Iglesia S.A. - Ángel Munárriz - E-Book

Iglesia S.A. E-Book

Ángel Munárriz

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Beschreibung

La Iglesia católica española, delegación local de un Estado teocrático extranjero, el Vaticano, sobrevive gracias a que el erario público dedica una ingente cantidad de recursos al pago de su estructura, sus nóminas, su red educativa y el mantenimiento de sus templos. En su dimensión política, la Iglesia española se dedica a frenar cualquier empeño social o moralmente emancipador. En su dimensión económica es al mismo tiempo una empresa en rescate público permanente y una potente sociedad que opera a resguardo del radar del fisco siguiendo el manual del neoliberalismo. El impacto social de su actividad económica, sobre todo en la enseñanza y la asistencia social, es gigantesco, ya que se asienta sobre la anulación de los principios de universalidad, solidaridad, equidad y redistribución, sustituidos por una mezcolanza de liberalismo educativo de fachada meritocrática y caridad inmovilista. La Iglesia, aferrada a unos privilegios entregados por el franquismo como botín de guerra, se beneficia del régimen fiscal de una ONG para desplegar una actividad mercantil tan discreta como profesionalizada en campos que creeríamos reservados a empresas consagradas al beneficio puro y duro. Asesorada por la gran banca, incrustada en la elite económica, la institución católica no ha desdeñado ni la especulación ni las técnicas de elusión fiscal a su alcance. Más parecida al Opus que a Cáritas, más a los kikos que a los franciscanos, más a Wojtila que a Bergoglio, más a la banca vaticana que al monte de piedad, la Iglesia española es hoy una institución apartada de sus fines vocacionales. Del descarnado retrato que Iglesia SA ofrece de la organización que ha ejercido de histórica rectora de la moral española se deriva una pregunta que reclama respuesta urgente: ¿cuántos principios y valores pueden sacrificarse antes de que una institución pierda su razón de ser?

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akal / a fondo

Director de la colección

Pascual Serrano

Diseño interior y cubierta: RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ángel Munárriz, 2019

© de la presentación, Pascual Serrano, 2019

© Ediciones Akal, S. A., 2019

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

 

 facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

 

 

ISBN: 978-84-460-4737-7

 

 

Ángel Munárriz

IGLESIA S. A.

Dinero y poder de la multinacional vaticana en España

 

La Iglesia católica española, delegación local de un Estado teocrático extranjero, el Vaticano, sobrevive gracias a que el erario público dedica una ingente cantidad de recursos al pago de su estructura, sus nóminas, su red educativa y el mantenimiento de sus templos. En su dimensión política, la Iglesia española se dedica a frenar cualquier empeño social o moralmente emancipador. En su dimensión económica es al mismo tiempo una empresa en rescate público permanente y una potente sociedad que opera a resguardo del radar del fisco siguiendo el manual del neoliberalismo.

Aferrada a unos privilegios entregados por el franquismo como botín de guerra, se beneficia del régimen fiscal de una ONG para desplegar una actividad mercantil tan discreta como profesionalizada en campos que creeríamos reservados a empresas consagradas al beneficio puro y duro. Asesorada por la gran banca, incrustada en la elite económica, la institución católica no ha desdeñado ni la especulación ni las técnicas de elusión fiscal a su alcance. Más parecida al Opus que a Cáritas, más a los kikos que a los franciscanos, más a Wojtila que a Bergoglio, más a la banca vaticana que al monte de piedad, la Iglesia española es hoy una institución apartada de sus fines vocacionales.

Del descarnado retrato que Iglesia S.A. ofrece de la organización que ha ejercido de histórica rectora de la moral española se deriva una pregunta que reclama respuesta urgente: ¿cuántos principios y valores pueden sacrificarse antes de que una institución pierda su razón de ser?

El periodista Ángel Munárriz (Cortes de la Frontera, Málaga, 1980) ha trabajado en El Correo de Andalucía, Odiel Información, El Mundo de Andalucía y Público. Además, ha colaborado con Interviú, La Marea y Cambio 16, entre otros medios. Guionista del documental televisivo sobre corrupción Malas Compañías (La Sexta) y colaborador de las tertulias Hoy por hoy (Ser), Ya es mediodía (Telecinco) y Acento Andaluz (7TV), actualmente forma parte de la redacción de Infolibre, donde publica artículos en profundidad. 

Presentación

Se podrá pensar que, a estas alturas, escribir sobre el dinero y el poder de la Iglesia en España es abordar temas trillados. Quizá por eso, el proyecto inicial de este nuevo libro de la colección A Fondo, Iglesia S. A. Dinero y poder de la multinacional vaticana en España, era recoger la información existente, ordenarla, actualizarla y darle sentido; sin embargo, el resultado obtenido ha superado todas nuestras previsiones. Su autor, el periodista Ángel Munárriz, ha realizado una exhaustiva profundización en los negocios de la Iglesia y su sistema de extorsión al Estado que no tiene precedentes en ningún trabajo periodístico y bibliográfico sobre este asunto.

Muchos lectores quizá conozcan a Ángel Munárriz por sus trabajos en Infolibre, donde, entre otros temas, escribe sobre la Iglesia y sus negocios (casi siempre realizados con el dinero de todos). Allí hemos leído magníficos reportajes que han sido un aperitivo del festín pantagruélico de detalles sobre los chanchullos eclesiales que supone este libro.

A lo largo de estas páginas descubrimos el negocio de las visitas a la catedral de Toledo de selectos grupos de 10 personas que incluyen un recorrido por estancias exclusivas, un concierto de órgano, los aperitivos de jamón ibérico, el menú de cochinillo deshuesado con crema de patata y carabinero con mollejas de cordero, tarta y vino por 9.000 euros. Conocemos las decenas de miles de inmatriculaciones que, de la noche a la mañana, pasaban a engordar el extenso catálogo patrimonial de la Iglesia –algunas de ellas, después, tuvieron que ser compradas por los mismos ayuntamientos a los que se las habían arrebatado–. Nos sorprendemos con el alquiler de sillas, ¡en la vía pública!, durante la Semana Santa de Sevilla, con el que las cofradías se embolsan más de tres millones y medio de euros. No damos crédito al enterarnos de que una caja de ahorros controlada por religiosos llegó a pagar dietas por asistir a misa. Visitamos la casa madrileña en la céntrica calle Bailén a la que se trasladó Rouco cuando dejó de ser arzobispo de Madrid, con sus 370 metros, dos religiosas para la asistencia doméstica y un sacerdote de secretario. Y examinamos los vínculos de un tercio de los consejeros de las empresas del IBEX con universidades católicas. Como decíamos, todo un banquete de informaciones que nos asombrarán.

Una particularidad española es la ligazón histórica de la Iglesia con el franquismo, el régimen del que ha obtenido los privilegios que hoy continúa defendiendo a capa y espada. La misma institución que recibía bajo palio al dictador es la que se hablaba que se podría prestar a acoger sus restos en una catedral de la capital del país. La misma que propone beatificar a las víctimas del bando golpista dificulta a los familiares el acceso a la verdad sobre los republicanos que yacen en las cunetas. Como señala Ángel Munárriz, «el olor a franquismo que queda en la España de hoy es olor a incienso».

Es curioso, la Iglesia ha conquistado para sus privilegios lo que los ciudadanos no hemos logrado para nuestros derechos sociales: pasar de la cita formal de su reconocimiento a la garantía de su cumplimiento en los presupuestos del Estado. Me explico. Nuestro derecho a la vivienda, nuestro derecho a la alimentación o nuestro derecho a salir del país no van asociados a que el Estado nos pague una casa, la cuenta del supermercado o un billete de avión; sin embargo, el derecho a recibir clases de Religión sí que va asociado a que el Estado pague todos esos profesores. De la misma manera, el derecho a la asistencia religiosa implica que el erario público se haga cargo de la nómina de un cura en la cárcel o en el hospital. No hemos logrado que el Estado garantice asistencia odontológica, pero sí religiosa.

