor se cuestiona las posibilidades del Estado y la sociedad mexicana de entablar un diálogo con los transmigrantes para construir un orden migratorio que asegure un tránsito seguro y digno, respetuoso de los derechos humanos.

En el último capítulo, “Mexicanos en Estados Unidos: exclusión e identidades fragmentadas”, José Luis Ávila analiza el curso seguido por la migración mexicana, precisando que en las décadas de un alto crecimiento económico en Estados Unidos, los grupos conservadores construyeron el imaginario social de la comunidad mexicana como una amenaza a la cultura y la seguridad nacionales, acusándolos de preservar su cultura e identidad y, que en un ánimo de reconquista, ocupa los territorios que México perdió en el siglo xix. La exclusión e integración diferenciada que los 12 millones de connacionales (la mitad irregular) experimentan en Estados Unidos son una expresión de la falta de reconocimiento y trato digno hacia ellos, lo que fragmenta sus identidades y el sentido de pertenencia y lealtad tanto a México como a Estados Unidos. La estabilización del flujo migratorio en la última década crea una coyuntura propicia para negociar un acuerdo que logre una migración segura y ordenada, y regularice la situación de los connacionales que allá viven oprimidos, en los márgenes de la sociedad, sin personalidad jurídica ni respecto de sus derechos fundamentales.

Como puede verse, los textos reunidos fueron elaborados con enfoques y prioridades distintas por cada autor, pero comparten la preocupación por analizar desde diferentes ángulos los fenómenos contemporáneos de la llamada glocalización y sus implicaciones económicas, sociales, políticas y culturales. La densa red de relaciones que se produce entre los diferentes niveles y escalas del sistema global, dejan claramente establecido que el horizonte teórico, social, político y cultural de los estados-nación y su ciudadanía han quedado superados.

La perspectiva multidisciplinaria que ofrecen los textos que aquí presentamos permite acercamientos diferentes a los temas de la identidad, la exclusión y la justicia, y en el caso del tratamiento de la migración internacional, a propuestas analíticas y conclusiones diferentes.

Como mencionamos, la obra que el lector tiene no pretende ser exhaustiva de temas ni enfoques, sino un esfuerzo de análisis y reflexión sobre algunos aspectos relevantes de la relación de la identidad con la exclusión y la injusticia en el mundo contemporáneo. Esperamos que estos materiales contribuyan a una reflexión crítica y multidisciplinaria sobre estos problemas cruciales de nuestro tiempo, alienten nuevas investigaciones en la materia y enriquezcan la formación académica de nuestros estudiantes.

 

DIVERSIDAD Y JUSTICIA GLOBAL

 

Elisabetta Di Castro5

 

En el ámbito de la filosofía política, el problema de la identidad se ha centrado principalmente en un concepto que caracteriza al pensamiento moderno: el ciudadano ligado al individualismo y al Estado-nación. En el siglo xx, las reflexiones siguieron vinculadas al Estado-nación y sus ciudadanos, concebidos dentro de una sociedad democrática como personas libres e iguales. Incluso el giro que tuvo esta área de la filosofía en la década de los setenta, al publicarse el libro Teoría de la justicia de John Rawls, partía también de estos conceptos centrales. Pero en las últimas décadas, el proceso de globalización ha puesto en cuestión los significados tradicionales de la soberanía estatal y la ciudadanía que está ligada a ella, sin desconocerse que en los orígenes del Estado moderno éstos fueron un factor de inclusión e igualdad frente al viejo régimen aristocrático. En este texto, planteamos que para abordar hoy la relación de la identidad con la justicia, es necesario superar la visión del Estado y sus ciudadanos homogéneos, y, en cambio, poner énfasis en la diversidad de personas y grupos así como en el contexto global que caracteriza nuestro presente (a pesar de las diversas crisis y consecuente exacerbación de distintos tipos de nacionalismos). Nuestro mundo globalizado tiene como uno de sus principales desafíos las grandes desigualdades y exclusiones que en diversos niveles, ámbitos e intensidades sufren millones de personas y que una reflexión sobre la justicia debe afrontar.

 

I

 

La complejidad y la diversidad que caracteriza al mundo contemporáneo nos plantea como un aspecto insoslayable el cuestionamiento del individualismo y la defensa de la igualdad y homogenización del ciudadano que impulsó la Revolución francesa. Por ciudadanía se entiende básicamente la relación de carácter político que existe entre una persona y el Estado, por la que a ésta se le otorgan derechos especialmente políticos, como son, por ejemplo, el derecho a elegir, a ser elegidos y a ocupar cargos públicos; en este sentido, se trata de un vínculo jurídico-político que une al individuo con el Estado y lo habilita para participar en su vida política con base en los derechos otorgados, los cuales están íntimamente vinculados también a la imposición de obligaciones. La Revolución francesa fue en su momento una revolución que buscó destruir los privilegios de una sociedad fuertemente estratificada y aristocrática; su legado —en tanto reclamo de igual derecho a participar en la toma de decisiones vinculantes que nos afectan a todos, más allá del nacimiento y la posición que se tenga en la sociedad—, sigue siendo un reclamo válido y en muchas partes del mundo un tema todavía pendiente.

Pensando en las sociedades que han logrado consolidarse como democracias avanzadas, Rawls en su célebre obra se preguntó por los principios de justicia que serían adecuados para este tipo de sociedades, propuesta que impulsó uno de los principales debates en el ámbito de la filosofía política contemporánea que llega hasta nuestros días. Recordemos que el punto de partida rawlseano es el concepto de ciudadano por el cual las personas en una sociedad democrática avanzada se conciben como libres e iguales;, ciudadano que se ubica inicialmente dentro de una sociedad cerrada con el fin de establecer dichos principios, y sólo en un segundo momento —una vez establecidos—, el autor se preguntará por la justicia entre diversas sociedades (pueblos), es decir, la justicia internacional.6 Más allá de los principios específicos de justicia que propone Rawls como los adecuados a las sociedades democráticas avanzadas, para los fines de este texto es relevante destacar que éstos se justifican a partir del planteamiento de una posición original, es decir, de un experimento mental con el que se pretende garantizar las condiciones de imparcialidad en la deliberación sobre dichos principios; este experimento está modelado a partir de un “velo de la ignorancia”, por el que los representantes de los ciudadanos que participan no tienen conocimiento de sus principales características personales ni del grupo al que pertenecen. De esta manera, los ciudadanos quedan caracterizados por la homogeneidad y no diferenciación; la heterogeneidad y las diferencias pertenecen a otro ámbito (al de las concepciones del bien) y no al de la justicia (que es eminentemente político).

Este punto de partida ha sido motivo de muy diversas críticas, entre las que sobresale el cuestionamiento a esa igualdad simple que parte de la homogeneidad de los ciudadanos en el ámbito de la política nacional y deja las diferencias para el ámbito privado.7 En especial Iris M. Young ha destacado que el ubicar las diferencias individuales en el ámbito de lo privado tiende a desembocar en la exclusión de ese grupo en el ámbito público, por ello planteó la reivindicación del “significado público y político de las diferencias entre grupos sociales como un medio para asegurar la participación e inclusión de todas las personas en las instituciones sociales y políticas”.8

Más allá de las discusiones teóricas, en las últimas décadas también hemos presenciado, por parte de diversos movimientos sociales, la reivindicación de la diferencia y la heterogeneidad, las cuales no están ligadas exclusivamente a la diversidad cultural dentro de un país y entre naciones, aunque sin duda es una de las más relevantes y discutidas. Esta reivindicación de la diferencia y la heterogeneidad, en la medida en que demanda libertad y autonomía tanto para personas como para grupos o comunidades, es sin duda positiva y crucial para pensar la justicia hoy, aunque no se puede desconocer que en algunos casos la reconstrucción del sentido de pertenencia (ya sea a un particular grupo social o religioso, o a una determinada comunidad) ha llevado a divisiones y enfrentamientos que, en casos extremos, han pretendido el sometimiento o incluso la eliminación del otro. Como nos recuerda Amartya Sen, “una importante fuente de conflicto potencial en el mundo contemporáneo es la suposición de que la gente puede ser categorizada únicamente según la religión o la cultura. La creencia implícita en el poder abarcador de una clasificación singular puede hacer que el mundo se torne en extremo inflamable”.9