Los privilegios de la delegación del Vaticano en España presentan la peculiaridad de ser apoyados por esa derecha que se dice tan patriota y defensora del libre mercado. A los guardianes del neoliberalismo no les molesta que la Iglesia intervenga en el mercado privado (inmobiliario, turístico o sanitario) desde la ventaja sobre la competencia que supone estar libre de casi todos los impuestos y controles fiscales. Tampoco a los patriotas les preocupa que el Estado vaticano logre un nivel de influencia sobre el Gobierno y las instituciones españolas que sería intolerable con cualquier otro país.

Otra de las características de la Iglesia que destaca Munárriz es su insistencia en presentarse siempre como víctima de las embestidas y persecuciones de los no creyentes. Es curioso, cuando algunos no nos queremos casar por la Iglesia, pretendemos divorciarnos de nuestra pareja si no funciona nuestra relación, interrumpir un embarazo no deseado o simplemente mantener a nuestros hijos al margen de un modelo educativo que enseña que venimos de Adán y de una costilla suya que se llamaba Eva, se nos acusa de ir en contra de la Iglesia y de la religión. Y eso sin que se nos haya ocurrido pedir a los demás que nos imiten o compartan nuestras acciones, y menos aún que sean obligados a ello. Son los jerarcas de la Iglesia que se dice perseguida quienes criminalizan a las mujeres que abortan y obligan al Estado a pagar la clase de Religión con dinero que sale de los bolsillos tanto de creyentes como de no creyentes. Es la misma jerarquía que ayer intentó evitar la legalización del divorcio y hoy se afana en evitar la legalización de la eutanasia, valiéndose para ello de la fuerza de una estructura sostenida con dinero público. Y, a pesar de todo, se presentan como víctimas de radicales laicistas, en un mensaje radiado sin descanso por medios de comunicación propios y afines.

Por eso es importante aclarar que no hay nada en este libro en contra de la religión, ni del catolicismo, ni de la Iglesia, ni, por supuesto, de los creyentes. El laicismo deja tan tranquila a la Iglesia como tranquilo quiere que la Iglesia deje al Estado y a los ciudadanos que no tienen intención de acercarse a la apostólica y romana. Ojalá la Iglesia respetase el dinero de los laicos igual y no se apropiase de los 11.000 millones anuales que, según Europa Laica, termina llevándose del Estado a través de las fórmulas más variadas. La Iglesia y sus múltiples entidades ingresan cada seis años la misma cantidad que suma el histórico rescate bancario que tanto nos escandalizó.

Este libro, además de la valiosa información que nos proporciona, alcanza conclusiones escalofriantes:

1) Que el objetivo de la Iglesia es la propia Iglesia. Es decir, seguir, permanecer, continuar, sobrevivir. Existir. Y para ello necesita, obligatoriamente, dinero y poder.

2) Que la Iglesia requiere un Estado social frágil para poder seguir siendo fuerte. Necesita un sistema educativo público incapaz de atender a todos los niños en condiciones aceptables para así ofrecer su red privada; necesita que haya desempleados o trabajadores sin ingresos mínimos para poder recoger dinero en su nombre y lograr que se le acerquen en busca de caridad; necesita que escaseen los albergues públicos para indigentes para poder así presentarse como hogar de los necesitados. En su modelo ideal no habría asistencia sanitaria universal y volverían a ser imprescindibles las monjas de la beneficencia.

3) Que, al igual que sucede con la Monarquía y otras instituciones ancestrales, para que pasen a la historia no es necesario combatirlas, basta con cerrarles el grifo del dinero público y que dejen de vivir de nuestro bolsillo.

4) Que sólo desactivando el Concordato heredado del franquismo podemos liberarnos de esa tenia parasitaria que es la Iglesia.

Es mucho lo que descubriremos en este libro. Quizá tras leerlo veremos con otros ojos a esos que dicen velar por nuestras almas en la muerte mientras manejan el poder y nuestro dinero en la vida. «(...) Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres», dice la Biblia (Juan 8, 30-36). Quizás, entonces, paradójicamente, las revelaciones de estas páginas sitúen a Iglesia S. A. más cerca de las enseñanzas de Jesús que los actos de muchos de sus representantes en la Tierra.

Pascual Serrano

 

 

A Ana: madre, hija y espíritu santo

 

A mi padre, a mi hermano

 

GÉNESIS

 

La Iglesia sigue interpretando ante la sociedad el ensayado papel del menesteroso cura de ropajes amarilleados que predica abnegadamente la caridad en el desierto moral de un mundo obnubilado por la opulencia. Puertas adentro, en cambio, se comporta como un ejecutivo con traje de diseño que aplica a su cartera de activos las más avanzadas técnicas de gestión capitalista, sin renunciar a la inversión de riesgo, la triquiñuela fiscal o la alianza estratégica con los prebostes del gran dinero. Más parecida al arribista opusino que al párroco rural, más a una business school que al colegio de una misión, más a los kikos que a Cáritas, más a Wojtila que a Bergoglio, más al reaccionario teocón que al teólogo ecuménico, más a la banca vaticana que al monte de piedad, más a Rouco Varela que a Ignacio Ellacuría, la Iglesia española es una institución que sacrifica principios y valores en el altar del más desnudo economicismo. Una institución cuyo fermento revolucionario, que empujó hace dos milenios a los últimos de Judea contra el ocupante romano, se ha disipado ya por entero en un mar de intereses y privilegios.

¿Qué es la Iglesia? No es fácil delimitar su naturaleza exacta. En España la Santa Madre es de iure una gran organización privada atomizada en miles de terminales que conforman la delegación ibérica de un Estado teocrático extranjero, el Vaticano, histórico soporte global de la moral conservadora y la sociedad estratificada. De facto es una colosal estructura institucional que sobrevive amamantada por el Estado, sin cuyo dinero se desmoronaría como acaba ocurriéndoles tarde o temprano a todas las compañías que fían imprudentemente su viabilidad a un único cliente. Porque nuestra Iglesia se debe al Vaticano, pero España paga la cuenta. Usted y yo pagamos la cuenta.

Si la tomamos como una empresa –una forma parcial pero interesante de verla–, la Iglesia es una empresa en rescate permanente. Sus ingresos están privatizados; sus gastos, socializados. Son miles de millones de euros los que cada año le brinda el Estado, incluyendo exenciones, asignaciones vía IRPF, conciertos, subvenciones, sueldos de religiosos... Tan abundante caudal no apareja la exigencia de un mínimo suficiente de transparencia. Las prerrogativas de las que disfruta la Iglesia no implican tampoco como contrapartida una función social que favorezca los intereses de la mayoría. Al contrario, la Iglesia española es una institución conectada con las capas privilegiadas de la sociedad, en una alianza que se observa en fundaciones y escuelas de negocio, en patrocinios y universidades, siempre bajo la lógica del interés mutuo y el quid pro quo.