Como hemos señalado en otro espacio,10 después de los grandes debates y los movimientos sociales que se dieron en el siglo XX en torno a la reivindicación de la democracia y sus alcances, cuya cúspide se ubica en la caída del Muro de Berlín, se planteó que la gran mayoría de la población mundial estaba viviendo en países que habían finalmente adoptado las formas constitucionales y las estructuras institucionales de los Estados-nación democráticos. Sin embargo, al mismo tiempo se tuvo que reconocer que las pretensiones de igualdad entre esos ciudadanos homogéneos estaban lejos de cumplirse. Stephen Castles11 ha destacado que, dentro de los Estados, la ciudadanía es jerarquizada, existen grandes diferencias y desigualdades y, aunque no necesariamente en todos los Estados se den todas las posibles formas de diferenciación, destaca la siguientes: los ciudadanos plenos (aquellos nacidos en el país), los migrantes naturalizados (que muchas veces son considerados ciudadanos de “segunda”, incluso sus descendientes ya nacidos en el país), los residentes legales (inmigrantes que tienen algunos derechos de ciudadanía en virtud de una residencia duradera), los migrantes indocumentados (que casi no tienen ningún derecho, excepto los supuestamente “garantizados” por los instrumentos internacionales de derechos humanos), los solicitantes de asilo (con derechos muy limitados bajo regímenes especiales), las minorías étnicas (que formalmente pueden tener todos los derechos pero no pueden ejercerlos al sufrir discriminación y exclusión), los pueblos indígenas (que en las excolonias han sufrido procesos históricos de desposesión, discriminación jurídica y exclusión social) y las divisiones de género (aun cuando en muchos países se ha superado la discriminación jurídica contra las mujeres, la discriminación informal persiste).

Pero la jerarquización no sólo es dentro de los Estados, también entre ellos. Después del fin de la Guerra Fría, el mundo se divide globalmente entre Norte-Sur (aunque hay que señalar que siempre se pueden encontrar enclaves de exclusión social en el Norte como también algunos de prosperidad en el Sur) y Estados Unidos de América se presenta como el superpoder vencedor. De acuerdo con los grados de poder que tengan los Estados entre sí y el nivel de dependencia con el superpoder, el nuevo orden mundial se entiende como un conjunto de círculos concéntricos, que Castles denominó sistema jerárquico del Estado-nación. A este sistema que implica una diferenciación de los Estados-nación de acuerdo al poder que tienen (político, militar, económico y cultural), le corresponde a su vez una jerarquía similar de derechos y libertades de sus pueblos, que el autor llama ciudadanía jerárquica.12 De esta manera, los derechos de ciudadanía en el ámbito internacional son distintos de acuerdo al país del que se es ciudadano: en primer lugar se encuentran los ciudadanos de Estados Unidos de América, seguidos de los de otros países altamente desarrollados, después los de países en transición y recientemente industrializados, para concluir con los ciudadanos de los países menos desarrollados y, en último lugar, con los apátridas.

Frente al supuesto liberal del que partía Rawls, de que todos los ciudadanos son libres e iguales más allá de la pertenencia a grupos específicos, se imponen las diferencias con base en criterios de orígenes, identidad étnica, raza, clase o género. Esta tendencia que se puede rastrear desde la conformación de los Estados-nación, se ha agudizado con el proceso de globalización, y con uno de sus fenómenos más acuciantes: la migración internacional y el trasnacionalismo. Nuestro mundo globalizado se caracteriza por la jerarquización, la desigualdad y en el extremo la exclusión de personas y grupos de pertenencia en diversos ámbitos y niveles, dentro y fuera del Estado en el que se haya nacido.

Pensar hoy la diversidad que caracteriza a nuestro presente, requiere poner en cuestión algunos de los elementos fundamentales que ha caracterizado la filosofía política moderna: el individualismo metodológico, la homogenización del ciudadano y el Estado-nación. Las identidades colectivas son múltiples y diversas, se definen siempre en función de un “otro” y rebasan la pretendida identidad nacional. Como diferentes identidades se pueden manifestar dentro de un mismo Estado, y también muchas atravesar sus fronteras, la identidad no puede quedar confinada al ámbito del Estado-nación. Amartya Sen incluso llegó a calificar de tiranía ese pretendido vínculo entre identidad y Estado: “Hay algo de tiranía de ideas en la visión de las divisiones políticas entre los Estados (en lo esencial, Estados nacionales) como fundamentales, o no sólo como confinamientos prácticos que deben ser cuestionados sino como divisiones de significación básica en ética y en filosofía política […] Se pueden invocar colectividades de muchos tipos diferentes. La justicia internacional no es simplemente adecuada para la justicia global”.13

Por ello hay que insistir en que el proceso de globalización que caracteriza a nuestra época, no sólo promueve una uniformidad ligada al desarrollo económico y tecnológico, (como son por ejemplo la oferta y el posible consumo de productos que se comercializan en todas partes del mundo), sino que con ello también se ha visibilizado la heterogeneidad, el pluralismo y la diferencia en y entre diversas comunidades y regiones. La globalización ha permitido reconstruir y proyectar a nivel mundial distintas identidades, cuya reivindicación también ha sido diversa, ya que remite no sólo a nacionalismos, comunidades originarias, tradiciones religiosas, diversidad cultural de los movimientos migratorios, sino en general a la pertenencia a grupos que incluyen a unos y excluyen a otros (lo cual puede darse en a su vez en diversos niveles y ámbitos), en la medida en que la reivindicación de la identidad remite a objetivos comunitarios, a un fin compartido, que no necesariamente implica inercias culturales o la búsqueda exclusiva de la preservación y la permanencia, sino también pueden estar vinculadas a la renovación y el cambio (sobre todo frente a la experiencia de la injusticia que es lo que aquí nos interesa destacar).

Más allá del individualismo y el nacionalismo metodológico, como hemos señalado en otro espacio,14 hay diversas perspectivas teóricas con las que se ha abordado el tema de la identidad en tanto proceso por el cual se constituye un yo que es al mismo tiempo un nosotros. Recuperando el planteamiento de Seyla Benhabib,15 destacan dos maneras básicas de conceptualizar el problema de las diferencias culturales: para el multiculturalismo fuerte o mosaico, las culturas y los grupos humanos son totalidades bien delineadas e identificables que coexisten con fronteras claras, como si fueran precisamente piezas de un mosaico; sin embargo, las diversas culturas también se pueden concebir como constantes creaciones, recreaciones y negociaciones de fronteras imaginarias entre un “nosotros” y el/los “otro(s)”; aquí se enfatiza que el “otro” siempre está vinculado al “nosotros”, que “un sí mismo” sólo puede ser tal al distinguirse de otro. Es a partir de esta segunda concepción que se pueden entender las diversas luchas de personas y grupos como una exigencia de respeto, libertad e igualdad, manteniendo al mismo tiempo un sentido de sí mismo, de diferencia.

A estas dos maneras de entender el problema de las diferencias culturales, le corresponden también dos perspectivas para concebir la cultura: la concepción de la cultura como totalidades claramente definibles es una visión que se caracteriza por ser desde afuera de la cultura estudiada que, con el fin de comprenderla y a veces incluso controlarla, trata de generar una imagen coherente de la misma; en cambio, la segunda perspectiva, que es la que le interesa destacar a Benhabib, es desde dentro de la cultura, cómo los integrantes de la misma experimentan sus tradiciones, historias, rituales y símbolos, herramientas y condiciones materiales de vida a través de relatos narrativos compartidos, aunque también susceptibles de ser controvertidos e incluso rebatidos. De esta manera, se enfatiza la diversidad no sólo entre culturas, sino también al interior de cada una de ellas.

Hay que insistir que las identidades no son monolíticas, y con Sen podemos agregar que tampoco son únicas ni hay una “identidad dominante” como se pretende a veces difundir a partir de estereotipos simplistas para excluir y estigmatizar al “otro”, ya sea por su nacionalidad, religión, grupo político, clase, género u orientación sexual, por mencionar algunas de las más relevantes. Las personas pertenecen y se identifican con diversos grupos, y el pretender fijarlos en una única identidad no sólo es una forma de imposición externa y arbitraria, es “también la negación de una importante libertad de la persona, que puede decidir sobre sus respectivas lealtades con diferentes grupos (a todos los cuales pertenece)”.16

 

II

 