Al disfrute de las múltiples prebendas públicas, especialmente relevantes en el ámbito educativo, la Iglesia suma una ingente actividad mercantil: de las aulas a los hospitales, del turismo a la especulación pura y dura, de las editoriales a los medios de comunicación, de los alquileres a las recalificaciones, de los seguros a las sicavs... La dimensión económica de la Iglesia, agraciada por un ventajoso régimen fiscal, lo abarca todo en su seno. No es un apartamento dentro del edificio eclesial, sino su viga maestra. Condiciona toda su estructura. No hay punto de la Iglesia donde se rasque sin que aparezca, bajo la piadosa cáscara, el color verde del dinero. Las inmatriculaciones, por ejemplo, responden a la más descarnada lógica de acumulación patrimonial. Incluso en los problemas aparentemente desconectados del dinero resuena el tintineo del metal. Las alucinantes dimensiones alcanzadas por la pederastia eclesial en todo el mundo sólo obtienen cabal explicación introduciendo entre sus causas el celibato, que a su vez está diseñado para evitar la dispersión del capital que se produciría si los religiosos tuvieran que ocuparse de familias y herederos. En España la exhumación de Franco del Valle de los Caídos ha aflorado, al plantearse como plan B su enterramiento en la Almudena, la existencia de un mercadeo privativo con las criptas catedralicias que bordea la simonía.

El mayor problema que plantea la vertiente empresarial de la Iglesia, más allá de beneficiarse de un estatus que contraviene la aconfesionalidad del Estado, es que se asienta en el deterioro de los servicios públicos. Para que su oferta educativa resulte atractiva, necesita un sistema público renqueante y desacreditado. Igual pasa con la sanidad y con la asistencia social. Para que se abra paso la caridad del voluntariado monjil, debe fracasar la redistribución solidaria de la justicia social. La Iglesia requiere de un Estado del bienestar a medio desmantelar que le delegue permanentemente competencias que deberían ser inalienables del poder político. Dicho de otro modo, la Iglesia necesita un Estado frágil para que el Estado necesite una Iglesia fuerte. Es una pescadilla que se muerde la cola. El resultado es que la institución religiosa sigue incrustada en el tuétano del edificio civil español, sin que ningún gobierno hasta la fecha haya intentado despegarla. Poseída por la lógica del networking propugnada por el Opus Dei –la aportación más decisiva de España a la Iglesia mundial en los últimos cien años–, la jerarquía trata de compensar su pérdida de fuerza religiosa con la presencia en todas las salas donde se timonea el rumbo del país: la política, la judicatura, la universidad, el IBEX... El objetivo es el sostenimiento o la ampliación de sus privilegios, en una dinámica que hace ya imposible saber si el dinero es para la Casa de Cristo el medio o el fin.

«[...] La realidad de nuestra Iglesia en España está totalmente condicionada por la imagen de la Virgen del Pilar cubierta con el manto del Banco de Santander, por las relaciones del cardenal Rouco con la cúpula empresarial, por la orientación ideológica de la COPE y 13TV [...]». Tan rotunda afirmación no sale del berrinche anticlerical de un apóstata, sino del análisis del rumbo de la jerarquía española del sociólogo cristiano Alfonso Alcaide[1]. La imagen que nos brinda traza una metáfora elocuente sobre la Iglesia española. Ante el avance de la secularización, la cúpula eclesial ha elegido como vía de supervivencia la burocratización, el aferramiento a los privilegios heredados del franquismo y la praxis económica neoliberal. Todo acompañado de una contramarcha ideológica. Es una conducta fiel a su historia. La Iglesia ha sido en España aliada consustancial del poder político, casi siempre absolutista, con el objetivo común de evitar que cualquier aliento liberal, no digamos colectivista, atravesara las puertas del país. Es una institución que nace y crece marcada por su vocación de sustento de las clases altas, que a cambio la han bañado en riquezas con las que saciar su ambición.

Esta oscura e íntima sustancia de la Iglesia española –compatible con la genuina vocación de entrega al prójimo de muchos de sus miembros– se mantiene viva. Y a la disección de esa sustancia se dedica este libro. El primer capítulo, «El tinglado», repasa la conformación de sus privilegios, fruto de un histórico entrañamiento con el Estado. «El paraíso» y «El sumidero» detallan su bula fiscal y su barra libre de dinero público, con atención a la exención del IBI y a la asignación vía IRPF. El suculento negocio de las entradas a los monumentos, que encuentra en la mezquita de Córdoba su más increíble ejemplo, está recogido en «El expolio», que recorre el escándalo de las inmatriculaciones. «El poder» se fija en las áreas de la institución más sensibles a la tentación del metal: el Vaticano, el Opus... Hay que detenerse aquí en la resistencia de la jerarquía española al reformismo papal y en el ilimitado favoritismo político del que disfruta, gobierne el PP o el PSOE. «La pizarra» hace un alto en las aulas, el área de influencia más importante de la Iglesia, el ámbito donde mejor se aprecia su alianza con el big money. Un apartado se dedica a su músculo mediático, otro a la Legión de Cristo. De Gescartera a Cajasur, «El negocio» narra pelotazos, describe chanchullos y revisa ardides fiscales.

 

 

 

[1] A. Alcaide Maestre, Dignidad y esperanza en el mundo del trabajo, Madrid, Edice, 2016, p. 98.

I

EL TINGLADO

 

1.1. Palabra (y dinero) de Dios

De cómo las 40.000 entidades de la Iglesia ocultan su contabilidad. De cómo resuelve la Iglesia el conflicto entre el verso de la fe y la prosa del dinero. Del control que la delegación vaticana local ejerce sobre las almas, las aulas y las arcas.

El dinero, el poder, la verdad y la fe

«Amarás a Dios sobre todas las cosas» (primer mandamiento)

A la Iglesia, además del consuelo de las almas y la dirección moral, se le dan bien el dinero y las palabras. Usa el lenguaje, tocado por el prestigio antiguo de la Casa de Cristo, no sólo para honrar a su dios, sino también para defender sus riquezas. Por eso hablar de la Iglesia y de su dinero, también de su poder, requiere hablar de su palabra y de su mensaje. No hay compartimentos estanco. En la naturaleza íntima de la Iglesia todo se mezcla en un balance confuso. En ocasiones no se distinguen el dios y el dinero. No pueden analizarse por separado, porque no es fácil saber si la Iglesia se debe a su fe o a su riqueza, ni si esta es un medio o el fin mayor.

El uso que la Iglesia hace del lenguaje es sinuoso como la propia institución. La Iglesia no es fácil de entender, ni de explicar. No lo son su estructura ni su funcionamiento. Tampoco lo es desvelar sus contradicciones, con las que convive con aplastante naturalidad. Como si no existieran. Las niega o las quema como a un hereje. Pero las contradicciones existen y se multiplican en el conflicto entre el verso de la fe y la prosa del dinero. La Iglesia es una institución terrenal que se ocupa de asuntos divinos, o al revés. Predica la pobreza, pero ostenta un ingente patrimonio. Nos declara a todos hermanos, pero acumula privilegios. Se dice poseedora de la verdad, pero incurre en la ocultación, o usa el envoltorio de las palabras equívocas. O manipula. Quizás incluso miente.

El octavo mandamiento es una opción contingente para los gerifaltes de la Iglesia. Tenemos casos cerca. Al menos una vez, Antonio María Rouco Varela, hombre fuerte del alto clero español durante dos décadas, prescindió de la verdad en defensa de los intereses de la Iglesia, que es la Verdad mayúscula a la que se debe monseñor. Dijo Rouco en 2012, siendo presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), que la exención a la Iglesia del Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) sólo afecta «a los edificios de culto donde se practica la actividad pastoral y a las catedrales»[1]. Pero no es verdad. Sólo sería cierto si aceptamos pulpo como animal de compañía. O si aceptamos –como veremos luego– que un convento en la Costa Brava es «un edificio de culto».