Sin duda, la globalización ha conformado un mundo con profundas desigualdades y exclusiones, tanto entre países como al interior de ellos; esta situación se agrava con cada crisis, ya sea económica, sanitaria o ambiental, y que muchas veces tiene como respuesta la exacerbación de los nacionalismos (que pueden ser tanto de derecha como de izquierda). Si se plantea el problema de la justicia, cualquier que sea la propuesta tiene necesariamente que postular no sólo el ámbito que debe ser igualado sino también quiénes son los que están llamados a ser incluidos en él.17 En las teorías contemporáneas han habido diversos planeamientos en relación con el ámbito a igualar (los derechos, los recursos o las capacidades, por mencionar algunos de los más relevantes), pero en el caso de quienes están llamados a ser incluidos hubo un consenso más o menos generalizado a partir de la propuesta de Rawls: los ciudadanos. Sin embargo, en las últimas décadas, el proceso de globalización ha introducido (o más bien visibilizado) las grandes y profundas desigualdades que se desarrollan más allá y más acá de los estados, lo que en una teoría de la justicia hoy no puede desentenderse.

Más allá de los posibles cuestionamientos que puedan hacerse a la estructura que tiene la ONU y el papel que ha jugado en las últimas décadas, hay que reconocer que, al menos en el plano normativo, desde los años cuarenta del siglo pasado con la Carta de Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se creó un orden supraestatal en el que los Estados-nación quedaron supuestamente sujetos a normas y la ciudadanía dejó de ser el presupuesto de los derechos. Sin embargo, esto fue sólo en el plano normativo ya que, como vimos, el principio de soberanía estatal y la visión excluyente de la ciudadanía sigue imperando en las relaciones internacionales. Entre los autores que se han preocupado por la necesidad de garantizar la universalidad e igualdad de los derechos fundamentales para todas las personas, más allá del lugar en dónde hayan nacido y en dónde residan, destaca Luigi Ferrajoli para quien “la soberanía no es ahora más que un agujero negro legal, siendo su regla la ausencia de reglas, o en otras palabras, la ley del más fuerte […y] la ciudadanía, se ha convertido en el último privilegio personal, el último factor de discriminación y la última reliquia premoderna de las diferenciaciones por status”.18

De esta manera, si bien representa un avance el establecimiento de la ONU y la formulación de los derechos humanos —los cuales se han llegado a considerar como los primeros elementos para una futura constitución global—, el problema es que no cuentan con las respectivas garantías institucionales, es decir, con los instrumentos que permitan accionar realmente esos derechos.19 Esta es una de las principales tareas que debe enfrentar la justicia global, y para ello se requerirá superar la ciudadanía yl desnacionalizar los derechos. La superación de la ciudadanía y la desnacionalización de los derechos podrá llevar a la consolidación de una constitución global en la que los derechos fundamentales sean realmente universales, y al ser reconocidos a todos en tanto que personas (más allá de qué ciudadanía se tenga) podrán ser tutelados dentro, fuera y frente a los Estados-nación. Por derechos fundamentales se entienden no sólo los derechos humanos clásicos o derechos de primera generación, sino también las formulaciones posteriores “cuya garantía es necesaria para realizar la igualdad en relación con las facultades, necesidades y expectativas que se asuman como esenciales; para vincular las formas y los contenidos de la democracia a esas facultades, necesidades y expectativas; para asegurar la convivencia pacífica; y finalmente, para operar como leyes del más débil en oposición a la ley del más fuerte que regiría en su ausencia”.20

Al respecto también hay que tener presente la distinción entre legalidad y legitimidad, ya que una decisión colectiva no necesariamente es justa por ser tomada democráticamente, así como una decisión puede ser vinculante, legal, pero no necesariamente es legítima. Para autores como Javier Muguerza, sólo cuando se cuestiona la legitimidad de una norma jurídica se abre la posibilidad de un cambio que lleve a condiciones menos injustas. En este sentido, también insiste en que no todo derecho positivo es justo, así como tampoco toda exigencia de justicia ha llegado a ser derecho, e incluso cuando las exigencias de justicia llegan a materializarse en un derecho justo, siempre hay la posibilidad de pensar en un derecho todavía más justo del hasta ahora conocido.21 De esta manera, se abre un largo camino desde la lucha política a la conformación de un derecho menos injusto. La propuesta de una justicia que además sea global para que esté acorde con nuestro tiempo debería incluir, aunque sea a largo plazo, la conformación de una constitución global en la que, como vimos con Ferrajoli, estén garantizados los derechos fundamentales para todas las personas independientemente del lugar en donde hayan nacido o residan. Sólo de esta manera, la justicia frente a las grandes desigualdades y exclusiones podrá dejar de ser un asunto relegado a la moral de los individuos, a las acciones de beneficencia y a los sentimientos de solidaridad.22

Recordemos que fue después de la segunda Guerra Mundial cuando al principio de legalidad formal —que caracterizó al derecho moderno y por el cual la existencia y validez de una norma jurídica no descansa en la justicia o racionalidad intrínseca de su contenido sino en la forma en la que se produjo, es decir, que haya sido formulada por una autoridad competente y de acuerdo con las reglas establecidas para su producción—, se agregó el principio de legalidad sustancial por el que la ley se somete a vínculos no sólo formales sino también sustanciales, dictados por los principios y derechos fundamentales establecidos en las constituciones. De esta manera, tanto en el plano estatal como en el internacional, se redescubrió23 el significado de constitución como límite y vínculo de los poderes públicos: hay normas sustantivas que garantizan la división de poderes y los derechos fundamentales de todos (los cuales habían sido negados por el fascismo y el socialismo realmente existente). Por ello, en el periodo de posguerra se van generalizando las constituciones llamadas rígidas en los ordenamientos estatales democráticos, así como la sujeción de los Estados a las convenciones sobre derechos humanos en el derecho internacional (que, como hemos mencionado, hasta ahora no tienen la fuerza jurídica que les daría una constitución global).A diferencia de la legalidad formal que separó la validez de la justicia, la legalidad sustancial separa la validez de la vigencia y rompe con la presunción a priori de la validez del derecho existente: la validez de una norma no es sólo porque esté vigente y ha sido emanada de acuerdo con las formas predispuestas para su producción, sino también porque sus contenidos sustanciales respetan los principios y derechos fundamentales establecidos en la Constitución. Con ello, señala Ferrajoli, se incorporan las condiciones sustanciales de validez de las leyes en los sistemas jurídicos “bajo la forma de principios positivos de justicia estipulados en normas supraordenadas a la legislación”,24 lo que abre el espacio para la crítica del derecho vigente ya sea por ser considerado inválido, con lagunas o antinomias, con una proyección de garantías inexistentes o inadecuadas aunque éstas sean exigidas por las normas constitucionales.

Pero además de la legalidad sustancial y la correspondiente incorporación de principios de justicia, no olvidemos el otro elemento crucial para el tema que nos ocupa: la titularidad de los derechos en virtud de que los ordenamientos jurídicos no han catalogado con ese estatus jurídico a todas las personas. A lo largo de la historia ha habido diversos criterios para separar a los seres humanos de ese estatus que les permite ser titulares de una normatividad establecida, lo que ha implicado diversos tipos de limitaciones y discriminaciones, pero hoy subsisten únicamente dos diferencias básicas: la ciudadanía y la capacidad de obrar.25 Con base en estos criterios se conforman dos grandes divisiones en las constituciones: la división entre los derechos de la persona y los derechos del ciudadano, esto es, si la titularidad se le atribuye a todas las personas o sólo a los ciudadanos, y la división entre derechos primarios (sustanciales) y derechos secundarios (instrumentales o de autonomía), es decir, si la titularidad es a todas las personas o sólo a las que tienen capacidad de obrar.

Si bien ambas divisiones son problemáticas,26 aquí nos interesa la primera que está en la base de los derechos fundamentales reconocidos en las constituciones locales de cada Estado-nación: la distinción entre personas y ciudadanos, que es fuente de grandes desigualdades y exclusiones;27 a las que se suman, como vimos, las derivadas del sistema jerárquico de Estado-nación que caracteriza nuestro mundo globalizado.

 

III

 

El problema de la justicia, como han señalado diversos autores,28 surge de evaluar como injusta una situación presente. La propuesta de justicia, con la que se pretende corregir esta situación, reivindica no sólo un ámbito que hay que igualar (el qué de la justicia) sino también quiénes deben ser considerados. Por ello, surge la pregunta por cuál es la comunidad pertinente en cada caso.29 En muchos ámbitos, el ciudadano y el Estado han dejado de serlo porque las condiciones de vida de los sujetos de la justicia no dependen solamente de la comunidad política de la que son ciudadanos, al haber estructuras extraterritoriales y/o no-territoriales que tienen un impacto relevante en ello. De esta manera, el problema de la justicia no remite sólo a su sustancia sino también a su marco, el cual depende finalmente de las estructuras involucradas en la desigualdad que se considera injusta y se exige corregir.30