No es habitual sorprender en mentira flagrante a los ministros de la Iglesia. Su lenguaje suele planear por encima de la materia, donde la concreción es obligada. Incluso a algo tan contante y sonante como el dinero logran aplicarle una retórica metafísica, que difumina los hechos hasta confundirlos con intenciones y que convierte el pensamiento mágico en orden probado. Así erigen una lógica según la cual los privilegios eclesiales no son tales, sino derechos adquiridos en razón de la historia de la Iglesia, la «única institución que estaba en España antes que España», como suelen repetir; la Iglesia no le cuesta dinero al Estado, pese a la evidencia de los miles de millones al año, sino que se lo ahorra, y las inmatriculaciones no han sido una apropiación alevosa, sino un inocente acto burocrático. Por supuesto, las inversiones de la Iglesia, tan similares a las de cualquier operador capitalista, no demostrarían su avidez mercantil, sino un sano empeño por proveerse de los recursos para difundir el Evangelio. Y así ad infinitum.

Por fortuna siempre queda la opción de pedirles los papeles, que es lo que hacemos los periodistas cuando un entrevistado se pone correoso. Y ahí flaquean. No hay documentos que prueben la titularidad de miles de bienes inmatriculados. En cambio, sí los hay que acreditan los privilegios de la Iglesia en materia fiscal. Los cálculos con los que defienden el supuesto «ahorro» que permite al Estado son groserías numéricas sin rigor. Las memorias justificativas del uso que dan al dinero público que reconocen recibir –una parte mínima del total que en realidad reciben– carecen de detalle y fiscalización. Y, lo más elocuente de todo, a las preguntas fundamentales no dan respuesta. Silencio.

¿Cuánto dinero público recibe la Iglesia al año en España? Es más, ¿cuánto patrimonio posee? ¿Cómo y dónde invierte su dinero? Nada. No hay respuesta.

Pero aquí viene la noticia alentadora: ese silencio, ese empeño en no mostrar completa la fotografía empresarial de la Iglesia, es lo que puede dotar de mayor interés –el lector lo dirá– a este libro. Al tener que buscar aisladamente cada privilegio, cada negocio, cada omisión, cada contradicción, sin que ni las instituciones públicas ni la Iglesia contribuyan a facilitar una visión de conjunto, ha ido surgiendo una perspectiva inédita. El cuadro decepcionará a quien espere ver un reflejo de nobles valores cristianos.

Un tema delicado, un discurso equívoco

«No darás falsos testimonios ni mentiras» (octavo mandamiento)

Cuando digo que la Iglesia guarda silencio, quiero decir que guarda silencio sobre su patrimonio y sus dineros. Por lo demás, no calla. Habla desde el púlpito, desde la COPE, desde Trece, desde TVE, desde ABC, desde la educación pública, concertada y privada, desde sus universidades y escuelas de negocio, desde sus editoriales. Le habla a los militares y a los presos a través de sus capellanes pagados con dinero público. Habla desde sus ONG –también subvencionadas–, desde el Opus y la Conferencia Episcopal... Es dudoso que haya una institución en España que emita su mensaje de forma más continuada y torrencial. Eso sí, de dinero no le gusta hablar.

Pero tiene que hacerlo. A regañadientes, tiene que hacerlo. Porque resulta que su dinero, al salir en gran medida de las arcas del Estado, es un asunto de interés público. Para hablar de dinero la Iglesia tiene un portavoz, el profesor de finanzas en la Universidad Autónoma de Madrid Fernando Giménez Barriocanal. Su currículum acredita una larga trayectoria pegada a los dineros de la Iglesia: vicesecretario económico de la CEE, presidente de la COPE, director financiero de la Jornada Mundial de la Juventud de 2011... Casado y padre de cinco hijos, lleva más de 25 años en el cogollo de las negociaciones entre la Iglesia y el Estado, y a juzgar por los resultados merecería una estatua en el plaza de San Pedro. Como portavoz, sabe hacer su trabajo. Argumenta con calma, con el aire beatífico de la institución a la que se debe. Al igual que la Iglesia, nunca se amilana, ni cede. Rara vez muestra dudas. Si se queda sin defensa, alude a la famosa «labor social» de la Iglesia, que parece justificarlo todo. Es lo que llamaré «el comodín de Cáritas». ¿Que la Iglesia no paga IBI incluso de inmuebles por los que obtiene réditos? Pues saca el comodín de Cáritas. ¿Que ha inmatriculado miles y miles de bienes con una ley franquista? El comodín de Cáritas. ¿Que goza de una posición en el marco educativo injustificable en un Estado aconfesional? El comodín de Cáritas. ¿Que ha utilizado las sicavs para invertir minimizando impuestos? Los jerarcas sacan el comodín de Cáritas.

Y no importa que el comodín de Cáritas no sea racionalmente convincente. Esta institución bimilenaria ha levantado una de las mayores máquinas de poder e influencia de la historia sobre la base de ideas imposibles de demostrar. No son los hechos su terreno. La Iglesia es irrefutable para millones de personas al margen de la lógica. Por eso puede permitirse, en pleno siglo xxi, vivir del Estado sin dar cuentas al Estado y presentarse al mismo tiempo como una institución injustamente perseguida.

Ahí, en ese terreno equívoco donde las ideas desplazan a los hechos, donde las creencias ocupan el lugar de la verdad, es donde la Iglesia se mueve como pez en el agua. Ahí se forjan sus privilegios, su poder y su fortuna.

El dinero de la Iglesia no existe

«Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Evangelio de san Mateo)

En su obra La financiación de la Iglesia católica en España, Giménez Barriocanal dedica un especial énfasis a la siguiente idea: no existe como tal un dinero de la Iglesia, porque no hay como tal una Iglesia, sino miles. «Uno de los principales errores que existen a la hora de valorar la economía de la Iglesia católica en España consiste en concebirla como una única entidad, una especie de holding o multinacional, con unidad de decisión en el ámbito económico»[2], escribe. Lo que viene a defender es que la Nunciatura Apostólica, la CEE, las 70 diócesis, las más de 20.000 parroquias, el millar corto de monasterios de clausura, las órdenes y congregaciones, las 13.000 cofradías, hermandades, fundaciones y ONG, el arzobispado castrense y las universidades pontificias constituyen una hidra de infinitas cabezas sin cerebro coordinador. No habría así contabilidad central. Por lo que el dinero de la Iglesia, a diferencia de Dios, no existiría.

«Sin contar con aquellas que no tienen personalidad jurídica civil, existen unas 40.000 entidades [...]. Todas estas entidades operan con la autonomía que les ofrece la normativa canónica. [...] La CEE no tiene ninguna competencia ni capacidad de decisión sobre los bienes y recursos de las diócesis [...]», añade el hombre de los números. Estas tres frases enmarcan la respuesta, siempre negativa, a cualquier pregunta que se le haga a la Iglesia sobre las actividades económicas de sus terminales. No sabe/no contesta. Resulta que una institución que recibe de la res publica cuantiosos recursos anuales, que controla miles de centros educativos y ONG financiadas con fondos públicos, resulta, digo, que esta institución conectada hasta el tuétano con el propio Estado, no tiene una contabilidad central, ni unos números que ofrecer. Nadie que responda por sus cuentas.

Escribe Giménez Barriocanal: «Hablar genéricamente de “los dineros de la Iglesia”, intentando descubrir una unidad de decisión, carece de todo sentido. Sería tan incorrecto y absurdo como hablar del “dinero de los funcionarios”, “de los albañiles” o, simplemente, del “dinero de las 40.000 familias residentes en una ciudad”»[3]. Es hábil, ¿verdad? Pero, ¿no será esta supuesta descentralización sólo una coartada para la opacidad? ¿Es de verdad creíble que las máximas autoridades de la Iglesia, tanto en España como en el Vaticano, ignoran las actividades y cuentas de la propia Iglesia? Es más que dudoso. Ahí está el caso de Cajasur. Hubo un obispo en Córdoba, Javier Martínez, que denunció la opulencia del que fue su presidente, el sacerdote Miguel Castillejo, tras asegurarse un retiro dorado a costa de la misma caja que había arruinado a base de derroches. El Vaticano se puso en alerta y actuó. ¿Cómo? Apartó a Martínez de Córdoba. ¿De verdad no sabían los popes de la Iglesia en España y la Santa Sede lo que había en juego en la caja de ahorros de la blanca paloma? Es inverosímil. Y hay más síntomas de una acción económica concertada regida por el principio de jerarquía. Por ejemplo, que las diócesis ejecutan conjuntamente operaciones inversoras. Que numerosas entidades de la Iglesia picaron en Gescartera. Que muchos cabildos se están pasando a la vez a la gestión profesionalizada de sus iglesias y catedrales. También las inmatriculaciones huelen a plan coordinado. Resulta complicado creer que las diócesis actuasen cada una por su cuenta cuando, todas con el máximo sigilo, se dedicaron a registrar a su nombre templos religiosos a partir de 1998. O compartían instrucciones y procedimientos, o a todos los hombres de Dios se les ocurrieron las mismas ideas casi al mismo tiempo.

La jerarquía católica justifica el apego de la institución a la riqueza invocando el canon 1.254 del Código de Derecho Canónico: «La Iglesia puede disponer de bienes para alcanzar sus propios fines», que son «sostener al clero y a sus ministros», «el ejercicio del apostolado», «mantener el culto» y «la caridad». Pero ese mismo código, como parecen olvidar los obispos, admite otras lecturas. Y permite seleccionar cánones que desmontan esa imagen caleidoscópica e imposible de sintetizar de la Iglesia como conjunto inabarcable de entidades autónomas. En realidad la Iglesia es una y sólo una. Y es jerárquica, no democrática. Si no existiera una contabilidad única, sería porque habría decidido que no exista una contabilidad única. Porque todo, absolutamente todo, lo puede decidir el papa, «Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal en la tierra», con potestad «suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente». Lo dice el canon 331. ¿Miles de Iglesias? No tantas...

No dejemos que la propaganda difumine lo que es la Iglesia en España: una institución privada que actúa como filial y representante de los intereses de un Estado teocrático extranjero regido por el papa, que ostenta un poder absoluto. A esa organización religiosa, la Iglesia, y a ese Estado extranjero, el Vaticano, valedores de una moral ultraconservadora y poseedores de una riqueza incalculable, les ha dado España desde antiguo libre acceso a las aulas, las almas y las arcas[4].

 

 

 

 

 

1.2. Historia de un parásito del Estado

De cómo la Iglesia española, histórico sostén del orden clasista, mantiene en democracia unos privilegios cosechados con su apoyo al franquismo. De la inexistencia de un liberalismo español emancipado de la sotana. De la entrega del alto clero a las dictaduras y su combate a muerte contra la República. De las fuentes que atestiguan más de un siglo de drenaje de dinero público por parte de la Iglesia: de 300 millones de pesetas en 1903 a 11.000 millones de euros en 2016. De cómo Carrero Blanco tiró de la manta en 1972.

Altar y trono: quid pro quo

«España martillo de herejes, luz de Trento» (Menéndez Pelayo)

La Iglesia ha desempeñado en España a lo largo de la historia una tarea central: el ejercicio del poder sobre los hombres, su moral, su libertad, su vida y su muerte. Como administradora de la salvación en régimen de monopolio, ha ostentado un poder coactivo, intimidatorio y represor sin parangón, aliviando y atormentado las conciencias de hombres y mujeres desde que Recaredo se convirtió al catolicismo en el año 589. No ha habido poder más longevo ni más brutal. La Iglesia desplegó en España el mayor servicio de espionaje que haya conocido el mundo (la confesión), así como una de las máquinas de represión más atroces (la Inquisición). Desde su origen fue soporte de una ideología jerarquizadora, de enorme utilidad para el Imperio romano, que se alió con el cristianismo para evitar su crepúsculo. Nunca abandonó ese papel. Siempre ha sido bastión del conservadurismo, sostén de los privilegios de los estratos acomodados, enemiga de cualquier reformismo y apertura. Garantía de disciplina social. Y acumuladora de un inmenso patrimonio, basado en un pacto de fuego con el Estado.

Dos divisas. «Dios, patria y rey». «Altar y trono». Ahí está todo. La Monarquía y la Iglesia se fundieron en una al abrazar la Contrarreforma y el Concilio de Trento (1545). Ahí se formalizó un pacto cuyos efectos se prolongan hasta hoy. La Iglesia ha venido garantizando la certidumbre de la propiedad frente a los imprevistos liberales, no digamos revolucionarios. A cambio, el Estado clasista ha alimentado y protegido sus riquezas, le ha ofrecido un espacio central en la formación moral y educativa y ha asegurado su anclaje de hierro en la esencia de la nación. La Iglesia ha sido y es el cañamazo de la identidad oficial española. Su poder impregna las fiestas populares, los ritos, las liturgias oficiales y hasta los ciclos vitales, del nacimiento a la muerte pasando por el matrimonio, todos ellos marcados por la impronta sacramental. Su penetración alcanza hasta el último rincón de la sociedad y la cultura, un privilegio alentado por las sucesivas formas de Estado y gobierno. Cuando se ha producido una excepción, la más notable de ellas la Segunda República, la jerarquía católica se ha aplicado con esmero a su destrucción.

Son cuantiosos los pactos que han ido forjando, renovando y blindando el contrato del poder civil con el religioso. Los concordatos de 1737 y 1753 inauguraron una pródiga sucesión de alianzas. El Estatuto de Bayona, de 1808, establece: «La Religión Católica, Apostólica y Romana [...] será la religión del Rey y de la Nación, y no se permitirá ninguna otra». El artículo 12 de la Constitución de Cádiz, teóricamente liberal, señala: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica [...]». Es una de nuestras tristes características políticas: el subdesarrollo de una idea política liberal emancipada de la sotana. La catolización de nuestros burgueses ha sido paralela al aburguesamiento de nuestra Iglesia. «El liberalismo español [del siglo xix] rechazó la idea de un Estado laico y prefirió continuar con la tradición regalista de controlar los asuntos eclesiásticos para conseguir una mayor estabilidad política y social», da en el clavo Ángel Luis López Villaverde en El poder de la Iglesia en la España contemporánea[5].

El llamado «constitucionalismo liberal» es responsable de otra victoria decisiva de la Iglesia: la inclusión del ideal católico como ingrediente clave de la nación. Si España, la España de verdad, nace con los Reyes Católicos, el caso está visto para sentencia. Así lo recogen las constituciones de 1837 y 1845. Y de ello se deriva la obligación estatal de sustentar a la Iglesia. El Concordato de 1851, firmado por Pío IX e Isabel II, que puso fin a los ensayos de desamortización, va más allá: blinda un elevado estatus de protección de los bienes eclesiales y predispone a la Iglesia para triunfar en la era capitalista al permitirle adquirir propiedades sin interferencia estatal. Eso al mismo tiempo que consagra la tutela de la Iglesia sobre toda forma de educación. El dinero y las aulas han sido siempre haz y envés de los privilegios de la Iglesia en España. Por una parte, el Estado facilitaba al máximo los ingresos del clero a través de rentas, diezmos, explotación de propiedades, gestión de donaciones... Por otra, le aseguraba el control de las mentes a través del monopolio del saber y su difusión.