Tomando distancia de las tradicionales teorías de la justicia social que se sucedieron a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, y que partían de un nacionalismo metodológico, Nancy Fraser ha propuesto una teoría de la justicia democrática que concibe a partir de la conjunción de tres dimensiones: además de luna dimensión económica ligada a la distribución y una dimensión cultural vinculada al reconocimiento, incorpora una dimensión política en la que se recupera el ámbito de la representación. La autora postula también el principio de todos los sujetos,31 por el cual se consideran como miembros socios de una esfera pública, las personas sujetas a una estructura de gobernación que determina las reglas básicas de su interacción. Con ello, se deja atrás la identificación automática con la ciudadanía política, y se exige que, dependiendo del problema de injusticia que se trate, el marco y el quiénes estén vinculados al ámbito de la toma de decisiones que entran en juego en cada caso, así como a las personas que quedan sujetas a ellas. Así, frente al problema de la exclusión de la titularidad de muchos derechos básicos, dada la distinción entre ciudadano y persona que caracteriza al Estado-nación, se propone la consolidación de una institución o una red de instituciones globales que, superando esta diferencia, pueda velar y defender esos derechos básicos como derechos fundamentales, con la fuerza y garantía jurídica que hoy no tienen los derechos humanos, haciendo posible que sean realmente derechos efectivos para todas las personas.

Por ello es relevante la insistencia de Ferrajoli en reivindicar un constitucionalismo global que otorgue titularidad de derechos fundamentales a todos los seres humanos, y con ello se puedan promover reformas institucionales a diferentes niveles que en el futuro conduzcan a una distribución justa no sólo de la riqueza sino en general de los beneficios que genera la globalización.32 Este planteamiento ha sido criticado por utópico en virtud de las relaciones de poder dominantes que han caracterizan el desarrollo histórico de la humanidad; sin embargo, para el autor, más que una oposición entre realismo y utopismo, la distinción relevante es entre un realismo a corto y a largo plazo, porque

 

La más irreal de las hipótesis es imaginar que la realidad permanecerá igual para siempre […] Aunque parezca poco realista en el corto plazo, como quedó demostrado con muchos de los recientes fracasos de Naciones Unidas, el proyecto jurídico que está en la base del constitucionalismo global es la única alternativa realista a la guerra, la destrucción, el surgimiento de una variedad de fundamentalismos, los conflictos étnicos, el terrorismo, el aumento del hambre y la miseria general… Refleja las crecientes expectativas y el sentido común de los pueblos a medida que toman conciencia gradual del incremento de la interdependencia global.33

 

De esta manera, en nuestro mundo globalizado la justicia global se presenta como la escala o marco de justicia adecuado para realmente llegar a incidir en las condiciones de vida de toda la gente, y no sólo la de los ciudadanos de algunos países. Pero hay que agregar dos aclaraciones. En primer lugar, si bien se puede reconocer que el ámbito jurídico no es por sí sólo suficiente para resolver las injusticias en el mundo, sin duda es un ámbito necesario para encaminarnos a ello. En segundo lugar, si bien podemos encontrar en el siglo pasado algunos antecedentes del constitucionalismo global, éste es más bien una tarea a largo plazo que no sólo depende de las propuestas teóricas sino también crucialmente de las prácticas políticas. La propuesta de una justicia global es hoy sólo una idea rectora y no es necesariamente incompatible con otros planteamientos, como el de Amartya Sen,34 quien al criticar la teoría de la justicia de Rawls nos invita a dejar de pensar en cuáles serían las instituciones perfectamente justas para que mejor nos ocupemos por cómo podemos promover la justicia en este mundo, cómo podemos hacerlo menos injusto. Para ello, la participación política se presenta como un elemento fundamental que tal vez poco a poco, a largo plazo, logre consolidar esa necesaria constitución global que para Ferrajoli requiere la justicia contemporánea. Como ha señalado Sen, no es sólo a través de instituciones como la ONU u otros organismos internacionales como la Organización Mundial de Comercio, sino también “a través de los medios de comunicación, la agitación política, el trabajo comprometido de las organizaciones ciudadanas y las ONG, y el trabajo social basado no sólo en las identidades nacionales sino también en otras comunalidades, como los movimientos sindicales, las cooperativas, las campañas de derechos humanos o las actividades feministas”.35