Esto no significa que la relación Estado-Iglesia se haya desarrollado siempre sin altibajos o tensiones, inevitables entre dos poderes colosales. No en vano, la Constitución de 1869, tras la revolución que acabó en el destronamiento de Isabel II, dando inicio al Sexenio Democrático, hizo un tímido amago de libertad religiosa, tan temida por la Iglesia, si bien la Carta Magna de 1876, de Antonio Cánovas del Castillo, corrigió el rumbo y se limitó a una rácana concesión para el culto no católico en el ámbito privado. El papado de León XIII, entre 1878 y 1903, de potente irradiación en España, inauguró la inequívoca identificación del socialismo, y en buena medida de la democracia, como la más grave amenaza para el catolicismo, que en España era ya con todo descaro sostén del orden burgués y caciquil. Otra vez se reforzaba la coalición de intereses entre el Estado oligárquico y la Iglesia, que ya había comprobado con inquietud que era posible no sólo cincelar un cierto aperturismo religioso en la piedra constitucional, sino también minar los privilegios de la Iglesia mediante la desamortización de sus bienes.

El otro foco de preocupación de la jerarquía a finales del xix comenzaba a ser la cristalización de un vigoroso anticlericalismo popular, consecuencia de siglos de abusos de la Iglesia, que venía adoptando la forma de espasmos violentos desde mediados de siglo. Ese era el panorama: masas cada vez más difíciles de controlar, vaivenes políticos imprevisibles, vientos liberales peinando Europa. A ojos de la Iglesia, la sombra desamortizadora de Godoy y Mendizábal era menos terrible que la perspectiva de un posible auge del socialismo, o de cualquier otra ideología enemiga de Dios y, por lo tanto, de España. Tampoco había lugar para la compatibilidad del catolicismo y el liberalismo. El krausismo, el primer gran desafío intelectual a la primacía del dogmatismo católico en la educación española, obtuvo de la jerarquía católica una respuesta feroz.

De modo que, a finales del xix, a pesar de sus esfuerzos, las cosas se estaban desmadrando, al menos desde el medroso punto de vista de una Iglesia en plena crisis. En menos de un siglo había pasado de unos 120.000 curas a 50.000[6], sangría paralela a su pérdida de influencia. El sacerdocio era cada vez una opción menos apetitosa para salir de la pobreza. Las desamortizaciones habían socavado el patrimonio de la Iglesia, cuya dependencia del Estado pasó a ser total, como lo sigue siendo. Esto hay que dejarlo claro: al menos desde el siglo xix la Iglesia sería incapaz de sobrevivir sin la ayuda de un Estado al que parasita sin descanso. El desastre del 98 vino a ser un golpe de gracia. No en vano, la Iglesia era la principal terrateniente en Filipinas. Con todo ello la Santa Madre entró en el siglo xx debilitada y a la defensiva, aferrada al anhelo del Antiguo Régimen. Su entrega a las dictaduras fue lacayuna durante toda la centuria. Mantuvo un idilio con Primo de Rivera (1923-1930), que recompensó su apoyo con la entrega de la enseñanza nacional. Las aulas han sido desde el inicio de su declive la obsesión de la jerarquía, que ha visto en ellas el último bastión de su viejo poder, el acceso a las conciencias de los niños, el dique final ante la secularización. Partiendo de esta premisa, no es extraño que el chupóptero eclesial entendiese que la Segunda República (1931-1936), con su proyecto de «Estado educador», suponía una amenaza existencial inaceptable.

Enemiga mortal de la tricolor

«España será católica o no será» (monseñor Isidro Gomá)

La República es el intento de desvincular el Estado y la Iglesia más ambicioso de la historia de España. No fue un régimen anticlerical, pese al mantra de la propaganda derechista, sino laico. Su empeño fue apartar a la Iglesia de los asuntos públicos por la certeza, asentada entre los partidos de izquierdas, de que había sido siempre un obstáculo insalvable para una verdadera modernización de la sociedad española. Era por ello urgente privarla de los medios que le permitían ejercer su antirreformismo.

La democracia lo pagó caro, ya que la jerarquía católica formó parte troncal de la coalición de fuerzas que acabó minándola hasta que un golpe de Estado y una guerra de tres años la finiquitaron. Desde el minuto uno la Iglesia defendió con todo su ardor la «cruzada» franquista. Después recibió con los brazos abiertos al régimen naciente, del que fue parte consustancial. El palio estaba listo para los vencedores, a los que dio cobertura moral para llenar las cunetas de España de cadáveres. Su complicidad en el genocidio, cuando no su participación, es un hecho incontrovertible. Jamás ha pedido perdón. Sí ha dedicado, sin embargo, todos sus esfuerzos a tratar de mantener y proteger los privilegios que el franquismo le concedió como pago a sus servicios.

En cuanto a los gobiernos democráticos posteriores a la Transición, no han sabido, no han podido o no han querido volver a intentar la plena separación Iglesia-Estado.

En 1931, cuando se hizo realidad la España tricolor, la Iglesia vivía apabullada por miedos y angustias. Aquel régimen de raíz popular que prometía poner fin a agravios y desigualdades suponía una amenaza frontal para una institución, la Iglesia, que había hecho de las prebendas y privilegios su modo de subsistencia. La presencia del clero había sido blindada por el Estado en hospitales, cuarteles, cementerios y cárceles. Ostentaba el monopolio de la sacralización de espacios públicos, así como de la definición de la moral pública y privada. Y, sobre todo, eran suyos los colegios de primera y segunda enseñanza. ¿Podía aquel statu quo ser alterado radicalmente? ¿Podía España, la nación católica por antonomasia, por derecho divino, imitar a Francia? Un escalofrío recorría el espinazo de obispos y cardenales.

La Constitución republicana demostró que los temores de la Iglesia estaban fundados. El artículo 3 tenía siete palabras: «El Estado español no tiene religión oficial». Artículo 26: «El Estado, las regiones, las provincias y los municipios no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las iglesias, asociaciones e instituciones religiosas. Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del clero». El mismo artículo prohibía a las órdenes «ejercer la industria, el comercio o la enseñanza» y establecía su «sumisión a todas las leyes tributarias» y su obligación de rendir cuentas al Estado. El 43 legalizó el divorcio. Además de las limitaciones a las actividades de las órdenes religiosas, el Gobierno decretó en 1932 la disolución de la Compañía de Jesús, fundada en 1534 y constituida durante siglos como un «Estado dentro del Estado» por su poder financiero e influencia política e intelectual.

El texto fue recibido como una declaración de guerra. Los obispos se lanzaron a una retórica inflamada que exaltaba la grandeza de la España reconquistada, monárquica y evangelizadora de Felipe II, en contraste con la decadente república de ateos y radicales. «Enemigos de la Iglesia y el orden social», como señaló el cardenal primado y arzobispo de Toledo, Pedro Segura, que invitaba a la formación de un «frente unido» contra este sindiós. En 1933 el conflicto por la llamada «cuestión religiosa» se recrudeció con el debate de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, «un duro ultraje a los derechos divinos de la Iglesia», en palabras de Isidro Gomá, sucesor de Pedro Segura como cardenal primado. Las explosiones de violencia popular contra el clero radicalizaban el integrismo de unos obispos horrorizados al ver concretarse el proyecto de «Estado educador». Aunque la Iglesia se las había ingeniado para mantener la enseñanza en los centros religiosos mediante la treta de pasarla a manos de mutualidades, sus privilegios se diluían. Partidos como la CEDA, Renovación Española o Comunión Tradicionalista o periódicos como El Debate o ABC encarnaron una salvaje oposición a la República, a la que acusaban de los peores desmanes, la mayoría de las veces con escaso fundamento.

La inspiración religiosa del golpe de Estado está fuera de discusión. José María Gil Robles, líder de la CEDA, que en las elecciones de 1936 había contado con el apoyo de la jerarquía católica y la Santa Sede, aportó medio millón de pesetas al general Mola unas semanas antes del golpe, y con posteridad puso a su formación al servicio del bando nacional. La cúpula eclesial respaldó la rebelión. «España será católica o no será», proclamó el cardenal Gomá durante la guerra, elevada al rango de «cruzada». El teólogo José Manuel Gallegos, canónigo de la catedral de Córdoba, fue suspendido a divinis en 1937 por su defensa del Gobierno. La Carta pastoral dirigida a los obispos del mundo entero, publicada un año después de iniciada la guerra, supuso la consagración definitiva de lo evidente: el apoyo sin ambages de los obispos a Franco. «Hoy por hoy, no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los bienes que de ellas derivan que el triunfo del movimiento nacional», decía la carta.

Siempre que a lo largo de los siglos han cristalizado las dos Españas machadianas, las enganchadas a garrotazos en el cuadro de Goya, la Iglesia ha optado por el batallón reaccionario. Fue absolutista ante el individualismo liberal y fascista ante la democracia. Siempre ha sido dique de contención de las libertades civiles. La Iglesia dio cobertura a la rebelión contra el orden republicano. Utilizó su ascendiente sobre millones de españoles de todas las clases sociales al objeto de dinamitar la credibilidad de la democracia y justificar su aniquilación. Acabada la guerra, el papa Pío XII telegrafió un mensaje al Caudillo: «Levantamos nuestro corazón al Señor y agradecemos la deseada victoria católica». La jerarquía se había aliado con el tradicionalismo y contra la modernidad, con las clases privilegiadas y contra las capas populares, con los terratenientes y contra los desposeídos, con el golpismo y contra la democracia. Con el dinero y contra los pobres.

Sobre las ruinas ensangrentadas de la democracia, se erigió de nuevo victoriosa la España eterna. Volvían los buenos tiempos para la Iglesia. Era la hora de hacer caja.

Cobrar la factura

«Honrarás a tu padre y a tu madre» (cuarto mandamiento)

La espada de Franco había sido la espada providencial. Así que la cruz de Dios pasaba a ser la cruz de Franco. Lo que nace de las cenizas de la guerra es un Estado autoritario y confesional hasta la médula en el que la Iglesia recupera ampliados sus privilegios hasta monopolizar la tutela moral y educativa de la sociedad, de la que hay que expurgar el legado contaminante del librepensamiento. Al final la españolidad se sintetiza en la fe de Cristo, la cultura castellana y la ideología nacionalcatólica. Queda sublimado el ideal excluyente y esencialista de España como país de Dios.

Sólo cuando todo el poder es para Franco, accede a compartirlo con la única institución que no percibe como una amenaza. A cambio, la participación de la Iglesia en la represión alcanza niveles de atrocidad sólo explicables desde el ánimo vengativo. Los odios, miedos y agravios larvados desde las quemas de conventos de 1835, pero sobre todo por las profanaciones y asesinatos durante la guerra, emergen con brutalidad. Al igual que habían hecho un siglo antes contra liberales y afrancesados, los religiosos se lanzan por miles a delaciones y denuncias, para las que se sirven de la base de datos que les brinda la intimidad del confesionario. La participación de las sotanas en los procesos de depuración reclama un capítulo en la historia negra de la religión en el mundo.

Dos años después de finalizada la guerra, la Iglesia empieza a cobrarse la factura. El acuerdo provisional entre la Santa Sede y el Gobierno, de junio de 1941, vuelve a conectar íntimamente a la Iglesia y al Estado. Todo queda dispuesto para inscribir la religión en las bases normativas del nuevo régimen y restablecer la esencia del Concordato de 1851. Vuelve a haber en España una sola religión, «con exclusión de cualquier otro culto», y tal religión goza del control de la educación y de la garantía de financiación pública. No obstante, los mandamases del Vaticano querían más. Suspiraban por un acuerdo de Estado en toda regla: un concordato. La pugna de poder entre los dos pilares del régimen en sus primeros años, la Iglesia y la Falange, resuelta a la postre a favor de la Iglesia, impidió que el acuerdo definitivo se alcanzase a la velocidad deseada. De modo que no hubo concordato hasta 1953. Eso sí, durante los años de espera –espera que tuvo algo de disimulo– la Iglesia siguió ampliando su poder. La Ley de Educación de 1945 le devolvió el protagonismo en las aulas, un proceso que ya no se detendría hasta la consolidación de un modelo clasista y segregador que se ajustaba como anillo al dedo a la sociedad estratificada que defendían al alimón las autoridades civiles y religiosas. El plan era explícito: convertir la escuela pública en un contenedor de niños pobres y devolver la moralidad española al recto cauce trazado por la Iglesia.

Antes del Concordato se aprobó una norma más, de influencia decisiva para la fabulosa acumulación patrimonial de la Iglesia. Fue la Ley Hipotecaria de 1946, rematada por su reglamento un año después. Perdido entre una prosa inextricable, la normativa introduce un precepto novedoso al permitir a las autoridades de la Iglesia inscribir por vez primera en el registro –inmatricular– la propiedad de un bien, necesitando sólo para ello una certificación expedida por la propia diócesis. Es decir, el obispo se convertía en fedatario público: parte sustancial, funcionarial, del Estado, con potestad para apropiarse de bienes públicos en virtud de la infalibilidad de su propia palabra. Los efectos de esta ley se proyectan hasta el día de hoy, en un escándalo destapado en Navarra en 2007, más de seis décadas después. A la Ley Hipotecaria de 1946 siguió el acuerdo con el Vaticano de 1950 sobre la jurisdicción castrense, fuente de privilegios que hoy, formalizados de otro modo, continúan en buena medida vigentes.

En paralelo a la degollina represiva, el Estado se había ocupado durante tres lustros de abrocharse a la Iglesia en los campos simbólico, educativo, patrimonial, militar... Y todo ello no era más que un preludio del acto final, de la institucionalización del matrimonio entre las esferas civil y religiosa que supuso el Concordato de 1953, un pacto de Estado tan bien sellado que más de 65 años después atraviesa la piel de nuestra democracia.

El Concordato: cepillo privado, billetera pública

«Dios me perdonará. Es su oficio» (Heinrich Heine)

1953 podría ser un año maldito para el nacionalismo español. Lo sería si el nacionalismo español no fuera tan proclive a subordinar su patriotismo al altar y la propiedad. En los Pactos de Madrid, firmados en septiembre, España entregó su política de defensa a Estados Unidos, cuyas tropas se instalaron en Rota, Morón, Zaragoza y Torrejón con el aval del «Centinela de Occidente». El franquismo salía del aislamiento a cambio de ponerse al servicio de los intereses político-militares de la potencia capitalista en la Guerra Fría. La geoestrategia española está hipotecada desde entonces. Un mes antes, en agosto, en Ciudad del Vaticano, Domenico Tardini, secretario de Estado para los Asuntos Eclesiásticos, se había sentado a la mesa con dos emisarios de Franco, Alberto Martín-Artajo, ministro de Asuntos Exteriores, y Fernando María Castiella y Maíz, embajador de España en la Santa Sede, para rubricar el Concordato.

En 28 días, del 27 de agosto al 23 de septiembre, dos acuerdos internacionales habían supuesto la cesión de soberanía en áreas clave a sendas potencias extranjeras –una militar, otra religiosa– sin que el exacerbado nacionalismo oficial español arquease una ceja. Es una constante de nuestros agitadores de banderas: al igual que los liberales se desencajan por una subvención al cine español pero ni se inmutan cuando la Iglesia hace caja sin pagar impuestos, nuestros nacionalistas no tienen empacho en que otros Estados metan la nariz en la soberanía española siempre y cuando lo hagan para contener al auténtico enemigo, que no es exterior sino interior y se llama izquierda.

Así que el Vaticano entró de hoz y coz en nuestro diseño de país en pleno siglo xx, un 27 de agosto de 1953, con la firma de un documento cuyo artículo 1 no deja lugar a dudas: «La Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico». Lo repetimos: es 1953. Watson y Crik publican en Nature la resolución del misterio de la estructura del ADN; Churchill se lleva el Nobel de Literatura; México cambia su Constitución para permitir el voto femenino; Samuel Beckett estrena en París Esperando a Godot; Audrey Hepburn salta al estrellato con Vacaciones en Roma; Tenzing Norgay y Edmund P. Hillary alcanzan la cima del Everest. Y en Santiago de Cuba un grupo de jóvenes barbudos comandados por un tal Fidel Castro asaltan el cuartel Moncada. Así que el mundo gira a toda velocidad en el ecuador del siglo xx justo cuando España decide regresar ceremoniosamente a los albores del xviii, cuando Dios ejerce como fuente de legitimidad del poder absolutista.

El Concordato. Un documento clave. Todavía mientras escribo estas líneas, 65 años después de su firma, la empresa eclesial española encuentra las condiciones para desarrollar su actividad y expandir su influencia en privilegios rubricados por aquellas plumas. Habían pasado, de hecho, 102 años desde el Concordato de 1851, en aquella España de Isabel II, pero el texto del 53 está imbuido del mismo espíritu. A pesar del carrusel de prebendas para la Iglesia que introducía, fue el régimen franquista el que más presionó para su firma, ya que las autoridades vaticanas arrastraban cierto complejo por sus concordatos con la Alemania nazi (Reichskonkordat) y la Italia fascista (Pactos de Letrán). El pudoroso Vaticano conocía el riesgo que para su imagen entrañaba firmar un acuerdo de la máxima relevancia política con un régimen mundialmente reconocido como un islote autoritario forjado en un golpe de Estado y una guerra atroz. Pero bueno, era tanto lo que había por ganar que –¿qué diablos?, ¡no es para tanto!– finalmente firmó.

El acuerdo es una metódica demolición de la idea laica que había empezado a materializar la República. Es un regreso a la más sectaria y excluyente noción de religión, identidad y cultura. Es un texto nacido del miedo, la avaricia y la impunidad. Diría, si el lector me lo permite, de la más absoluta impiedad de los vencedores. Los jefes de Estado del Vaticano y España construyen, a lo largo de 36 artículos y un protocolo final, un elaborado mapa de todos los espacios íntimos de la casa institucional española, para a continuación abrirle a la Iglesia las puertas de todas y cada una de las habitaciones. Franco le pagó a la Iglesia la bendición de la cruzada con un catálogo de prerrogativas simbólicas, educativas y fiscales. La Iglesia pasó el cepillo y el Estado aflojó la billetera.

El franquismo se apuntó grandes logros. Consiguió reconocimiento internacional, además de bendición religiosa. Si hasta entonces había cosechado pocos éxitos diplomáticos –protocolo con Perón, reapertura de la frontera francesa, entrada en la Unesco en 1951–, a partir del Concordato estos se multiplicaron. La firma precedió a los Pactos de Madrid y a la entrada de España en la ONU. ¿Recuerdan lo que dijo Franklin D. Roosevelt sobre el dictador nicaragüense Anastasio Somoza? Fue algo así como «sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta». Pues algo parecido ocurrió con el Caudillo, que podía ser un hijo de puta, pero desde luego sería el hijo de puta rooseveltiano del Vaticano. El militar faccioso se fue convirtiendo bajo palio en hombre de Estado. El criminal de guerra, en un hombre de Dios. No en vano, Pío XII lo nombró protocanónigo. Franco arrancó además al Vaticano una última concesión, ese indecible artículo VI que estableció que «los sacerdotes diariamente elevarán preces por España y por el jefe del Estado». Franco «era consciente de cuánto daba y a cambio de qué poco en el Concordato –escribe Alberto de la Hera en su artículo «Las relaciones entre la Iglesia y el Estado en España (1953-1976)»–. Pero, con ello, compraba un “privilegio” para él muy valioso, que en el Concordato no figura: el título oficial de Estado católico [...]»[7].

Franco, que no tuvo empacho en traicionar a sus aliados de guerra monárquicos y falangistas, encumbró a la Iglesia. Porque se sentía parte de ella y la necesitaba. Porque estaba en deuda con ella. No conviene olvidarlo a la hora de analizar sus privilegios económicos de hoy. Cuando los ingresos de su ayuntamiento, estimado lector, mermen por la imposibilidad de cobrar el IBI a una tienda ubicada en un inmueble de la Iglesia, o cuando parte de su aportación vía declaración de la renta acabe pagando el sueldo de un obispo, sepa que el Estado está aún pagando con su dinero el favor del blanqueo del franquismo por parte de la jerarquía eclesiástica. Es duro, pero es así.

Si la victoria política fue para Franco, los logros contantes y sonantes fueron para Pío XII y sus delegados en España. Se produjo una restauración de todos los privilegios. No hay rincón del Estado que no quedara saturado de incienso. En lo referente a bienes, propiedades y dinero, el Concordato fue gloria bendita. El Estado, que se comprometió a satisfacer las «necesidades económicas de las diócesis», pasó a hacerse cargo de toda la cuenta de la Iglesia y a alimentar el patrimonio del clero. Por si el lector se lo estaba preguntando, la simetría –no la equivalencia– con los actuales privilegios de la Iglesia católica en materia económica es más que evidente. Vivimos literalmente la resaca de un brindis con champán de 1953, que a su vez era la celebración del centenario de un acuerdo de 1851. Y podríamos seguir hacia atrás.

El Concordato establece un sinfín de exenciones y privilegios fiscales, marcando el camino para los posteriores acuerdos de 1976-1979. Si la Iglesia había prometido el paraíso celestial a los cruzados de la causa nacional, Franco le garantizó a la Iglesia un paraíso fiscal aquí abajo. Lisa y llanamente, el Concordato establece que la Iglesia no paga impuestos por su emporio inmobiliario y educativo. Tampoco por los objetos destinados al culto, ni por publicaciones ni documentos. Es cierto que el texto fija una salvedad referida a los «ingresos que no provengan del ejercicio de actividades religiosas propias de su apostolado», sujetos teóricamente a tributación. Pero la realidad es que, a falta de una mínima diligencia inspectora, la Iglesia disfrutó de facto de una exención generalizada de todos los impuestos. Por supuesto, la afirmación sobre los paralelismos con la actualidad es aquí aplicable de nuevo, sólo que esta vez hay más equivalencia que simetría[8].

El Estado sacaba además sus narices de todos los asuntos económicos de la Iglesia, que puede recabar fondos, administrar sus bienes y fundar organizaciones libremente. Nada compete al Gobierno en este campo. Ni que decir tiene que, con el Concordato en la mano, las arcas públicas se encargan de pagar la construcción y el mantenimiento de los edificios de culto. No hay eventualidad que no quedase contemplada, y no hay solución que no pasase por aflojar dinero público. La cosa llegaba a este nivel de detalle: si se llegara a un embargo judicial de bienes, «se dejará a los eclesiásticos lo que sea necesario para su honesta sustentación y el decoro de su estado». La máxima es esta: pase lo que pase, que a los curas no les falte nunca de nada.